A la memoria de AGUEDILLA,
la pobre loca de la calle del Sol
que me mandaba moras y claveles.
Prologuillo
Suele creerse que yo escribí Platero y yo para los niños, que es un libro para niños.
No. En 1913, "La Lectura", que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idilicas para su "Biblioteca Juventud". Entonces, alterando la idea momentáneamente, escribí este prólogo:
ADVERTENCIA A LOS HOMBRES QUE LEAN ESTE LIBRO PARA NIÑOS
Este breve libro, en donde la legría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡ qué sé yo para quién ! ...para quien escribimos los poetas líricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡ Qué bien !
"Dondequiera que haya niños - dice Novalis- , existe una edad de oro." Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca. ¡ Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y , a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer ! Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.
VII - EL LOCO
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero
negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura
gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas
de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de
los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas,
corren detrás de nosotros, chillando largamente.
- ¡ El loco ! ¡ El loco ! ¡ El loco !
... Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y
puro, de un incendiado añil, mis ojos
- ¡ tan lejos de mis oídos !- se abren noblemente, recibiendo
en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y
divina que vive en el sinfín del horizonte...
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos,
velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos...
- ¡ El lo... co ! ¡ El Lo... co !
VIII - JUDAS
¡ No te asustes, hombre ! ¿ Qué te pasa ? Vamos,
quietecito... Es que están matando a Judas, tonto.
Sí, están matando a Judas. Tenían puesto uno en el
Monturrio, otro en la calle de Enmedio, otro, ahí, en el Pozo del
Concejo. Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural
en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de doblado a
balcón, los sostenía. ¡ Qué grotescas mescolanzas de viejos
sombreros de copa y mangas de mujer, de caretas de ministros y
miriñaques, bajo las estrellas serenas ! Los perros les ladraban sin
irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían pasar bajo
ellos...
Ahora las campanas dicen, Platero, que el velo del altar
mayor se ha roto. No creo que haya quedado escopeta en el
pueblo sin disparar a Judas. Hasta aquí llega el olor de la pólvora.
¡ Otro tiro ! ¡ Otro !
... Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra,
o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada
hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana
del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en una
superposición de vagos y absurdos simulacros primaverales.
IX - LAS BREVAS
Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con
las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las grandes higueras centenarios, cuyos troncos
grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus
muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas - que se
pusieron Adán y Eva- atesoraban un fino tejido de perlillas de
rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se
veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más
viva cada vez, los velos incoloros del oriente.
... Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada
higuera. Rociillo cogió conmigo la primera hoja de una, en un
sofoco de risas y palpitaciones. - Toca aquí. Y me ponía mi mano,
con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y
bajaba como una menuda ola prisionera - . Adela apenas sabía
correr, gordinflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué
a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el
asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con
risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la
frente. Seguimos Rociillo y yo y, más que nunca por la boca,
comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la
nuca, en un griteró agudo y sin tregua, que caía, con las brevas
desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le
dio a Platero, y ya fue él blanco de la locura. Como el infeliz no
podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio
blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una
metralla rápida.
Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el
femenino rendimiento.
XI - EL MORIDERO
Tú, si te mueres antes que yo, no irás Platero mío, en el
carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del
camino de los montes, como los otros pobres burros, como los
caballos y los perros que no tienen quien que quiera. No serás,
descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos - tal la
espina de un barco sobre el ocaso grana- , el espectáculo feo de
los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan, en el
coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas
de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se
asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando
salen, las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados
por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande
y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al
lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las
niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la
soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en
el naranjal y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz
eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verdones
te pondrán, el la salud perenne de la copa, un breve techo de
música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante
de Moguel.
XII - LA PÚA
Entrando, en la dehesa de los Caballos, Platero ha
comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
- Pero, hombre, ¿ qué te pasa ?
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada,
mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el
casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón,
su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja.
Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como
un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de
Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre al arroyo
de los lirios amarillos, para que el agua corriente la lama, con su
larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él
detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la
espalda.
XIII - GOLONDRINAS
Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha, en su nido gris
del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetado siempre.
Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han
equivocado las pobres golondrinas, como se equivocaron, la
semana pasada, las gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando el
sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la coquetería de
levantarse este año más temprano, pero ha tenido que guardar de
nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo.
¡ Da pena ver marchitarse, en capullo, las rosa vírgenes del
naranja !
Están ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas se las oye,
como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo
curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le
contaban a las flores lo que habían visto en áfrica, sus dos viajes
por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias
de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches
con estrellas ...
No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como
andan las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No se
atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea recta
con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni a
ponerse en los alambres del telégrafo, que el norte hace zumbar,
en su cuadro clásico de carteras, junto a los aisladores blancos... ¡
Se van a morir de frío, Platero !
XIV - LA CUADRA
Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente
rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata
blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo,
vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techo
viejo llueve claras monedas de fuego.
Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a
mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho, anhelando
lamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto del
pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un
lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto, Platero,
que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado
rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.
Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un
momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego,
subiéndome a una piedra, miro al campo.
El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y
en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y
dulce, una campana.
XV - EL POTRO CASTRADO
Era negro, con tornasoles granas, verdes y azules, todo de
plata, como los escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevos
rojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, la
castañera de la plaza del Marqués. ¡ Repiqueteo de su trote corto,
cuando de la Friseta de arena, entraba, campeador, por los
adoquines de la calle Nueva ! ¡ Qué ágil, qué nervioso, qué agudo
fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos !
Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más negro
que él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondo
deslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo.
Después, saltando el tronco de pino, umbral de la puerta, invadió
de alegría el corral verde y de estrépito de gallinas, palomos y
gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados los velludos
brazos sobre las camisetas de colores. Lo llevaron bajo la
pimienta. Tras una lucha áspera y breve, cariñosa un punto, ciega
luego, lo tiraron sobre el estiércol y, sentados todos sobre él,
Darbón cumplió su oficio, poniendo un fin a su luctuosa y mágica
hermosura.
Thy unus'd beauty must be tomb'd with thee,
Which used, lives th'executor to be,
- dice Shakespeare a su amigo.
... Quedó el potro, hecho caballo, blando, sudoroso,
extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y tapándolo con una
manta, se lo llevó, lentamente, calle abajo.
¡ Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido ! Iba como
un libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la tierra,
que entre sus herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo
aislaba, dejándolo sin razón, igual que un árbol desarraigado, cual
un recuerdo, en la mañana violenta, entera y redonda de
Primavera.
XVI - LA CASA DE ENFRENTE
¡ Qué encanto siempre, Platero, en mi niñez, el de la casa de
enfrente a la mía ! Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de
Arreburra, el aguador, con su corral al sur, dorado siempre de sol,
desde donde yo miraba Huelva, encaramándome en la tapia.
Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija de Arreburra, que
entonces me parecía una mujer y que ahora, ya casada, me
parece como entonces, me daba azamboas y besos... Después,
en la calle Nueva - luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez- , la
casa de don José, el dulcero de Sevilla, que me deslumbraba con
sus botas de cabritilla de oro, que ponía en la pita de su patio
cascarones de huevos, que pintaba de amarillo canario con fajas
de azul marino las puertas de su zaguán, que venía, a veces, a mi
casa, y mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del
olivar... ¡ Cuántas sueños le ha mecido a mi infancia, esa pobre
pimienta que, desde mi balcón, veía yo, llena de gorriones, sobre
el tejado de don José ! - Eran dos pimientas, que no uní nunca:
una, la que veía, copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la
que veía en el corral de don José, desde su tronco...
Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada cambio leve de
cada día o de cada hora, ¡ qué interés, qué atractivo tan
extraordinario, desde mi cancela, desde mi ventana, desde mi
balcón, en el silencio de la calle, el de la casa de enfrente.
XVII - EL NIÑO TONTO
Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el
niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el
pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no
llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño
alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás.
Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento
negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba un pájaro en el
solitario umbral, y yo me acordé de Curros, padre más que poeta,
que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba por él a la
mariposa gallega:
Volvoreta d'aliñas douradas...
Ahora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que
desde la calle de San José se fue al cielo. Estará sentado en su
sillita, al lado de las rosas únicas, viendo con su ojos, abiertos otra
vez, el dorado pasar de los gloriosos.
XVIII - LA FANTASMA
La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual... Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y pierda entre la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos - el coche de las nueve, las ánimas, el cartero- habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde - el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche- , doblado todo sobre el tejado de alpende... De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios. Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de abajo a arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos... Platero; abajo ya, junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo.
XIX - PAISAJE GRANA
La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por
sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su
esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las
hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman
el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de
ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas de
carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los
espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por
su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de
sangre.
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace
extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante, que
vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga
más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es
infinita, pacífica, insondable...
- Anda, Platero...
XX - EL LORO
Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el huerto de
mi amigo, el médico francés, cuando una mujer joven,
desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo, hasta nosotros. Antes
de llegar, avanzando el negro ver angustiado a mí, me había
suplicado:
- Zeñorito: ¿ ejtá ahí eze médico ?
Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que, a cada
instante, jadeando, miraban camino arriba; al fin, varios hombres
que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazador furtivo de esos
que cazan venados en el coto de Doñana. La escopeta, una
absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se le había
reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo. Mi amigo se llegó,
cariñoso, al herido, le levantó unos míseros trapos que le habían
puesto, le lavó la sangre y le fue tocando huesos y músculos. De
vez cuando me decía:
- Ce n'est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, a brea, a
pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el poniente rosa, sus
apretados terciopelos de esmeralda. En una lila, lila y verde, el
loro, verde y rojo, iba y venía, curioseándonos con sus ojitos
redondos.
Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimas saltadas;
a veces, dejaba oír un ahogado grito. Y el loro:
- Ce n'est rien...
Mi amigo ponía al herido algodones y vendas...
El pobre hombre:
- ¡ Aaaay !
Y el loro, entre las lilas:
- Ce n'est rien.. Ce n'est rien...
<Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes
saber qué honda respiración ensancha el pecho, cuando al salir a
ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en
el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo,
ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo
de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.
¡ Qué encanto el de la azotea ! Las campanas de la torre
están sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón, que
late fuerte; se ven brillar, lejos, en las viñas, los azadones, con una
chispa de plata y sol; se domina todo; las otras azoteas, los
corrales, donde la gente, olvidada, se afana, cada uno en lo suyo -
el sillero, el pintor, el tonelero- ; las manchas de arbolado de los
corralones, con el toro o la cabra; el cementerio, a donde a veces,
llega, pequeñito, apretado y negro, un inadvertido entierro de
tercera; ventanas con una muchacha en camisa que se peina,
descuidada, cantando; el río, con un barco que no acaba de
entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya el cornetín, o
donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las
suyas...
La casa desaparece como un sótano. ¡ Qué extraña, por la
montera de cristales, la vida ordinaria de abajo: las palabras, los
ruidos, el jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero, bebiendo en
el pilón, sin verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o la
tortuga !
XXII - RETORNO
Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de
almoraduj; yo, de lirios amarillos.
Caía la tarde de abril. Todo lo que en el poniente había sido
cristal de oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y
luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual
un zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo volvía triste...
Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes
azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto
monumental !. Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos,
y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera, encontraba
en ella un consuelo melancólico.
Retorno... ¿ adónde ?, ¿ de qué ?, ¿ para qué ?... Pero los
lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la
noche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, al
mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor
de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra
solitaria.
- ¡ Alma mía, lirio en la sombra ! - dije. Y pensé, de pronto, en
Platero, que, aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera
mi cuerpo, olvidado.
XXIII - LA VERJA CERRADA
Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo daba la
vuelta por la pared de la calle de San Antonio y me venía a la verja
cerrada que da al campo. Ponía mi cara contra los hierros y
miraba a derecha e izquierda, sacando los ojos ansiosamente,
cuanto mi vista podía alcanzar. De su mismo umbral gastado y
perdido entre ortigas y malvas, una vereda sale y se borra,
bajando, en las Angustias. Y, vallado suyo abajo, va un camino
ancho y hondo por el que nunca pasé...
¡ Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la
verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían ! Era
como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran de lo
demás el espectáculo, para dejarlo solo através de la verja
cerrada... Y se veía la carretera, con su puente y sus álamos de
humo, y el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y los vapores
de Huelva, y, al anochecer, las luces del muelle de Riotinto, y el
eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el morado ocaso
último...
Los bodegueros me decían, riendo, que la verja no tenía
llave... En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento
sin cauce, la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los
campos más maravillosos... Y así como una vez intenté, fiado en
mi pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces,
con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella lo que mi
fantasía mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad...
XXIV - DON JOSÉ, EL CURA
Ya, Platero, va ungido y hablando con miel. Pero la que, en
realidad, es siempre angélica, es su burra, la señora.
Creo que lo viste un día en su huerta, calzones de marinero,
sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a los chiquillos que
le robaban las naranjas. Mil veces has mirado, los viernes, al
pobre Baltasar, su casero, arrastrando por los caminos la
quebradura, que parece el globo del circo, hasta el pueblo, para
vender sus míseras escobas o para rezar con los pobres por los
muertos de los ricos...
Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus
juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al
menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí
cada cosa... El árbol, el terrón, el agua, el viento, la candela, todo
esto tan gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro, tan vivo, parece
que son para él ejemplo de desorden, de dureza, de frialdad, de
violencia, de ruina. Cada día, las piedras todas del huerto reposan
la noche en otro sitio, disparadas, en furiosa hostilidad, contra
pájaros y lavanderas, niños y flores.
A la oración, se trueca todo. El silencio de don José se oye
en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo y sombrero de
teja, y casi sin mirada, entra en el pueblo oscuro, sobre su burra
lenta, como Jesús en la muerte...
XXV - LA PRIMAVERA
¡ Ay, qué relumbres y olores!
¡ Ay, cómo rien los prados!
¡ Ay, qué alboradas se oyen!
Romance Popular
En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada
chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo,
desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la
ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los
pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡ Libre
concierto de picos, fresco y sin fin ! La golondrina riza, caprichosa,
su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de
fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro; el chamariz
ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en el pino
grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡ Cómo está la mañana ! El sol pone en la tierra su alegría de
plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes,
entre las flores, por la casa - ya dentro, ya fuera- , en el manantial.
por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un
hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz,
que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida.
XXVI - EL ALJIBE
Míralo; está lleno de las ultimas lluvias, Platero. No tiene eco,
ni se ve, allá en su fondo, como cuando está bajo, el mirador con
sol, joya policroma tras los cristales amarillos y azules de la
montera.
Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo sí; bajé cuando
lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, y luego un
cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela que llevaba se me
apagó y una salamandra se me puso en la mano. Dos fríos
terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se
cruzaran como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo
está socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande
es el del patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del
Castillo. El mejor es éste de mi casa que, como ves, tiene el brocal
esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de
la Iglesia va hasta la viña de los Puntales y allí se abre al campo,
junto al río. La que sale del Hospital nadie se ha atrevido a
seguirla del todo, porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia, en
que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda que caía,
de la azotea, en el aljibe... Luego, a la mañana, íbamos, locos, a
ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba hasta la
boca, como está hoy, ¡ qué asombro, qué gritos, qué admiración !
... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta agua
pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vez Villegas,
el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado ya del coñac y
del aguardiente...
XXVII - EL PERRO SARNOSO
Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El
pobre andaba siempre huido, acostumbrado a los gritos y a las
pedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba
otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo.
Aquella tarde, llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el
guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la
escopeta, disparó contra él. No tuvo tiempo de evitarlo. El mísero,
con el tiro el las entrañas, giró vertiginosamente un momento, en
un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo un acacia.
Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana,
temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. El guarda,
arrepentido quizás, daba largas razones no sabía a quién,
indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un
velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo
pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado.
Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban, más
reciamente cada vez hacia la tormenta, en el hondo silencio
aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el
perro muerto.
XXVIII - REMANSO
Espérate, Platero... O pace un rato en ese prado tierno, si lo
prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso bello, que no veo
hace tanto años...
Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra la
honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste frescura de la
orilla contemplan extasiados... Son escaleras de terciopelo,
bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos los
aspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a la
desbordada imaginación de un pintor interno; jardines venustianos
que hubiera creado la melancolía permanente de una ruina loca
de grandes ojos verdes; palacios en ruinas, como aquel que vi en
aquel mar de la tarde, cuando el sol poniente hería, oblicuo, el
agua baja... Y más, y más, y más; cuanto el sueño más difícil
pudiera robar, tirando a la belleza fugitiva de su túnica infinita, al
cuadro recordado de una hora de primavera con dolor, en un
jardín de olvido que no existiera del todo... Todo pequeñito, pero
inmenso, porque parece distante; clave de sensaciones
innumerables, tesoro del mago más viejo de la fiebre...
Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me lo
sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosas
exuberancias detenidas... Cuando el amor humano lo hirió,
abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, hasta dejarlo
puro, limpio y fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la
más abierta dorada y caliente hora de abril.
A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me lo trae a
su remanso de antes, verde y solitario, y allí lo deja encantado,
fuera de él, respondiendo a las llamadas claras, «por endulzar su
pena», como Hylas a Alcides en el idilio de Chénier, que ya te he
leído, con una voz «desentendida y vana»...
XXIX - IDILIO DE ABRIL
Los niños han ido con Platero al arroyo de los chopos, y
ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risas
desproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo
les ha llovido - aquella nube fugaz que veló el prado verde con sus
hilos de oro y plata, en los que tembló, como en una lira de llanto,
el arco iris- . Y sobre la empapada lana del asnucho, las
campanillas mojadas gotean todavía.
¡ Idilio fresco, alegre, sentimiental ! ¡ Hasta el rebuzno de
Platero se hace tierno bajo la dulce carga llovida ! De cuando en
cuando, vuelve la cabeza y arranca las flores a que su bocota
alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, un
momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la
barrigota cinchada. ¡ Quién, como tú, Platero, pudiera comer
flores..., y que no le hicieran daño !
¡ Tarde equívoca de abril !... Los ojos brillantes y vivos de
Platero copian toda la hora de sol y lluvia en cuyo ocaso, sobre el
campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa.
XXX - EL CANARIO VUELA
Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su
jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que
yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre
o de frío, o de que se lo comieran los gatos.
Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto en el
pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la
mañana también, sentados en la galería, absortos en los breves
vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto a los
rosales, jugando con una mariposa.
A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y
allí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio sol que declinaba.
De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula,
otra vez alegre.
¡ Qué alborozo en el jardín ! Los niños saltaban, tocando las
palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los
seguía, ladránadole a su propia y riente campanilla; Platero,
contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo,
hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y
poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave...
XXXI - EL DEMONIO
De pronto, con un duro y solitario trote, doblemente sucio en
una alta nube de polvo, aparece, por la esquina del Trasmuro, el
burro. Un momento después, jadeantes, subiéndose los caídos
pantalones de andrajos, que les dejan fuera las oscuras barrigas,
los chiquillos, tirándole rodrigones y pierdas...
Es negro, grande, viejo, huesudo - otro arcipreste- , tanto,
que parece que se le va a agujerear la piel sin pelo por doquiera.
Se para y, mostrando unos dientes amarillos, como habones,
rebuzna a lo alto ferozmente, con una energía que no cuadra a su
desgarbada vejez... ¿ Es un burro perdido ? ¿ No lo conoces,
Platero ? ¿ Qué querrá ? ¿ De quién vendrá huyendo, con ese
trote desigual y violento ?
Al verlo, Platero hace cuerno, primero, ambas orejas con una
sola punta, se las deja luego una en pie y otra descolgada, y se
viene a mí, y quiere esconderse en la cuneta, y huir, todo a un
tiempo. El burro negro pasa a su lado, le da un rozón, le tira la
albarda, lo huele, rebuzna contra el muro del convento y se va
trotando, Trasmuro abajo...
... Es en el calor, un momento extraño de escalofrío - ¿ mío,
de Platero ?- en el que las cosas parecen trastornadas, como si la
sombra baja de un paño negro ante el sol ocultarse, de pronto, la
soledad deslumbradora del recodo del callejón, en donde el aire,
súbitamente quieto, asfixia... Poco a poco, lo lejano nos vuelve a
lo real. Se oye, arriba, el vocerío mudable de la plaza del Pescado,
donde los vendedores que acaban de llegar de la Ribera exaltan
sus asedías, sus salmonetes, sus brecas, sus mojarras, sus
bocas; la campana de vuelta, que pregona el sermón de mañana;
el pito del amolador...
Platero tiembla aún, de vez en cuando, mirándome,
acoquinado, en la quietud muda en que nos hemos quedado los
dos, sin saber por qué...
- Platero; yo creo que ese burro no es un burro...
Y Platero, mudo, tiembla de nuevo todo él de un solo
temblor, blandamente ruidoso, y mira, huido, hacia la gavia, hosca
y bajamente...
XXXII - LIBERTAD
Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, un
pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría sin
cesar su preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yo
delante, Platero detrás. Había por allí un bebedero umbrío, y unos
muchachos traidores le tenían puesta una red a los pájaros. El
triste reclamillo se levantaba hasta su pena, llamando, sin querer,
a sus hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía del
pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se
alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba
las copas. ¡ Pobre concierto inocente, tan cerca del mal corazón !
Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos, en
un agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría cúpula
frondosa, batí palmas, canté, grité. Platero, contagiado, rebuznaba
una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían, hondos y
sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron
a otro pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillos
violentos, rozaba su cabezota peluda contra mi corazón, dándome
las gracias hasta lastimarme el pecho.
XXXIII - LOS HÚNGAROS
Míralos, Platero, tirados en todo su largor, cómo tienden los
perros cansados el mismo rabo, en el sol de la acera.
La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante
desnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de lanas
granas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos,
negras como el fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla, pelos
toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías obscenas. El chiquillo
se orina en su barriga como una fuente en su taza, llorando por
gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña,
murmurando, y éste las costillas, como si tocase una guitarra.
De vez en cuando, el hombre se incorpora, se levanta luego,
se va al centro de la calle y golpea con indolente fuerza el
pandero, mirando un balcón. La muchacha, pateada por el
chiquillo, canta, mientras jura desgarradamente, una desentonada
monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa más que él, fuera de
punto, sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone a
buscar entre los chinos de la cuenta uno más blando.
Las tres... El coche de la estación se va, calle Nueva arriba.
El sol, solo.
- Ahí tienes, Platero, el ideal de familia de Amaro... Un
hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra,
que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un
mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer a
todos, cogiéndose las pulgas...
XXXIV - LA NOVIA
El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado
del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas; después, se
enreda por los pinetes sin limpiar y mece, hinchándolas como
velas sutiles, las encendidas telarañas celestes, rosas, de oro...
Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡ dan un
blando bienestar al corazón !
Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no
le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, a la colina. A lo
lejos, una cinta de mar, brillante, incolora, vibra, entre los últimos
pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes, allá
abajo, saltan los asnos trabados, de mata en mata.
Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas. De
pronto, Platero yergue las orejas, dilata las levantadas narices,
replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandes
habichuelas de sus dientes amarillos. Está respirando largamente,
de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que debe transirle
el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el cielo
azul, a la amada. Y dobles rebuznos, sonoros y largos, desbaratan
con su trompetería la hora luminosa y caen luego en gemelas
cataratas.
He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre
Platero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como él, con
sus ojazos de azabache cargados de estampas... ¡ Inútil pregón
misterioso, que ruedas brutalmente, como un instinto hecho carne
libre, por las margaritas !
Y Platero trota indócil, intentando a cada instante volverse,
con un reproche en su refrenado trotecillo menudo:
- Parece mentira, parece mentira, parece mentira...
XXXV - LA SANGUIJUELA
Espera. ¿ Qué es eso, Platero ? ¿ Qué tienes ?
Platero está echando sangre por la boca. Tose y va
despacio, más cada vez. Comprendo todo en un momento. Al
pasar esta mañana por la fuente de Pinete, Platero estuvo
bebiendo en ella. Y, aunque siempre bebe en lo más claro y con
los dientes cerrados, sin duda una sanguijuela se le ha agarrado a
la lengua o al cielo de la boca...
- Espera, hombre. Enseña...
Le pido ayuda a Raposo, el aperador, que baja por allí del
Almendral, y entre los dos intentamos abrirle a Platero la boca.
Pero la tiene como trabada con hormigón romano. Comprendo con
pena que el pobre Platero es menos inteligente de lo que yo me
figuro... Raposo coge un rodrigón gordo, lo parte en cuatro y
procura atravesarle un pedazo a Platero entre las quijadas... No es
fácil la empresa. Platero alza la cabeza al cenit levantándose
sobre las patas, huye, se revuelve... Por fin, en un momento
sorprendido, el palo entra de lado en la boca de Platero. Raposo
se sube en el burro y con las dos manos tira hacia atrás de los
salientes del palo para que Platero no lo suelte.
Si, allá adentro tiene, llena y negra, la sanguijuela. Con dos
sarmientos hechos tijera se la arranco...Parece un costalillo de
almagra o un pellejillo de vino tinto; y, contra el sol, es como el
moco de un pavo irritado por un paño rojo. Para que no saque
sangre a ningún burro más, la corto sobre el arroyo, que en un
momento tiñe de la sangre de Platero la espumela de un breve
torbellino...
XXXVI - LAS TRES VIEJAS
Súbete aquí en el vallado, Platero. Anda, vamos a dejar que
pasen esas pobres viejas...
Deben venir de la playa o de los montes. Mira. Una es ciega
y las otras dos la traen por los brazos. Vendrán a ver a dos Luis, el
médico, o al hospital... Mira qué despacito andan, qué cuido, qué
mesura ponen las dos que ven en su acción. Parece que las tres
temen a la misma muerte. ¿ Ves cómo adelantan las manos cual
para detener el aire mismo, apartando peligros imaginarios, con
mimo absurdo, hasta las más leves ramitas en flor, Platero ?
Que te caes, hombre... Oye qué lamentables palabras van
diciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de lunares y
volantes. ¿ Ves ? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad, su
esbeltez.Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas en el polvo con
sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia las acompaña,
como un recuerdo seco y duro...
Míralas a las tres, Platero. ¡ Con qué confianza llevan la
vejez a la vida, penetradas por la primavera esta que hace florecer
de amarillo el cardo en la vibrante
dulzura de su hervoroso sol
!
Te he dicho, Platero que el alma de Moguer es el vino, ¿
verdad ? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un
pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en
torno - ¡ oh sol moreno !- como la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo entero
empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el
pueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come un
gran pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en
el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo,
en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como la
esperanza, o con una ilusión...
Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se paran en
cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan: "¡ El panaderooo
!"... Se oye el duro ruido tierno de los cuarterones que, al caer en
los canastos que brazos desnudos levantan, chocan con los
bollos, de las hogazas con las roscas...
Y los niños pobres llaman, al punto, a las campanillas de la
cancelas o a los picaportes de los portones, y lloran largamente
hacia adentro: ¡ Un poquiiito paaan !...
XXXIX - AGLAE
¡ Qué reguapo estás hoy, Platero ! Ven aquí... ! Buen jaleo te
ha dado esta mañana la Macaria ! Todo lo que es blanco y todo lo
que es negro en ti luce y resalta como el día y como la noche
después de la lluvia. ¡ Qué guapo estás, Platero !
Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mí, lento,
mojado aún de su baño, tan limpio que parece una muchacha
desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en ella
sus ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las
Gracias les hubiera prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo la
cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas...
él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas, sin irse,
o se liberta, en breve correr, para pararse de nuevo en seco, como
un perrillo juguetón.
- ¡ Qué guapo estás, hombre ! - le repito.
Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara un traje,
corre tímido, hablándome, mirándome en su huida con el regocijo
de las orejas, y se queda, haciendo que come unas campanillas
coloradas, en la puerta de la cuadra.
Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyada en
el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y de gorriones,
mira la escena sonriendo, casi invisible en la trasparencia del sol
matinal.
XL - EL PINO DE LA CORONA
Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro bajo el
pino de la Corona. A donde quiera que llego - ciudad, amor, gloriame
parece que llego a su plenitud verde y derramada bajo el gran
cielo azul de nubes blancas. Es el faro rotundo y claro en los
mares difíciles de mi sueño, como lo es de los marineros de
Moguer en las tormentas de la barra; segura cima de mis días
difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria, que toman los
mendigos, camino de Sanlúcar.
¡ Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo su recuerdo !
Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de ser grande, lo único
que ha sido mayor cada vez. Cuando le cortaron aquella rama que
el huracán le tronchó, me pereció que me habían arrancado un
miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor me coge de
improviso, me parece que le duele al pino de la Corona.
La palabra magno le cuadra como al mar, como al cielo y
como a mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, han
descansado razas y razas por siglos, como sobre el agua, bajo el
cielo y en la nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuido de
mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocan donde
quieren, o en estos instantes en que hay cosas que se ven cual en
una visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino de Colona,
transfigurado en no sé qué cuando de eternidad, se me presenta,
más rumoroso y más gigante aún, en la duda, llamándome a
descansar a su paz, como el término verdadero y eterno de mi
viaje por la vida.
XLI - DARBÓN
Darbón, el médico de Platero, es grande como el buey pío,
rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres
duros de edad.
Cuando habla, le faltan notas, cual a los pianos viejos; otras
veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire. Y estas
pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de
manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres
de garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un
amable concierto para antes de le cena.
No le queda muela ni diente y casi sólo come migajón de
pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡ a la boca
roja ! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego otra bola, y otra.
Masca con las encías, y la barba le llega, entonces, a la aguileña
nariz.
Digo que es grande como el buey pío. En la puerta del
banco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, con
Platero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo
toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y
duración él no puede regular, y que acaba siempre en llanto.
Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo:
- Mi niña, mi pobrecita niña...
XLII - EL NIÑO Y EL AGUA
En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón
polvoriento que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los
ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en
grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un
solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los
ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de
luz: Oasis.
Ya la mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su
olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la
cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el
suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la
palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos
negros contemplan arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se
rasca aquí y allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio,
igual siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño
se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese
latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la
imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la
sorprendida forma primera.
- Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese
niño tiene en su mano mi alma.
XLIII - AMISTAD
Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva
siempre adonde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta
acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo al través de
su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va,
entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el
río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo
alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi
despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna
fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo
engaño, lo hago rabiar... él comprende bien que lo quiero, y no me
guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he
llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada.
De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los
burros y de los hombres...
XLIV - LA ARRULLADORA
La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda,
bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos
entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una teja,
durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por
dentro. En la paz brillante, se oye el hervor de la olla que cuece en
el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría del
viento del mar en la maraña de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta:
Mi niiiño se va a dormiii
en graaasia de la Pajtoraaa...
Pausa. El viento en las copas...
... y pooor dormirse mi niñooo,
se duermeee la arruyadoraaa...
El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinos
quemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la tierra
fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.
XLV - EL ÁRBOL DEL CORRAL
Este árbol, Platero, esta acacia que yo mismo sembré, verde
llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y que ahora
mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de sol
poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor
sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de
esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con
mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de una musa.¡
Qué fina, qué grácil, qué bonita era !
Hoy Platero es dueña casi de todo el corral. ¡ Qué basta se
ha puesto ! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En
todo este tiempo en que la tenía olvidada, igual que si no
existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a su
capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.
Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por
mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos
llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado
tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver,
Platero. Es triste; más es inútil decir más. No, no puedo mirar ya
en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama
graciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de la copa el
pensamiento. Y aquí, a donde tantas veces vine de la vida, con
una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y
tengo frío, y quiero irme, como entonces del casino, de la botica o
del teatro, Platero.
XLVI - LA TÍSICA
Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual
un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había
mandado el médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel
mayo helado; pero la pobre no podía.
- Cuando yego ar puente - me dijo- , ¡ ya v'usté, zeñorito, ahí
ar lado que ejtá !, máhogo...
La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se
cae, a veces, la brisa en el estío.
Yo le ofrecí a Plateo para que diese un paseíto. Subida en él,
¡ qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y
dientes blancos !
... Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar.
Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil
lirio de cristal fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de
Montemayor, lazado de grana, transfigurada por la fiebre y la
esperanza, parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del
cielo del sur.
XLVII - EL ROCÍO
Platero - le dije- ; vamos a esperar las Carretas. Traen el
rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio del pinar de las
ánimas, la frescura de las Madres y de los Frenos, el olor de la
Rocina...
Me lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas
por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría,
en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos
pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el
camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de
los Rocíos caía sobre las viñas, de una pasajera nube malva. Pero
la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la
moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos
alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se
alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía
luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado.
Detrás, las carretas, como lechos, colgadas de blanco, con las
muchachas, morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel,
repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más
burros... Y el mayordomo - ¡ Viva la Virgen del Rocíoooo ! ¡
Vivaaaaa !- calvo, seca y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la
vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado
por dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus
frontales de colorinas y espejos, en los que chispeaba el trastorno
del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el
Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor,
como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los
cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las
piedras...
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se
arrodilló - ¡ una habilidad suya !- , blando, humilde y consentido.
XLVIII - RONSARD
Libre ya Platero del cabestro, y paciendo entre las castas
margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he
sacado de la alforja moruna un breve libro, y, abriéndolo por una
señal, me he puesto a leer en alta voz:
Comme on voit sur la blanche au mois de maii la
rose
En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que
el sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre vuelo
y gorjeo, se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está
almorzando.
... jaloux de sa vive couleur,
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa
viva, sobre mi hombro... Es Platero, que, sugestionado, sin duda,
por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos:
... vive couleur,
Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...
Pero el pajarillo, que debe digerir aprisa, tapa la palabra, con
una nota falsa.
Ronsard, olvidado un instante de su soneto «Quand en
songeant ma follatre j'accolle»..., se debe haber reído en el
infierno...
XLIX - EL TÍO DE LAS VISTAS
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle el seco
redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un
pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo... Los
chiquillos gritan: ¡ El tío de las vistas ! ¡ Las vistas ! ¡ Las vistas !
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro banderitas
rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al sol. El viejo toca el
tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el bolsillo
o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro
corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se adelanta, pone
sus ojos en la lente...
- ¡ Ahooora se verá... al general Prim... en su caballo
blancoooo... ! - dice el viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.
- ¡ El puerto... de Barcelonaaaa... ! - y más redoble.
Otros niños van llegado con su perra lista, y la adelantan al
punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar su
fantasía. El viejo dice:
- ¡ Ahooora se verá... el castillo de la Habanaaaa ! - y toca el
tambor.
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente a ver
las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, por jugar.
El viejo, con un súbito buen humor, le dice: ¡ Venga tu perra !
Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando al
viejo con una humilde solicitud aduladora...
L - LA FLOR DEL CAMINO
¡ Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino ! Pasan a
su lado todos tropeles - los toros, las cabras, los potros, los
hombres- , y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y
fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.
Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú
la has visto en su puesto verde. Ya tiene su lado un pajarillo, que
se levanta - ¿ por qué ?- al acercarnos; o está llena, cual una
breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el
robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo
podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como
una primavera de mi vida... ¿ Qué le diera yo al otoño, Platero, a
cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el
ejemplo sencillo y sin término de la nuestra ?
LI - LORD
No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las he
enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en ella.
Pues éste es Lord, Platero, el perrillo foxterrier de que a veces te
he hablado. Míralo. Está ¿ lo ves ? en un cojín de los del patio de
mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el sol de
invierno.
¡ Pobre Lord ! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando.
Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de
dama, redondo e impetuoso como el agua en la boca de la caño.
Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques negros. Sus ojos
brillantes eran dos breves inmensidades de sentimientos de
nobleza. Tenían vena de loco. A veces, sin razón, se ponía a dar
vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de mármol, que
en mayo lo adornan todo, hojas, azules, amarillas de los cristales
traspasados del sol de la montera, como los palomos que pinta
don Camilo... Otras se subía a los tejados y promovía un alboroto
piador en los nidos de los aviones... La Macaria lo enjabonaba
cada mañana y estaba tan radiante siempre como las almenas de
la azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre, pasó toda la noche velándolo
junto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala, se echó a los
pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni beber...
Vinieron a decir un día mi casa que un perro rabioso lo había
mordido... Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allí al
naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la callejilla cuando se lo
llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces, Platero,
igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre, sobre
pasando su nada con la exaltada intensidad de su doloroso
sentimiento... Cada vez que un sufrimiento material me punza el
corazón, surge ante mí, larga como la vereda de la vida a la
eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona, la mirada que
Lord dejó en él para siempre cual una huella macerada.
LII - EL POZO
¡ El pozo !... Platero, ¡ qué palabra tan honda, tan verdinegra,
tan fresca, tan sonora ! Parece que es la palabra la que taladra,
girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al
alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una
flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el
nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de
esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una pierda a su quietud, se
enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.
(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo,
adornada de volubles estrellas. ¡ Silencio ! Por los caminos se ha
ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se
ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir
de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del
mundo. ¡ Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante,
magnético salón encantado !)
- Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por
matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.
Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale,
asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.
LIII - ALBÉRCHIGOS
Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez,
violeta de cal con sol y cielo azul, hasta la torre, tapa de su fin,
negra y desconchada de esta parte del sur por el constante golpe
del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño,
hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caído sombrero
ancho, se mete en su fantástico corazón serrana que le da coplas
y coplas bajas:
... con grandej fatiguiiiyaaa
yo je lo pedíaaa...
Suelto, el burro mordisquea la escasa yerba sucia del
callejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De vez
en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la calle
verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas
piernecillas terrosas, como para cogerle fuerza, en la tierra, y,
ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en
la que torna a ser niño en la e:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Luego, cual si la venta le importase un bledo - como dice el
padre Díaz- , torna a su ensimismado canturreo gitano:
... yo a ti no te cuurpooo,
ni te curparíaaa...
Y le da varazos a las piedras, sin saberlo...
Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda
conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda
que corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego
un repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la
corneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte,
pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire trae
sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y
refulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus
olas iguales en su solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa
a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué movimiento
gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos
blancos...
- Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro, y tú
te irás con él y serás un vendedor de albérchigos..., ¡ ea !
LIV - LA COZ
Íbamos, cortijo de Montemayor, al herradero de los novillos.
El patio empedrado, ombrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul
de la tardecita, vibraba sonoro del relinchar de los alegres caballos
pujantes, del reír fresco de las mujeres, de los afilados ladridos
inquietos de los perros. Platero, en un rincón, se impacientaba.
- Pero, hombre - le dije- , si tú no puedes venir con nosotros;
si eres muy chico...
Se ponía tan loco, que le pedí al Tonto que se subiera en él y
lo llevara con nosotros.
... Por el campo claro, ¡ qué alegre cabalgar ! Estaban las
marismas risueñas de oro, con el sol en sus espejos rotos, que
doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo trote duro de los
caballos, Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, que necesitaba
multiplicar insistentemente, como el tren de Riotinto su rodar
menudo, para no quedarse solo con el Tonto en el camino. De
pronto, sonó como un tiro de pistola. Platero le había rozado la
grupa a un fino potro tordo con su boca, y el potro le había
respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi a
Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y, con una
espina y una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto que
se lo llevara a casa.
Se fueron los dos, lentos y tristes, por el arroyo seco que
baja del pueblo, tornando la cabeza al brillante huir de nuestro
tropel...
Cuando, de vuelta del cortijo, fui a ver a Platero, me lo
encontré mustio y doloroso.
- ¿ Ves - le suspiré- que tú no puedes ir a ninguna parte con
los hombres ?
LV - ASNOGRAFÍA
Leo en un Diccionario: ASNOGRAFÍA, s.f.: Se dice,
irónicamente, por descripción del asno.
¡ Pobre asno ! ¡ Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres !
Irónicamente... ¿ Por qué ? ¿ Ni una descripción seria mereces, tú,
cuya descripción cierta sería un cuento de primavera ? ¡ Si al
hombre que es bueno debieran decirle asno ! ¡ Si al asno que es
malo debieran decirle hombre ! Irónicamente... De ti, tan
intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa,
del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y reflexivo,
melancólico y amable, Marco Aurelio de los prados...
Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus
ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla,
pequeñito y chispeante en un breve y convexo firmamento
verdinegro. ¡ Ay ! ¡ Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le
hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben
Diccionarios, casi tan bueno como él !
Y he puesto al margen del libro: ASNOGRAFÍA, sentido
figurado: Se debe decir, con ironía, ¡ claro está !, por descripción
del hombre imbécil que escribe Diccionarios.
LVI - CORPUS
Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las
campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los Arroyos,
conmueven, con su pregonera coronación de bronce, el blanco
pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y
estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona
metalería de la música.
La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea
toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas de
damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y, donde
hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las últimas
casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los
espejos, que, entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de
los cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la
procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los
panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San
Telmo, Patrón de los marineros, con su navío de plata en las
manos; la bandera gualda, y San Isidro, Patrón de los labradores,
con su yuntita de bueyes; y más banderas de más colores, y más
Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y San
José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin, entre la guardia civil, la
Custodia, ornada su calada platería, despaciosa en su nube
celeste de incienso.
En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de los
salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle
del Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y las capas
pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo
terso de la hora serena de junio, las palomas tejen sus altas
guirnaldas de nieve encendida...
Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su
mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete, con el
latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro
misterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se le
diviniza...
LVII - PASEO
Por los hondos caminos del estío, colgados de tiernas
madreselvas, ¡ cuán dulcemente vamos ! Yo leo, o canto, o digo
versos al cielo. Platero mordisquea la hierba escasa de los
vallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, las
vinagreras amarillas. Está parado más tiempo que andando. Yo lo
dejo...
El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en
arrobamiento, se levanta, sobre los almendros cargados, a sus
últimas glorias. Todo el campo, silencioso y ardiente, brilla. En el
río, una velita blanca se eterniza, sin viento. Hacia los montes la
compacta humareda de un incendio hincha sus redondas nubes
negras.
Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave e
indefenso, en medio de la vida múltiple. ¡ Ni la apoteosis del cielo,
ni el ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas.
Cuando, entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre y
fresco de la noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡ Qué
sencillo placer diario ! Ya en la alberca, yo lleno mi vaso y bebo
aquella nieve líquida. Platero sume en el agua umbría su boca, y
bebotea, aquí y allá, en lo más limpio, avaramente...
LVIII - LOS GALLOS
No sé a qué comparar el malestar aquél, Platero... Una
agudeza grana y oro que no tenía el encanto de la bandera de
nuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez una
bandera española sobre el cielo azul de una plaza de toros...
mudéjar..., como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y
amarillo de disgusto, como en los libros de Galdós, en las
muestras de los estancos, en los cuadros malos de la otra guerra
de áfrica... . Un malestar como el que me dieron siempre las
barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos en los
oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de pasas,
las etiquetas de las botellas de vino, los premios del colegio del
Puerto, las estampitas del chocolate...
¿ A qué iba yo allí o quién me llevaba ? Me parecía el
mediodía de invierno caliente, como un cornetín de la banda de
Modesto... Olía a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco...
Estaba el diputado, con el alcalde y el Litri, ese torero gordo y
lustroso de Huelva... La plaza del reñidero era pequeña y verde; y
la limitaban, desbordando sobre el aro de madera, caras
congestionadas, como vísceras de vaca en carro o de cerdo en
matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la
carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos...
Hacía calor y todo - ¡ tan pequeño: un mundo de gallos !- estaba
cerrado.
Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar,
dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas de lentos humos
azules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores
carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en
saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con
los espolones con limón... o con veneno. No hacían ruido alguno,
ni veían, ni estaban allí siquiera...
Pero y yo, ¿ por qué estaba allí y tan mal ? No sé... De vez
en cuando, miraba con infinita nostalgia, por una lona rota que,
trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera, un
naranjo sano que en el sol puro de fuera aromaba el aire con su
carga blanca de azahar... ¡ Qué bien - perfumaba mi alma- ser
naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto !
... Y, sin embargo, no me iba...
LIX - ANOCHECER
En el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del
pueblo, ¡ qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso
recuerdo de lo apenas conocido ! Es un encanto contagioso que
retiene todo el pueblo como enclavado en la cruz de un triste y
largo pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas
estrellas, amontona en las eras sus vagas colinas- ¡ oh Salomón !-
tiernas y amarillentas. Los trabajadores canturrean por lo bajo, en
un soñoliento cansancio. Sentadas en los zaguanes, las viudas
piensan en los muertos, que duermen tan cerca, detrás de los
corrales. Los niños corren, de una sombra a otra, como vuelan de
un árbol a otro los pájaros...
Acaso, entre la luz ombría que perdura en las fachadas de
cal de las casas humildes, que ya empiezan a enrojecer las farolas
de petróleo, pasan vagas siluetas terrosas, calladas, dolientes - un
mendigo nuevo, un portugués que va hacia las rozas, un ladrón
acaso- , que contrastan, en su oscura apariencia medrosa, con la
mansedumbre que el crepúsculo malva, lento y místico, pone el
las cosas conocidas... Los chiquillos se alejan, y en el misterio de
las puertas sin luz, se habla de unos hombres que «sacan el unto
a los niños para curar a la hija del rey, que está hética»...
LX - EL SELLO
Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de
plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como
un pájaro en su nido. ¡ Qué ilusión cuando, después de oprimirlo
un momento contra la palma blanca, fina y malva de mi mano,
aparecía en ella la estampilla:
Francisco Ruiz, Moguer.
¡ Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del colegio de
don Carlos !. Con una imprentilla que me encontré arriba, en el
escritorio viejo de mi casa, intenté formar uno con mi nombre. Pero
no quedaba bien, y sobre todo, era difícil la impresión. No era
como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y allá, en un libro,
en la pared, en la carne, su letrero:
Francisco Ruiz, Moguer.
Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de Sevilla, un
viajante de escritorio. ¡ Qué embeleso de reglas, de compases, de
tintas de colores, de sellos ! Los había de todas las formas y
tamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un duro que me encontré,
encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡ Qué larga semana
aquélla ! ¡ Qué latirme el corazón cuando llegaba el coche del
correo ! ¡ Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia, los
pasos del cartero ! Al fin, una noche, me lo trajo. Era un breve
aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales para lacre... ¡ qué
sé yo ! Y dando a un resorte, aparecía la estampilla, nuevecita,
flamante.
¿ Quedó algo por sellar en mi casa ? ¿ Qué no era mío ? Si
otro me pedía el sello - ¡ cuidado, que se va a gastar !- , ¡ qué
angustia ! Al día siguiente, con qué prisa alegre llevé al colegio
todo, libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero:
Juan Ramón Jiménez, Moguer.
LXI - LA PERRA PARIDA
La perra de que te hablo, Platero, es la de Lobato, el tirador.
Tú la conoces bien, porque la hemos encontrado muchas veces
por el camino de los Llanos... ¿ Te acuerdas ? Aquella dorada y
blanca, como un poniente anubarrado de mayo... Parió cuatro
perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a su choza de las Madres
porque se le estaba muriendo un niño y Luis le había dicho que le
diera caldo de perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa de
Lobato al puente de las Madres, por la pasada de las Tablas...
Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo aquel día,
entrando y saliendo, asomándose a los caminos, encaramándose
en los vallados, oliendo a la gente... Todavía a la oración la vieron,
junto a la casilla del celador, en los Hornos, aullando tristemente
sobre unos sacos de carbón, contra el ocaso.
Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a la pasada
de las Tablas... Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche,
y cada una se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y al amanecer,
cuando Lobato abrió su puerta, estaba la perra en un umbral
mirando dulcemente a su amo, con todos los perritos agarrados,
en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas...
LXII - ELLA Y NOSOTROS
Platero; acaso ella se iba - ¿ adónde ?- en aquel tren negro y
soleado que, por la vía alta, cortándose sobre los nubarrones
blancos, huía hacia el norte.
Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y ondeante,
goteado todo de sangre de amapolas a las que ya julio ponía la
coronita de ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste - ¿ te
acuerdas ?- entristecían un momento el sol y las flores, rodando
vanamente hacia la nada...
¡ Breve cabeza rubia, velada de negro !... Era como el retrato
de la ilusión en el marco fugaz de la ventanilla.
Tal vez ella pensara: - ¿ Quiénes serán ese hombre enlutado
y ese burrillo de plata ?
¡ Quiénes habíamos de ser ! Nosotros..., ¿ verdad, Platero ?
LXIII - GORRIONES
La mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como
guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos
quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.
¡ Los gorriones ! Bajo las redondas nubes, que, a veces,
llueven unas gotas finas, ¡ cómo entran y salen en la enredadera,
cómo chillan, cómo se cogen de los picos ! éste cae sobre una
rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de
cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al
tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo
aviva.
¡ Benditos pájaros, sin fiesta fija ! Con la libre monotonía de
lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les
dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones,
sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan
a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más
Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les
antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen
que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni
de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el
amor sin nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes, ¡ las pobres gentes !, se van a misa los
domingos, cerrado las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de
amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial,
al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya
conocen bien, y algún burrillo tierno - ¿ te juntas conmigo ?- los
contemplan fraternales.
LXIV - FRASCO VÉLEZ
Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en la plazoleta
de los Escribanos el bando del alcalde:
«Todo Can que transite por los andantes de esa Noble
Ciudad de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, será
pasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad.»
Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en el
pueblo. Ya ayer noche, he estado oyendo tiros y más tiros de la
«Guardia municipal nocturna consumera volante», creación
también de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por los
Trasmuros.
Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas, que no
hay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde actual, así como
el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca la soledad que
dejan sus tiros, para pasar su aguardiente de pita y de higo. Pero,
¿ y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso ? ¡ No quiero
pensarlo, Platero !
LXV - EL VERANO
Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada,
de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que
nunca llega... Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño
instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en su
ardor, espectral.
Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores
vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro
lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos
chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se
eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los
rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas...
Cuando llegamos a la sombra del nogal grande, rajo dos sandías,
que abren su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo
me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del
pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya, como si
fuese agua.
LXVI - FUEGO EN LOS MONTES
¡ La campana gorda !... Tres... cuatro toque... - ¡ Fuego !
Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra
angostura de la escalerilla de madera, hemos subido, en
alborotado silencio afanoso, a la azotea.
... ¡ En el campo de Lucena !- grita Anilla, que ya estaba
arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche... - ¡ Tan,
tan, tan, tan ! Al llegar afuera - ¡ qué respiro !- la campana limpia
su duro golpe sonoro y nos amartilla los oídos y nos aprieta el
corazón.
- Es grande, es grande... Es un buen fuego...
Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece
quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y
bermellón, igual a aquella «Caza» de Piero di Cosimo, en donde el
fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces
brilla con mayor brío; otras lo rojo se hace casi rosa, del color de la
luna naciente... La noche de agosto es alta y parada, y se diría
que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento
eterno... Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul,
sobre las Monjas... Estoy conmigo...
Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la
realidad... Todos han bajado... Y en el escalofrío, con que la
blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento
como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía
en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el
Pollo - Oscar Wilde, moguereño- , ya un poco viejo, moreno y con
rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra
y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos
bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar...
LXVII - EL ARROYO
Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la
dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros amarillos, unas
veces como es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus
amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en
superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento,
a lugares remotos, no existentes o sólo sospechados.
Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, como un
vilano al sol, con el encanto de los primeros hallazgos, cuando
supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismo arroyo que parte
el camino de San Antonio por su bosquecillo de álamos cantores;
que andando por él, seco, en verano, se llegaba aquí; que
echando un barquito de corcho allí, en los álamos en invierno,
venía hasta estos granados, por debajo del puente de las
Angustias, refugio mío cuando pasaban toros...
¡ Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero,
que yo no sé si tú tienes o has tenido ! Todo va y viene en
trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como
estampa momentánea de la fantasía... Y anda uno semiciego,
mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la
sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o abriendo al
sol, como una flor cierta y poniéndola en una orilla verdadera, la
poesía que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada.
LXVIII - DOMINGO
La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana ya,
ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta como si
todo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya,
parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo florido.
Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la
procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡ Qué paz ! ¡
Qué pureza ! ¡ Qué bienestar ! Dejo a Platero en el prado alto, y yo
me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer.
Omar Khayyám...
En el silencio que queda entre dos repiques, el hervidero
interno de la mañana de setiembre cobra presencia y sonido. Las
avispas orinegras vuelen en torno de la parra cargada de sanos
racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidas con
las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis de
colorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de
luz.
De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira... Yo, de
vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero...
LXIX - EL CANTO DEL GRILLO
Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías
nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo
y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va
subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la
armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya las estrellas en el
cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso de
cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo
las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y
divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el
canto del grillo se exalta, llena todo el campo, es cual la voz de la
sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio,
cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros
cristales.
Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y
duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de su
sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de la tapia, anda
extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo
mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia
candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna,
suspirando al viento de las dos, de las tres, de las cuatro... El
canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido...
¡ Aquí está ! ¡ Oh canto del grillo por la madrugada, cuando,
corrido de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las
sendas blancas de relente ! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya
el canto está borracho de luna, embriagado de estrellas,
romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubes
luctuosas, bordeadas de la malva azul y triste, sacan el día de la
mar, lentamente...
LXX - LOS TOROS
¿ A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños ? A ver
si yo les dejaba que te llevasen para pedir contigo la llave en los
toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dicho que no
lo piensen siquiera...
¡ Venían locos, Platero ! Todo el pueblo está conmovido con
la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada,
ante las tabernas; van y vienen coches y caballos calle Nueva
arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están
preparando el Canario, ese coche amarillo que les gusta tanto a
los niños, para la cuadrilla. Los patios quedan sin flores, para las
presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente
por las calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro,
oliendo a cuadra y a aguardiente...
A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol,
en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas se
están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos
por la calleja al campo, como el año pasado...
¡ Qué hermoso el campo en estos días de fiesta en que todos
lo abandonan ! Apenas si en un majuelo, en una huerta, un
viejecito se inclina sobre el cepa agria, sobre el regato puro... A lo
lejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, el
redondo vocerío, las palmas, la música de la plaza de toros, que
se pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar... Y el
alma, Platero, se siente reina verdadera de lo que posee por virtud
de su sentimiento, del cuerpo grande y sano de la naturaleza que,
respetado, da a quien lo merece el espectáculo sumiso de su
hermosura resplandeciente y eterna.
LXXI - TORMENTA
Miedo, Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo
ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio... El
amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos.
Más silencio...
El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo
que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que
cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana
desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil - flores, pájarosdesaparece
de la vida.
Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios,
que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones
de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no
pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que parecen las
cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando el cochero
por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de
prisa.
¡ Ángelus ! Un Ángelus duro y abandonado solloza entre el
tronido. ¿ El último Ángelus del mundo ? Y se quiere que la
campana acabe pronto o que suene más, mucho más, que
ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se
sabe lo que se quiere...
(No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos.
Los niños llaman desde todas partes...
- ¿ Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del
corral ?
LXXII - VENDIMIA
Este año, Platero, ¡ qué pocos burros han venido con uva !.
Es en balde que los carteles digan con grandes letras: A seis
reales. ¿ Dónde están aquellos burros de Lucena, de Almonte, de
Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como tú,
conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horas
mientras se desocupaban los lagares ? Corría el mosto por las
calles, y las mujeres y los niños llenaban cántaros, orzas, tinajas...
¡ Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, la
bodega del Diezmo ! Bajo el gran nogal que cayó el tejado, los
bodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco, sonoro y
pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la pierna,
con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas y espumeantes;
y allá en el fondo, bajo el alpende, los toneleros daban redondos
golpes huecos, metidos en la limpia viruta olorosa... Yo entraba en
Almirante por una puerta y salía por la otra - las dos alegres
puertas correspondidas, cada una de las cuales le daba a la otra
su estampa de vida y de luz- , entre el cariño de los bodequeros...
Veinte lagares pisaban día y noche. ¡ Qué locura, qué
vértigo, qué ardoroso optimismo ! Este año, Platero, todos están
con las ventanas tabicadas y basta y sobra con el del corral y con
dos o tres lagareros.
Y ahora, Platero, hay que hacer algo, que siempre no vas a
estar de holgazán.
... Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero,
libre y vago; y para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me
llego con él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar, bien
despacio, por entre ellos... Luego me lo llevo de allí
disimuladamente...
LXXIII - NOCTURNO
Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo,
vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La torre se ve,
cerrada, lívida, muda y dura, en el errante limbo violeta, azulado,
pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída,
amarilla y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río.
El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus
árboles. Hay un canto roto de grillo, una conversación sonámbula
de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen
las estrellas...Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuzna
tristemente.
La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada,
dulce luego. Al fin, se calla... A lo lejos, hacia Montemayor,
rebuzna otro asno... Otro, luego, por el Vallejuelo... Ladra un
perro...
Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de su
color, como en el día. Por la última casa de la calle de la Fuente,
bajo una roja y vacilante farola, tuerce la esquina un hombre
solitario... ¿ yo ? No, yo, en la fragante penumbra celeste, móvil y
dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y la sombra, escucho
mi hondo corazón sin par...
La esfera gira, sudorasa y blanda..
LXXIV - SARITO
Para la vendimia, estando yo una tarde grana en la viña del
arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito preguntaba por mí.
Iba yo hacia la era, cuando él venia ya vereda abajo:
- ¡ Sarito !
Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña. Se
había escapado de Sevilla para torear por los pueblos, y venía de
Niebla, andando, el capote, dos veces colorado, al hombro, con
hambre y sin dinero.
Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un mal
disimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres que por
ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleado ya
con un muchacho que le había partido una oreja de un mordisco.
Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndose a
acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero, que andaba por allí
comiendo uva; y me miraba, en tanto, noblemente...
LXXV - ÚLTIMA SIESTA
¡ Qué triste belleza, amarilla y descolorida, la del sol de la
tarde, cuando me despierto bajo la higuera !
Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia
el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del
blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me
mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la sombra,
de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de la tres suenan
las vísperas, tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero,
que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha grana, de
pie, inmóvil, me mira con sus enormes ojos vacilantes, en los que
le anda una pegajosa mosca verde.
Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra
vez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a la
que, de pronto, se le doblaron las alas.... las alas... mis párpados
flojos, que, de pronto, se cerraran...
LXXVI - LOS FUEGOS
Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en
el cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo
en fiesta desde aquella paz fragante que emanaban los nardos de
la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas, borracho en el suelo de
la era, tocaba cara a la luna, hora tras hora, su caracol.
Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran sordos
estampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abrían arriba,
en un suspiro, cual un ojo estrellado que viese, un instante, rojo,
morado, azul, el campo; y otros cuyo esplendor caía como una
doncellez desnuda que se doblara de espaldas, como un sauce de
sangre que gotease flores de luz. ¡ Oh, qué pavos reales
encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué faisanes de
fuego por jardines de estrellas.
Platero, cada vez que sonaba un estallido, se estremecía,
azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del espacio; y en la
claridad vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobre el
cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me miraban
asustados.
Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo,
subía al cielo constelado la áurea corona giradora del castillo,
poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparse los
oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, como alma que
lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia los tranquilos pinos
en sombra.
LXXVII - EL VERGEL
Como hemos venido a la Capital, he querido que Platero vea
El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra
de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El
paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el
riego, azules de cielo a techos y a techos blancas de flor caída
que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.
¡ Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa
también el agua, por la sucesión de claros de yedra goteante de la
verja ! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca, pasa,
chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas
moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo
engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de
cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con
su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero,
rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masa de verdor
tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera
perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo,
entre nubecillas rosas...
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en el vergel, me dice
el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj
de plata:
- Er burro no puéntra, zeñó.
- ¿ El burro ? ¿ Qué burro ? - le digo yo, mirando más allá de
Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal...
- ¡ Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee... !
Entonces, ya en la realidad, como Platero «no puede entrar»
por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de
nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra
cosa...
LXXVIII - LA LUNA
Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas
en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y discaído, entre
los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el
quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de setiembre,
dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos.
Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese
puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.
Yo le dije a la luna:
... Ma sola
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido
blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra...
LXXIX - ALEGRÍA
Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece
a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su
leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y
Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la
embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas,
tirando con los dientes de la punta de las espadañas de la carga.
Con una clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente
a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente,
mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, Platero es de juguete. ¡ Con qué paciencia
sufre sus locuras ! ¡ Cómo va despacito, deteniéndose,
haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan ! ¡ Cómo los
asusta, iniciando, de pronto, un trote falso !
¡ Claras tardes del otoño moguereño ! Cuando el aire puro de
octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo
idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de
campanillas...
LXXX - PASAN LOS PATOS
He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda de
nubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde el silencio del
corral, un incesante pasar de claros silbidos.
Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la tempestad
marina. De vez en cuando, como si nosotros hubiéramos
ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan los
ruidos más leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el
campo, se oye clara la palabra de alguno que va lejos...
Platero, de vez en cuando, deja de beber y levanta la cabeza
como yo, como las mujeres de Millet, a las estrellas, con una
blanda nostalgia infinita...
LXXXI - LA NIÑA CHICA
La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto de la veía
venir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero
de arroz, llamándolo dengosa: - ¡ Platero, Plateriiillo !- , el asnucho
quería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznaba
loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y
le pegaba pataditas, le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella
bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos: o,
cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con
todas las variaciones mimosas de su nombre:- ¡ Platero ! ¡
Platerón ! ¡ Platerillo ! ¡ Platerete ! ¡ Platerucho !
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río
abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su
delirio, lo llamaba triste: ¡ Plateriiilo !... Desde la casa oscura y
llena de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del
amigo. ¡ Oh estío melancólico !
¡ Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro ! Setiembre, rosa
y oro, como ahora, declinaba. Desde el cementerio ¡ cómo
resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la
gloria !... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la
puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y
me senté a pensar, con Platero.
LXXXII - EL PASTOR
En la colina, que la hora morada va tornando oscura y
medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal,
silba en su pito, bajo el templor de Venus. Enredadas en las flores,
que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las exalta hasta
darles forma en la sombra en que están perdidas, tintinean,
paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso un
momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido.
- Zeñorito, zi eze gurro juera mío...
El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa,
recogiendo en los ojos rápidos cualquier brillantez del instante,
parece uno de aquellos mendiguillos que pintó Bartolomé Esteban,
el buen sevillano.
Yo le daría el burro... Pero ¿ qué iba yo a hacer sin ti, Platero
?
La luna, que sube, redonda, sobre la ermita de Montemayor,
se ha ido derramando suavemente por el prado, donde aún yerran
vagas claridades del día; y el suelo florido parece ahora de
ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; y las rocas son más
grandes, más inminentes y más tristes; y llora más el agua del
regato invisible...
Y el pastorcillo grita, codicioso, ya lejos:
- ¡ Ayn ! Zi eze gurro juera míooo...
LXXXIII - EL CANARIO SE MUERE
Mira, Platero; el canario de los niños ha amanecido hoy
muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba ya
muy viejo... El invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasó
silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar esta
primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían
las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida
nueva, y cantó; pero su voz era quebradiza y asmática, como la
voz de una falta cascada.
El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el
fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a decir:
- ¡ Puej no l'a faltado ná; ni comida, ni agua !
No. No le ha faltado nada, Platero. Se ha muerto porque sí -
diría Campoamor, otro canario viejo...
Platero, ¿ habrá un paraíso de los pájaros ? ¿ Habrá un
vergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos,
con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos ?
Oye; a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaro
muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, el
pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo
mustio de un lirio amarillento. Y lo enterraremos en la tierra del
rosal grande.
A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del
corazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y
habrá por el sol de abril un error encantado de alas invisibles y un
reguero secreto de trinos claros de oro puro.
LXXXIV - LA COLINA
¿ No has visto nunca, Platero, echado en la colina romántico
y clásico a un tiempo ?
... Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni
siquiera miro. Llega la noche y sólo me voy cuando la sombra me
quita. No sé cuándo me vi allí por vez primera y aún dudo si
estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la colina roja aquella que
se levanta, como un torso de hombre y de mujer, sobre la viña
vieja de Cobano.
En ella he leído cuanto he leído y he pensado todos mis
pensamientos. En todos los museos vi este cuadro mío, pintado
por mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas a
mí, digo a ti, o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos y el
poniente.
Me llaman, a ver si voy ya a comer o a dormir, desde la casa
de la Piña. Creo que voy, pero no sé si me quedo allí. Y yo estoy
cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en
donde esté, ni en la tumba, ya muerto; sino en la colina roja,
clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano,
ponerse el sol sobre el río...
LXXXV - EL OTOÑO
Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus
sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que
está desnudo y que hace fresco.
¡ Cómo sopla el norte ! Mira, por el suelo, las ramitas caídas;
el es viento tan agudo, tan derecho, que está todas paralelas,
apuntadas al sur.
El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor
alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles
amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro,
vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápido
caminar.
LXXXVI - EL PERRO ATADO
La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado,
ladrando limpia y largamente, en la soledad de un corral, de un
patio o de un jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríos y
tristes... Donde quiera que estoy, Platero, oigo siempre, en estos
días que van siendo cada vez más amarillos, ese perro atado, que
ladra al sol de ocaso...
Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son los instantes
en que la vida anda toda en el oro que se va, como el corazón de
un avaro en la última onza de su tesoro que se arruina. Y el oro
existe apenas, recogido en el alma avaramente y puesto por ella
en todas partes, como los niños cogen el sol con un pedacito de
espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en una sola
las imágenes de la mariposa y de la hoja seca...
Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en rama en
el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con el sol. El sol se
torna rosa, malva... La belleza hace eterno el momento fugaz y sin
latido, como muerto para siempre aún vivo. Y el perro le ladra,
agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la belleza...
LXXXVII - LA TORTUGA GRIEGA
Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un
mediodía, del colegio por la callejilla. Era en agosto - ¡ aquel cielo
azul Prusia, negro casi, Platero !- y para que no pasáramos tanto
calor, nos traían por allí, que era más cerca... Entre la yerba de la
pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por la
sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquel rincón
se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda
de la mandadera y entramos en casa anhelantes, gritando: ¡ Una
tortuga, una tortuga ! Luego la regamos, porque estaba muy sucia,
y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos en oro y
negro...
Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron
a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando en
los Jesuitas estudié yo Historia Natutal, la encontré pintada en el
libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada
en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba ese nombre
también. Así, no cabe duda, Platero, de que es una tortuga griega.
Ahí está, desde entonces. De niños, hicimos con ella algunas
perrerías; la columpiábamos en el trapecio; le echábamos a Lord;
la teníamos días enteros boca arriba... Una vez, el Sordito le dio
un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos y
uno fue a matar a un pobre palomo blanco, que estaba bebiendo
bajo el peral.
Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto,
aparece en el carbón, fija, como muerta. Otro en el caño... A
veces, un nido de huevos hueros son señal de su estancia en
algún sitio; come con las gallinas, con los palomos, con los
gorriones, y lo que más le gusta es el tomate. A veces, en
primavera, se enseñorea del corral, y parece que ha echado de su
seca vejez eterna y sola, una rama nueva; que se ha dado a luz a
sí misma para otro siglo...
LXXXVIII - TARDE DE OCTUBRE
Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas
amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la
casa, también con hojas caídas, parece vacío. En la ilusión
suenan gritos lejanos y remotas risas...
Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las
lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando
como una llama de fragancia hacia el incendio del poniente, huele
todo a rosas quemadas. Silencio.
Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco
se viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado, pisando seco y
duro en los ladrillos, se entra conmigo por la casa...
LXXXIX - ANTONIA
El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firme gala
de oro de sus márgenes en el estío, se ahogaban en aislada
dispersión, donando a la corriente fugitiva, pétalo a pétalo, su
belleza...
¿ Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel traje
dominguero ? Las piedras que pusimos se hundieron en el fango.
La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, a
ver si por allí podía... No podía... Entonces yo le ofrecí a Platero,
galante.
Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, quemado su
arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el contorno de su
mirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente, contra un árbol...
Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo rosa del estambre,
corrió un punto y, ágil como una galga, se escarranchó sobre
Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus duras piernas que
redondeaban, en no sospechada madurez, los círculos rojos y
blancos de las medias bastas.
Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, se
clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo
estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando por
el llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morena
sacudida.
... Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosas con
espinas, el verso que Shakespeare hizo decir a Cleopatra, me
ceñía, redondo, el pensamiento:
O happy horse, to bear the weight of Anthony!
- ¡ Platero ! - le grité, al fin, iracundo, violento y
desentonado...
XC - EL RACIMO OLVIDADO
Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste
del día abierto, nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la
merienda y los sombreros de las niñas en un cobujón del
seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, como
una flor de albérchigo, a Blanca.
¡ Qué encanto el del campo renovado ! Iban los arroyos
rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras, y en los
chopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se veían ya
los pájaros, negros.
De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando:
- ¡ Un raciiimo !, ¡ un raciiimo !
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados
mostraban aún algunas renegridas y carmines hojas secas,
encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso
como la mujer en su otoño. ¡ Todas lo querían ! Victoria, que lo
cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con
esa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña que
va para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria, una
a Blanca, una a Lora, una a Pepa - ¡ los niños !- , y la última, entre
risas y palmas unánimes, a Platero, que la cogió, brusco, con sus
dientes enormes.
XCI - ALMIRANTE
Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes de que tú vinieras.
De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue
sobre el pesebre que fue suyo, en el que están su silla, su bocado
y su cabestro.
¡ Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera,
Platero ! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de fuerza,
de vivacidad, de alegría. ¡ Qué bonito era ! Todas las mañanas,
muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por las
marismas levantando las bandadas de grajos que merodeaban por
los molinos cerrados. Luego, subía por la carretera y entraba, en
un duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.
Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de
las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el
velador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el corral.
Después, ya anocheciendo, como en un sueño, vi pasar por la
ventana a monsieur Dupont con Almirante enganchado en su
charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.
No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que
llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más,
hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del
pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.
Sí, Platero. ¡ Qué buenos amigos hubierais sido Almirante y
tú !
XCII - VIÑETA
Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de la
oscura haza recién arada, por los que corre ya otra vez un ligero
brote de verdor de las semillas removidas, el sol, cuya carrera es
ya tan corta, siembra, al ponerse, largos regueros de oro sensitivo.
Los pájaros frioleros se van, en grandes y altos bandos, al Moro.
La más leve ráfaga de viento desnuda ramas enteras de sus
últimas hojas amarillas.
La estación convida a mirarnos el alma, Platero. Ahora
tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y el
campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio
en su desnudez al infinito y sostenido pensamiento solitario.
Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó, no
hace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se
recorta, con un pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre
la triste vehemencia amarilla del rápido poniente.
XCIII - LA ESCAMA
Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguel es otro pueblo.
Allí empieza el barrio de los marineros. La gente habla de otro
modo, con términos marinos, con imágenes libres y vistosas.
Visten mejor los hombres, tienes cadenas pesadas y fuman
buenos cigarros y pipas largas. ¡ Qué diferencia entre un hombre
sobrio, seco y sencillo de la carretería, por ejemplo, Raposo, y un
hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de
la Ribera !
Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la
calle del Coral. Cuando viene algún día a casa, deja la cocina
vibrando de su viva charla gráfica. Las criadas, que son una de la
Friseta, otra del Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas.
Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de tabaco de
contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de plata,
de oro... Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su
figulina ligera y rizada en el fino pañuelo negro de espuma...
Las criadas se quedan comentando sus palabras de colores.
Veo a Montemayor mirando una escama de pescado contra el sol,
tapado el ojo izquierdo con la mano... Cuando le pregunto qué
hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se ve, bajo
el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama, la
Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad,
que se lo ha dicho Granadilla...
XCIV - PINITO
¡ Eese !... ¡ Eese !... ¡ Eese !... ¡ ... maj tonto que Pinitoooo !...
Casi se me había ya olvidado quién era Pinito. Ahora,
Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los vallados de
arena roja un incendio mas colorado que caliente, la voz de ese
chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo la
cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenas puedo
recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un resto de
belleza en su sucia fealdad; más, al querer fijar mejor su imagen,
se me escapa todo, como un sueño con la mañana, y ya no sé
tampoco si lo que pensaba era de él... Quizás iba corriendo casi
en cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua, apedreado
por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo
y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al Molino de
viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los
montones de basura y con los mendigos forasteros.
- ¡ ...maj tonto que Pinitoooo !... ¡ Eese !...
- ¡ Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez sola con
Pinito ! El pobre murió, según dice la Macaria, de una borrachera,
en casa de Colillas, en la gavia del Castillo, hace ya mucho
tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora, Platero. Pero ¿
sería tonto ? ¿ Cómo, cómo sería ?
Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que,
según ese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo
soy más tonto que Pinito.
XCV - EL RÍO
Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal
corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá,
esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por
su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡ Qué pobreza !
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes,
bergantines, faluchos - El Lobo, La Joven Eloísa, el San Cayetano,
que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero, La Estrella,
de mi tío, que mandaba Picón- , sus mástiles - ¡ sus palos
mayores, asombro de los niños !- ; o iban a Málaga, a Cádiz, a
Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las
lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus
nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de
carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones,
anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Ríotinto lo ha
envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los
ricos, comen los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el
falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.
¡ Qué miseria ! ¡ Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las
mareas ! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo
harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de hierro
igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada,
negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina
de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre
corazón las ansias, los niños de los carabineros.
XCVI - LA GRANADA
¡ Qué hermosa esta granada, Platero ! Me la ha mandado
Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las Monjas.
Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del agua
que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿ Vamos a
comérnosla ?
¡ Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la difícil piel,
dura y agarrada como una raíz a la tierra ! Ahora, el primer dulzor,
aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen pegados a
la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano, completo, con sus
velos finos, el exquisito tesoro de amatistas comestibles, jugosas y
fuertes, como el corazón de no sé qué reina joven. ¡ Qué llena
está, Platero ! Ten, come. ¿ Qué rica ! ¡ Con qué fruición se
pierden los dientes en la abundante sazón alegre y roja ! Espera,
que no puedo hablar. Da al gusto una sensación como la del ojo
perdido en el laberinto de colores inquietos de un calidoscopio. ¡
Se acabó !
Ya yo no tengo granados, Platero. Tú no viste los del
corralón de la bodega de la calle de las Flores. íbamos por las
tardes... Por las tapias caídas se veían los corrales de las casas
de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y el campo, y el
río. Se oía el toque de las cornetas de los carabineros y la fragua
de Sierra... Era el descubrimiento de una parte nueva del pueblo
que no era la mía, en su plena poesía diaria. Caía el sol y los
granados se incendiaban como ricos tesoros, junto al pozo en
sombra que desbarataba la higuera llena de salamanquesas...
¡ Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo ! ¡ Granadas
abiertas al sol grana del ocaso ! ¡ Granadas del huerto de las
Monjas, de la cañada del Peral, de Sabariego, en los reposados
valles hondos con arroyos donde se queda el cielo rosa, como en
mi pensamiento, hasta bien entrada la noche !
XCVII - EL CEMENTERIO VIEJO
Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por eso te
he metido, entre los burros del ladrillero, sin que te vea el
enterrador. Ya estamos en el silencio... Anda...
Mira; este es el patio de San José. Ese rincón umbrío y
verde, con la verja caída, es el cementerio de los curas... Este
patinillo encalado que se funde, sobre el poniente, en el sol
vibrante de las tres, es el patio de los niños... Anda... El
Almirante... Doña Bonita... La zanja de los pobres, Platero...
¡ Cómo entran y salen los gorriones de los cipreses ! ¡
Míralos qué alegres ! Esa abubilla que ves ahí, en la salvia, tiene
el nido en un nicho... Los niños del enterrador. Mira con qué gusto
se comes su pan con manteca colorada... Platero, mira esas dos
mariposas blancas...
El patio nuevo... Espera... ¿ Oyes ? Los cascabeles... Es el
coche de las tres, que va por la carretera a la estación.. Esos
pinos son los de Molino de viento... Doña Lutgarda... El capitán...
Alfredito Ramos, que traje yo, en su cajita blanca, de niño, una
tarde de primavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y con
Antonio Rivero... ¡ Calla... ! El tren de Ríotinto que pasa por el
puente... Sigue... La pobre Carmen, la tísica, tan bonita Platero...
Mira esa rosa con sol... Aquí está la niña, aquel nardo que no
pudo con sus ojos negros.. Y aquí, Platero, está mi padre...
Platero...
XCVIII - LIPIANI
Échate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de la
escuela.
Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días
los lleva Lipiani a lo del padre Castellano, otros al puente de las
Angustias, otros a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de
humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita.
Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara - ya
sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de nuestro
alcalde- , pero me temo que te murieras de hambre. Porque el
pobre Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios, y aquello
de que los niños se acerquen a mí, que él explica a su modo, hace
que cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo,
que él menudea, y así se come trece mitades él solo.
¡ Mira qué contentos van todos ! Los niños, como
corazonazos mal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la
ardorosa fuerza de esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani,
contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela de cuadros,
que fue de Boria, sonriente su gran barba entrecana con la
promesa de la comilona bajo el pino... Se queda el campo
vibrando a su paso como un metal policromo, igual que la
campana gorda que ahora, callada ya a sus vísperas, sigue
zumbando sobre el pueblo como un gran abejorro verde, en la
torre de oro desde donde ella ve la mar.
XCIX - EL CASTILLO
¡ Qué bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica
luz de otoño, como una ancha espada de oro limpio ! Me gusta
venir por aquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien el
ponerse del sol y nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos
nadie...
Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los
muros sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que
nadie vive en ella. Este es el nocturno campo de amor de la Colilla
y de su hija, esas buenas mozas blancas, iguales casi, vestidas
siempre de negro. En esta gavia es donde se murió Pinito y donde
estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron los cañones
cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, y tú lo has visto,
confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros
entran por aquí, de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera.
... Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja y
decadente, con los hornos de ladrillo y el río violeta al fondo. Mira
las marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, al manifestarse,
grande y grana, como un dios visible, atrae a él el éxtasis de todo
y se hunde, en la raya de mar que está detrás de Huelva, en el
absoluto silencio que le rinde el mundo, es decir, Moger, su
campo, tú y yo, Platero.
C - LA PLAZA VIEJA DE TOROS
Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la
visión aquélla de la plaza vieja de toros que se quemó una tarde...
de... que se quemó, yo no sé cuándo...
Ni sé tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea de
haber visto - ¿ o fue en una estampa de las que venían en el
chocolate que me daba Manolito Flórez ?- unos perros chatos,
pequeños y grises, como de maciza goma, echado al aire por un
toro negro... Y una redonda soledad absoluta, con una alta yerba
muy verde... Sólo sé cómo era por fuera, digo, por encima, es
decir, lo que no era plaza... Pero no había gente... Yo daba,
corriendo, la vuelta por las gradas de pino, con la ilusión de estar
en una plaza de toros buena y verdadera, como las de aquellas
estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer de agua que se
venía encima, se me entró, para siempre, en el alma, un paisaje
lejano de un rico verdor negro, a la sombra, digo, al frío del
nubarrón, con el horizonte de pinares recortado sobre una sola y
leve claridad corrida y blanca, allá sobre el mar...
Nada más... ¿ Qué tiempo estuve allí ? ¿ Quién me sacó ? ¿
Cuándo fue ?
No lo sé, ni nadie me lo ha dicho, Platero... Pero todos me
responden, cuando les hablo de ella:
- Sí; la plaza del Castillo, que se quemó... Entonces sí que
venían toreros a Moguer...
CI - EL ECO
El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguien
por él. De vuelta de los montes, los cazadores alargan por aquí el
paso y se suben por los vallados para ver más lejos. Se dice que,
en sus correrías por este término, hacía noche aquí Parrales, el
bandido... La roca roja está contra el naciente y, arriba, alguna
cabra desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla del
anochecer. En la pradera, una charca que solamente seca agosto,
coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las
piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, o por
levantar el agua en un remolino estrepitoso.
... He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al
algarrobo que cierra la entrada del prado, negro todo de sus
alfanjes secos; y aumentado mi boca con mis manos, he gritado
contra la roca: ¡ Platero !
La roca, con respuesta seca, endulzada un poco por el
contagio del agua próxima, ha dicho: ¡ Platero !
Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola y
fortaleciéndola, y con un impulso de arrancar, se ha estremecido
todo.
¡ Platero ! - he gritado de nuevo a la roca.
La roca de nuevo ha dicho: ¡ Platero !
Platero me ha mirado, ha mirado a la roca y, remangado el
labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el cenit.
La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en un
rebuzno paralelo al suyo, con el fin más largo.
Platero ha vuelto a rebuznar.
La roca ha vuelto a rebuznar.
Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo, se ha
cerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas con el
testuz o en el suelo, queriendo romper la cabezada, huir, dejarme
solo, hasta que me lo he ido trayendo con palabras bajas, y poco a
poco su rebuzno se ha ido quedando sólo en su rebuzno, entre las
chumberas.
CII - SUSTO
Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada
lumbre tibia sobre el mantel de nieve, y los geranios rojos y las
pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte aquel
sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres;
los niños discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el
pecho blanco al pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los
miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de
estrellas temblaba, dura y fría.
De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de
la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas
caídas, todos corrieron tras de ella, con un raudo alborotar,
mirando espantados a la ventana.
¡ El tonto de Platero ! Puesta en el cristal su cabezota blanca,
agigantada por la sombra, los cristales y miedo, contemplaba,
quieto y triste, el dulce comedor encendido.
CIII - LA FUENTE VIEJA
Blanca siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul,
siendo blanca, en la aurora; de oro o malva en la tarde, siendo
blanca; verde o celeste, siendo blanca, en la noche; la fuente
vieja, Platero, donde tantas veces me has visto parado tanto
tiempo, encierra en sí, como una clave o una tumba, toda la elegía
del mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera.
En ella he visto el Partenón, las Pirámides, las catedrales
todas. Cada vez que una fuente, un mausoleo, un pórtico me
desvelaron con la insistente permanencia de su belleza, alternaba
en mi duermevela su imagen con la imagen de la Fuente vieja.
De ella fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está en
su sitio, tal armoniosa sencillez la eterniza, el color y la luz son
suyos tan por eterno, que casi se podría coger de ella en la mano,
como su agua, el caudal completo de la vida. La pintó Böcklin
sobre Grecia; Fray Luis la tradujo; Beethoven la inundó de alegre
llanto; Miguel ángel se la dio a Rodin.
Es la cuna y es la boda; es la canción y es el soneto; es la
realidad y es la alegría; es la muerte.
Muerta está ahí, Platero, esta noche, como una carne de
mármol entre el oscuro y blando verdor rumoroso; muerta,
manando de mi alma el agua de mi eternidad.
CIV - CAMINO
¡ Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero ! Parece
que los árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y
en el cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él. Mira ese
chopo: parece Lucía, la muchacha titiritera del circo, cuando,
derramada la cabellera de fuego en la alfombra, levanta, unidas,
sus finas piernas bellas, que alarga la malla gris.
Ahora, Platero, desde la desnudez de la ramas, los pájaros
nos verán entre las hojas de oro, como nosotros los veíamos a
ellos entre las hojas verdes, en la primavera. La canción suave
que antes cantaron las hojas arriba, ¡ en qué seca oración
arrastrada se ha tornado abajo !
¿ Ves el campo, Platero, todo lleno de hojas secas ? Cuando
volvamos por aquí, el domingo que viene, no verás una sola. No
sé dónde se mueren. Los pájaros, en su amor de la primavera,
han debido decirles el secreto de ese morir bello y oculto, que no
tendremos tú ni yo, Platero...
CV - PIÑONES
Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla de los
piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y
para mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero.
Noviembre superpone invierno y verano en días dorados y
azules. Pica el sol, y las venas se hinchan como sanguijuelas,
redondas y azules... Por las blancas calles tranquilas y limpias
pasa el liencero de La Mancha con su fardo gris al hombro;
quincallero de Lucena, todo cargado de luz amarilla, sonando su
tintan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta, pegada a la
pared, pintado con cisco, en larga raya, la cal, doblada con su
espuerta, la niña de la Arena, que pregona larga y sentidamente: ¡
A loj tojtaiiitoooj piñoneee... !
Los novios los comen juntos en las puertas, trocando, entre
sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños que van al
colegio, van partiéndolos en los umbrales con una pierda... Me
acuerdo que, siendo yo niño, íbamos al naranjal de Mariano, en
los Arroyos, las tardes de invierno. Llevábamos un pañuelo de
piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar la navaja con que los
partíamos, una navaja de cabo de nácar, labrada en forma de pez,
con dos ojitos correspondidos de rubí, al través de los cuales se
veía la Torre Eiffel...
¡ Qué gusto tan bueno dejan en la boca los piñones tostados,
Platero ! ¡ Dan un brío, un optimismo ! Se siente uno con ellos
seguro en el sol de la estación fría, como hecho ya monumento
inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de
invierno, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, o con el
Manquito, el mozo de los coches...
CVI - EL TORO HUIDO
Cuando llego yo, con Platero, al naranjal, todavía la sombra
está en la cañada, blanca de la uña de león con escarcha. El sol
aún no da oro al cielo incoloro y fúlgido, sobre el que la colina de
chaparros dibuja sus más finas aulagas... De vez en cuando, un
blando rumor, ancho y prolongado, me hace alzar los ojos. Son los
estorninos que vuelven a los olivares, en largos bandos,
cambiando en evoluciones ideales...
Toco las palmas... El eco... ¡ Manuel !... Nadie... De pronto,
en rápido rumor grande y redondo... El corazón late con un
presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, con Platero, en la
higuera vieja...
Sí, ahí, va. Un toro colorado pasa, dueño de la mañana,
olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que encuentra.
Se para un momento en la colina y llena el valle, hasta el cielo, de
un lamento corto y terrible. Los estorninos, sin miedo, siguen
pasando con un rumor que el latido de mi corazón ahoga, sobre el
cielo rosa.
En una polvareda, que el sol que asoma ya, toca de cobre, el
toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y luego,
soberbio, campeador, mayor que el campo, se va, cuesta arriba,
los cuernos colgados de despojos de vid, hacia el monte, y se
pierde, al fin, entre los ojos ávidos y la deslumbrante aurora, ya de
oro puro.
CVII - IDILIO DE NOVIEMBRE
Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su
blanda carga de ramas de pino para el horno, casi desaparece
bajo la amplia verdura rendida. Su paso es menudo, unido, como
el de la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón... Parece
que no anda. En punta las orejas, se diría un caracol debajo de su
casa.
Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron en ellas el
sol, los chamarices, el viento, la luna, los cuervos - ¡ qué horror ! ¡
ahí han estado, Platero !- , se caen, pobres, hasta el polvo blanco
de las sendas secas del crepúsculo.
Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va
ya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza,
como el año pasado, a parecer divina...
CVIII - LA YEGUA BLANCA
Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las
Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a
los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo.
Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban silenciosas.
Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo
llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de
comer. Ya sabes que la pobre tan vieja como don Julián y tan
torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar... A eso del mediodía
la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. él, irritado, cogió
un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces le
pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas,
la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos
la seguían con piedras y gritos... Al fin, cayó al suelo y allí la
remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella. - ¡
Dejadla morir en paz !, como si tú o yo hubiésemos estado allí,
Platero, pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.
Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría
ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo que, ciego en su
vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su
blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre
la que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba
todo de levísimas nubecillas de rosa...
CIX - CENCERRADA
Verdaderamente, Platero, que estaba bien. Doña Camila iba
vestida de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y el puntero,
a un cochinito. él, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto en una
mano y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de
dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y Concha la
Mandadera que se llevó no sé qué ropas viejas de mi casa.
Delante iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro
negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de la calle de
Enmedio, de la calle de la Fuente, de la Carretería, de la plazoleta
de los Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello, tocando latas,
cencerros, peroles, almireces, gangarros, calderos, en rítmica
armonía, en la luna llena de las calles.
Ya sabes que doña Camila es tres veces viuda y que tiene
sesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una sola
vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias.
¡ Habrá que oírlo esta noche detrás de los cristales de la casa
cerrada, viendo y oyendo su historia y la de su nueva esposa, en
efigie y en romance !
Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina se
irá llevando del altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las
imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá
unas noches más el ruido de los chiquillos. Al fin, sólo quedarán la
luna llena y el romance...
CX - LOS GITANOS
Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre,
derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡ Qué bien lleva
su pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo
amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada
de blanco ! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como
siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos
de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas, y sus
burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.
¡ Los burros, Platero ! ¡ Ya estarán temblando los burros de
la Friseta, sintiendo a los gitanos desde los corrales bajos ! - Yo
estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuerda
tendrían los gitanos que saltar medio pueblo y, además, porque
Rangel, el guarda, me quiere y lo quiere a él- . Pero, por
amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la
voz.
- ¡ Adentro, Platero, adentro ! ¡ Voy a cerrar la cancela, que
te van a llevar !
Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa,
trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de
hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las
flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo - ¡ brutote !-
, en su corta fuga, la enredadera azul.
CXI - LA LLAMA
Acércate más, Platero. Ven... Aquí no hay que guardar
etiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque es de los
tuyos. Alí, su perro, ya sabes que te quiere. Y yo ¡ no te digo nada,
Platero ! ...¡ Qué frío hará en el naranjal ! Ya oyes a Raposo: ¡
Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja !
¿ No te gusta el fuego, Platero ? No creo que mujer desnuda
alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿ Qué cabellera
suelta, qué brazos, qué piernas resistirían la comparación con
estas desnudeces ígneas ? Tal vez no tenga la naturaleza
muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y la noche fuera
y sola; y, sin embargo, ¡ cuánto más cerca que el campo mismo
estamos, Platero, de la naturaleza, en esta ventana abierta al
antro plutónico ! El fuego es el universo dentro de casa. Colorado
e interminable, como la sangre de una herida del cuerpo, nos
calienta y nos da hierro, con todas las memorias de la sangre.
¡ Platero, qué hermoso es el fuego ! Mira cómo Alí, casi
quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡
Qué alegría ! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas de
sombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta en fuego
fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, en infinito
encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la rosa.
Mira; nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared, en el
suelo, en el techo.
¡ Qué locura, qué embriaguez, qué gloria ! El mismo amor
parece muerte aquí, Platero.
CXII - CONVALECENCIA
Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto de
convaleciente, blando de alfombras y tapices, oigo pasar por la
calle nocturna, como en un sueño con relente de estrellas, ligeros
burros que retornan del campo, niños que juegan y gritan.
Se adivinan cabezotas oscuras de asnos, y cabecitas finas
de niños que, entre los rebuznos, cantan, con cristal y plata,
coplas de Navidad. El pueblo se siente envuelto en una humareda
de castañas tostadas, en un vaho de establos, en un aliento de
hogares en paz...
Y mi alma se derrama, purificadora, con si un raudal de
aguas celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡
Anochecer de redenciones ! ¡ Hora íntima, fría y tibia a un tiempo,
llena de claridades infinitas !
Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las
estrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuerda, que, en este
instante de cielo cercano, parece que está muy lejos... Yo lloro,
débil, conmovido y solo, igual que Fausto...
CXIII - EL BURRO VIEJO
...En fin, anda tan cansado
que a cada paso se pierde...
(El potro rucio del Alcayde de los Vélez.)
Romancero general
No sé cómo irme de aquí, Platero, ¿ Quién lo deja ahí al
pobre, sin guía y sin amparo ?
Ha debido salirse del moridero. Yo creo que no nos oye ni
nos ve. Ya lo viste esta mañana en ese mismo vallado, bajo las
nubes blancas, alumbrada su seca miseria mohína, que llenaban
de islas vivas las moscas, por el sol radiante, ajeno a la belleza
prodigiosa del día de invierno. Daba una lenta vuelta, como sin
oriente, cojo de todas las patas y se volvía otra vez al mismo sitio.
No ha hecho más que mudar de lado. Esta mañana miraba al
poniente y ahora mira al naciente.
¡ Qué traba la de la vejez, Platero ! Ahí tienes a ese pobre
amigo, libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿ O
es que está muerto, como Bécquer, y sigue de pie, sin embargo ?
Un niño podría dibujar su contorno fijo, sobre el cielo del
anochecer.
Ya lo ves... Lo he querido empujar y no arranca... Ni atiende
a las llamadas... Parece que la agonía lo ha sembrado en el
suelo...
Platero, se ve a morir de frío en ese vallado alto, esta noche,
pasado por el norte... No sé cómo irme de aquí; no sé qué hacer,
Platero...
CXIV - EL ALBA
En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos
alertas ven las primeras rosas del alba y las saluden galantes,
Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡ Cuán dulce su
lejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas de la
alcoba ! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi
lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero, si en vez de
caer en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos
carboneros que van, todavía de noche, por la dura escarcha de los
caminos solitarios, a robar los pinos de los montes, o en las de
uno de esos gitanos astrosos que pintan los burros y les dan
arsénico y les ponen alfileres en las orejas para que no se les
caigan.
Platero rebuzna de nuevo. ¿ Sabrá que pienso en él ? ¿
Qué me importa ? En la ternura del amanecer, su recuerdo me es
grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra
tibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento.
CXV - FLORECILLAS
Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizó con
un delirio de flores. Por no sé qué asociación, Platero, con las
estrellitas de colores de mi sueño de entonces, niño pequeñito,
pienso, siempre que lo recuerdo, que las flores de su delirio fueron
las verbenas, rosas, azules, moradas.
No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristales de
la cancela del patio, por los que yo miraba azul o grana la luna y el
sol, inclinada tercamente sobre las macetas celestes o sobre los
arriates blancos. Y la imagen permanece sin volver la cara, -
porque yo no me acuerdo Cómo era- , bajo el sol de la siesta de
agosto o bajo las lluviosas tormentas de septiembre.
En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé qué
jardinero invisible, Platero. El que fuera, debió llevársela por una
vereda de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino torna
ella, en mi memoria, a mí que la conservo a su gusto en mi sentir
amable, aunque fuera del todo de mi corazón, como entre aquellas
sedas finas que ella usaba, sembradas todas de flores pequeñitas,
hermanas también de los heliotropos caídos del huerto y de las
lucecillas fugaces de mis noches de niño.
CXVI - NAVIDAD
¡ La candela en el campo... ! Es tarde de Nochebuena, y un
sol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo
gris en vez de todo azul, con un indefinible amarillor en el
horizonte de poniente... De pronto, salta un estridente crujido de
ramas verdes que empiezan a arder; luego, el humo apretado,
blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla
el aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.
¡ Oh la llama en el viento ! Espíritus rosados, amarillos,
malvas, azules, se pierden no sé dónde, taladrando un secreto
cielo bajo; ¡ y dejan un olor de ascua en el frío ! ¡ Campo, tibio
ahora, de diciembre ! ¡ Invierno con cariño ! ¡ Nochebuena de los
felices !
Las jaras vecinas se derritan. El paisaje, a través del aire
caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y
los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen
alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos
arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que
revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche
va enrojeciendo, y cantan:
... Camina, María
camina, José...
Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.
CXVII - LA CALLE DE LA RIBERA
Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la guardia civil,
nací yo, Platero. ¡ Cómo me gustaba de niño y qué rico me
parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus
estrellas de cristales de colores ! Mira por la cancela, Platero;
todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules
engalanan, colgando la verja de madera, negra por el tiempo, del
fondo del patio, delicia de mi edad primera.
Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían
por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios
azules, en hazas, como el campo de octubre. Me acuerdo que me
parecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por la
costumbre del mar, veía yo, allá abajo, el río, con sus listas
paralelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y
amarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río;
con las violentas manchas coloradas en el cielo del poniente...
Después mi padre se fue a la calle Nueva, porque los marineros
andaban siempre navaja con mano, porque los chiquillos rompían
todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y porque en
la esquina hacía siempre mucho viento...
Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi
memoria aquella noche en que nos subieron a los niños todos,
temblorosos y ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba
ardiendo en la Barra...
CXVIII - EL INVIERNO
Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve,
Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó
obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de
diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un
Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla
¿ ves ?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se
queda mustia y triste, igual que la mía.
El agua debe ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál
corren felices, los niños, bajo ella, recios y colorados, al aire las
piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero
bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice
Darbón, tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones.
Mira cómo corre las canales del tejado. Mira cómo se limpian las
acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a
navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre
la yerba. Mira ahora, en esta sol instantáneo y débil, cuán bello el
arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a
nuestro lado.
CXIX - LECHE DE BURRA
La gente va más de prisa y tose en el silencio de la mañana
de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del
pueblo. Pasa vacío el coche de las siete... Me despierta otra vez
un vibrador ruido de los hierros de la ventana... ¿ Es que el ciego
ha atado a ella otra vez, como todos los años, su burra ?
Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro
de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta
leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.
Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si
es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un
ojo ciego de su amo... Un tarde, yendo yo con Platero por la
cañada de las ánimas, me vi al ciego dando palos a diestro y
siniestro tras la pobre burra que corría por los prados, sentada
casi en la yerba mojada. Los palos caían en un naranjo, en la
noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser
sólidos, habrían derribado el torreón del Castillo... No quería la
pobre burra vieja más advientos y se defendía del destino
vertiendo en lo infecundo de la tierra como Onán, la dádiva de
algún burro desahogado... El ciego, que vive su oscura vida
vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos
dedos del néctar de los burrillos, quería que la burra retuviese, de
pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina.
Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros de la
ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos
fumadores, tísicos y borrachos.
CXX - NOCHE PURA
Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre
al alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia,
vivo, con su pura agudeza.
Todos creen que tienen frío y se esconden en las casas y las
cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y
con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.
¡ Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre
de piedra tosca con remate de plata libre ! ¡ Mira cuánta estrella !
De tantas como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños;
que le está rezando a la tierra un encendido rosario de amor ideal.
¡ Platero, Platero ! Diera yo toda mi vida y anhelara que tú
quisieras dar la tuya, por la pureza de esta alta noche de enero,
sola, clara y dura !
CXXI - LA CORONA DE PEREJIL
¡ A ver quién llega antes !
El premio era un libro de estampas, que yo había recibido la
víspera, de Viena.
- ¡ A ver quién llega antes a las violetas !... A la una... A las
dos... ¡ A las tres !
Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blanco y
rosa al sol amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que el
esfuerzo mudo de sus pechos abría en la mañana, la hora lenta
que daba el reloj de la torre del pueblo, el menudo cantar de un
mosquitito en la colina de los pinos, que llenaban los lirios azules,
el venir del agua en el regato... Llegaban las niñas al primer
naranjo, cuando Platero, que holgazaneaba por allí, contagiado
del juego, se unió a ellas en su vivo correr. Ellas, por no perder, no
pudieron protestar, ni reírse siquiera...
Yo les gritaba: ¡ Que gana Platero ! ¡ Que gana Platero !
Sí, Platero llegó a las violetas antes que ninguna, y se quedó
allí, revolcándose en la arena.
Las niñas volvieron protestando sofocadas, subiéndose las
medias, cogiéndose el cabello: - ¡ Eso no vale ! ¡ Eso no vale ! ¡
Pues no ! ¡ Pues no, ea !
Les dije que aquella carrera la había ganado Platero y que
era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que el libro, como
Platero no sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas, pero
que a Platero había que darle un premio.
Ellas, seguras ya del libro, saltaban y reían, rojas: ¡ Sí ! ¡ Sí !
¡ Sí !
Entonces, acordándome de mí mismo, pensé que Platero
tendría el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis versos. Y
cogiendo un poco de perejil del cajón de la puerta de la casera,
hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y máximo,
como a un lacedemonio.
CXXII - LOS REYES MAGOS
¡ Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero ! No era
posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo, a uno en una
butaca, a otro en el suelo, al arrimo de la chimenea, a Blanca en
una silla baja, a Pepe en el poyo de la ventana, la cabeza sobre
los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes... Y ahora, en
el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón
pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico.
Antes de la cena, subí con todos. ¡ Qué alboroto por la
escalera, tan medrosa para ellos otras noches ! - A mí no me da
miedo de la montera, Pepe, ¿ y a ti ?, decía Blanca, cogida muy
fuerte de mi mano. - Y pusimos en el balcón, entre las cidras, los
zapatos de todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos Montemayor,
tita, María Teresa, Lolilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y
sombreros antiguos. Y a las doce, pasaremos ante la ventana de
los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces,
trompetas y el caracol que está en el último cuarto. Tú irás delante
conmigo, que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de
estopa, y llevarás, como un delantal, la bandera de Colombia, que
he traído de casa de mi tío, el cónsul... Los niños, despertados de
pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los ojos
asombrados, se asomarán en camisa a los cristales temblorosos y
maravillados. Después, seguiremos en su sueño toda la
madrugada, y mañana, cuando ya tarde, los deslumbre el cielo
azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al balcón y serán
dueños de todo el tesoro.
El año pasado nos reímos mucho. ¡ Ya verás cómo nos
vamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío !
CXXIII - MONS- URIUM
El Monturrio, hoy. Las colinas rojas, más pobres cada día por
la cava de los areneros, que, vistas desde el mar, parecen de oro
y que nombraron los romanos de ese modo brillante y alto. Por él
se va, más pronto que por el Cementerio, al Molino de viento.
Asoma ruinas por doquiera y en sus viñas los cavadores sacan
huesos, monedas y tinajas.
... Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró
en mi casa; que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo
esta palmera o la otra hospedería... Está cerca y no va lejos, y ya
sabes los dos regalos que nos trajo de América. Los que me gusta
sentir bajo mí, como una raíz fuerte, son los romanos, los que
hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico ni golpe que
arruine, en el que no fue posible cavar la veleta de la Cigüeña,
Platero...
No olvidarse nunca el día en que, muy niño, supe este
nombre: Mons- urium. Se me ennobleció de pronto el Monturrio y
para siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡ tan triste en mi pobre
pueblo !, halló un engaño deleitable. ¿ A quién tenía yo envidiar
ya ? ¿ Qué antigüedad, qué ruina - catedral o castillo- podría a
retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de la ilusión ? Me
encontré de pronto como sobre un tesoro inextinguible. Moquer,
Monte de oro, Platero; puedes vivir y morir contento.
CXXIV - EL VINO
Platero, te he dicho que el alma de Moquer es el pan. No.
Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera
todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado
setiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta
el borde, de vino y se derrama casi siempre como un corazón
generoso.
Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menos
generoso, y suena a cristal. Es como si el sol se donara en líquida
hermosura y por cuatro cuartos, por el gusto de encerrarse en el
recinto trasparente del pueblo blanco, y de alegrar su sangre
buena. Cada casa es, en cada calle, como una botella en la
estantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el poniente las
toca de sol.
Recuerdo «La fuente de la indolencia», de Turner que parece
pintada toda, en su amarillo limón, con vino nuevo. Así Moguel,
fuente de vino que, como la sangre, acude a cada herida suya, sin
término; manantial de triste alegría que, igual al sol de abril, sube
a la primavera cada año, pero cayendo cada día.
CXXV - LA FÁBULA
Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo,
como a la iglesia, a la guardia civil, a los toreros y al acordeón. Los
pobres animales, a fuerza de hablar tonterías por boca de los
fabulistas, me parecían tan odiosos como en el silencio de las
vitrinas hediondas de la clase de Historia natural. Cada palabra
que decían, digo, que decía un señor acatarrado, rasposo y
amarillo, me parecía un ojo de cristal, un alambre de ala, un
soporte de rama falsa. Luego, cuando vi en los circos de Huelva y
de Sevilla animales amaestrados, la fábula, que había quedado,
como las planas y los premios, en el olvido de la escuela dejada,
volvió a seguir como una pesadilla desagradable de mi
adolescencia.
Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, de
quien tú me has oído tanto hablar y repetir, me reconcilió con los
animales parlantes; y un verso suyo, a veces, me parecía voz
verdadera del grajo, de la paloma o de la cabra. Pero siempre
dejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma
caída del final.
Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido
vulgar de la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario
de la Academia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo.
Tú tienes su idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni
ésta el del ruiseñor. Así, no temas que vaya yo nunca, como has
podido pensar entre mis libros, a hacerte héroe charlatán de una
fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de zorra o el
jilguero, para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana
del apólogo. No, Platero...
CXXVI - CARNAVAL
¡ Qué guapo está hoy Platero ! Es lunes de Carnaval, y los
niños, que se han disfrazado vistosamente de toreros, de payasos
y de majos, le han puesto el aparejo moruno, todo bordado, en
rojo, verde, blanco y amarillo, de recargados arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van
rodando paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y
las máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las
manos azules.
Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de
locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y sueltos
cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en
medio de su corro bullanguero y, unidas por las manos, han girado
alegremente en torno de él.
Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como
un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por
doquiera. Pero, como es tan pequeño, las locas no le temen y
siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Los chiquillos,
viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda la plaza es
ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de
coplas, de panderetas y de almireces...
Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro
y se viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como
yo, no quiere nada con los Carnavales... No servimos para estas
cosas...
CXXVII - LEÓN
Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de los
poyos de la plaza de las Monjas, solitaria y alegre en esta calurosa
tarde de febrero, el temprano ocaso comenzado ya, en un malva
diluido en oro, sobre el hospital, cuando de pronto siento que
alguien más está con nosotros. Al volver la cabeza, mis ojos se
encuentran con las palabras: don Juan... Y León da una
palmadita...
Sí, es León, vestido ya y perfumado para la música del
anochecer, con su saquete a cuadros, sus botas de hilo blanco y
charol negro, su descolgado pañuelo de seda verde y, bajo el
brazo, los relucientes platillos. Da una palmadita y me dice que a
cada uno le conoce Dios lo suyo; que si yo escribo en los diarios..,
él, con ese oído que tiene, es capaz... - Ya v'osté, don Juan, loj
platiyo... El ijtrumento más difísi... El uniquito que ze toca zin
papé... - Si él quisiera fastidiar a Modestro, con ese oído, pues
silbaría, antes que la banda las tocara, las piezas nuevas. - Ya
v'osté... Ca cuá tié lo zuyo... Ojté ejcribe en loj diario... Yo tengo
ma juersa que Platero... Toq'ust'aquí...
Y me muestra su cabeza vieja y despelada, en cuyo centro,
como la meseta castellana, duro melón viejo y seco, un gran callo
es señal clara de su duro oficio.
Da una palmadita, un salto, y se va silbando, un guiño en los
ojos con viruelas, no sé qué pasodoble, la pieza nueva, sin duda,
de la noche. Pero vuelve de pronto y me da una tarjeta:
LEÓN
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
CXXVIII - EL MOLINO DE VIENTO
¡ Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y
qué alto ese circo de arena roja ! ¿ Era en esta agua donde se
reflejaban aquellos pinos agrios, llenando luego mi sueño con su
imagen de belleza ? ¿ Era este el balcón desde donde yo vi una
vez el paisaje más claro de mi vida, en una arrobadora música de
sol ?
Sí, las gitanas están y el miedo a los toros vuelve. Está
también, como siempre, un hombre solitario - ¿ el mismo, otro ?- ,
un Caín borracho que dice cosas sin sentido a nuestro paso,
mirando con su único ojo al camino, a ver si viene gente... y
desistiendo al punto... Está el abandono y está la elegía, pero ¡
qué nuevo aquél, y ésta qué arruinada !
Antes de voverle a ver en él mismo, Platero, creí ver este
paraje, encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de
Bocklin. Yo siempre quise pintar su esplendor, rojo frente al ocaso
de otoño, doblado con sus pinetes en la charca de cristal que
socava la arena... Pero sólo queda, ornada de jaramago, una
memoria, que no resiste la insistencia, como un papel de seda al
lado de una llama brillante, en el sol mágica de mi infancia.
CXXIX - LA TORRE
No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande. ¡ Si
fuera la Giralda de Sevilla !
¡ Cómo me gustaría que subieras ! Desde el balcón del reloj
se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de
cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego,
desde el del sur, que rompió la campana gorda cuando la
subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo y se ve, en
la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro
pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Ríotinto y la Virgen
de la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y allí
le tocarías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza,
saliendo por la puerta del templete, entre los azulejos blancos y
azules, que el sol rompe en oro, salía el asombro de los niños que
juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría a ti,
agudo y claro, su gritar de júbilo.
¡ A cuántos triunfos tienes que renunciar, pobre Platero ! ¡ Tu
vida es tan sencilla como el camino corto del Cementerio viejo !
CXXX - LOS BURROS DEL ARENERO
Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, con su
picuda y roja carga de mojada arena, en la que llevan clavada,
como el corazón, la vara de acebuche verde con que les pegan...
CXXXI - MADRIGAL
Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la
pista, tres vueltas en redondo por todo el jardín, blanca como la
leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia.
Me la figuro en la rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo
a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son
dos mariposas; una blanca, ella, otra negra, su sombra.
Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden
otras ocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer
encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son
del jardín matinal.
Platero, ¡ mira qué bien vuela ! ¡ Qué regocijo debe ser para
ella el volar así ! Será como es para mí, poeta verdadero, el
deleite del verso. Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su
alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en
el jardín.
Cállete, Platero... Mírala. ¡ Qué delicia verla volar así, pura y
sin ripio !
CXXXII - LA MUERTE
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los
ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se
levantara...
El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano
arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo
acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.
El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca
desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza
congestionada, igual que un péndulo.
- Nada bueno, ¿ eh ?
No sé qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Que un
dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra, entre la yerba...
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón
se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y
descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo
de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle
la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que
pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella
mariposa de tres colores...
CXXXIII - NOSTALGIA
Platero, tú nos ves, ¿ verdad ? ¿ Verdad que ves cómo se ríe
en paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en
la luz última, las afanosas abejas en torno del romero verde y
malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina ?
Platero, tú nos ves, ¿ verdad ?
¿ Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente vieja
los borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la
inmensa pureza que une tierra y cielo en un solo cristal de
esplendor ?
Platero, tú nos ves, ¿ verdad ?
¿ Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las
jaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano
enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas de carmín ?
Platero, tú nos ves, ¿ verdad ?
Platero, ¿ verdad que tú nos ves ? Sí, tú me ves. Y yo creo
oír, sí, sí, yo oigo en el poniente despejado, endulzando todo el
valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero...
CXXXIV - EL BORRIQUETE
Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el ronzal
del pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en
donde están las cunas olvidadas de los niños. El granero es
ancho, silencioso, soleado. Desde él se ve todo el campo
moguereño: el Molino de viento, rojo, a la izquierda; enfrente,
embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca; tras de la
iglesia, el recóndito huerto de la Piña; en el poniente, el mar, alto y
brillante en las mareas del estío.
Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero.
Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacen
teatros, con periódicos de almagra; iglesias, colegios...
A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo
inquieto y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus
sueños:
- ¡ Arre, Platero ! ¡ Arre, Platero !
CXXXV - MELANCOLÍA
Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de
Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y
paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de
grandes lirios amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda
pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en
el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor
nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y
serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas
ansiosas.
- ¡ Platero amigo ! - le dije yo a la tierra- ; si, como pienso,
estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a
los ángeles adolescentes, ¿ me habrás, quizá, olvidado ? Platero,
dime: ¿ te acuerdas aún de mí ?
Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa
blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual
que un alma, de lirio en lirio...
CXXXVIII - A PLATERO, EN SU TIERRA
Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he
vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo... Vengo solo. Ya
los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su
obra sobre nosotros tres - ya tú sabes- , y sobre su desierto
estamos de pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro
corazón.
¡ Mi corazón ! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a
mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso.
Pero, no; mejor será que no piensen... Así no tendrán en su
memoria la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de mis
impertinencias.
¡ Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadie
más que tú ha de saber !... Ordenaré mis actos para que el
presente sea toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el
sereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una violeta y de
su color, tranquilo en la sombra, y de su olor suave.
Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿ qué más te da el
pasado a ti que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu
mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada
aurora ?
Moguer, 1916
(No es del texto "platero y yo", pero es su mejor y propio final)
...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando...