LAS CARTAS:
NOTA PRELIMINAR
El autor considera su deber avisar que, habiendo cedido su manuscrito cuando
salió de la Bastilla, se vio, por este motivo, en la imposibilidad de retocarlo.
¿Cómo es posible que, después de este inconveniente, la obra, escrita hace siete
años, esté al día?
Ruega, pues a sus lectores que tengan en cuenta la época en que fue compuesta y
así encontrarán cosas muy extraordinarias. Asimismo les invita a que no la
juzguen hasta después de haberla leído con la mayor exactitud de principio a
fin: en un libro como este no se puede formar una opinión basándose en la
fisonomía de tal o cual personaje ni en tal o cual sistema aislado. El hombre
imparcial y justo solamente se pronunciará sobre el conjunto.
Nam veluti pueris absinthia tetra medentes,
Cum dare conantur prius oras pocula circum,
Contingunt mellis dulci flavoque liquore
Ut puerum aetas improvida ludicifetur
Labrorum tenus; interea perpotet amarum
Absintiae laticem deceptaque non capiatur,
Sed potius tali tacta recreata valescat.
Tito Lucrecio Caro, "de la naturaleza de las cosas" libro. IV verso 16 a
22
Que cuando intenta el médico a los niños
Dar el ajenjo ingrato, se prepara
Untándoles los bordes de la copa
Con dulce y pura miel, para que pasen
Sus inocentes labios engañados
El amargo brebaje del ajenjo,
Y la salud les torne con este engaño,
ADVERTENCIA DEL EDITOR
Es justificado contemplar la presente colección de cartas como una de las obras
más picantes que hayan aparecido desde hace mucho tiempo. Se puede afirmar que
nunca trazó el mismo pincel contrastes más singulares y, si en ellas la virtud
se hace adorar por la forma atractiva y sincera con que es presentada, con toda
seguridad los espantosos colores que ha utilizado para pintar el vicio harán que
sea detestado. Es difícil describirlo bajo una fisonomía horrible.
Del ensamblaje de tantos caracteres diferentes, que continuamente están
interfiriendo los unos con los otros, debían resultar aventuras inauditas. Así,
podemos afirmar que ninguna anécdota real... ninguna memoria, ninguna novela
contiene peripecias más singulares y en ninguna otra parte, sin duda, se verá
aumentar el interés y sostenerse con tanta destreza como vigor. Quienes gusten
de los viajes encontraran con que satisfacerse y se les puede garantizar que
nada hay tan exacto como las dos diferentes vueltas al mundo que, en sentido
contrario, viven Sainville y Léonore.
Nadie ha llegado aún al reino de Butua, situado en el centro de África.
Solamente nuestro autor ha penetrado en estos climas bárbaros. No se trata ya de
una novela, son las notas de un viajero preciso, culto y que solamente cuenta lo
que ha visto. Si en Tamoé quiere consolar a sus lectores de las crueles verdades
que se ha visto obligado a describir en Butua recurriendo a ficciones más
agradables, ¿se le debe reprochar? Solamente vemos aquí una cosa lamentable, que
todo lo que hay de más horrible se encuentre en la naturaleza y que sea
solamente en el país de las quimeras en donde se puede hallar lo justo y lo
bueno.
Sea como fuere el contraste de estos dos gobernantes no dejará de agradar y
estamos perfectamente convencidos del interés que debe despertar. Esperamos el
mismo efecto de las relaciones de todos los personajes que se presentan a través
de estas cartas de la artística conjugación de los unos con los otros a pesar de
su asombrosa desproporción.
Sus principios debían ser opuestos, como sus fisonomías y si el autor se ha
permitido pintarlas con trazos vigorosos ha sido solamente para mostrar con que
ascendiente y al mismo tiempo con que facilidad, el lenguaje de la virtud
pulveriza siempre los sofismas del libertinaje y de la impiedad. La idea de
suavizar algunos discursos y algunos matices se ha presentado más de una vez, lo
confesamos, ¿pero hubiéramos podido hacerlo sin diluir? Por muy pronunciado que
sea el vicio, solamente debe ser temido por sus partidarios y, si triunfa sólo
consigue inspirar más horror a la virtud: nada hay tan peligroso como suavizar
sus tintas. Pintarlo a la manera de Crébillon significa hacer que se le ame y
faltar, por consiguiente, a la finalidad moral que todo hombre de bien debe
proponerse al escribir.
Otro rasgo singular de esta obra consiste en haber sido escrita en la Bastilla.
La forma en que, aplastado por el despotismo ministerial, nuestro autor preveía
la Revolución es sumamente extraordinaria y debe conferir a su obra un vivo
interés. Con tantos derechos para excitar la curiosidad del público, con un
estilo puro, siempre florido y universalmente original, con la reunión en la
obra de tres géneros: cómico, sentimental y erótico, estamos absolutamente
seguros de que esta edición nos la van a quitar de las manos. Los pedidos
llegaran de todas partes porque la pluma del autor es muy conocida. Apenas si
podremos servir a París y ya lamentamos no haber hecho una tirada mayor. Rogamos
a quienes no hayan podido procurarse ejemplares que tengan un poco de paciencia,
la segunda edición esta ya en la imprenta.
No obstante, tendremos críticos, contradictores y enemigos, estamos seguros de
ello:
Amar a los hombres es peligroso,
Instruirles es una equivocación.
Tanto peor para, quienes condenen esta obra y no perciban el espíritu en que ha
sido concebida: esclavos de los prejuicios y del hábito demostrarán que
solamente son sensibles a las ideas preconcebidas y que jamás serán iluminados
por la antorcha de la filosofía.
CARTA PRIMERA
Déterville a Valcour
París, 3 de Junio de 1778
Ayer cenamos, Eugénie y yo, en casa de tu divinidad, mi querido Valcour... ¿Qué
hacías tú?... ¿Eran los celos?... ¿El enojo?... ¿El temor?... Tu ausencia fue
para nosotros un enigma que Aline no pudo o no quiso explicarnos y cuya clave
nos costó mucho esfuerzo descifrar. Iba a solicitar noticias tuyas cuando dos
grandes ojos azules que reflejaban a la vez el amor y la decencia, vinieron a
fijarse en los míos rogándome que disimulase... Me callé; poco después me
acerqué; quise inquirir la razón de ese misterio. Las únicas respuestas que
obtuve fueron un suspiro y un signo con la cabeza. Eugénie no fue tampoco más
afortunada; no presionamos más; pero Mme. de Blamont suspiro y yo la oí, esa
mujer es una madre deliciosa, amigo mío; no creo que sea posible tener mas
ingenio, un alma mas sensible, tanta gracia en los modales ni tanta amenidad en
las costumbres. Es extremadamente raro que con tantos conocimientos alguien sea
al mismo tiempo tan amable. He observado casi siempre que las mujeres instruidas
tienen en el mundo una cierta rudeza; una especie de afectación que hace que se
compre muy caro el placer de su compañía. Parece como si solamente quisiesen
mostrar su ingenio en su gabinete o que, al no encontrarlo nunca en cantidad
suficiente en aquellos que las rodean, no se dignasen rebajarse a mostrar el que
ellas poseen.
¡Pero qué diferente de este retrato es la adorable madre de tu Aline! En verdad
no me extrañaría que una mujer así despertase aun grandes pasiones, a pesar de
haber alcanzado los treinta y seis años.
Por lo que hace a M. de Blamont, ese indigno esposo de una mujer demasiado
digna, fue tajante, sistemático y desabrido como si estuviese administrando
justicia en nombre del rey; desencadenó una serie de invectivas contra la
tolerancia , hizo la apología de la tortura, nos habló con una especie de
regocijo de un desgraciado a quien sus colegas y él iban a infligir, al día
siguiente, el suplicio de la rueda ; nos aseguró que el hombre era malo por
naturaleza y que no había nada que debiera evitarse para hacerlo encadenar; que
el temor era el resorte más poderoso de las monarquías y que un tribunal
encargado de recibir delaciones era una obra maestra de la política.
Seguidamente nos habló de unas tierras que acababa de comprar, de la sublimidad
de sus derechos y, sobre todo, del proyecto que abriga de instalar en ellas una
casa de fieras de las que, te lo garantizo, él será el animal más peligroso.
Pocos minutos antes de que fuese servida la cena llegó otro individuo, corto y
cuadrado, cuyo espinazo se adornaba con una casaca de paño verde oliva,
guarnecida de arriba a abajo con un bordado de ocho pulgadas de anchura cuyo
dibujo me recordó al que llevaba Clovis en su manto real. Este hombre pequeño
poseía un pie muy grande asentado sobre unos tacones altos en medio de los
cuales se apoyaban dos piernas enormes. Si se intentaba buscar su cintura no se
encontraba más que un vientre. ¿Interesaba una idea de su rostro? no se percibía
más que una peluca y una corbata de cuyo centro se escapaba a veces un falsete
discordante que permitía dudar si el gaznate del que emanaba era efectivamente
el de ser humano o el de una vieja cotorra. Este ridículo mortal, absolutamente
fiel al retrato que de el he trazado, se hizo anunciar como M. Dolbourg.
Un capullo de rosa que, en ese mismo instante, Aline lanzaba a Eugénie, vino a
perturbar desafortunadamente las leyes de equilibrio que se había impuesto el
personaje con la intención de deducir de ellas su reverencia de entrada. Tropezó
con el capullo de rosa y definitivamente llegó hasta nosotros con la cabeza por
delante. Este golpe inesperado, este súbito derrumbamiento de las masas,
descompuso un poco sus postizos atractivos, la corbata voló por un lado, la
peluca por otro y el infeliz, desparramado y desguarnecido de esta guisa,
provocó a mi loca Eugénie un ataque de risa tan espasmódico que nos vimos
obligados a conducirla a una sala contigua en donde llegue a creer que se
desvanecería... Aline se contuvo, el presidente se enfadó, Mme. de Blamont se
mordía los labios para no reventar de risa y se deshacía en señas de interés...
Dos lacayos levantaron al hombrecillo que, como una tortuga volteada, no podía
recobrar la elasticidad necesaria para restablecer su verticalidad. Se le
enfundó en su peluca y se rehizo artísticamente el nudo de su corbata, Eugénie
apareció y el anuncio de la cena vino a restaurar el orden general al obligar a
cada cual a ocuparse en una sola idea.
Las exageradas cortesías del presidente hacia el hombrecillo, la noticia que
recibí ulteriormente de que tenía cien mil escudos de renta, cosa que hubiera
apostado con sólo verle la cara; el fastidio de Aline, el gesto afligido de Mme.
de Blamont, los esfuerzos que hacía para distraer a su querida hija, para
impedir que los demás percibiesen el malestar que la embargaba; todo me
convenció de que ese desgraciado banquero era tu rival y rival tanto más
peligroso por cuanto me pareció que el presidente estaba entusiasmado con él.
¡Amigo mío, qué alianza!... ¡Unir un mortal tan prodigiosamente ridículo a una
joven de diecinueve años hecha como las Gracias, lozana como Hebe y más bella
que Flora! Atreverse a sacrificar a la estupidez en persona el espíritu más
dulce y más agradable; adaptar a un abultado volumen de materia el alma más
sutil y más sensible; reunir la inactividad más plúmbea con un ser cuajado de
talentos, ¡que atentado, Valcour!... ¡Oh! no, no..., o la Providencia es
insensible o no lo permitirá jamás... Eugénie se lleno de tristeza en cuanto
adivino la fechoría. Loca, atolondrada, e incluso un poco cruel, pero dispuesta
a inmolar su sangre en aras de la amistad, pasó rápidamente de la alegría a la
cólera mas extremada desde el momento en que la hice partícipe de mis
sospechas... Miro a su amiga y las lágrimas vinieron a bañar sus mejillas rosas
que la alegría acababa de encender. Aconsejó a su madre que se retirase
temprano; no podéis soportarlo y si esa fechoría era real, no había nada, decía
golpeando el suelo con sus pies, que ella no hiciera para impedirlo. Pero Aline
se obstinaba en su silencio... Mme. de Blamont se limitaba a suspirar cuando yo
la interrogaba; y optamos por retirarnos.
He aquí, mi querido Valcour, el estado en que dejé las cosas; en prenda de mi
sincera amistad debes instruirme de todo lo que puedas averiguar; espéralo todo
de la mía y de la de Eugénie y convéncete de que la felicidad que nos aguarda no
puede realmente ser perfecta mientras sepamos que hay obstáculos entre la de
Aline y la tuya.
CARTA II
Aline a Valcour
6 de Junio
¿De qué expresiones me serviría yo? ¿Cómo suavizaría el golpe que necesariamente
he de asestaros? Mis sentidos se nublan, mi razón me abandona, si existo es
solamente por el sentido de mi dolor ¿Por qué os habré visto?, ¿por qué me
habéis arrastrado al abismo con vos?, ¿por qué esos rasgos cautivadores han
penetrado en mi alma? ¡Ay!, ¡qué breves han sido nuestros instantes de dicha!
¿Quién sabe, ¡Dios mío!, quién sabe cuales serán los límites de los que nos
aguardan? Amigo mío, es imperativo que no nos veamos más... Ya ha sido
pronunciada la frase cruel, ¡he podido escribirla sin morir!...
Emulad mi valor. Mi padre me ha hablado como un amo quiere ser obedecido. Se
presenta un partido, ese partido le conviene, eso basta. No pide mi
consentimiento, consulta su interés y a sus caprichos debo inmolar por completo
todos mis sentimientos. No acuséis a mi madre, ella no ha dicho nada, no ha
hecho nada, ni siquiera lo imagina aún...Vos sabéis cómo ama a su hija y no
ignoráis tampoco los sentimientos de ternura que despertáis en ella... Nuestras
lágrimas han corrido parejas... El muy bárbaro las ha visto y no le han
conmovido en absoluto... ¡Oh, amigo mío! creo que el habito de juzgar a los
demás hace necesariamente a las personas duras y crueles.
– Es un partido conveniente, ha dicho enfurecido a mi madre, no soportaré que mi
hija lo pierda. Dolbourg es amigo mío desde hace veinticinco años y tiene una
renta de cien mil escudos, ¿acaso pueden todas vuestras pequeñas consideraciones
contrarrestar, un argumento tan poderoso? ¿Es que actualmente la gente se casa
por amor?... Lo hace por interés; esa es la única ley que debe estrechar los
lazos del himeneo. ¡Qué importa el amor siempre que uno sea rico! ¿Acaso el amor
proporciona la consideración en el mundo? No por cierto, señora mía, es la
fortuna, y no se puede vivir sin consideración. Además, ¿Qué tiene mi amigo
Dolbourg que puede inspirar el distanciamiento de vuestra hija? (¡Oh, Valcour,
quisiera que le vieseis!) ¿Es acaso porque no es uno de esos mequetrefes de hoy
en día que, haciendo creer a una joven que se han prendado de ella únicamente
porque saben que es muy rica, se casan con la dote y dejan a la chica? ¿O quizás
os sentís seducida por el talento y el ingenio? ¿Eh? ¿Porque un hombre haya
hecho algunas comedias, algunos epigramas, porque haya leído a Homero y a
Virgilio va a poseer, por eso sólo hecho todo lo necesario para la felicidad de
vuestra hija?
Veréis, amigo mío, a quien iba destinado este último sarcasmo; pero el muy
cruel, temiendo que no le hubiésemos entendido aún:
− Os ruego, replicó encolerizado, que escribáis al punto a M. de Valcour y le
comuniquéis que sus visitas me honran infinitamente, sin duda, pero que, no
obstante, me complacería que las suprimiese; no quiero entregar mi hija a un
hombre que no tiene nada.
− Su cuna, respondió mi madre, es más alta que la mía.
− Lo sé de sobras; ya apareció, como siempre, el orgullo de los aristócratas,
para ellos el nacimiento lo es todo. ¿Queréis que a mi hija le suceda con su
Valcour lo que a mí me ha sucedido con vos? ¿Casarse con unos pergaminos?... ¿De
qué me sirve, decidme, el que me habéis dado?... Preferiría veinticinco mil
francos anuales que todas esas genealogías que, como los gusanos de luz,
solamente brillan gracias a la oscuridad, que solamente son ilustres porque no
podemos divisar su origen y de las que se puede afirmar lo que se quiera porque
carecen de principio. Valcour es de buena casa, lo sé; además tiene a vuestros
ojos un gran merito, le apasiona la literatura; pero yo, que no me conmuevo ante
estas consideraciones, quiero dinero... Y no tiene un céntimo. Esta es su
sentencia, comunicádsela, os lo aconsejo.
Con estas palabras desapareció y nos dejó, a mi madre y a mí, anegadas en el
llanto.
No obstante, amigo mío, porque es necesario que alivie con un poco de bálsamo
las heridas que acabo de infligiros, la esperanza no ha abandonado mi corazón, y
esa madre respetable, que yo idolatro y que os ama, me encarga positivamente que
os diga, que no desea que desesperéis... Esta casi segura de poder ganar tiempo
y en circunstancias como las presentes el tiempo supone mucho. Rendíos, pues, a
las órdenes de mi padre; no volváis, pero escribidnos. Un caso de suma
importancia mantendrá al presidente en París durante todo el verano, y creo que
mi madre conseguirá la autorización de pasar esta estación sola conmigo en su
pequeña posesión de Vertfeuille, cerca de Orleáns; único bien que aportó a mi
padre que; como veis, se lo reprocha con crueldad. Su objeto es conseguir del
presidente que no precipite nada; se encargará, dice, de disponerme a todo y de
vencer mi repugnancia, siempre que no se ejerza presión alguna y que se nos
permita pasar algunos meses solas en Vertfeuille... Amigo mío, si lo consigue,
os confieso que lo consideraré como una victoria a medias; el tiempo lo es todo
en estas crisis tan terribles, tanto tenerlo como obtenerlo lo significa todo.
Adiós, no os alarméis, amadme, pensad en mí, escribidme... Que yo ocupe todos
vuestros instantes al igual que vos llenáis mi corazón... ¡Oh, amigo mío! Pocas
cosas harían falta para separarnos para siempre; pero lo que al menos me
consuela en mi desgracia es la certeza que poseo de que ninguna fuerza, divina o
humana, conseguirá impedirme que os ame.
CARTA III
Valcour a Aline
7 de Junio
Si, la he leído, esa frase cruel... ¡He recibido el golpe que ha de quebrantar
mi vida, y todas las facultades que la componen no se han desvanecido! ¡Oh, mi
Aline! ¿cuál ha sido el arte que habéis empleado para asestarlo? ¡Me dais la
muerte y queréis que yo viva!... ¡Destruís mi esperanza y, al mismo tiempo, la
reanimáis!... No, no moriré... No se que voz se deja oír en el fondo de mi
corazón... No sé qué órgano secreto parece decirme que viva y que todos los
instantes de la felicidad no se han extinguido aun para mi... No, no se que es
esa emoción, pero cedo ante ella... ¡No veros más, Aline!.. ¡No embriagarme mas
en esos ojos que adoro, con el delicioso sentimiento de mi amor!... ¿Sois vos
quien me lo ordena?... ¡Ah! ¿Qué habré hecho yo para merecer tal suerte?...
¡Renunciar yo al encanto de poseeros un día! No, no me lo decís vos. Mi
infortunio acrecienta mis inquietudes, alimenta aún las quimeras que vuestras
confortadoras palabras intentan hacer menos horribles. Sólo nos hace falta
tiempo, decís; tiempo, Aline... ¡Oh cielos! ¿imagináis como es el tiempo que
transcurre lejos del ser amado?... ¿En el que no se puede oír su voz, en el que
no se puede gozar de su mirada? ¿no es pedir a un hombre que exista separado de
su alma?... Yo estaba preparado para este golpe fatal, Déterville, me habéis
puesto sobre aviso, pero ignoraba que las cosas hubieran llegado tan lejos y,
sobre todo, que vuestro padre exigiría que yo no os viera ya nunca más... ¿Quién
ha podido informarle de nuestros secretos? ¡Ah! ¿es que cabe esconderse cuando
se ama? Si ha sorprendido nuestras miradas habrá averiguado nuestro amor... ¿Qué
haré, ¡ay! durante esta terrible ausencia?... ¿Qué queréis que haga de mi
persona? ¡Si al menos hubiera podido deciros cuánto os amo!... Me parece como si
no os lo hubiera dicho nunca... Oh no, no os lo he dicho nunca tal y como lo
siento... ¿Y cómo lo hubiera conseguido? ¿Qué palabra podría encerrar este fuego
divino que me devora? Ora aniquilada por la fuerza misma de este sentimiento que
me absorbe... ora abrasada por vuestras miradas... mi alma sentía sin poder
expresar; todas las presiones me parecían demasiado débiles... Y ahora lamento
haber perdido tantas ocasiones o haberlas aprovechado tan mal. ¡Cómo voy a
añorar esos momentos tan breves y tan dulces! Aline, Aline, ¿creéis que yo pueda
vivir sin ellos? Y sin embrago lloraréis... ¡vuestra alma se anegará en el dolor
y yo no podré compartir sus angustias! Que, al menos, no tenga lugar ese cruel
himeneo... Considero lo que decís como un juramento de que no se realizará
jamás... El bárbaro os sacrifica... ¿y a qué?... a su ambición, a su interés...
¡Y además tiene la osadía de hallar sofismas en que apoyar sus horribles
sistemas!... "El amor, dice, no hace la felicidad en los lazos del himeneo". ¿Y
cuáles son esos lazos cuando el amor no los forma? Un pacto mercenario y vil, un
tráfico vergonzoso de fortunas y de nombres que sólo encadena a las personas,
abandonando el corazón a todos los desórdenes de la desesperación y del
despecho. ¿En qué se convierten entonces esos bienes tan anhelados? ¿Son
destinados a los hijos que ya no serán sino el fruto del azar o del interés? Se
disipan, se pierden con mayor presteza que con que se adquirieron y la necesidad
que ambos experimentan de sacudirse la cadena que les oprime, abre el abismo
espantoso que los devorará en un solo día sin remedio. ¿Dónde está, pues, el
provecho y la dicha de esos matrimonios de conveniencia, ya que las mismas
fortunas que han estrechado los nudos desaparecen ya sea para aflojarlos, ya
para deshacerlos?
Pero concebir la esperanza de conducir a vuestro padre a opiniones razonables es
empresa semejante a la de hacer que un río remonte a sus fuentes.
Independientemente de los prejuicios de su condición, prejuicios cruelmente
odiosos, sin duda, tiene además aquellos (excusadme la expresión) de una cabeza
estrecha y un corazón frío; y este tipo de personas ama demasiado el error como
para que quepa la esperanza de conseguir que renuncien a él.
¡Qué respetable el comportamiento de Mme. de Blamont en todo este asunto y
cuánto la adoro! ¡Qué conducta, qué prudencia! ¡Qué amor por vos! Adorad a esta
madre, sólo su sangre lleváis vos... Es imposible, es moralmente imposible que
una sola gota de la de ese hombre cruel fluya por vuestras venas... Dulce y
divina amiga de mi corazón, hay ocasiones en las que me complazco en imaginar
que si habéis recibido la existencia en el seno de esta madre adorable, ha sido
gracias al hálito de la divinidad; ¿no admitís la mitología de los griegos este
tipo de existencias?; ¿no las hemos recibido nosotros en nuestras opiniones
religiosas? Pero hubiera sido necesario un milagro... ¿Y por quién, Dios mío,
por quién lo haría la naturaleza si no por mi Aline?... ¿No es, ella misma un
milagro?... Dejadme esta opinión, mi divina amiga, me consuela... Aumenta, me
parece, aún más el culto que os profeso... ¿Sí, Aline?... si, sois la hija de un
dios o, mejor, sois vos misma un dios y a través de vuestras miradas la
naturaleza entera recibe la existencia: purificáis todo lo que os toca,
vivificáis todo lo que os rodea; la virtud solamente es grata cerca de vos,
solamente se la conoce en donde vos estáis; sostenida por el imperio de la
belleza, cautiva gracias a vuestros rasgos, seduce a través de vos; y nunca me
siento más honrado que cuando me acerco a vos o cuando os dejo. ¿Quién animará
ahora en mi corazón estos sentimientos que nacen cerca de vos... quien me
fortificará durante el resto de mi vida? Mi alma va a marchitarse separada de la
vuestra, le sucederá lo que a esas flores que se secan a medida que se alejan de
ellas los rayos del astro que las hizo nacer... ¡Oh, mi querida Aline! ya no
habrá para mí en la tierra un solo instante de felicidad... Pero os escribiré,
al menos... ¿Me lo permitís?... Podré hacerlo... ¡Ay!, es un consuelo, sin duda,
pero ¡qué lejos está del que yo deseo, del que yo necesito! ... Y ¿cuando será
ese viaje? ¡qué! ¿no os veré ya antes de que partáis y, por primera vez en mi
vida, desde hace tres años que os conocí, voy a pasar una temporada entera lejos
de vos?... ¡Orden bárbara!... ¡padre cruel! Aliviad, Aline, esta terrible y
funesta decisión... Haced que pueda veros aún un solo día... sólo una hora ¡ay!
no deseo otras cosa para poder vivir un año; en esa hora preciosa recogeré todo
lo que mi alma necesite para existir durante siglos... Madre adorable, permitid
que os implore; solicito esta gracia besando vuestros pies... Recordad esa
indulgencia tan activa y tan dulce que os caracteriza; esa bondad, esa humanidad
que os hacen tan sensible a la suerte amarga del infortunio. ¡Ay! jamás habréis
socorrido a un desgraciado cuyos males fueran más agudos. Que la naturaleza me
agobie con todos los que quiera, pero que me deje los ojos de Aline y su
corazón... Espero vuestra respuesta; la espero como los criminales esperan el
golpe fatal. ¡Ah! si la temo es que la adivino... Pero una hora, Aline... una
sola hora... o, de lo contrario no habréis amado jamás... Alejad, cuando menos,
a ese hombre... que no vaya con vos al campo... No os pido que rechacéis los
lazos con que os ofrece uniros a él. No, Aline, no os lo pido; hay algunos casos
en los que una simple recomendación es un ultraje y creo que este es uno de
ellos. Sí, me atrevo a estar seguro de vos porque me habéis dicho que yo no os
era del todo indiferente y que no queríais arrancar el corazón de vuestro amigo.
CARTA IV
Aline a Valcour
9 de Junio
Os agradezco vuestra resignación, amigo mío, aunque no sea completa; no importa,
no abuséis de lo que voy a deciros, pero mi reconocimiento hubiera sido menor si
hubieseis obedecido de mejor grado. Que vuestras penas se aplaquen, mi querido
Valcour, en la certeza de que las comparto. Ignoro lo que mi madre haya podido
decir a su marido, pero M. Dolbourg no ha vuelto a aparecer desde la noche
aquella en que cenó aquí. He creído adivinar, menos severidad en los ojos de mi
padre; no vayáis a creer que de ello se deriva que sus primeros proyectos se han
anulado, os amo demasiado sinceramente como para dejar nacer en vuestro corazón
una esperanza que perderíais pronto. Pero las cosas no serán tan rápidas como yo
lo temía, y en unas circunstancias como éstas, os lo repito, es todo obtener
algún aplazamiento.
Nuestro viaje a Vertfeuille está decidido: mi padre se muestra de acuerdo en que
vayamos mi madre y yo durante el verano; en cuanto a él sus asuntos le obligan a
quedarse en París: nos dejará solas y tranquilas; pero no os oculto, amigo mío,
que una de las cláusulas de este permiso, es que vos no aparezcáis. Juzgad, por
esta severidad, si sería posible concederos la hora que solicitáis con tanta
insistencia.
Al interés que mi madre tenía de saber por qué razón habíais resultado tan
sospechoso al presidente, el le contesto:
"Que nunca se hubiera imaginado, cuando os presentasteis en su casa, que osaseis
poner vuestras miradas sobre su hija; que únicamente a título de conocimiento y
amistad social os había acogido; pero dándose al final cuenta de nuestros
sentimientos mutuos, este descubrimiento fatal le había determinado a elegir
prontamente un yerno que a un seductor sin la esperanza de desviar a su hija de
sus deberes, y que no había encontrado nada mejor que Dolbourg, hombre muy rico
y su amigo desde hacia mucho tiempo."
Mi madre, muy contenta de llevarle poco a poco a una explicación, sin combatir
en absoluto su proyecto, le preguntó los motivos de su alejamiento para con vos.
La falta de fortuna fue enseguida su argumento indestructible, y no pudiendo,
dijo, rechazar vuestras cualidades (como si su orgullo estuviera desolado por
una confesión que le resultaba imposible omitir), se ha lanzado de entrada sobre
vuestros defectos, y el que os reprocha con más acritud es la falta de ambición,
la sorprendente despreocupación que mostráis hacia vuestra fortuna y el nefasto
error que, en su opinión, habéis cometido al abandonar el servicio siendo tan
joven. Mi madre quiso oponer a esto vuestros talentos, vuestro amor por las
letras, que; absorbiendo toda otra afición, os ha aislado, por así decirlo, para
poder estudiar más detenidamente. A esto el presidente, enemigo capital de todo
lo que se denomina Bellas Artes se ha excitado una vez más... − ¿Y qué hacen
esos miserables para alcanzar la felicidad de la vida, señora? replicó
enardecido, ¿acaso habéis visto a lo largo de vuestra existencia que las artes o
incluso las ciencias hayan hecho la fortuna de un solo hombre?... Yo, al menos,
no lo he visto jamás, ya no es como en otros tiempos, en que, con una hipótesis,
un silogismo, un soneto o un madrigal, se da a conocer uno en el mundo y se
llega a todo; los Horacios no encuentran ya un Mecenas, ni los Descartes, una
Cristina. Lo que hace falta es dinero, señora mía, dinero. Esa es la única llave
de los cargos y de los honores y vuestro querido Valcour no lo tiene. Es joven,
tiene ingenio y un cierto mérito −observad, amigo mío, la escasa alegría con que
se ha dignado concederos un cierto mérito- con estas ventajas, continuó, ¿qué le
estaría vedado? El templo de la Fortuna está abierto a todo el mundo; solamente
hay que cuidar de no dejarse aventajar por la muchedumbre que se abre paso a
codazos y que quiere llegar antes que vos... A los treinta años, con su fecha,
el nombre que lleva y las alianzas que puede hacer valer, sería hoy mariscal de
campo si lo hubiese querido.
¡Oh! amigo mío; os pido perdón; pero estos reproches, ¿no son merecidos? ¡No os
imaginéis que es mi corazón el que os recrimina, que no soy dueña de mi mano!
que no puedo probaros al instante hasta que punto estos prejuicios son viles a
mis ojos, pero, amigo mío, vos mismo me lo habéis repetido cien veces, la
consideraci6n es, necesaria en el mundo y si ese publico es lo bastante injusto
como para no querer concedérsela mas que a quienes ostentan honores, el hombre
prudente, que concibe la imposibilidad de vivir sin ella, debe hacer todo lo
posible para adquirir lo necesario para merecerla.
¿No habrá un poco de repugnancia, un poco de misantropía en esa despreocupación
que se os reprocha? Quisiera que me aclaraseis todo esto, pero no
justificándoos; pensad que habláis a la mejor amiga de vuestro corazón.
CARTA V
Valcour a Aline
12 de Junio
Si, Aline, estoy en un error y vos me lo hacéis sentir; la confianza es la más
dulce prueba de amor y tengo el aspecto de quien os la ha negado al no relataros
las desdichas de mi vida; pero ese silencio por mi parte desde que os conozco
tiene su origen en dos principios que espero no censuraréis, el temor de
aburriros con historias que sólo a mí me interesan y mi vanidad, que sufriría
con su narración. Uno quisiera elevarse incesantemente a los ojos del ser amado
y guarda silencio cuando lo que puede decir de si no tiene nada de halagador. Si
el azar me hubiese unido a otra persona, quizás me hubiera mostrado menos
orgulloso; pero supisteis inspirarme tanto desde el momento en que creí haber
despertado vuestra sensibilidad, que, desde ese instante, me hicisteis
avergonzarme de mí mismo y de mi audacia de colocar en vuestras cadenas a un
esclavo tan poco digno de vos ¡Me sentía tan lejos de lo que juzgaba necesario
para merecerlo! y prefería dejaros creer que era digno de vos que mostraros
vuestro error.
Ahora exigís confidencias que yo prefería callar; no os culpéis sino a vos misma
si en ellas veis motivo para estimarme menos y que mi franqueza o mi obediencia
me hagan recuperar en vuestro corazón lo que la verdad me arrebate. Todas mis
faltas son anteriores al instante en que os vi por vez primera. ¡Ay! es mi única
excusa; desde ese momento dichoso no he conocido más que el amor y la virtud; ¿y
cómo hubiera osado después mancillar con nuevos extravíos el corazón en donde
reinaba vuestra imagen?
Historia de Valcour
No voy a hablaros mucho de mi nacimiento, ya lo conocéis; solamente os relataré
los errores a los que me ha inducido la ilusión de un origen vano del que casi
siempre nos enorgullecemos injustificadamente, ya que esta ventaja se debe
exclusivamente al azar.
Relacionado, por parte de mi madre a todo cuanto de grandeza pudiera haber en el
reino; unido, por mi padre a todo lo que podía haber de más distinguido en la
provincia de Languedoc; nacido en París en medio del lujo y de la abundancia,
creí, desde que tuve use de razón, que la naturaleza y la fortuna se habían
unido para colmarme con sus dones; lo creí porque otros cometieron la estupidez
de decírmelo y este prejuicio ridículo me hizo altivo, despótico e iracundo;
parecía como si todo debiera ceder ante mí, como si el universo entero debiera
atender mis caprichos y como si a mí no me correspondiese más que concebirlos y
satisfacerlos; solamente os relataré un rasgo de mi infancia para convenceros
del peligro que encerraban los principios que, con toda ineptitud, dejaban
germinar en mí.
Nacido y educado en el palacio de un príncipe ilustre con quien mi madre tenía
el honor de estar emparentada y que tenia, poco mas o menos mi edad, se afanaban
en que me reuniese con el a fin de que, siéndole conocido desde mi infancia,
pudiese yo encontrar su apoyo en todos los instantes de mi vida; pero mi vanidad
de aquella época, que no entendía aún nada de estos cálculos, se sintió herida
un DIA en nuestros juegos infantiles porque el quería disputarme algo, y mucho
más aún por que, con muy justos títulos, sin duda, él se creía autorizado por su
rango para hacerlo. Me vengue de sus resistencias mediante golpes muy numerosos,
sin que ninguna consideración lograse detenerme y sin que nada que no fuese la
fuerza o la violencia consiguiese separarme de mi adversario.
Fue aproximadamente en esa época cuando mi padre recibió el encargo de llevar a
cabo las negociaciones; mi madre le siguió y yo fui enviado a casa de una abuela
en Languedoc cuyo cariño excesivamente ciego alimentó en mí todos los defectos
que acabo de confesar.
Volví a París a realizar mis estudios bajo la tutela de un hombre fuerte y
dotado de mucho ingenio, muy adecuado, sin duda, para formar mi juventud, pero
que, para mi desgracia, no conserve durante mucho tiempo. Se declaró la guerra,
en el afán de hacerme servir se interrumpió mi educación y salí para el
regimiento en donde había sido empleado, a una edad en que, de haber seguido las
cosas su curso natural, solamente se debería ingresar en la Academia.
Quiera Dios que se reflexione sobre el vicio dominante en nuestros días y que se
vea que el objeto esencial no consiste en tener militares muy jóvenes, sino en
tenerlos muy Buenos; y que, según el prejuicio actual, resulta de todo punto
imposible que esta clase de ciudadanos tan útil pueda ser perfecta nunca
mientras se siga el criterio de ingresar- joven, ignorando si se poseen los
requisitos para ser admitido y sin comprender que es imposible poseer las
virtudes necesarias mientras no se conceda a los jóvenes aspirantes la
posibilidad de adquirirlas a través de una educación prolongada y perfecta.
Se iniciaron las campanas y me atrevo a afirmar que las hice bien. Esa
impetuosidad natural de mi carácter; esa alma de fuego que la naturaleza me
había otorgado no hacía sino incrementar la fuerza y la actividad de esa virtud
feroz que recibe el nombre de valor y que, cometiendo un grave error, sin duda,
se considera como la única necesaria en nuestra profesión.
Nuestro regimiento, aplastado en la penúltima campaña de esta guerra, fue
enviado a una guarnición de Normandía; ahí es donde comienza la primera parte de
mis desdichas.
Acababa de cumplir la edad de veintidós años; perpetuamente arrastrado hasta
entonces por los trabajos de Marte, no conocía mi corazón y tampoco sospechaba
que fuese sensible, Adélaïde de Sainval, hija de un antiguo oficial retirado en
la ciudad donde nos encontrábamos, supo convencerme sin tardanza de que todos
los fuegos del amor debían abrasar fácilmente un alma como la mía; y que, si no
habían ardido hasta entonces, era porque ningún objeto supo cautivar mis
miradas. No voy a describiros a Adélaïde; sólo uno era el género de belleza
destinado a despertar el amor en mí, siempre fueron unos los rasgos que iban a
permitirle penetrar en mi alma y lo que me embriagó en ella fue el esbozo de las
bellezas y las virtudes que idolatro en vos. La amaba porque debía adorar
necesariamente todo lo que estuviese relacionado con vos; pero esta razón que
legitima mi derrota, constituye el crimen de mi inconstancia.
En las guarniciones está muy extendido el uso de que cada cual elija una amante
y de no considerarla, desdichadamente, más que como una especie de divinidad a
quien se deifica para matar el tiempo, que se cultiva en apariencia y que se
abandona en el instante en que se despliegan las banderas. Al principio creí de
buena fe que esto no ocurriría jamás, que yo amaría a Adélaïde; la forma en que
se lo aseguré la persuadió; exigió juramentos, se los hice; quería escritos, se
los firmé y al hacerlo creí que no la engañaba. A salvo de los reproches de su
corazón, creyéndose quizás incluso inocente, ya que había cubierto su debilidad
con todo lo que le parecía apto para legitimarla, Adélaïde cedió y yo osé
hacerla culpable al no pretender más que encontrarla sensible.
Seis meses transcurrieron en esta ilusión sin que nuestros placeres alterasen
nuestro amor; en la embriaguez de nuestros éxtasis llegó un momento incluso en
que quisimos huir; inseguros de la libertad de formar nuestras propias cadenas,
quisimos ir a forjarlas juntos al otro extremo del universo... La razón triunfó;
yo convencí a Adélaïde y desde ese momento fatal fue evidente que la amaba
menos. Adélaïde tenía un hermano, capitán de infantería a quien esperábamos
iniciar en nuestros propósitos... Lo esperábamos, pero no llegó. El regimiento
salió, nos despedimos, corrieron los ríos de lágrimas; Adélaïde me recordó mis
juramentos, los renové entre sus brazos... y nos separamos.
Ese invierno mi padre me llamó a París, volé hacia él; se trataba de un
matrimonio; su salud flaqueaba, deseaba verme establecido antes de entregar el
alma; ese proyecto, los placeres ¿qué os diría yo? esa fuerza irresistible de la
mano del destino que nos lleva siempre a nuestro pesar a donde sus leyes quieren
que estemos, todo borró poco a poco a Adélaïde de mi corazón. No obstante, hablé
a mi familia de este compromiso; el honor me obligaba a ello y lo hice; pero la
negativa de mi padre legitimó muy pronto mi inconstancia; mi corazón no
presentaba objeción alguna y cedí sin combatir sofocando mis remordimientos.
Adélaïde no tardó mucho en saberlo... Es difícil expresar su tristeza; su amor,
su sensibilidad, su grandeza, su inocencia, todos esos sentimientos que poco
antes hicieran mis delicias llegaban a mí como palabras apasionadas sin que
ninguna alcanzase mi corazón.
Dos años pasaron así, para mí los hilaron las manos el placer, para Adélaïde
quedaron marcados por el arrepentimiento y la desesperación.
Un día me escribió pidiéndome como único favor que obtuviese para ella una plaza
en las Carmelitas; que se lo hiciese saber tan pronto la hubiese conseguido; que
ella se escaparía de la casa de su padre y vendría a enterrarse viva en el ataúd
que me rogaba le preparase.
Perfectamente tranquilo entonces, osé responder con algunas chanzas a ese
horrible proyecto del dolor y, rompiendo al fin todo comedimiento, exhorté a
Adélaïde a que olvidase en el seno del matrimonio los delirios del amor.
Adélaïde no me escribió más. Pero tres meses después supe que se había casado; y
liberado así de todos mis lazos, sólo pensé en imitarla.
Un acontecimiento, terrible para mí, vino a estorbar mis proyectos; tal parece
que el cielo quisiera vengar ya a Adélaïde del infortunio al que yo la había
arrojado. Mi padre murió, poco después le siguió mi madre y con veinticinco años
me vi solo, abandonado en el mundo a todas las desgracias y todos los accidentes
que persiguen ordinariamente a un joven de mi carácter a quien corrompen los
falsos amigos y a quien la experiencia no esclarece aún y que, en el colmo de su
ceguera, se atreve a menudo a tomar como un golpe de suerte el acontecimiento
que le convierte en su propio dueño, sin considerar; ¡ay! que los mismos frenos
que le mantenían cautivo servían también para sostenerle y que, desde el
instante en que se rompen, no es sino como esas plantas ligeras, liberadas por
la caída del álamo añoso que protegía sus jóvenes ímpetus y que no tardan en
sucumbir por falta de asidero. No solamente perdía unos padres amantes y
preciosos; no sólo quedaba sin apoyo alguno en la tierra, sino que todo se
eclipsaba, todo se esfumaba con ellos; esa gloria vana que me había seducido
quedó convertida en una sombra que se desvanecía con los rayos que la
modificaban. Los aduladores huyeron, los cargos se otorgaron, las protecciones
se perdieron, la verdad desgarró el velo que la mano del error extendía sobre el
espejo de la vida y finalmente me vi tal y como era.
Sin embargo no sentí inmediatamente mis pérdidas. Para apreciarlas, era
necesaria la horrible catástrofe que me aguardaba. Aline, Aline, permitid que
mis lágrimas fluyan aún sobre las cenizas de esos padres queridos; quiera Dios
que mi eterno arrepentimiento sea su venganza de esa voz funesta e involuntaria
que, en el fondo de mi alma, se atrevió a gritar: "¿De qué te lamentas?, ¡eres
libre!". ¡Oh justo cielo! ¿Quién pudo inspirar esa voz salvaje, cuál es el
sentimiento falso y cruel que la hizo nacer? ¿Dónde se encuentran en el mundo
amigos que puedan sustituir al padre y a la madre? ¿Quién nos mostrará un
interés más real y más vivo? ¿Quién nos excusará? ¿Quién nos aconsejará? ¿Quién
sostendrá para nosotros el hilo en ese dédalo oscuro al que nos arrastran las
pasiones? Algunos aduladores nos extraviarán, los falsos amigos nos engañarán.
Solamente trampas se abrirán a nuestros pies y ninguna mano compasiva nos
impedirá caer en ellas.
Era esencial poner un poco de orden en los bienes de mi padre, que había vivido
muy lejos de sus posesiones; los gastos que habían acarreado los años pasados en
las negociaciones los habían mermado considerablemente; antes de pensar en
establecerme, mi interés me obligaba a acudir sin tardanza a Languedoc para
tomar al menos noticia de lo que me pudiera corresponder. Obtuve permiso y
emprendí el viaje.
La magnificencia de la ciudad de Lyon, que se encontraba en mi camino, me incitó
a permanecer en ella varias semanas para admirarla. El azar, que me hizo
encontrar a algunos antiguos conocidos terminó por consolidar y amenizar este
proyecto y juntos compartimos los placeres que ofrece esa altiva rival de París
cuando una tarde, al salir de un espectáculo, uno de mis amigos, llamándome por
mi nombre en muy alta voz, me propuso ir a cenar a casa del intendente y se
perdió entre la muchedumbre antes de que yo pudiese responderle.
Al oír el nombre de Valcour un oficial vestido de blanco y que parecía salir del
mismo lugar que nosotros me abordó con el rostro oculto por su sombrero y me
preguntó visiblemente turbado si había oído bien y si Valcour era mi nombre.
Poco inclinado a responder abiertamente a una pregunta formulada con tanta
brusquedad y altivez, le pregunté con arrogancia qué necesidad había de aclarar
este extremo.
– ¿Qué necesidad, señor? la más grande.
– ¿Y qué más?
– La de reparar un ultraje infligido a una familia honrada por un hombre de ese
nombre, la de lavar en la sangre de ese hombre o en la mía la virtud de una
hermana adorada... Responded o de lo contrario os consideraré un hombre de mala
fe.
− Os conozco y os oigo; ¿sois el hermano de Adélaïde?
– Si, lo soy y desde el instante fatal que nos la arrebató...
– ¿Que decís? ¿ella ya no vive?
– No, cruel, tus indignos procedimientos hundieron una daga en su corazón y
desde ese momento te busco para arrancar el tuyo o para morir bajo tu espada.
Ven, sígueme, lamento cada instante de demora en mi venganza.
Llegamos rápidamente a la parte trasera del teatro, atravesamos el Ródano y nos
perdimos en los paseos que se encuentran en la orilla opuesta, frente a la
ciudad, nos disponíamos a batirnos cuando, aguijoneado por el poderoso interés
que aún me inspiraba esa amante desdichada
– Sainval, dije embargado por la emoción, voy a daros satisfacción; si la suerte
es justa es posible que pronto esta sea mayor, porque yo soy el culpable y soy
yo quien debe morir; pero no os neguéis a relatarme, antes de que nos separemos
para siempre, la historia fatal de esa mujer respetable... que yo engañé, lo
confieso, pero a quien no he dejado de apreciar.
– Ingrato, me respondió Sainval, murió adorándote; murió suplicando al cielo que
jamás castigase tu crimen. Confesó a mi padre la falta a la que supiste
inducirla; éste acababa de obligar a Adélaïde a sepultarla en los brazos de un
esposo... Obsesionada por toda la familia, la desdichada había obedecido al
punto... No pudo resistir la violencia del sacrificio. Cada día, cada instante
la arrastraba a la muerte, la recibió entre mis brazos. Desde ese instante fatal
no he cesado de buscarte por todas partes. He seguido tus pasos hasta esta
ciudad sin estar seguro de encontrarte en ella. Ya he dado contigo, apresúrate a
convencerme de que, al menos, no convive en ti la cobardía junto con la más
bárbara seducción.
Nos batimos; el combate fue breve. Sainval tenía más valor que destreza y más
razón que suerte. Cedió bajo mis primeras estocadas y tuve el dolor de ver cómo
caía muerto a mis pies. Apenas me hube convencido de ello, me arrojé, envuelto
en lágrimas sobre el cuerpo ensangrentado de este infortunado joven cuyos
rasgos, cuya voz, acababan de recordarme tan dolorosamente a su desdichada
hermana. ¡Dios cruel! ¿es así como brilla tu justicia? ¿no era yo el único
culpable?... ¿no era yo quien debía sucumbir? Al incorporarme deliraba:
"Asesino vil, me decía a mí mismo, ve a colmar tu horrible victoria; no basta
con que tu abandono ruin la haya precipitado a la tumba, además ha sido
necesario que quites la vida a su infortunado hermano. ¡Triunfo horrible!
¡Remordimientos desgarradores! Ve, corre, en el éxtasis que te agita, suma a
todas tus víctimas el jefe desdichado de esta honrada familia... Aún vive...
Este único hijo era el sólo consuelo que podía aliviar la pérdida de la hija que
idolatraba, tu crueldad acaba de arrebatárselo; termina, hunde tu espada en su
corazón."
Me precipité una vez más sobre el cadáver ensangrentado e intente reanimarle,
devolverle el aliento vital aún a costa de mi propia existencia que hubiera
querido sacrificar.
Era demasiado tarde... me incorporé extraviado; dejé que mis pasos me condujesen
a la deriva; las gentes habían oído el ruido del combate. Me vieron huir; me
persiguieron; me alcanzaron, me detuvieron y me llevaron sin tardanza ante el
comandante de la ciudad. Mi desorden, mi atuendo ensangrentado, el informe de
que un hombre había muerto, una carta que se encontró sobre M. de Sainval por la
que su padre le ordenaba que me buscase hasta los mismos confines de la tierra,
todo ello dispuso a M. de XXX, que, en aquella época gobernaba Lyon, a actuar
con precaución y severidad.
– Por grave que sea su caso, señor, me dijo, no obstante, con esa honradez
militar, voy a obrar con vos como lo haría con mi propio hijo. Residiréis en una
regia mansión y mañana iré yo a recomendaros en persona. Acallaré todo esto con
el mayor cuidado. Si de hache a tres meses no surge nada, os devolveré la
libertad; pero, en el caso contrario, es imprescindible que os tenga a mi
disposición a fin de que, si el tribunal o la familia decidiesen perseguiros,
pudiese probar, al menos, que he cumplido con mi deber. Sin embargo no os
preocupéis; voy a poner tanto esmero en acallar todo, que pronto, así lo espero,
seréis dueño de vuestros actos.
Con estas palabras salio para impartir las órdenes y fui conducido al castillo
de Pierre-en-Cise, lugar que había elegido como mi destino particular para estar
siempre en condiciones de disponer secretamente de mi persona y de una forma que
pudiera resultarme agradable.
No voy a relataros lo que paso por mi alma al llegar a este lugar fatal. Algunas
cortesías del oficial que mandaba el puesto y todo el horror de mi situación se
presentó a mis ojos... Los primeros efectos de mi desesperación hicieron
estremecerse a quienes me rodeaban. No hubo medio que no utilizase para intentar
quitarme la vida. ¡Qué dicha encontrar en semejantes circunstancias un hombre de
ingenio y conocedor del corazón humano! Es imposible repetir todo lo que ese
respetable mortal, en cuyas manos me había depositado mi buena estrella, hizo
para calmarme... Ora se dirigía a mi razón, ora apelaba a mi corazón extrayendo
siempre del suyo los argumentos que empleaba; supo devolverme a mí mismo y a la
vida que hubiera perdido infaliblemente sin su ayuda.
¡Oh, vosotros, viles mercenarios que, en puestos semejantes contempláis a
quienes os son confiados como animales con cuya sangre cebaros... que los
atormentaríais y los haríais expirar si os indemnizasen generosamente su
pérdida! Dirigid vuestros ojos al virtuoso amigo de quien os hablo y sabed que
ese mismo puesto en el que sólo veis ocasión de practicar el vicio, puede
ofreceros el goce de mil virtudes; pero hace falta un alma e ingenio en el lugar
en que la naturaleza airada, que sólo os ha creado para la desgracia de los
demás, no ha puesto más que avaricia y estupidez.
Un mes transcurrió sin que se hablase de este asunto; mi gente seguía en el
albergue en que me había alojado y siguiendo mis órdenes mantenían el más
impenetrable secreto. Finalmente apareció el comandante de la ciudad...
– No ha trascendido nada, me dijo, he hecho enterrar a M. de Sainval con la
mayor discreción posible; a través de un mensaje indirecto he comunicado a su
padre su muerte, omitiendo la causa que lo ha llevado a la tumba... He guardado
los papeles que se encontraron sobre el y no verán la luz a menos que me vea
obligado a ello... Estos son los servicios que he podido prestaros... pero no
voy a detenerme aquí... Salid esta noche sigilosamente de esta prisión y de esta
ciudad... Vuestra gente, vuestra silla y un pasaporte os esperan en la primera
posta en dirección a Ginebra... Llegad hasta allí a pie y sin despertar
sospechas; dirigíos a Suiza o a Saboya y, si me hacéis caso, permaneced
escondido hasta que vuestros amigos os comuniquen desde París que giro ha
tornado vuestro asunto. Sólo me resta ofreceros mi bolsa, usadla como si fuera
la vuestra.
– Oh, señor, respondí arrojándome a los brazos de este jefe respetable y
rechazando esta última oferta, ¿cómo he podido merecer tanta bondad?... ¿Cuál es
el motivo que así os obliga a servir al desdichado?...
– Mi corazón, me respondió M. de XXX, siempre ha sido el asilo de los infelices
y el amigo de quienes se os parecen.
Imaginad mi agradecimiento, Aline, yo sólo podría describíroslo muy pálidamente;
abracé a los dos fieles amigos que una feliz estrella puso en mi camino; acudí
con la mayor presteza a la cita que me había sido fijada, allí encontré a mi
gente y, envuelto en lágrimas, me encerré en el coche; dejé a mi ayuda de cámara
que se ocupase de los detalles; le dije que nos dirigíamos a Ginebra, volamos, y
yo me hundí en mis pensamientos.
No dudo que os resultará fácil adivinar hasta qué punto este desgraciado suceso,
por bueno que fuese el sesgo que estuviese tomando, perjudicaba empero mis
intereses pecuniarios; me resultaba imposible ir a tomar posesión de mis bienes,
imposible regresar una vez expirado mi permiso y más imposible aún publicar las
razones de huida por temor de desencadenar los acontecimientos que la motivaban.
Los hombres de negocios iban a devastar mis pertenencias; el ministro iba a
nombrar a otro que ocupase mi puesto. Sin embargo, estas dos crueles desgracias
eran las que menos temor me inspiraban porque, si, a pesar de todo esto,
reaparecía, ¿qué suerte me aguardaría?
Una vez llegado a Ginebra mi primera preocupación fue escribir a Déterville, el
único amigo verdadero que poseía. Su respuesta encajaba a la perfección con los
consejos de M. de XXX. Nada había trascendido, decía, pero se atravesaba una
época de rigor frente a los duelos y, aunque debiese perderlo todo, sería mil
veces mejor para mí exponerme a ello que correr el riesgo de ir a parar a la
cárcel, quizás de por vida, al presentarme antes de estar seguro de que había
pasado todo peligro.
Esta opinión me pareció demasiado prudente como para ser desoída y rogué a
Déterville que me escribiese regularmente todos los meses a Ginebra de donde no
me proponía salir, ya que carecía de fondos suficientes como para viajar. Hice
volver a una parte de mi sequito después de haberles hecho prometer que
guardarían el secreto y esperé en paz lo que el cielo me tuviese destinado.
Durante esta cruel inactividad fue cuando la afición por la literatura y las
artes vino a reemplazar en mi alma a esa frivolidad, ese impetuoso ardor que
antes me habían arrastrado a placeres mucho menos dulces y mucho más peligrosos.
Rousseau vivía, fui a verle; había conocido a mi familia; me recibió con esa
amabilidad y esa honesta franqueza que son las compañeras inseparables del genio
y de los talentos superiores. Alabó y alentó el proyecto que le expuse de
renunciar a todo para entregarme por completo al estudio de las letras y de la
filosofía; guió a través de ellas mis juveniles pasos y me enseñó a separar la
verdadera virtud de los sistemas odiosos que a menudo la sofocan...
– Amigo mío, me decía un día, desde el momento en que los rayos de la virtud
iluminaron a los hombres, estos, deslumbrados por su brillo, opusieron a este
raudal de luz los prejuicios de la superstición. No quedó para ellos más
santuario que el fondo del corazón del hombre honrado. Detesta el vicio, se
justo, ama a tus semejantes, ilústrales; sentirás que la virtud reposa
mansamente en tu alma y ella te consolará cada día del orgullo del rico y de la
estupidez del déspota.
Gracias a la conversación de este filosofo profundo, de este amigo sincero de la
naturaleza y de los hombres, nació en mí esta pasión dominante que desde siempre
me ha llevado hacia la literatura y las artes y que hace que hoy las prefiera a
todos los demás placeres de la vida, excepto al de adorar a Aline. ¿Y quién
podría renunciar a este placer después de haberlo conocido? Quien pueda fijar
sus ojos en ella sin estremecerse turbado por el amor no merece ya la calidad de
hombre; la deshonra y la envilece si permanece insensible a tales encantos.
Sin embargo, las cartas de Déterville eran siempre casi iguales; nada había
trascendido, pero mi ausencia extrañaba a todo el mundo y mucha gente se
permitía comentarla de una manera tan falsa como cargada de calumnias. Mi amigo
sabía que el desconcierto se había apoderado de mis bienes y estaba casi seguro
de que mi compañía iba a ser asignada y, a pesar de todo eso, me exhortaba
enérgicamente a no abandonar mi asilo. Finalmente llegó esa última desgracia. Yo
le escribí para prevenirle, pretexté un viaje indispensable al extranjero.
Todos mis recursos fueron baldíos y el ministro dispuso de mi cargo.
Estas son, querida Aline, las crueles razones que motivan el reproche inmerecido
que vuestro padre me hace, reproche tanto más injusto por cuanto que ignora las
razones que me obligan a recibirlo. ¿Entraña esta desgracia algo que me pueda
hacer perder vuestra estima o que me pueda alejar de la suya? Me atrevo a
ponerlo en duda.
Habían transcurrido dos años de exilio voluntario, creí que podría acercarme a
mis posesiones. Salí hacia Languedoc. Pero ¿qué fue lo que encontré? ¡Ay! Casas
demolidas, derechos usurpados, tierras sin cultivar, granjas sin administradores
y desorden, miseria y abandono por todas partes. Dos mil escudos de renta fue
todo lo que pude recoger de cuatro fincas que antaño valían más de cincuenta mil
libras anuales. Hube de contentarme con ello y arriesgarme a reaparecer por fin.
Lo hice sin ningún riesgo; y cada día es más probable que nunca sea perseguido
por ese duelo. Pero esa catástrofe horrible no dejará por eso de estar grabada
con sangre durante toda mi vida en mi corazón. Mi empleo ha sido concedido a
otro, mis bienes han sido devastados... todos mis amigos me han abandonado...
¡Desgraciado de mí! ¿después de tantos reveses pretendo a la divinidad que
adoro?... Aline, olvidadme... abandonadme... despreciadme... no veáis ya en
vuestro adorador más que a un temerario indigno de los deseos que osa formular.
Pero si me tendéis una mano auxiliadora, si concedéis alguna respuesta a los
sentimientos que en vuestro nombre me abrasan, no juzguéis mi corazón a través
de los desvaríos de mi juventud y no temáis la inconstancia allí donde
encendisteis el fuego del amor. Es tan imposible dejar de amaros como defenderse
de vos. Mi alma, modificada solamente por las impresiones de vuestros rasgos, no
puede sustraerse a su dominio, y antes me arrancarían mil veces la vida sin
conseguir por ello destruir mi amor. Espero mi sentencia y mi perdón... Aline,
Aline, lo espero todo de vuestra compasión.
CARTA VI
Aline a Valcour
15 de Junio
¡Oh, amigo mío!, ¡cómo me conmueve vuestra confesión! ¡Cuánto aprecio vuestra
constancia!... ¿Abandonaros yo, renunciar a vos? ¡cruel! ... ¡Ah!, ¡Cuánto mayor
haya sido vuestra desgracia, con tanto mas ardor se entrega mi alma al placer de
amaros! Soy yo, amigo mío, soy yo quien fue escogida por el cielo para aliviar
vuestros males; será mi mano la que los aplaque... ¡Ah!, Valcour ¡cómo ha
aumentado el cariño que os profeso desde que conozco vuestro infortunio! No
pienso que no hayáis cometido errores... pero los sentís con excesiva viveza
como para que sea yo quien os los reproche. Fuisteis débil... fuisteis
inconstante, quizás incluso seductor, pero habéis sido valeroso y noble, todos
esos reveses os han arrojado a un abismo del que mi cariño y los cuidados de mi
madre quieren salvaros a cualquier precio... No, no estoy celosa de Adélaïde, me
compadezco de ella con toda mi alma, su historia ha conmovido profundamente mi
corazón. Pero no temo ya que reine en el vuestro, y soy suficientemente vanidosa
como para estar segura de ocuparlo por completo.
Vuestra carta ha hecho llorar a mi madre... Os envía un abrazo... Se alegra
mucho de conocer vuestra historia... Y, sin comprometeros a nada, ella contará,
al menos, dice, con armas para defenderos; tened la certeza de que las usará.
Solamente os escribo unas letras. Nos vamos, escribidnos en los primeros días
del próximo mes.
Escribiréis vuestras cartas de forma que se puedan leer en alta voz. Sin embargo
no os prohíbo que de tanto en tanto incluyáis un pequeño billete para mí, en el
que sólo me hablaréis del sentimiento que nos deleita; mi madre, que conoce
vuestras intenciones, y que las aprueba, me entregará esos billetes fielmente.
Si tenéis que decirme algo más secreto, os dirigiréis a Julie, esa muchacha que
me sirve desde su infancia, os ama, dice, como si un día hubieseis de
convertiros en su amo. ¿Será posible todo esto, amigo mío? No lo sé, pero tengo
presentimientos que a veces me consuelan, por su deliciosa ilusión, de las penas
de la realidad.
Llevamos con nosotros a Folichon . ¿Cómo no lo querría si sois vos quien lo ha
educado? Ese animal encantador os ama hasta tal extremo que cada vez que oye
vuestro nombre parece que la esperanza y la alegría animen sus rasgos; y cuando
se disipa su error, se duerme sobre mi regazo con un gran suspiro que hace que
lo cubra de besos.
CARTA VII
Déterville a Valcour
París, 17 de Junio
Si hay algo que pueda aliviar los tormentos de un alma honrada y sensible como
la tuya, mi querido Valcour, es la satisfacción de los seres que estimas. Por
ello, me atrevo a poner en tu conocimiento mi enlace con Eugénie. Todas las
dificultades que nos separaban han sido vencidas y dentro de veinticuatro horas
seré el más feliz de los esposos. No me atrevo a decir de los hombres, la
ausencia de tu felicidad impide la mía. Y jamás podré creerme verdaderamente
dichoso mientras que el mejor de mis amigos sea desgraciado. Pero tengo puestas
mis esperanzas en las prórrogas que obtiene Mme. de Blamont. Te ama; su hija te
adora; espera todo del corazón de estas dos maravillosas mujeres. Sabes que
Eugénie, su madre y yo hemos salido de viaje para Vertfeuille; imagínate si nos
ocuparemos y si no buscaremos todos los medios posibles para adelantar tu dicha.
Ten la certeza, mi querido Valcour, de que solamente nos ocuparemos de esto.
Pero te ruego que tengas valor y paciencia. Sacar de la cabeza de un leguleyo
una idea que se ha introducido en ella, no es una empresa fácil. Quisiera que
estudiases un poco a ese Dolbourg; o ignoro cómo se debe juzgar a un hombre o
ese absurdo mortal debe ocultar un hermoso vicio que, sacado a la luz del día,
enfriaría quizás un poco el entusiasmo del querido presidente. Sé perfectamente
que esta es una de esas argucias de guerra para las que nada sirve tu maldita
delicadeza; pero, amigo mío, hay que valerse de todo en el caso en que te
encuentras; sopesemos incluso, si quieres, este procedimiento en la balanza de
tu justicia. En la hipótesis de que Dolbourg adoleciese de algún defecto capital
que hubiera de acarrear la desgracia de su mujer, ¿no sería tu deber prevenirla?
Adiós; el trajín de las vísperas de una boda me impide concederte mas tiempo.
¡Oh, amigo mío! ¿cuándo podré compartir contigo todos los trabajos de la tuya?
Si crees que puedo serte de alguna utilidad en la circulación de tus misivas,
dispón de mí. Eugénie me encarga que te ofrezca asimismo sus servicios; pero
imagino que ya habréis tomado todas vuestras precauciones; cuando alguien se ama
con el ardor que lo hacéis vosotros, nada escapa en la búsqueda de todo lo que
pueda hacerse para el alivio de sus penas.
CARTA VIII
Valcour a Déterville
París, 19 de Junio
La noticia de tu boda me produce la misma alegría que si fuese la mía, y te
felicito muy sinceramente por esta unión, ya que es difícil encontrar una mujer
cuyo maravilloso carácter se amolde mejor al tuyo. De estas relaciones dichosas
nace toda la felicidad de la vida. ¡Ay! yo también he encontrado las que pueden
hacer la felicidad de la mía... pero ¡cuántas dificultades, amigo mío! ¡Ah!
jamás alardeo de haberlas vencido; y además... no sé si decírtelo. ¿Te
confesaría una delicadeza más que lo vas a considerar una niñería? La brillante
fortuna de Aline, el precario estado de la de tu amigo, todo esto, querido
amigo, me hace temer que la gente imagine que mis sentimientos se basan
exclusivamente en el deseo de concluir lo que en el mundo se conoce como un buen
negocio. Si algún día llegase a pensarlo, si esta horrible idea llegase en
algunos instantes de calma a presentarse al espíritu de mi Aline... ¡Oh, mi
querido Déterville! huiría de ella para no volverla a ver jamás... ¡Ah! ¡cómo
deseo ahora lo que siempre he despreciado ! ... ¡Cómo quisiera tener honores,
tesoros, y todo lo que pudiera hacerme digno de aquella a quien adoro!
Incluso suponiendo que mis dificultades se desvaneciesen y que yo alcanzase lo
que considero la única felicidad de mi vida, ¿no acabaría con mi felicidad la
pesadumbre de no haber aportado una fortuna digna de ella? Cuando se disipe la
ilusión de los placeres, ¿no he de temer que ella misma conciba un día estas
quejas? ¡Oh, amigo mío! ocúltale mis temores, ella no me perdonaría haberlos
albergado.
No, no apruebo tus secretas investigaciones sobre Dolbourg; hay una especie de
traición que no concuerda con la franqueza de mi ánimo; no quiero deber sino a
mí mismo la preferencia de Aline; me parece que sería humillante triunfar
gracias a los vicios de mi rival. Si los tiene y pueden acarrear la desdicha de
Aline, su madre sabrá descubrirlos con presteza para prevenir su unión.
Entonces, todo será como es debido. Ella abr cumplido con su deber y yo habré
evitado incumplir el mío.
No aceptaré tus ofertas para este viaje, ya hemos adoptado nuestras medidas y no
por ello va a disminuir mi agradecimiento... ¡Ah! como envidio la felicidad,
amigo mío, la verás todos los días... en cada instante tus ojos podrán detenerse
en los suyos; respirarás el mismo aire que ella; disfrutarás de esas mezclas de
rasgos... mezclas encantadoras que a todas horas vienen a dibujarse en su
delicioso rostro... Porque, obsérvalo, un sentimiento... un comentario... una
influencia en el ambiente... una comida... cada una de estas cosas modifica sus
rasgos de una forma diferente. Su belleza en una hora determinada no es igual a
la de otro momento; en todos los días de mi vida no he visto una fisonomía tan
excitante y tan diversamente expresiva. Acepto que hace falta estar enamorado
para estudiar, para captar todos estos matices. Pero, amigo mío, el corazón
lleva todas las de ganar, no hay una sola de esas variaciones que no legitime
mil razones para amarla más aún.
Adiós... te estoy molestando... estoy robando minutos de tu felicidad...
disfruta... disfruta, afortunado amigo... no es mi intención marchitar las rosas
del himeneo con las amargas lágrimas del amor desdichado; de ahora en adelante
sólo me ocuparé de tu felicidad... ¡Ah! puedes tener la certeza de que el amigo
más sincero que tienes en el mundo la comparte intensamente.
CARTA IX
El presidente Blamont a Dolbourg
París, 1 de Julio
Me parece, mi querido Dolbourg, que, hasta el momento, tus éxitos no han sido
sonados y ¿cómo, por todos los diablos, me arriesgaría yo a llevarte al campo
después de los fracasos cosechados en la ciudad? Mirándolo bien, te detestan...
¿Qué importa? Como bien sabes, desde hace mucho tiempo forma parte de nuestros
principios el no preocuparse en absoluto del corazón de una mujer siempre que se
cuente con su persona y con su dinero. No obstante, si no demuestras más pericia
en el futuro, me temo que tendremos que tomar la ciudadela al asalto. Yo te
ayudaré a batir la brecha y, mientras tú montas tus ataques, yo te organizaré
escaramuzas a retaguardia. A menudo sucede que cuando se pretende conquistar una
plaza hay que apoderarse necesariamente de las alturas... se establece uno de
los puntos dominantes y desde allí se cae sobre el objetivo sin temer las
resistencias.
O si no tú negocias... tú truecas... tú trastocas.
Con esperanza y dicha poco a poco la arropas.
Y, en cuanto haya caído, por su credulidad
La castigas al punto con gran severidad.
Tu estúpida franqueza te impide entender nada de todo esto; no se trata de que
no seas un zorro hecho y derecho, pero te pierde tu buena fe. Si una puerta no
se te abre de par en par eres incapaz de imaginar que existan otros medios para
forzar las barricadas; te lo he dicho cientos de veces, amigo mío, no hay nada
como nuestro oficio para aprender el arte de fingir y de engañar a los hombres.
Hecha un vistazo a la infinidad de recursos que sabemos poner en práctica cuando
se trata, por ejemplo, de hacer morir a un inocente. A la cantidad de
falsedades, de mentiras, de falacias, de trampas y de maniobras insidiosas que
empleamos hábilmente en semejantes circunstancias y comprobarás que todo esto
nos forma en el oficio de las artimañas y en la ciencia de llevar los
acontecimientos a la finalidad que nos proponemos. Me reiría muy a gusto de ti
si te hubiera tocado emprender solo esta gran aventura y si tuvieras que
triunfar tú solo. La afrontarías con tal candor... tal sinceridad... ¡ni
siquiera un maldito enigma, ni un solo gesto , ni un simulacro de finta! ¡No
tardarías mucho en ver desestimadas tus ridículas pretensiones!... Querido
Dolbourg, hoy en día para abrirse paso en el mundo hace falta picardía; y ya que
el más feliz de todos es el que mejor engaña, hay que intentar adquirir destreza
en el arte de engañar bien... En realidad la culpa de esto la tienen las
mujeres; a fuerza de querer ser listas han conseguido hacernos falsos. ¡Las muy
locas! ¡cómo me gusta verlas debatirse ante mí! es el cordero entre los dientes
del león... Les doy diez sobre dieciséis y siempre estoy seguro de ganarles por
cuatro tantos de ventaja... Finalmente se abre la campaña... Las amazonas se
pertrechan... los salvajes van a atacarlas... Veremos quien se lleva los
laureles de la victoria; pero que nada de todo esto vaya a estorbar en lo más
mínimo nuestras diversiones; hay que saber luchar en varios frentes a la vez y
el proyecto de los placeres que aún no podemos disfrutar sólo puede nacer en
medio de aquellos que gozamos ahora... Te espero en casa de nuestras diosas. En
verdad que hacía siglos desde que no realizábamos un arreglo tan sabio como el
presente.
CARTA X
Aline a Valcour
Vertfeuille, 15 de Julio
Ya nos hemos instalado, Valcour, y nuestra jornada ha quedado decidida; es libre
y encantadora; sólo faltáis vos, amigo mío, para hacerla deliciosa; esta
privación, que los demás ya han sentido, la experimenta con más viveza mi
corazón.
Dejadme que os cuente como vivimos, sé que estos detalles os agradan, a través
de ellos me seguiréis, estaré más presente en vuestra imaginación y ellos harán
que la ausencia os resulte menos cruel.
El palacio de Vertfeuille, al que, antes de nada tiene que transportarse vuestro
espíritu, no es magnífico, pero es cómodo y extremadamente pulcro; está situado
a cinco leguas de Orléans, a orillas del Loira.
El cercano bosque, cuya sombra nos procura adorables paseos; las verdes y
frescas praderas, pobladas siempre por rebaños orondos y saltarines, están
adornadas por doquier con pueblos y casas de campo; los jardines agradablemente
divididos por límpidos canales, por bosquecillos aromáticos animados por una
sorprendente multitud de ruiseñores; la inmensa cantidad de flores que se
suceden durante nueves meses al año; la abundancia de la caza y de los frutos;
el aire puro y sereno que se respira... todo eso, amigo mío, contribuye, aunque
el objeto sea de poca importancia, a convertirlo en una residencia digna de
adornar el Eliseo y es mil veces preferible a todas las hermosas posesiones de
M. de Blamont, absolutamente uniformes y en las que el aburrimiento corre parejo
a la regularidad.
Aquí nos levantamos todos los días a las nueve y, siempre que el tiempo lo
permite, la cita para el desayuno se realiza en un bosquecillo de lilas en donde
todo se encuentra dispuesto desde que uno llega. Allí cada cual toma lo que
desea y mi madre pone buen cuidado de que haya casi todo lo que sabe que puede
gustar a alguien. Esta primera ocupación nos retiene hasta las diez; entonces
nos separamos para pasar los momentos de más intenso calor en algunas
habitaciones frescas junto a un buen libro; no nos volvemos a reunir hasta las
tres. Entonces se nos sirve un excelente almuerzo, tanto más amplio por cuanto
que es la única comida por la que nos sentamos a la mesa.
A las cinco salimos, es la hora de los grandes paseos, cada cual coge su bastón
o su tocado y ¡Dios sabe dónde nos llevarán nuestros pasos! A menos que el
tiempo sea adverso la costumbre es de hacerlo a pie y siempre muy lejos, sin más
objeto que el de andar mucho; a esto le llamamos salir a la aventura. Déterville
es el único hombre que nos acompaña y, a juzgar por la manera en que nos
perdemos, no tengo la menor duda de que llegaremos a vivir las aventuras que
pretendemos buscar.
Mme. de Senneval, que antes parece la hermana mayor de Eugénie que su madre,
llama a esto las imprudencias y Mme. de Blamont, mi querida y deliciosa mamá,
más alocada que ninguna de nosotras afirma gravemente que lo peor que nos puede
pasar es encontrar a algunos caballeros de la Tabla Redonda, venidos a las
Galias en busca de laureles, a Gauvain, el senescal de Queux o al valiente
Lancelot du Lac; que estos hombres de bien, protectores natos del sexo débil, no
han hecho jamás daño a las mujeres y que, por tanto, estamos a salvo.
Volvemos al morir el día; nos echamos sobre los canapés, cansados, como podréis
imaginar, y se sirven frutas, helados, jarabes o algún vino español y pastas;
esta ligera colación, cada cual en su butaca, da principio a lo que llamamos la
velada. Déterville o mi madre, nuestros dos mejores lectores, se apoderan de
algunas obras recientes y la lectura se prolonga hasta la media noche, hora en
que nos separamos para restaurar las fuerzas necesarias para volver a empezar el
día siguiente; esta vida, arreglada en la forma que os he explicado, tiene la
virtud de hacer que los días pasen para nosotros con tal rapidez que, excepto
yo, amigo mío, que encuentro siempre demasiado largos los instantes que debo
existir sin vos, todos los demás tienen la impresión de que están aquí desde
ayer.
Salimos a la aventura. Os dejo; ¿qué diríais vos, amigo mío, si algún gigante,
Ferragus, por ejemplo, el azote del valeroso caballero Valentín, si, decía, ese
incivil personaje os privase de vuestra Aline?... ¿Os armaríais hasta los
dientes para combatir al desleal?... ¡Sí!... ¿Y si Aline fuese ya la mujer del
gigante?
¡Oh, amigo mío, que triste estoy esta tarde, yo no sé por qué, pero mi madre es
tan amable!... ¡La ternura que me profesa es tan viva!... ¡Me consuela tan
bien!... Deja nacer en mi corazón con tanta bondad la dichosa esperanza de
pertenecer un día a aquel a quien amo, que alivia un poco la pena de la
separación.
Ayer me decía : "Si vuestro padre os desheredase, al menos no podría quitaros
esta pequeña posesión; tened por seguro que será vuestra sin que nada pueda
privaros de ella; he aquí el motivo de que yo la arregle, la cuide y la
embellezca; quiero que os obligue a pensar en mí cuando yo ya no esté a vuestro
lado..." Y yo, desesperada y turbada ante esta idea, yo, que no puedo admitirla
sin estremecerme... me precipito en sus brazos y le digo:
"Mamá, no me habléis de esta forma, me vais a hacer morir..." y nuestras
lágrimas inundan nuestros pechos y nos juramos amarnos y morir ambas a un
tiempo... No creáis que mi alegría me ha abandonado, únicamente deseaba
relataros detalladamente estas circunstancias... Adiós, amadme y escribidnos.
CARTA XI
Valcour a Aline
París, 20 de Julio
Os escribo con prisa, en la horrible inquietud que me embarga, prolongar mi
billete supondría retrasar su envío y ardo de impaciencia por saber que está en
vuestras manos. La descripción de la vida que hacéis es deliciosa, vuestra
felicidad se dibuja en ella, esta idea me consuela; pero esos grandes paseos me
espantan, ellos son el objeto de mi carta; pienso como Mme. de Senneval; son una
locura y os suplico que les pongáis freno, o, si deseáis hacerlos, si os
distraen, llevad, al menos a más de un hombre con vos... haced que os sigan; por
mucho que confíe yo en el valor de mi querido Déterville, convendréis conmigo en
que le sería imposible defenderos solo contra un grupo armado... Aline, tenemos
enemigos poderosos; me fío poco de lo que dicen, su falsedad me asusta menos de
lo que me tranquilizan sus promesas; no cometáis imprudencias, se lo ruego a
Mme. de Blamont a quien suplico acepte el testimonio sincero de mi respetuoso
afecto.
CARTA XII
Madame de Blamont a Valcour
Vertfeuille, 25 de Julio
Sí, soy yo la que he recibido esa carta apresurada y soy yo la que río con toda
el alma de ese ridículo temor que refleja. Podéis estar tranquilo, nuestros
paseos no entrañan ningún peligro; una violación, un rapto es, pienso yo, lo
peor que nos podía suceder y en esos fatales percances, ¿no tenemos con nosotras
al valiente Déterville que, aunque solo, antes rompería doce lanzas, podéis
estar seguro, que permitir que se llevasen a su mujer o a las dos amigas de su
amigo? Respecto a las gentes que hacen promesas, tengo más confianza que vos en
su palabra; si me han jurado que este verano tendría tranquilidad, sé que la
tendré. La confianza, aunque este erróneamente depositada, calma la sangre, no
me privéis del placer que me procura.
Acaba de llegar aquí un hombre a quien conocéis y que se interesa siempre mucho
por vos. Es el conde de Beaulé; su ascendiente en la provincia, la vecindad de
nuestras fincas, la antigua amistad que me profesa, todas esas razones le han
incitado a venir a compartir algunos días con nosotros; siempre que veo a este
honrado y valiente militar, a cuyas órdenes hicisteis vos vuestras primeras
armas, experimento una especie de emoción respetuosa; es la única persona en
Francia que aún nos describe las sinceras virtudes de la antigua caballería; su
atuendo, su porte, su forma de expresarse, todo anuncia en él al ferviente
partidario de esas leyes tan prodigiosamente olvidadas en nuestros días... de
esas leyes preciosas que han sido sustituidas por la impertinencia y los
vicios... ¿Pero a quién pertenece esa pequeña cabeza que se acerca a la mía?...
¿Habéis visto nunca semejantes modales?... Basta que me hayan visto coger mi
escritorio para que inmediatamente aparezca un rostro por encima de mi hombro...
y luego esas risas porque la sorprendo y me enfado.
− Pero, mamá, lo que pasa es que esa correspondencia me concierne, lo habéis
dicho vos misma.
− Pues bien, señorita, he cambiado de opinión, espero que al menos un día me
permitáis disfrutar de vuestros placeres.
− ¡Oh, mamá...!
Y cesan las risas. Qué ser tan singular es una jovencita que ha entregado su
corazón.
− Tened, señorita, vamos a intercambiar los papeles, vuestro padre quiere que yo
escriba a M. Dolbourg, hacedlo vos.
− ¿A M. Dolbourg, mamá?
− Al mismo.
− ¿Y qué tengo yo en común con ese hombre?
− ¡Como! ¿No es acaso él mi futuro yerno?
− ¡Oh! amáis demasiado a vuestra Aline para sacrificarla así.
− ¡Es cierto! ¿pero vuestro padre?
− Vos le venceréis.
− No respondo de ello.
− ¿He de morir entonces?
− Entonces venid y permitidme que os bese una vez más antes de esa muerte a la
inglesa y dejad que termine mi carta.
Vino a cubrir de lágrimas el papel en el que estaba escribiendo. Ya lo veis,
tengo que cambiar de página y la muy picara ríe y llora a la vez, mientras me
cubre de besos... Finalmente se sienta y puedo escribir.
Aquí disfrutamos de la imagen misma de la felicidad. Eugénie, a quien no
deberíamos llamar más que Mme. Déterville, ama apasionadamente a su marido y él
la adora. En este asilo de reposo y de inocencia que es el campo, mi querido
Valcour, es en donde la felicidad de amarse sabe mejor, en mi opinión, y en
donde resulta más agradable su espectáculo... Pero en París, en ese abismo de
perversidad, en donde las malas costumbres están al orden del día, en donde la
indecencia es una gracia, la falsedad una sutileza y la calumnia, ingenio, se
ignora todo lo que dicta la naturaleza y se permanece siempre al margen o más
allá de sus emociones; allí es más fácil encontrar la chanza que el sentimiento,
porque para la primera basta con un poco de jerigonza, mientras que para el otro
haría falta un corazón cuyas sensaciones, enardecidas por la licencia y
corrompidas por el libertinaje, son incapaces de recuperar su energía. Allí se
pone en solfa a un marido que al cabo de un mes estuviese aún enamorado de su
mujer... ¡Oh! ¡cómo odio ese tono! ¡Oh! ¡cómo os odiaría a vos si no estuvieseis
enamorado de la vuestra al cabo de veinte años! Adiós, mantened vuestra palabra,
sed prudente, todo irá bien.
CARTA XIII
Aline a Valcour
Vertfeuille, 6 de Agosto
El conde acaba de dejarnos; vamos a reanudar nuestra antigua vida; había sido
necesario interrumpirla. M. de Beaulé se pasea poco, y, a pesar de su
insistencia para que no nos molestásemos por él, nos hemos visto obligados a
hacerle compañía; no os alarméis por esta reanudación. Os lo repito, nuestros
paseos no tienen nada de peligroso, tened la seguridad de que renunciaríamos a
ellos si hubiese motivos para temer cualquier cosa.
Mi madre habló el otro día a su antiguo amigo sobre nuestros proyectos comunes.
Él los aprueba con ese talante abierto y franco que revela que el sí que se
otorga sale del corazón y no es una salida de circunstancias; pero teme que no
logremos vencer al presidente. Ha sonreído al decir que Dolbourg y él estaban
íntimamente unidos y ha sonreído de una forma que me hace temer que esta indigna
asociación esté basada sobre el vicio. Por frágiles que sean esas sociedades,
quizás sean más difíciles de romper que aquellas que sostiene la virtud y temo
asombrosamente sus efectos; según dicen unen entre sí a sus amantes al igual que
lo están ellos mismos y ese perverso cuarteto, me han dicho a espaldas de mi
madre, es indisoluble; guardadme el secreto; ¿ese Dolbourg?... ¡una amante!...
¿Y quién es, pues, la criatura abandonada? Es cierto que cuando se tiene
dinero... ¡Amigo mío, ese hombre tiene una querida! y, si esto fuese cierto,
¿por qué quiere casarse conmigo?... ¿Pero, podéis entender estas costumbres? ¿A
qué viene entonces el tomar ahora una esposa? ¿Es un mueble que se compra?...
¡Ah! ya lo entiendo, es una cosa que se tiene en la habitación como quien tiene
una porcelana encima de la chimenea... ¡es un asunto de conveniencias y yo seré
la víctima de estos manejos! ¡yo tengo que romper los nudos que me son tan
queridos para ser la mujer de ese hombre! ¿Cómo os imaginaríais a vuestra
desdichada Aline en esta fatal circunstancia si el cielo decidiese que ha de
correr esta suerte?
Déterville quisiera hacer algunas investigaciones sobre las costumbres
depravadas de este financiero, me ha hablado de vuestra delicadeza, no puedo
sino aprobarla, y ahora la mía me impone una ley semejante; porque si esta unión
viciosa entre mi padre y Dolbourg se confirma, Déterville no podría revelar los
desmanes de uno sin sacar a luz los del otro... ¿Debo hacerlo? Mi madre es
desgraciada y me apenaría mucho que un descubrimiento tan triste viniese a
aumentar el horror de su situación; no temo que sufra su corazón, después de la
manera en que la ha tratado M. de Blamont, sería, sin duda, difícil que su mujer
pudiese amarle afectuosamente y, además, ¡su edad es tan diferente! pero haya o
no haya amor, no por ello se dejan de compartir los errores del marido y tampoco
sufre menos nuestro orgullo por los vicios que se encuentren en él. Las penas
que este sentimiento herido puede provocar son quizás tan dolorosas como las que
nos inflige el amor... Sin embargo, no lo creo y, como no hay sensación más
vivida que la del amor, no puede haber nada cuyos tormentos sean tan
sensibles... No sé... ya no estoy tan alegre, sobre mi espíritu se ciernen nubes
sombrías, mi padre nos ha dicho que este verano tendríamos calma. Pero, ¿si
cambiase de opinión, si se presentase con su querido Dolbourg?... Eugénie lo
teme, a mí me dan escalofríos. ¡Oh! mi querido Valcour, se lo he dicho a mi
madre; pero si ese hombre llegase yo huiría... que no cuente con mi presencia,
yo no resistiría el horror de la suya. Distraedme, Valcour, alejad de mí estas
tristes ideas, estorban mi reposo y yo no sé vencerlas; pero ¿me vais a consolar
vos, vos que debéis temblar tanto como yo?...
CARTA XIV
Valcour a Aline
París, 14 de Agosto
¿Tranquilizaros?... ¿quién, yo? ¡Ah! tenéis razón, tiemblo tanto como vos; el
carácter del hombre en cuestión está hecho para alarmarnos a ambos; esa
seguridad que os ha proporcionado su promesa encierra quizás una trampa en la
que quiere sorprenderos. Querrá comprobar si es cierta vuestra soledad, si no
tengo intención de interrumpirla... y ¡quién sabe si no llevará consigo a su
Dolbourg! Sin embargo, no es probable que os exija enseguida un juramento que os
produce tanta repugnancia; ¿no había quedado en concederos un plazo?... Si os
obligase a ello, no lo dudéis, esa madre que os adora y que nosotros apreciamos
tanto, se pondrían de vuestro lado con tanto ardor que obtendría para vos nuevas
prorrogas... ¡Ay! os tranquilizo y yo mismo tiemblo; pretendo acallar la
confusión que me devora, quiero consolar a Aline y estoy más afligido que ella.
Es cierto que me he opuesto a las investigaciones que me proponía Déterville y,
después de lo que me habéis contado me opondré aun con más energía, podemos
padecer a manos de aquellos a quienes la naturaleza nos ha sometido, pero
debemos respetarlos. Si Mme. de Blamont no estuviese unida, como nosotros, en
esa investigación, me atrevería a decir que es cosa que a ella concierne; pero
si la asociación que sospechamos es cierta, no puede hacer nada. No es que no
debiese, si fuera incierta; pero si es cosa probada debe guardar silencio. ¿Qué
hacer? ¿cómo actuar? ¿qué imaginar, Dios mío? Al menos me queda vuestro corazón,
Aline, me atrevo a estar seguro de reinar en él. ¡Qué dulce es para mí este
consuelo! no existiría sin él. Conservad para mí ese sentimiento que supone mi
felicidad; sed siempre el único árbitro de mi suerte; opongamos a esa multitud
de obstáculos la firmeza que proporciona la constancia y un día venceremos. Pero
si vaciláis, si las persecuciones os doblegan, si la desgracia os abate, Aline,
enviadme la muerte; me resultará menos cruel.
CARTA XV
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 26 de Agosto
Lo habías adivinado, mi querido Valcour, forzosamente tenía que sucedernos una
aventura durante esos paseos prolongados tan apreciados por Mme. de Blamont y
que tu prudencia te hacía reprobar; pero no te inquietes, ninguna disminución ha
venido a mermar el número de nuestros anfitriones, nada le ha sucedido a ninguno
de ellos. Lo único que hemos hecho ha sido hacer un nuevo reclutamiento... y un
reclutamiento sumamente singular; y para que tu imaginación, que sé impaciente y
fogosa, no vaya por delante de la verdad y no la cambie inmediatamente en
espantosas desgracias, escucha antes de prever.
Desde que los días son más cortos comemos antes en Vertfeuille con el fin de
tener poco más o menos el mismo número de horas de paseo. Por consiguiente, a
pesar del intenso calor, salimos a las tres y media con la intención de
atravesar un pequeño ángulo del bosque detrás del cual hay una aldea encantadora
en donde tu Aline tiene una amiga llamada Colette que todos los días le
proporciona una leche deliciosa... Queríamos ir, pues, a saborear la leche de
Colette; pero teníamos que apresurarnos; no queríamos regresar de noche por el
bosque y temíamos que la noche extendería sus lúgubres velos por el bosque a las
siete. Hay dos leguas desde Vertfeuille hasta la casa de Colette; de forma que
no podíamos perder ni un instante. Todo iba a las mil maravillas hasta la aldea;
llegamos a las cinco y media a casa de la bella lechera: bebimos su leche.
Aline, que llevaba los bolsillos llenos de chucherías que le había hecho para
contentarla, fue recibida como tú imaginas; pero todos los relojes marcaban las
seis, había que salir a toda prisa... Nos despedimos refunfuñando y diciendo que
apenas si teníamos tiempo para respirar... que yo estaba más asustado que las
mujeres y otras mil bromas de parecido talante que no me desconcertaron, porque,
si estaba alarmado, las queridas señoras tenían que advertir que era solamente
por ellas; así que no me enfadé y nos fuimos.
Apenas nos habíamos internado por el camino del bosque que desemboca en las
avenidas de Vertfeuille oímos unos gritos penetrantes que nos parecía procedían
de uno de los caminos diagonales que se pierden en el centro del bosque. Todo el
mundo se paró... ya era de noche. El asombro dio paso al miedo y todas nuestras
heroínas quedaron tan espantadas que una, Eugénie, cayó desmayada en mis brazos
y las otras tres, habiendo perdido en absoluto el control de sus piernas, se
dejaron caer al pie de un árbol.
Si yo deseaba evitar que nos encontrásemos de noche en medio del bosque es
porque preveía lo que iba a suceder al mínimo incidente y las molestias que para
mí se iban a derivar. Tranquilizar, investigar, defender, estas eran mis tareas
y me preocupaban mucho más las dos primeras que la tercera. Las calmé, pues, lo
mejor que pude y, sin perder un minuto, corrí al lugar de donde venían los
gritos. No fue fácil dar con el lugar de su procedencia; la infeliz que los
profería estaba fuera del camino, parecía que se encontraba en la espesura y por
mucho ruido que hiciera yo, aunque la llamase... demasiado ocupada en su dolor,
la infortunada no me respondía. No obstante, al fin pude distinguir con más
precisión, dejé el camino, me adentré en la espesura y finalmente encontré sobre
un montón de helechos, al pie de un gran roble, a una joven que acababa de dar a
luz a una desdichada criaturilla, cuyo espectáculo, unido a los grandes dolores
que acababa de padecer la madre, hacían proferir a esta lamentables gritos
acompañados de lágrimas abundantes. Mi entrada, con la espada en la mano, la
asustó, como te puedes imaginar; pero la escondí debajo de mi ropa tan pronto me
percaté que solamente se trataba de una mujer, me acerqué a ella y hablándola
con suavidad, conseguí tranquilizarla enseguida.
− Perdón, le dije, señorita, no tengo tiempo para escucharos ni para socorreros,
debo reunirme con unas damas que me esperan cerca de aquí y que no puedo
abandonar cuando ya ha caído la noche, las habéis asustado con vuestros gritos;
vuestra posición me parece sumamente embarazosa; seguidme; coged a esa criatura,
tomad mi brazo y vayamos.
− Quienquiera que seáis, me dijo la desconocida, aprecio mucho vuestra ayuda,
pero no me atrevo a aceptarla, quisiera ir al pueblo de Berseuil, hacedme el
favor de mostrarme el camino, estoy segura de que allí me socorrerán.
− No conozco ningún pueblo que se llame Berseuil en estos alrededores, en este
momento no puedo ofreceros más que lo que acabo de deciros, aceptadlo, creedme,
o me veré obligado a abandonaros.
Entonces la pobre muchacha recogió a su niño y le besó:
− Desgraciada criatura, dijo mientras lo envolvía en un pañuelo y lo colocaba en
su regazo, fruto de mi vergüenza y de mi deshonor, ¡cómo iba a saber yo que te
iba a faltar un techo desde el momento mismo de venir a este mundo!
Luego se apoyó en mi brazo y, andando con dificultad, llegamos cuanto antes al
lugar en donde había dejado a las damas. No tardamos en avistarlas, pero ¡en qué
estado! Las dos hijas estaban abrazadas a sus madres y, aunque ellas mismas eran
presa de una agitación prodigiosa, se esforzaban en tranquilizarlas. Imaginarás
el efecto de mi regreso: al no ver más que a una persona de su sexo y
percibiendo mi aspecto tranquilo, todo se calmó y corrieron hacia mí. En dos
palabras les conté cómo la había encontrado. La joven, sumamente confusa,
presentó sus respetos como pudo. Examinaron y acariciaron al niño; Mme. de
Blamont quería conceder al menos unos instantes de reposo a la madre, en parte
por humanidad y en parte para instruirse más detenidamente en lo que pudiese
arrojar luz sobre una aventura tan singular. Pero hice observar a las damas que
la noche cada vez era más cerrada y que nos quedaban tres cuartos de legua por
andar y decidí que lo más conveniente era salir cuanto antes. Aline quiso llevar
al niño para aliviar a la madre que se apoyaba en mi brazo; Eugénie ofreció los
suyos a las dos damas y salimos rápidamente del bosque.
− Nada de interrogatorios hasta que no estemos en el palacio, dije a Mme. de
Blamont que no cesaba de hacer preguntas, fatigarían a esta joven que ya está
muy abatida; esta noche sólo nos ocuparemos de llegar y socorrerla.
Aprobaron mi consejo y finalmente llegamos a puerto. Oportunamente, porque la
pobre joven a quien ayudaba a caminar apenas si podía arrastrar los pies. Esto
hizo que Mme. de Blamont comentase que seguramente hubiera muerto de haber
persistido en su proyecto de ir a ese pueblo llamado Berseuil, cuya situación
ignoraba yo y que se encontraba a seis leguas largas del lugar en donde la
habíamos encontrado. La primera preocupación de la dueña de la casa fue instalar
a esa desdichada en una de las mejores habitaciones del castillo junto con su
hijo y, después de hacerle ingerir un caldo y luego, dos horas más tarde, un
asado al vino de Borgoña, la dejamos reposar.
Como no se le había pedido ninguna explicación esa noche para no fatigarla, la
aventura, como supondrás, fue interpretada en las formas más diversas: cada cual
dijo su opinión y, debido a una fatalidad bastante común en esta clase de
situaciones, nadie se aproximo siquiera a una verdad que resultó ser más
importante de lo que se pensaba.
Al día siguiente por la mañana, es decir, hoy vamos a ir a la habitación de la
bella aventurera en cuanto la sepamos despierta para o ir de ella el relato de
su historia si la comadrona que hemos enviado a buscar la encuentra lo bastante
mejorada como para permitirle que nos la cuente. Esta narración será el tema de
mi próxima carta; el correo sale, Mme. de Blamont me dice que me apresure. Un
abrazo.
CARTA XVI
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 28 de Agosto
Como el correo no salió ayer he tenido que esperar hasta hoy para reanudar la
narración de nuestra aventura... ¡Oh, amigo mío, qué ideas va a provocar todo
esto en ti y que singulares sospechas se forman aquí en todas las mentes! ¿Será
posible que el azar haya querido poner en nuestras manos el primer anillo de una
cadena cuya extremidad puede proporcionarnos la explicación que tan
ardientemente anhelábamos? Pero como es demasiado pronto para afirmar nada,
contentémonos, yo con contarte y tú con sospechar, conjeturar e incluso
investigar, si lo deseas.
La comadrona que visitó ayer a la joven en su habitación, nos dijo poco después
que la noche había sido agitada, que había tenido un poco de fiebre, pero que,
como estos accidentes no tienen nada de extraño en estas circunstancias,
podíamos entrar si lo deseábamos y escuchar todo lo referente a la muchacha;
ella había aceptado relatárnoslo. Sólo fuimos admitidos Mme. de Senneval, Mme.
de Blamont y yo; no creímos decente llevar a Aline. ¡Dichoso el carácter que
modela siempre sus deseos sobre sus deberes! esa privación no le costó esfuerzo
alguno, su curiosidad no pudo más que su pudor... Eugénie le hizo compañía.
Entramos después de algunas cortesías mutuas. Estos fueron, mi querido Valcour,
los términos en que se expresó nuestra aventurera:
Historia de Sophie
Me llaman Sophie, señora, dijo refiriéndose a Mme. de Blamont, pero me
encontraría en un apuro si hubiera de daros cuenta de mi nacimiento, sólo
conozco a mi padre e ignoro los detalles de mi venida al mundo. Fui educada en
el pueblo de Berseuil por la mujer de un viñador llamada Isabeau; iba a reunirme
con ella cuando me encontrasteis. Ella fue mi nodriza y, desde que tuve uso de
razón, me dijo que no era mi madre y que estaba en su casa como pupila. Hasta la
edad de trece años no recibí más visita que la de un señor que venia de París,
el mismo, por lo que decía Isabeau, que me había llevado a su casa y que
secretamente me aseguró que era mi padre. Nada más simple ni más monótono que la
historia de mis primeros años hasta la época fatal en que me arrancaron de este
refugio de la inocencia para precipitarme, a pesar mío, en el abismo del
desenfreno y del vicio.
Iba a cumplir los trece años cuando el hombre del que os hablo vino a verme por
última vez con uno de sus amigos de la misma edad que él, es decir, cerca de
cincuenta años. Dijeron a Isabeau que se retirase y me examinaron ambos con la
mayor atención. El amigo del que yo debía considerar como mi padre hizo grandes
elogios de mí... Según él yo era encantadora, bella como una pintura... ¡Ay! era
la primera vez que oí semejantes cosas, no imaginaba que estos dones de la
naturaleza fuesen a convertirse en el origen de mi pérdida... ¡qué fuesen la
causa de todas mis desgracias! El examen de los dos amigos estaba entremezclado
de ligeras caricias; incluso hubo momentos en que se permitieron algunas que
estaban vedadas por el más mínimo respeto a la decencia... luego hablaron ambos
en voz baja... oí incluso cómo se reían... ¿Es que la alegría puede nacer en
donde se medita el crimen? ¿acaso el alma puede encontrar una expansión en medio
de los complots formados contra la inocencia? ¡Tristes efectos de la corrupción!
¡qué lejos me encontraba yo de poder augurar sus consecuencias! Iban a ser muy
amargas para mí. Llamaron de nuevo a Isabeau...
– Vamos a llevarnos a su joven pupila, dijo M. Delcour (ese era el nombre del
que me habían dicho que considerase como padre); ha agradado a M. de Mirville,
dijo señalando a su amigo, va a llevarla a casa con su mujer que cuidará de ella
como de su propia hija...
Isabeau se puso a llorar y arrojándome en sus brazos tan apenada como ella,
mezclamos nuestros lamentos y nuestro llanto...
– ¡Ah! señor, dijo Isabeau dirigiéndose a M. de Mirville, es la inocencia y el
candor en persona, no le conozco ningún defecto... Os la confío, señor, sería
presa de la desesperación si le sucediese alguna desgracia...
– ¿Alguna desgracia? interrumpió Mirville, si os separo de ella es para hacer su
fortuna.
Isabeau: Que, al menos, el cielo la guarde de hacerla a costa de su honor.
Mirville: ¡Cuánta sabiduría en la buena nodriza!
Isabeau a M. Delcour: Pero vos me habíais dicho, señor, en vuestra última
visita, que me la dejaríais al menos hasta que hubiese cumplido sus primeros
deberes religiosos.
Delcour: ¿Religiosos?
Isabeau: Si, señor.
Delcour: ¡Y bien! ¿es que eso no ha sucedido aún?
Isabeau: No, señor, aún no esta preparada: el Sr. cura lo ha aplazado al año
próximo.
Mirville: ¡Oh, está claro! sin embargo, no vamos a esperar hasta entonces, le he
prometido a mi mujer que se la llevaría mañana... y quiero... Pero ¿no se pueden
cumplir esos deberes en cualquier sitio?
Delcour: En cualquier sitio y lo mismo es allí que aquí. ¿No creéis, Isabeau,
que pueda haber en la capital tan buenos directores de jóvenes como en
Berseuil?...
Y luego, dirigiéndose a mí.
– ¿Sophie, quisierais poner obstáculos a vuestra fortuna? Cuando se trata de
conseguirla... el más pequeño retraso...
– ¡Ay! señor, le interrumpí ingenuamente, ya que me habláis de fortuna, me
gustaría más que se la procurarais a Isabeau y que me permitieseis no dejarla
jamás.
Y me arrojé a los brazos de esa dulce madre... y la inunde con mi llanto...
– Hale, mi niña, hale, decía ella estrechándome contra su pecho, te agradezco tu
buena voluntad, pero no me perteneces... Obedece a tus superiores y que tu
inocencia no te abandone jamás. Si la desgracia cae sobre ti, acuérdate de la
madre Isabeau, siempre encontrarás en su casa un pedazo de pan; si te cuesta
algún esfuerzo ganarlo, al menos lo comerás puro... no estará bañado por las
lágrimas de la pena y la desesperación...
– Buena mujer, me parece que ya es bastante, dijo Delcour arrancándome de los
brazos de mi nodriza, esta escena de llanto, por patética que pueda ser, retrasa
nuestros deseos... vayámonos...
Me cogieron y nos precipitamos a una berlina que rasgaba el aire y que nos
depositó en París esa misma tarde.
Si hubiese tenido un poco más de experiencia, lo que veía, lo que oía y lo que
percibía debía haberme persuadido antes de llegar de que los deberes a que se me
destinaba eran bien diferentes de los que desempeñaba en Berseuil, que los
proyectos eran muy distintos al de servir a una dama en el destino que me
esperaba y que, en una palabra, esa inocencia que tan fervientemente me
recordaba mi buena nodriza estaba casi a punto de ser olvidada. M. de Mirville a
cuyo lado estaba en el coche me puso pronto en condiciones de no poder dudar de
sus horribles intenciones: la oscuridad favorecía sus designios, mi simplicidad
les daba alas, M. Delcour se divertía con ellos y la indecencia había alcanzado
su punto culminante... Mis lágrimas corrieron profusamente...
– Peste de niña, dijo Mirville..., esto iba a las mil maravillas... yo creía que
antes de llegar... Pero no me gusta oír berrear...
– ¡Y bien! respondió Delcour, ¿acaso se asusta el guerrero del fragor de su
victoria?... Cuando el otro día fuimos a buscar a tu hija cerca de Chartres,
¿acaso me alarmé como tú lo haces ahora? Hubo también una escena de lágrimas...
y no obstante, antes de entrar en París ya tenía el honor de ser tu yerno...
– ¡Oh! pero a vosotros los togados, dijo M. de Mirville, los lamentos os
excitan; os parecéis mucho a los perros de caza, no os encarnizáis jamás si
antes no habéis forzado al animal. Nunca en la vida he visto almas tan duras
como la de estos secuaces de Bartolo. Si os acusan de tragar la caza cruda para
tener el placer de sentirla palpitar entre los dientes, no es ciertamente una
gratuidad...
– En verdad, dijo Delcour, que a los financieros se les supone un corazón mucho
más sensible...
– A fe mía, dijo Mirville, no hacemos morir a nadie; si sabemos desplumar la
gallina, al menos no la degollamos. Nuestra reputación es bastante más sólida
que la vuestra y en el fondo no hay nadie que no diga que somos buenas
personas...
Semejantes simplezas y otras afirmaciones que no comprendí porque no las había
oído jamás, pero que me parecieron aun más horribles tanto por las expresiones
que las enlazaban como por la indignidad de las acciones con que Mirville las
acompañaba, semejantes horrores, decía, nos condujeron a París y por fin
llegamos.
La casa en donde bajamos no estaba precisamente dentro de París, yo ignoraba su
posición; ahora, más instruida, puedo deciros que estaba situada cerca de la
puerta de los Gobelinos. Eran casi las diez cuando nos detuvimos en el patio;
bajamos... El coche fue despedido y entramos en una sala en donde la cena
parecía estar preparada para ser servida. Las únicas personas que nos esperaban
eran una vieja y una muchacha de mi edad; y con ellas nos sentamos a la mesa; no
me costó mucho trabajo comprobar durante la cena que esa muchacha, llamada Rose,
era para M. Delcour lo que según me parecía M. de Mirville quería que yo fuese
para él. En cuanto a la vieja, estaba destinada a ser nuestra ama de llaves; su
empleo me fue explicado enseguida y al mismo tiempo se me dijo que esa casa era
donde yo iba a vivir junto con mi joven compañera, que precisamente era esa hija
de M. de Mirville que M. Delcour y él afirmaban que habían ido a buscar
recientemente cerca de Chartres. Esto prueba, señora, que esos dos caballeros se
habían dado recíprocamente sus hijas como queridas, sin que ninguna de esas dos
desgraciadas criaturas conociese mejor que la otra la segunda parte de los lazos
que las unía a estos dos padres.
Me permitiréis que silencie, señora, los indecentes detalles de esta cena y de
la horrible noche que le siguió; otro salón más pequeño y más artísticamente
amueblado fue destinado a estos vergonzosos manejos. Rose y M. Delcour pasaron a
él con nosotros; ésta, enterada ya, no opuso ninguna resistencia; su ejemplo me
fue propuesto para suavizar el rigor de la mía; y para hacerme sentir su
inutilidad, se me hizo temer la fuerza, en caso que tuviese intenciones de
prolongarla... ¿Qué le diría yo, señora? temblé... lloré... nada detuvo a esos
monstruos y mi inocencia fue mancillada.
Hacia las tres de la madrugada los dos amigos se separaron; cada cual ocupó su
habitación para pasar en ella el resto de la noche y nosotros seguimos a quienes
nos estaban destinados.
Allí M. de Mirville terminó de desvelarme la suerte que me aguardaba.
– No debéis pensar ya, me dijo duramente, que os he cogido para manteneros;
vuestra situación acaba de seros aclarada de una manera que no deja lugar a
dudas. Sin embargo, no esperéis una fortuna muy brillante ni una vida muy
disipada; el rango social que ese caballero y yo ostentamos nos obliga a adoptar
precauciones que convierten vuestra soledad en una obligación. La vieja que
habéis visto con Rose y que se ocupará igualmente de vos nos responde de vuestra
conducta, una locura... una evasión, serían severamente castigadas, os lo
advierto; por lo demás, conmigo habréis de ser honrada, perseverante y bondadosa
y si la diferencia de nuestras edades se opone a un sentimiento vuestro que sólo
despierta en mi un interés mediocre, quiero, a cambio del bien que os haga,
encontrar cuando menos en vos toda la obediencia que me correspondería si
fueseis mi mujer legítima. Seréis alimentada, vestida, etc., y recibiréis cien
francos mensuales para vuestros caprichos; no es mucho, lo se, pero ¿de qué os
serviría el excedente en el retiro que forzosamente he de imponeros? Además
tengo otros asuntos que me están arruinando. No sois mi única mantenida... este
es el motivo por el que no os veré más que tres veces por semana, el resto del
tiempo os mantendréis tranquila; os distraeréis aquí con Rose y la vieja Dubois;
tanto una como otra tienen, dentro de su género, cualidades que os ayudaran a
llevar una vida apacible, y podéis tener la certeza, amiga mía, de que acabaréis
siendo feliz.
Pronunciada esta hermosa arenga, M. de Mirville se acostó y me ordenó que
ocupase mi lugar a su lado.
Correré un velo sobre el resto, señora, hay bastante ya para haceros ver cual
era la horrible suerte que me había sido destinada; mi infelicidad aumentaba con
el hecho de que me resultaba imposible sustraerme a ella ya que la única persona
que tenía autoridad sobre mí... mi propio padre, me obligaba a aceptarla y me
daba el ejemplo del desorden.
Los dos amigos nos dejaron a mediodía, yo trabé un conocimiento más profundo con
mi guardiana y mi compañera; las circunstancias de la vida de Rose no diferían
apenas de las de la mía; tenía seis meses más que yo. Como yo, había vivido en
un pueblo, había sido educada por su nodriza y estaba en París desde hacia tres
días; pero la enorme distancia que separaba el carácter de esta muchacha y el
mío fue siempre un obstáculo a que estableciese relación alguna con ella; era
atolondrada, carente de corazón, de delicadeza y de cualquier clase de
principios, el candor y la modestia que me había dado la naturaleza se
arreglaban mal con tanta indecencia y vivacidad; estaba obligada a vivir con
ella, los lazos del infortunio nos unieron, pero jamás los de la amistad.
Por lo que respecta a la Dubois, tenia los vicios propios de su condición y de
su edad; autoritaria, liante, malvada y mucho más inclinada hacia mi compañera
que hacia mí: como veis no había nada que me acercase excesivamente a ella y
durante el tiempo que pasé en esa casa estuve casi siempre en mi habitación
entregada a la lectura, que me gusta mucho y que no me planteaba grandes
problemas ya que M. de Mirville había ordenado que jamás me faltasen los libros.
Nada más regular que la vida que allí llevábamos; nos paseábamos a voluntad por
un bellísimo jardín, pero nunca salíamos de sus límites; tres veces por semana
los dos amigos, que solamente se dejaban ver en semejantes ocasiones, se
reunían, cenaban con nosotros y se entregaban a sus placeres el uno delante del
otro durante dos o tres horas después de cenar, a continuación iban a pasar el
resto de la noche, cada uno con su amante, a sus habitaciones que también eran
las nuestras durante el resto del tiempo...
– ¡Que indecencia!, interrumpió Mme. de Blamont..., ¡los padres a la vista de
sus hijas!
– Mi querida amiga, dijo Mme. de Senneval; no profundicemos más en ese abismo de
horror, esta desdichada nos mostraría quizás atrocidades muy distintas.
– ¿Cómo sabéis vos si no es esencial que lo averigüemos?, dijo Mme. de
Blamont... Señorita, prosiguió esta dama verdaderamente honrada y respetable,
cubriéndose de rubor, no se como plantearos mi pregunta... pero ¿no sucedieron
nunca cosas peores?
Y como vio que Sophie no acababa de comprenderla, me pidió que le explicase en
voz baja el significado de su pregunta.
– Una especie de celos que dominaban a ambos amigos son quizás el único freno
que les haya contenido en eso que queréis decir, señora, respondió Sophie, al
menos no puedo suponer más que este sentimiento como causa de una moderación...
que, en tales almas, no obedecería ciertamente jamás a los postulados de la
virtud. Ya sé que está mal juzgar de esta forma al prójimo, sin pruebas, pero
otras desviaciones... tantas otras bajezas han sabido convencerme tan bien de la
depravación de costumbres de estos dos amigos, que, a buen seguro, no debo
atribuir su prudencia en lo que vos decíais más que a un sentimiento más
imperioso que su desenfreno; pues bien, no he visto ninguno que fuese más
poderoso que sus celos.
– Resultan un poco incongruentes con esa comunidad de placeres de la que nos
hablabais, dijo Mme. de Senneval.
– Y sobre todo con esas otras mantenidas mencionadas por M. de Mirville, añadió
Mme. de Blamont.
Lo reconozco, respondió Sophie, quizás sea este uno de los casos en los que el
choque violento de dos pasiones sólo permite triunfar a la más viva; pero lo que
es seguro es que el deseo de conservar cada cual su pertenencia, deseo nacido de
sus celos, demasiado evidentes como para ponerlos en duda, prevalecerá siempre
sobre su corazón y les impedirá ejecutar... horrores... que mi compañera, lo sé,
hubiera respondido entre risas y que a mí me hubieran parecido más horribles que
la propia muerte.
– Proseguid, dijo Mme. de Blamont, y no censuréis que el interés que me habéis
inspirado me haga temblar por vos.
– Quedan pocas cosas que no sepáis hasta el suceso que me ha valido vuestra
protección, continuo Sophie dirigiéndose siempre a Mme. de Blamont. Desde que
estuve en esa casa mi asignación me fue pagada con la mayor exactitud y; al no
tener ningún motivo para gastarla, la guardaba con la intención de encontrar
quizás un día la ocasión de hacérsela llegar a mi buena Isabeau, cuyo recuerdo
perduraba en mí ininterrumpidamente. Me atreví a comunicar esta intención a M.
de Mirville, convencida de que él mismo se ocuparía de buscar la forma de
ejecutar mis deseos... ¡Inocente! ¿Adonde iba yo a buscar compasión? ¿Es que
acaso ha podido nunca sobrevivir en el seno del vicio y del libertinaje?
– Debéis olvidar todos esos sentimientos pueblerinos, me respondió brutalmente
M. de Mirville, esa mujer ha sido pagada con exceso por las pequeñas molestias
que hayáis podido ocasionarle; no le debéis nada.
– ¿Y mi agradecimiento, señor, ese sentimiento tan dulce de alimentar y cuyo
eclosión es tan deliciosa?
– Ya está bien, qué quiméricos son todos esos agradecimientos. Nunca he visto
que reportasen ningún provecho y sólo me gusta alimentar los sentimientos que me
aportan algo. No hablemos más de ello o, ya que tenéis demasiado dinero, dejaré
de daros más.
Rechazada por uno quise acudir a otro y hablé de mi proyecto a M. Delcour. Él lo
desaprobó más enérgicamente aún, me dijo que si estuviese en el lugar de M. de
Mirville no me daría un céntimo, ya que sólo pensaba en tirar el dinero por la
ventana. Hube de renunciar a esta buena obra a falta de medios con que
realizarla.
Pero antes de llegar a lo que dio lugar a la aciaga catástrofe de mi historia,
es preciso que sepáis, señora, que ambos padres se habían cedido recíprocamente
delante de nosotras su autoridad sobre sus hijas, rogando el uno al otro el
olvido de toda indulgencia en caso de que su hija cometiese algún desatino y
esto con el fin de inspirar en nosotras el comedimiento, la sumisión y el temor
que, de acuerdo con sus deseos, iban a ser nuestras cadenas; imaginad el abuso
que ambos cometían con esta autoridad respectiva; M. de Mirville,
extraordinariamente brutal, me trataba sobre todo con una dureza inaudita al
menor capricho de su imaginación; y aunque obrase delante de M. Delcour, éste no
asumía mi defensa como tampoco M. de Mirville asumía la de su hija cuando M.
Delcour la maltrataba de igual forma, lo que sucedía con la misma frecuencia. No
obstante, señora, he de confesároslo, completamente culpable, enteramente
cómplice del inicuo comercio al que me vi arrastrada, la naturaleza traicionó mi
deber y mis sentimientos e hizo germinar en mi seno la prenda de mi deshonor.
Fue poco más a menos entonces cuando mi compañera, fatigada de la vida que
llevaba, me confesó que meditaba una evasión.
– No quiero emprenderla sola, me dijo un día, he encontrado los medios para
interesar al hijo del jardinero... Es mi amante... me propone devolverme la
libertad; tú eres libre de compartir mi suerte... quizás valdría mas que
esperases a después del parto... no por eso dejaré de preparar tu liberación, yo
te conseguiré un amigo, vendrá a sacarte de aquí y si lo deseas nos reuniremos.
Este último plan de unión no me convenía y si yo deseaba recuperar mi libertad
era para llevar una clase de vida bien diferente a la que iba a dedicarse mi
compañera. No obstante, acepté su oferta, estuve de acuerdo con ella en que más
valía no ejecutar la fuga hasta después del parto; le rogué que no me olvidase y
dispusiese todo para ese momento. No obstante, por mucha que fuera su prisa, los
preparativos de su proyecto exigían unas demoras y no se pudo arreglar todo
hasta dos meses antes del término de mi embarazo. Había llegado el momento, ella
iba a evadirse, cuando un día, la víspera del que había escogido para su salida
y víspera igualmente de aquel en que tuve la dicha de encontraros, mientras ella
subía a su cuarto para ir a buscar algún dinero destinado al jardinero que debía
ocuparse de buscarle un alojamiento amueblado, me pidió que me quedase con ese
joven que, deseoso de salir, parecía que no quería detenerse, y que le hiciese
esperar un minuto... ¡Época fatal de mi infortunio! o más bien de mi fortuna, ya
que esa misma circunstancia fue la que me sacó de esa sima; mi suerte quiso que
sucediese entonces lo que nunca había sucedido en tres años. M. de Mirville
entró solo y tropezó conmigo antes de que hubiera tenido tiempo de esconder al
joven para evitar que lo viera. No obstante, salió enseguida, pero no sin ser
visto. Nada hay que pueda describir el acceso de cólera que se apoderó de
Mirville en aquel mismo instante; su bastón fue la primera arma que utilizó y,
sin miramientos hacia mi estado, sin investigar si yo era culpable o no, me
abrumó de injurias, me arrastró por todo el cuarto cogida de los pelos, me
amenazó con patear el fruto que llevaba en mi seno y que ya no consideraba más
que como un testimonio de su vergüenza. Iba ya a expirar bajo sus golpes, de los
que aún conservo las magulladuras, si la Dubois no hubiese acudido y me hubiese
arrancado de sus manos. Entonces su ira se hizo más fría...
– No disminuirá esto la crueldad de mi castigo, dijo... que cierren las
puertas... que nadie entre y que esta prostituta suba inmediatamente a su
habitación...
Rose, que había oído todo y que estaba muy contenta de librarse, gracias a este
malentendido, de lo que ella sola había merecido, se guardó muy bien de decir
una sola palabra y la tempestad se desencadenó solamente sobre mí... Pronto me
siguió mi tirano; sus ojos llameaban con mil sentimientos diferentes entre los
cuales creí descubrir algunos más temibles que la cólera y cuyas impresiones,
dislocando los músculos de su odiosa fisonomía, hicieron que me pareciera aún
más horrible... ¡Oh!, señora ¡cómo relataros las nuevas infamias de que fui
objeto! atentan simultáneamente contra la naturaleza y contra el pudor, jamás
podré describíroslas... Me ordenó que me despojase de mis vestidos... me arrojé
a sus pies, le juré veinte veces mi inocencia, intenté ablandarle mediante el
funesto fruto de su indigno amor; el desdichado, agitando mi seno con sus
palpitaciones pareció inclinarse ya a los pies de su padre... parecía que
implorase mi gracia... Mi estado no conmovió a Mirville, lo interpretaba, según
decía, como una prueba más de la infidelidad que él sospechaba; todo lo que yo
alegaba no era sino impostura, estaba seguro de lo que decía, lo había visto,
nada le convencería... Me puse, pues, como él deseaba, en cuanto me tuvo así
unos bárbaros lazos respondieron de mi compostura.
Fui tratada con esa especie de ignominia escandalosa que el pedantismo se
permite hacia la infancia... Pero con una crueldad... con un rigor... Finalmente
palidecí... me tambaleé sobre mis ataduras... mis ojos se cerraron, ignoro la
continuación de su barbarie... Sólo recuperé el uso de mis sentidos en los
brazos de la Dubois... Mi verdugo iba y venía por mi cuarto a grandes pasos,
apresuraba los cuidados que yo recibía... no por piedad... el monstruo... sino
para deshacerse más rápidamente de mi...
– Vamos, gritó, ¿está lista ya?
Y viéndome aún tan desnuda como el había deseado que lo estuviese:
– Vestidla, vestidla, señora, y que desaparezca...
Me pidió mis llaves, recuperó todo lo que me había dado y dándome dos escudos:
– Tened, me dijo, os sobra dinero para ir a casa de una de esas mujeres públicas
que llenan la ciudad y que recibirá, sin duda, complacida a una criatura
culpable de la conducta que habéis observado en mi casa...
– ¡Oh, señor! respondí yo entre lágrimas, sin poder soportar ya este último
envilecimiento, yo no he cometido nunca más que una falta y sois vos quien me la
hizo cometer. Apreciad mi arrepentimiento a través de mis desdichas y no me
ultrajéis en el infortunio.
Ante estas palabras, que deberían haberlo ablandado si el alma de los tiranos
fuese receptiva a la compasión, si el crimen que la corrompe no la cerrase
siempre a los gritos de la inocencia, me cogió por el brazo, me llevó al extremo
de la casa y me arrojó a una calle apartada que daba una de las puertas del
jardín... que su alma sensible imagine mi situación, señora, sola a la caída de
la noche, cerca de una ciudad absolutamente desconocida para mí, en el estado en
que me encontraba, sin contar apenas con medios, destrozada, herida en todo mi
cuerpo y sin contar siquiera con el recurso de las lágrimas, ya que, por
desgracia, me resultaba imposible derramarlas.
Sin saber a dónde dirigir mis pasos me eché en el umbral de esa puerta que
acababan de cerrar a mis espaldas... Me precipité sobre las mismas huellas de mi
sangre, dispuesta a pasar la noche allí. "El bárbaro, me decía, no me escatimará
el aire que aún tengo la desgracia de respirar... No me arrebatará el refugio de
los animales y el cielo se apiadará de mis desdichas y quizás me permita morir
en paz". Hubo un momento en que me creí perdida. Oí como alguien pasaba cerca de
mí... ¿me había mandado a buscar?... ¿quería acabar su crimen, quería
arrebatarme lo que quedaba de una vida que yo detestaba? ¿o, sintiendo el
remordimiento finalmente en su alma de fango, había dejado paso a la compasión?
Quienquiera que fuese pasó rápidamente a mi lado; llegó el día, me levanté e
inmediatamente decidí volver a casa de mi querida Isabeau, segura de que ella no
me negaría el asilo que siempre me había ofrecido... Salí, pues... y había
llegado a mi cuarto día de marcha, arrastrándome como podía, molida a golpes,
palpitando de temor, fatigada por la carga que llevaba en mi seno, sin atreverme
apenas a tomar alimento temiendo que el escaso dinero de que disponía no me
llegase hasta Berseuil; creí estar cerca cuando me perdí y cuando los dolores me
detuvieron. Allí fue donde tuve la dicha de encontrar a este caballero, dijo
Sophie señalándome, y, por espantosa que sea mi situación, prosiguió poniendo
los ojos en Mme. de Blamont, la contemplo como una gracia del cielo, ya que me
garantiza el apoyo de una dama cuya compasión me tranquiliza y cuyas bondades
harán que vuelva a encontrar a la que llamo mi madre. Soy joven, me atrevería a
añadir que soy buena, si he cometido una falta, Dios es testigo de que ha sido
en contra de mi voluntad... La repararé... la lloraré toda mi vida... Ayudaré a
mi buena Isabeau en las tareas domésticas y, aunque no tenga unas comodidades
como las que me había procurado el crimen, encontraré, al menos, la tranquilidad
y me veré libre de remordimientos.
En este punto corrieron las lágrimas de todos los presentes; Sophie, demasiado
conmovida como para contener las suyas, nos suplicó que la dejásemos sola un
momento. Nos retiramos para ir a renovar nuestras conjeturas y como el correo
sale, me veo obligado, mi querido Valcour, a dejarte con las tuyas asegurándote
que mi primera preocupación será la de comunicarte detalladamente lo que hayamos
podido descubrir sobre esta malhadada aventura.
CARTA XVII
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 30 de Agosto, por la tarde.
Sophie, que no se había atrevido aún a enseñar a su enfermera las sangrientas
marcas que la cubrían se arriesgó a hacerlo tan pronto hubo hecho su confesión y
a partir del veintiocho, como había pasado muy mala noche, rogó a esta mujer que
examinase sus contusiones y que las aliviase.
Ésta encontró tantos desordenes y magulladuras tan graves que no quiso asumir
ninguna responsabilidad y Mme. de Blamont, habiendo sido consultada, envió
inmediatamente a que trajesen a Dominic, su cirujano de Orléans, al que no
condujo hasta la enferma sino después de haberle hecho jurar el secreto. El
artista hizo su examen y su diagnostico fue que, habiéndose realizado el
alumbramiento en el séptimo mes, se trataba con toda seguridad de un parto
forzado, consecuencia de los accidentes padecidos por la enferma, aunque el niño
hubiese nacido vivo; aparte de un golpe muy violento a la altura de los riñones
había veintiún más tanto sobre los brazos, como sobre los hombros o el resto del
cuerpo de esta desdichada y cada uno de ellos había dado lugar a una contusión
que necesitaba un vendaje inmediato. Los efectos del segundo acceso de la cólera
meditada de Mirville eran de una extensión prodigiosa, pero el instrumento de su
barbarie, que entonces era, sin duda, de mucha flexibilidad, contusionaba
infinitamente menos aunque las marcas fuesen más visibles y los peligros de este
segundo tratamiento, aunque haya sido llevado al extremo no eran tan peligrosos
como los del otro.
De acuerdo con esta exposición, Dominic prescribió una sangría del pie, el mayor
reposo y algunas bebidas. Sólo se retiro al cabo de veinticuatro horas, después
de haber observado el buen resultado de su tratamiento; ha dejado su receta a la
comadrona y volverá a principios de la próxima semana; espera mucho, dice, de la
edad y del buen temperamento de la joven. Le ha parecido oportuno que se la
separe de su hijo, decisión afortunada, ya que esa pobre criaturilla murió poco
después de haber sido separado de su madre y esa pérdida, si la hubiese
averiguado, quizás la hubiese enviado a la tumba. Le hemos ocultado esta
noticia, y, aunque hoy se siente un poco mejor, no está aún en condiciones de
recibirla. Esta es, amigo mío, la historia del veintiocho.
Ayer, veintinueve, Mme. de Blamont me rogó que fuese al pueblo de Berseuil a
verificar las declaraciones de Sophie. Fui hasta allí a caballo y, provisto de
una carta de Mme. de Blamont, me dirigí a casa del cura. Es un hombre de cerca
de cincuenta años cuyo carácter parece sostenido por su porte y su honestidad.
Me recibió muy bien, me invitó a comer en su casa y, esperando la hora del
almuerzo, me llevó a casa de Isabeau que era tal y como nos la había descrito
Sophie. Ambos recordaban perfectamente a la joven; el cura se acordaba muy bien
de haberle enseñado la religión.
Por lo que se refiere a Isabeau, al principio lloró de alegría cuando le dije
que su pupila vivía, la quería y deseaba verla; y poco después, de pena, cuando
le expliqué su estado. Insistí poco en los detalles, ya que Mme. de Blamont me
había convencido de la necesidad de disimularlos y, como ella, estaba persuadido
de la necesidad de este secreto. Me limité a dejar sentado que la situación de
Sophie no era grave y a convenir con esas buenas gentes que ambos acudirían a la
próxima invitación que les hiciese la señora que me enviaba, la cual no
retrasaría el placer de verles más que por motivo de la salud de Sophie, que no
estaba aún en condiciones de saludar a personas tan queridas. Almorcé en casa
del cura y allí, así como las gestiones que habíamos realizado, vi que era un
hombre dotado de un gran sentido común; el suceso que me había llevado a su casa
hizo que la conversación recayese sobre la depravación de las costumbres, causa
única, pretendía, de todas las atrocidades que diariamente se cometían.
– ¡Oh! señor, me dijo el honrado eclesiástico con ese entusiasmo cálido que
confiere la virtud, continuamente veo surgir un fárrago de escritos
ininteligibles, una plétora de proyectos ineptos sobre la mendicidad, sobre los
medios de que disponemos para erradicarla de Francia, proyectos atroces cuyo
único y malhadado principio es la desesperación en que el rico se encuentra
porque se ve obligado a contemplar el infortunio en su prójimo, desesperación
por verse obligado a entregar algún socorro cuando cree que su oro solamente
está hecho para pagar sus vergonzosos deleites. Quisiera sustraerse a estas
tristes obligaciones, quisiera alejar de sus ojos el espectáculo enternecedor de
la miseria que hiela sus indignos placeres, que le hace ver al hombre desde
demasiado cerca, que, devolviéndolo a las abrumadoras ideas de la desgracia,
aniquila, a pesar suyo, el inmenso intervalo que su orgullo se atreve a colocar
entre hombre y hombre. Estas son, señor, las únicas causas de estos lamentables
escritos; no le quepa duda, son los dictados de la avaricia, el orgullo y la
inhumanidad... No se quieren ver pobres en Francia; ¡pues bien! que, para
conseguirlo, se ocupen de buscar los medios para reformar las costumbres y de
preservar sobre todo a la juventud de su pérfida corrupción; que se reforme el
lujo, ese lujo pernicioso que arruina y altera al rico sin aliviar al miserable
y que arroja, más bien, a éste al abismo a través de su loca pretensión de
alcanzar lo que no puede anhelar sin acarrear su pérdida. Que vuestras gentes de
letras se ocupen de estos planes, señor, que ofrezcan al gobierno proyectos
rectificados, y del éxito de estas primeras operaciones, nacerá pronto esta
reforma de mendigos tan deseada por vuestra capital. Que ese lujo tan peligroso
no atraiga a vuestros talleres de baratijas o a la parte trasera de vuestros
magníficos coches al hijo de ese buen campesino que, abandonado por lo mejor de
su prole, pronto irá a mendigar con los que le quedan a la puerta misma de la
mansión en donde su hijo, engreído a causa de una levita engalanada, se atreve a
mirarle insolentemente, sin dignarse siquiera a reconocerle y a confortarle.
Disminuid los impuestos, honrad, estimulad la agricultura , preferid sobre todo
al honesto individuo que se dedica a ella a ese impertinente plumífero que,
disfrazado con un faldón negro ha abandonado la carreta de su padre para venir a
engordar a la ciudad gracias a las divisiones intestinas del ciudadano. Clase
abyecta, venenosa, tan inútil como despreciable que las buenas leyes deberían
confinar en sus hogares o asignar, desde el instante en que saliesen de ellos, a
los trabajos públicos, en los cuales, más útiles, al menos, que en el estrado o
en el foro, servirían a la patria en lugar de destruirla, en lugar de minarla
sordamente con sus prevaricaciones, sus rapiñas y sus escandalosas estafas. Si
no queréis ver mendigos en Francia, no explotéis al desdichado labrador con
impuestos que superan sus posibilidades, no explotéis a vuestros aparceros para
estar en mejores condiciones de bordar vuestros trajes y de adornar vuestro
peinado; y los mendigos, desdichada excrescencia de todos estos abusos, no
fatigarán vuestras miradas; pero no los desterréis, no los molestéis dejándoos
llevar por una compasión bárbara e insultante; no los sepultéis como cadáveres
en las fosas del horror y de la fetidez; pensad que son hombres como vos, que el
sol luce también para ellos y que tienen derecho al mismo pan... ¡No queréis
mendigos! no bebáis en las capitales los ríos de oro de vuestras provincias; que
la circulación sea libre y la dosis de felicidad, equitativamente repartida
entre todos los ciudadanos, o os mostrará ya a uno en el pináculo y al otro en
los harapos de la miseria; ¿por qué es necesario que haya una parte de hombres
que rebosan oro mientras que la otra no puede siquiera cubrir sus primeras
necesidades?; ¿por qué han de existir solamente dos o tres ciudades bellas en
Francia, mientras que el infortunio asola y despuebla las otras?... Os parecéis
a esos niños que hacen un solo castillo con las cartas que se les ha entregado,
¿qué sucede? El edificio se derrumba. Esa es vuestra imagen. Vuestra moderna
Babilonia quedará aniquilada como aquella de Semíramis, se desvanecerá de la
superficie del globo terráqueo como desaparecieron las florecientes ciudades de
Grecia que, como ella, entraron en decadencia solamente a causa del lujo, y el
Estado, debilitado por embellecer a esta nueva Sodoma, desaparecerá como ella,
bajo sus doradas ruinas .
Hubiera podido responder al cura, porque sabes que no pienso como él sobre ese
lujo que tú a veces censuras también con tanta energía; pero el tiempo se me
echaba encima, yo preveía la inquietud de nuestras damas y me separé, pues, sin
tardanza de este buen clérigo prometiéndole discutir otro día con más calma los
temas que hasta el momento nos habían ocupado. Le hice prometer que acudiría
puntualmente con Isabeau a casa de Mme. de Blamont cuando ésta enviase un coche
a recogerlos.
A la vuelta de ese viaje fue cuando encontré muerto al hijo de Sophie y a la
madre, un poco mejor. Nadie vio inconveniente en que le diese noticias de su
buena nodriza; ella me lo agradeció con expresiones del más cariñoso
reconocimiento. En verdad el carácter de esta joven es encantador: si el destino
le reservaba la desdichada situación de mantenida, ¡qué pena que no haya caído
en manos de un solterón honesto y formal! lo hubiera hecho feliz gracias a su
prudencia y su dulzura. Pero parece que las intenciones de Mme. de Blamont
respecto a esta pobre chica son tan ventajosas, que probablemente no tendrá
ocasión de arrepentirse de su cambio de condición, ya que no hubiera podido
perpetuar su estado sino a costa de su honor y de su conciencia y, en lugar de
esto, podrá vivir en aquel que se le destina conservando toda la pureza de su
alma.
Apenas hube comunicado a nuestra enferma las noticias de su buena Isabeau cuando
ya ardía en deseos de verla; pero cuando le hube demostrado que su salud exigía
que se privase aún durante unos días de este placer, se rindió y, con lágrimas
en los ojos, me encargó que transmitiese a Mme. de Blamont hasta qué punto era
sensible a las bondades que de ella había recibido.
– ¡Ay! señor, decía con voz dulce y halagadora, los efectos del agradecimiento
de una desdichada como yo son bien triviales para Mme. de Blamont, pero mi
corazón es tan puro que sus deseos serán escuchados por el Eterno y si puedo
salvar mi vida, emplearé todos los instantes en implorar al cielo por su
felicidad y por la de todas las personas que la rodean.
Regaba mis manos con sus lágrimas, me pedía una y mil veces perdón por todas las
molestias que dignábamos tomarnos por una pobre muchacha que no lo merecía. La
voz acariciante de esta muchacha, los bellísimos ojos henchidos de sentimiento,
el aspecto inocente, la verdad que emana de toda su fisonomía y que, por así
decirlo, coloca su alma en los rasgos de su hermoso rostro... todo eso, amigo
mío, hace que, involuntariamente, se despierte el interés hacia ella. Sus
desgracias terminan de enternecerle a uno y es realmente imposible no desear que
sea feliz. Aline, a quien se explicó la aventura de Sophie hasta donde lo
permitía la decencia, experimenta por ella una singular amistad; hay que
arrancarla de la cabecera de la cama; quiere darle ella misma los caldos y se
acostaría con ella si se lo permitiésemos. Pero hay una cosa más extraordinaria,
¡oh, Valcour! resulta imposible dejar de observar entre estas dos jóvenes un
aire de familia: es impresionante. Eugénie y Mme. de Senneval han hecho la misma
observación; yo lo había notado antes que ellas. Mme. de Blamont se había
sentido conmovida por esto desde la primera vez que la vio. Si te describo sus
rasgos comunes te imaginarás aún mejor a Sophie. Para empezar tienen
absolutamente el mismo tono de voz, exactamente la misma forma de rostro, la
misma boca y exactamente el mismo aspecto en su conjunto. Sophie, como tu Aline,
tiene esos soberbios cabellos color castaño claro, tirando un poco a rubio y el
mismo brillo en su piel y finalmente ambas parecen tener el mismo carácter.
Sophie adora a Aline y le pide insistentemente que deje de preocuparse tanto por
ella al mismo tiempo que se le trasluce toda la pena que le daría si esta
accediese a su petición.
Al comprobar todas estas cosas Mme. de Senneval, Mme. de Blamont y yo creemos
muy probable que los nombres de Mirville y de Delcour sean nombres ficticios que
oculten quizás otros verdaderos mucho más interesantes para Mme. de Blamont. Sin
embargo, aún no nos atrevemos más que a adelantar algunas conjeturas...
recapitulemos sus fundamentos.
La educación de Sophie en un pueblo tan cercano a la finca a donde viene todos
los anos M. de Blamont a ver a su mujer... ese singular parecido... la relación
de los dos amigos, tan semejante a la de los señores Blamont y Dolbourg... su
edad... las descripciones hechas por Sophie y por su nodriza en donde se
encuentran todos los rasgos de los originales... sus profesiones, un togado y un
financiero... Aquí se presenta una ligera objeción, me doy cuenta. M. Delcour ha
estado varias veces en casa de Isabeau y nunca se ha dicho que viniese de
Vertfeuille; ¿será posible que, si M. Delcour y M. de Blamont son una misma
persona, no sea conocido en un pueblo tan cercano a la finca de su mujer? Pero
esta objeción se desvanece ante un examen más detenido: en primer lugar al ver
llegar a M. Delcour a Berseuil se puede ignorar su lugar de procedencia; además
es posible que siempre que haya venido lo haya hecho desde París. En segundo
lugar a M. y Mme. de Blamont se les conoce en Berseuil solamente de oídas;
ignoran en absoluto su aspecto, luego puede tratarse del mismo hombre; hay,
pues, motivos para apostar que se trata del mismo hombre y, si la combinación es
justa, ya ves quien es esa odiosa persona, quien es el perverso que se atreve a
ofrecerse a tu Aline. Porque si Delcour es Blamont, no dudemos que Mirville sea
Dolbourg.
En esta espinosa situación Mme. de Blamont no sabe que decidir... Si convence a
Sophie para que haga una denuncia en contra de M. de Mirville supone hacerla
también contra M. Delcour. ¡Y, si nos dejamos engañar por los nombres, ya ves a
quien puede comprometer con esta denuncia! Esta idea la detiene.
Sin embargo, ¡qué arma está dejando escapar! si no aprovecha todo esto para
librarse de las persecuciones de un yerno, que, a buen seguro, es indigno de
ella, si es culpable de la infamia que investigamos, ¿encontrará jamás una
ocasión tan propicia? Si es cierto que esos nombres esconden a quien
sospechamos, ¿no se arrepentirá toda la vida de no haber aprovechado este suceso
para poner freno a las intenciones de un hombre cuya alianza la deshonraría? Si
deja correr lo que el azar le ofrece, si triunfa M. de Blamont y, poniendo en
juego su autoridad y acudiendo a las leyes, consigue poner a Aline en los brazos
de Dolbourg; ¿no morirá Mme. de Blamont de pena por haber dispuesto de todo lo
necesario para detener ese horrible sacrificio y no haberlo hecho? Estas
consideraciones, sobre las que creí oportuno hacer énfasis, la decidieron por
fin a presentar una denuncia a Orléans, pero una denuncia secreta que ella puede
controlar en todo momento. Por consiguiente, el juez ha acudido esta mañana a la
invitación que ella le ha hecho; como Sophie se encontraba un poco mejor, le ha
recibido y él ha tomado nota de su exposición del hecho simple y puro:
"De un ultraje cometido en su persona, embarazada por el que dice ser M. de
Mirville, financiero de París, que era el autor del embarazo y que la había
venido a buscar al pueblo de Berseuil con uno de sus amigos hace aproximadamente
tres años para mantenerla como amante, cosa que realizó hasta el momento en que
la trató indignamente, aunque estaba encinta, y la puso a la puerta de su casa,
etc., etc., etc."
Firmamos todos, ella como parte y nosotros en calidad de testigos, Dominic
firmará en Orléans y la denuncia será guardada por el magistrado hasta que Mme.
de Blamont desee activarla.
Todo esto se hacía a regañadientes y jamás se hubiera llevado a cabo de no ser
por mí; pero consideré que era sumamente necesario. El excelente carácter de
Sophie rechazaba la idea de una denuncia.
Mme. de Blamont temblaba por miedo a comprometer al personaje que creía
implicado bajo el nombre de Delcour; no nos atrevíamos a comunicar al juez
ninguna de estas consideraciones; yo creí encontrar el sesgo adecuado al no
nombrar para nada a M. Delcour en la denuncia que se ha depositado
exclusivamente en contra de M. de Mirville.
Ya ves ahora, amigo mío, el motivo que ha determinado mis operaciones, solamente
he contemplado tu interés y tu felicidad. Si me equivoco corrígeme; pero sea
cual sea el exceso de tu delicadeza, dudo que te hubiera llevado a proceder de
otra forma y creo que aprobarás lo que he hecho.
Voy a exponerte ahora otra idea, consecuencia necesaria de nuestras primeras
gestiones y que quizás discrepe más aún con la rectitud de tu espíritu, pero
cuya ejecución me parece indispensable.
– Señora, dije a Mme. de Blamont inmediatamente después de la salida del
magistrado, me parece que el objeto esencial es conocer ahora al héroe de
nuestra aventura.
– ¿A dónde nos llevará este descubrimiento?
– Al mismo motivo que me inclinó a aconsejaros que presentaseis una denuncia;
necesitáis armas, el azar os las ofrece.
– ¿Y si esos dos individuos no tienen nada que ver con los que nos interesan?
– Al menos sabréis a que ateneros y todo quedará entonces entre nosotros.
– ¿Y sin son ellos?
– Os encontraréis en la misma situación... Seguiréis siendo siempre la dueña de
la denuncia de Sophie. ¡Oh! señora, si Mirville es Dolbourg, ¿acaso le
entregaríais vuestra hija?
– Esa idea me repugna, os ruego que no me la mencionéis más.
– Y si vos no aclaraseis este asunto y el malvado fuese Dolbourg y vuestro
esposo alcanzase la meta que se propone, ¿imagináis los remordimientos que os
atormentarían?
– No sobreviviría.
– Por consiguiente, hay que evitarlos.
– Déterville, confío en vos; haced todo lo que creáis conveniente, pero, os lo
ruego, actuad con la mayor discreción.
A mi entender se trata de acudir a los mismos lugares y de intentar ganar a la
dueña Dubois a fin de que nos proporcione datos. Estoy convencido de que puede
suministrárnoslos en gran cantidad. Hay tres medios que nos pueden llevar hasta
la fiel guardiana: podría ir yo a corromperla, podrías ir tú y finalmente
podríamos destacar a un tal Saint-Paul, antiguo domestico de Mme. de Blamont,
singularmente apegado a su señora y que es uno de los mejores criados de los que
pueda honrarse la servidumbre de Francia.
El primero de esos medios me repugna un poco; estoy seguro de que no te
encargarías del segundo; hemos adoptado, pues, el tercero sin que tú te veas
mezclado y sin que ni siquiera Saint-Paul te vea en París.
Está decidido que sale mañana con cincuenta luises en su bolsillo y que no va a
volver sin la vieja o sin toda la información que ésta posea. Como tiene órdenes
de no comunicarse más que con nosotros seremos nosotros quienes te contaremos
todos los detalles; estate tranquilo, sé discreto y déjate ver lo menos posible
mientras actuamos.
En el momento de salir la carta.
Sophie va mejor; Aline está cansada, ayer tuvo un poco de jaqueca y hemos
conseguido que guarde cama. Eugénie le ha prometido que cuidará de Sophie como
ella misma. Mme. Blamont está muy agitada; Mme. de Senneval y yo llevamos la
casa y nos ocupamos de todo.
Aline no quiere que cierres esta carta sin probarte en dos líneas que su
indisposición carece de importancia.
Aline a Valcour
P.S. ¡Cuántos acontecimientos!... ¡Cuántas sospechas!... ¡Cuántas conjeturas!...
¡Ah! ¡si el cielo ha escogido todo esto para esclarecernos no dejará imperfecta
su obra! Ojalá que todo esto redunde en nuestra felicidad sin enturbiar la de la
persona que me dio la vida. Su tranquilidad me resulta más preciosa que mi
propia satisfacción y jamás dejaré de respetarla. Adiós, quedad tranquilo,
escribidnos y contad con el cariño de vuestra Aline, que siempre será
inexpresable.
CARTA XVIII
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 3 de Septiembre.
Aline está completamente bien hoy, disfruta de la tranquilidad de su amiga, de
la felicidad que ayer le supuso la visita de su Isabeau. Dominic había vuelto el
día uno y como encontró a su paciente en el mejor estado, creyó que no había
inconveniente en dejarle abrazar a su nodriza. Se envió, pues, un coche al cura
de Berseuil con la invitación de que trajese a Isabeau, y, como salieron muy
temprano, nuestros rústicos compañeros estaban con nosotros para la hora del
almuerzo.
Apenas hubo oído Sophie el ruido de la carroza quiso levantarse y volar a los
brazos de su nodriza. La contuvimos. Mme. de Blamont, que deseaba gozar de esta
conmovedora escena sin testigos que pudieran enfriarla dejó al cura un momento
con Mme. de Senneval y nos trajo a Isabeau... Todos nuestros cuidados resultaron
inútiles desde el momento en que Sophie oyó la voz de su buena madre (así la
llama). Se precipitó en la habitación y cayó a los pies de Isabeau.
La emoción fue tan viva que nos vimos obligados a volver a meterla en la cama en
donde permaneció algunos minutos, sin conocimiento. La buena mujer se echó sobre
ella y la reanimó con sus caricias. Ambas se abrazaron mezclando sus lágrimas
que manaban abundantes con las expresiones de mutuo cariño.
– ¡Y bien! mi querida niña, le dijo Isabeau, en cuanto la emoción que las
embargaba les permitió entenderse, ¿no te había dicho yo que serías desgraciada
en cuanto dejases de ser buena?
Sophie: ¡Los muy crueles! me engañaron: ¿por qué me entregasteis a ellos?
Isabeau: ¿Acaso tenía yo algún derecho sobre ti?... ¿Es que no hubo falta por tu
parte?
Sophie: Lo único que he sido es desgraciada y seducida, toda la culpa fue suya.
Isabeau: Y, ¿por que no volviste a mi casa? bien sabías que estaba abierta a la
inocencia.
Sophie: ¡Oh, mi buena, mi buena Isabeau! no dejéis de amar a vuestra Sophie;
jamás ha olvidado vuestros consejos, siempre han estado grabados en su corazón.
Isabeau: ¡Pobre criatura!
Luego, volviéndose hacia mí envuelta en lágrimas:
– ¡Oh, señor! no os extrañéis de que la ame; la considero como a una hija mía,
no tengo más hija que ella. Y esos malvados, ¿me la quitaron sólo para
perderla?... ¡Ven, Sophie! ven, siempre encontrarás la dicha y la tranquilidad
en casa de Isabeau, porque la virtud y la religión no saldrán jamás de ella.
Y se lanzaron la una a los brazos de la otra y sus lágrimas volvieron a bañar
sus pechos.
Mme. de Blamont, temiendo que una emoción demasiado prolongada pudiera
perjudicar a su querida enferma, hizo subir al cura; este se acercó a la cama de
Sophie y la reconoció enseguida.
Ésta le pidió su bendición; le pidió las más sinceras excusas por la mala
conducta que había observado desde que se la llevaron.
Una de las cosas que siempre le había causado remordimientos, dijo, era haber
sido arrancada a su pastor antes de que hubiese podido cumplir con sus deberes
de religión.
– ¿Es posible que hayan descuidado los deberes religiosos? dijo el cura con la
mayor sorpresa.
– ¡Ah! señor, dijo Mme. de Senneval, ¿acaso los libertinos sumidos en el vicio
piensan aún en los deberes de la religión?
– Esto será la primera cosa que hará en cuanto su estado de salud se lo permita,
dijo Mme. de Blamont, permitid la espera, señor, que nosotros nos ocuparemos de
lo segundo.
Luego, sentándose en el borde de la cama y dirigiéndose a Isabeau y al cura,
esta mujer adorable les expuso las siguientes condiciones:
– Varias razones personales me impiden, dijo, conservar en mi casa a esta joven
tanto tiempo como quisiera; en cuanto recupere su salud la enviaré a su casa,
Isabeau, y para que no os suponga una carga...
– ¡Ella, una carga! no, no, mi niña no puede molestarme; todo lo que tengo le
pertenece y os digo ya desde ahora que no acepto nada de lo que veo que estáis
dispuesta a ofrecerme; estoy en deuda con ella por no haberla salvado del
crimen: dejadme que la pague.
– Bien, Isabeau, os lo concedo, pero no me impediréis que provea lo necesario
para su futuro.
Luego, dirigiéndose al cura y entregándole unos papeles:
– Aquí, señor, le dijo, adjunto cuarenta mil francos en billetes pagaderos
dentro de un año; mi intención es que esta suma sirva de dote a Sophie. Os
ruego, señor, que durante este tiempo le busquéis un esposo digno de ella y que,
en vuestra opinión, junto a las virtudes que le hagan merecedor de una mujer
así, posea la dicha de resultarle agradable, porque quisiera amarle siempre y
ser para él como una madre. Si sucediese que el sujeto escogido no le conviniese
os ruego que pongáis vuestros ojos en otro hombre. La cláusula más esencial de
la unión que proyecto para esta querida niña es que ame a su marido y que sea
amada por él; al querer hacer su felicidad no me perdonaría haberla entregado a
un esposo que quizás la despreciase por una falta que no ha cometido. Por lo
tanto, será prevenido de la desgracia de la muchacha que se le destina, le
haréis sentir hasta qué punto es inocente y no los reuniréis sino en el caso de
que esta fatalidad no inspire ningún distanciamiento al esposo. Como Isabeau
sufriría si hubiese de separarse de su adorada niña, incluiréis en el contrato
la cláusula de que los esposos vivirán en su casa.
– Y a eso se añadirá, interrumpió Isabeau llena de alegría, que todo lo que
poseo será para ellos. Señora, continuó, no estoy del todo falta de recursos,
tengo un buen pedazo de tierra en donde los dos jóvenes podrán ganarse la vida y
con lo que vos habéis tenido la gentileza de darles tengo la certeza de que no
pasarán apuros. Si se administran bien sus hijos serán ricos.
Mientras tanto, Sophie sollozaba: había cogido una de las manos de Mme. de
Blamont y la bañaba con las lágrimas de su agradecimiento, le faltaban las
expresiones para describirlo.
El cura se encargó de todo. Cubrió de alabanzas a Mme. de Blamont que le
contestó que no comprendía como unas acciones tan naturales y que proporcionaban
tanto placer podían merecer elogios... Aline se precipitó en los brazos de su
madre y la colmó de caricias.
Esa imagen de la inocencia desgraciada, del más rendido agradecimiento por una y
otra parte, la del cariño filial, de la compasión, de la virtud, inundaban el
alma con impresiones tan deliciosas y la llenaban de emociones tan delicadas y
tan dulces...
¡Oh, amigo mío! ¡si existen las alegrías celestiales han de estar compuestas de
sensaciones semejantes!
Nos separamos; tantas y tan diversas emociones habían debilitado el ánimo de
Sophie, la enfermera nos pidió que le dejásemos sola y nos fuimos a comer. La
buena Isabeau quería ir a comer al office. Mme. de Blamont y Mme. de Senneval
hicieron que se sentase entre ellas. Se mostró decente, honesta y cortés. Es muy
cierto que la virtud nunca está fuera de lugar en ningún sitio. No hay una sola
mesa, amigo mío, que no se honre más con una invitada como esa que con una de
esas impúdicas conocidas como pequeñas amantes que, en lugar de las reflexiones
simples y llenas de candor, de estos discursos ingenuos, imagen de la
naturaleza, no hubiera aportado más que la jerga del crimen que las deshonra y
ultraja.
Después de la comida Isabeau quiso abrazar una vez más a su hija.
Le dijo que iba a preparar su alojamiento, pero que, como ahora era mayor y
además, añadió riéndose, como era una joven casadera, quería cederle la
habitación principal.
– ¡Estaríamos bien! ¡A mí! no quiero ninguna que no sea la que siempre he
tenido; y no quiero en su casa otro empleo que el que desempeñaba. Si me priváis
de esta dicha, si no me creéis ya digna de serviros me haréis creer que mis
faltas me han hecho perder méritos a vuestros ojos y no me consolaría jamás.
Esta muchacha es encantadora, tiene una especie de espíritu natural que confiere
un increíble atractivo a todo cuanto le inspira su hermosa alma.
Se levantó acta de todo cuanto había sucedido. Mme de Blamont quiso retener a
sus huéspedes; pero las tareas domésticas de una y los deberes religiosos del
otro, se oponían al deseo, que ellos mismos tenían de quedarse, y salieron en el
mismo coche.
¡Y bien! Valcour, ¿quién, en tu opinión, ha de disfrutar de la calma más pura,
quien debe pasar las noches más tranquilas, el malvado que ha deshonrado y
maltratado a esta pobre hija o el ser sensible y honrado que se deleita en
reparar tan generosamente todos sus males? Que vengan, que aparezcan esos
apóstoles de la indecencia y del vicio, que legitiman todos los errores, que los
ven a todos en la naturaleza, porque la creen tan corrompida como sus almas, que
están más cómodos ignorando los más santos instrumentos de esta ley sagrada que
viéndose obligados a despreciarse a sí mismos, que prefieren no ver crimen en
ningún sitio que verse forzados a temblar ante el aspecto de los que los
enfangan, que, en pocas palabras, compran su tenebrosa tranquilidad al precio de
sofocar todos sus remordimientos... ¡que vengan, digo, que vengan y que se
pronuncien! Son libres de tomar partido, que comparen si se atreven, entre el de
la respetable protectora de Sophie y el de su perseguidor.
Las declaraciones de Isabeau no nos enseñaron nada especial: Sophie parecía
tener tres semanas de edad cuando M. Delcour llegó de París llevándola en una
cuna en la parte delantera de su coche. Se apeó en la hostería de Berseuil y
pidió una nodriza. Avisaron a Isabeau. Le prometió una pensión que aumentaría
con la edad de la niña. Pidió que se la enseñase a coser, a escribir y a leer;
que no se le diese más nombre que el de Sophie y que cuando él no pudiese traer
en persona el dinero de la pensión se ocuparía de hacerlo llegar puntualmente.
Cumplió con exactitud, Isabeau fue pagada con regularidad. Solamente hizo cuatro
visitas a Sophie durante los trece años que estuvo de pupila en casa de Isabeau.
Llegaba siempre por la carretera de París, paraba en la hostería, veía a la niña
durante una hora o dos, examinaba sus pequeños talentos y se iba.
– Pero fue idea mía, dijo Isabeau, hacerle aprender la religión y ponerla como
alumna del Sr. cura, porque él no preguntó jamás sobre este extremo y cuando yo
le hablaba decía:
– Coser, coser y leer, señora, me respondía, eso es, todo lo que necesita una
muchacha.
Esta forma de pensar, añadió graciosamente la buena mujer, le hizo pensar que se
trataba de un hugonote.
Luego vino a recogerla con su amigo y ya conocéis lo demás. Esperamos noticias
de las gestiones que estamos realizando en París y no te escribiré hasta que no
las tengamos.
CARTA XIX
Valcour a Déterville
París, 8 de Septiembre.
Como el singular acontecimiento que acabas de relatarme adoptaba en tus cartas
la forma de un diario he creído conveniente dejar que terminase para que mi
carta responda a todas las tuyas.
¡Oh! amigo mío, ¡qué sorpresa la mía, cuántas cábalas he hecho! Me parece seguro
que los nombres de Delcour y Mirville ocultan otros más interesantes para
nosotros y este es el motivo por el que desapruebo la denuncia. Mme. de Blamont
ha de vérselas con un marido tan hábil como corrompido; si llegase a descubrir
esa denuncia quizás se sirviese de ella para divulgar que su mujer quiere
perderlo y que ella ha fraguado toda la historia con el fin de buscar en el
defectos suficientemente graves como para privarle de la autoridad que tiene
sobre su hija; y a partir de ese momento, en lugar de disponer de armas contra
él, le habremos proporcionado a él armas contra nosotros. Además esta denuncia
no sirve para nada respecto a la indemnización que se le debe a Sophie; la
generosidad de Mme. de Blamont se ha ocupado ya de esto de una forma sumamente
noble. Después de estas consideraciones, ¿no opinas que todo lo que se asemeje a
un proceso está fuera de lugar y puede resultar peligroso? ¿Ignoras, amigo mío,
el arte con el que estos malvados dirigen sobre los demás lo que estos intentan
hacerles a ellos? y sobre todo, esa especie de tunantes redomados a quienes su
dinero confiere una autoridad, legal o no, y que piensan que no hay ocasión más
legítima para usarla que cuando la ponen al servicio de sus pasiones... ¡Dios
quiera que me equivoque! Me ha conmovido mucho el comportamiento de Mme. de
Blamont, el corazón de esta respetable madre alberga todas las virtudes y su más
dulce manera de disfrutar es hacer felices a todos los que la rodean.
Estoy preocupado por la salud de Aline, confío en ti, amigo mío, permíteme que
ponga por un momento todas las preocupaciones del amor en las dulces manos de la
amistad.
Para evitar los encuentros y para seguir mejor tus consejos hace ocho días que
no salgo; observaré la misma circunspección hasta el desenlace de todo esto...
Pero ¡cuánto me cuesta no ir a rendir homenaje a la sublime actuación de Mme. de
Blamont, no poder caer a sus pies con Aline, no poder colmarla, junto con esa
hija encantadora, de todas las alabanzas que merece! Descríbele, al menos, mi
estado de ánimo, las molestias y la turbación de estos sucesos me hacen temer
por las dos. Convéncelas de que deben reposarse, al menos durante el periodo de
calma que todo esto os va a dejar y no salgáis a la aventura hasta horas tan
avanzadas. Quizás no le sucedan a Mme. de Blamont aventuras tan agradables como
esta. Digo agradables porque ha sabido encontrar en ella una de esas ocasiones
para hacer el bien que su corazón tanto anhela.
¡Oh! amigo mío, ¡a dónde nos lleva la embriaguez de las pasiones! ¡ah! ¡si
cuando se comienza a ceder a todo, cuando se da el primer paso en su peligrosa
carrera se pudiese sentir con qué rapidez se dará el segundo y que el abismo nos
aguarda en el último! ¡si se pudiese ver la imperceptible filiación de nuestros
errores, cómo todos se encadenan, como nacen todos los unos de los otros, como
la ruptura del freno más pequeño conduce pronto al quebrantamiento de lo más
sagrado! ¿Qué hombre no se estremecería? ¿Quién se atrevería a permitirse la más
ligera desviación cuando de esta primera falta puede nacer un hábito de vencer
cualquier obstáculo, cuyos peligros son tan manifiestos? Quisiera que todos los
hombres, en lugar de esos muebles de fantasía que no producen una sola idea,
tuviesen consigo una especie de árbol en relieve en el que cada rama llevase el
nombre de un vicio y que pudiesen observar que, comenzando por el tropiezo más
leve se llega gradualmente hasta el crimen originado por el olvido de los
deberes más elementales. ¿No es indiscutible la utilidad de semejante cuadro
moral? ¿no es mucho mejor que un Teniers o un Rubens? Adiós, no me hagas esperar
el final de esta aventura, hay demasiados sentimientos de mi alma implicados en
ella como para que no desee ardientemente su desenlace.
CARTA XX
Valcour a Aline
París, 8 de Septiembre
¡Cómo me hubiera gustado recibir una palabra más de Aline en esta última carta
de mi amigo! ¡Si ya es arduo estar separado de vos todo el tiempo cuanto más
cruel se hace esta ausencia cuando me priva del espectáculo de vuestra alma en
el ejercicio de sus virtudes! La actuación de vuestra honorable madre ha hecho
correr mis lágrimas. ¡Ah! qué dulces son las que se derraman por compasión.
Mucho me temo que esa desdichada niña, por cuya suerte resulta imposible no
interesarse, os sujete con lazos más apretados de lo que cabe imaginar; vuestro
cariño los reforzará, os conozco; pero que estas preocupaciones no vayan en
detrimento de vuestra salud, os lo suplico, Aline. Pensad que no os debéis al
amante más apasionado que considera como un favor los cuidados que concedéis a
vuestra persona. No me neguéis esto, ya que me está vedado veros... ¡Veros,
Aline!... ¡Ah! que imperioso es en mí ese deseo cuando una virtud adicional
viene a haceros aún más digna de admiración... Sophie os ama, ¿quién podría
resistir al imperio universal que ejercéis sobre los corazones? La necesidad de
adoraros se hace sentir desde el momento en que se os ve y hay que dejar de ser
o bien ceder al culto que merecéis. Solamente yo me veo privado de rendíroslo...
¡yo, que me atrevería a creerme tan digno si las alabanzas se juzgasen por la
delicadeza del corazón que quiere ofrecerlas! Me parece que veo a Aline... sus
bellas mejillas bañadas de lágrimas, guiando los pasos de su madre asustada y
estrechando contra su pecho a esa personilla cuyos gritos desgarradores penetran
tan profundamente en su alma y la conmueven... La sigo hasta la cama de Sophie,
celosa de los cuidados que se le prodigan, deseosa de dárselos ella misma,
porque Sophie ha sufrido... porque es desgraciada y porque la dulce y la buena
Aline sólo se satisface haciendo el bien... ¡Cómo podría dejar de adorarla!
¿cómo no idolatrar a esta hija celeste mil veces más bella aún por sus virtudes
que por sus atractivos... a esta criatura angelical que parece haber sido creada
por el cielo para ser el hechizo de sus amigos, el refugio del desgraciado y la
delicia de su amante?... ¡Ah! todas las expresiones son pálidas, ninguna refleja
mi sentir... cruel efecto de las pasiones demasiado violentas... Naturaleza
avara de los dones que nos otorgas ¿por qué al inspirarnos un sentimiento tan
vivo nos privas de la facultad de expresarlo y por qué todo lo que inventamos
para describirlo queda siempre tan por debajo de él?
Si el nombre de esos dos aventureros nos engaña... si efectivamente... ¡Me
estremezco ante mis sospechas! me repugnan y no puedo alejarlas de mi mente...
¡Qué! ¿será ese el monstruo que se atreve a pretender a mi Aline? ... ¡él, Dios
mío!... ¡Haría falta que no quedase ya una sola gota de sangre en mis venas para
que tal infamia se consumase!... Hombre vil y bárbaro, ¿cómo has podido mirar a
mi ángel sin que tu corazón se hiciese honrado? ¿cómo puede el libertinaje
mancillar, aunque sólo sea un instante, al individuo que ha podido respirar el
aire que mi Aline purifica? ¿Tú la has visto y los horrores envenenan tu
alma?... ¿Te atreves a aspirar a ella mientras tus manos se hunden en la
infamia? ¿Existen, pues, seres sensibles sobre quienes el amor y la virtud
carecen de influjo?... ¡Ah! yo creía que cerca de los dioses el crimen resultaba
imposible.
El estado de mi corazón es inconcebible... embargado por el temor, o las
sospechas, abocado al más amargo dolor, inquieto por todo lo que sucede,
destrozado por vuestra ausencia... Os he de dejar... lo percibo; mis
pensamientos, mis expresiones, todo llevaría la huella de mi dolor, todo se
resentiría de mi turbación; y no deseo aumentar la vuestra.
CARTA XXI
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 10 de Septiembre
Sophie está ya completamente bien, ayer se levantó y como hacía buen tiempo tomó
el aire un momento en la terraza; había escogido este lugar porque sabía que en
él se encontraba la dueña de la casa y quería que su primer deber fuese un acto
de agradecimiento. Al avistar a estas damas desde lejos, leyendo bajo un
bosquecillo, se precipitó hacia ellas y vino a caer a los pies de Mme. de
Blamont, bañando con sus lágrimas el regazo de su bienhechora, buscando las
palabras y no encontrándolas y llegando a ser más expresiva a través de este
silencio del sentimiento que a través de todas las frases del espíritu. Mme. de
Blamont la levantó, la abrazó con todo su corazón y la hizo sentarse a su lado;
está débil, está pálida, pero este abatimiento no perjudica sus poderosos
atractivos.
– Es más bonita que vos, dijo riendo Mme. de Blamont a su hija...
– ¡Ojalá pueda llegar a ser más feliz! respondió Aline besándola.
Esa noche cenó con nosotros, sus modales, su aspecto y su decencia nos han
encantado a todos. Pero tengo que contarte cosas mucho más interesantes, permite
que dejemos por el momento a Sophie para reanudar la historia de sus
perseguidores.
Era imposible encontrar un momento mejor para seducir a la vieja Dubois y para
desentrañar, a través de ella, todo el nudo de esta infame intriga... Expulsada,
despedida también ella, el despecho y la necesidad la arrojaron a los brazos de
Saint-Paul y, bajo el pretexto de presentarla, como si fuese pariente suya, en
una casa excelente, la condujo fácilmente hasta Vertfeuille; está aquí, pero aún
no ha visto a Sophie. En cuanto a las astucias que ha usado nuestro hombre, voy
a ahorrártelas, bástate saber que han dado resultado; voy a relatarte ahora lo
que hemos descubierto gracias al éxito de esta operación.
Apenas Mirville hubo puesto a Sophie en la puerta cuando llegó Delcour: era el
día de su cena; el primero enfurecido aún, puso a su amigo al corriente de la
operación que acababa de realizar y como su diálogo es bastante curioso voy a
transcribírtelo palabra por palabra de acuerdo con las declaraciones de la vieja
que no perdió una sola sílaba.
El presidente Delcour: ¡Voto a Judas!, amigo mío, esa es una causa mal juzgada,
habéis olvidado los derechos que tengo sobre esa p..., y sólo debisteis
castigarla en mi presencia; os hubiera ayudado de todo corazón. Soy inflexible
sobre los atentados del crimen, ningún lazo me retiene en estos casos y los
derechos de la naturaleza se anulan cuando se han infringido los de la gente.
¿Dónde está?
El financiero Mirville: No creo que haya ido muy lejos... Si quieres darte el
gusto...
Delcour: Sí, por cierto, que corran a buscarla y que le digan que aún ha de
recibir una corrección suplementaria a manos de su padre.
¡Oh! amigo mío, ¿ha habido nunca atrocidades meditadas, combinadas, tan grandes
como estas? La cocinera salió y, de buena fe, busco a Sophie y, aunque esta
estaba en el umbral de la puerta pequeña del jardín, afortunadamente no la
descubrió. Esa fue la causa del ruido que la desdichada oyó en medio de su dolor
y que redobló tan oportunamente su espanto. Como no había visto nada, la
cocinera volvió y dijo que, sin duda, la criminal se había evadido. Una
reflexión súbita asaltó inmediatamente al presidente. Prosigamos con nuestra
manera de reflejar su enérgica conversación:
Delcour: ¿Estás seguro, Mirville, de que Sophie es realmente culpable?
Mirville: La he encontrado con el delincuente, me pareció que era más que
suficiente para legitimar su estupidez.
Delcour: Las apariencias engañan tan a menudo, amigo mío... Las manos de un juez
gotean continuamente con la sangre que las apariencias le hacen derramar.
Afortunadamente, estamos por encima de estas miserias y un ser de menos en el
mundo no supone para nosotros un asunto excesivamente grave. Además, lo que digo
no es para desculpar a Sophie, sino porque me gustaría mucho tener, como tú, un
culpable para castigarlo. Examinemos los hechos y hagamos comparecer a los
testigos; comencemos por interrogar a la Dubois, creo que es cómplice. ¿Hay
pistolas?
Mirville: Sí.
Delcour: Coge una y yo la otra; se trata de asustar, no te imaginarías lo que se
obtiene asustando: te estoy enseñando los secretos de la profesión.
Mirville: ¡Quién los ignora! Pero estas pistolas... amigo mío, están cargadas.
Delcour: Eso es lo que hace falta, y ¿qué importa una cabeza cuando se trata de
conseguir lo que llamamos indicios? Mil víctimas para descubrir a un culpable,
éste es el espíritu de la ley.
Mirville: De la ley, de acuerdo, yo no conozco muy bien la ley y aún menos la
justicia. Yo sigo los dictados de mi corazón y rara vez me engaña. Vas a ver
cómo los golpes de bastón y los correazos que propiné a tu hija, han sido debida
y legítimamente aplicados. Por lo demás si hiciera falta una reparación, ¿qué
podría hacer? esas cosas no se corrigen. ¿Dónde la encontraría, cómo lo
repararía?
Delcour: ¡Oh! pero, en estos casos, digo yo, no procede la reparación. Harás
como nosotros. Nadie ofende como los discípulos de Themis y nadie repara tan
poco como ellos. Has captado mal el sentido de mi discurso; lo que yo me
propongo no es hacer que realices una buena acción, sino procurarme el placer de
realizar una mala. Tu ejemplo me ha tentado... y no conozco nada peor que el
ejemplo; interroguemos, ese es nuestro objeto.
Y la Dubois, que hubiera deseado estar muy lejos, fue convocada al instante,
introducida en una misteriosa habitación que solamente se utilizaba para las
grandes aventuras. Prodigiosamente asustada, como te imaginarás, al sentir los
dos cañones de las pistolas apoyados sobre sus sienes y al verse conminada a
decir la verdad o, de lo contrario, a perder la vida, declaró que Rose era la
única culpable y que ella no había tenido jamás noticia de que Sophie hubiese
cometido falta alguna.
– ¡Voto a tal!, exclamó Mirville, creo que siento remordimientos.
– ¡Pues bien! dijo Delcour furioso, los aplacarás ayudándome a vengarme:
comencemos por decidir la suerte de esta intrigante... Y amenazándola con la
pistola, añadió: No sé qué me contiene...
Ésta protestó en vano su inocencia, los dos amigos le dijeron que después de
semejante conducta, no podían depositar en ella ninguna confianza y que debía
irse esa misma tarde... Y, como ves, antes de castigar a la culpable, como a
buen seguro el castigo no era muy legal, quisieron verse libres de testigos...
Desafortunada circunstancia, ya que nos priva por completo de las consecuencias
de esta funesta aventura y hurta a nuestras miradas atrocidades cuyo
descubrimiento bien pudiera sernos necesario un día. La Dubois devolvió, pues,
sus llaves, cogió sus cosas y salió. Gracias a un afortunado azar se hospedó
cerca del portazgo en una especie de pequeña posada a donde precisamente llegó
nuestro Saint-Paul dos o tres días después. En la casa sólo quedaban la
delincuente y la cocinera. Ésta, interrogada por Saint-Paul la víspera de su
salida para Vertfeuille, dijo que en cuanto la Dubois salió, Rose fue llamada y
acudió. Que cenó muy tranquilamente con los dos amigos y que ella, una vez
servida la cena, se retiró como de costumbre y que no vio nada de particular;
pero que al día siguiente por la mañana, cuando quiso ir a servir el desayuno
según su costumbre vio que todos habían salido sin que hubiese oído nada
diferente a los otros días y sin que encontrase desorden en ninguna de las
habitaciones. Esto rompe nuestro hilo y ya ves que ahora nos resulta imposible
saber de que naturaleza pudo ser la venganza que recayó sobre Rose.
Al día siguiente por la mañana, un lacayo de Mirville vino a pedir a la cocinera
los vestidos y los efectos de la joven; pero fue incapaz de responder a ninguna
de las preguntas que la sirviente le hizo. Seguidamente la casa fue cerrada por
el hombre de Mirville, que dijo a su camarada que podía estar tranquila, que un
viaje que esos señores iban a realizar al campo iba a interrumpir sus cenas, al
menos durante un mes... Solamente podemos, pues, hacer conjeturas sobre la
suerte de la desgraciada compañera de Sophie. La viva imaginación de Mme. de
Blamont ha forjado enseguida las más siniestras. Las de la Dubois, que yo adopto
por encontrarlas más naturales, son que el presidente ha hecho encerrar a Rose,
tal y como le había amenazado para el caso en que se viese obligado a ello en
virtud de sus desmanes. Esto es, amigo mío, todo lo que hemos podido averiguar
por esta parte... Veamos ahora el resto.
Ya no hay dudas, mi querido Valcour, sobre la personalidad de nuestros dos
desconocidos; la Dubois, engañada por Saint-Paul y sin saber a quien estaba
hablando, dijo a Mme. de Blamont
– El que se hace llamar Delcour, señora, es el presidente de Blamont, que tiene
una de las mujeres más amables de París; el otro es un tal señor Dolbourg,
financiero riquísimo y amigo suyo desde hace treinta años y que va a casarse con
su hija. Estos señores vivieron primero, con dos famosas cortesanas, continuó
nuestra dueña, de las que quizás la señora haya oído hablar.
– ¿Las Valville?
– Si, señora, dos hermanas; uno tenía a la mayor y el otro a la menor, casi al
mismo tiempo tuvieron ambos una hija de sus amantes; pero la de M. de Blamont
murió al cabo de ocho días; el presidente ocultó la muerte a su amigo y le
enseñó otra niña de la misma edad que la que acababa de perder ya que la llevó
al pueblo de Berseuil en donde hizo que la criasen.
– ¡Qué! interrumpió Mme. de Blamont sumamente turbada, ¿y esa niña de Berseuil
no será la de la Valville?
– No, señora, respondió la Dubois, la niña de la Valville murió con toda
seguridad y la que fue llevada a Berseuil era una hija legítima que el señor
presidente había tenido de su mujer y que habían mandado criar en
Pré-Saint-Gervais. Al retirarla él mismo de este pueblo, entregó cincuenta
luises a la nodriza a fin de que propalase la muerte de esa criatura, que, según
decía, quería sustraer por razones secretas a su madre; y se fingió enterrar una
niña en la parroquia de Pré-Saint-Gervais.
– ¡Santo cielo! exclamó Mme. de Blamont que no podía contenerse ya,
efectivamente yo perdí una hija en aquella época; y se estaba criando en el
mismo sitio que decís... ¿Será posible? ¡Sophie!... ¡Mi querido Déterville!...
¡qué multitud de crímenes!... ¿qué objeto podría perseguir?
En este momento la Dubois se dio cuenta de quién era la dueña de la casa y cayó
a los pies de Mme. de Blamont suplicándole compasión...
– Tranquilizaos, le dijo esa desdichada esposa..., estáis a salvo; pero no me
ocultéis nada; no os abandonaré jamás. Y entonces esa mujer continuó y a través
de sus respuestas supimos que ambos amigos, al nacer hijas que habían tenido de
sus amantes se habían prometido mutuamente utilizar a esas niñas para reemplazar
a sus antiguas sultanas y prostituírselas recíprocamente en cuanto hubiesen
alcanzado la edad núbil; pero el presidente, al ver que se desvanecían sus
derechos sobre la hija de Dolbourg con la muerte de la suya, había decidido
silenciar esa muerte y sustituir a la pequeña bastarda por una hija legítima ya
que era lo bastante afortunado como para tener una en ese momento. Esa era la
historia de Sophie; ésta era la causa que explicaba su asombrosa semejanza con
Aline; así verás que el poco delicado Dolbourg, gracias a las diabólicas
maquinaciones del presidente, hubiera tenido, si todo sale bien, a una de las
hijas de Mme. de Blamont como amante y a la otra como mujer. Por añadidura,
puedes reconocer aquí el alma tierna y delicada del querido presidente que,
aunque estaba persuadido de que Sophie era su hija legítima, ríe y se divierte
con su pérdida, con los malos tratos que ha recibido y se ofrece incluso, con
una barbarie atroz, a hacerla víctima de nuevos tormentos. Si hay en este mundo
rasgos que dibujen mejor el carácter abominable... si los conoces, te ruego que
me lo digas a fin de que los reserve para describir al primer malvado que haya
de pintar... Esta es, no obstante, la conducta de todos aquellos que deshonran,
encarcelan, torturan y atormentan a los desdichados... culpables de algunas
debilidades, sin duda, ¡pero la vida de diez de estos desdichados no mostraría
semejantes refinamientos en el crimen y en la infamia!
La Dubois añadió que sus dos amos tienen otra casa de placer, parecida a la de
Gobelinos, en la parte de Montmartre, en ella se reunían para almorzar tres
veces por semana al igual que lo hacían en la otra para las tres cenas; como no
había sido introducida en este segundo nido no estaba muy al corriente de las
orgías que en el celebraban; pero a grandes rasgos sabía que todo era más
indecente y más abundante que en la casa que ella regentaba.
– Allí tienen, dijo, un serrallo compuesto por doce jovencitas de las que la
mayor no tendrá más de quince años y las renovaban a razón de una cada mes.
Las sumas que gastan en esto, dice la vieja, son enormes y, por muy ricos que
sean, no comprende como no han disipado ya toda su fortuna.
Puedes imaginar el estado en que se encuentra Mme. de Blamont. No obstante,
había que tomar una decisión respecto a esta mujer; no podía permitir que se
quedase ni que Sophie la viese; le propuso que buscase una casa en Orléans y
que, mientras la encontraba, le indemnizaría todos los gastos con una
gratificación de veinticinco luises que le pagaría en el acto. La Dubois,
encantada, colmó a Mme. de Blamont con expresiones de gratitud. Saint-Paul salió
esa misma tarde para llevarla a Orléans, en donde se colocó poco tiempo después.
Creo que supondrás, mi querido Valcour, quien iba a ser el objeto de los
primeros arrebatos de Mme. de Blamont: apenas hubo concluido con los asuntos de
la Dubois cuando ardía ya en deseos de verse cerca de Sophie...
– ¡Oh, tú, cuya muerte me costó tantas lágrimas, exclamó precipitándose a los
brazos de esta atractiva criatura... ¡me has sido devuelta! mi querida hija... y
¡en qué estado, Dios mío!
– ¿Vos mi madre?... ¡Oh, señora! ¿es eso cierto?
– Aline, comparte mi alegría... besa a tu hermana... el cielo me la devuelve...
me fue arrebatada de la cuna... ¿por quién? Nada hay que pueda expresar lo que
siento.
Amigo mío, renuncio a describirte la situación... era sumamente emocionante.
Mme. de Senneval, Eugénie y yo mezclamos nuestras lágrimas a las de esta
encantadora familia y el resto del día lo dedicamos a disfrutar de este
inesperado acontecimiento que proporcionó regocijo a una madre tan dulce.
Inmediatamente hice observar a Mme. de Blamont las armas que este acontecimiento
nos proporcionaba contra las odiosas e ilegítimas pretensiones del presidente;
ella asintió, pero al mismo tiempo vio que nuestras gestiones exigían el
misterio y los más delicados preparativos... ¿Quién podía impedir a M. de
Blamont afirmar que todo esto no era más que una patraña? ¿Reconocería a Sophie
como hija legítima? ¿era siquiera probable que diese muestras de conocerla? ¿Qué
pruebas tendría entonces Mme. de Blamont para convencerle? La muerte de su
hijita, bautizada con el nombre de Claire, había sido comprobada. M. de Blamont
había conseguido un testimonio del cura; la nodriza, que se había prestado a
todo, había colocado con toda probabilidad un tronco, en lugar de la niña, en el
ataúd que se había enterrado; mientras tanto, Claire, bajo el nombre de Sophie,
había sido transportada a casa de Isabeau por el mismo presidente... Y además,
¿podríamos encontrar a la nodriza de Pré-Saint-Gervais? ¿Suponiendo que la
encontrásemos, confesaría su crimen? Todo esto multiplicaba las dificultades,
hacía tambalearse los derechos de Mme. de Blamont; porque si Claire, a quien
continuábamos dando el nombre de Sophie, no suponía para ella un arma poderosa
contra su esposo, éste, invirtiendo los términos, se encontraba en posición de
superioridad respecto a su mujer; desde ese momento Sophie no sería ya más que
una desdichada bastarda que había recibido todos los cuidados que le
correspondían y que había sido seducida por Mme. de Blamont y llevada a su casa
para que le sirviese de pretexto para perjudicar a su marido y para privarle del
derecho que él, con razón, pretendía tener sobre Aline y del que quería hacer
uso para entregársela a su amigo. Todo lo que no favorecía ya a Mme. de Blamont
se ponía inmediatamente en su contra. Todas esas consideraciones la
impresionaron; su primera idea fue respetar lo convenido con Isabeau, imaginando
que esa pobre desgraciada sería más afortunada si permanecía oculta que si se
quedaba en su casa.
Pero yo me opuse a esa manera de abordar las cosas e hice observar a Mme. de
Blamont que, si el presidente deseaba investigar sobre Sophie comenzaría sin
duda por el pueblo de Berseuil y que además, aislándola en esa oscura aldea y en
un estado tan inferior al que le correspondía, le resultaría casi imposible
servirse de ella decentemente y con eficacia para rechazar las indignas
pretensiones de M. Dolbourg: Convinimos, pues, que lo mejor sería que se quedase
con nosotros; que debíamos conseguir informaciones más seguras sobre la antigua
nodriza de Sophie y que había que forzar a esta criatura a confesar su crimen.
Esto no era seguro ni fácil, de acuerdo, pero era no obstante la única solución
adecuada a las circunstancias... De acuerdo con todo esto te encargamos a ti
esta importante investigación; no dejes de hacer nada que permita que la
realices con tanta celeridad como exactitud. La antigua nodriza de Claire vivía
en Pré-Saint-Gervais, el pueblo no es muy grande y las investigaciones serán
fáciles; fue allí donde Sophie pasó las tres primeras semanas de su vida, en
casa de una aldeana llamada Claudine Dupuis y en esa parroquia fue donde se
celebraron los funerales; de ese pueblo salió el presidente la noche del 15 de
Agosto de 1762 llevando a una niña pequeña en una cunita verde en la parte
delantera de un coche gris sin lacayos. Esto es todo lo necesario, mi querido
Valcour, para dirigir tus informaciones; actúa inmediatamente y prescinde de
cualquier tipo de reflexiones por tu parte. Piensa que no estás actuando contra
Blamont ni contra Dolbourg, sino únicamente en favor de una madre desolada que
te adora y que solamente puede confiarte a ti estos trabajos; no hay delicadeza
alguna que pueda detenerte en estas circunstancias. Si encuentras a la mujer que
buscamos creemos que es conveniente que emplees métodos de extremada suavidad
para hacerla confesar lo que hizo, y que intentes que te reconozca delante de
algunos testigos. Si se niega a confesar será necesario ponerla en manos de la
justicia, ya que toda consideración debe ceder ante la importancia de comprobar
la legitimidad de Sophie; no hay recurso que no deba emplearse para alcanzar el
éxito ya que del reconocimiento de esta legitimidad penden todas nuestras
esperanzas y que, probando por una parte esta legitimidad y, por otra, el
comercio de Dolbourg con esta muchacha, conseguiremos destruir todos los
proyectos que tiene para perjudicarte. Adiós, acelera tus gestiones, infórmanos
y cuenta siempre con la exactitud de nuestros cuidados.
CARTA XXII
Aline a Valcour
Vertfeuille, 15 de Septiembre
Solamente os escribo unas palabras y ¡Dios sabe la agitación que me embarga!
Ayer por la tarde todo estaba tranquilo... esperábamos noticias vuestras; Sophie
estaba cada día mejor; yo me encontraba entre la mejor de las madres y esta
hermana querida e infortunada a quien amo con pasión; a ambas las colmaba de
caricias. Esta pobre Sophie, consolada de todos sus males, feliz por su nueva
situación, mezclaba sus lágrimas con las nuestras; Eugénie, Déterville y Mme. de
Senneval leían en el otro extremo del salón, dejando que de vez en cuando sus
miradas cayesen emocionadas sobre el cuadro que les ofrecíamos; de repente Mme.
de Senneval, que estaba cerca de una ventana que daba al patio, dejo su libro y
exclamó asustada:
– Oigo un coche.
Escuchamos, no se equivocaba... Mi madre se apresuró a esconder a Sophie en la
habitación de una de sus doncellas; apenas hubo bajado cuando una silla de
postas entró efectivamente; trajeron antorchas... Amigo mío, era mi padre... era
el cruel Dolbourg... Mi mano tiembla al trazar estos nombres... se han
presentado a pesar de su promesa. ¿Por qué motivo? ¿saben que tenemos a Sophie?
¿qué es lo que quieren?... ¿qué exigen? Toda mi sangre se trastorna... Sólo
tengo fuerzas para besaros y para entregar este billete a Déterville que se
encargará de que lo recibáis.
Post scriptum de Déterville
Lo envío con la diligencia, porque los postillones que han traído hasta aquí a
estos malvados van a encargarse de hacerlo pasar de mano en mano de forma que lo
recibirás tres días antes. No temas nada, actúa; prefiero que estén aquí a que
estén en París durante tus operaciones: de momento no hay caras largas y sólo
percibo honestidad y decencia. Mme. de Blamont se encuentra en un estado
horrible... pretexta una jaqueca. Mme. de Senneval, Eugénie y yo estamos
preparados para todo, nos ocupamos de todo. Voy a reanudar el diario, sabrás
todo lo que suceda minuto a minuto.
¡Santo cielo! si los hombres supieran al entrar en la vida las penas que les
esperan y si de ellos dependiese volver a la nada, no habría uno sólo que
quisiera emprender esta carrera.
CARTA XXIII
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 20 de Septiembre
¡Oh Valcour! ¿hay un punto en donde el vicio, confundido, se detiene? ¿Existe un
medio para adivinar en los ojos del hombre corrompido si lo que dice, si lo que
hace, emana verdaderamente de su corazón o si sus acciones y sus discursos
proceden exclusivamente de su falsedad? ¿Qué procedimientos pueden, en pocas
palabras, darnos la clave del alma de un malvado y cómo, habituado, como lo está
a fingir, puede distinguirse cuando engaña o no? Me resulta verdaderamente
imposible asegurarte que haya nada cierto sobre las consecuencias de lo que he
de decirte hasta que hayamos solucionado este problema; yo contaré y tú
combinarás.
El catorce por la tarde nuestros viajeros fatigados se limitaron a algunas vagas
cortesías, algunas noticias, la cena y la cama. Por nuestra parte, el billete
que te escribimos, temores y una noche sin sueño... La virtud se atormenta y se
agita allí donde el vicio reposa seguro.
El quince por la mañana el presidente llevó a su amigo a la habitación de Aline;
ésta se había levantado temprano para venir a deslizar bajo mi puerta, como
habíamos convenido la víspera, el billete al que yo añadí algunas palabras; pero
se había vuelto a acostar.
Extremadamente sorprendida por una visita tan matinal, respondió a su padre que
le preguntaba si ya era de día, que lamentaba mucho no poderle abrir, pero que
nadie había entrado hasta entonces en su habitación. El presidente, poco
escrupuloso, insistió...
– Cuando se trata de recibir a un padre y a un esposo, dijo a través de la
puerta, no se debe andar con tantos miramientos: abrid, Aline y no temáis.
– Es cierto que no puedo, estoy en la cama.
– Qué importa, habéis de abrir, hija mía, o me enfadaré.
Pero la prudente Aline no pudo oír esta última frase; envuelta en un salto de
cama se había evadido con presteza por la pequeña escalera que comunica su
cuarto con la habitación de Mme. de Blamont, y estaba ya sumamente alarmada a
los pies de la cama de su madre, cuando el presidente, poco acostumbrado a la
resistencia frente a sus deseos, declaró que si no se le abría al instante
derribaría la puerta... Ya estaba resuelto a ello cuando una doncella que le
había sido enviada con rapidez, le propuso pasar a la habitación de su mujer en
donde iban a servir el desayuno.
Desgraciadamente he de representar a dos libertinos; es, pues, necesario que te
prepares a leer detalles obscenos y que me perdones por referirlos. Ignoro el
arte de pintar sin color; cuando el vicio cae bajo mis pinceles lo esbozo con
todas sus tintas, y si éstas desagradan, mejor; presentarlo bajo una luz hermosa
es el medio de hacer que se le ame y esto no entra en mis proyectos.
La embajadora era bonita, muy blanca, con ojos muy vivos, nueva en la casa y
había sido enviada porque fue la primera que se presentó. El presidente la cogió
de la mano y, como la puerta del cuarto que ocupaba se encontraba un poco
alejada empujó hasta allí a la muchacha, seguido de Dolbourg, y se dispuso a
encerrarse cuando la ágil criada, adivinando sus intenciones, se escapó y fue a
reunirse con su ama. No tardaron en seguirla sus dos asaltantes; creyeron
prudente aparecer enseguida a fin de que las quejas de quien se les había
escapado fuesen tomadas a broma.
Libre ya de sus enemigos, Aline había subido de nuevo a su cuarto; gracias a lo
cual estos señores sólo encontraron a la presidenta.
– Vuestras mujeres son auténticas Lucrecias, señora, dijo Blamont al entrar, en
verdad que son estas virtudes romanas. Yo imaginaba... Ya sabéis que yo doy poca
importancia a esas pamplinas; cuando, con todos los riesgos de aburrimiento que
entraña el campo, uno se atreve a sacar a un amigo de la ciudad, es preciso
entretenerle... ¿Cuanto tiempo hace que tenéis a esa orgullosa vestal?... (y
ella estaba presente). Está muy bien... ¿Qué edad tenéis, señorita?
– Diecinueve años, señor.
– No está mal, en verdad; me gustan sus ojos, dicen toda clase de cosas.
Y Mme. de Blamont, confusa:
– Salid, salid, Augustine, ¿no veis que el señor se está burlando de vos?
– Pero, señora, vuestro rigor es excesivo... hacéis que parezca un crimen el
homenaje rendido a la belleza.
– Eso no significa que yo sea severa... ¡Y bien! ¿No os sentáis?... mi hija va a
bajar... la habéis despertado... ¡menudo susto!... ha venido corriendo hacia
mí... Yo me he reído de sus temores y la he enviado a vestirse.
– ¿Vestirse? ¡qué extravagancia! ¿es que hay que vestirse para un padre?...
¿desde cuándo tantos miramientos estando en el campo?
– La honradez está de moda en todas partes.
– Tenéis razón, señora, dijo Dolbourg... Perdonad, pero si creyese a vuestro
marido, a veces ¡me haría hacer unas cosas!...
– ¡Oh! esto merece que me siente, dijo el presidente, dejándose caer en una
butaca... si, voy a sentarme, Dolbourg va a predicar y hace ya tiempo que tengo
curiosidad por oír el sermón de un recaudador de impuestos... Vamos, prosigue,
Dolbourg, te escucho; analízanos un poco, te lo ruego, las virtudes cívicas y
las virtudes morales... sí, que haya mucha virtud en tu discurso; ¡es asombroso
lo que me gusta la virtud!
– ¿Preferís tomar el desayuno aquí o pasar al salón? interrumpió la presidenta.
– Iremos a donde os plazca... ¿Dónde está mi hija?
– Está terminando de vestirse y acudirá a donde se le diga que estamos.
– Pues decidle, os lo ruego, que cuando vaya a verla por la mañana con mi amigo,
no quiero que se haga la mojigata...
– Pero hay cosas que la decencia...
– ¡Decencia!... ¡ya salió la palabra que las mujeres siempre tienen en los
labios! hace ya mucho tiempo que intento penetrar la significación de esta
palabra bárbara sin haberlo conseguido; confieso que en vuestra opinión, los
salvajes deben ser bien indecentes; porque siempre van desnudos y podéis estar
perfectamente segura de que entre los Californianos o entre los Ostiagos cuando
un padre quiere ver a su hija por la mañana ésta no le cierra la puerta bajo el
ridículo pretexto de que está en camisón.
– Señor, respondió Mme. de Blamont, con tanta amabilidad como modestia, la
decencia no es ideal, puede ser arbitraria; puede ser relativa según los
diferentes climas, pero su existencia no es por ello menos real; es hija del
sentido común y de la prudencia, debe regir nuestras acciones de acuerdo con
nuestras costumbres y con nuestros sentimientos y si en Francia la moda fuese ir
como en el Paraguay, la decencia, al servicio de otros deberes más esenciales no
dejaría por ello de ser respetada.
– ¡Oh! os digo que hay países en donde no existe nada de lo que decís, en donde
vuestros deberes son quimeras y vuestros crímenes excelentes acciones.
– Basta este razonamiento para condenaros, porque, a fin de cuentas, sean cuales
fueren los vicios de ese pueblo del que habláis, ¿admitís cuando menos que
existen? y esos vicios, cualesquiera que sean, los evita y los castiga: he aquí,
pues, un freno reconocido en razón de la clase de clima o de gobierno. Y,
¿habiendo nacido en éste, por qué no aceptar igualmente sus principios?
– Pero nada de eso es cierto.
– No, para quien está ciego; pero os digo que, por lo que a mí respecta, no
tengo necesidad de argumentos ni de disertaciones para convencerme del verdadero
carácter de una cosa y para entregarme a ella si está bien o para detestarla si
está mal.
– ¿Y cuál es esa guía infalible?
– Mi corazón.
– No hay órgano más mentiroso, cada cual puede hacer de su corazón lo que quiera
y os aseguro que a fuerza de sofocar su voz pronto se consigue extinguirla.
– Esto supone, cuando menos, un instante en que se la ha oído aún sin quererlo.
– De acuerdo.
– Luego se ha sido virtuoso cuando esa voz se dejaba oír y se ha dejado de serlo
a partir del momento en que se intenta sofocarla. El bien y el mal tienen, pues,
diferencias bien acusadas que vos mismo definís esforzándoos en suprimirlas.
Dolbourg: Me parece que tenéis razón, señora, es muy cierto que el vicio es una
cosa que... y además, siempre lo he dicho, nada como la virtud...
El presidente, entre risotadas: ¡Ah! a fe mía, si el lógico Dolbourg interviene,
estoy vencido; vamos, señora, salvémonos; os temo demasiado aliada a semejante
campeón; vayamos a desayunar: decid a Aline que baje.
Todo el mundo se reunió en el salón. Aline, confusa, apareció; el presidente le
dijo unas cuantas frases agrias a propósito de la historia de la mañana que
terminaron por ruborizarla y gracias a la habilidad de Mme. de Senneval, la
conversación paso a otros temas.
Durante el almuerzo M. de Blamont obligó a su hija a colocarse entre Dolbourg y
él y le repitió a menudo:
– Señorita, habéis de ser cortés con mi amigo, ambos habéis nacido para
conoceros pronto más íntimamente.
No fue una tarea fácil para mi suegra y para mí interrumpir a cada instante la
conversación y volver a introducirla dentro de los límites de la decencia de
donde el presidente, más que Dolbourg, se empeñaba en sacarla una y otra vez.
Al retirarse el presidente dijo a su hija que debía estar sola al día siguiente
por la mañana en su habitación porque tenía algo que decirle que solamente podía
ser oído por Dolbourg. Ante esta orden las damas se unieron para combatirla.
- En verdad, señor, dijo Mme. de Senneval, he estado casada durante dieciséis
años y jamás mi marido ha deseado hablar con mi hija sin mí; sean cuales fueren
los lazos que una muchacha pueda tener con los hombres, no es decente que los
reciba sola; y aunque os enfadéis siempre me oiréis decir, señor, que no hay
nada más deshonesto que la orden que dais ahora a vuestra hija y que, si yo
fuera Mme. de Blamont, a buen seguro que no lo toleraría.
– Hace veinte años, señora, respondió el presidente con acritud, Mme. de Blamont
hace lo que yo quiero; yo lo manifiesto y ella me satisface. Se siente tan bien
así, dentro de esta correspondencia que quizás le sentase mal el procedimiento
contrario. Nunca he querido saber lo que M. de Senneval hace en vuestra casa;
aceptad, pues, que ruegue a su respetable esposa que no se meta en nada de lo
que suceda en la mía.
Mme. de Senneval,, que, como tú sabes no es ni muy suave, ni muy sufrida, quiso
replicar, pero Mme. de Blamont, que preveía una escena que deseaba evitar, dijo,
mientras llamaba a la servidumbre para que trajesen luz.
– Aline, habéis oído las órdenes de vuestro padre, esperadle mañana por la
mañana levantada en vuestro cuarto a la hora en que le plazca pasar.
El día dieciséis, a las ocho de la mañana, ambos amigos se presentaron
efectivamente en la puerta de Aline; estaba levantada; estaba vestida.
¿Reconoces en esto, amigo mío, el pudor y la timidez de esta encantadora
muchacha?... no se había acostado... ¡Hombres odiosos! ¡hasta qué punto habéis
llegado a ser despreciables en el seno de vuestra propia familia ya que la
desconfianza que inspiráis induce a semejantes precauciones!
– ¿Levantada ya? dijo M. de Blamont.
– Vuestras órdenes son leyes para mí.
– Os pregunto que por qué estáis ya levantada.
– ¿No me dijisteis que M. Dolbourg...?
Dolbourg: ¡Oh! por mí, señorita, no valía la pena molestarse...
M. de Blamont: Le hubiera gustado tanto encontraros en la cama como levantada.
¿No va a veros en ella dentro de poco?
Aline: Había imaginado, padre mío, que teníais algo que decirme.
– ¡Cómo está hecha! dijo M. de Blamont, rodeando con sus dos manos el talle de
Aline, ¿has visto jamás proporciones semejantes? ¡Cómo! ¿Lleváis un corsé
estando en el campo?
– Lo llevo siempre.
– Pero este pañuelo, prosiguió Blamont lanzando con una mano la prenda sobre la
cama y sujetando a su hija con la otra, este pañuelo nos lo vais a dispensar.
Y Aline, confusa y desolada, cruzando sus manos sobre su pecho:
– ¡Oh! padre mío, ¿era esto lo que teníais que decirme?
– Permitidme, señorita, dijo Dolbourg separando una de las manos con que Aline
trataba de ocultar lo que su padre acababa de descubrir... permitidme, a vuestro
padre le complace que yo mire todo esto como algo mío y es lo bastante juicioso
como para no concluir un trato antes de que me haya cerciorado de que no hay
fraude... Estas tonterías se ven sin dificultad... bien, si fuese así... pero
esto... vemos tantas...
– ¡Oh, señor, a vos os debo la vida! exclamo Aline escapándose con presteza, no
imaginéis que mi respeto y mi obediencia llegan hasta el punto de traicionar mi
deber y ya que vos olvidáis el vuestro hasta el extremo, me siento autorizada a
desoír sentimientos que os negáis a merecer.
Tarda más el rayo en preceder al trueno que lo que tardó esta dulce y honrada
criatura en precipitarse a la alcoba de su madre. Llegó a ella anegada en
llanto, se lanzó a los pies de esa madre adorable; le suplicó que la llevase a
un convento, le dijo que la desesperación la cegaba, que no respondía de sí
misma y después de algunas palabras de consuelo, Mme. de Blamont, habiéndola
dejado al cuidado de Eugénie y de Mme. de Senneval, fue a reunirse con su
marido.
Su papel en todo esto resultaba tanto más difícil por el temor que sentía por
Sophie; aun no se había resuelto a tomar partido, aunque presentía el objeto del
viaje. Sin embargo, no se atrevía a informarse y esperaba que su esposo se
explicase en primer lugar. Su natural timidez, las circunstancias, todo la
obligaba a obrar con tiento. Se contuvo, pues, y, al encontrar confundidos a los
dos amigos como consecuencia de la súbita huida de Aline, le preguntó
amablemente a M. de Blamont que había hecho a su hija que la hacia derramar tan
copiosas lágrimas. Blamont, un poco confuso por su parte, y considerando que aún
no había llegado el momento de hablar, sonrió, bromeó y dijo que su hija se
había asustado de una caricia completamente inocente que Dolbourg había querido
hacerle. Todo se aplacó; Augustine, que vino a anunciar que el desayuno estaba
servido, desvió la atención y el presidente rogó a su mujer que tranquilizase a
Aline y que le dijese que podía presentarse, que ya no habría nada que pudiera
hacerla enfadar. Mme. de Blamont se retiró y Augustine, que estaba arreglando
algo, se vio gracias a ello a solas con nuestros dos héroes. Los detalles de
esta segunda escena no llegaron a nuestros oídos, pero sus consecuencias son
suficientemente elocuentes. Augustine, fascinada por el oro, fue, sin duda menos
cruel que la víspera. Lo cierto es que estos señores no aparecieron para
desayunar, que no volvimos a ver a Augustine durante todo el día y que
desapareció al día siguiente. Hay cosas muy desagradables que, en determinadas
circunstancias, son bienvenidas, este suceso es una de ellas. Al menos logró
aplacar a nuestros libertinos y todo el resto del día fue tranquilo.
Pero el diecisiete por la mañana, tan pronto como se supo que Augustine se había
ido, la inquietud de Mme. de Blamont creció considerablemente; podía haber
hablado de Sophie; aunque no se le hubiese contado a ella, conocía de la
historia todo aquello que no había podido ocultarse en la casa; ¿no sería esto
excesivo si había sido indiscreta? Sumida en esta horrible perplejidad la
presidenta se decidió a preguntar a su marido qué podía haber hecho a esa
muchacha y cuál era la causa de su evasión. Incluso le hostigó un poco para
descubrir si había algo sobre sus temores y le convencieron de que su doncella
había sido corrompida y que la desdichada había ido a París a esperar los
efectos de la liberalidad de sus seductores y las nuevas pruebas de su fantasía
hacia ella.
Durante todo el día anterior y gran parte del presente había habido una sensible
confusión entre padre e hija. Ésta había deseado ardientemente permanecer en su
habitación, conseguimos que renunciase a este proyecto y se había presentado
como de costumbre limitándose a ruborizarse ligeramente.
Durante la jornada del diecisiete el presidente, que seguía afanándose en
quedarse a solas con Dolbourg y Aline, propuso un paseo por el bosque al que se
opuso toda la concurrencia cuando percibimos que, gracias al arte con que había
dispuesto los recorridos y los coches, Aline, en lo más espeso del bosque iba a
verse a merced de sus dos perseguidores. Al contemplar el fracaso de sus planes
el presidente dijo que quería ir a recorrer los bosques solo con su amigo; este
último proyecto se ejecutó y ya no les vimos hasta la cena. Nosotros no nos
habíamos movido del palacio durante esta ausencia y yo había logrado convencer a
Mme. de Blamont a romper el hielo; el asunto era penoso, pero se hacía necesaria
una explicación; como el presidente no decía nada, podía albergar secretamente
el proyecto de llevarse a su hija; no bastaba con limitarnos a estudiar su
conducta, había que desvelar sus designios. Decidí, pues, una aclaración para el
día siguiente por la mañana sin falta y preparé todo con la intención de
conferir a la escena el patetismo que juzgaba necesario con el fin de conmover,
si ello era posible, los resortes de ese alma marchita. Ya es hora de describir
detalladamente este acontecimiento que tuvo lugar en el segundo salón en cuyo
lado izquierdo hay un pequeño gabinete para escribir en el que había hecho que
se escondiese Sophie que ya estaba prevenida. Una vez que hubimos tomado el
chocolate nos dirigimos al salón del que lo he hablado y Mme. de Blamont comenzó
así:
– Concededme, señor, que me proporcionáis, si fuera malvada, muy justos motivos
para quejarme de vuestra conducta.
M. de Blamont: ¿De qué habláis?
Mme. de Blamont: ¿Qué significa este rapto? ¿No merece mayor respeto el asilo de
vuestra familia?
M. de Blamont: ¡Vaya! ya ves, Dolbourg, las amonestaciones que recibo por tu
culpa, todo lo he hecho por ti y mira como me riñen como si yo fuese el
delincuente.
M. Dolbourg: ¿Me hubiera atrevido yo a incurrir en semejante ofensa si tú no
compartieras mi culpabilidad?
Mme. de Blamont: ¡Oh! es una pérdida que no me entristece en absoluto.
Mme. de Senneval: Las desordenadas costumbres de esa criatura no han debido
daros la oportunidad de lamentar su pérdida... ¡Dos hombres casados!
M. de Blamont: Poco importa el sacramento en este caso; no digo que, tomándolo
como es debido, no pueda exaltar a veces la mente, pero, en verdad, que no la
calma jamás. Además Dolbourg no está ya sujeto por ningún lazo, es el más feliz
de los hombres, está ya en su tercera viudedad.
Mme. de Senneval: Creía que estaba casado.
M. de Blamont: Creo que dentro de cuatro días eso dejará de ser una mera
presunción.
Mme. de Blamont: ¿Acaso intentáis contraer nuevos lazos?
M. de Blamont: ¡Menuda ignorancia! ¿se debe al misterio o quizás a la falsedad?
Mme. de Blamont: Será lo que vos queráis, pero no conozco nada tan simple como
ignorar los propósitos de las personas que apenas si se conocen.
M. de Blamont: Ya habrá tiempo para conocerse y en cuanto al interés que debéis
tomaros en ello, me cuesta concebir que lo ocultéis después de lo que sabéis
sobre este asunto.
Mme. de Blamont: Hay cosas que se pueden repetir cien veces sin que se lleguen a
comprender jamás.
M. de Blamont: De acuerdo, pero cuando suceden, al menos no se puede alegar
ignorancia.
Mme. de Blamont: Me confundís en lugar de explicarme. Quería una solución y me
proponéis un enigma.
M. de Blamont: ¡Ah! ¡Vive Dios! estoy dispuesto a daros la clave de éste.
Mme. de Senneval: Nos encantará escucharla.
M. de Blamont: Pues bien, se trata de que voy a entregar mi hija a este
caballero, he ahí todo el misterio.
Aline: ¿Padre, habéis decidido sacrificarme de esa forma?
M. de Blamont: He decidido haceros feliz y conozco lo bastante el carácter de
este caballero como para estar seguro de que tiene todo cuanto hace falta para
conseguirlo.
Mme. de Blamont: Pero en un asunto como este, ¿quién puede juzgar mejor que ella
misma? Si os asegura que a pesar de todas las cualidades del señor Dolbourg le
resulta imposible alcanzar la felicidad con él, ¿que objeción podríais hacerle?
M. de Blamont: Que lo que no llega un día llegará otro. No se trata de saber si
mi hija debe creerse feliz en el matrimonio que le propongo, se trata solamente
de aceptar que el hombre que le destino tiene todo lo necesario para hacerla
dichosa.
Mme. de Blamont: ¡Oh! señor, ¿cómo podéis razonar así?
M. de Blamont: ¿Qué pretendéis que haga ante sus caprichos si tengo la intención
de no ceder ante ellos?
Mme. de Blamont: No afirméis, pues, que deseáis la felicidad de vuestra hija.
M. de Blamont: Dado el actual estado de nuestras costumbres una muchacha que
dice que teme no encontrar la felicidad en los lazos del himeneo me hace reír.
¿Quién la obliga a buscarla ahí? Un esposo de la edad de mi amigo sólo pide
algunas consideraciones... algunas asiduidades... algunas observaciones de la
práctica y si, una vez satisfechas estas nimiedades, la mujer piensa que puede
encontrar algo mejor... ¡pues bien! cierra los ojos. ¿Qué hombre sería lo
bastante tirano como para escandalizarse al ver que su mujer va a buscar un bien
que él no puede proporcionarle?
Mme. de Blamont: Si las costumbres son depravadas, ¿creéis que lo son todas las
mujeres?
M. de Blamont: Esta depravación es solamente ideal, el delito solamente afecta
al marido y queda anulado desde el momento en que éste lo tolera o lo niega.
Desde el momento en que él no se opone a nada a cambio de ciertas condiciones
puramente físicas, ¿cuál puede ser el crimen de la mujer?
Mme. de Senneval: Yo tendría en bien poca estima al esposo que hiciese conmigo
ese tipo de arreglos.
M. de Blamont: La estima... la estima, ese es otro de esos sentimientos
quiméricos que no concuerdan con mi filosofía. ¿Qué es la estima?... La
aprobación de los tontos concedida a los seguidores de sus pequeños y ruines
prejuicios... tiránicamente negada al hombre genial que los censura. Decidme, os
lo ruego, cómo pretendéis que alguien pueda estar deseoso de merecer semejante
sentimiento. Por lo que a mí respecta, no os lo oculto, el hombre de mundo que
prefiero es aquel a quien menos se estima y siempre le supondré más ingenio que
a todos los demás... No, no, ese fantasma no es el que hace la felicidad. Jamás
el hombre prudente fundamenta la suya en lo que los demás le pueden dar y le
pueden quitar al más ligero movimiento de sus caprichos; solamente la basa en sí
mismo, en sus opiniones, sus gustos, e ignora toda consideración ulterior.
Dejemos todos esos goces ilusorios. Creedme, un marido rico, amable,
complaciente, que nunca exige más que lo que se le puede dar, que disculpa todo
lo metafísico, ese es un hombre que puede hacer feliz a una mujer: si él no lo
consiguiese, señoras mías, confieso que no puedo imaginarme lo que pedís.
Mme. de Blamont: Simplifiquemos, señor, porque vuestros análisis están demasiado
alejados de nuestros principios como para que jamás podamos ponernos de acuerdo;
atengámonos, pues, a los hechos. Aline, ¿creéis que la unión que os propone
vuestro padre pueda haceros feliz?
Aline: Estoy tan segura de que no es así que ruego a mi padre que me traspase
mil veces el corazón antes que sujetarme con semejantes nudos.
M. de Blamont: ¡ah! esas son vuestras lecciones, señora, estos son vuestros
preceptos. De haber actuado yo como debiera no hubierais educado vos a esta
criatura... Separada de vos desde su nacimiento, no habiendo conocido nunca más
que el convento, alejada de vuestros indignos prejuicios, no hubiera encontrado
ninguna respuesta cuando se tratase de obedecerme.
Mme. de Blamont: Una criatura arrancada a su madre desde la misma cuna no
alcanza ciertamente la felicidad.
M. de Blamont, conmovido y balbuciente: Al menos su espíritu no se vería
estorbado por los malos principios.
Mme. de Blamont: Pero se pervertirían sus costumbres en medio de la infamia y el
que debería ser el protector de su inocencia es a menudo el corruptor.
M. de Blamont: Ciertamente estas afirmaciones son...
– Ven Sophie, prosiguió con ardor Mme. de Blamont abriendo la puerta del
gabinete, ven a explicárselas tú misma a tu padre, ven a precipitarte a sus
pies, ven a pedirle perdón por haber podido merecer su odio desde el primer día
de tu nacimiento.
Luego, dirigiéndose rápidamente a Dolbourg:
– Y vos señor, ¿osaréis hundir aún más el puñal en el corazón de una madre
desdichada? ¿Osaréis desear como mujer una de sus hijas después de haber
convertido la otra en vuestra amante?
Luego, captando la turbación de su marido a cuyos pies se encontraba Sophie:
Dejad que hable vuestro corazón, señor, lo sabemos todo, no os neguéis a abrir
vuestros brazos a esta desdichada Claire que me arrebatasteis de la cuna; hela
aquí, señor, hela aquí víctima de vuestros manejos. Engañada sobre su
nacimiento, que no siga viendo en vos al corruptor de sus primeros años y
mostradle el corazón de un padre para hacerle olvidar a su verdugo.
En este momento, amigo mío, el arte de la maldad más refinada vino a disponer
los músculos de la fisonomía de estos dos indignos mortales. En este momento
pudimos convencernos de que el alma de un libertino no tiene una sola facultad
que no esté al servicio de su cabeza y que todos los movimientos de la
naturaleza ceden en semejantes corazones ante la pérfida corrupción del
espíritu.
– ¡Oh! a fe mía, señora, dijo el presidente con la mayor serenidad mientras
rechazaba a Sophie, si estas son las armas con que queréis batirme, ciertamente
no triunfaréis...
Y alejándose aún más de Sophie:
– ¿Qué casualidad ha traído a esta muchacha hasta aquí?... ¿Te hubieras
imaginado, Dolbourg, que la casa de mi mujer iba a servir de refugio a nuestras
putillas?
– ¡Oh! querida, no esperes ya nada más de este hombre atroz, dijo Mme. de
Senneval furiosa, quien rechaza a la naturaleza con tanta energía sólo puede
inspirarte temor. Ve a implorar a las leyes, su templo está abierto a tus
quejas, nunca hubo tantos motivos para acudir, nunca hubo tanto derecho a su
auxilio...
– ¿Querellarme yo contra mi mujer?, respondió Blamont lleno de dulzura y
amabilidad... ¿aturdir al público con discusiones tan minuciosas como
estas?...eso no lo veréis jamás.
Luego, dirigiéndose a mí.
– Déterville, añadió, haced que se retire la gente joven, os lo ruego, volved
enseguida, explicaré el enigma, pero sólo quiero hacerlo ante estas dos damas y
vos.
Sophie, desolada, Aline y Eugénie pasaron a la habitación de Mme. de Blamont y
en cuanto volví el presidente, que nos había pedido que nos sentásemos y le
escucháramos nos dijo que entre Sophie y él no había habido jamás lazo alguno de
parentesco; que la idea de esta alianza era absurda. Confesó que había tenido
una hija de la Valville, confesó el deseo que había formulado de sustituirla por
otra para conservar los derechos que su pérfido convenio le otorgaba sobre la
hija natural de su amigo; añadió que como la muerte, muy real, de su hija
Claire, le había llevado a Pré-Saint-Gervais, en donde había sido confiada a una
nodriza, después de haber cumplido los últimos deberes para con esa hijita,
había pensado en procurarse alguna niña bonita que pudiera ocupar el lugar de la
que había tenido de la Valville y que la hijita de la nodriza, que tenía
justamente la edad necesaria, le había convenido y que pagó cien luises a la
madre y la llevó seguidamente el mismo al pueblo de Berseuil en donde había sido
educada hasta la edad de trece años, pero que en todo esto no había habido más
mal que el de haber querido engañar a su amigo, pero nunca el de haber
corrompido a su propia hija o habérsela arrebatado a su mujer. Seguidamente nos
preguntó cómo había llegado esa muchacha hasta Vertfeuille.
Mme. de Blamont, siempre dulce, siempre honrada y sensible, creyendo ver alguna
sinceridad en lo que estaba oyendo y prefiriendo renunciar al placer de volver a
encontrar a su hija ante la necesidad de ver a su marido culpable de tantos
crímenes, si Sophie le pertenecía realmente y, como no tenía nada positivo que
objetar, porque tú no habías aclarado nada... Mme. de Blamont, decía, confesó
todo de buena fe. El presidente se arrojó a los brazos de su mujer y abrazándola
con la mayor ternura:
– No, no, querida, le dijo... no, no, no vamos a desunirnos por una cosa
semejante, soy culpable de algunos desvaríos, sin duda, mi debilidad por las
mujeres es horrible, no puedo ocultarlo, pero un error no es un crimen y yo
sería un monstruo si fuese culpable del crimen que me acusáis. Nada hay más
cierto que la muerte de vuestra hija, soy incapaz de haberos engañado hasta el
punto de fingir esa muerte si no hubiese sido real. Sophie es hija de una
campesina, es hija de la nodriza de vuestra Claire, pero no os pertenece en
absoluto. Estoy dispuesto a jurároslo frente a los altares, si fuese necesario.
El parecido es singular, lo confieso, hace tiempo que he observado los rasgos
comunes de Sophie y de vuestra Aline, pero se trata solamente de un capricho de
la naturaleza que no debe engañaros... En señal de reconciliación, prosiguió
estrechando las manos de su mujer, os concedo la prórroga que pedís para vuestra
Aline. El matrimonio que pido haría mi felicidad, no obstante me habéis pedido
tiempo para disponerlo, os concedo hasta mi vuelta a París, como habíamos
convenido en un principio, pero que acepte después, me atrevo a suplicaros.
Sobre todo que el temor de un crimen no sea lo que os retenga. Dolbourg ha
podido ser el amante de Sophie, pero os aseguro que jamás lo ha sido de la
hermana de Aline. No hay ninguna prueba que no pueda proporcionaros, no hay
juramento que no pueda haceros, disfrutad en paz con vuestros amigos del tiempo
que os dejo para convencer a mi hija de lo que constituye la meta de mis
anhelos. Os suplico que os ayuden a obtener de ella lo que espero y que estén
bien seguros que solamente me preocupa su felicidad.
Mme. de Blamont, que sólo pensaba en ganar tiempo para Aline... que lo obtenía,
que no podía refutar las afirmaciones de su marido o que no podía oponerle más
que las de la Dubois, que no tenían nada que las hiciese preferibles a las del
presidente... que, madre o no de Sophie, seguía estando en condiciones de
hacerle mucho bien, encontró en su corazón la respuesta que le dictaban nuestros
ojos. Convenció a su esposo de la fe que otorgaba al discurso que acababa de
pronunciar y añadió que, ya que el cielo había hecho que Sophie cayese en sus
manos, se le concediese la gracia de conservarla.
Dolbourg: No merece el bien que queréis hacerle, he vivido cinco años con ella,
debo conocerla y la conozco bien, creed que sería indigno del honor que pretendo
de convertirme un día en vuestro yerno si hubiese maltratado a esa muchacha como
lo hice sin que ella me hubiera dado los más serios motivos para ello. Quizás me
haya dejado llevar por mi cólera, pero podéis tener la certeza de que es
culpable.
Mme. de Blamont: Se nos ha asegurado insistentemente que no.
Dolbourg: ¡Ah! ya lo veo, señora, Sophie no ha sido la única que ha caído en
vuestras manos y esa criatura que la encubría y era cómplice de sus desórdenes
se encuentra igualmente en ellas.
Mme. de Blamont: Es cierto que he visto a la Dubois.
El Presidente: Ahora ya no hay impostura que pueda asombrarnos, esa es la
persona que os ha inducido a caer en los errores sobre el objeto que nos ocupa.
Pero no le creáis nada: si queréis conocer la verdad ninguna mujer en el mundo
es capaz de disfrazarla con tanto arte, ninguna puede llevar tan lejos la
mentira y la atrocidad.
Mme. de Blamont: ¿Y qué ha sido de esa otra criatura de la que ambos habéis
aceptado que ha sido la amante de mi marido y la hija de Dolbourg?
El Presidente, alterado: ¿Qué ha sido de ella?
Mme. de Senneval: Sí.
El Presidente: ¡Pues bien! nada más simple, era culpable, al igual que Sophie...
culpable de la misma clase de falta... Dolbourg castigó a una; yo quería
castigar igualmente a la otra... se me escapó... no os oculto nada, podéis ver
mi sinceridad... es como el corazón de un niño.
Mme. de Blamont: ¡Oh! amigo mío, ¡contemplad a dónde os lleva el libertinaje!
Cuántas penas, cuántas inquietudes son siempre la consecuencia de ese vicio
espantoso; ¡ah! si la felicidad hubiese sido menor en vuestra casa, creed, al
menos, que entre vuestra Aline y yo hubiese sido mil veces más pura.
M. de Blamont: Dejemos de lado mis faltas, necesitaría siglos para repararlas.
La imposibilidad de conseguirlo me llevaría a la desesperación. Debe bastaros la
seguridad de que no las agravaré más...
Y las lágrimas escaparon de los ojos de la crédula Mme. de Blamont.
– A falta de la felicidad real, la certeza de no ver aumentar sus males, resulta
un consuelo para el infortunado. Concededme la gracia completa, dijo esa
desdichada esposa anegada en llanto, no penséis más en ese matrimonio
desproporcionado.
El Presidente: Tengo compromisos que no puedo romper, ignoráis hasta qué punto
son fuertes, ya no soy dueño de mi palabra; ni siquiera Dolbourg podría
liberarme. No obstante puedo concederos una prórroga, él no se negará, su alma
es demasiado delicada como para pretender la mano de Aline sin merecerla. Dos
meses, tres meses, si fuese necesario, os los concedo... pero deberíais
devolvernos a esa Sophie, deberíais permitir que fuese tratada como merece.
Mme. de Blamont: Su desgracia le garantiza mi compasión, la quiero simplemente
porque sufre... ya no puede ofenderos, dejádmela. Es joven, puede
arrepentirse... se arrepiente ya. La haríais entrar en un convento por la
fuerza, yo la convenceré por las buenas para que realice el mismo sacrificio y
seréis vengado igualmente.
El Presidente: Sea, pero desconfiad de su dulzura, temed sus virtudes ya que
sólo las adopta para esconder el alma más traidora.
Dolbourg: No hay falta que no haya cometido respecto a nosotros.
El Presidente: Hubo incluso algunas que hubieran merecido la atención de la ley.
El hijo que llevaba en su seno no era de mi amigo con seguridad; nos robaba para
su amante, es capaz de todo; esa segunda muchacha de la que acabáis de hablarnos
sólo nos engañaba a instancias suyas. Seduce, engaña, finge sentimientos y todo
con el único objeto de llegar siempre a sus fines, siempre criminales, como su
corazón.
Mme. de Blamont: Pero no hay bien que no le haya atribuido la mujer que la crió.
Dolbourg: Esa mujer sólo la conoció de niña y fue en París, con la Dubois, donde
se pervirtió. No protejáis a esa serpiente, creedme, señora, no tardaríais en
arrepentiros.
Al observar que Mme. de Blamont estaba a punto de desfallecer, clavé en ella mis
ojos; ella me entendió, se mantuvo firme, alegó que la caridad y la religión la
obligaban a no abandonar a esa desdichada después de haberle prometido su
protección y los dos amigos no se atrevieron a insistir más sobre las ganas que
tenían de recobrarla. Se firmó la paz bajo la condición de que no se harían
reproches por ninguna de ambas partes, que Sophie se quedaría con Mme. de
Blamont y que se concedería a Aline un plazo hasta el invierno para decidirse al
matrimonio que se exigía de ella.
– Además querría pediros aún, en nombre de la honestidad y de la decencia, dijo
Mme. de Blamont, que no abuséis más de esa infeliz que sedujisteis ayer en mi
casa.
– En verdad, respondió el Presidente, por lo que hace al crimen, ya es demasiado
tarde... está cometido... Tantas ganas de ceder... tan poca resistencia... todo
esto no debería ser motivo de tristeza.
– Al menos no la retengáis, colocadla... puede volver a ser honrada... que no
encuentre en vos el apoyo seguro de sus desórdenes.
– ¡Bien! os lo juro... Vamos, llamad a Aline y a Eugénie y ya que no nos quedan
más que veinticuatro horas de estancia aquí, que los placeres sustituyan a las
penas y que reine la alegría.
Mme. de Blamont fue a buscar ella misma a su hija, no dio ninguna explicación a
Sophie; ¿qué hubiera podido decirle dada la incertidumbre que la embargaba? La
acarició, la consoló, la confió a sus doncellas y volvió a reinar la
tranquilidad. Hasta el día siguiente por la tarde las cosas fueron mejorando
continuamente y el día veinte por la mañana, ambos amigos con el rostro
tranquilo, quizás mucho más que sus corazones, se despidieron colmando de
elogios y de expresiones de amistad a todos los habitantes del palacio.
¿Qué piensas ahora de esto, mi querido Valcour? ¿debemos creer?... ¿debemos
desconfiar?... Mme. de Blamont, harta de desgracias, se aferra ávidamente a la
ilusión que se le presenta. Es un momento de reposo del que quiere disfrutar, su
alma honesta encuentra tanto placer en ver reflejadas sus virtudes en los demás.
Su querida hija se le parece, ambas se han abandonado a las más dulces
esperanzas, Eugénie las comparte, porque es buena y sensible, como su amiga. Los
únicos incrédulos somos Mme. de Senneval y yo, pero lo somos de verdad, lo
confieso. Su partida ha sido rápida, las circunstancias la imponían de tal forma
que creemos que solamente obedece a ellas. El tiempo se encargará de
desengañarnos... y, además, ¿qué ha prometido el Presidente?... una prórroga de
algunos meses, ¿debemos darnos por satisfechos con eso? ¿cuando hayan
experimentado esos plazos, cuando haya tenido tiempo de recuperarse del breve
momento de confusión en que todas estas cosas consiguieron sumirle, no volverá
con el mismo ímpetu?
No obstante hemos acordado mi suegra y yo dispensar a nuestras amigas de estas
reflexiones, sólo servirían para turbar su momentánea calma. Si ha de
confirmarse esa calma en la que no creemos, ¿por qué mostrarles nuestros
temores? Si se equivocan, se trata de un bello sueño de cuyo disfrute no podemos
privarlas. No podemos prevenir nada, ningún suceso depende de nosotros. ¿De qué
serviría nuestra desconfianza? ¿qué necesidad hay de mostrársela? por lo tanto,
solamente me atrevo a manifestártela a ti. Acelera las investigaciones sobre
Sophie, muchas cosas dependen de ello si nos han mentido a este respecto, nos
habrán engañado sobre todo lo demás. Entonces significa que están tramando algo
horrible. Solamente nos conceden tiempo para poder conseguirlo y, en ese caso,
debemos disipar la ilusión. Si no nos han engañado respecto a Sophie y las
mentiras proceden de la Dubois; si es cierto, cosa que no puedo creer, que esa
joven Sophie es culpable de todas las faltas de las que le acusan... en una
palabra, si han dicho la verdad, entonces exclamaré lleno de alegría que ésta es
la influencia de la virtud, que hay momentos en los que el vicio, absorbido por
ella, se ve obligado a humillarse, confundirse, implorar gracia y desaparecer...
¿Pero acaso los vicios mimados pueden doblegarse de esta manera... los vicios
alimentados desde hace tantos años? No..., quizás cedería así la fogosidad de la
juventud o el error del momento, pero jamás el crimen arraigado y sostenido por
las ideas. La mayor desgracia del hombre consiste en fundamentar sus desvaríos
con sus teorías, una vez que ha conseguido que sean lo suficientemente seguras
como para legitimar su conducta, todo lo que la haría condenable en el corazón
de los demás sirve para fijarla para siempre en el suyo. Esto es lo que hace que
las faltas de las personas jóvenes carezcan de importancia; solamente han
transgredido sus principios, volverán a ellos, pero el hombre maduro peca por
reflexión, sus faltas emanan de su filosofía, ésta las fomenta, las alimenta en
él y, como ha creado sus principios sobre los escombros de la moral de su
infancia, en estos principios invariables encuentra las leyes de su depravación.
Como quiera que sea, todo está tranquilo: tenemos cuando menos hasta el
invierno, ha dicho Mme. de Blamont, la suerte del infortunado consiste en
disfrutar del presente sin preocuparse del porvenir y, ¿qué instantes serían
estos para ella, si, junto a los tormentos que la abruman incesantemente no
pudiese disfrutar, al menos, de los goces que le proporciona la ilusión?
– Lo que llamamos felicidad, nosotros los desgraciados, me decía ayer, es
solamente la ausencia del dolor. Por triste que sea esta miserable situación,
que nuestros amigos nos dejen disfrutar de ella.
En cuanto a Sophie, sigue teniendo los mismos derechos, fundados o no, hasta que
se aclare la situación. Sería demasiado duro despojarla de ellos y la crueldad
no tiene albergue en un alma como la de nuestra amiga. No obstante, si algo
turba a esta respetable mujer es el silencio aparente que guardamos sobre ti...
¿es natural? ¿No es, por el contrario, uno de los motivos del viaje informarse
si tú no has aparecido? Algunas preguntas que formularon en la casa y que
inmediatamente llegaron a nuestro conocimiento prueban que estas investigaciones
formaban parte de sus planes. ¿Por qué, pues, se callaron delante de nosotros?
¿por qué, incluso, en el momento de la reconciliación, no lo mencionaron
abiertamente? ¿No es este un aspecto turbio de la conducta del Presidente?
Además, estamos seguros de que hasta el último instante se aferró al deseo de
recuperar a Sophie. La buscaron por el palacio. Intentaron introducirse en el
cuarto en donde suponían que estaba encerrada: un hombre del presidente estuvo
al acecho todo el día que precedió a su salida. Este es un misterio más en la
conducta de este esposo que parece arrepentido. Mme. de Blamont sabe todo esto;
dice que el deseo de recuperar a Sophie, si efectivamente no es hija suya, es
independiente de lo que les atañe a Aline y a ella; que es muy comprensible que,
si Sophie no es pariente suya, quiera vengarse de una criatura que, según él, ha
cometido tantos desmanes; que esto no es prueba de que quiera afligir a su mujer
o hacer desgraciada a su hija... No me atrevo a responder nada; pero no por eso
dejo de pensar; no por eso dejo de temer que todo esto no sea más que un letargo
cuyo despertar sea quizás terrible... Adiós, haz como yo, escribe, consuela y no
provoques ningún alboroto, a menos que tus investigaciones te obliguen a ello;
todo depende de las luces que esperamos que nos proporciones... Pero si ese
hombre pérfido ha sido lo suficientemente hábil como para aliar la mentira a la
verdad... para dar a una la apariencia de la otra... si quiere engañar a estas
dos respetables mujeres... ¡si quiere hacerlas eternamente desgraciadas! ¡Oh!
amigo mío, entonces diré que el cielo es injusto, porque jamás creó seres que
fuesen acreedores de mayor felicidad; nunca hubo dos criaturas que la mereciesen
con más justo título si esta manera de existir es el patrimonio de quienes son
virtuosos y sensibles, si es debida a quienes saben transmitirla tan bien a
todos cuantos les rodean.
CARTA XXIV
Valcour a Déterville
París, 20 de Septiembre
El día catorce, mi querido Déterville, recibí la carta en la que me recomendabas
las gestiones en Pré-Saint-Gervais y, a pesar de la diligencia que he puesto en
ello, no he podido alcanzar ningún resultado hasta ayer. ¡Oh, amigo mío! ¡qué
estudio tan interesante nos proporciona, cada día, el corazón del hombre! ¿Cómo
negar la influencia que la divinidad ejerce sobre él cuando se contempla la
fatalidad con que el que tiende las trampas es casi siempre el primero en caer
en ellas y como el vicio, en perpetua oposición consigo mismo, se traspasa a sí
mismo con los tiros con que pretende alcanzar a la virtud? El presidente es
culpable en conciencia y no lo es de hecho; engaña odiosamente a su mujer; la
engaña con la más insigne falsedad y, sin embargo no le miente. Te ruego que me
leas con atención y mi enigma quedará desvelado .
El día quince me dirigí al pueblo indicado y, habiéndome alojado en la posada,
pregunté si el cura era persona honrada, si le querían sus parroquianos, si era
un individuo sociable.
– Es un hombre íntegro, me aseguraron, viejo y hace ya veinticinco años que está
en posesión de su curazgo. Si tenéis algo que tratar con él, quedaréis realmente
contento.
– Si, es cierto, le dije, tengo algo que comunicar a ese pastor. Y ya que sois
tan amable como para informarme, sedlo también, os lo ruego, para ir a
preguntarle si un honrado ciudadano de París no le incomodaría solicitándole
audiencia...
Mi hombre salió y la respuesta fue una invitación para que acudiese al
presbiterio en donde encontré a un eclesiástico de más de sesenta años, de
rostro dulce y atento que me preguntó en primer lugar a que debía la dicha de
poderme ser de alguna utilidad. Explique mi comisión, rebuscamos en los
registros y encontramos la muerte que buscábamos tan bien constatada como podría
estarlo y todas las pruebas de un servicio celebrado en la parroquia el 15 de
Agosto de 1762 a Claire de Blamont, hija legítima de M. y Mme. de Blamont,
domiciliados en la rue Saint-Louis, en el Marais.
– Bien, señor, le dije al cura clavando mis ojos en él, para no perder nada de
los movimientos de su fisonomía, esa Claire de Blamont que enterrasteis el 15 de
Agosto de 1762, hoy, 17 de Septiembre de 1778, se encuentra mejor que vos y que
yo...
Aquí nuestro hombre se estremeció y retrocedió... por un momento le creí
culpable, pero lo que vino después no tardó en convencerme de mi error.
– Lo que me decís es muy difícil de creer, señor, me respondió el cura, es
necesario profundizar... el asunto bien lo vale. Pero permitidme que antes os
pregunte: ¿a quién tengo el honor de dirigirme?
– A un hombre honrado, señor, le respondí con dulzura, ¿no basta este título
para esclarecer una traición?
– Pero esto puede dar lugar a un proceso y yo debo saber...
– No habrá proceso, señor, estáis lejos de ser considerado sospechoso; nuestra
intención es solucionar esto amistosamente y podéis confiar en mi palabra de que
no trascenderá nada de lo que hagamos aquí. Soy amigo de Mme. de Blamont, he
venido a veros de su parte, por consiguiente puedo garantizaros el secreto que
se guardará sobre todo este asunto y lo lejos que estamos de querellarnos.
– Pero, si esa Claire existe, como me decís, ¿dónde se encuentra actualmente?
– En los brazos de su madre. Solamente pretendo verificar una superchería de la
nodriza e investigar discretamente las razones que la motivaron. Estáis obligado
a ello para prevenir estos desórdenes en el futuro, el ministro de Dios no debe
limitarse a escuchar la confesión del crimen, sino que debe incluso prevenirlo.
Nuestro hombre, sentándose, se sumió en profundas reflexiones. Le dejé en ellas
por dos o tres minutos y finalmente le pregunté cual era su decisión.
– La de abrir la tumba, señor, me dijo levantándose... intentaremos buscar ahí
las primeras pruebas del fraude antes de tomar ninguna otra decisión.
– Buena idea, le dije, cerrad todo, en esta expedición sólo podemos estar el
enterrador y nosotros, os lo repito, el secreto es esencial...
Llegó el enterrador, cerramos la iglesia y pusimos manos a la obra. El lugar
estaba mencionado en los registros, además había una inscripción en el ataúd, no
nos equivocamos.
Extrajimos un cofrecillo de plomo que debía contener el cuerpo de Claire y el
examen de los huesos, que se llevó a cabo con la mayor exactitud, nos llevó a la
conclusión de que se trataba de los restos de un perro, cuya cabeza, en perfecto
estado aún, probaba evidentemente el fraude. El cura se sobresaltó: no obstante
se recuperó enseguida y recobrando la serenidad de una persona honrada que ha
sido engañada, pero que es incapaz de haber tomado parte en semejante treta, me
propuso que se tirasen los restos del animal. Me opuse a ello y, habiéndole
convencido de la necesidad de dejar todo como estaba, ya que estábamos actuando
en secreto, comenzamos a trabajar en ello desde ese mismo momento. Volvimos a
dejar la caja en su lugar, él impuso silencio a su hombre y regresamos al
presbiterio.
– Señor, me dijo el cura al cabo de unos instantes, a pesar de lo que digáis yo
podría pasar por culpable en esta aventura, es esencial que me justifique.
– De ninguna forma, respondí, conocemos a los malhechores. No albergamos en
absoluto ninguna sospecha contra vos, os lo confirmo una vez más.
Entonces le dije que la nodriza y el padre eran los únicos autores de la
superchería, que el segundo lo negaba todo y que se trataba de interrogar a la
nodriza.
– ¿Su nombre?
– Claudine Dupuis.
– ¿Claudine?, aún vive; su casa está aquí cerca, lo sabremos todo.
– Enviad a por ella, señor, en los asuntos que tratemos con ella deben reinar la
dulzura y la amabilidad y deben quedar envueltos en el silencio más inviolable.
Llegó Claudine; era una campesina gorda, muy lozana, de cerca de cuarenta años y
viuda desde hacia cuatro.
– ¿Qué hay seor cura?, dijo alegremente.
El cura: Sentaos, Claudine, tenemos que plantearle algunas preguntas serias,
cuyas respuestas, si son ciertas, pueden valeros una recompensa.
Claudine: ¿Una recompensa? Pos cuanto m'alegro, buena falta me hace; ¡ay! cuanta
razón llevan cuando icen qu'una casa sin hombre 'sun corazón sin alma; cachis,
ende que se murió el mío cá dia estoy peor.
El cura: Os acordáis, Claudine, de haber criado durante tres semanas, hace
dieciséis años, a una niña llamada Claire, que pertenecía al presidente M. de
Blamont.
Claudine: Sí, sí que m'acuerdo, murió de cólicos la creatura; era más bonita que
toas las cosas vediez. Os pagaron el funeral como si juese la hija d'un préncipe
y l'anterrastís en la iglesia, delantico mismo de la capilla'la Virgen,
m'acuerdo como si juera ayer.
El cura: ¿Sabéis lo que se dice, Claudine?
Claudine: ¿Por qu'es lo que icen, seor cura?
El cura: Dicen que esa niña no está muerta.
Claudine: Andalá, pos si que pué ser qu'haya resucitao. Ya resucitó Cristo ¿no?,
Dios lo pué to.
El cura: No, no me refiero a eso, se sospecha que perpetrasteis alguna
superchería.
Claudine: ¿Yo? ¿y qu'habría ganao yo con to eso? ¡mia qu'hay malas lenguas! ¿no
m'habría prejudicao yo misma si habría hecho eso que decís?
El cura: ¿Y si os hubiesen pagado bien?
Claudine: Que no, que no, que yo no paso por ahí, cachislá, pá que luego te
cuelguen después.
Aquí suprimo el resto del dialogo, aunque aún fue muy largo. E1 hecho es que
Claudine no confesó nada en esa primera visita y que todo lo que pudimos obtener
de ella, al no querer convencerla aún por la fuerza de los hechos, fue que se
retirase calmada y sobre todo con la promesa de no decir nada de lo que acababa
de pasar.
– Marchaos, señor, me dijo el cura en cuanto ella salió, le garantizo que
investigaré a fondo todo esto con esa mujer. Es menester que la vea a solas,
vuestra presencia le incomoda. Dejadme una dirección y volveréis aquí para
recibir su última respuesta.
Como vi que este hombre tenía tanta simpatía como ganas de agradarme, consentí
en sus arreglos, le dejé las señas de un amigo y volví a esperar noticias suyas
con la firme resolución de llevar enérgicamente adelante el asunto si no me
escribía enseguida.
El quinto día comenzaba a impacientarme cuando mi amigo me envió una carta que
acababa de recibir a mi nombre, a través de la cual el cura me invitaba a
almorzar en su casa al día siguiente para ponerme al corriente, por boca de la
propia Claudine, de acontecimientos muy extraordinarios y que yo distaba mucho
de imaginar.
– Me ha costado esfuerzo, me dijo el buen hombre en cuanto me vio, me ha costado
promesas y hasta he tenido que ponerme severo, pero lo he averiguado todo. Por
fin tenemos el secreto, no tardaréis en saberlo.
– Señor, le respondí, vuestros compromisos serán atendidos, todas las
recompenses que hayáis podido prometer serán pagadas. Pero por secretas que
hayan sido nuestras operaciones y a pesar de que os garantizo que esto no
llegará a los tribunales, es necesario tomar algunas precauciones. Designad,
pues, a dos de vuestros parroquianos, gentes notables, discretas y de buena
reputación que colocaremos, si no permitís, cerca del sitio en que vayamos a
escuchar a Claudine con el fin de que puedan dar fe de sus confesiones en caso
de necesidad.
– No veo inconveniente alguno, me dijo el cura y al momento mandó a buscar a dos
granjeros que le merecían confianza, les hizo jurar el secreto y los escondió
detrás de una cortina ante la cual se colocó la silla destinada a Claudine; ésta
llegó y al exigirle el pastor que remitiese delante de mí las mismas cosas que
le había dicho, admitió en mi presencia los hechos siguientes:
1.- Que M. de Blamont se había dirigido a su casa el 13 de Agosto, antevíspera
de la pretendida muerte de Claire y le había dicho que destinaba a esa hija una
suerte sumamente ventajosa, pero que su mujer era una arpía que no veía con
buenos ojos la situación que él proyectaba para su hija porque se trataba de ir
a las Indias; que como no quería hacer perder a su hija el rico matrimonio que
le destinaba, ni enfrentarse abiertamente con los deseos de su mujer, había
imaginado hacer pasar a la pequeña por muerta, educarla secretamente en París y
no declarar el fraude a su mujer más que cuando la joven estuviese casada. Pero
para ello era necesario el consentimiento de la nodriza, por tanto le pedía
encarecidamente que no se opusiera a esta ligera treta de la que sólo se
derivaría un bien. Que como ella no veía en todo es esto nada que fuese en
contra de su conciencia, había consentido en propalar la falsa noticia de la
muerte de esa Claire a cambio de lo cual el presidente la indemnizaría, cosa que
hizo inmediatamente mediante un presente de cincuenta luises y desde el día
siguiente ella había preparado todo para el buen fin de la ficción.
2.- Que, habiendo reflexionado profundamente durante toda la jornada del catorce
en el feliz destino que el presidente le había dicho que debía gozar la pequeña
Claire y como su propia hija tenía un parecido muy singular con la del
presidente, había imaginado colocar a una en el lugar de la otra con el fin de
conseguir la felicidad para su hija. Que, consecuentemente con esta resolución,
había preparado dos supercherías a la vez había puesto a su pequeña hija en la
cuna de Claire y que había enviado a Claire, haciéndola pasar por su hija, a
casa de uno de sus vecinos pretextando que el aire de la casa estaba infestado y
que no quería exponer a su hija. Una vez arreglada esta primera escena, se había
ocupado de la otra. Había divulgado la enfermedad de la hija de M. de Blamont y,
poco después, su muerte; que había puesto el cadáver de un perro en la caja de
plomo delante mismo del presidente, que había venido de París ante la noticia de
la enfermedad de su hija; que, en consecuencia, se celebraron los funerales en
la parroquia y que M. de Blamont, engañado en la misma forma que él había
querido engañar a los demás se había llevado esa misma noche a la hija de
Claudine en lugar de la suya.
3.- Que, no habiéndosele retirado aún la leche, había solicitado criaturas que
alimentar y que ocho días después del entierro que acabamos de mencionar, Mme.
la condesa de Kerneuil, que había venido de Bretaña a París para recoger una
sucesión esencial en la que su presencia era más necesaria que la de su marido,
había dado a luz a una hija nada más llegar, que esta hija había quedado
confiada al partero, que protegía a Claudine y que este la condujo a casa de
Claudine al dia siguiente para que se criase allí entre los mayores cuidados.
Cuando esta niña llegó a Pré-Saint-Gervais había recibido una sola vez la visita
de su madre. Ésta, que se había visto obligada a salir muy deprisa para Rennes,
había encomendado muy encarecidamente su hija a Claudine, asegurándole que la
enviaría sin falta un coche y una mujer para recoger a la pequeña dentro de dos
años entregando una fuerte recompensa a la nodriza. Pero que al cabo de tres
meses esa pequeña, llamada Elisabeth, había muerto y que ella, Claudine, para no
perder la recompensa prometida y como no tenía mucho apego a la pequeña Claire
que le había quedado del presidente Blamont, había urdido una nueva patraña
cuando vino la mujer de la condesa de Kerneuil. Entonces puso a Claire en el
lugar de Elisabeth y divulgó que quien había muerto era su hija: que había
sostenido este fraude, esencial para el comportamiento de los demás, incluso
frente al cura a quien había hecho enterrar a Elisabeth de Kerneuil bajo el
nombre de su hija.
Esta exposición, como ves, mi querido Déterville, establece la existencia
presente o pasada de tres niñas:
1.- Claire de Blamont a quien se dio por muerta y que realmente ocupó el lugar
de Elisabeth de Kerneuil y que debe vivir actualmente en Rennes bajo ese nombre.
Ahí es donde está la hija de M. de Blamont.
2.- Jeanne Dupuis, hija de Claudine, raptada por el presidente y criada en
Berseuil bajo el nombre de Sophie y que actualmente se encuentra en Vertfeuille.
3.- Y finalmente, Elisabeth de Kerneuil, efectivamente muerta a los tres meses
en casa de Claudine y enterrada en la parroquia de Pré-Saint-Gervais bajo el
nombre de la hija de Claudine... de esa hija que ella ya había cedido al
presidente y que sólo vivía ficticiamente en su casa bajo el nombre de Claire de
Blamont y que seguidamente fue entregada a Mme. de Kerneuil.
Esos son los fraudes y las supercherías de esta criatura de escasa probidad;
pero como estábamos obligados a actuar delicadamente fingimos reírnos de sus
atrocidades y la despedimos entregándole diez luises después de haberle hecho
firmar su declaración y el juramento sobre el Evangelio de que no desfiguraba la
verdad. Los testigos firmaron también. Te envío los originales de estas actas,
cuando hubo terminado todo nos juramos mutuamente guardar el secreto
reservándonos el derecho de establecer jurídicamente nuestras pruebas solamente
si el caso to requería.
El cura quiso que escribiese a la condesa de Kerneuil.
– Eso corresponde a Mme. de Blamont, le dije, voy a informarle y ella actuará
como lo crea conveniente: nuestro papel consiste en confirmar, si fuese
necesario, todo lo que sabemos y en no revelar nada.
Cedió ante mis razones y nos despedimos.
La imposibilidad en que actualmente me encuentro para dar consejos a Mme. de
Blamont, en este flujo y reflujo de acontecimientos prodigiosos, me obliga a
silenciar mis reflexiones; pero sin embargo me atrevería a decirle que debe
continuar escuchando a su compasión y a su corazón en todo lo que respecta a la
desdichada Sophie, con la precaución muy especial de no entregarla ni al
presidente ni a su madre: dos seres que, a buen seguro, no conseguirían hacerla
feliz. Por lo que respecta a Claire, reclamarla, privar de ella a Mme. de
Kerneuil, junto a la cual es, sin duda, muy feliz y eso para entregarla a un
padre que ya había conspirado contra ella cuando se encontraba en la cuna
¿supondría eso trabajar para su felicidad? Mme. de Blamont debe, en mi opinión,
informarse solamente de la suerte de esa muchacha y si esa suerte es como debe
ser, esa joven, que pertenece a una mujer noble, establecida en la capital de
una gran provincia, debe continuar disfrutándola, sea cual sea el sacrificio que
esto suponga para el corazón de nuestra amiga. Porque si se querella, ganará,
sin duda, pero, por rica que sea ¿podría dar a esta hermana menor la situación
que le haría perder en calidad de heredera única de la casa de Kerneuil, título
certificado por Claudine?... No, no podría compensarle. Que piense, pues y que
actúe después en consecuencia, sin olvidar nunca el enorme peligro que supondría
poner de nuevo a esa muchacha entre las manos de su marido. Pondera estas
razones, Déterville: sé muy bien que hay una especie de fraude deshonesto en el
hecho de permitir que subsista el de la nodriza, que consiste en frustrar a los
verdaderos herederos de Mme. de Kerneuil y adoptar, por consiguiente, una
postura culpable. Pero si adoptamos la otra ¡cuántos nuevos crímenes habría que
temer! ¿Es, pues contrario a la conciencia de un hombre honrado elegir de entre
dos males ciertos, aquel que le parezca menos peligroso? Porque, por lo que se
refiere al presidente verás, amigo mío, que el crimen no deja por ello de estar
en su alma y que, si no lo ha cometido, es, porque se lo ha impedido el crimen
perpetrado por Claudine. Como si fuese una de las leyes de la fortuna que las
pequeñas fechorías deban suprimir siempre los efectos de las más grandes...
Verdad terrible que nos hace ver la espantosa necesidad del mal sobre la tierra
y que nos demuestra que los grandes males solamente pueden inhibirse a través de
los pequeños. Sucede lo mismo con algunos insectos que nos molestan y sin
embargo su útil existencia nos impide ser incomodados por otros más venenosos.
Sea como fuere me produce horror que se haya mancillado a Sophie con acusaciones
graves para despojarla incluso de las generosas atenciones de su protectora.
Siempre se intenta hacer odiosos a aquellos a quienes se maltrata a propósito,
para aplacar los remordimientos y legitimar las injusticias... Pero esos dos
bribones no se contentan con una mentira, a ella unen la más notoria calumnia.
¿Es que acaso parece que esa muchacha honrada, sensible y dulce, sea cual fuere
su cuna, pueda ser culpable de lo que se le acusa?... La Dubois, cuyas
declaraciones parecían tan verdaderas y que solamente se ha callado sobre lo que
era imposible que supiese, no dijo nada que se pareciese a esto. Contempla,
pues, cómo la maldad se alimenta por sus propios efectos; cuanto más se le da,
más exige y cada vez que se le permite romper un freno solamente se consigue
incrementar aún más el deseo que tiene de quebrantar otros.
Estoy convencido, amigo mío, que el vicio puede conducir al hombre a tal punto
de depravación que debe resultar casi imposible a quien lo cultiva en sí
concebir la misma idea de la virtud. Desde ese instante o bien su vida le parece
fastidiosa o ha de envenenar cada minuto con esa ponzoña que le gangrena.
Llegado a este punto ya no se contenta con hacer simplemente el mal sino que
pretende incluso no hacer jamás el bien y su corazón, embebido en una
perversidad habitual, experimenta, ante las impresiones de la virtud, la misma
clase de dolor que siente el alma del justo ante la sola idea de la fechoría. ¿Y
cuál es el primer vicio que nos lleva a todo esto?... El libertinaje... no lo
dudemos, es inaudito lo que extingue, lo que deteriora, lo que envenena. Es
inexpresable hasta qué grado relaja la energía del alma... hastía la conciencia,
obligándola a convertir en placeres las molestas consecuencias de sus errores y
esto es sin duda lo que esta pasión tienen de más peligroso que ninguna de las
demás que devoran al hombre, ya que el recuerdo de las acciones a las que las
otras le arrastran son agudos remordimientos, que en este caso se convierten en
horribles goces.
El presidente, es por tanto todo lo culpable que puede ser. Lo digo con pena, me
duele arrancar el velo de los ojos de nuestra amiga, pero su marido la engaña
indignamente. Dice que Sophie no es su hija y a buen seguro que está persuadido
de que lo es. Por convencido que esté de ello, la desea, quiere recuperarla. ¿Y
por qué, si no es, para vengarse de que el azar le haya dado por asilo a esa
infeliz la casa de su esposa? Que Mme. de Blamont no dude que él intentará todo
para sacarla de su casa y que escuche a su corazón cuando éste le dicte las
medidas necesarias que haya que adoptar para oponerse a esa nueva fechoría.
¡Qué cuadro, amigo mío, el de la dulce y virtuosa Aline entre las manos de esos
dos libertinos! creí ver a Susana sorprendida en el baño por los ancianos... El
velo del pudor arrancado por un padre... ¿Imaginas tú esa atrocidad?, ¿te
imaginas que sus infames deseos no se inflamarían ante esa impudicia? ¡Ah!,
perdona mis temores. Pero sea cual fuere el motivo que le haya podido contener
con Sophie, la amante de su amigo a quien creía su hija, créeme que ninguno le
detendrá en este asunto y que la esposa de Dolbourg será pronto la víctima del
incestuoso ardor de Blamont.
¡Oh, mi querido Déterville! impidamos esos horrores. Me parece que, después de
ese odioso golpe ha disminuido mi delicadeza en lo que concierne a ese hombre.
Le perseguiré por todas partes si es necesario. Desentrañaré hasta el más
secreto repliegue de su conciencia. El rapto de esa Augustine me parece otra de
sus infernales maquinaciones. ¿Crees que es el simple placer de corromper a una
muchacha lo que les hace cometer ese horror? A ellos, que saborean trescientas
veces al año los indignos placeres de esas seducciones, a ellos que... Apuesto a
que esto se debe a otra cosa, no perdamos de vista a esa muchacha.
En cuanto a los remordimientos que ha manifestado el presidente, puedes estar
bien seguro de que sus promesas son solamente el fruto de su confusión. Esta
emoción saca al alma de sus registros ordinarios y la mantiene prolongadamente
nerviosa, no obstante creo en las prórrogas, lo que temo es el instante de la
reunión.
Todo esto no consolida los derechos de Mme. de Blamont si se ve obligada a
querellarse. El presidente ha querido realizar una mala acción, sin duda, al
proyectar el rapto de su hija, pero la acción no ha tenido lugar y como Sophie
resulta ser realmente la hija de Claudine, sostendrá que lo sabía y que no se la
hubiera llevado sin ese requisito. Y Claudine, cuya voluntad puede comprarse con
un poco de oro, se pondrá fácilmente de su parte. Es cierto que tenemos una
prueba de las malas intenciones de este hombre, ha querido hacer pasar a Claire
por muerta. Todo esto está bien probado y podemos probarlo jurídicamente cuando
queramos, pero no son estas las armas que nos darán el triunfo; no son estas las
cosas de las que no pueda defenderse si lo necesita y que incluso no pueda negar
si lo desea. Quizás hubiera valido más que Sophie hubiese sido realmente su
hija: los derechos de Mme. de Blamont contra ese pérfido esposo serían mucho más
fuertes. ¿Pero qué ha habido aquí? un crimen premeditado, de acuerdo, pero que
ha quedado anulado por las circunstancias. Solamente ha entregado a su amigo una
campesina y ¿cómo se defendeos Mme. de Blamont cuando la acuse de haber seducido
a esa criatura y de haberla recogido en su casa para procurarse un medio poco
honrado con el fin de privarle de la autoridad que tiene sobre su hija mayor?
Todo el resto de esta novela no influye para nada en nuestro asunto, si Claire
pasa actualmente por ser la hija de Mme. de Kerneuil, no es por su culpa, sino
por la de Claudine: él proporcionó a través de sus gestiones el primer impulso a
esta falta, lo concedo, pero no la ha cometido y esto no va a impedirle que
consiga casar a su hija según sus deseos. Opinas como yo en todo esto o quizás
ambos veamos las cosas demasiado negras. ¿Sabes?, amigo mío, el amor y la
amistad se alarman con facilidad, este último sentimiento es el origen de tu
temor, el otro alimenta el mío. No abandones, te lo suplico, a esa desdichada
madre. Temo su soledad, su alma, animada por los consejos, fortificada por el
encanto de la agradable compañía de tu suegra y de tu mujer, será menos propicia
a sucumbir a sus tormentos que si estuviese abandonada a sí misma. Adiós, no
puedo resistirme al placer de escribir unas palabras a mi querida Aline y voy a
incluirlas en tu carta.
CARTA XXV
Valcour a Aline
París, 22 de Septiembre
Os he compadecido, Aline, habéis llegado a ser aún más querida para mí mientras
sufríais. Hay que amar como yo lo hago para sentir lo que he experimentado.
¡Santo cielo! ¿precisamente aquel que por su condición debe ser el guardián de
la virtud de su hija se convierte en su corruptor? ¿A dónde nos llevarán los
desórdenes de una mente extraviada y de un corazón sin principios?... Ellos
triunfaban, los muy monstruos, mientras que triste y abandonado, presa de las
más punzantes inquietudes, la sola idea de la felicidad que estaban arrebatando
ni siquiera hubiera osado presentarse a mi espíritu... Aline, perdonadme una
pregunta... Habitualmente la gente no imagina las tiernas solicitudes del
enamorado, no suponen hasta donde llega su curiosidad... Pero, en esa emoción
que os hizo huir, ¿había un poco de amor junto a la decencia? ¿estabais tan
enfadada por el insulto al pudor como por el ultraje que se hacia al enamorado?
Lo primero os hace muy respetable a mis ojos, pero ¡cuánto más adorable aún os
haría lo segundo! Y quizás, en el cruel estado en que me encuentro, preferiría
ver en vos una virtud de menos a cambio de un poco más de amor. Pero ¿a dónde se
dirige mi imaginación? ¿No son acaso las virtudes lo que amo? ¿y no es acaso el
ídolo de mi amor más que la reunión de todas ellas? ¡Ah!, huid, Aline, escapad
siempre al crimen cuando éste os persiga. Ya sea por amor o por prudencia, no le
dejéis jamás que se acerque a vos. No puede afectaros, sin duda, pero que ni
siquiera se atreva a aproximarse a vuestra persona. Imponedle respeto con
vuestras miradas, obligadle con vuestros discursos, alejadle con vuestras
virtudes y que su existencia sea imposible en todos los lugares que vos
adornáis.
Os quito una hermana, Aline, una hermana que ya es vuestra compañera, para
devolveros otra a doscientas leguas de distancia y a la que quizás no veáis en
vuestra vida. Pero si la desdichada Sophie no os pertenece ya por los lazos de
la naturaleza, que los lazos de la compasión aumenten vuestro apego por ella.
Cuanto mayor sea su recaída en el infortunio, tantos mayores cuidados le debéis.
La necesidad en que os veréis de separaros de ella os conducirá quizás a la idea
de devolvérsela a su madre. No le deseéis semejante suerte; guardaos mucho de
entregársela, terminaría de corromperse. El motivo por el que Claudine la quiso
alejar de si era excusable, sin duda; creía que gracias a esta picardía haría
pasar a su hija la fortuna inmensa que vuestro padre aseguraba que un día
pertenecería a la suya. Pero Claudine no se paró ahí, es claramente culpable de
otra superchería que revela la bajeza de su alma, además es muy interesada.
Viendo que sus proyectos se habían desvanecido quizás intentase por vías menos
honestas hacer que su hija entrase en posesión de la fortuna que no había podido
procurarle su primer fraude. El pueblo en que habita es uno de esos asilos
pestilentes a donde la corrupción de la capital acude a cubrirse con las sombras
del secreto. No la enviéis allí. Os aseguro que no estaría segura durante mucho
tiempo. Los compromisos contraídos con Isabeau tienen escollos, Déterville los
ha percibido: sería ahí donde el presidente haría sus primeras pesquisas si es
que persiste, como parece, su extremado deseo de tenerla. Ved, pues, junto con
vuestra buena madre, qué es lo mejor para esta infortunada y dadme vuestras
órdenes si creéis que puedo seros útil en todo esto. No obstante ahora estáis
tranquila hasta el final del viaje; así lo imagino, al menos; permitidme que me
aproveche de este intervalo para utilizar vuestros hermosos talentos; sea cual
fuere el estado que la suerte os destine los encontraréis continuamente. Ellos
harán que alcance su plenitud la flor de vuestros días felices si el cielo, como
espero, os los concede después de tantas desdichas; calmarán vuestros ratos de
hastío si por una horrible fatalidad, las espinas han de alfombrar eternamente
vuestro camino. Debéis, pues, cultivarlos en todas circunstancias; solamente veo
quizás una en la que serían inútiles, aquella en que, destinados el uno al otro,
no pudiera haber un instante en que tuviéramos necesidad de distraernos de los
sentimientos que experimentásemos.
Perdonadme los ligeros temores que aún se perciben en mi carta. Los releo con
dolor y no me atrevo a borrarlos. Sin embargo no deben asustaros, atribuidlos
exclusivamente al estado de mi alma. ¿No tiembla uno siempre por aquello que
ama?
CARTA XXVI
El presidente Blamont a Dolbourg
París, 26 de septiembre
No, no intervengas en la educación de esta muchacha; haz de ella lo que quieras
en otro orden de cosas, pero déjame a mí el trabajo de guiarla... Es un tesoro
esta encantadora Augustine... Tiene todo lo que hace falta para llegar; no te
inquietes, te lo suplico, todo se perderá si tú te encargas de ello. Tú no
entiendes nada del gran arte de calentar una mente joven. Esa ciencia sublime
que nos hace dueños de las energías del alma mediante la influencia de las
pasiones, que nos enseña a mover poco a poco a aquella que ha de surtir el
efecto deseado. Este estudio experto del corazón humano que, revelándonos sus
más recónditas costumbres, nos muestra al mismo tiempo cuál es la tecla que hay
que tocar, los diferentes usos que hay que hacer de la alabanza y del halago, la
indulgencia que hay que mostrar aún ante determinados prejuicios, cuáles de
ellos no son perjudiciales, cuál es esencial desarraigar, los nuevos aspectos
bajo los que hay que presentar todos los objetos, la filosofía que hay que
inspirar, la clase de delicadeza que hay que emplear en razón de la edad, el
sexo o la educación del sujeto que se desea corromper, hasta qué punto es
posible apoyarse en lo físico, la manera de manejar el orgullo, de aprovecharse
de las debilidades halladas, de extenderlas o de cambiar su objeto, la forma de
sofocar los remordimientos, de reemplazarlos por sensaciones agradables y de
emplear finalmente en el vicio que se desea hasta las virtudes que se descubren.
Todas esas profundas sutilezas del gran secreto de la seducción son, en una
palabra, cosas que tú ignoras. No intervengas, pues en ello, amigo mío, déjame
hacer y yo lo conseguiré.
Aquí hay una cosa sumamente singular y es que la ciencia de interrogar
jurídicamente nace de la de seducir criminalmente. Porque ¿qué son nuestros
interrogatorios capitales? ¿qué son sino espantosas subordinaciones y
seducciones?
Éste resulta ser uno de esos casos gratos en los que el arte de nuestra virtud
aparente, que nos eleva y nos hace respetables, conduce al arte del crimen
secreto que nos degrada y que nos envilece. ¿Son acaso estos los extremos que se
tocan?... No son los hombres que se depravan, son los abusos de la
civilización... de esta civilización tan mentada que devuelve al hombre al
estado del animal antes que rescatarlo de él, que le somete, que le esclaviza
bajo el pesado yugo del opresor consiguiendo hábilmente que toda la cantidad de
felicidad de que priva al otro pase a este en el nombre de Farinacius, de Jousse
y de Cujas ... Qué importa, aprovechémonos de ello y callémonos. Cuando el
camello baja sus riñones y se arrodilla el viajero se monta sobre él y lo
gobierna sin preocuparse de calcular sus fuerzas, se limita a asombrarse del
animal, que no conoce las suyas. Pero volvamos al tema.
A todas las armas indicadas añadiría, como bien sabes, el móvil poderoso del
interés, vehículo seguro para estos seres subalternos que jamás conciben el
crimen a gran escala que solamente consienten en arriesgarse a ir al patíbulo
ante la esperanza de hacer una fortuna. Por lo que se refiere a Sophie, confieso
que me calienta los cascos: ir a buscar refugio en casa de mi mujer... y esa
respetable esposa que no me advirtió enseguida, que se organizó en secreto para
poder dominarme...
Pues no, no, encanto, no sois vos quien va a dárselas de lista conmigo;
defendeos y no combatáis, una sola de mis tretas haría fracasar, si me tomo la
molestia, todas las que vos alumbraseis en diez años.
¡Oh! son estos delitos demasiado graves como para ser perdonados, el bienestar
de la sociedad exige un ejemplo. He de responder de mi conducta ante toda la
corporación de los maridos... Sería un hombre marcado, tachado de la lista, como
decía Linguet, si dejase impunes estas calaveradas... ¡Dichoso error! Qué fuente
de delicias voy a hallar en tu castigo... cada rama es un placer...
Tranquilízate, pues, Dolbourg, te lo repito, come, bebe... y duerme. Yo meditaré
sobre tus placeres y sobre nuestra mutua tranquilidad. ¿No te sientes sumamente
feliz de tener un segundo como yo, un amigo que se ocupa de que sólo tengas que
coger los frutos de todas las fechorías que tiene la amabilidad de cometer para
tu felicidad. Es cierto que arriesgo menos que tú, lo confieso para que tu
corazón se tranquilice y para liberarle de una parte del vivo agradecimiento
que, sin esto, le embargaría.
Consideración, amigo mío, crédito, dinero, un cargo, eso es lo que hace falta
para hacer todo lo que uno quiera... Sí, digo bien, un cargo... sí, un cargo en
el que protegerse cuando sea necesario... porque en los cargos como el mío, por
ejemplo, no me exigen que me conduzca bien, sino solamente que obligue a los
demás a que lo hagan.
A poco que se haya logrado atormentar magistralmente a media docena de
desdichados, se puede conseguir serlo veinte veces uno mismo, si se desea, sin
el menor peligro. Y eso es lo que hace que yo ame a Francia con locura. Esta
impunidad que aquí se consigue con un poco de consideración, esa garantía de
poder hacerlo todo bajo la negra armadura que es la toga y la caricatura
ampulosa, envarada y rigorista que es necesaria para engañar al vulgo, es algo
que siempre me hará preferir nuestra buena patria a esos malditos reinos del
norte donde nuestro crédito se pierde, donde nuestras prevaricaciones se
castigan, donde los pueblos, esclarecidos por la antorcha de la filosofía,
comienzan a creer que pueden gobernarse sin nosotros y en donde presumen de ser
felices sin la pena de muerte.
CARTA XXVII
Madame de Blamont a Valcour
Vertfeuille, 28 de Septiembre
¡Cuántas variaciones! ¡cuántas cosas! me parece que el cielo sólo me ha dado un
corazón sensible para ponerlo a prueba en los más rudos combates... Sería mucho
más feliz si no sintiese nada. ¡Qué lejos estoy ahora de creer que un alma dulce
es uno de los dones más preciosos de la naturaleza! solamente nos ha sido dada
para nuestro tormento... ¿Qué digo? ¿Qué blasfemia he osado proferir? ¿No es una
injusticia por mi parte pretender una felicidad sin sombra? ¿Es que eso existe
en este mundo?... Lo más fácil es haber nacido para las contrariedades. ¿No
somos como jugadores alrededor de una mesa?... ¿Acaso la fortuna favorece a
todos los que hay en ella? ¿Y con qué derecho se atreven a acusarla los que
dilapidan su oro en lugar de recogerlo? Hay una suma más o menos igual de bienes
y de males suspendidos sobre nuestras cabezas por la mano del Eterno, pero es
indiferente a quien correspondan. Podía ser feliz igual que soy desgraciada. Es
cosa del azar y la mayor de las equivocaciones es quejarse... Además, ¿es que se
supone que no hay algún gozo... incluso en el exceso de desgracia? A fuerza de
aguzar nuestra alma ésta incrementa nuestra sensibilidad, las impresiones que
deja sobre ella, al desarrollar de una manera más enérgica todas las formas de
sentir le hacen experimentar placeres desconocidos a personas frías, lo bastante
desdichadas como para haber vivido siempre en la calma y en la prosperidad. ¡Hay
lágrimas tan dulces en nuestras situaciones! Esos momentos, amigo mío, esos
instantes deliciosos en los que se abandona el universo en los que se penetra en
un antro oscuro o en lo más espeso del bosque para llorar a gusto... en las que
uno se repliega con todos los sentidos sobre su desdicha, en los que se recuerda
todo lo que la agrava, en las que se prevé todo lo que va a aumentarla, en los
que uno se embebe y se alimenta de ella... Esos tiernos recuerdos de los días de
nuestra infancia, en los que aún no conocíamos esas largas y penosas
reminiscencias sobre los diversos acontecimientos que nos han puesto en
semejante estado, esos sombríos temores al sentir que nos acompañarán hasta la
muerte, al ver nuestro ataúd abierto por las lívidas manos del infortunio... y
junto a todo esto la dulcísimo esperanza de un Dios consolador, a cuyos pies
irán a secarse nuestras lágrimas y comenzarán todas nuestras alegrías... ¿Amigo
mío, acaso no son placeres todos estos? Son los placeres de un alma dulce, los
de un corazón delicado. Permitid que, por un momento, los disfrute con vos.
Sacrificada muy joven a un esposo que no tenía nada que me gustase y que apenas
conocía , no por ello dejé de formar en el fondo de mi alma el plan de mis más
rigurosos deberes... Dios sabe que jamás los infringí. Vi cómo mis cuidados se
pagaban con dureza, mis atenciones con brusquedades, mi fidelidad con crímenes y
mi sumisión con horrores.
¡Ay! me creí la única culpable, solamente me reprochaba a mí el no ser amada, a
pesar de las alabanzas que me embriagaban cada día. Prefería imaginar en mí
defectos o errores que suponer que mi esposo era injusto. Y, contenta de haber
obtenido en mi seno pruebas de su estima, quizás de su amor, todos mis
sentimientos confluyeron desde entonces en esas prendas sagradas... ¡Y bien!, me
decía, seré la amiga de mis hijas ya que no he sido suficientemente dichosa como
para ser la amiga de mi esposo. Ellas me consolarán de sus brusquedades y
encontraré en sus brazos la felicidad que me arrebatan.
¡Cuántos proyectos no llegué a formar desde entonces para su dicha! Sólo estas
ideas lograban apaciguar mis males, solamente ellas podían cerrar mis párpados,
sólo ellas conseguían que durmiese apaciblemente... No veía ya contrariedades
desde que creí haber hallado lo que debía hacer felices a mis hijas. El cielo no
deseaba, amigo mío, que esa fuese ya para mí la fuente de la felicidad. Tuve dos
hijas, una me fue arrebatada en la cuna, la encuentro cuando jamás podré volver
a verla... Pretenden que la otra sea tan desdichada como yo y que... ¿quién me
asalta con todos estos males? ¿quién me hace beber, hasta las heces, la copa
amarga del infortunio? Aquél a quien siempre he respetado... querido; aquél que
me fue dado para que fuese el báculo de mi vida y que solamente ha sido su
destructor... aquel que se ha permitido todo conmigo... conmigo, que hubiera
preferido perder la vida a faltarle en cualquier cosa... aquel que yo
consideraba como a mi padre, después de la pérdida del mío... como mi amigo,
como mi esposo y que solamente era mi tirano y mi perseguidor.
Bueno, me callo, Valcour... me callo. Lloráis al leerme, lo veo, bien quisiera
mezclar mis lágrimas con las vuestras, amigo mío, pero no quiero que las
derraméis si mi mano no puede enjuagarlas... ¡Oh! qué felices hubiésemos sido,
sin embargo... Vos... mi Aline... y yo. ¡Cuántos días serenos hubieran
transcurrido para los tres!... ¡Con qué calma hubiera llegado en vuestra
compañía hasta el término de mi vida! Mi vejez hubiera sido una primavera,
cerrados los ojos por la dulce mano de la amistad, hubiera descendido al féretro
con la tranquilidad que confiere la dicha. En lugar de esto descenderé sola y
ningún amigo se dignará a prestarme su ayuda, ya no los tendré cuando llegue al
borde de la tumba... ¡Vaya! ved como a pesar de todo esto, vuelvo a caer en los
tonos sombríos que deseaba evitar... No... en vano cerraría la fuente de mi
llanto, corre a pesar mío... Mil nuevas ideas me atormentan... Si sois
desdichado es por mi culpa. No debía haber permitido que naciese en vos una
pasión que no podía satisfacer. No debía haberos permitido que conocierais a
Aline y a su triste madre. Hoy tendríamos todos menos penas y uno no se consuela
jamás de las que hace pasar a los demás... Pero no todo es desesperado, no,
Valcour, no todo lo es. Recibid aún un poco de esperanza de vuestra buena y
sincera amiga, de quien, con tanto ardor, desearía merecer este título ante
vos... No Valcour, no todo está perdido... Ese bárbaro esposo puede reflexionar,
ese monstruo que le sigue a todas partes y que os persigue con tanta furia,
sentirá quizás que ninguno de los placeres que espera puede alcanzarse con una
persona que sólo siente odio por él. Tengo necesidad de pensarlo y de creerlo
así. La ilusión es al infortunio como la miel con que se frotan los bordes del
vaso lleno de ajenjo salutífero que se presenta al niño, se le engaña, pero el
error es dulce.
Cómo ha abusado de mí este hombre... Yo lo creía ¡uno se entrega tan
apresuradamente a lo que desea! El desdichado que naufraga agarra con tanta
diligencia el brazo que le tienden para salvarle... ¿Puede imaginar que es para
volver a empujarle al abismo? ¡Ay! tenéis razón, me engañaba hasta donde podía
hacerlo, debía creer que Sophie era su hija, nada podía disuadirle de ello y en
esos corazones la naturaleza no suele hacer milagros:.. Creía que era su hija y
juraba que no lo era. El crimen es, pues, completo y lo que he obtenido de su
falsedad no es más que el fruto de su vergüenza... Ese sentimiento lleva al
despecho y el despecho a todo, en esa clase de almas... Como quiera que sea
tengo parientes, no estoy del todo abandonada. Me arrojaré a sus brazos y ellos
me salvarán, les imploraré por mi Aline y por mí, no querrán perdernos a las
dos... Pero cambiemos de tema, Valcour, dejad que os cuente mis proyectos y mis
gestiones porque con el lenguaje de las lamentaciones mi corazón se altera
incesantemente.
Imagináis bien que no he podido resistir al deseo de recibir cuanto antes
noticias de Elisabeth de Kerneuil. Sea cual fuere la suerte que disfrute, me
interesa demasiado como para no tener deseos de averiguarla. Déterville ha
escrito inmediatamente a uno de sus parientes en Rennes. Le suplica que nos
proporcione cuanta información le sea posible sobre esa joven... esperamos. Mi
situación en este caso es muy embarazosa... lo habéis advertido. Tengo, sin
duda, grandes deseos de poseer a esa muchacha, pero ¿qué derecho tendría a su
corazón?
El sólo título de madre que podría alegar ¿sería suficiente para ganarme su
cariño? ¿No se debe toda entera a los padres que la han criado?... Y además
¿trabajaría yo en favor de la felicidad de Elisabeth si consiguiese recuperarla?
¿EI destino que tiene o que le está reservado no será siempre preferible al que
yo le podría dar como hermana menor?... ¿Y los inconvenientes de devolverla a un
padre que quizás no quiera reconocerla o que solamente vea en ella una víctima
de su más insigne libertinaje... esos peligros espantosos no cuentan nada,
Valcour?... No, prefiero dejarla en donde está, me basta con saber solamente que
es feliz, que puedo conocerla, verla una vez, amarla siempre y me consideraré
excesivamente dichosa. Pero si este pobre gozo es negado a mi dulce alma...
¡oh!, Valcour, seré aún más desgraciada. Afortunadamente sé serlo y mi corazón
se encuentra en tal estado de abatimiento que una sacudida más o menos no
significa absolutamente nada para él. Luego esta ese asunto de los bienes que
ensombrece un poco mi conciencia. ¿Puedo permitir que mi hija disfrute de una
fortuna que no le pertenece? ¿Debo privar de ella a los herederos legítimos? No,
sin duda. Esa circunstancia os ha chocado tanto como a mí. Amigo mío, yo diría
también como vos que, entre dos males terribles, escogemos el menor. Respecto a
Sophie, voy a contaros lo que hemos hecho, ignoro si lo aprobareis.
Pertenezca o no al presidente, Déterville objetaba siempre el peligro cierto que
supondría su regreso a Berseuil y la imposibilidad de devolverla allí se hace
tanto más fastidiosa, por cuanto la variación de su suerte había hecho que le
pareciese muy agradable el destino que le habíamos preparado en el pueblo. Yo
objetaba a Déterville que no había encontrado obstáculos al establecimiento de
esa muchacha en Berseuil en los primeros momentos en que imaginamos eso, cuando
no creímos que fuese su hija legítima y que no entendía cómo los encontraba
ahora que sabíamos que no pertenecía ni al marido ni a la mujer. Me respondió
que había desaprobado radicalmente esa decisión en todas las circunstancias,
pero que cuanto más evidentes se hacían las investigaciones del presidente,
mayor peligro veía en Berseuil. Fuese o no su hija no debíamos dudar en este
momento del deseo que tenía de recuperarla; que, en cuanto supiese que estaba
fuera de Vertfeuille, no dejaría de enviar a alguien a casa de Isabeau y que
entonces, en vez de salvar a Sophie, estaba claro que la sacrificaba... Me
rendí, hemos decidido pues, un convento en Orléans en donde nos esforzaremos
para que se aficione a la vida recogida y para que al cabo de unos años se ate
con los votos si no ve nada objetable en ello. Y esta suerte, por dura que pueda
ser, al evitarle esa otra, más enojosa sin duda, que hubiera supuesto la
venganza de sus dos perseguidores, nos pareció decididamente la más prudente de
todas.
Se trataba de prevenir a esa desdichada de los cambios de su suerte y de su
nacimiento. Preveía que esto causaría demasiada pena como para querer encargarme
yo misma. Nuestro amigo se ocupó de ello. Después de muchas lágrimas, como
imaginareis, manifestó en primer lugar el deseo de ser devuelta a su madre.
Convencida finalmente del peligro que supondría esta decisión, reclamó a su
querida Isabeau. Renunciaba gustosa a la dote y al matrimonio, pero quería vivir
con Isabeau... Le explicamos los nuevos peligros y admitió finalmente que eran
mayores.
– Hay que sustraeros al presidente, le dijo Déterville, es seguro que os busca,
no podemos dudarlo. Es evidente que os tratará mal si os descubre. Un retiro
perpetuo es la única alternativa que puede protegeros de sus ardides y de sus
iras. Allí no seréis tanto una protegida como una pariente de Mme. de Blamont y
disfrutaréis de una pensión de cien doblones. Este destino no es comparable al
de ser su hija, pero ya que unas circunstancias desdichadas os privan de esta
dulce satisfacción, estaréis mejor allí que en ningún otro sitio.
– ¡Está bien! iré, exclamó envuelta en lágrimas, soy una carga para todo el
mundo. No puedo encontrar refugio en la tierra. Que me lleven a donde quieran,
en todas partes estaré llena de agradecimiento a la bondad de la dama que no
desea abandonarme...
En cuanto supe que se encontraba en este estado corrí a abrazarla, ella se
precipitó a mis brazos anegada en llanto y me dedicó las más dulces y
halagadoras expresiones. En verdad, amigo mío, hay momentos en que mi corazón
ignora las realidades que nos comunicasteis... Es imposible que las virtudes de
esta alma encantadora se hallen en la hija de una campesina depravada, tal y
como nos habéis descrito a esa Claudine, pero hay que atenerse a las pruebas y
separarla de ella. Así pues, Aline y yo la llevamos antes de ayer a las
Ursulinas de Orléans a cuya superiora conozco; la recomendé como una pariente y
la inscribí con el nombre de Isabelle de Ganges con mil libras de renta cuya
acta le fue entregada al momento. No oculté los motivos de mi secreto a la
superiora; para ello, apelé a su religión y a su compasión; ella sólo se pondrá
en contacto conmigo para todo lo que se refiera a esta joven y ocultará su
existencia a todo el resto de la gente. Pero veré a esa muchacha querida... Se
lo prometí, ella me lo pidió insistentemente, me dijo que antes renunciaría a
todo el bien que yo le hacía que a este compromiso. Me pidió permiso para
escribirme y sobre todo de poder entregar todos los años una parte de su pensión
a Isabeau. Estas dos peticiones honraban demasiado su alma afectuosa como para
ser rechazadas; se las concedí de todo corazón y nos despedimos... Cuando me vio
preparada a abrir la puerta del locutorio, su alma se desbordó, lanzó sus
hermosos brazos a través de la reja y pidió insistentemente el favor de besar
una vez más las manos de su bienhechora. Volvimos sobre nuestros pasos y quedó
sofocada por el dolor al abrazarnos a las dos... Esta es la persona que el
presidente acusa de falsedad, impostura y crimen. ¡Ah! ¡ojalá fuera tan puro
como esta persona a la que así calumnia para hacer así felices a los suyos!
Nos retiramos, y os respondo que Aline no se encontraba mejor que yo. Sin
embargo sólo abandonamos la ciudad al día siguiente, después de habernos
enterado que esta pobre muchacha estaba todo lo bien que su situación le
permitía. Ella había adivinado por sí misma la muerte de su hijo, cuando había
visto que no se le hablaba de él. Pero Déterville le hizo reflexionar tan
hábilmente sobre este asunto, que su dolor fue mucho menos vivo de lo que
hubiéramos creído.
Mientras yo me ocupaba de esto, Déterville se encargaba por su parte de romper
los compromisos que habíamos contraído en Berseuil. La buena Isabeau estaba muy
afligida, no pude resistir la tentación de entregarle una pequeña suma del
dinero que me había devuelto el cura. Así como otra a este buen pastor para los
necesitados de su parroquia. ¡Es tan dulce, amigo mío, hacer un poco de bien! ¿Y
de qué serviría que la suerte nos haya tratado favorablemente si no es para
satisfacer todas las necesidades del infortunado? Nuestras riquezas son
patrimonio del pobre y el que no sienta el placer de confortarle ha vivido sin
conocer la verdadera razón de haber nacido en una situación más acomodada que
otros y los más dulces encantos de la vida.
Terminadas todas nuestras operaciones, nos miramos como lo haría alguien que, de
la tranquilidad hubiera pasado súbitamente a la angustia y la tribulación y que
finalmente ve renacer la calma... Digo la calma porque creo en ello y no veo
absolutamente nada que pueda turbarla hasta nuestro regreso a París. Entonces mi
intención es solicitar una nueva prórroga, contener al presidente lo mejor que
sepa con los escasos medios de que yo dispongo para esto y poner finalmente en
pie de guerra a mis parientes si fuese necesario. Porque, estad bien seguro,
solamente la fuerza podrá decidirme a sacrificar mi hija al malvado que la
desea... Y si gano mi causa, ¿en favor de quien será?... ¿Conocéis el hombre a
quien la destino?... Es el más digno de poseerla... es el mejor amigo de mi
corazón.
CARTA XXVIII
Aline a Valcour
Vertfeuille, 8 de Octubre
¡Ah! Valcour, habéis compartido mis penas... ¡Han penetrado en vuestro corazón!
¡Qué preciosos son para mí los testimonios que de ello me dais! Perdono menos a
mi padre todo lo sucedido que su funesta alianza con ese hombre malvado. Si
pudiese perder a ese desafortunado amigo, estoy segura de que sería más honrado,
tiene más ingenio que ese monstruo y, sin embargo, éste le arrastra. ¡Pérfido
efecto del vicio!... Lo odiaba tanto que pensaba que, para seducir, debería
tener, cuando menos, algún encanto. ¡Me equivocaba, Santo Dios! ya lo habéis
visto, lo consigue mostrando al desnudo su fealdad.
Me preguntáis; amigo mío; si el amor ha contribuido tanto como la decencia en el
arrebato que me hizo huir. ¡Ah! ¿cómo queréis que distinga entre esos dos
efectos? Lo que creo, lo que siento es que el amor los hermana, los confunde tan
perfectamente en mí, que no existe un solo pensamiento de mi mente, ni una sola
emoción de mi corazón que no se deba a ese primer sentimiento. Dirigirá siempre
todos los pasos que me veáis dar y cuando me exijáis que os revele los motivos,
no podré mostraros nunca más que mi corazón.
He llorado mucho a esa pobre Sophie; qué golpe... ¡Ay! se creía mi hermana,
miradla hoy, hija de una campesina tan indigna de ella que no nos atrevemos
siquiera a devolvérsela. No perderá nada: mi madre me ha prometido considerarla
siempre como hija suya. Le he jurado llamarla siempre mi hermana y conservar
siempre para ella todos los sentimientos que por este título le corresponden...
y a aquella a quien realmente se los debo... ¿No la veré jamás?... ¡Quién sabe!
Déterville ha escrito, esperamos. ¡Ah! ¡qué a gusto haría el viaje hasta Bretaña
para ir a abrazarla! ... Pero no quisiera que supiese que la pertenezco.
Quisiera conocerla accidentalmente, para ver si nuestros caracteres armonizan...
si terminará amándome... Por lo que a mí respecta, siento que ya la amo... ¡Ah!
¡son sólo quimeras! apostaría que no la veré en toda mi vida... ¡Qué fatalidad!
¡cuántas molestias... cuántos desórdenes causa a una familia la ambición de una
desdichada nodriza! No soy severa; pero concededme, amigo mío, que semejante
falta no debería quedar sin castigo.
El conde de Beaulé ha vuelto a vernos, lo amo, os estima. ¡Oh, amigo mío, qué
título para ganar mi aprecio! Yo era de la opinión de que mi madre le confiase
nuestras penas... Quizás lo haga. A buen seguro él nos serviría con todas sus
fuerzas. Julie me decía ayer que era un antiguo amante de mi madre... ¡Qué
historia! yo me reí, el conde es bastante más viejo, pero aún era joven cuando
mi madre entró en sociedad y se conocen desde entonces... ¡Ah! si alguna vez esa
mujer respetable hubiera tenido que apartarse de los penosos y rigurosos deberes
que le imponía el cielo, seguro que la elección del conde hubiera excusado
sobradamente sus errores. ¡Oh, amigo mío! dejad que ría un minuto con vos. La
alegría entra tan pocas veces en mi corazón que debéis tener un poco de
indulgencia en los breves momentos que me entrego a ella. Pero si esa locura que
acabo de mencionar fuese cierta, ¿si yo fuese la hija del conde de Beaulé?...
Apuesto a que lo preferiríais. Vamos... no quiero decir ya más extravagancias,
mi alegría no se ha repuesto aún lo bastante... y éstas son tan quiméricas que
he creído que podría permitírmelas para distraeros un instante. ¡Si hay una
mujer en el mundo que merezca legítimamente los títulos de casta y de virtuosa,
se puede afirmar que es ésta! ¡Y qué mérito tenía al merecerlos!... Ya lo
sabéis, amigo mío... ¿cuántas veces la he visto lamentar en mis brazos el peso
de la carga que la abrumaba?... Si este hombre cruel se hubiese contentado con
olvidarla, ella hubiese hallado en su indiferencia hacia él razones para
perdonar esa falta. Pero el muy perverso... Cambiemos de tema, es mi padre y
debo respetar en él hasta sus desviaciones... ¡Ay! lo haría de buen grado si
esos desmanes no ultrajasen a la mejor de las madres. Pero lo que a ella le debo
me hace olvidar a veces lo que él exige y la obligación de odiar al perseguidor
de la que me ha llevado en su seno, me libera a menudo de los sentimientos que
debo a quien me coloco allí. Adiós, amigo mío, mi mente se entristece; no quiero
aburriros. Nuestras aventuras... la temporada que finaliza, todo esto estorba un
poco nuestro plan de vida y nuestros paseos... ¡Oh, cuánto tiempo hace que no os
veo!... Casi siete meses. Si queréis os lo diré también en días, en horas y en
minutos. Estos espantosos intervalos los considero como instantes en los que no
vivo... ¡Ah! si se prescindiese de los momentos de la vida en los que no nace
ningún placer, ¿viviríamos en suma más de cuatro años?
CARTA XXIX
El caballero de Meilcourt a Déterville
Rennes, 12 de Octubre
Querría, querido Déterville, poder responder extensamente y de una manera más
satisfactoria a la carta que tuvisteis la amabilidad de escribirme, pero, atado
por consideraciones de las que dependo esencialmente, no puedo arrojar más luz
sobre el objeto de vuestras pesquisas que la que contienen las pocas líneas que
vais a leer.
Elisabeth de Kerneuil, dotada con todas las gracias del cuerpo y del espíritu,
pero hija de una madre que no podía soportarla, respondió, aún joven, a los
sentimientos del conde de Karmeil, uno de los primeros gentilhombres de Bretaña.
Los obstáculos invencibles que uno y otro encontraban para llevar a cabo la
unión deseada originaron dos desgracias que perdieron para siempre a ambos
jóvenes. El conde se expatrió, sirvió durante algún tiempo en Rusia... Se le da
por muerto. Antes de que la noticia se divulgase, Mlle. de Kerneuil había
terminado su vida de una manera aún más horrible: se mató en cuanto vio la
imposibilidad de pertenecer jamás al objeto de su ardor... Su padre había muerto
hacia tiempo. Su madre terminó sus días dos años después del suceso que
interrumpió la vida de su hija y como Mlle. de Kerneuil era hija única, los
bienes han pasado a los colaterales... Esto es todo cuanto puedo deciros. A
quienquiera que interrogaseis en nuestra provincia no os respondería con tanta
franqueza. Alteraría los hechos, y con verosimilitud, ya que se han propalado
los rumores más diversos respecto a esta desafortunada aventura... Sin duda
hubierais deseado más detalles, pero los lazos que me unen a ambas familias me
impiden ser más explícito. Adiós, querido primo, exijo vuestra palabra que lo
que os digo sólo será revelado a las personas que os encargan escribirme y a
quienes os ruego que exijáis el más absoluto secreto.
CARTA XXX
Mme. de Blamont a Valcour
Vertfeuille, 16 de octubre
Leed y llorad conmigo... ¿no sabía yo ya que no volvería a encontrar esa hija
durante un minuto si no era para añorarla eternamente?... Era desdichada... ¡Ah!
¡cómo la hubiera amado!... Se mató de desesperación... Era odiada... ¡Siniestro
error! ¿Hubiera sucedido todo esto sin la infamia de esa nodriza? ¿Sin el
espantoso proyecto de mi esposo? Hubiera querido más detalles, pero, ¿de qué me
hubieran servido? ¡La he perdido!... ¡No la veré jamás!... Hay que sofocar todas
las emociones de mi corazón. ¡Ah! después de tantos años de violentarlas sé que
un sacrificio más no debería costarme... Valcour, escribidme... calmadme, no
imagináis cómo necesito cartas, mi corazón, siempre desengañado, ansía los
auxilios de la amistad, necesita un sentimiento real para consolarse de todas
las ilusiones que lo extravían. En verdad es una gran desgracia no estar
organizado tan groseramente como otras personas. Por uno o dos gozos mejores se
encuentran veinte tormentos más.
El exceso de precauciones que nos vemos obligados a adoptar, nos impedirá quizás
escribiros con la misma frecuencia que hasta el momento. Este hombre cruel se
hace informar de todo. Y no hay una sola de sus maniobras que no me haga
temblar. Sin embargo, no os inquietéis en absoluto, no sucederá nada serio que
vos no sepáis inmediatamente. Adiós, compadecedme y no dejéis de amarme.
CARTA XXXI
Valcour a Mme. de Blamont
París, 22 de octubre
Sí, señora, lo confieso, un exceso de sensibilidad es uno de los más crueles
presentes que la naturaleza puede otorgarnos. En este instante ese exceso supone
vuestra desdicha. Vuestra alma es de una delicadeza tal que siempre parece volar
más allá de todas las informaciones para componerse suplicios. Se diría que le
agrada alimentarse de ellos y que esta manera de existir, al ser más viva, es la
que mejor se le acomoda. ¿Qué os importa esa hija a la que jamás conocisteis? Ya
es bastante llorar sobre los males reales sin añorar los placeres que no se han
podido gozar. Con esta manera de pensar todo nos causaría pena y seríamos
sumamente desgraciados. Sin duda el cariño que sentimos por nuestros hijos
debería estar en relación con el que ellos experimentan hacia nosotros. Me
parecería tan inoportuno amar a un hijo que os odiase, como insensato,
perdonadme la expresión, amar a uno que no vais a ver jamás. El amor supone
relaciones. ¿Y cuáles son las que pueden existir entre nosotros y un ser
desconocido? Quizás encontréis que mis consuelos son algo duros, pero es
imprescindible privar a un corazón tan sensible como el vuestro de la perpetua
facilidad que tiene para afligirse. Buscad en Aline, en esa Aline que os adora
los gozos que os arrebata la muerte de Claire. ¡Ah! ¡vuestra salud me inquieta
mucho más que esa pérdida que no debería causaros realmente ninguna impresión!
Eso es algo real en que ocuparos y no debe ser desplazado por puras quimeras.
Pensad que os debéis a vos misma, a una hija que sólo vive por vos, a los amigos
en cuyo nombre me atrevo a intervenir y que quedarían desolados por la menor
alteración de una salud que aprecian tanto. Me entero con dolor que vais a estar
algún tiempo sin darme noticias vuestras. Os agradezco el instante que habéis
escogido para comunicármelo. Mi corazón, ocupado exclusivamente por vuestras
penas, apenas si siente las que sobre él descarga esta amenaza... Ocupaos
solamente de vos, señora, pensad solamente en vos, os lo suplico. Daré todo por
bien empleado, ¿qué digo? me consideraré feliz cuando sepa que sufrís menos.
Esto es lo único que os suplico que me informéis sin falta.
CARTA XXXII
Valcour a Aline
París, 5 de Noviembre
¡Qué silencio! no me he atrevido a turbarlo pero, ¿estaba por ello más
tranquilo?... Si pudiese veros sufriría mucho menos por esta ausencia de
cartas... ¡Pero vivir sin oíros y sin contemplaros, Aline!... ¿Imagináis la
violencia de este suplicio? ¿Y por qué no he de veros? ¿Por qué no me
concederéis un minuto? Soy consciente de la amplitud de mi petición y recuerdo
temblando que ya me ha sido denegada. Pero en la fuerza de mi amor hallo el
valor de volverla a formular... Durante estas largas veladas... llegaría
disfrazado... El más impenetrable secreto ocultaría estos propósitos... Me
arrojaría un instante... un solo instante a los pies de vuestra respetable madre
y a los vuestros. ¡Qué calma supondría este minuto de dicha para el resto de
días aciagos que aún debo pasar lejos de vos! ¿Podéis exigir que esos días...
esos días infortunados que os consagro se malgasten así en las lágrimas y el
dolor? ¡Ah, ojalá pudiera comprar con mi sangre este favor que me atrevo a
suplicar!... que lo pague con mi vida si es necesario. No quiero existir más que
ese instante y abandono, sin dolor, todos los momentos que han de seguirlo. ¡Que
significan para mí los instantes que estoy condenado a vivir sin vos! En vano,
Aline... en vano hago todo lo que puedo para alejar de mí este violento deseo,
renace sin cesar en mi corazón, todas mis ideas lo traen a mi espíritu, debo
morir o satisfacerlo... Lo que antes me distraía, ahora me resulta tedioso.
Contemplo las bellezas de la naturaleza... la estudio, intento sorprender sus
secretos y ella solamente me muestra a mi Aline. ¡Tened piedad de vuestra obra,
no me castiguéis por mi amor!... No intentéis, sobre todo calmarme con razones,
mi corazón solamente escucha los sentimientos que lo arrebatan. Si no los
satisfacéis, Aline, vais a reducirlo a la desesperación... Y no escaparéis a
vuestros remordimientos... Vuestro exceso de rigor habrá hecho nacer dos seres
desdichados, sin que ninguna conveniencia a la que inútilmente os hayáis
sacrificado os hayan otorgado una virtud de más.
CARTA XXXIII
Mme. de Blamont a Valcour
Vertfeuille, 12 de Noviembre
Sí, soy yo quien responde, vuestra Aline está demasiado débil como para hacerlo
por sí misma, la hacéis llorar... me causáis penas, os las causáis a vos mismo y
esto es, en mi opinión, todo lo que resulta de esos breves momentos de
efervescencia que no habéis podido contener. ¿No percibís la imposibilidad de
vuestra proposición y, en las circunstancias en que nos encontramos, podéis
exigir algo semejante? Decís que me amáis; si esto es así no intentéis hacerme
más desgraciada de lo que soy. ¿Pensáis acaso que la tormenta no caería sobre mí
si se descubriese el asunto? ¡Ah, amigo mío! apelad en socorro de vuestra razón
a esa delicadeza que caracteriza tan bien al corazón que me sedujo...
Consultadla, veréis si os permite comprar un instante de dicha, al precio de la
de quien os ama como nadie en el mundo. ¿Creéis que eso sería ignorado?
Supongamos que sucede ¿sería menos culpable por haber consentido a pesar de la
promesa que hice de oponerme? Sé muy bien que nada he de temer de vos, vuestra
honradez, vuestras virtudes, me tranquilizan y el enamorado que es tan delicado
como para no pedir una cita de su amada si no es en presencia de su madre, no se
convertirá jamás en el seductor de la que ama. Así, no temo por ella, sino por
vos... alejaríais vuestra felicidad... ¿qué digo? la destruiríais para siempre.
Trabajemos antes para obtenerla un día entera, que para disfrutarla así, en
porciones, que para arriesgar por un instante dicha que, quizás no tendría
lugar, la certitud de saborearla pronto en su integridad... No, me opongo a esta
fantasía. Haré más, exijo que, al menos, de aquí a cierto tiempo, no me habléis
más de ello... Vos que invitáis a los demás a tener valor... ¿es esa la forma en
que lo manifestáis?... Os perdonaría si tuvieseis motivos para estar celoso,
pero sois amado con exclusividad. Nada debe agitar vuestra alma, nada debe
llevarla a la desesperación. Pensad que yo... yo que quizás os ame como ella,
que yo os prohíbo desesperar y que es a mí a quien vais a apenar si no me
prometéis que vais a ser más prudente. ¡Oh! ¡Pobre filosofía! ¿es esa la manera
en que cautivas el corazón del hombre? ¿es así como llegas a ser la dueña de sus
pasiones?... Aquí está esa querida Aline... aquí está, cerca de mí, llorando
como una niña... "Pero mamá, dice con sus grandes ojos bañados de lágrimas... me
parece que un cuartito de hora..." ¡Pues bien ! ya lo veis, no la riñáis, lo
desea tan ardientemente como vos. Que esta certeza sirva para calmaros... Pero
esto no es posible, creedme que si yo misma no viera en ello los mayores
peligros hubiese sido quizás la primera en imaginarlo. ¿O creéis que no sé lo
que puede convenir al amor? Jamás he conocido, a Dios gracias, esa especie de
delirio, pero lo imagino. Estad, pues, tranquilo, sois amado, sí, he querido que
esta palabra fuese escrita por la misma persona que, al hacerlo, sigue los
dictados de su corazón. Sois amado, nos ocupamos de vos, trabajamos para vos,
pero no destruyáis el fruto de nuestros desvelos y no intentéis perderlo todo a
cambio de un instante de satisfacción que quizás sólo serviría para sumirnos de
nuevo en un abismo de tormentos y de males... ¡Oh, amigo mío! perdonadme... me
doy perfectamente cuenta de que os hago desgraciado, amadme lo bastante como
para decirme que no... Como para asegurarme que ya habéis renunciado a esa
extravagancia. Sí, decídmelo, prefiero que la victoria sea el fruto de vuestra
razón que el de mis argumentos. Junto al bien que hago, siempre me quedaría la
pena de imaginar que os atormento. Mi felicidad sería completa. Estaría segura
de que habéis sido razonable merced a vuestras solas reflexiones y me vería
libre del calvario de tener que destrozar vuestra alma escribiéndoos las mías.
CARTA XXXIV
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 15 de Noviembre
Hace ya bastante tiempo que debes haber observado; querido Valcour, que cuando
las cartas son mías se trata siempre de nuevas catástrofes... ¡Pues bien! ya
tenemos la cabeza a pájaros... la filosofía salida de sus casillas, como decía
el día pasado cierta dama que tú conoces, a propósito de tu ridículo proyecto...
¡Ya no hay tranquilidad, ni principios, ni sentido común! Qué pocas cosas son
necesarias para convertir a un hombre razonable en un loco y a menudo a una
persona llena de sentido común en la más extravagante de las criaturas. Ganas me
dan de exasperarte... Veamos... calculemos por una parte todos los sucesos que
debes considerar venturosos; en segundo lugar todos los que pueden contrariarte;
finalmente, todos los que te resultan indiferentes. Es seguro que lo que he de
contarte está en una de estas tres clases. Formulémoslos. Sería posible, en
primer lugar que el presidente hubiese vuelto, que Aline hubiese sido raptada...
es posible que el presidente hubiese entrado en razón y que lo estuviésemos
esperando para una boda... es extremadamente simple que unos desconocidos
hubiesen llegado casualmente a Vertfeuille y que nos hubiesen relatado cosas muy
extraordinarias. ¿No es cierto, querido mío, que todos estos incidentes están en
la categoría de las cosas posibles? ¡Pues bien! calma tus temores sobre el
primero; no te abandones por completo a la dulce esperanza del segundo y escucha
pacíficamente el tercero.
La tarde en que te escribió Mme. de Blamont estábamos ella, Aline, Eugénie y yo
razonando sobre tu locura. M. de Beaulé jugaba al ajedrez con Mme. de Senneval.
Serían aproximadamente las ocho de la tarde, el cielo, muy oscuro, apenas si
acababa de recuperarse de un espantoso huracán, cuando súbitamente oímos a un
hombre, a caballo, que hacía estremecer el patio con sus latigazos... con sus
gritos y que pedía auxilio con todas sus fuerzas... Se abrieron las puertas, los
criados acudieron corriendo. Alumbraron, Mme. de Blamont se estremeció; Aline y
ella se imaginaron que iban a volver a ver al terrible objeto de sus temores. El
mismo conde, aunque esta ya muy jaque mate corrió conmigo detrás de los criados.
Y finalmente introdujimos en la primera antecámara a un desdichado doméstico
calado hasta los huesos, enfangado hasta la coronilla, que nos pregunta si está
en el camino de Orléans y si le queda mucho camino que hacer para llegar a esta
ciudad.
– Mucho, ¿de dónde venís?
– De Lyon, nos dirigimos a París en etapas cortas. Mi amo, que me sigue con su
mujer quiso pasar por el camino de Orléans, y ese maldito capricho es la causa
de que ahora estemos perdidos. Conozco el otro camino, pero este, en absoluto...
La noche se nos echó encima... un tiempo endemoniado. Cabalgando delante del
coche, extravié el postillón que me seguía, porque me había extraviado yo mismo,
y ahora no sé donde nos encontramos.
– Entre gente de bien.
– Ya lo veo, pero preferiríamos estar en la posada, porque mi amo, que viaja de
incógnito, ¿comprendéis? no quiere molestar a nadie y a buen seguro que no
aceptará jamás el asilo que vais a tener la cortesía de ofrecerle.
– ¿Y dónde está vuestro amo?
– A doscientos pasos de aquí, en la esquina de la avenida. Si hubiese habido
solamente una choza se hubiera detenido, pero solamente hay árboles. Me ha
enviado por delante para ver si obtengo alguna información sobre la ruta que
debemos seguir.
– Id a buscarle, le dijo el conde, y decidle que la Sra. presidenta de Blamont,
en cuyas posesiones se encuentra, se enojaría mucho si no le hiciese el honor de
venir a cenar a su casa.
– A fe mía, señor, nos devolvéis a la vida. ¡Vivan las gentes honradas, pardiez!
Si hubiese caído en una cueva de ladrones no me hubiesen recibido con tanta
amabilidad.
Y el fiel jinete voló en pos de su amo mientras que el conde se apresuraba a
comunicar a Mme. de Blamont la libertad que acababa de tomarse, al ofrecer su
casa a unos viajeros perdidos. Esta mujer encantadora a quien se hace un
servicio cuando se le proporciona el placer de hacer una buena obra, llamó, como
imaginarás, enseguida para dar órdenes. Se encendieron antorchas y corrieron al
encuentro del coche para conducirlo a la casa con más seguridad. Un cuarto de
hora después se abrieron las puertas del salón, y vimos aparecer a un joven de
alrededor de veinte años y que nos presentó, como suya, a una mujer de
diecisiete a dieciocho años. Ambos, junto a unos rasgos de lo más dulce y
regular, mostraron hacia nosotros la mejor y más honrada actitud.
– Gracias debo dar a la fortuna, señora, dijo el joven a la dueña de la casa,
del accidente que nos ha acaecido, ya que solamente a él debo el inesperado
honor de presentaros mis respetos. Sólo os pediría un guía, señora, si mis
caballos no estuviesen rendidos y si me atreviese a privar a vuestro corazón del
placer que veo que experimenta con la hospitalidad que nos brinda.
Mientras tanto, la joven se expresaba con más encanto y desenvoltura aún. Iba
vestida a la inglesa, con un elegante sombrero de paja que le cubría los ojos.
Su talle era esbelto y bien formado, sus cabellos negros, bellísimos, estaban
atados con una cinta rosa, una extraordinaria vivacidad animaba sus ojos, la
nariz era ligeramente aquilina, los dientes hermosos, tenía detalles
encantadores y una finura asombrosa en los rasgos... Nos sentamos, charlamos
unos instantes y pasamos a la mesa...
– ¿Ibais a París, señor? dijo Mme. de Blamont al joven.
– No, señora, conduzco a mi mujer junto a su familia, en la provincia de Mans y
me incorporaré a mi unidad después de haberla dejado allí.
– ¿Sois acaso uno de los nuestros? dijo el general Beaulé, ¿servís en la
caballería?
– No, señor, soy capitán en el regimiento de Navarra y voy a incorporarme a él
en Calais, después de haber dejado a mi mujer con su madre. Venimos de ver, en
el Delfinado, a un viejo tío mío que quería abrazarnos antes de morir y que, nos
ha dejado doce mil libras de renta.
– Ese si que es un viaje provechoso, dijo Mme. de Senneval.
– Sí, señora, si hay algo que pueda compensar la muerte de las personas amadas y
que nos aprecian tanto.
Durante los postres, Léonore, así se llama esta encantadora aventurera, sufrió
un ligero desmayo; Sainville, su esposo, acudió prontamente a su lado.
– No os alarméis, señora, dijo a Mme. de Blamont, son accidentes propios de una
recién casada que no deben sorprender en los primeros años del matrimonio. Os
pedimos permiso para retirarnos...
Subieron ambos a la habitación que les había sido destinada. Como Léonore no
había traído doncellas consigo, Mme. de Blamont le envió las suyas. Ella les dio
las gracias de todo corazón y no hizo uso de sus servicios.
Recuperados todos de la primera impresión de esta aventura nos resultó imposible
dejar de ver contradicciones en el relato de nuestros viajeros. En primer lugar
el criado nos había dicho que venían de Lyon y que se dirigían a París. El amo,
bien porque había olvidado la orden que había dado a su criado o porque quizás
no le había dado ninguna, nos aseguraba, por el contrario, que venia del
Delfinado y que sus pasos se dirigían hacia el Maine. Además el aspecto de la
joven nos pareció un poco sospechoso. Sin duda tiene maneras graciosas y
corteses y parece haber recibido una excelente educación, pero, examinándola un
poco mejor, se ve que hay más artificio que naturalidad en todos esos atributos
externos de pertenecer a la buena sociedad. Sus modales son estudiados, sus
gestos cuidados, su pronunciación bella, pero afectada. Sus movimientos son
acompasados y a través de todo esto, no obstante se transparentan el candor y la
modestia. El joven es de muy buena facha, castaño, levemente bronceado, de porte
ágil, con hermosos ojos y soberbios cabellos. Su tono es menos amanerado que el
de su acompañante, pero se ve que tiene mundo y que posee las cualidades
necesarias para triunfar. Cuando estábamos en estas reflexiones, el conde buscó
el nombre de Sainville en la nómina del regimiento de Navarra y no lo encontró.
Nuestras sospechas se redoblaron... Preguntamos que instrucciones habían dado a
sus criados. Les habían dicho que se informasen del momento en que Mme. de
Blamont estaría visible al día siguiente, que les avisasen una hora antes y que
saldrían inmediatamente después de haberse despedido de la dueña de la casa.
– Pardiez, dijo el conde de Beaulé, estos son dos aventureros, apuesto a que sí.
Nos tendrán que pagar nuestra hospitalidad con el relato de su historia.
Durante unos instantes, por delicadeza, Mme. de Blamont se opuso a este
proyecto, temía que eso los enojase.
– Cuantas más contradicciones hay en lo que dicen, más claro está que su
intención es ocultarse. El criado esta en el ajo, nos ha dicho que su amo
viajaba clandestinamente. No le obliguemos a desvelar su secreto. Esta
hospitalidad que les hemos concedido solamente nos obliga a ser considerados con
ellos... opino que la quebrantaríamos si les forzamos a explicarse.
– Pero sólo se trata de proponérselo, dijo Mme. de Senneval, si esto les aflige,
les dejaremos marchar sin hablar más de ello y si, por el contrario, consienten,
¿por qué privarnos de esta distracción?
Eugénie propuso interrogar a sus criados, pero Mme. de Blamont no quiso y
definitivamente se adoptó la decisión de que la dueña de la casa fuese a ver
personalmente a la joven al día siguiente por la mañana, que comenzase por
invitarles a descansar unos días en Vertfeuille y que, disimuladamente le dejase
entrever el interés que tendría en conocerla más detenidamente... Pero, tímida,
como ya sabes que es, no se atrevió a hacer sola esa visita y fui designado para
acompañarla. Como había ordenado decir expresamente que estaría levantada a las
nueve, con el fin de estar segura de encontrarlos levantados a las ocho y media,
nos dirigimos a sus habitaciones a esa hora. Habían terminado de arreglarse y se
disponían a bajar... Manifestaron su embarazo porque nos habíamos anticipado a
ellos. El intercambio de cortesías fue recíproco. Mme. de Blamont encauzó la
conversación con mucha habilidad. El marido y la mujer, muy inteligentes ambos,
adivinaron sus intenciones y, lejos de negarse a lo que de ellos se pedía,
manifestaron espontáneamente que se consideraban muy afortunados de poder
agradecer, a través de un acto de obediencia tan leve, todas las atenciones que
habían recibido.
– Como no suponíamos que os pudiéramos interesar hasta tal punto, señora, dijo
Sainville, nos perdonareis que ayer, al llegar a su casa, disfrazásemos un poco
la verdad. Hay cosas que se pueden esconder sin ofender en nada a la persona
ante quien se mantienen ocultas. Sin negarnos hoy a las explicaciones que nos
pedís quizás nos veamos obligados, sin embargo, a introducir algunas
restricciones. Pero como no mermarán en nada la singularidad de nuestro relato
nos las perdonareis, señora, en la seguridad de que la mayor exactitud regirá en
todos los demás detalles...
Contenta de lo que había obtenido, Mme. de Blamont no se atrevió a insistir más
y quedamos de acuerdo que se haría un desayuno copioso que, al permitirnos
prescindir de la comida, nos facilitase una jornada más larga y, con ella, el
tiempo necesario de prestar toda nuestra atención a las aventuras que íbamos a
escuchar. Nos sentamos temprano a la mesa y en cuanto volvimos al salón la
concurrencia se dispuso en semicírculo alrededor de ambos jóvenes y Sainville
comenzó su relato en los siguientes términos.
El correo va a salir, ya no queda tiempo, me permitirás, querido Valcour, que
esta prolongada exposición sea el tema de mi próxima carta. Un abrazo.
CARTA XXXV
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 16 de Noviembre
[Historia de Sainville]
Después de haber manifestado a esta querida esposa la embriaguez que me producía
el haberla encontrado, después de haber pasado veinticuatro horas ocupados
exclusivamente en nuestro amor y en la felicidad que nos producía el poder
darnos mil pruebas de él, le pedí que me relatase los sucesos que le habían
acaecido, desde el fatal instante que nos había separado.
Pero estas aventuras, señoras, dijo Sainville al terminar las suyas, tendrán,
creo, más atractivo si las cuenta ella en mi lugar. ¿Permitís que así sea?
– Claro que sí, dijo Mme. de Blamont, en nombre de toda la concurrencia, nos
encantara escucharla, y...
¡Santo cielo! ¿quién me impide proseguir? ¿qué espantoso ruido ha conmovido
repentinamente los cimientos de la casa? ¡Oh, Valcour! ¿seguirán los cielos
conspirando contra nosotros?... Derriban las puertas, las ventanas se erizan de
bayonetas... las mujeres se desmayan... ¡Adiós, adiós, desdichado amigo!... ¡Ah!
¿es que solamente voy a tener que contarte desgracias?
CARTA XXXVI
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 17 de Noviembre
¿No es odioso, querido Valcour, que un desdichado joven exclusivamente culpable
del sentimiento que es origen de todas las virtudes... después de haber
recorrido la tierra, después de haber resistido todos los peligros que se pueden
afrontar solamente encuentre escollos, tormentos y desgracias a las puertas de
su patria y después en el centro mismo de esa patria, que sólo puede volver a
ver maldiciéndola?... Sí, me atrevo a decirlo, estas fatalidades dan lugar a
muchas reflexiones y prefiero callar a revelarlas. La amistad que inspira el
infortunado Sainville las impregnaría de una amargura excesiva.
Porque el objeto de esa expedición eran Aline y él, Valcour... ¿Aline y él? te
escucho decir. ¡Eh! ¿qué extravagancia los une? Escucha, todo se explicará.
Es inútil que te describa el horror de nuestras damas cuando vieron que la casa
se llenaba de alguaciles, de espías, de guardias, de toda esa canalla repugnante
cuyo despotismo asusta a la humanidad a expensas de la justicia y de la razón,
como si el gobierno necesitase más seguridad que la que confiere la virtud y el
hombre más lazos que los que emanan del honor... No necesito decirte en qué se
convirtió esa agradable reunión, cuando vimos aparecer, en medio de la confusión
general a un hombrecillo feo, corto y gordo, completamente alelado, temblando de
los pies a la cabeza, con la espada en una mano y la pistola en la otra, que
dijo ser consejero del Rey y además, oficial superior del tribunal de la Sûreté
de París y afirmando que, en nombre de la seguridad del Estado, debía prender a
un oficial que hacia llamarse Sainville, nombre usurpado, como se vería en la
orden de que era portador; que, encontrándose el susodicho M. de Sainville en el
palacio de Vertfeuille, cerca de Orléans, le había sido ordenado a él, Nicodéme
Poussefort, oficial superior, prender al susodicho militar en el susodicho
castillo así como a una señorita, raptada por este oficial y que hacía pasar por
su mujer, todo ello en orden a ponerlos a ambos a buen recaudo en un lugar que
se indicaba en su orden .
Por este preámbulo adivinarás lo que todo el mundo pudo pensar. Sólo voy a
contarte lo que siguió y la parte que el presidente tiene en todo esto.
Una vez que hubo soltado estos cumplidos, el hombrecillo quedó sudoroso,
palpitante y apestando como un capuchino que baja del púlpito, nuestras damas
habían vuelto en sí a fuerza de cuidados y el desdichado Sainville y su mujer
entremezclaban sus lágrimas y sus gemidos, entonces el conde de Beaulé avanzó
hacia el alguacil y le ordenó con esos aires de nobleza y de superioridad con
que antaño había conducido a los franceses hacia el enemigo, le ordenó, decía,
que envainase sus armas y que hiciese salir a su gente del salón y le preguntó
cómo se le había ocurrido entrar de manera tan brusca en el palacio de una mujer
honrada.
Ante esta pregunta, ante el porte señorial de quien la formulaba, ante los
títulos y las condecoraciones que la respaldaban, Nicodéme Poussefort, oficial
superior de la Sûreté de París respondió, un tanto confuso que se había creído
autorizado en sus gestiones por su orden y por las diferentes consignas
particulares que había recibido de las personas interesadas en ello. Pero el
conde, después de haberle reprendido una segunda vez y de haberle dicho que las
órdenes de los padres no se anunciaban como si fuesen de Mandrin, sino que se
ejecutaban a través de los oficiales delegados en cada distrito a este efecto y
que, como la quimérica preponderancia o la ilusoria autoridad del tribunal de la
Sûreté de París no tenia jurisdicción más allá de las puertas de la ciudad, le
preguntó además si sabía de quién procedía la orden y quién la había
solicitado...
Por toda respuesta el alguacil le entregó sus papeles, y el conde, después de
recibirlos, le dijo sin mirarlos:
– Estad tranquilo; señor, yo me encargo de todo...
Luego, dirigiéndose a los señores de Sainville:
– Ahora sois mis prisioneros, les dijo, dadme vuestra palabra de honor de no
ausentaros de esta casa sin mí...
– Os equivocáis, señor, dijo precipitadamente el oficial de policía, esta dama a
quien exigís la palabra no es la persona a quien debo prender. La que
corresponde a la descripción que me han dado, prosiguió señalando a Aline, es
esta señorita. Y ella debe ser Mme. de Sainville...
– Sois vos quien cometéis el error, respondió el conde, o la descripción que os
han dado es falsa. La joven que designáis es la hija de Mme. de Blamont.
Y señalando a Léonore:
– Ella y sólo ella es Mme. de Sainville...
– Sr. conde, respondió el alguacil, lo que decís es muy poco probable, ya que
esta descripción en la cual me baso, es obra del presidente de Blamont. ¿Me
hubiera dado la de su hija? Confrontémoslo, señor, porque la traigo aquí.
Creo que era difícil describir a Aline con más precision y, como no se parece en
absoluto a Léonore, era imposible equivocarse.
– ¡Ah! ahora me doy cuenta de todo, dijo impetuosamente Mme. de Blamont.
Luego, dirigiéndose al alguacil:
– Terminad, señor, terminad de aclarar esto. ¿Tenéis alguna orden particular
referente a esta joven?
– La de dejarla en el convento de las Benedictinas al pasar por Lyon, respondió
el alguacil. Decirle que espere ahí a su familia que pronto vendría a disponer
de ella y proseguir mi ruta con M. de Sainville hasta la isla de Sainte
Marguerite en donde se le encerrará por diez años.
– ¿Y quienes os han dado las diferentes comisiones? preguntó a su vez Mme. de
Blamont.
– En primer lugar recibí, señora, respondió el alguacil, una orden general y
vaga del magistrado de acomodarme a todo to que me fuese ordenado por el padre
de M. de Sainville quien no ha querido correr con la responsabilidad de hacer
prender a su hijo en casa de Mme. de Blamont en donde sabía que estaba, sin
ponerse previamente de acuerdo con el señor presidente. Como consecuencia de
esta delicadeza y como no se llegó a ninguna conclusion ese mismo día, se me
citó al día siguiente por la mañana; entonces encontré reunidas a las dos
personas con quienes había de tratar. Y de ellas recibí los diferentes detalles
que necesitaba para actuar.
Esto es, mi querido Valcour, todo lo que hemos podido averiguar sobre este
lance, y como aún no se ha aclarado nada, imagino que antes de haber terminado
la lectura de mi carta vas a entregarte a mil cábalas. Formulemos, pues, algunas
contigo antes de proseguir con las cosas interesantes que aún he de relatarte.
En primer lugar parece bastante claro que M. de Blamont se ha confiado al padre
de Sainville; que le ha pedido insistentemente, sin duda, dirigir contra su
hija, mucho más culpable que Léonore, la orden de detencion destinada a esa
Léonore. Que, como ésta no estaba actualmente reclamada por nadie, él se
encargaría de responder de ello. Que lo importante era separarla de Sainville,
lo que se conseguía igualmente, ya que Mme. de Blamont la retendría
probablemente en su casa y que, poco despues iría a buscarla él mismo para
colocarla en algun convento en donde se la podría encontrar siempre que fuese
requerida. Que el padre de Sainville apenas si tenía interés en esta Léonore y
como sólo deseaba separarla de su hijo, estuvo de acuerdo en todo con el
presidente, siempre que éste permitiese hacer prender al joven en el palacio de
Vertfeuille. Y finalmente que, Aline detenida de esta forma y conducida a Lyon,
no tardaría en convertirse en la mujer de Dolbourg, que hubiera acudido
rapidamente a su lado junto con el presidente. Éstas son mis conjeturas, amigo
mío, iguales a las del resto de la concurrencia. Volvamos ahora a los detalles
que ya no pueden tolerar más demoras.
– Podéis iros, señor, dijo el conde al alguacil, en cuanto este hubo terminado
con sus explicaciones, id a decir a quienes os hayan enviado que el conde de
Beaulé, comandante de Orléans y teniente general de los ejércitos se hace cargo
de vuestros prisioneros, os libera de vuestras obligaciones respecto a ellos y
os da su palabra de llevarlos ante el ministro antes de tres días.
– Senor conde, dijo el alguacil inclinándose hasta tocar el suelo, obedezco sin
replicar, pero ya conocéis nuestros cargos y corro el peligro de perder el mío
si no tenéis la bondad de hacerme un recibo.
El general pidió recado de escribir y firmó sin dificultad lo que el alguacil
deseaba. Despues de lo cual, éste y su tropa desalojaron el palacio, no sin
escamotear, afanar y robar, todo lo que cayó en sus manos .
Apenas hubieron salido, comenzamos a razonar intensamente sobre las maniobras
sordas e infames del presidente pero como todo lo que se dijo te lo acabo de
consignar, paso rápidamente a las consecuencias esenciales de esta aventura.
Restablecida la calma y realizadas todas las reflexiones, el conde abrió la
orden y, después de haber recorrido rápidamente algunas líneas
– ¡Cómo!, señor, dijo con sorpresa a Sainville, ¿sois el conde de Karmeil?,
conozco mucho a vuestro padre.
– ¡El conde de Karmeil!, exclamó Mme. de Blamont visiblemente turbada, ¿Habéis
leído bien? ¿No os equivocáis?.. Cielos... Léonore, no, no resisto a estos
renovados embates de la fortuna... Desdichada niña... abre tus brazos...
reconoce a tu madre.
Y, demasiado conmovida por lo que acababa de suceder, emocionada por una escena
tan enternecedora, se desvaneció en los mismos brazos de Léonore.
– Santo Dios, dijo ésta, la bondad de esta amable dama la engaña sin duda. ¿Qué
ha querido decir?... ¿yo su hija?... ¡Ojalá lo hubiera sido!
– Lo sois, señorita, dije yo entonces, auxiliemos a Mme. de Blamont... No está
equivocada, ni mucho menos. Tenemos todo lo necesario para convenceros...
Sainville, ayudadnos a devolver a vuestra esposa la más adorable de las madres.
Te dejo imaginar la confusion reinante. El conde, que no conocía los hechos,
ignoraba incluso de qué se trataba. Mme. de Senneval, más informada, aseguraba a
Léonore que no nos engañábamos. Finalmente, Mme. de Blamont auxiliada por Aline,
que no sabía a quien atender, recuperó el uso de sus sentidos y se lanzó de
nuevo a los brazos de Léonore. Todo se aclaró, exhibí, por una parte, la carta
del caballero de Meilcourt, y, por otra, las declaraciones recogidas en
Pré-Saint-Gervais y, como todas las piezas encajaron reforzandose mutuamente,
resultó imposible a Claire de Blamont, a quien en adelante seguiremos llamando
Léonore, para la mejor comprension de esta historia, le resultó imposible,
decía, ignorar durante más tiempo su nacimiento.
– Este es entonces el motivo de que fuese odiada por Mme. de Kerneuil, dijo la
joven, arrojándose a los pies de su verdadera madre, por eso me detestaba...
¡Oh!, señora, continuó, pero con más amaneramiento que verdadera emoción (éste
es un rasgo de su carácter que no hay que perder de vista) ¡oh! señora,
permitidme que, de rodillas, os pida para mi los sentimientos que mi
desafortunado destino me impidió conocer. Mi alma estaba hecha para recibirlos y
la más bárbara de las mujeres le negó siempre este goce. Sainville, corre a
precipitarte, como yo a los pies de esta dulce madre. Pídele perdón por nuestros
desvaríos y no sueñes ya con tenerme si no es con su consentimiento.
Entonces este interesante joven, bastante más afectado que su mujer, bañó los
pies de Mme. de Blamont con sus lágrimas y prosternado ante ella:
– ¡Oh!, señora, dijo, ¿os dignaréis perdonar mi crimen?... ¡mis crímenes!...
– Oh, Dios santo, dijo enseguida esa madre delicada y sensible, no los habéis
cometido, toda vuestra culpa es haberla amado. Yo la hubiera amado como vos.
Levantaos, Sainville... Hela aquí, deseo que la recibáis de mi propia mano...
Renuncio a describirte la situación de esa mujer adorable en medio de esa
encantadora pareja... Aline besaba ya a su madre, ya a su hermana... No, amigo
mío, harían falta los colores de la misma naturaleza para reproducir este
cuadro, el arte no lograría imitarlo.
Durante este tiempo, explicamos, lo más sucintamente posible, toda esta historia
al conde de Beaulé.
– Son estas aventuras muy singulares, dijo acercándose a Mme. de Blamont, mi
querida y antigua amiga, continuó, cogiendo sus manos, me interesan
enormemente... Pero sois excesivamente misteriosa... ¿Por qué no me lo dijisteis
antes? Ahora este Sainville se ha convertido en mi hijo. Y esa desdichada Aline
con quien también se han ensañado... ¡Qué horror! Vamos, vamos, que todo el
mundo se calme, acojo a los tres bajo mi protección y, si la menor desgracia les
amenaza aún, antes perdería mi cabeza que ver sufrir a cualquiera de ellos.
Y, al unísono, todos los brazos se tendieron hacia ese militar sensible y
honrado. Lo rodeamos, le manifestamos nuestro agradecimiento, lo acariciamos.
Mme. de Blamont, dejándose llevar por su alegría, le saltó al cuello y le dijo:
– ¡Oh!, mi querido conde, o no me habéis amado jamás o libraréis de la desgracia
a estas tres conmovedoras criaturas.
– Os doy mi palabra, respondió el conde emocionado, y ¿cómo podría dejar de
intentarlo cuando veo a mi alrededor, el himeneo, el amor y la amistad que me
suplican en nombre de todos sus derechos? Karmeil es amigo mío desde hace
treinta años, hemos guerreado juntos en Alemania, en Córcega... Lo que le
desespera son los cien mil escudos... ¿Pero entonces os habéis hecho pasar por
muertos los dos?, continuó dirigiéndose a los Sres. de Sainville.
– Es cierto, señor, respondió el joven enamorado de Léonore, esta es una de las
circunstancias de nuestra historia que consideré conveniente silenciar. Léonore
había escrito a sus padres que, como no podía resistir el horror de su
situación, se había escapado del convento para reunirse con el elegido de su
corazón. Que, luego, retenida por la decencia, no se había atrevido a llevar a
cabo sus designios. Y que como su conducta la situaba entre la pérdida de todo
lo que amaba y el deshonor, había adoptado la decisión de poner fin a sus días.
Para que no se dudase de lo que anunciaba, había colocado esta carta en el fondo
de una caja oculta en uno de sus vestidos que ordenamos fuese arrojado al río.
Pensamos que encontrarían el paquete, reconocerían la prenda, leerían la carta,
que sospecharían, sin duda, que el cuerpo había sido devorado y que no quedarían
dudas en la provincia sobre su muerte. Por lo que a mi respecta, escribí a mi
padre que me marchaba a Rusia cegado por la desesperación y que jamás oiría
hablar del que intentaba convertir en su víctima. Para certificar mejor mi
pérdida total, a fin de poner término a sus investigaciones, rogué a un amigo
que tenía en este país que al cabo de tres meses anunciase mi muerte al conde de
Karmeil. Supe que lo había hecho así y que mi padre se había consolado mucho
antes de mi desaparición que de la de los cien mil escudos que yo le había
quitado.
– Entonces es esto, dijo el conde, lo que legitima la carta del caballero de
Meilcourt. Valor, valor, amigo mío, añadió el general con ese talante abierto
que le gana todos los corazones, valor, ya nos ocuparemos de todo esto. Veis, os
lo acababa de decir, lo que preocupa a vuestro padre son los cien mil escudos,
¡pardiez! ¡si hubiésemos podido recuperar solamente la mitad de los lingotes
dejados a la Inquisición... qué seguridad tendría de hacerle cambiar de
opinión!... Pero no renuncio a estos lingotes, en verdad que no. Hablaré al
ministro... Hay que escribir... es una infamia. El rey de España ha de
repararla... ha de hacerlo.
Y volviéndose hacia Aline:
– ¡Oh!, por lo que a ti se refiere, hija mía, no te inquietes. No cabe duda de
que, de los tres, eres la menos afectada. El recurso del presidente es un
subterfugio que no se sostiene en cuanto se ha comprendido el error. No hay
carta de detención contra ti. La única que existe es contra Mme. de Sainville y,
por tanto, no has de temer nada. La descripción que dieron en el tribunal es un
error que no resiste un ligero examen. El único peligro es el que amenaza a
Léonore... y yo respondo de él.
En este instante comenzaron a brotar de nuevo las efusiones de agradecimiento y,
como había llegado la hora de la cena, nos sentamos a la mesa, en donde la
esperanza no tardó en despertar en todas las almas los sentimientos que tantos
acontecimientos aciagos habían borrado, lo que hizo que la tranquilidad y la
alegría afloraran en todos los rostros.
A la mañana siguiente decidimos que ocultaríamos cuidadosamente al presidente
todo lo relacionado con Léonore; que esta joven pasaría en público por la hija
de la condesa de Kerneuil; que había sido criada por ella, que llevaba su nombre
y que debía reclamar sus bienes; que después de haber arreglado en Versalles la
historia de la orden de arresto, cosa que el conde suponía que, como mucho,
sería cuestión de veinticuatro horas, se buscaría a un hombre de negocios
inteligente y seguro que saldría con los jóvenes hacia Rennes para ocuparse de
la recuperación de los bienes de Léonore.
– Podéis tener la conciencia tranquila, dijo el conde a Mme. de Blamont, al ver
que le desagradaba este arreglo, imagino vuestra delicadeza, Pero la considero
fuera de lugar. Entre dos males inevitables el hombre prudente debe siempre
preferir el menor. O bien hay que declarar que Léonore es vuestra hija, lo que
resulta impracticable con un hombre como el presidente que, después de haber
conspirado desde la cuna contra la felicidad de esta desdichada, si la volviese
a encontrar sería solamente para atormentarla de alguna otra forma, o bien es
preciso que se haga reconocer por lo que siempre se creyó que era y, en, ese
caso, debe reclamar los bienes.
– ¿Pero si entre los herederos de Mme. de Kerneuil, dijo Mme. de Blamont,
hubiese algunos desdichados a quienes esta maniobra llevase a la ruina?
– Sería una desgracia, dijo el conde, pero una desgracia muy fácil de reparar
mediante sacrificios que Léonore haría seguramente y, en cualquier caso, mucho
menor que la de devolver a Léonore al presidente. ¿Pensáis, continuó, en la
multitud de explicaciones indecentes que habría que dar al público si
adoptásemos esta postura? El presidente no tiene ninguna necesidad de tener una
hija más. Cree que tiene una en Sophie, ha abusado de ella para cosas
horrorosas. No despertemos nada semejante en esa alma perversa. ¿Que Léonore,
desgraciada ya con una madre quimérica, no lo sea más aún con un padre real. ¿Y,
además, qué fortuna le daríais a esta joven? ¿Sabéis hasta qué punto me
interesa? ¿Creéis que voy a tolerar que disminuyeseis la dote de Aline, esa dote
que supone la fortuna de nuestro querido Valcour, el más honrado y el mejor de
los hombres?...
– ¡Oh!, señor, exclamó Aline, no permitáis que os detenga esta consideración.
Valcour no desea mis bienes y yo misma no los quiero si no es para compartirlos
con mi hermana.
– No, respondió el conde, Léonore no aceptaría esta generosa oferta de su
hermana mayor más que en el caso en que no tuviese otra fortuna. Pero tiene
medios para vivir sin necesidad de acudir a vos. Es preciso que reclame la
herencia de Mme. de Kerneuil y que disfrute de ella. Confiad en lo que os he
dicho y dejemos las cosas como están, vale más así.
– Pero esos herederos a quienes despojamos me inquietan, dijo una vez más la
buena presidenta.
– ¡Pues bien! pardiez, dijo el conde, ¡pues bien!, les subrogaremos en nuestros
derechos sobre los lingotes de Madrid.
Esta salida provocó las risas generales y todo el mundo coincidió finalmente en
esta opinión por lo que convinimos los tres puntos siguientes:
1.- Que, en primer lugar, había que ocuparse del levantamiento de la orden, sin
albergar absolutamente ninguna inquietud por Aline, a quien esta orden sólo
concierne gracias a una superchería demasiado grosera como para no poder ser
destruida por el menor impulso de reflexión. Que, por el honor del presidente,
sería incluso prudente silenciar esta artimaña condenable, con la seguridad de
que sería el primero en esconderla con el mayor cuidado a partir del momento en
que conociese el poco éxito obtenido.
2.- Que era preciso hacer aprobar al conde de Karmeil la boda de Sainville y
Léonore y revestirla enseguida de las formalidades religiosas y civiles, a falta
de las cuales, ésta carecía de validez.
3.- Que era necesario probar que Elisabeth de Kerneuil, dada por muerta, sólo
había sido raptada por su futuro esposo y que había que proclamarla heredera
legítima de los bienes del conde y de la condesa de Kerneuil.
Adoptadas estas resoluciones y después de haber hecho algunas reflexiones
unánimes sobre la singularidad de la suerte de Léonore, proscrita desde su
nacimiento por su padre y que, por así decirlo, ha renacido de nuevo solamente
para volver a caer en otra trampa de ese malvado y una vez que, por una y otra
parte, se intercambiaron graciosamente manifestaciones de afecto, de ternura y
de gratitud sólo nos ocupamos del placer de escuchar las aventuras de la bella
Léonore, que, si lo permites, dada la cantidad de cosas que me hacen escribir a
propósito de todo esto, te llegarán en mi próxima carta.
CARTA XXXVII
El presidente Blamont a Dolbourg
París, 18 de Noviembre
Y bien, Dolbourg, a pesar de tus falsas teorías, a pesar de tus absurdos
razonamientos, estarás de acuerdo en que el cielo favorece a menudo a eso que
llamas el crimen y que abandona frecuentemente a eso que denominas la virtud.
¿Dónde diablos habías aprendido lo contrario? En lo que se refiere al honor
tienes aún ciertos prejuicios de clase que hacen que me avergüence de ti todos
los dias. No importa que repita que eres mi alumno, en cuanto te oyen hablar
dejan de creerme. Últimamente te procuro buenas compañías, académicos, adeptos
del Liceo, te presento en medio de los Sócrates y de las Aspasias del siglo...
¡Y he de contemplar como subes a la cátedra para demostrarnos la existencia de
Dios!... La gente se echo a reír, me miraron... Como eres más viejo que Herodes
no puedo excusarte por tu edad, no me quedó más remedio que renegar de ti...
Fórmate, te lo ruego... Guerra abierta a todas las estúpidas quimeras que aún te
ofuscan y no me expongas más a afrentas semejantes.
Comoquiera que sea, dime si has visto en tu vida algo más gracioso que la
llegada de esa hermosa aventurera a casa de mi mujer, que la santa y conmovedora
hospitalidad que le concede mi buena y querida esposa, que la manera súbita en
que me informaron de todo ello, que ese padre, ese buen gentilhombre bretón que
solicita mi consentimiento para detener a su hijo en casa de mi mujer en donde
ha averiguado que está gracias a los rumores y finalmente que esta ocasión
singular de hacer capturar con completa naturalidad a nuestra encantadora Aline,
en lugar de la dulcinea del hijo de nuestro airado gentilhombre. ¿Eh, qué dices
a todo esto?... ¿Te atreves a decir ahora que no es una mano divina la que viene
a poner simultáneamente en nuestros lazos a estas dos conmovedoras criaturas?
Como en este momento estamos en plena batalla y no dudo en absoluto de que la
ganemos, es oportuno que te indique el camino y que te esboce un plan de
nuestros proyectos.
De acuerdo con mis cálculos Aline estará el 21 o el 22 en las Benedictinas de
Lyon. Como yo he escrito a la abadesa, que es una de mis amigas, para que la
vigilen muy de cerca hasta nuestra llegada, la dejaremos una semana o dos para
ocuparnos de la otra. El viejo conde bretón no me parece que se preocupe nada en
absoluto de esa señorita de Kerneuil que su hijo decidió raptar. Siempre que yo
le libre de ella estará contento y siempre que no tenga que pagar una pensión,
será feliz. Esta hermosa muchacha es lo que se llama una verdadera criatura
abandonada, ni padre ni madre... Dada por muerta en su patria... una mala
conducta... sin apoyo... ya me entiendes... ¿No se trata de una hermosa anguila
que ha caído en nuestras redes de acuerdo con todas las reglas?... ¿No sería una
injusticia no aprovecharnos de ella cuando el cielo la pone de tal forma en
nuestro camino?... y además bella como un ángel y de dieciocho años... No
saborearemos sus primicias, es cierto, pero hay tantas formas de desquitarse.
Hay una clase de libertinos para los cuales todas estas miserias deben ser
indiferentes. ¿No es seguro que se disfrutarán siempre placeres nuevos y
picantes si los únicos que proponemos son de esta clase?
A fin de evitar dar muestras de una prisa excesiva no iremos a Vertfeuille hasta
dentro de cuatro o cinco días y allí, con toda la decencia imaginable, con todas
las cortesías requeridas, raptaremos a la querida Léonore de Kerneuil, que mi
mujer, asombrada por la equivocación, habrá albergado por conveniencia e
inmediatamente la conduciremos a la casita de Montmartre en donde la víctima
quedará depositada hasta que sus sacrificadores tengan a bien ofrecerla a Venus.
Habrá aún una escena en Vertfeuille, espero que lo comprenderás, la Senneval
chillará, el virtuoso Déterville fruncirá la ceja izquierda montando el labio
inferior sobre el otro y la presidenta llorará... me pedirá una vez más que le
devuelva su hija, me tratará de tirano y de... todos los bonitos epítetos que
las damas prodigan cuando nuestras fantasías y nuestros gustos no se adaptan a
la estúpida monotonía de los suyos...
¿Y qué papel desempeñas tú en todo esto? ¿Fingir? ¿Para qué?... ¿Acaso el
cazador sigue tendiendo trampas cuando la pieza, entre los dientes del perro,
sólo espera que su mano la coja? Era preciso que la boda se celebrase, diría yo
decididamente, vos poníais continuamente nuevos obstáculos, he debido
superarlos... Vuestra hija no está muerta, volveréis a verla... Pero sólo bajo
el nombre de Mme. Dolbourg... Que grite, que llore, que haga lo que quiera, poco
me importa. Resistiremos, eso es lo principal.
Despachadas estas diligencias, con la señorita de Kerneuil a buen recaudo,
nuestra ya, si quieres, volamos a Lyon, se celebra la boda y se consuma el acto
en mi impenetrable castillo de Blamont a donde llegaremos en una sola etapa
desde los bordes frescos y floridos del Ródano. ¡Y bien! ¿Te gusta el proyecto?
Lyon Lo encuentras bien razonado? Gracias a estas nuevas disposiciones, la
señorita Augustine de cuyas facultades comenzaba a estar muy contento, nos
resulta bastante inútil, como ves. No importa, es un asunto a tratar, hay muchas
ocasiones en la vida en que se necesita una muchacha segura como esta. Una
malvada redomada no es nunca un trasto inútil para dos libertinos como nosotros.
No te imaginas, amigo mío, hasta qué punto me obsesiona esa bella bretona. No lo
sé, pero siento por ella algo mucho más vivo que por cualquier otra mujer. Y,
sin conocerla, sin haberla visto, una voz secreta parece decir a mi corazón que
ninguna voluptuosidad sensual lo habrá deleitado tanto jamás. Las inspiraciones
de la naturaleza son una cosa sumamente graciosa. Un filósofo que se dedicase a
estudiarlas encontraría algunas bien extraordinarias: ¿no es ya sumamente
singular que nos excite interiormente, de una manera inexpresable, ante el
simple deseo del mal que proyectamos? ¡En dónde quedan, pues, las leyes del
hombre si la naturaleza nos deleita con el mero proyecto de infringirlas!
Bien, pues, siempre un poco de moral; sería motivo de orgullo ante otra persona,
pero contigo es un esfuerzo inútil. Disfrutas la mitad que yo haciendo el mal,
porque no lo razonas y porque sólo es verdaderamente delicioso cuando se le
trama y se le saborea. Solamente entonces nos deja recuerdos voluptuosos que nos
permiten gozar de él mil años después de haberlo cometido.
No pienses que todos estos proyectos me van a hacer olvidar a Sophie, los nuevos
deseos no anulan jamás en mí a los antiguos. Floto indiferente en los más
apetecibles, como la abeja entre las flores, mancho y profano lo que tengo más a
mi alcance, dejo el resto para las horas de ocio y siempre me las arreglo para
que sean pocas. Buscaremos, acecharemos y descubriremos, puedes estar seguro, a
esta encantadora fugitiva.
Cuando la encontremos te imaginarás que, como ejemplo, sea tratada con todo
rigor. Yo soy muy aficionado al ejemplo, lo confieso. Más de veinte veces en mi
vida he dado mi opinión para hacer morir a un desdichado con el único designio
de dar un ejemplo. ¡Cuántas rehabilitaciones desde que se atormenta y se ahorca
todos los días! Solamente nosotros somos inmunes a ese maldito ejemplo. ¿Sabes
por qué?... porque a nosotros no nos ahorcan, porque ni siquiera se atreven a
acusarnos. De ahí nace una impunidad que es sumamente deliciosa para almas como
las nuestras .
Además me parece esencial castigar severamente a la compasiva Mme. de Blamont
que ha concedido así la hospitalidad a todas las jóvenes en apuros que han
aparecido por la provincia. La gente terminará hablando de ello y todo buen
esposo, además de su reputación, ha de ocuparse además de la de su mujer.
Bueno, esto es todo por hoy, adiós, son las dos de la madrugada y me caigo de
sueño.
CARTA XXXVIII
Deterville a Valcour
[Historia de Léonore]
Ya conocéis el resto, señora, dijo Léonore, el cielo, al compensarme tantas
desgracias a través de una plétora de prosperidades inesperadas, ha querido unir
al milagro de encontrar a mi esposo el de devolverme una madre... ¡Oh! ¡señora!
añadió arrojándose a los brazos de la presidenta, esto hace olvidar todos los
males...
Aquí la bella esposa de Sainville dejó de hablar y, como era tarde, después de
intercambiar recíprocas manifestaciones de ternura y de afecto, todo el mundo se
retiró, excepto la presidenta y el conde de Beaulé que pasaron una parte de la
noche decidiendo todo to que había que hacer para completar la felicidad de
estos esposos.
Estas decisiones, que tuvieron a bien comunicarme te las contaré en mi próxima
carta. Me parece que la longitud de las últimas exigiría una disculpa si no
fuese porque lo que contienen compensa un poco, en mi opinión, el tiempo que se
pierde en leerlas.
Un abrazo.
CARTA XXXIX
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 24 de Octubre
Ya estamos solos, mi querido Valcour. Ya no hay ilusiones, nuestros dos ilustres
viajeros se han ido, ahora podemos juzgarlos con toda tranquilidad. Pero como
estas reflexiones estorbarían quizás un poco el placer que para ti supone el
saber lo que se decidió sobre ellos, voy a comenzar por explicártelo. Se fueron
ayer con el conde de Beaulé, en cuya casa de París se hospedarán, hasta el
momento de su salida para Bretaña. Su primera preocupación será anular la orden
de arresto obtenida por el padre de M. de Karmeil. De esto se encargará el
conde. Luego los jóvenes seran presentados en la corte que se interesará por
ellos gracias a su manera de ser y a la singularidad de su aventura. El conde
supone que deban alcanzar una especie de renombre y que excitaran el interés y
la curiosidad. Además todas las disposiciones que te expliqué en mi carta del
diecisiete se mantendrán irrevocablemente. No se informará al presidente acerca
del nacimiento de Léonore. Se continuará ignorando lo que había exigido sobre la
detención de una de las hermanas en lugar de la otra, atrocidad que más vale
callar que revelar. Seguidamente los jóvenes, escoltados por un consejero
excelente, saldrán para Rennes, en donde se ejecutarán al pie de la letra todos
los planes que te comuniqué. Las cosas no quedarán ahí. M. de Beaulé, que se
interesa infinitamente por ellos, va a convencer al ministro para que escriba a
España a fin de obtener al menos todo lo que se pueda de los lingotes
confiscados por la Inquisición. Y si esto se consigue, lo mismo que la
restitución de los bienes de Mlle. de Kerneuil ya ves la inmensa fortuna de que
podrán disfrutar antes de un año. ¿Son dignos de ella?... Él, lo creo, ella, no
te lo ocultaré, no me ha seducido tanto como su esposo. Mme. de Blamont a quien,
en un principio, gustó bastante, porque el alma de esta mujer encantadora esta
hecha para amar sin reflexión a todos los que le pertenezcan y a todos los
desgraciados, Mme. de Blamont, decía, había forjado algunas ilusiones sobre esta
nueva hija. Pero, sin perder nada del afán que tiene de serle útil, ahora
comienza a verla infinitamente mejor.
Falta mucho, en mi opinión, para que las contrariedades padecidas por Léonore,
hayan servido para formar su espíritu o su corazón: en primer lugar es cierto
que ha perdido todo el sentimiento religioso que le ha sido imbuido desde la
infancia. Dice que lo había anulado antes de sus aventuras, pero creo que las
gentes que ha frecuentado en sus viajes le han perjudicado más que todas las
lecturas que hubiese podido hacer antes. En este punto es de una firmeza
sorprendente para su edad y como su marido le deja la mayor libertad de
conciencia además ella alega en defensa de sus principios razones que,
desafortunadamente son muy poderosas y como se refugia en la imposibilidad en
que se encuentra de remediar lo que ha hecho, ha resultado muy difícil atacarla
en este tema, a pesar de las consideraciones que debe a todos los que estamos
aquí. A pesar del enorme interés que tendría, cuando menos, en fingir, se ha
negado obstinadamente a realizar prácticas piadosas generales. Anteayer, por
ejemplo, era un día de fiesta. Se la avisó para que fuese a misa, ella contestó
al lacayo con sequedad que no iba jamás y que la Sra. presidenta sabía
perfectamente las razones.
Cuando volvimos se excusó gentilmente, pero no obstante de forma que dejaba de
manifiesto que sus principios eran invariables. Y desgraciadamente creo que van
más allá de la inobservancia del culto de su país. Le han calado hasta la
médula. Yo supongo que es atea en su fuero interno, varios de sus razonamientos
me inclinan a ello: sus refutaciones de los sentimientos de Clementine, sus
confesiones a la Inquisición, todo esto son solamente cosas de circunstancias
que no me engañan en absoluto . No cree en nada, amigo mío, estoy seguro de
ello. No obstante ella solamente se explica entre risas sobre este último punto.
Dice que los servidores de Dios le han dado tan malos ejemplos, que han hecho
nacer en ella grandes dudas sobre la realidad de su señor. Si se intenta
probarle que este razonamiento es débil y que los defectos de la obra no
demuestran nada en contra de la existencia de su hacedor, se lo toma a broma y
dice que cree tanto como se quiera en esa existencia y que se convencerá aún más
cuando sea rica y no tenga más desgracias que temer. Pero todo esto no impide
que se la adivine y que se la juzgue.
Examinemos sus virtudes. No veo ni siquiera haya adoptado todas las que,
mediante el ejemplo, le mostraron los bandidos que ha frecuentado y su alma o
bien es, por naturaleza, poco sensible, o bien, demasiado trastornada por el
infortunio (hasta tal punto es cierta, se diga lo que se diga, la afirmación de
que la escuela de la desgracia es la mas peligrosa de todas para el alma) su
alma, decía, se cierra a todo lo que la conmueve y no admite ninguna de las
delicias de la beneficencia. Su compasión, su agradecimiento, su generosidad,
sus facultades afectivas, excepto las que tienen a su marido por objeto, todos
los sentimientos que nacen del alma, en una palabra, son en ella más amanerados
que sinceros. Si despojamos a su persona de ese barniz mundano que disimula tan
bien los defectos de una mujer de ingenio, es posible que encontrásemos en ella
mucha crueldad. La insensibilidad no es natural en un alma como ésa . Léonore no
puede ser indiferente, es preciso que tenga grandes virtudes o grandes vicios y,
como sus virtudes son en ella obra de la naturaleza y sus vicios de sus
principios, y como no adopta jamás ninguno sin razonarlo, si antes de los
dieciocho años tiene ya un estoicismo suficientemente meditado como para
extinguir en ella la compasión, es posible que llegue más lejos a los cuarenta.
La prudencia, que solamente está sostenida por el orgullo, cede ante pasiones
más fuertes que este sentimiento y, cuando los principios no suponen un freno,
cuando tienden a romperlos, cuando los defectos del espíritu no encuentran
ningún dique en las cualidades del corazón y cuando, por el contrario, la sólida
apatía de éste deja escapar osadamente al otro sobre todo lo que le irrita o le
deleita, una mujer puede llegar a desórdenes aún más peligrosos que los de las
Teodoras o las Mesalinas, porque estos solamente infringen las costumbres
mientras que aquellos conducen insensiblemente a los crímenes .
El otro día vio a Mme. de Blamont ayudar, según su costumbre, a los pobres que
venían a implorar su socorro y se burló de este acto con una dureza que no
agradó a nadie. Llegó incluso hasta negarse a imitar a su madre. Mme. de Blamont
le preguntó el motivo con un poco de humor.
– Vos misma habéis sido desdichada, le dijo esa mujer dulce y compasiva, ¿cómo
es posible que semejantes pruebas no os hayan enseñado a socorrer al
infortunado?
Ella respondió que obraba por principios, como en todas las demás ocasiones de
su vida. Que no había nada más peligroso que las limosnas. Que solamente servían
para mantener la miseria y la holgazanería, para multiplicar en el Estado esa
plaga espantosa conocida bajo el nombre de mendicidad que lo mancha y lo
deshonra. Que si todos los corazones estuviesen cerrados como el suyo a esta
inútil compasión, estos desdichados, seguros de vivir a costa de los inocentes,
no abandonarían su oficio, su patria y sus padres, a quienes hacen desgraciados
al privarles de su socorro... que un hombre, dotado de todo lo necesario, para
ser un excelente obrero se convertía en un vago gracias a la costumbre de ser
socorrido sin hacer nada. Que le resultaba mucho más fácil aprovecharse de sus
males que ponerse en condiciones de no padecerlos, de donde resultaba que lo que
se creía una buena obra, se convertía entonces en una muy mala.
– Precisamente porque he sido desdichada, continuó, he podido ver que cabía
mejorar la propia suerte sin tener necesidad de los demás, y si las ayudas que a
veces he encontrado, como las de Gaspar o Bersac, me hubiesen sido negadas,
hubiera desarrollado más destreza y más actividad para contrariar los golpes de
la fortuna y tornarlos en mi favor. ¿Sabéis vos, prosiguió dirigiéndose a su
madre, en qué se convertirá el hombre a quien habéis dado esa limosna? Si algún
día le falta vuestra caridad se convertirá en ladrón. Acostumbrado al ocio,
habituado a ver como le llegaba el dinero sin más molestia que la de pedirlo
honradamente, lo exigirá pistola en mano cuando no cedáis a sus súplicas.
– Todo esto son sofismas del espíritu, respondió Mme. de Blamont, pueden ser
ciertos, pero no me gusta verlos en vuestro corazón. Aunque el hombre que me
pide sea pobre o no, aunque la limosna que yo le haya dado esté bien o mal
empleada, me ha emocionado vivamente con su súplica, me ha hecho experimentar un
goce sensible al socorrerlo y este es motivo suficiente para que yo ceda. Si ese
desgraciado es un vago, es aparentemente porque le cuesta trabajar, de esta
forma yo le proporciono una alegría mayor aún. Ahora bien, el placer que yo
siento al dar depende del que proporcione, luego esto no me hace ser menos
feliz. ¿Qué digo? Me hace mucho más feliz ya que he proporcionado al vago que he
socorrido una alegría mayor de la que proporcionaría al laborioso. Pero
supongamos por un instante que, como decís, sea un mal el sostener la
holgazanería, ¿no es un mal mucho mayor no ayudar al infortunado? Pues yo
prefiero incurrir en un mal pequeño para prevenir uno enorme que cometer un daño
enorme por haber temido uno pequeño.
– No existe ese daño enorme en no confortar al infortunado, respondió Léonore,
solamente existe el inconveniente de dejarle todas sus energías junto a los
peligros muy reales que acabo de explicaros. El daño enorme que produce es el de
llevar todos los días al cadalso a unos cuantos desgraciados. Es, pues, enorme
ese mal, no podría ser mayor. Pero sea como fuere lo cometéis, según decís,
porque os proporciona placer.
En primer lugar se puede negar ese placer o, al menos, no sentirlo como vos.
Pero admitiéndolo, ¿qué bien habéis realizado en esta acción ya que solamente
habéis trabajado para vos? ¿Acaso el egoísmo es una virtud? ¿Y no se convierte
en un vicio muy peligroso cuando puede ser causa de la muerte casi inevitable
del infortunado que acaba de serviros proporcionándoos ese placer? Prosigamos,
voy a suponer que hoy tenéis cien luises que tirar por la ventana. Por una
parte, podéis comprar una joya, por la otra, llega un desdichado. Después de
haber reflexionado un instante renunciáis a poseer la joya y socorréis con este
dinero al hombre que viene a imploraros, ¿creéis que habéis realizado una buena
acción? Lo que habéis hecho es ceder, sin duda, a la emoción más imperiosa. Os
sentíais más satisfecha con el placer de sacar a ese hombre de la miseria, de
merecer su gratitud que por el de procuraros la joya, habéis escogido lo que os
producía mayor contento y solamente habéis trabajado en vuestro provecho, luego
la limosna que acabáis de hacer no es ninguna gran acción... una voluptuosidad
satisfecha que ni siquiera tiene la apariencia de una virtud. Pero, ¿en qué
quedará esta decisión cuando, después de haberos probado que nada tiene de
bueno, se os haga ver todo lo que puede tener de funesto? Al pagar la joya
mantenéis a la industria, estimuláis las artes. Al preferir la limosna solamente
habéis hecho un holgazán, un ingrato o un libertino que, si, como acabo de
deciros, no encuentra mañana una bolsa abierta como la vuestra, irá a hacérselas
abrir a golpes de puñal. Vuestra negativa, vuestra resistencia, todas las
emociones verdaderamente virtuosas que preferís calificar de dureza, devolverían
a ese desdichado la energía que la limosna le arrebata. Si todo el mundo le
rechazase como vos iría a buscar trabajo y vuestra pretendida dureza recuperaría
un hombre para el Estado, mientras que vuestra beneficencia mal entendida lo
envía tarde o temprano al cadalso. Pero vamos a dejar de comparar esa joya con
la supuesta limosna, vayamos más lejos, supongamos que se trata del placer soso
e imbécil de hacer con este dinero cabrillas sobre el agua. ¡Pues bien! afirmo
que dedicándoos a esta puerilidad habréis cometido sin duda un mal menor que
sosteniendo la holgazanería, ya que, tanto en una como en otra suposición, el
dinero está perdido para vos, pero en el primer caso, sin ningún inconveniente,
mientras que en el segundo los inconvenientes son legión, sea cual sea vuestra
destreza para disfrazar esta segunda acción con los nombres pomposos de
beneficencia y de humanidad. Como si el espíritu de esas virtudes no consistiese
mucho más en ser duro en un momento dado para salvar a los hombres que en ser
compasivo para destruirlos.
– Todo lo que queráis, dijo Mme. de Blamont, pero estáis discutiéndome la clase
de placer que se experimenta al confortar al desdichado y no me gusta que lo
hagáis.
– ¿Y por qué, señora? respondió vivamente Léonore, ¿acaso todas nuestras almas
están hechas de la misma manera? ¿deben todas sentir las mismas cosas? La
compasión sólo actúa sobre ellas en función de su blandura. Cuanto más vigor
tenga el individuo, menos susceptible es de esta clase de conmoción, de donde
resultaría, como habréis de concederme, que el alma menos abierta a la compasión
sería indiscutiblemente la mejor organizada. Pero analicemos esos sentimientos
que en nuestros días se adornan con nombres tan soberbios y que, no obstante, se
sienten menos que nunca. La prueba de que esta emoción pusilánime sólo actúa
sobre nosotros de una forma física, que el choque moral que imprime está
absolutamente subordinado al de los sentidos, es que compadeceremos mucho más el
mal que se realiza ante nuestros ojos que el que sucede a cien leguas de
distancia. Y que si, por ejemplo, veis a este caballero, dijo señalándome,
cortarse el dedo con una navaja y si vieseis correr su sangre, este accidente os
conmovería mucho más, solamente porque lo habríais presenciado, que lo que os
conmovería la noticia de que este señor acaba de romperse una pierna a
doscientas leguas de aquí. Esta última desgracia al actuar de una manera
distante sobre vuestra alma, la conmovería sensiblemente menos que el del dedo
cortado ante vuestros ojos, aunque el primero de estos males, el que hubierais
compadecido más, no sea nada y que el segundo, que os hubiera conmovido menos,
sin duda sea más importante. Esta es, pues, la compasión, una debilidad y en
forma alguna una virtud, ya que solamente actúa sobre nosotros en razón de la
impresión recibida, de las vibraciones que alcanzan las fibras de nuestra alma
gracias a la mayor o menor distancia de la desgracia acaecida. ¿Y por qué no
queréis que me defienda de una debilidad que nunca es buena para los demás y que
solamente nos aporta pesar?
– Esta insensibilidad es espantosa, dijo Mme. de Blamont.
– Sí, en un alma común, respondió Léonore, pero no en las que tienen un cierto
temple. Hay almas que solamente parecen duras a fuerza de ser susceptibles a la
emoción, y estas llegan en ocasiones bien lejos. Lo que en ellas se califica de
despreocupación o crueldad es solamente una forma de sentir más intensamente que
los demás que sólo ellas conocen. Hay sensaciones que no están al alcance de
todo el mundo. Ahora bien, los refinamientos sólo proceden de la delicadeza. Por
tanto, es posible tener mucha a pesar de ser sensible a cosas que parecen
excluirla . ¿Qué digo? Este tipo de cosas puede llegar a ser lo que más irrite
en almas que han llegado a este último exceso de finura. De forma que habría aún
un desorden pronunciado, una sorprendente contrariedad entre las sensaciones del
alma simplemente organizada y las que quiero describir. De este desorden
resultaría quizás que lo que a una afectaría intensamente en un sentido,
afectaría a la otra en sentido opuesto. Esta acusada diferencia en la
organización es la excusa de los sistemas al igual que lo es de las costumbres,
la causa de los vicios y el motivo de las virtudes. Una vez admitido esto, es
tan fácil que yo sea completamente insensible a lo que os conmueve, como que
resulte extraordinariamente excitada por lo que os hiere.
No por ello dejamos de ser sensibles una y otra, las cosas violentas trastornan
por igual nuestras almas. Pero lo que llega a la mía no es, de la misma clase
que lo que conviene a la vuestra. ¿Además, cuántas veces no recibimos nuestras
impresiones solamente gracias al hábito creado por los prejuicios? ¿Cómo
entonces las sensaciones de un alma acostumbrada a vencer los prejuicios y a
liberarse de las cadenas del hábito, serán semejantes a las de un alma entregada
al imperio de estas causas? En ese caso bastaría con tener filosofía como para
recibir impresiones muy singulares y, por consiguiente para extender
asombrosamente la esfera del propio placer.
Es increíble lo que quizás se encuentre después de haber roto definitivamente
esos frenos vulgares. Mientras sometamos la naturaleza a nuestras pequeñas
miras, mientras la encadenamos a nuestros viles prejuicios, confundiéndolos
siempre con su voz, jamás aprenderemos a conocerla. ¿Quién sabe si no es preciso
superarla en mucho para oír lo que quiere decirnos? ¿Comprenderíais los sonidos
del ser que os habla si vuestras manos oprimen su garganta? Estudiemos la
naturaleza, sigámosla hasta sus límites más remotos, esforcémonos para hacerlos
retroceder, pero no se los pongamos nunca. Que nada la oculte a nuestras
miradas, que nada estorbe sus impresiones. Sean como fueren debemos respetarlas
a todas. No somos nosotros quienes hemos de analizarlas. Solamente estamos
hechos para seguirlas. En ocasiones hemos de saber tratarla como una presumida a
esta naturaleza ininteligible, hemos de atrevernos finalmente a ultrajarla para
conocer mejor el arte de gozar de ella.
– Desdichada, dijo Mme. de Blamont, arrojándose a los brazos de Léonore, deja de
adoptar los errores de quienes te han hecho desgraciada. Quienes te han
precipitado al abismo al negarte el esposo que amabas, estaban imbuidos de estos
sistemas. Estas máximas eran las de los malvados que quisieron venderte, al
precio de tu honor, los magros auxilios que deseabas en Lisboa. Impregnaban el
corazón de quienes te arrojaron a los calabozos de Madrid. Si detestas a estos
monstruos, si tienes motivos para odiarlos, ¿por qué quieres parecerte a ellos?
¡Oh, Léonore! prefiere la moral de quienes te aman, abjura de los principios
cuyo fruto, estéril y amargo, solamente nos proporciona horribles placeres...
quizás sostenidos momentáneamente por el delirio... carcomidos pronto por los
remordimientos... ¿Qué asilo encontrarías en la tierra si todas las almas fuesen
como la que describes? Tu triste ceguera sobre nuestros dogmas religiosos es
solamente una consecuencia de esa perversidad que se establece insensiblemente
en tu corazón. Que el sentimiento opere en ti lo que la persuasión no es capaz
de hacer. Mira a tu desdichada madre que, entre lágrimas, te suplica que ames el
bien porque tu felicidad depende de ello. Mira como te implora que le permitas
disfrutar de la esperanza de ver cómo se prolonga esta dicha incluso más allá
del final de la vida. ¿Le arrebatarías este consuelo? Agobiada por sus males, en
vísperas quizás de descargar esta cruz en el fondo de su féretro, ¿quieres que
piense que si le ha caído en suerte la sensibilidad ha sido solamente para la
desesperación de su triste existencia? ¿que una vez entregada el alma este
sentimiento le será prohibido? ¡Ah! no me presentes un porvenir tan doloroso.
Deja que me consuele de mis penas en la certeza de verlas terminar junto a ese
Dios que adoro. "Ser divino y consolador, abre esta alma que rechaza tu
sublimidad. No la castigues por un endurecimiento que solamente se debe a su
infortunio."
Luego, estrechándola contra su pecho:
– Ven, hija mía, ven a captar la idea de este Ser supremo en la ternura de una
madre que te adora. Ve en su alma dilatada por tu presencia la imagen de este
Dios que te llama. Que sean los sentimientos de amor quienes presentan ante tus
ojos sus rasgos y ya que no estamos destinadas a vivir juntas, no sofoques al
menos la dulce esperanza de reunirme un día contigo al pie de su trono de
gloria.
Había de todo en este discurso, la elocuencia que arrastra, la sensibilidad que
seduce y, sin embargo, no consiguió nada. Léonore besó fríamente a su madre y le
dijo con mayor sequedad aún que consideraría siempre como un deber adquirir sus
virtudes y que si lamentaba no estar destinada a vivir con ella, es porque veía
que su conversión solamente podía ser obra de una madre tan amable... Y Mme. de
Blamont, que vio que las ardientes chispas de su corazón no habían alumbrado
nada en el de su hija, cogió llorando el brazo de Aline y ambas se alejaron.
¡Oh! amigo mío ¡qué diferencia hay entre estas dos muchachas! ¿Cómo encontrar en
Léonore siquiera la apariencia de las virtudes que a cada instante manan del
corazón de tu Aline? A buen seguro que es imposible ser hermanas y parecerse
menos.
Quizás opines que los rasgos que aquí te doy del carácter de Léonore no
concuerden perfectamente con sus discursos a la compañera cuyos errores trataba
de refutar.
– Solamente se trataba, responde ella cuando se le hace esta objeción, de
establecer con esta imprudente amiga los principios relativos a la continencia.
Esos eran casi siempre los temas de nuestras discusiones. Yo no he cambiado de
opinión sobre estos principios, pero no exigen necesariamente los otros, no
obligan a someterse a esos errores. En una palabra, se puede ser prudente por
carácter, por espíritu, por temperamento, sin verse obligada a adoptar por ello
mil sistemas absurdos que nada tienen que ver con esta virtud.
La llevaron a ver a Sophie, Aline iba con ella, le contaron la historia de esta
criatura infortunada y tan digna de una suerte mejor. Ella escuchó
flemáticamente los sucesos de la vida de esta muchacha, que tan singularmente
concuerdan con su experiencia y que, solamente por eso, debían interesarla. Pero
no le habló en todo el tiempo que estuvieron juntas más que en un tono
impregnado de orgullo y superioridad.
La inmensa fortuna que la espera podía hacerla proclive a ofrecer una ayuda,
incluso debía haber disputado este honor a Mme. de Blamont. Ni siquiera pasó esa
idea por su mente. Sainville reparó en este imperdonable olvido. Su alma,
infinitamente más sensible o sensible de otra forma, raramente deja escapar la
ocasión de hacer una buena obra. Quizás tenga la misma manera de pensar que su
mujer sobre muchos temas, pero a buen seguro que no tiene su corazón. Mme. de
Blamont rechazó las ofertas de Sainville. Dijo que Sophie seguía siendo su hija
querida y que no quería abandonarla jamás. Y esta desdichada, siempre
conmovedora, dijo a tu Aline estrechándole las manos entre un mar de lágrimas:
– ¡Oh! señorita, ¿entonces esta es vuestra hermana ... Es más dichosa que yo,
¡ojalá sepa sentir su felicidad!
Como quiera que sea y a pesar de la poca alegría que Mme. de Blamont ha sacado
de este descubrimiento, está decidida a no negar a Léonore nada de todo lo que
pueda ayudarla a recuperar la fortuna de Mme. de Kerneuil. Ella y sus amigos
pondrán, sin duda a su disposición todo su poder, aunque ella sienta siempre una
especie de repugnancia que emana del hecho de que considera ilegítimo este
procedimiento. Por lo que respecta a Aline, a pesar de que perciba el extremo
alejamiento que hay entre el carácter de Léonore y el suyo, no deja da amarla
con la mayor ternura. Un alma honesta no encuentra jamás en los defectos de
quienes debe amar, razones que enfríen sus sentimientos. Llora en silencio y no
se enfría.
Imagino que cuando recibas esta carta ya habrás visto a su protagonista y que
probablemente la habrás juzgado como nosotros.
Adiós, mi querido Valcour, debes estar contento conmigo este verano. Creo que
era imposible mantener una correspondencia más sostenida y más detallada. No
esperes nada más, salimos para París y pronto sólo hablaremos ya de viva voz.
CARTA XL
Valcour a Madame de Blamont
París, 30 de Noviembre
Después de haber recibido tantas noticias interesantes de vuestra tierra,
señora, ahora me toca a mí dároslas desde París. Ayer fui a casa del conde de
Beaulé en donde tuve el honor de saludar a los condes de Karmeil. Ambos me han
invitado a que acuda mañana de madrugada para asistir a las formalidades
religiosas de su boda. Las ceremonias que habían sido omitidas se celebrarán en
Saint-Roch en presencia y con la aprobación de M. de Karmeil, padre del joven. Y
como se ha acordado guardar el secreto, no se mencionarán vuestros nombres en
todo esto. Solamente se os pide vuestro consentimiento tácito.
La anulación de la orden de detención ha sido cuestión de veinticuatro horas. El
conde de Karmeil se rindió con la mayor facilidad ante las opiniones y los
consejos de M. de Beaulé. Ambos fueron a ver juntos al ministro y la anulación
se obtuvo inmediatamente.
Sainville, me permitiréis que conserve ese nombre, estuvo encantado de abrazar y
de volver a ver a su padre a quien siempre ha amado en el fondo de su corazón. Y
éste no recibió sin lágrimas las efusiones del cariño de su hijo. Sin embargo
seguía recordando los cien mil escudos. Pero M. de Beaulé le ha convencido de
que los lingotes de España deberían hacerle olvidar esa bagatela y, de acuerdo
con el ministro, escribieron inmediatamente para intentar recuperarlos.
Los bienes de Mlle. de Kerneuil están muy divididos. Hay un número muy elevado
de colaterales y, aunque la presencia de esta joven debe arreglarlo todo,
tememos que se entablen algunos procesos.
Siguiendo vuestro consejo, les hemos dado a Bonneval como abogado. Les
acompañará a Bretaña, a donde M. de Karmeil iba a regresar cuando su hijo llegó
a París. Ahora volverá con la joven pareja. Sus antiguos procesos han acabado,
lo que destruye con la mayor seguridad los obstáculos que oponía a la elección
de su hijo. Se han negado rotundamente a que corráis con los gastos, señora. M.
de Karmeil adelantará todo lo necesario y luego se arreglará con Sainville. La
fortuna de estos jóvenes puede ser considerable: el ministro ha respondido de
que devuelvan, cuando menos, dos millones sobre el valor de los lingotes, eso
supone cien mil libras de renta, la sucesión de Mme. de Kerneuil nos da
cincuenta mil más y la de M. de Karmeil, otro tanto, eso arroja un total de
cuando menos, doscientas mil libras de renta y mucho más si los lingotes vuelven
completos. Léonore, al vernos el otro día hacer esta cuenta, no pudo ocultar un
cierto estremecimiento de alegría, lo que prueba que le gusta el dinero.
Solamente se ha presentado en la Ópera, en donde sus aventuras, contadas de boca
en boca, hicieron que todos los ojos se fijasen en ella. La encontraron muy
bonita, ella se dio cuenta y no pareció ser insensible a ello. Es cierto que
tiene una figura viva y animada, es graciosa, y posee un talle delicioso y mucho
ingenio. Quizás sea un poco pretenciosa... incluso melindrosa y hay muchos
sofismas en sus razonamientos... Pero, perdón, señora, cuando hablo de algo
vuestro, aunque mi espíritu sólo encuentre defectos... mi mano, que sigue mi
corazón, solamente debería pintar cualidades.
Como fui su acompañante en la Ópera, M. de Beaulé quiere que lo sea en los demás
espectáculos. Ella desea el Padre de Familia en el Francés y Lucille en los
Italianos, le gustarán. Me complace el motivo que le hizo desear el Padre de
Familia, ama todo lo que le recuerde el dichoso instante en que recuperó a su
ser amado. Esto es una muestra de sensibilidad.
Pero no acabaría nunca, señora, si pretendiese detallar todas las virtudes que
he encontrado en M. de Sainville. El conde de Beaulé quiere que sea su amigo, en
verdad que el esfuerzo no será grande: dulzura, amenidad, gracias, talentos,
ingenio... tiene todo lo necesario para ser el amigo de todo el mundo y el
amante de todas las mujeres.
¡Ah! señora, solamente yo soy desgraciado, solamente yo, entre el temor y la
esperanza, veo cómo se marchitan entre lágrimas y dolor mis mejores días.
¿Tendré cuando menos, ocasión de presentaros en breve mis respetos? y, ¿cuando
estemos en la misma ciudad me será permitido arrojarme a vuestros pies? En
vuestras solas manos pongo los intereses de mi felicidad. ¿Quién mejor que vos
sabe si mis sufrimientos merecen una compensación? Pero, ¿cómo voy a quejarme
cuando aún cuento con vuestras bondades y con el corazón de Aline? Consolado por
tales dones no debería creer en las desgracias si la mayor de todas no fuese
conocer el precio de estos favores y no disfrutar de ellos.
Adiós, señora, enviadme vuestras órdenes, las transmitiré, a pesar del
torbellino en que nos sumiremos dentro de unos instantes y me atrevo a
aseguraros que será siempre un dulce deber plegarse a vuestras intenciones.
CARTA XLI
Madame de Blamont a Valcour
Vertfeuille, 5 de Diciembre
Si no supiese que Déterville os ha contado todo esperaría a veros para desahogar
mi corazón en el vuestro... ¿Qué decís de esa infame artimaña que a punto estuvo
de privarnos de Aline?.. ¡Cómo me engañaba el muy traidor!... ¡Y cómo se burla
continuamente de mí! ¡Oh, amigo mío, debemos estar más atentos que nunca!
Dejemos de pensar en esos horrores... Es necesario que vea las cosas con más
detenimiento. Luego razonaré mejor con vos.
¡Y bien! ¿esa nueva hija... os ha gustado, no? Oh, mi querido Valcour, a mí no
me ha hecho tan feliz como me imaginaba. Tiene más ingenio que sentimiento, más
vanidad que prudencia y un amor excesivo hacia su marido, de acuerdo; ha llegado
a extremos que superan la fuerza humana con el fin de conservarse pura para
él... ¿Pero por qué es preciso que todo esto sea obra del orgullo? ¿por qué no
encontré nada cuando quise sondear su corazón? ¿y por qué he de desesperarme al
ver que jamás nacen en ella las cualidades que no encontré? Oh, amigo mío,
aquella que convierte la insensibilidad en sistema, el ateísmo en principio y la
indiferencia en razonamiento... podrá quizás no incurrir jamás en error, pero
nunca germinará en ella la virtud... y si la razón de esta muchacha cruel cede
ante el ejemplo... ante el fuego de las pasiones... ¡qué precipicio se abre
entonces ante sus pies! ¡Qué cerca estamos de hacer el mal, cuando no
encontramos atractivo en hacer el bien! Los desvaríos del espíritu son bastante
menos peligrosos que los del corazón; la edad, que calma los primeros, exacerba
siempre estos últimos.
Si las contrariedades no han podido formar el alma de esta joven es de temer que
la hayan hecho malvada. Y esas riquezas de que va a disfrutar terminarán de
corromperla... Pero hablemos de vos, amigo mío... Por fin me acerco... Esta es
mi última carta desde Vertfeuille. ¿En qué estado voy a encontrar todo lo que
nos interesa?... ¿Qué postura adoptaré frente a mi marido? Después de este nuevo
horror, si prosigue con sus sórdidas maniobras, ¿cómo las adivinaré? ¿cómo las
impediré? Comoquiera que sea os veré aquí o allá. Tengo que abrazaros, decid a
Léonore que estaré sin falta en París el día 10, quiero verla una vez más antes
de que se vaya. Los recibiré como personas que han pasado casualmente por mis
posesiones al regresar de su aventura. La historia de su detención en mi casa ha
levantado demasiado revuelo como para que pueda permitirme ignorarla. La única
cosa que hay que ocultar es que es mi hija, os respondo que mi corazón no me
delatará... Hemos llorado mucho vuestra Aline y yo, todo lo que no es dulce y
delicado como ella, le parece tan gigantesco... Sin embargo, ama a Léonore, este
heroísmo de fidelidad conyugal es un mérito que la encanta. Dice que con esa
virtud, se pueden adquirir todas las demás... Y a vos os agrada mucho que haya
dicho esto, ¿no es cierto, Valcour? Por este motivo os lo cuento... ¡Ah! ¡cómo
la adoro y qué bien me lo paga! Mi corazón oscila entre el orgullo, cuando la
miro a ella... y entre la humillación cuando veo todos los defectos de su
hermana... ¡Ah! ¡es un designio divino, hubiera estado demasiado orgullosa si
hubiera tenido dos hijas como Aline! El cielo ha querido disminuir mi triunfo
sobre una y ha redoblado mi amor por la otra... Será para vos la que amo, es el
más bello presente que puedo hacer a mi amigo, es el lazo más dulce que me puede
atar a él. Adiós, merecedla, amaos y no me escribáis ya al campo.
CARTA XLII
Aline a Valcour
París, 15 de Diciembre
Al fin estoy cerca de vos... pero sin que me sea permitido veros, no obstante es
un consuelo, me doy cuenta. Aunque el amor una las almas sea cual fuere su
alejamiento y aunque todas las distancias deban, en virtud de esto, ser iguales,
es, no obstante, muy dulce respirar el mismo aire que el objeto de mi adoración.
Veo con dolor, amigo mío, que seguiremos así quizás todo el invierno. Sé que os
apeno al deciros esto. ¿Pero imagináis que yo estoy más tranquila? ¿Creéis que
no comparto este dolor cruel? ¡Ah! ¡qué mal conoceríais mis sentimientos si os
vieseis obligado a suponerlos!
Cuando volví a ver esta casa a donde acudíais con tanta libertad en otro
tiempo... cuando me acordé del encanto de vuestras antiguas visitas, sentí una
vez más esa emoción deliciosa que me agitaba al esperaros... experimenté esa
divina turbación del choque de los rayos de nuestros ojos... erré de butaca en
butaca, me complacía en reconocer las que habíamos utilizado... Sentada en una
de ellas, imaginándoos en otra, os dirigía a veces la palabra como si hubieseis
podido oírme y engañada con estas ilusiones tan dulces, me creí feliz durante
algunos instantes. Pero vayamos a los detalles, los exigís, es justo que os los
proporcione.
El presidente, advertido, esperaba a mi madre. La recibió de maravilla. Incluso
manifestó interés y le prodigó algunas caricias... Frente a mí se mostró al
principio un tanto embarazado, pero pronto se recuperó y me dijo las cosas más
dulces, asegurándome que me vela muy poco. Sainville y Léonore fueron el tema de
nuestra primera conversación, así como hoy lo son de todas las de París. Pero él
no se atrevió a decir una sola palabra de la canallada que quería hacer. Se
guardó mucho de reconocer que, a través de una atrocidad sin precedentes,
intentaba apoderarse, de golpe, de Léonore y de mí. Y mi madre, que había
previsto que lo negaría... que eludiría el tema si se sacaba a colación, decidió
no mencionarlo. Nos hizo mil elogios de Léonore. Le gusta mucho, me parece...
¡Cuando pienso que sin el fraude de la nodriza de Pré-Saint-Gervais sería ella a
quien hubiera prostituido con Dolbourg! ¡Santo cielo! ¿Cómo se hubiera avenido
el orgullo de Léonore con semejante tratamiento?
¡Oh, Valcour! Existe algo más singular que todo esto. ¿Lo creeríais? Esta
primera noche la ha pasado casi toda con su mujer... Es un renacimiento de la
ternura... o de la falsedad, muy asombroso y completamente inconcebible. Mi
madre, a la mañana siguiente, estaba muy embarazada conmigo. Moría de ganas de
contármelo y de reírse de ello. No sabía como hacerlo... Hacia ya más de cinco
años... quiso rehusarse... estas escenas tienen tan poco atractivo para ella. Un
hombre que solamente ha sido un tirano y un libertino ha de ser tan poco
delicado a la hora de actuar como esposo... No obstante, hubo de someterse...
someterse. ¿No es esa la palabra, amigo mío? hubierais tachado la palabra
colaborar si me hubiese atrevido a utilizarla. Mi madre aprovechó esos instantes
para reprocharle su corrupción, para recomendarle una conducta más conveniente
para su salud y para su reputación. Le recordó la historia de Augustine, le hizo
sentir que era espantoso por su parte no haber aparecido en Vertfeuille más que
para seducir a una de sus criadas. En realidad, dijo el presidente, me
arrepiento además porque es una muchacha verdaderamente estimable.
La había engañado, pretendía, para convencerla de que dejase Vertfeuille. Le
había prometido una brillante fortuna sin que hubiese de correr ningún riesgo.
Pero en cuanto ella vio de que se trataba, se defendió como una romana y su
Dolbourg, así como él, edificados por la conducta de esta muchacha la habían
metido en un convento hasta el regreso de mi madre, a quien él debía rogar con
insistencia que la volviese a coger. Efectivamente no hubo argumento que no
utilizase ante su mujer en favor de esto... y ella, no solamente consintió, sino
que incluso deseó vivamente que se le devolviese esa muchacha.
Si realmente Augustine se ha conducido así, merece bondad e indulgencia y mi
madre debe volver a abrirle su casa... pero, no sé por qué, desconfío de esta
última idea... ¿Qué objeto tiene que mi padre quiera hacer volver a esa muchacha
si ella se hubiese rendido a él?... Preferiría conservarla fuera... aunque sólo
fuera por la mayor facilidad... En fin, ya veremos lo que ella cuenta... tendrá
que ser muy astuta para que no desentrañemos todo.
Al día siguiente el presidente no dejó de traernos a Dolbourg. No ocultó a mi
madre que estaba más empeñado que nunca en sus antiguos proyectos y que le
gustaría mucho que hubiese algo definitivo antes del verano. Pero estas
proposiciones no tienen ya, al menos, el aspecto de una amenaza, desea, pero no
ordena. En verdad, Valcour, creo que ha habido un cambio en su conducta. No sé
cuál es el motivo, pero existe. Es imposible equivocarse. Esta variación hace
nacer una brizna de esperanza para nosotros... ¡Ah!, ¡debemos abandonarnos a
ella? ¡Es tan dulce avistar la aurora de una felicidad!... Ese hombre malvado,
ese basto Dolbourg se acercó subrepticiamente a mí y me preguntó si me había
divertido en el campo. Me encontró más gorda, lo que no es cierto... quiso
besarme la mano, pero no consiguió hacerlo.
Pero a pesar de estas apariencias de buena conducta, debemos estar alerta, amigo
mío, mi madre os lo recomienda. Habéis de evitar sobre todo con el mayor cuidado
aparecer por la casa. Mi madre os verá en casa del conde de Beaulé que, como
sabéis da dos o tres almuerzos por semana. Pero yo no iré jamás, lo hemos
acordado así. Ahora voy a explicaros cómo haremos para vernos a hurtadillas y
para entregarnos nuestras cartas. Todos los domingos acudiréis sin falta a la
misa de doce en los Capuchinos. Yo me colocaré siempre a la derecha en donde me
visteis algunas veces el año pasado... Allí, por mal que esté, amigo mío, y
aunque siento alguna repugnancia al permitirme esta pequeña indecencia,
robaremos algunos minutos a lo que debemos al Ser supremo... Nos diremos algunas
palabras... nos entregaremos nuestras cartas y no saldremos jamás sin jurarnos
amor eterno y sin pedir perdón a Dios por atrevernos a decirlo allí... Pero ese
Dios bueno ve el fondo de nuestros corazones... ve que si deseamos estar unidos
es para amarle, para servirle y para glorificarle al unísono... ¿Sabéis, amigo
mío, que considero que una de nuestras ocupaciones más delicadas será dar juntos
gracias al Eterno? Me parece que el culto que emana de dos corazones inflamados
de amor debe ser necesariamente más dulce y más puro. El más santo de los seres
no quiere ser servido por almas indiferentes. Un amor honesto y legítimo debe
hacer a los corazones más dignos de serle ofrecidos.
Pero, a propósito, si estuviese celosa, ¿con qué ojos vería todas esas salidas a
espectáculos con mi hermana? Sabéis sin duda que ambos han salido para Bretaña.
Mi madre les invitó a cenar dos veces antes de su partida. En ambas ocasiones
estaban presentes Dolbourg y mi padre y yo hice singulares reflexiones al
respecto. La primera vez que Léonore vio a M. de Blamont se acercó a mí y me
dijo con su habitual soltura:
– ¿Este es, pues, mi padre, el presidente?
– Sí, le dije.
– ¡Pues bien!, continuó ella, he aquí un defecto más que la naturaleza ha puesto
en mí, porque no me dice absolutamente nada en favor de ese hombre.
Pero como la naturaleza tampoco le dice apenas nada en favor de su madre, esa
pequeña indiferencia no me sorprendió en absoluto.
En general no creo que a Léonore, orgullosa y altiva, le agradaría mucho verse
en la obligación de renunciar a ser hija de una condesa para convertirse en hija
de una presidenta y creo que, al volver a Francia hubiera preferido ser
Elisabeth de Kerneuil que Claire de Blamont... Esa querida hermana... la quiero,
pero en verdad tiene muchos defectos y desgraciadamente todos están en su
corazón. Desmiente de una forma bien auténtica lo que se atrevió a decir, que
las mayores virtudes van siempre unidas a la falta de compasión. Si esas
virtudes se manifiestan en ella en algunos aspectos hay otros en que el brillo
que despiden se ve obscurecido por defectos muy serios.
Aunque no pueda ver a mi amado en casa de mi madre estoy encantada de haber
vuelto... Pero no sé, esta alegría es sombría, tiene un cierto carácter de
tristeza que me alarma. Una voz tumultuosa e interior parece decirme que soy
como los marineros que se regocijan mientras la tormenta se cierne sobre
ellos... Adiós, aguantemos nuestras contrariedades si se presentan, reunamos
nuestras fuerzas para sufrir y para amarnos.
CARTA XLIII
Aline a Valcour
París, 17 de Diciembre
Vuestra resignación, siempre íntegra, me complace, me conmueve y me atrae... Esa
es la forma de amar, Valcour. A otros enamorados menos delicados y menos hechos
a los sacrificios que nosotros, les costaría un mayor esfuerzo persuadirse de
ello. Pero qué nos importa la opinión de la gente fría siempre que nuestras
almas, más ardientes y más nobles que las suyas, sepan disfrutar de lo que ellos
no perciben. Sin embargo una de las cosas que más me impacientan es ver que poca
gente hay en el mundo que, si me permitís la expresión, hable el mismo lenguaje
que nosotros. ¿Por qué si la naturaleza nos ha destinado a vivir juntos, no nos
ha dado a todos un alma parecida? ¿Por qué no tenemos todos la misma manera de
sentir? Dentro del fastidio que me inspiran determinados seres no sé si me
desagradarían tanto aquellas personas que, como mi querida hermana, van mucho
más allá de los límites por un exceso de delicadeza, como aquellas que no
sienten nada. Al menos las primeras compensan, merced a un espíritu penetrante y
extraordinario, todas las inconsecuencias de su corazón, mientras que las otras
no tienen nada que contrarreste su plúmbea apatía. Son una especie de autómatas
que, en mi opinión, ejercen sobre nosotros el mismo efecto que esos días
sofocantes de verano en los que la organización de todas nuestras facultades,
abotargadas por el volumen del aire que las absorbe, queda desdibujada... ¿No es
justa mi comparación? ¿Acaso un tonto no os ha producido jamás una especie de
dolor físico? ¿No habéis percibido en su proximidad, en sus discursos, una
conmoción parecida a la que os refiero?
¡Oh!, amigo mío, ya os habré visto para cuando leáis esta carta. La mano que os
la entregue habrá sentido el placer de estrechar la vuestra, nuestros ojos se
habrán hablado y nuestras almas se habrán entendido. ¡Ojalá nadie interrumpa
esta inocente manera de vernos este invierno!
El presidente sigue siendo el mismo. Mi madre no sabe a qué atribuir estas
ansias. Dedica a ello una buena parte de la noche y os aseguro que esto no hace
más feliz a su mujer. Ella preferiría la más profunda indiferencia que esas
emociones casi siempre desordenadas, fruto del desarreglo de la mente, más que
de los sentimientos del corazón, que, colocándola siempre en una especie de
inferioridad y de humillación, solamente le permiten desempeñar el triste papel
de la paloma bajo las agudas garras del halcón. Pero ella necesita hacer gala de
arte y de política, si pudiese atarle y vencerle a fuerza de complacencia, dice
que no hay nada que no haría con sumo grado para la felicidad de su querida
Aline.
Augustine ha sido perdonada: se arrojó a los pies de la presidenta, le pidió
perdón por su mala conducta, le suplicó que lo olvidase y ya os imaginaréis que
el alma tierna y dulce de mi madre no pudo resistir esta escena. Abrazó
cariñosamente a esa muchacha, la levantó y le devolvió toda su confianza y
protección... El presidente estaba casi conmovido. Por otra parte es
extremadamente comedido respecto a esta muchacha.
Pero mi madre está muy preocupada por Sophie: no sabe en absoluto en que tono
hablarle de ella al presidente. La última vez que estuvieron en Vertfeuille
sabéis que mi padre sostuvo que no era su hija. En ese momento mi madre no podía
imaginar que, sin quererlo, le estaba diciendo la verdad. Ahora que está segura
de que Sophie no le pertenece ¿no sería lo mismo no decir nada y dejar ver que
creyó lo que su marido le dijo?
Además el interés que siente por esta desdichada no puede ser el mismo que
cuando creía que era hija suya. Y ha de ocuparse de los intereses de dos hijas
verdaderas que no sacrificará, dice, a los de una persona a la que se siente
unida por la compasión. De forma que prefiere no decir nada y dejar que su
marido continúe en el error. Le ocultará siempre el destino de esa pobre
muchacha y seguirá ocupándose de ella. ¿No cumple así todos sus deberes?
CARTA XLIV
El presidente de Blamont a Dolbourg
París, 10 de enero de 1779
Sophie es nuestra... El asunto se ha llevado a cabo con la mayor agilidad. La
abadesa ha reclamado en vano a Mme. de Blamont, había una orden de arresto y no
había más remedio que ceder... No obstante, cuando pienso en ello, esas órdenes
son una cosa bien cómoda. Están al servicio de las pasiones más diversas, el
amor, el odio, la venganza, la ambición, la crueldad, los celos, la avaricia, la
tiranía, el adulterio, el libertinaje, el incesto. Con ellas se deshace uno del
marido que estorba, de un rival temido, de una amante abandonada, de un pariente
incómodo... ¡Oh! no terminaría nunca si lo detallase la totalidad de los
diferentes servicios que proporciona esa bendita institución. Aún no comprendo
porqué mis colegas se quejan: quedo confundido al oírles decir que va en contra
de las leyes del Estado, como si el Estado tuviese algo que fuese más sagrado
que la felicidad de sus jefes y como si pudiese haber algo más grato Para ellos
que es a manera asiática de enviar a los corchetes. Sé perfectamente que los que
denigran esta deliciosa costumbre, los que la tratan de abuso tiránico,
pretenden, para apoyar su opinión, que el poder del soberano se debilita al
dividirse, se estrecha cuando cree extenderse mediante el despotismo y se
degrada al proteger los crímenes... ¿Qué si esta arma peligrosa, para una o dos
veces por siglo que es oportuna, estremece quinientas veces en el mismo siglo el
tronco, destrozando las ramas? Todo eso son los sofismas de quienes las padecen
o las han padecido. El débil se ha quejado siempre... es su suerte, así como la
nuestra es la de no escucharle... Yo me pregunto ¿qué sería una autoridad cuyos
rayos bienhechores no brillasen un poco sobre los pilares del trono? Únicamente
los tiranos llevan solos su espada, los reyes justos y buenos comparten su peso.
Y ¿valdría la pena sostenerla sin hacer uso de ella de cuando en cuando? ¿No es
indecente que tu amante... mi hija , porque ha querido escapar de nosotros o
ponerse en situación de ser despedida vaya a vivir a expensas de mi mujer? ¿Es
que le corresponde a ella pagar esas cosas? Yo adoro las conveniencias, es algo
inaudito como las respeto. Sí, quiero que la honradez reine hasta en medio del
mismo desorden. Cuando se enteren de esto... se van a enfadar conmigo... Dios lo
sabe. Se asombrarán de mi ardor... "¿No es espantoso, dirán, buscar placeres con
una mujer a quien se colma de disgustos?" Ella no se da cuenta de lo que hay
detrás de todo esto, la buena señora. No entiende, en primer lugar, que en las
mujeres la conmoción provocada por un disgusto sobre la masa de los nervios
inclina inmediatamente los átomos del fluido eléctrico al placer y que una
persona de este sexo no es nunca tan voluptuosa como cuando es poseída entre
lágrimas. Aunque no fuese más que por esto, un viejo marido como yo debería ser
disculpado por emplear con su dulce esposa todas las artimañas que puedan
devolverle lo que ya no puede alcanzar con su vigor... Esto en lo referente al
piano físico, pero la pequeña maldad de dar un disgusto proporciona otro goce
moral... que, advierto, no es percibido por tu torpe espíritu... Dilo...
confiésalo... ¿comprendes que pueda decir en mi fuero interno a una mujer,
mientras la someto a mi ardor: "Si supieses que el placer que busco contigo
solamente se alimenta del punzante atractivo de engañarte... que tu error... que
tu candidez... que la manera en que te convierto en víctima, son toda la sal que
encuentro en los placeres que me embriagan... y que esos placeres serían nulos
para mí sin el aguijón de la perfidia?" ¿Eh, Dolbourg, a ti todo esto te suena a
griego? Como el asno que pace la hierba fina de una verde pradera sin distinguir
las preciosas plantas medicinales del junco salvaje, devoras indiferentemente
todo lo que tu boca encuentra, sin examen y sin análisis, sin adoptar principios
sobre nada y sin disfrutar jamás de tus principios. ¿No soy, pues, más feliz que
tú, al refinarlo todo como hago, al no procurarme jamás goces físicos que no
vayan acompañados de un pequeño desorden moral? ¿Por mucha variedad que ponga en
mis amores con la presidenta, por muy bonita que sea aún, por bizarros que
puedan ser mis placeres... en qué quedarían, te pregunto, si para inflamarlos no
contase con las ideas nacidas de los pérfidos designios que tú sabes (porque hay
que volver a esos malditos designios ya que el proyecto de Lyon no tuvo éxito)?
También desde que adopté esa decisión, desde que fue firme, ¡es una sensación
tan violenta!... Lo que me divierte es que la buena mujer cree que todo esto se
debe a sus encantos... Sin embargo, debería ser muy consciente de que éstos no
participan en absoluto en los motivos de mi éxtasis... Es imposible que no vea
que tengo otras cosas en mente: en algunas ocasiones no me doy cuenta de lo que
digo... En estos instantes en que deliro y en los que quien delira más es
generalmente quien tiene más ingenio... se me escapan cosas muy expresivas y
ella debería entenderlas... Cuando antes había un poco más de buena fe por mi
parte... había mucho menos entusiasmo; debería acordarse. ¿De dónde puede nacer,
pues, este nuevo delirio? ¿De la indecencia del acto? Hace ya tiempo que estoy
habituado a las singularidades, ella debe saberlo. Y al ver que esto no es lo
que me inflama, ella debería preguntarse de qué se trata... sorprenderse...
incluso temblar. La seguridad de las mujeres es una cosa curiosa.
Tú, que eres un poco naturalista, dime, ¿no hay una especie de animal feroz que
no ruge nunca tanto a su hembra como cuando se dispone a devorarla? Hace poco me
asombraba la seguridad de las mujeres. Ahora lo que no entiendo es su orgullo.
Demasiado felices por tener... demasiado contentas por recuperar lo que estaban
perdiendo, siempre, según ellas, el efecto del milagro se debe a su arte, a su
magia. Y las muy inocentes, engañadas por el culto de su sacrificador, se
colocan en el altar como diosas, cuando sólo deberían ser víctimas.
Comoquiera que sea, Sophie, arrancada por orden del rey al convento de las
Ursulinas de Orléans está confinada en el Castillo de Blamont, en donde mi
portero la ha encerrado en el fondo de una habitación segura y bien cerrada y me
responde de ella con su vida. Me han dicho que esa querida personita ha llorado
prodigiosamente. Que no vaya a perder todas sus lágrimas, la jugarreta que nos
ha hecho merece que le hagamos derramar unas cuantas más. Pero como está allí y
como tenemos muchas cosas que hacer aquí, me contentaré con ir a dar una vuelta,
para disponerla a que nos reciba esta primavera. Hasta entonces hay demasiadas
cosas que nos retienen en París a los dos.
Por lo demás, es notable como ha sido aceptada la rehabilitación de la señorita
Augustine. Yo estaba ahí, dejaba que de vez en cuando mis ojos se empañasen, con
el fin de que pensaran que aún tengo corazón... y tuvieron la simpleza de
creerlo. ¡Una vez más, amigo mío, qué buenas son las mujeres! Ahora esa muchacha
está soberanamente instalada. Por muy seguros que estemos de ella, comprenderás,
no obstante, que ya que es el alma del proyecto, no hay que perderla de vista.
¿Reconocerás que soy buen fisonomista? Apenas la hube visto en todos los
sentidos en Vertfeuille, cuando te dije: "Ésta es la que necesitamos; ésta es la
persona que la suerte pone en nuestras manos para ejecutar sus caprichos..."
¿Y ves cómo, después de haberse plegado a nuestras primeras intenciones
dócilmente, coopera con inteligencia en la consumación de las segundas? En
verdad necesitábamos un poco esto para compensarnos de la pérdida real que
supone Léonore... ¡Ah! ¡qué digna de nosotros era esa encantadora mujercita,
amigo mío! Ese conde de Beaulé que me estorba en todo desde hace algún tiempo,
comienza a impacientarme. Si ese hombre no gozase de influencias, algunos de mis
amigos y yo le hubiéramos montado sin tardanza un buen proceso criminal. Sé que
cena en ocasiones con muchachas, nuestro querido conde... eso es, ya más de lo
que hacía falta en este siglo para llevarlo derecho al cadalso. Solamente se
trata de inventar, de suponer... sobornar a algunos querellantes, algunos
espías, algunos alguaciles y ya tenemos a un hombre en el tormento. Desde hace
treinta años hemos visto más de una de estas escenas. Casi preferiría ser
acusado hoy de una conspiración contra el gobierno que de irregularidades con
las putillas. Y en verdad esa manera de llevar las cosas es respetable... Honra
a la patria. Si cuando se tienen ganas de perder a un hombre hubiese que esperar
a que atentase contra el Estado, no se terminaría nunca. Mientras que hay muy
pocos mortales que no cenen con prostitutas.
Por tanto, está muy bien que las trampas se hayan colocado en donde están. Esta
especie de inquisición establecida sobre la conducta del ciudadano que se
encierra con una muchacha. Esta obligación en que se coloca a estas criaturas de
dar cuenta exacta del acto lujurioso de este hombre, es en verdad una de las más
bellas instituciones francesas. Inmortaliza para siempre al ilustre arconte que
la instauró en París. Es uno de esos entretenimientos agradables y, no obstante,
prudentes, que no habría que dejar nunca que cayese en desuso. Todo lo que se
hace para fomentar las delaciones de las sacerdotisas de Venus es poco. Es
extremadamente útil al gobierno y a la sociedad, saber cómo un hombre se conduce
en tales casos. Hay miles de inducciones, segurísimas todas ellas, que se pueden
extraer sobre su carácter. El resultado de esto, lo concedo, es una colección de
impurezas que puede ser excitante para el juez que las escucha. Espiar y recoger
las acciones libertinas de Pedro para estimular la intemperancia de Juan no es
hacer un servicio a las buenas costumbres, dicen los enemigos de este sistema.
Se trata de una forma de encadenar al ciudadano, un recurso para sojuzgarlo,
para perderlo cuando se desea y esto es lo esencial.
Adiós, la presidenta me agota. Nadie ha servido a su mujer con tanta asiduidad.
Te encargo del cuidado de mis placeres mientras que yo me sacrifico por los
tuyos. Piensa, sobre todo, que necesito que me sirvan platos picantes en las
comidas que me preparas. Advierte a las niñas del amor con que tienen que
despertar las sensaciones extinguidas en los santos desórdenes del himeneo.
CARTA XLV
Madame de Blamont a Valcour
París, 12 de Enero
Saboreaba ya el placer de almorzar hoy en casa de nuestro querido conde y de
veros, así como a Déterville, pero no saldré de mi casa... Lo que he averiguado
me ha dejado anonadada, no hay una sola facultad de mi alma que no esté
quebrantada, ni un sentimiento que no esté comprometido... ¡El muy canalla... me
engañaba con sus caricias!... yo esperaba reducirlo a fuerza de arte,
enternecerlo con mis cuidados y cuando lo creía encadenado, cuando lo suponía
mío, en realidad me estaba doblegando yo bajo el yugo imperioso del muy
pérfido... ¡Ya no hay nada sagrado, ya no hay leyes ni virtudes, todo puede
infringirse hoy impunemente! ¡Qué siglo! me ruborizo de haber tenido la
desgracia de nacer en él. El 6 de Enero a las nueve de la mañana fueron a
presentar una orden a la Sra. abadesa de las madres Ursulinas de Orléans que le
conminaba a entregar inmediatamente al portador de esa orden a una muchacha
llamada Sophie que le había sido confiada por Mme. de Blamont... Prevenida por
mí, sospechando algún horror, dijo al principio que no conocía a esa muchacha...
que realmente no se encontraba en su casa bajo ese nombre... Este subterfugio no
engañó a nadie, le dijeron que entrarían en la clausura si trataba de
entretenerlos durante más tiempo. Muerta de miedo, la buena mujer no se atrevió
a negarse a lo que le pedían y esa desdichada muchacha salió para ser arrojada
de nuevo al seno del libertinaje... por orden de los que pregonan la decencia...
Probadme una depravación más completa... más peligrosa y dejaré de quejarme al
punto .
Sophie fue conducida al castillo de Blamont, allí se encuentra detenida bajo la
vigilancia de un portero en una habitación en donde no puede ver ni hablar a
nadie...
Y las razones que el presidente ha dado para obtener fraudulentamente esta
odiosa orden son las siguientes:
Dijo que yo me oponía desde hace mucho tiempo a un matrimonio muy ventajoso para
su hija. Que a través de mis pérfidos consejos impedía a esta hija que le
obedeciese y que, uniendo la astucia a las maniobras abiertas, fui a dar con una
muchacha con quien el amigo destinado a su hija había vivido en efecto varios
meses. Que hice venir a esa dulcinea a mis posesiones y que después de haberla
instruido debidamente, la hacía pasar por hija mía raptada por él cuando era
pequeña con la abominable intención de prostituirla a su amigo. Que a través de
este artificio y como ese amigo era el mismo que él quería convertir en su
yerno, éste no podría serlo ya, porque entonces resultaría que habría tenido
relación carnal con las dos hermanas. Fábula execrable, añadió, que solamente
pudo haber sido sugerida a su mujer por un espíritu diabólico que quiere
perderle a él y a su familia. Ese espíritu infernal sois vos, Valcour. Estas son
las favorables impresiones que empieza a propalar sobre vos para, a
continuación, llegar a algo más grave. Estemos alerta... Temo cualquier cosa.
Ahora, para apoyar sus afirmaciones, para demostrar todas mis imposturas, ha
hecho público el certificado que conocéis de la pretendida muerte de Claire de
Blamont. "Así, añade, si mi hija Claire está realmente muerta, como lo prueba el
siguiente extracto de los registros de la parroquia, no puede ser la misma
Sophie que reclamo. Y esta Sophie que se hace llamar Claire de Blamont y a quien
se atreven a presentarme como tal, no es, por tanto, más que una aventurera
instruida por mi mujer que la dirige contra mí, procedimiento que merecería la
atención de los jueces si quisiera armar escándalo y si tuviese la intención de
pelear con una mujer a quien quiero y respeto aún a pesar de su debilidad por el
hombre a quien se obstina en entregar a mi hija, en contra de mi voluntad".
Por consiguiente ha solicitado a Sophie y, para que yo no pueda encontrarla
jamás, ha obtenido el derecho de hacer que la lleven secretamente a donde a él
le plazca, bajo la sola condición de pagarle una pensión suficiente para
mantenerla. Esta muchacha esta solamente en su casa a modo de depósito y, cuando
haya tenido tiempo para despistarme, dice, mandará que la metan en un convento
en el otro extremo de Francia.
Estas son las mentiras que el muy canalla ha utilizado para vengarse de esta
pobre hija, para castigarla porque su desafortunada estrella la condujo a mi
casa... para someterla, sin duda de nuevo a su odiosa intemperancia. Y cuando
hace todo esto... examinad a fondo el horrible carácter de este hombre... cuando
actúa así, está convencido, aunque afortunadamente esto no sea cierto, está
convencido decía, de que Sophie es su hija. Y me llena de caricias y pasa noches
enteras conmigo diciéndome que sus sentimientos renacen y que alberga aún en su
corazón todos los de los primeros días de nuestro matrimonio.
Este es el hombre con quien he de vérmelas. Este es el peligroso mortal de quien
depende hoy mi suerte. ¡Oh, padre mío!, ¡cuando tejisteis estos lazos os
atrevisteis a prometerme felicidad! Mirad ahora lo que significan para mí.
Sin embargo, otras preocupaciones más valiosas me obligan a seguir fingiendo.
Estoy decidida a no cambiar mi conducta frente a él. Es preciso que continúe en
su error. Es preciso que ni siquiera se le ocurra la idea de investigar y esto
en interés de Aline y de Léonore que en este momento me importan mucho más que
Sophie. En realidad no tiene en sus manos más que a la hija de una campesina y
si se la arrebato me quitará a la mía.
Lo único que mi probidad me exige ahora consiste en hacer saber al ministro la
verdad exacta de todo. El conde de Beaulé se encarga de ello. Esta verdad
concordará en muchos puntos con la del presidente. Se trata de una aventurera
que no tiene ninguna relación de parentesco, yo también lo afirmaré. No negaré
que quise hacerla pasar por mi hija. Si lo creí, si lo dije en un momento
probaré a través de todo lo que me indujo a ese error que obraba de buena fe,
pero que ya que Claire de Blamont está muerta como queda demostrado, no tengo
nada que reclamar y le dejaré intacta su ilusión para que no descubra nada sobre
el nacimiento de Léonore, para que no sepa nunca que era Claire de Blamont, que
cree que es Sophie, es actualmente la señorita de Kerneuil, porque con el
carácter que el cielo le ha dado, solamente podría perjudicar todo lo que
hacemos para que Léonore entre en posesión de los bienes de quien presuntamente
es su madre ante la opinión pública.
No obstante, esto no hace disminuir mi repugnancia por haber aceptado ere
arreglo con el conde de Beaulé. Porque a fin de cuentas con esta maniobra
estamos privando a los colaterales de Mme. de Kerneuil de lo que les
corresponde. No imagináis, Valcour, hasta qué punto esta manera de obrar ofende
mi delicadeza. Es ilegal y estoy indignada. Pero si no ignoro estas
consideraciones, si descubro el nacimiento de Léonore, ¿qué nuevas desgracias y
qué inconvenientes aún más terribles no se abalanzarían sobre mí? y aunque es la
mujer del marqués de Karmeil, ¿qué persecuciones no urdiría el presidente para
aplastar a esa desdichada Léonore? Y lo que no pueda hacer contra ella, su ánimo
vengativo lo emprenderá contra Aline y yo me veré sumida en un abismo de
infortunios. Al obrar como lo hago prefiero un mal pequeño a un mal grande, pero
no deja de ser un mal y estoy sumamente contrariada con todas estas cosas que
alarman mi conciencia. Hay otra cosa que aflige intensamente mi delicadeza y me
hace derramar en secreto lágrimas bien amargas, al abandonar a Sophie, abandono
a una honrada y dulce criatura, una muchacha llena de virtud y de religión en
favor de otra que dista mucho de tener esas cualidades. Pero una de ellas es mi
hija y la otra no es nada para mí. Salvar a Sophie de las manos de este hombre,
¿cómo imaginarlo? ¿en virtud de que título actuaría? Ya que consiento en dar a
la casa de Kerneuil una heredera que en realidad no lo es, ¿no puedo dar
igualmente al presidente una hija que jamás le perteneció? Cuando se trata de
arrebatar al infortunado de las garras de la injusticia y de la crueldad, ¿no es
lícito acudir a un subterfugio?
Además si continuase afirmando que Sophie es hija mía, tendría un arma que
supondría una eficaz ayuda en la oposición a los proyectos del huraño amigo de
mi esposo. Con ello no quito nada a Léonore, a quien no reconoceré jamás, que no
tiene ninguna necesidad de ser reconocida, devolveré la libertad a Sophie y
garantizaré la dicha de Aline. ¡Ah! sería en vano, siempre me pondría por
delante esa certificación parroquial y solamente podría demostrar su
inautenticidad perjudicando a mi Léonore. ¡Qué apuro! yo que me regocijaba de
los días en que había traído al mundo a mis hijas, ¿Tendré que situar ahora esos
días entre los más funestos de mi vida?
.No, no cederé, abandonaré a Sophie. Por mucho que lo piense no puedo actuar de
otra forma. No puedo socorrer a esa infortunada sin menoscabar la felicidad de
mis dos hijas. He de renunciar a ello... he de hacerlo. ¿Es posible que haya
circunstancias fatales en las que el cielo favorezca escasamente a la virtud a
fin de que resulte imposible rescatarla del infortunio? Ojalá pudieran ignorar
perpetuamente estas verdades fatales, muchas jóvenes llegarían a la conclusión
de que esa vía espinosa en que las coloca la educación no merece ser recorrida
ya que en ella se cae antes en las trampas de la intemperancia y del vicio.
Además, si no me enfado por todo lo que acaba de suceder, si cedo en todo al
hombre que me engaña, si continuo observando frente a él la misma conducta,
¿quizás llegaría a ablandarle? ¿quizás esa entrega completa por mi parte le haga
desistir de sus indignas pretensiones sobre Aline? Pero, por otra parte, ¿estará
dispuesto a creer que abandono a la ligera los intereses de aquella que durante
tanto tiempo he considerado como hija mía? ¡Bien! entonces explicaré mi
resignación a través de mi bondad. Le diré: "Esa muchacha me interesa. Ahora
sois su amo, os la recomiendo y os suplico que la hagáis feliz''.
Ahora me pesa no haber enviado a Sophie a casa de su buena nodriza de
Berseuil.....estaría casada. ¿Qué digo? frente a las intrigas de un traidor que
no escatima ni su influencia ni el dinero cuando se trata de servir a sus
pasiones, ¿no sería todo igual hoy?... Habría un crimen más... Me interrumpen...
terminaré mi carta mañana.
Día 13
¿Lo creeríais? ayer por la tarde se presentó como de costumbre para obtener,
según dijo suavemente, "los tributos del himeneo ofrecidos por las manos del
amor". Y como observó una ligera alteración en mi rostro, aunque me esforzaba
por contenerme, se me adelantó. Todo lo que había hecho, explicó, era para bien
y, en verdad, él no había hecho casi nada, fue Dolbourg quien, al pretender
emparentar conmigo, se avergonzaba de saber que una de sus antiguas amantes
estaba entre mis manos y fue él quien quiso recuperarla.
– Mi única falta consiste, prosiguió, en no haberos prevenido. Pero como
estabais convencida de la loca idea de que se trataba de vuestra hija, os
hubierais opuesto. Y como yo evito con tanto cuidado todo lo que pueda enturbiar
nuestras relaciones, como deseo tan intensamente reparar mis antiguos errores,
debéis perdonarme este pequeño secreto que obedecía al deseo supremo de
conservar vuestra estima. No hay nada, continuó, que me haga sentirme tan
sinceramente celoso... Hay pocas mujeres que reúnan tantas gracias... junto a
atractivos tan divinos, virtudes tan raras... ¿Pelear con vos... yo?,
¿querellarme?... ¿Cómo podría hacerlo?
– Pero ella está en vuestra casa, le dije, interrumpiendo sus zalamerías.
– Sí, respondió, sorprendido de verme tan bien informada... sí, es verdad, está
en mi casa, no he podido negar mi castillo a Dolbourg que quería recibirla en él
durante unos instantes.
– ¿Y que hará de ella después?
– La enviará, me dijo con ese tono misterioso que emplean tan hábilmente los
impostores para conferir a sus mentiras el colorido de la verdad, la enviará a
un convento perdido en la Gascuña... Estará bien... Le dará una buena pensión...
¡Oh! no conocéis a Dolbourg... Jamás he visto que le hagáis justicia. ¡Es de una
simplicidad de costumbres tan grande... de una franqueza tan rara... de una
naturaleza tan auténtica... de una ingenuidad tan preciosa! ¡Ah!, creedme que el
único hombre que está llamado a hacer la felicidad de nuestra Aline. ¡Bueno!
¿Estáis convencida ahora de que todo lo que creíais sobre esto era puro
cuento?... (Yo me callé)... Hay una enormidad de gente que esta sumamente
interesada en engañaros... y que lo hace... Aunque sólo fuese ese Valcour...
desconfiad de él... os lo digo yo. Es el más peligroso de los bribones.
– Un momento, señor, le dije, porque no podía soportar tantas falsedades y
movida por la curiosidad de ver hasta donde podía llegar... un momento... Ya que
estáis justificando vuestra conducta, ¿me explicaréis la razón de esa comisión
secreta confiada al alguacil que vino a detener a Léonore a Vertfeuille? ¿Por
qué disponía ese hombre de una orden vuestra basada en una descripción para
detener a mi hija en lugar de la esposa de Sainville?
Y en ese momento, amigo mío, el arte de fingir acudió a componer a su antojo
todos los rasgos de ese odioso rostro.
– ¿Yo? respondió, ¿yo dar órdenes para poner a Aline en el lugar de Léonore?...
Pero pensad, por favor, que si yo me he enterado de la aventura de Sainville en
Vertfeuille fue por boca de terceros, circunstancia que me colocó en una
situación muy embarazosa, que incluso hizo que me enfadase un poco con vos por
no haberme advertido nada, ya que no sabía qué responder a todas las preguntas
que se me formulaban al respecto.
– ¿Lo negáis entonces? le dije levantándome enfurecida.
– Vamos; vamos; respondió él sonriendo, ahora veo que estáis bromeando. Pero si
proseguís, me enfadaré... Ya tengo bastante con los errores verdaderos que he
cometido, no inventéis otros nuevos. Dormid en paz por lo que respecta a
Aline... No os la arrebataré... Os la pido... y no pasaré de ahí, y espero que
después de un poco de reflexión ya no me la negaréis...
Me volví a sentar. Me di cuenta del error que acababa de cometer al romper el
silencio sobre un tema que me había propuesto mantener en secreto y cuyo
recuerdo evocaba en vano ya que., a buen seguro, lo negaría todo...
– Os creo, dije con una tranquilidad fingida. Sí, os creo... Pero si me acusáis
de tener enemigos, también los debéis tener vos... La perfidia que os echo en
cara os ha sido atribuida en público, y...
– ¡Enemigos, enemigos! ¿Quién no los tiene?... Solamente los tontos no tienen
nunca enemigos. Pero todas esas calumnias... las desprecio hasta el extremo de
que, por mi honor, ni siquiera me informaré de aquellos que han pretendido
indisponerme con vos.
Y animándose y acalorándose por mi causa, sin darme tiempo de responderle se
puso a repetirme sus halagos... a exigir finalmente... lo que estaba dispuesta a
seguir concediéndole, ya que estaba decidida a fingir... Nunca le vi tan
apasionado, tan depravado, debería decir. El amor o el sentimiento en esas almas
es solamente el exceso del desorden. ¡Pero qué siniestro es el espíritu de este
hombre, incluso en medio de sus placeres mas dulces!... Escucha algunas de sus
palabras :
– ¡Qué bella sois! me dijo examinándome sin velos, no, jamás la muerte se
atreverá a destruir esta obra de arte. No quedaréis sometida a la ley que rige
sobre los demás... Este bello cuerpo no se corromperá. Nada se alterará nunca en
vos. Y en el último reposo de la naturaleza, aún le serviréis de modelo.
Y gracias a esta idea alcanzó la cúspide de su placer. Esta idea, delicadamente
horrible, sumió a sus sentidos en la embriaguez.
¡Oh, amigo mío! ¡no sé, todo esto me alarma, este cambio tan evidente en su
conducta, este afán por obtener cosas que ya no deberían apasionarle!... Incluso
en los primeros años de nuestro matrimonio, no me festejaba con tanta asiduidad.
¿Qué significaba este retorno?... ¿Si verdaderamente me amase, si desease
reparar sus errores... los agravaría? Me halaga y, sin embargo, me engaña. Me
acaricia, y me aflige... ¡Ay! ¡tiemblo! ¿Qué pretende? ¿Qué necesidad tiene de
utilizar la astucia conmigo? ¿No es el más fuerte?... Solamente hay que engañar
a quienes tememos. La astucia es el arma del esclavo. Solamente está permitida a
los débiles. Envilece a los más fuertes si se atreven a utilizarla. ¡Ah! aunque
me ennoblezca, aunque me humille, aunque me alabe o aunque me degrade, siempre
seré su víctima. Nada hay que pueda impedir que lo sea... ¡Oh, mi Aline!...
Quizás lo seas tú también... y yo ya no estaré para arrancarte de su mano
cruel... Valcour, las lágrimas fluyen en contra de mi voluntad. Mi cabeza se
nubla... mi alma, fatigada de desgracias, se irrita ante el temor de otras
nuevas. Llega un punto en que ya no podemos soportar el horrible peso de
nuestras cadenas, en que se prefiere mil veces el fin de la existencia a la
renovación del infortunio... Oh, Valcour, si yo hubiera de faltaros... si yo no
estuviese y Aline fuese desdichada... derramad toda vuestra sangre, si es
preciso, amigo mío, para liberarla de los horrores que amenacen su frágil
existencia... Tened siempre presente a la madre que os la entrega... Repetid a
menudo: "Me amaba... deseaba mi felicidad y la de su hija. La providencia se
opuso a ello... Pero a ambas debo mi amor y mi pena... Debo quererlas más allá
de la tumba o perecer con ellas".
Adiós, estoy demasiado triste esta noche como para continuar escribiéndoos...
Intentad almorzar el jueves en casa del conde, haré todo lo posible para veros
allí.
CARTA XLVI
Valcour a Madame de Blamont
París, 20 de Enero
Acabo de recibir una extraña visita, señora. Lo que ha sucedido me parece de tan
alta importancia que he creído que me permitiríais que os lo comunicase al
instante. Serían las diez de la mañana y me disponía a salir cuando me
anunciaron al Sr. presidente de Blamont.
– ¿Puedo saber, le dije, señor, a qué debo el honor de tal atención de vuestra
parte?
– Debéis suponerlo.
– Lo ignoro, pero si deseáis tomar asiento, estaríais más cómodo para
explicármelo.
– No vengo aquí ni para haceros cumplidos ni para recibirlos.
– Si es así, permanezcamos de pie. Pero explicaros rápidamente porque hay
asuntos que reclaman mi presencia.
– Me tomaré el tiempo que necesite y vos tendréis la bondad de escucharme. No
hay ningún asunto que sea tan urgente para vos como el que vengo a exponeros.
– ¡Y bien! ¿De qué se trata? Explicaos.
– Vengo a daros un consejo.
– No me agradan.
– El deber de un hombre prudente es seguirlos cuando son buenos.
– El hombre más prudente aún no los da jamás.
– De este depende vuestra seguridad.
– Un hombre de bien la halla en su conducta.
– Modificad entonces la vuestras si deseáis que esta seguridad sea perfecta.
– Me parece, señor, que este no es precisamente el tono de un consejo.
– La superioridad da en ocasiones algunos consejos que no están formulados en el
tono de la amistad.
– ¿La superioridad?...
– ¿Preferiríais que dijese la fuerza?
– Ninguna de las dos cosas os convienen, sois el hombre más innoble y tenéis
todo el aspecto del más débil.
– Mi posición...
– Es una de las más mediocres del Estado, a menudo una de las más tristes y
siempre una de las menos consideradas. Pensad que con cien bolsas de mil francos
mi criado puede ser mañana vuestro igual.
Dejándose caer en un sillón, dijo:
– M. de Valcour, vuestra conducta os pierde y por consideración hacia vos mismo,
deberíais cambiarla.
Sentándome enfrente de él:
– No comprendo como mi conducta puede ofender al público o a vos.
– Seducir a mi hija es ofenderme y citarla en una iglesia es ofender al público.
– Vuestro reproche es falso en dos puntos: no intento seducir a vuestra hija y
jamás la he citado en ninguna parte. Sabed además que entre una muchacha de su
edad y un hombre de la mía no hay más seductor que el amor y que si la encuentro
de vez en cuando en la iglesia es por pura casualidad.
– Con estas respuestas se arregla todo.
– Solamente pretendo decir la verdad.
– ¡Y bien! si es como decís, ¿cuáles son vuestros sentimientos hacia mi hija?
– Los del respeto más profundo y al amor más inviolable.
– No podéis amarla ya.
– ¿Qué ley me lo impide?
– Mi voluntad que se opone a ello.
– Esperaremos.
Levantandose enfurecido:
– ¿Esperaréis? Entonces toda vuestra felicidad se basa en el fin de mi
existencia.
– No, me agradaría mucho llamaros padre y recibir a Aline de vuestra mano.
Paseándose por la habitación a grandes zancadas:
– No contéis con ello.
– ¿En ese caso hago mal al deciros que esperaremos? un hombre menos honrado no
os lo diría.
– Pero significa decirme claramente...
– Significa deciros que deseamos que os hagáis adorar como padre o que os hagáis
olvidar como enemigo.
– Tendría gracia que un hombre no pudiera disponer de su hija.
– Puede hacerlo, sin duda, mientras sus intenciones tengan en cuenta la
felicidad de esta hija.
– Esas restricciones son sofísticas, los derechos de un padre sobre sus hijos no
lo son.
– Hay muchas cosas que existen aunque sean injustas.
– No cambiaréis las leyes.
– Tampoco extinguiréis vos mi amor.
– Haré cesar sus efectos.
– Conseguiréis que os odien quienes deben amaros.
– Hay que burlarse de los sentimientos de las personas cuyos errores hay que
castigar.
– No es un error amar a vuestra hija.
– Pero si lo es apartarla del esposo a quien se la he destinado.
– Aunque dejase de pensar para siempre en mí, impedir que se una a un libertino
es hacerle un favor.
– ¡Ah! ¿Son estas las impresiones que suscitáis en ella? ¿Son estos los
sentimientos que sugerís en mi mujer?
– Es lícito avisar a los amigos cuando están a punto de ser engañados,
tranquilizaos, sin embargo. Instado por otras personas que no son ni vuestra
mujer ni vuestra hija, para que aclarase la conducta del monstruo con quien
queréis unirla, me negué a ello. Pero la providencia quiso que sus desvaríos se
descubriesen naturalmente y deberíais avergonzaros de un proyecto que os
deshonra.
– M. de Valcour; no me obliguéis a llegar a extremos que me enojarían, más vale
que emprendamos un camino menos escabroso. Tened, dijo, poniendo diez cilindros
encima de la mesa, no sois rico; lo sé; he aquí quinientos luises y firmadme una
renuncia al matrimonio que pretendéis.
Cogiendo los cilindros y arrojándolos a la antecámara:
– Hombre vil, ¿olvidas que estas en mi casa? ¿Olvidas la bajeza de tu
existencia, la escasa dignidad de tu situación, el envilecimiento en que te
sumergen tus vicios y los derechos que la virtud y la naturaleza me confieren
sobre tu despreciable persona?
– Me insultáis, señor.
– Lo haría en cualquier parte, pero como estáis en mi casa me contento con
pediros que os marchéis.
– Os tomáis las cosas muy a pecho.
– ¿Y por qué he de merecer ser humillado con tanta crueldad? ¿Quién puede
induciros a subestimarme? ¿Renunciar por dinero al sentimiento más precioso de
mi vida? ¡Cobarde! si soy pobre, pero la sangre de mis antepasados corre por mis
venas y me duelen menos las faltas que me han hecho perder mi patrimonio que lo
que me sonrojaría el poseer unos bienes cuya adquisición me cubriría de
vergüenza. Mueran mil veces quienes solamente pueden aportar, para compensar las
virtudes que no posee, sacos de oro de origen inconfesable. Los escasos bienes
de que disfruto son míos y los del hombre que destináis a vuestra hija son la
dote de la viuda, el patrimonio del huérfano, la sangre del pueblo. Estremeceos
dar a vuestros nietos riquezas adquiridas a costa del honor... tesoros que
podrían ser devorados instantáneamente por el infortunio si reinase la equidad
en este tribunal envilecido al que os jactáis de pertenecer.
– ¿Entonces no deseáis renunciar a mi hija?
– Lo haré cuando ella lo exija y cuando me diga que no soy digno de ella.
– La haréis desdichada, mi palabra está dada y no la retiraré.
– ¿Y, por qué horrible injusticia la felicidad de un amigo os es más preciosa
que la de Aline?
– Estimo ambas por igual y haría felices a ambos si no trastornaseis la cabeza
de mi hija.
– Si para que esa muchacha sea feliz, consideración única ante la cual toda otra
debe ceder, es absolutamente necesario que se sacrifique alguien ¿no es más
justo que sea Dolbourg, a quien ella no ama, y no que lo haga yo que la adoro y
que me enorgullezco de no parecerle indiferente?
– Si Dolbourg no es el preferido ¿por qué queréis que haga un sacrificio? A
quien corresponde hacer un sacrificio por ella es al que la ama.
– Un sacrificio hecho a expensas del corazón de Aline sería un sacrificio mal
entendido.
– Pero Dolbourg no pretende su corazón, lo deja en libertad, solamente aspira a
la alianza y es lo suficientemente equitativo como para estar convencido de que
a su edad no se puede cautivar ya el corazón de una joven. No tiene pretensión
alguna sobre los sentimientos de Aline, se casa con ella, eso es todo. Nadie
pone ya en el matrimonio esa grotesca caballerosidad de que alardeáis. Uno se
casa con una mujer por sus relaciones, por su dinero, para hacer uso de ella
alguna vez en caso de necesidad. Entonces es preciso que, por las buenas o por
las malas, la mujer muestre a su marido toda la obediencia que le debe. Ha de
manifestarle una sumisión ciega y por lo demás, que le ame o que no le ame, que
esté contenta o triste al concederle lo que de ella se pretende, y que sea
legítimo o no... siempre que se obtenga... ¿qué importa todo lo demás para la
felicidad? Vosotros, las personas de grandes sentimientos situáis la felicidad
en quimeras metafísicas que solamente existen en vuestras huecas cabezas.
Analizad todo esto, y el resultado es: nada. Ya me gustaría que me dijeseis de
qué sirve el amor de una mujer siempre que se pueda gozar de ella. Y si se goza
de ella ¿qué puede aportar el amor a la sensación física?
– Suponiendo que vuestro Dolbourg sea lo bastante despreciable como para pensar
así, si vuestra hija es delicada la haréis desgraciada.
– ¿Y por qué, si no se exige de ella nada que no pueda dar?
– Esos dones son horribles cuando no los hace el corazón.
– Bien, serán, supongo, dos momentos un poco duros cada día, le quedan veintidós
horas para hacer lo que quiera.
– Una mujer virtuosa no se encuentra solamente ligada en el instante de los
deberes, lo está siempre y cuando ese instante es cruel, sus cadenas se hacen
insoportables porque su recta conciencia no le permite recurrir a los medios
infamantes con que podría aligerarlas.
– Todo eso son principios de jovenzuelos recién salidos de la escuela. Ya
veréis, M. de Valcour, como a mi edad preferiréis las ideas menos intelectuales
a todos esos sofismas del amor. Si al marido para ser feliz le basta con lo
físico, la mujer debe serlo sin lo moral.
– ¿Y suponéis que un marido puede ser dichoso si prescinde del corazón?
– Sostengo que lo será más. El amor es solamente la espina del goce, solamente
lo físico es la rosa... Os sorprendería si os dijese que se pueden saborear
placeres más intensos con una mujer que nos odia que con una que nos ama. Esta
da... a la otra hay que arrancárselo. ¡Que diferencia en la sensación física!
así tiene siempre el atractivo picante de la violación, es el fruto de la
victoria ya que es preciso combatir y vencer, por consiguiente es cien veces más
deliciosa. Pensad que en la vida del hombre hay veinte años en que este desea
aún gozar todos los días y no obstante es seguro que sólo inspirará repugnancia.
¿Cómo podría ser feliz cuando ya no puede dar amor, si solamente el amor hiciese
la felicidad? Y sin embargo lo es, luego es posible ser feliz sin proporcionar
ningún placer y es muy posible recibirlos sin devolver nada a cambio.
– Las ideas de una mujer de dieciocho años no son las de un hombre de cincuenta.
– Pero ¿estáis seguro de que se tengan ideas a los dieciocho años? Creedme, la
edad en que solamente se escucha al corazón no es nunca la de las ideas.
Extraviado por un guía absurdo uno se engaña acerca de las sensaciones y
pretende que la sensibilidad saboree lo que solamente es bueno cuando se la
ultraja. Por lo que a mí respecta, lo confieso que hace menos de diez años que
disfruto, hace menos de diez años que sé qué es lo que hay que excluir y qué es
lo que hay que sofocar para mejorar un placer. Es inaudito lo bien que se
percibe lo que creemos que estamos a punto de perder. Cuanto menos seguro está
uno de poder repetir, más se saborea lo que se obtiene. Es preciso haber
conocido mucho para opinar sobre lo que es bueno... ¿Y qué se conoce a los
dieciocho años? A esa edad uno estima aún sus principios, cree en la virtud,
admite la existencia de los dioses... quimeras... estando apegado a todos estos
prejuicios ¿puede concebirse esas divinas desviaciones fruto del hastío y de la
depravación, puede concebirse la idea de esas investigaciones deliciosas,
nacidas en el seno de la impotencia? Hay que envejecer, os digo, para ser
voluptuoso... De joven solamente se puede estar enamorado y no es solamente en
Citeres en donde el placer desea que se le rinda culto... Pero terminemos, M. de
Valcour, os estoy sermoneando y no os convenzo... ¿Cuál es vuestra última
decisión?
– Morir antes mil veces que renunciar a mi Aline.
– Os haréis acreedor a muchos males.
– Si ella me ama, los afrontaré todos.
– ¿Es entonces esta vuestra última respuesta?
– Es la única quo obtendréis de mí.
Levantándose enfurecido, dijo:
– ¡Pues bien! No os sorprendáis de las medidas qué voy a adoptar... de las
fuerzas que armaré contra vos.
– Si actuáis como un hombre vil, me daréis el derecho de despreciaros y
disfrutaré de él en toda su extensión.
– Acordaos, sobre todo, señor, que mi casa os está vedada... que haré vigilar a
mi hija y que, si continuáis escribiéndole o dándole citas apelaré a las leyes y
a través de ella sabré haceros observar el respeto qué debéis a uno de sus
ministros.
Salió enfurecido recogiendo sus cilindros y protestando quo mi obstinación no
tardaría en producirme remordimientos.
Esto es lo que pasó, señora. Quisiera haberme mostrado más sociable en esta
visita. Reconozco quo me duele por vos la acritud que manifesté, pero no pude
soportar que me tratasen como lo hizo... ¡Proponerme que vendiese mi amor por
Aline! ¡Santo cielo! todas las gotas de mi sangre derramadas una tras otra no me
harían renunciar a ella; aunque el trono del universo fuese el precio de mi
sacrificio, aunque la alternativa fuesen los más horribles tormentos, no
vacilaría un minuto.
Espero vuestras órdenes, señora, pero no sin inquietud, no sin sentir, como vos,
en el fondo de mi alma, el presentimiento del infortunio... Yo que quería daros
ánimo... ¡Ay! advierto que necesito el vuestro... Ocultad esta escena a vuestra
Aline. Aumentaría sus inquietudes... ¿Volveremos a conocer algún día los
instantes dichosos del reposo y de la felicidad?
CARTA XLVII
Madame de Blamont a Valcour
París, 26 de Enero.
No trató de ocultarme la visita que os hizo. Yo esperaba... Me habló de ella
antes de ayer y como el tono no había variado, no quise decir nada para no ser
descubierta. Pero no me dijo una sola palabra de los quinientos luises y aún
menos de cual había sido el estado de ánimo. Se contentó con decirme que quiso
veros para persuadiros a renunciar a pretensiones que no os convenían en modo
alguno y que no pudo venceros. Me rogó que me ocupase de ello y, sin dureza, sin
acritud, me dijo que era mi deber oponerme a ciertas citas de cuya existencia no
tenía la menor duda... Conocía estas entrevistas, amigo mío, y espero que estéis
convencido de que yo no las ignoraba. No hubierais querido que Aline os las
propusiera a mis espaldas. Estoy segura de que son muy sencillas y nada más
lejos de mi intención que prohibíroslas si vuestros propios intereses no me
obligasen a ello. Pero eso no basta, Valcour, hay que evitar cuidadosamente
salir de aquí, hasta que la tormenta haya amainado. No tengo pruebas ciertas de
la ira del hombre a quien tememos, pero con un carácter como el suyo con tanta
ruindad, ni siquiera la calma debe engañarnos. Ninguno de sus sistemas me
sorprende, me ha mostrado ya de una forma excesivamente explícita hasta dónde
puede conducir a un corazón como el suyo el abandono de los principios. Esto me
hace comprender el caso que hay que hacer a sus caricias. Pero si solamente las
hace por falsedad... que esté bien seguro de que yo solamente las recibo por
política y que lo trataría como merece de no verme forzada por el interés de mis
hijas.
Imagino el esfuerzo que os habrá costado conteneros y, sin embargo, aún he de
deciros que os excedisteis. Me lo oculta y eso me inquieta. Salió ayer para
Blamont, asegurándome que Sophie ya no estaba allí, aunque muy cierto que ella
está. Hace algunos días recibí una carta suya, desde su encierro, que me fue
entregada en el mayor secreto. No os la envié porque solamente contenía las
particularidades de su secuestro, que ya conocíais. He encontrado la forma de
establecer una correspondencia segura con Blamont: me harán llegar las cartas de
esta desdichada muchacha y me informarán puntualmente de todo lo que la afecte.
En estos momentos ella se encuentra en Blamont y el presidente se dirige allí...
va a Blamont y me asegura que ella no está allí... y sus intenciones para
conmigo no disminuyen... ¡Oh!, amigo mío, ¿están comprobadas esas desviaciones?
¿son manifiestas esas falsedades?... ¿Y no hemos de temblar? ¡Oh, cielos! todo
está hecho para inspirarnos los más vivos temores... Antes de cerrar mi carta
quiero saber si Dolbourg va con él...
Ya llega... No, no va con él, el presidente sale solo y Dolbourg ni siquiera va
a moverse de París... ¿Cuál es el objeto de esta visita?... Desdichada Sophie,
¿Podrán los títulos que se te atribuyen protegerte de las iras de este
libertino? ¿No se arrepentirá de haberte convertido en la amante de Dolbourg? y,
rotos ya esos lazos, ¿no inflamará su imaginación?... la idea del crimen,
afortunadamente imaginario.
Es preciso que os hable de mi Aline, mi mente necesita descansar en virtud ya
que se ha visto obligada a imaginar el crimen... Os abraza, está ligeramente
inquieta... Ignora todo lo referente a vuestra escena... pero, como su madre, ve
en todo esto algo turbio... Consolada de veros un instante todas las semanas le
desagrada verse obligada a renunciar a ello. No obstante os exhorta a que
mostréis el mismo valor que ella y ambas os abrazamos.
CARTA XLVIII
Léonore a Madame de Blamont
Rennes, 22 de Enero
Faltaría a todo lo que os debo, mi querida mamá, si no os comunicase el feliz
comienzo de todas nuestras gestiones. Mi retorno a Bretaña ha sorprendido a
mucha gente y ha afligido a algunos. Una multitud de pequeños primos oscuros que
se habían repartido la herencia de la condesa de Kerneuil opinan que es una
contrariedad que venga a arrebatársela y la desesperación de estos desdichados
campesinos es tanto más amarga por cuanto no ven ninguna posibilidad de sostener
ya sus ridículas pretensiones. Nada me divierte tanto como el desconcierto que
crean esas pequeñas fortunas disipadas por mi presencia, como el aguilón que
derriba las plantas parásitas que nacen en un día y quedan destruidas en un
instante. Vais a decirme que soy mala, que tengo mal corazón, pero, reproches
aparte, me concederéis que hay ocasiones en que el mal que cae sobre los demás
resulta a veces bien agradable ¿No cabe incluir entre ellas aquellas en que nos
enriquece?
El conde de Beaulé nos ha enviado una respuesta de España que nos garantiza una
rápida y segura restitución de una parte de los lingotes y esto, unido a lo
demás, va a convertir nuestra casa en una de las más ricas de Bretaña. Pero no
será en provincias en donde consumamos esta brillante fortuna, viviremos en la
capital: el centro de los placeres y el lugar que conviene a las riquezas. Y
desde el momento en que se pueden satisfacer todos los caprichos, hay que
preferir como lugar de residencia aquel en donde se renueven con más frecuencia.
Además este proyecto nos acerca a vos ¿qué más queremos para decidirnos? ¿No
habíais emprendido mi conversión? Es preciso que os reconozca el mérito... ¡Qué
desvelos! y ¡cuánto temo veros fracasar! Apelaré a mi corazón para que acuda en
socorro de mi espíritu... pero ambos, según decís, son tan malos... Sin embargo
no admito ninguna condena sobre el primero y mi sensibilidad sigue siendo muy
activa cuando se trata de quereros .
Destinada a efectuar encuentros singulares he encontrado como directores de
espectáculo en Rennes a M. y Mme. de Bersac. Me vieron en una parte de mi gloria
y mi pequeño orgullo quedó muy halagado. Esta aventura me ha dado una idea sobre
esa pequeña Sophie que me hicisteis ver en Orléans... Es hermosa, mis antiguos
amigos se han ofrecido a formarla bien, si lo aprobáis. Me parece que eso
siempre será mejor que un convento y cuando se tiene un rostro como el suyo, ¿no
es infinitamente más sensato ser útil a los hombres que inútil a Dios? Si no
obstante este proyecto escandaliza a la fiera virtud de mi bonita mamá, le
ofrezco un puesto en mi casa en cuanto nos hayamos establecido. Cuando uno es
joven hay que trabajar: establecer una pensión para que rece a Dios y murmure
enterrada en un convento es emplear mal el dinero. No pretendo enfriar vuestra
compasión, pero si esa muchachita no quiere hacer nada, en verdad que yo la
abandonaría sin escrúpulo. Ya os lo dije, creo que no hay nada peor que fomentar
la holgazanería. Eso significa infringir las leyes de la sociedad, infringirlas
todas.
Espero que toméis una decisión y me comuniquéis vuestras órdenes, sean cuales
fueren me honraré con ellas y para mi será una norma el cumplirlas fielmente.
Sainville y yo abrazamos a la dulce Aline y os presentamos nuestros respetos.
CARTA XLIX
Sophie a Madame de Blamont
Castillo de Blamont, 29 de Enero
¡Oh!, señora, ¿por qué mi sino ha de ser el de referiros infamias? ¿por qué el
cielo me ha dado la existencia para ser siempre la víctima del infortunio?...
Pero, ¿cómo me atrevo a hablar así cuando quien me hace sufrir es una persona
tan cercana a vos? Habéis tenido a bien leer mi primera carta, vuestra
respuesta, que guardo en lo más profundo de mi corazón, me dice que os habéis
dignado llorar a causa de mis males. Voy a confiároslos una vez más, voy a
implorar de nuevo vuestra protección, me veo amenazada por desgracias mayores
que las que hasta ahora he padecido. ¡Oh! señora, ¡dignaos librarme de ellas! No
os pido ya que tengáis las mismas atenciones hacia mí, sé que son imposibles,
pero tratad solamente, os lo suplico, de hacer que pueda salir de este lugar. Me
iré a vivir ignorada a alguna parte de la tierra y ya nunca se oirá hablar más
de mí. Mis desdichadas manos proveerán lo necesario para mi subsistencia. No
pido más ayuda que la libertad de poder trabajar. La gente se apiadará de mi
miseria, protegerán mi juventud; no todos los corazones están endurecidos.
Solamente pido el fruto de mi trabajo, lo mereceré por mi conducta y mi
actividad. Pero pasemos a los detalles, señora, ya que me permitís que os los
refiera .
El Sr. Presidente llegó aquí en la diligencia el día 25 por la tarde. Eran
aproximadamente las ocho cuando entró en la casa. Le habían encendido el fuego y
le habían servido la cena en sus habitaciones, en la parte de arriba. Subió
enseguida y en cuanto estuvo preparado mando decirme que me presentase ante
él... Una hoja agitada por la tormenta hubiera temblado menos que yo. Su lacayo
cerró cuidadosamente al salir todas las puertas. La única comunicación que quedó
libre fue la que unía nuestras habitaciones, casi no me atrevía a avanzar...
Estaba sobre una poltrona, en el fondo de la habitación, enfrente de la puerta
por la que yo entraba.
– Acercaos, me dijo, imagino vuestros temores, habéis de temblar al verme
después de la tontería que hicisteis... Estaréis persuadida, espero, que si he
venido aquí es solamente para haceros llorar. Pero ante todos escuchadme y que
la verdad guíe vuestras respuestas. ¿Qué motivos pudieron induciros a buscar la
casa de mi mujer como refugio?
– El azar, señor, estad bien seguro de ello, es la única causa de este suceso.
Huía hacia Berseuil. Expulsada por vuestro amigo iba a implorar el socorro de la
mujer que me había criado. Mme. de Blamont me encontró en el bosque y me llevó a
su palacio sin que yo supiese que estaba en casa de alguien tan cercano a vos.
– ¿Pero le contasteis todo lo que sucedía en la casa que compartíamos mi amigo y
yo?
– Ignoraba a quien estaba hablando.
– No deberíais haberlo hecho en ningún caso.
– Después de haber sido expulsada de una manera tan cruel creí que era lícito
que me quejase.
– Merecisteis el tratamiento que se os infligió.
– No, señor.
– Sois una desvergonzada y traicionasteis a mi amigo.
– ¿Qué juramento os convencería de lo contrario?
– No me engañaréis, sois una putilla... y lo que es más, nos robasteis al salir.
– ¿Yo, señor?... ¡Santo cielo!
Y arrojándome a sus pies:
– ¡Oh, señor! soy una desgraciada, pero la indigencia no excluye ni la franqueza
ni la honradez... Creed el juramento que os hago de mi inocencia en todos los
puntos de vuestra acusación.
– No será en este momento... no, no será en el instante en que vengo a castigar
severamente vuestras faltas cuando me haréis creer que éstas no existen.
Y entonces se levantó y se paseó algún tiempo por la habitación. Yo me levanté
también me mantuve en silencio sin atreverme a levantar la vista hacia mi juez y
temblando cada vez que se detenía... Entonces se acerco a mí y, obligándome a
erguir la cabeza, que levantó y abarcó con una de sus manos, me dijo:
– Os han trastornado la cabeza; os han dicho que erais bonita. Es imposible
serlo menos. Os han dicho que os parecíais a Aline: sería muy enojoso para ella
que fuese tan fea como vos... Algunos rasgos, si se quiere... lo que explica
que, bromeando, os llamase hija mía. Pero espero que estéis bien convencida de
que no nos une parentesco alguno.
– ¡Oh! sí, señor, ahora sé cuál es mi cuna.
– ¿Lo sabéis?
– Sí, señor.
– ¿Cuál es?
Y en este punto, señora, no creí cometer una imprudencia al confesar que sabía
que no era más que la hija de Claudine Dupuis de Pré-Saint-Gervais.
– ¿Y quién ha investigado esto? preguntó entonces sumamente sorprendido.
– ¡Ay! señor, no lo sé, pero eso me dijeron en el palacio.
– Os engañaron, nadie sabe mejor que yo quien sois. Fuisteis criada durante
algún tiempo por esa mujer, pero no sois nada suyo.
Luego, sujetando mi garganta con una de sus manos mientras con la otra aferraba
mi cabeza para poder contemplarme desde más cerca, me dijo:
– Ha de bastaros con saber que no sois hija mía y que, aún cuando lo fueseis, no
por ello tendría menos derecho a castigaros rigurosamente y a reduciros a la
sumisión que quiero que me mostréis... Desnudaos...
Ya se ocupaba él mismo de ello... Pero cuando vio que yo retrocedía bajando la
cabeza y con aspecto de implorarle, se lanzó sobre mí como un loco y
arrancándome la ropa obtuve el mismo tratamiento que había recibido de su amigo
cuando fui expulsada de su casa . Ni las lágrimas ni las oraciones fueron
capaces de enternecerle. Al contrario, se diría que mis esfuerzos por desarmarle
le encendían aún más. Y prolongando estos crueles preliminares con acciones más
indecentes aún, me sometió, durante la mitad de la noche a todo lo que el
delirio de su mente y la perversidad de su corazón pudieron sugerirle.
Al día siguiente me hizo llamar cuando se despertó.
– Todo lo que hice ayer no es, me dijo, más que una leve muestra de lo que os
reserva mi amigo. A él traicionasteis y a él le corresponde, pues, la venganza.
Os lo traeré enseguida, preparaos a recibirle y sobre todo intentad ablandarle
como lo intentasteis ayer conmigo con esos dos ojazos azules inundados con un
torrente de lágrimas cuyo efecto, como pudisteis comprobar, no fue excesivamente
eficaz... Nosotros los hombres de leyes tenemos la desgracia de estar un poco de
vuelta de todos esos bellos secretos femeninos... ¿No podría decirse que os he
pulverizado?... Veamos...
Entonces su mirada se cebó en los vestigios de su intemperancia. Los
contempló durante largo tiempo con una curiosidad feroz... Luego volvió
a empezar...
Luego llamó al hombre que me vigila y le recomendó que lo hiciese con
más cuidado que nunca y sobre todo que me privase de cualquier medio de
comunicarme verbal o epistolarmente con quienquiera que fuese. Añadió
que pronto volvería con su amigo y subió de nuevo a su silla.
Si he cometido alguna imprudencia, dignaos decírmelo, señora, a fin de que la
repare con todas mis fuerzas, pero no me abandonéis, os lo suplico. Los únicos
apoyos con que cuento son el cielo y vos, séame permitido implorar a ambos...
¡que ambos me concedan un poco de reposo después de tantas desgracias! Me atrevo
a arrojarme a los pies de la señorita Aline y a presentarle mis respetos... ¡Qué
dichosos instantes aquellos en que pude llamarla mi hermana! ¡Dulce ilusión,
cómo te has desvanecido!... ¡Entonces hay seres en el mundo que no han nacido
más que para el infortunio y el dolor!... ¡Qué sería de ellos si la consoladora
esperanza en un Dios justo no viniese a mitigar su tormento!
¡Pero ay! mi juventud me hace estremecer, lo que para otra sería motivo de dicha
es la desgracia de la pobre Sophie. ¡Cuántos años me quedan de sufrir en la
tierra! ¡Dichosos los que ya están cerca del féretro!... ¡los que, después de
haber languidecido bajo las cadenas de la vida, ven finalmente las tijeras de
Parca dispuestas a poner fin a sus males! ¡Con qué tranquilidad contemplan el
instante que va a reunirles con el ser que los creó! contentos de ir a
glorificarle en paz... dichosos de renacer en el seno de su poder, ¡con qué
alegría han de despojarse de los harapos de su humanidad! ¡Por qué hube de
nacer! ¿Para qué sirvo en este mundo? Desconocida, despreciada, una carga para
todo el mundo... ¿valía la pena nacer? ¿Se trata de pruebas, Dios mío? os las
ofrezco y como precio de mi sumisión solamente os pido que destruyáis pronto la
desdichada existencia de una criatura que solamente aspira a volar de nuevo
hacia vos para serviros y adoraros.
Perdón, señora, ¿por qué he de fatigaros con mis lamentaciones? ¡Ay! serán
quizás las últimas que pueda dirigiros... ¡Quién sabe lo que me esta reservado!
... ¡quién sabe como acabaré! Dios todopoderoso, haced que la desdichada Sophie
no llegue a los pies de vuestro trono sobre una cruz de dolor .
CARTA L
Madame de Blamont a Valcour
París, 1 de Febrero
Os envío dos cartas bien diferentes que acabo de recibir a la vez y ambas me han
afligido por motivos bien distintos. Una ha sido bañada por mis lágrimas, tengo
la certeza de que hará fluir las vuestras. La segunda... ¡ay! prefiero no hablar
de ella, leedla.
¡Bien! ¿debemos dudar ahora de la realidad de los males que se acumulan sobre
nuestras cabezas?... ¡Qué canalla es ese hombre, qué cruel!... observad que cree
que es su hija y que, para desengañarse, cuenta solamente con una afirmación de
ella cuya certeza no le consta y que no ha podido destruir sus primeras
opiniones que, como es natural, deben prevalecer... cree que es su hija y ved
cómo la trata... ¡y el rayo no cae sobre un hombre así!... Me hubiera gustado
que hubieseis visto la calma con que volvió de esta admirable expedición; como
el hábito de fingir impedía que vacilase su frente... Ni un falso tono en las
inflexiones de su voz, ni una respuesta turbia... Nunca gozó el crimen de tanta
seguridad. Las mismas caricias, los mismos afanes. Pretendió pasar dos o tres
horas conmigo, como viene haciendo desde hace algún tiempo... Y yo, que nada
sabía... yo, que ignoraba esas manos criminales... ¡Ay! permití que se acercaran
a mí... y ahora tiemblo de espanto... ¿Podré sostener hasta el final el papel
que me he impuesto?... ¿podré refrenar el temblor cuando simplemente sus ojos se
fijen en los míos? Pero, ¿qué hacer?... ni siquiera tengo fuerzas para
imaginar... ¿cómo las tendría para actuar?
No obstante me parece esencial que vayáis a ver al cura de Pré-Saint-Gervais y
que averigüéis si el presidente no ha emprendido alguna acción basada en las
afirmaciones de Sophie y que prevengáis a ese eclesiástico de lo que le rogamos
que diga en el caso en que alguien vaya a informarse. Yo no diría nada a Sophie:
que continúe respondiendo como lo ha hecho sin entrar en ninguna clase de
detalle: debe ignorarlos todos. En el fondo su respuesta es indiferente, no debe
saber nada, que diga lo que quiera. ¿Qué haremos ahora con esa desdichada? ...
Abandonarla es muy duro... y protegerla, muy peligroso... Como no tengo ninguna
necesidad de reconocer jamás a Léonore, ¿si continuase reclamando a Sophie?...
¿Pero puedo hacerlo después de lo que ha dicho?...
¡Oh! amigo mío, aconsejadme, lo necesito. Los sentimientos del corazón
perjudican a los razonamientos de la mente, lo siento y no sé que decidir.
Imagino cien recursos para salvar a esa infortunada y entre todo lo que pasa por
mi mente quizás haya cosas peligrosas. Hacer hablar a Dolbourg significa
otorgarle una confianza de la que seguramente abusará. El conde está encargado
de una negociación tan importante para Léonore que no me atrevo a encomendarle
nuevos trabajos... Además, ¿qué puedo hacer ahora por Sophie que no vaya en
contra de mi marido? Al defender a uno ataco al otro... al conservar a uno,
pierdo al otro... Hay casos en los que la trama del crimen están tan bien urdida
que resulta imposible romperla.
¿Qué me decís de la tranquilidad de Léonore en despojar a esos desdichados
colaterales? En verdad que me arrepiento más que nunca de la decisión que
adoptamos. Siempre sentí algo turbio en el fondo de mi conciencia. Os lo dije
cuando adoptamos la postura de reclamar esa sucesión... El conde lo quiso, ya no
hay tiempo para echarse atrás. ¿Por qué reducir a esos desgraciados a la
indigencia?... ¿No podría contentarse con los bienes de su marido? ¿O, cuando
menos, podía haber dispensado a los más pobres? ¿Y la indiferencia con que me
habla de Sophie?... Convertirla en una cómica o en una doncella... Así es como
la compasión habla en el fondo de ese corazón... tan parecido al del hombre que
es causa de todos nuestros males... Adiós, mi cabeza está demasiado fatigada
esta tarde como para continuar escribiéndoos. Aconsejadme... iluminadme y sobre
todo, acelerad esas gestiones que os pido.
CARTA LI
Valcour a Madame de Blamont
París, 4 de Febrero
Teníais razón, señora, al sospechar que el presidente deseaba poner en claro
este asunto, como si tuviese prisa por saber si su crimen era real o no, como si
hubiese temido no cargar al punto su conciencia con este nuevo horror. La
primera cosa que hizo a su vuelta de Blamont fue dirigirse a toda prisa a
Pré-Saint-Gervais. Preguntó por Claudine Dupuis y le dijeron que había muerto.
Se vio obligado a recurrir al cura. Este buen hombre, que se acordaba de
nuestras operaciones, nos sirvió como si hubiésemos estado allí para animarle.
– ¿Que deseáis de mí, señor?, le dijo.
– Saber, le respondió el presidente, qué ha sido de Claire de Blamont que estaba
criándose aquí en tal época y con tal mujer.
– Murió y yo os entregué entonces los certificados pertinentes.
– No, señor, no murió, yo tenía razones para sustraer a esa niña a mi mujer y me
puse de acuerdo con la nodriza para fingir su muerte y me la llevé de aquí de
noche.
– Y, de ser así, ¿qué deseáis? ¿quién, mejor que vos, puede conocer el destino
de esa muchacha?
– Pero la nodriza puede haberme engañado. Le dije que reservaba a esa niña el
futuro más dichoso. Quizás deseó que fuese la suya quien lo disfrutase y pudo
dármela en su lugar y conservar a la que yo iba a llevarme, lo que tendría como
consecuencia que ahora yo tuviese en mis manos a su hija en vez de la mía.
– Esas cosas no se hacen.
– ¿Qué ha sido de la hija de Claudine?
Y el cura, captando hábilmente la oportunidad de la muerte real de Elisabeth de
Kerneuil, traspasó a la hija de Claudine (Sophie) la suerte de Elisabeth y le
dijo que había muerto. Como entretanto no había hablado de la tercera niña
contra quien fue cambiada Claire de Blamont, dejó que el presidente siguiese en
el error y absolutamente convencido de que la hija de Claudine murió y que la
persona que es Sophie es decididamente su hija.
Es seguro que si estas cosas pudiesen sostenerse judicialmente sin
inconveniente, de no ser por el escándalo que tratáis de evitar, el único medio
que tendríais para salvar a Sophie sería el de reclamarla como vuestra hija.
Como Léonore no tiene ningún interés en desmentirnos, no lo haría y quizás
tuvieseis éxito. Pero para esto es necesario un proceso y no lo deseáis y yo,
por mi parte, tampoco os lo aconsejo. Todo os obliga, pues, a escuchar menos en
este momento a vuestro corazón que a vuestros intereses. Este otoño os
aconsejaba casi lo contrario, pero desde entonces han variado las
circunstancias. No hay que ver las cosas demasiado negras. ¿No es más simple
imaginar que ambos amigos, después de algunas orgías más alejarán a esa muchacha
de vos y la colocaran en algún convento de provincias? ¿No es más simple creer
esto que suponer una atrocidad tan estéril como inverosímil? Hay crímenes
gratuitos que son demasiado horribles como para ser imaginados y que ni siquiera
el exceso de la perversidad humana puede admitir. El que podéis temer sería uno
de ellos, no lo imaginéis...
Para estar más seguro de los hechos el presidente propuso al cura la exhumación
del pretendido cuerpo de Claire, asegurándole que en el féretro no debía
hallarse ningún rastro de un cadáver de niña...
El cura, que sabia a que atenerse, le dijo que esta investigación era inútil,
que como había ordenado el fraude, debía estar seguro de que había sido
ejecutado, que ya estaba bastante mal haber abusado así de las ceremonial de la
Iglesia como para unir a esta indecencia la exhumación propuesta.
– Además, añadió, no puedo hacerlo sin permiso del arzobispo. ¿Reconoceríais
este fraude ante él? Creedme, dejemos que se olvide todo esto. La niña que os
llevasteis está en vuestras manos, no dudéis de que sea vuestra hija...
– Pero, una vez más, repitió el presidente, deseoso de procurarse todas las
pruebas que le permitiesen comprobar mejor su crimen, ¿qué ha sido de la hija de
Claudine Dupuis?
Y el cura le repitió que estaba muerta y terminó de convencerle enseñándole el
extracto mortuorio de Elisabeth de Kerneuil, enterrada bajo el falso nombre de
la hija de Claudine gracias a una superchería de esta nodriza que ya supisteis
con motivo de mis anteriores investigaciones. Os lo repito, el presidente está
más seguro que nunca de que Sophie es su hija y que todo lo que haya podido
decirse ulteriormente es solamente chismorreo de criadas que no debe tener un
grado de realidad superior que lo que le han probado. Un hombre honrado,
recordando en este instante las indignidades que, en un momento de furor, pudo
descargar sobre su hija, hubiera muerto de remordimientos y de dolor. El
presidente, perfectamente tranquilo en el mal... el presidente, que solamente
deseaba estas informaciones para gozar con certeza de haber cometido este
crimen... el presidente, decía, se marchó satisfecho, dejando que su rostro
reflejase esa perversa alegría que la convicción de la atrocidad cometida
despierta en los hombres malvados. Di al cura mil gracias por habernos servido
tan bien y ambos convinimos que lo había hecho sin faltar a sus obligaciones ya
que no había cometido ningún engaño, se había limitado a ocultar un secreto que
le había sido confiado y aprovecharse de los engaños de los que el mismo había
sido víctima.
Estos son los hechos, señora. No me atrevo a asumir la responsabilidad de
aconsejaros de nuevo que abandonéis a Sophie a la providencia. Mi corazón
sufriría demasiado obligándoos a ello. Pero sea cual fuere el interés que os
inspire, dignaos reflexionar que habéis de ocuparos de dos hijas y un esposo.
Para la aclaración jurídica haría falta el testimonio del cura. Desde ese
momento no salvaréis a Sophie y recuperaréis a Léonore. Por hábil que sea esta
joven, le expondréis, no obstante los negros designios de ese padre atroz, capaz
de sacrificar hasta a Sainville en el momento en que solamente vea en él un
obstáculo a las infamias que concebirá infaliblemente sobre esta nueva hija
inmolada ya desde la cuna en su pérfida imaginación. Si os querelláis y perdéis,
lo que es seguro, sacrificaréis Aline a Dolbourg... desde entonces ya no habrá
medio alguno que pueda liberarla de sus garras, ya que Sophie no será ya su
hermana. Y, ganéis o perdáis, habrá alboroto, París entero se ocupará de vos y
todo esto por una muchacha que no es pariente vuestra y por la cual ya habéis
hecho todo lo que podría dictaros el más generoso sentimiento de compasión...
Hay casos desafortunados, señora, y veréis que mi comparación pone todo en lo
peor, ya que supone atrocidades imposibles... pero aunque fueran ciertas... hay
casos desafortunados en los que el pastor sensato sacrifica una oveja perdida,
antes que arriesgar a todo el rebaño al pretender proteger a esa fugitiva. El
presidente emplea el fingimiento con vos. Usad las mismas armas. Debéis hacer
todo lo posible para no molestarle. Su presencia y sus atenciones os repugnan...
lo imagino, pero negaros a ello sería peligroso. Seguid vuestro primer plan,
cuanto más cerca de vos lo tengáis, mejor adivinaréis sus pasos y mejor
preparada estaréis para prevenirlos. Si lo alejáis de vos aumentará su falsedad,
sus maniobras serán las mismas y os resultará más difícil descubrirle. Durante
este tiempo trabajad firmemente para que la suerte de Aline se decida en una
asamblea de parientes. Allí alegaréis todas las razones que obstaculicen el
enlace que vuestro esposo desea y allí, si vuestro corazón sigue albergando las
mismas bondades hacia mi persona, osaréis mencionar mi nombre y hacer valer los
sentimientos de Aline. Mi comedimiento y mi delicadeza se oponen a que insista
más sobre este último punto. ¡Oh! ¡en qué buenas manos estará mi causa si vos os
dignáis defenderla!
Por lo demás, me someto a vuestros consejos, voy a aislarme por completo ya que
lo consideráis necesario. Este sacrificio costará muy poco a aquel que solamente
respira por el dulce objeto que ya no puede ver ni encontrar en ninguna parte.
Me privaré de la dicha de ir a rezar a su lado al Dios que puede poner fin a
nuestros males. ¡Sin embargo, me resultaba tan dulce edificarme a su lado!
Cuando, en el fervor de sus invocaciones, veía a veces cómo sus hermosas
mejillas se coloreaban con el fuego de un santo ardor, cuando veía que se
inundaban con las lágrimas de la piedad y de la compunción, me decía con tanta
alegría: ¿cómo es posible que el Dios que la anima en este momento no satisfaga
sus deseos? Está en ella, desciende a ella, ella le implora, él la escuchará. E
imaginándome entonces, al prosternarme ante ella, adorar al mismo Dios en su más
divino santuario, dirigía a ese Dios todos los sentimientos de un alma
encendida... ¡Bien! me privaré de esas delicias, pero el homenaje permanecerá
siempre igual... siempre presente en mi imaginación, la adoraré en el silencio
del reposo y de la soledad. Ella y ese Dios confundidos en mi alma solamente
serán una sola y misma cosa en donde convergirán a cada instante todos los
sentimientos del amor más violento.
CARTA LII
El presidente de Blamont a Dolbourg
París, 6 de Febrero
¿Dónde te has metido Dolbourg? En verdad creo que te estás haciendo sensato. Si
es así, me callo, nada me conmueve tanto como una conversión y creo tan poco en
ellas que siempre he querido presenciar una sin haberlo logrado hasta el
momento. Sin embargo es cierto que hay que llegar a esto... Se puede retroceder
lo que se quiera, esas malditas pasiones nos trastornan... nos ciegan. En la
juventud son violentas, a nuestra edad, son depravadas. Cuanto más envejecemos,
más nos dominan. Los gustos están formados, los hábitos, arraigados. A fuerza de
ultrajes hemos conseguido tener la conciencia tranquila, hemos llegado a
comprender que esas reminiscencias fastidiosas que en ocasiones la atormentan se
extinguen a medida que se las alimenta y que la forma más segura de aniquilarlas
consiste en darles doble ració6n. Entonces, en vez de detenernos, los
redoblamos. El exceso de la víspera inflama los deseos y solamente nos sirve
para inventar nuevos proyectos para el día siguiente. Y así llegamos al borde de
la tumba sin habernos ocupado de la caída ni un solo instante. Una vez ahí, ¿qué
hacemos? Renacen todos los prejuicios y expiramos desesperados.
Este será tu fin. Desde aquí te veo rodeado de curas que te probarán que el
diablo esta ahí y te espera y tú temblarás, palidecerás, te santiguarás,
abjurarás de tus gustos, de tus amigos y luego te irás como un imbécil. ¿Y por
qué harás eso?... Porque no te has formado principios, te lo he dicho, solamente
escuchas a tus pasiones sin razonar su causa, nunca has tenido la filosofía
necesaria para someterlas a un sistema que pueda identificarlas en ti. Has
saltado por encima de todos los prejuicios sin intentar destruir ninguno. Los
has ido dejando detrás de ti y todos se presentarán para desesperarte cuando ya
no haya forma de combatirlos.
Yo, infinitamente más sensato, he apoyado mis desvaríos con razonamientos. No me
he permitido la menor vacilación. He vencido, he desarraigado, he destruido en
mi corazón todo lo que podía estorbar a mis placeres... ¿Qué pasaría si tuviera
que abandonarlos? Me molestaría tener que perderlos, pero sin arrepentirme por
haberlos amado y me dormiría en paz en el seno de la naturaleza. He acatado su
voluntad, me diría, he seguido sus inspiraciones. Lo que he hecho le agradaba,
sin duda, ya que ella despertaba el deseo en mí... ¿Qué horror podría despertar
entonces en mí el fin de mi existencia? ¿Debo temer el castigo por haber cedido
mansamente al dulce yugo de las leyes que me arrastraban?... moriré tranquilo,
todo terminará conmigo... todo se extinguirá cuando mis ojos se cierren y todos
los momentos que sigan a la aparición que he hecho en este mundo serán
semejantes a aquellos en que mi existencia era nula. No debo temblar más por lo
que sigue que por lo que precedía. Nada es mío, nada sucede conmigo, guiado
siempre por una fuerza ciega, ¿qué me importa dónde me lleve?
No dudes, amigo mío, de que mi fin no sea tranquilo con unos sentimientos así.
Te lo repito, no se trata de ignorar, hay que vencer, subyugar, aniquilar. Un
solo prejuicio detrás de nosotros basta para nuestra desolación y hay que
declarar guerra abierta a todos, amigo mío, incluso a aquellos que parecen más
respetables a los ojos de los hombres.
Sea como fuere, a mi regreso de Blamont lo más urgente era verificar las
afirmaciones de esa pequeña. Me agradaba la idea de estar unido a ella de tantas
maneras, y reconozco que me hubiera desesperado al ver que uno de esos lazos no
confería un encanto al otro. Ya no te temía, tus pretensiones se habían
esfumado. Solamente me frenaba un título... ¡Y bien! me conoces, Dolbourg, lo
que me hacía temblar era el temor de ver que mis placeres se desvanecían. Pero
todo ha sido reconocido, me cabe efectivamente el honor de haber puesto en el
mundo a Sophie, lo que debe hacer que el recuerdo de los placeres que saboreaste
con ella sea más delicioso. Es seguro que es legítima y hermana de la que te ha
sido destinada . Afortunado esposo de toda mi familia, te voy a hacer degustar
los placeres de los dioses , solamente te queda mi mujer. No puedes imaginarte
las ganas que tengo de verte mancillar las palmas de la virtud conyugal de las
que mi altiva esposa está tan orgullosa... ¿Quieres que aventure la
proposición?... Tú serás durante veinticuatro horas el amante apasionado y si no
se rinde, cosa que es probable, yo acudiré en tu ayuda... ¡Ah!, deja que me ría
de la idea, te lo ruego, me parece que es una de las más locas que se me han
ocurrido en mucho tiempo. Sí, quisiera verte convertido en el amante de mi
mujer. Mientras tanto prepárate para el viaje proyectado. Hay mil razones, a
cada cual mejor, que hacen que sean indispensable adoptar cuanto antes medidas
respecto a Sophie. Ya hablaremos en el camino sobre la forma de hacerlo, ya que,
por lo que hace al plan adoptado, no pienso que haya que abandonarlo.
Esa Mme. de Blamont es peligrosa. Hay que desconfiar de ella. Aunque no diga
gran cosa sobre este tema, ahora ya no me engaña... La muy bribona es como una
araña, cuando mejor trabaja es cuando lo hace en silencio... Tenemos que
adelantarnos a ella, privarle de todo medio de reclamar a esa muchacha, de
propagar por doquier que, como ha sido tu amante, es imposible que su hermana
sea tu mujer. ¿Te das cuenta de la necesidad de poner freno a todas esas
calumnias? Hay una infinidad de beatos que montarían en cólera ante este
proyecto incestuoso. En el mundo solamente se ven personas que hacen el mal y
que continuamente censuran el mal de los demás, como si a través de ese
pedantismo pensasen cubrir los desvaríos en que están inmersos. Te espero
entonces en mi casa el 21 por la mañana sin falta. Te anuncio esta cita con
antelación para que la recuerdes mejor. Nada de lo que sabes se echará a perder
durante nuestro viaje. Haré como los grandes generales, mientras ataco al
enemigo por un lado sabré debilitarle por el otro. Y quizás al volver de
concluir una buena operación nos encontremos con una derrota mejor. Sobre todo
que ningún placer te haga descuidar nuestros deberes esenciales. Temo que,
dejándote llevar por un asunto del momento, vayas a fallar cuando se trate de
trabajar. César, infinitamente más amable, pero mucho menos versátil que tú,
dejaba todo por una batalla. Adiós.
CARTA LIII
Déterville a Valcour
13 de Febrero
He estado dos veces en tu casa hoy por la mañana y no he dado contigo, mi
querido Valcour. Por lo tanto he decidido dejar una carta en tu portería con el
encargo de que te sea entregada sin falta cuando vuelvas... Toma precauciones...
estate alerta... evita estar solo durante algún tiempo. El presidente te tiende
emboscadas. Aún no han podido decirme qué clase de peligro has de temer, pero
será indiscutiblemente funesto desde el momento en que semejante monstruo está
de por medio. Piensa en todos los motivos que le guían... en su carácter... en
sus riquezas... en la impunidad en que creen vivir esos viles bribones y
tiembla. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para descubrir lo que trama.
Entretanto, por ti mismo y por tus amigos, debes adoptar precauciones. Cuando
quieras que te acompañe hazme llegar una palabra y acudiré volando...
Estos malvados castigan con todo rigor los delitos más leves, deshonran, marcan
y asesinan por una miseria a los mejores ciudadanos del Estado, mientras que
ellos, que son sus heces, que no le servirán jamás, que lo trastornarán y lo
traicionarán siempre al abrigo de la espada que sostienen sus despreciables
manos, merecen en todo instante ser golpeados con ella.
¡Oh! qué ganas me dan de irme a vivir con los osos cuando pienso en esta
multitud de abusos peligrosos y en esta plétora de inconsecuencias intolerables,
que, con algunas óperas cómicas y algunas canciones, parecen pasar completamente
inadvertidas.
CARTA LIV
Valcour a Madame de Blamont
Desde mi lecho, 25 de Febrero
¿Qué consuelo más dulce puede haber para mí, señora, que el interés que me
manifestáis? Ya no siento el dolor ni la inquietud desde que sé que vos y mi
querida Aline os habéis dignado derramar vuestras lágrimas sobre mis males. He
querido escribiros yo mismo para probaros que estoy todo lo bien que se puede
estar con dos estocadas en el cuerpo. Ni una ni otra son peligrosas. Una de
ellas perforó la parte superior del hombro izquierdo, la otra se hundió en las
carnes del brazo derecho... apenas lo siento... Esa misma mano es la que os
escribe... ella os referirá el suceso... Perdonaréis el estilo y la letra, la
mente que dirige al primero está ligeramente enferma y la mano que traza la
segunda está aún muy débil.
Ayer por la noche, al volver de cenar de casa de la condesa de Farres a donde me
dirigí para despedirme, ya que, de acuerdo con vuestro consejo, deseaba romper
con todos mis amigos... iba a pie... la noche estaba clara, torcí por la calle
de Buci para coger la calle Mazarin: era alrededor de la media noche... Cuatro
hombres, espada en mano, atravesados en la calle, cayeron sobre mí a tal
velocidad que recibí el primer golpe antes de haber tenido tiempo para
defenderme. Paré los otros apoyándome contra una casa... Mientras tanto, mi
criado, uno de los mozos más valientes que he conocido, saltó sobre una de esas
personas y le propinó un rodillazo en el vientre que lo tumbó en la cuneta. Iba
a agarrar a otro cuando recibí mi segunda herida. Al ver que estaba probado que
se trataba de unos asesinos sólo pensé en batirme en retirada, parando siempre
lo mejor que podía, aunque mi brazo se había entumecido por la sangre que estaba
perdiendo... Entonces pedí auxilio y como vi que la guardia acudía y que mis
asesinos huían, depuse tranquilamente mi espada... Mi lacayo llegó corriendo. Me
vendó, como pudo, las heridas con nuestros pañuelos y, cerca ya de mi casa, me
retiré felizmente sin ningún escándalo. Mi valeroso criado está un poco
herido... y, de no haber sido por las atenciones de Déterville, quizás me
hubiese llegado a sentir incómodo en mi pequeño hogar de soltero. Pero ese
afectuoso y querido amigo vino con dos de sus hombres que me sirven y él mismo
no me deja un solo minuto.
Si hubiese seguido sus consejos quizás no me hubiese acaecido esta desgracia...
Me riñe.... me cuida... me consuela... me habla de vos. ¿Qué desgracia no se
olvidaría así? Sin el accidente que tuve quizás no disfrutaría tan plenamente de
estas delicias: tanta amistad lo hace muy estimable.
Ambos hacemos mil cábalas sobre este acontecimiento. Él le atribuye un origen
que yo no admito en forma alguna... Me cuesta tanto creer lo que repugna a mi
corazón... Estoy tan lejos de suponer lo que yo no me permitiría... Lo más
verosímil es un malentendido... la idea de un canalla, en una palabra, cualquier
cosa menos el horror que mi amigo supone. El cariño que siente por mí le
ciega... no le imitéis, señora, os lo suplico... vuestra alma sensible sufriría
demasiado con una suposición que queda desmentida por su improbabilidad.
CARTA LV
Aline a Valcour
París, 24 de Febrero
¡Oh, cielos! ... ¿qué me han dicho?... Me lo ocultaban... Tú, mi amado, tú a
quien quiero adorar eternamente... ¡ídolo de mi corazón... has corrido peligros
y yo no estaba cerca de ti!... Tu sangre se derrama... la has derramado por
mí... por mi causa... ¡y yo no puedo curarte! No puedo cuidarte ni socorrerte.
Quiero correr a tu lado, me lo impiden. Sin embargo, no tendré reposo ni
tranquilidad hasta que te haya visto. Aunque mi honor... mi vida, lo más
preciado que tengo, se viesen comprometidos, he de verte... es preciso que mis
ojos me digan que no me engañan y que tú vida está segura.
Bárbaro padre... si creyese que habíais sido vos, el amor sofocaría la voz de la
naturaleza... pero, ¿dónde me lleva mi funesto estado? Mis lágrimas fluyen y no
me alivian, mi corazón está en tal opresión que todos mis sentidos han quedado
anulados... ¿cuál es el motivo de este funesto accidente?... quiero averiguarlo
o morir. ¡Ah! ¡cómo te amo, Valcour! ¡cómo inflaman tus males mi cariño! ¡Ese
hierro fatal ha traspasado mi corazón... la sangre que de él arranca se mezcla
con las lágrimas que inundan lo que escribo! ¿Cómo estás tú?... ¿Cuál es tu
estado?... Quiero estar informada continuamente... a todas horas mandaré gente a
tu casa... excepto durante las de tu reposo... de ese reposo que querría ir a
proporcionarte yo misma, a costa del mío y de mi vida... ¿Por qué no he de ir?
¿Qué he de temer?... ¿Qué he de recelar?... Solamente me asustan tus dolores...
Todo me es igual sin ti. Deberes, respetos, sentimientos, decencia, frías y
vanas consideraciones, no sois nada en comparación con mi amor... ¡Qué
afortunados son los que te cuidan! ... ¿Qué no daría yo por compartir su suerte?
¿Qué digo? ¡Ah! Si me cupiese esa dicha, nadie que no fuese yo te prestaría
servicio alguno, estaría celosa de todos aquellos cuidados que pretendiesen
impedirme que te diera... ¿Podrás leerme, podrás comprender de estos rasgos?...
El fuego de esta mente extraviada por la desesperación... las expresiones de
este corazón perdido de amor, todo lo que siento, ¿llegará a tus oídos? Hay
momentos en que mi alma me abandona para ir a unirse con la tuya... momentos en
los que no respiro más, en los que, de mi existencia, sólo queda una triste
máquina y todos sus resortes parecen residir en el fondo de tu corazón. Mi madre
quiere consolarme... quiere secar mis lágrimas... ¡Ay! ¿qué mano sería más
indicada si mi inquietud fuese susceptible de alivio?... Apenas la oigo, apenas
la veo... a ella, que es el objeto más dulce de mi vida...
¡Oh, alma querida! ¡Oh, dulce esperanza de mis días aciagos!... ¿Por qué no han
caído sobre mí esos golpes crueles que han destrozado a mi enamorado? Padecería
mucho menos con mis propios males que con los tuyos... Ser eterno... véngalo...
venga el amor ultrajado... a costa de quien sea. Tu delicadeza te oculta al
verdadero autor de este crimen. La mía, absorbida por tu desdicha, no me permite
las mismas ilusiones... Lo veo, a ese tirano, lo veo armar la mano de los
desalmados que te ultrajaron. ¡Eh! dirige hacia mí ese cruel acero... ¡hombre
desnaturalizado!... traspasa el pecho que le idolatra... ¡ábrelo, te digo, si
quieres desterrar de él el amor que lo abrasa!... ese amor violento que me anima
es el único principio de mi vida, solamente cesará con ella... ¿y por qué ibas a
tener reparo en derramar mi sangre cuando has derramado la de Valcour?... ¿Acaso
ignoras que es la misma? ¿Ignoras que es mi vida lo que circula por sus venas, y
que al abrirlas, es mi vida la que haces expirar? Termina de arrancarla, puedes
hacerlo, pero no esperes que nos separemos. Estas almas cuyos lazos quieres
romper estarán unidas para siempre. Dios sólo las ha creado para estar juntas. A
cada una de ellas ha dado como existencia una porción del alma del otro. Estas
mitades han de reunirse a despecho del monstruo que pretende separarlas aquí...
Entran... vienen de tu casa... me dicen que vas bien, no lo creo, me engañan...
todo el mundo se ha puesto de acuerdo para engañarme. Si estas mejor, ¿por qué
no me escribes? Tu estado puede haber cambiado desde que te dejaron... Volved,
bárbaro... volved, decidle que trace una sola palabra con su mano para su Aline,
que diga que va mejor... y que la ama... Pero como todo el mundo permanece frió
ante mis lágrimas, como todos los corazones son insensibles a lo que padezco...
Solamente mi madre me entiende... solamente su alma se parece a la mía... ¡Qué
cruel soy! ella me besa y yo la rechazo... le pregunto por Valcour,... le
pregunto por qué no quiere conducirme ante él. Si vos me lo negáis es que ya no
existe... y me lo ocultáis... teméis que le siga... ¡Ah! no lo dudéis...
vuestros esfuerzos serían superfluos... nada hay que pueda retenerme... ¿Yo...
vivir sin Valcour?... ¿existir en un mundo que no cuente ya con su ornato?...
¡Ah! ¿qué haría en la tierra después de él?... Envíame a Déterville, solamente
confiaré en él... que venga... que vuelva... que te lleve mis ardientes
suspiros... que te vea... que me tranquilice o que me de la muerte.
CARTA LVI
Madame de Blamont a Valcour
París, 23 de Febrero
Calmaos, Aline está mejor. La primera impresión fue terrible. Una carta que
salió en contra de mi parecer y que no quisieron mostrarme os ha convencido sin
duda del espantoso estado en que la ha sumido vuestro accidente. Ha estado
veinticuatro horas con unos espasmos que nos han inquietado, pero ahora está
todo lo bien que puede estar... Creedlo, porque soy yo quien os lo digo. Quiso
tener correos perpetuos a vuestro lado... los tuvo... y finalmente les creyó. Ya
sabéis cuál era su deseo y me conocéis lo bastante como para estar seguro de que
si ese deseo hubiese podido ser satisfecho... no hubiera encontrado obstáculo
alguno por mi parte. Pero, ¡cuántos peligros! Espero que no dudéis de que somos
espiadas. Imaginad las consecuencias después de lo que acabáis de padecer...
¡Oh, amigo mío!... la ilusión nos está vedada en adelante... toda palabra...
toda indiscreción... toda información secreta... todo proyecta una horrible luz
sobre esta terrible aventura... y nuestra desdichada posición es tal que no nos
está permitido ni estallar ni quejarnos. ¿Atentaríais contra el honor del padre
de vuestra Aline?... ¿Mancillaría yo el nombre de mi esposo?
Sin embargo no ha tenido la audacia de exigirme placeres, después de haberme
infligido semejantes pesares. Y en verdad ha hecho bien... creo que me
resultaría imposible disimular más.
¡Oh, amigo mío! temo nuevas artimañas... temo que estén conspirando contra
vuestra libertad... Sin embargo no os asustéis aún. Tengo amigos leales que no
pierden de vista los pasos que da mi marido y que me pondrán al corriente de
todo. Esperad nuevas explicaciones y no penséis más que en vuestra salud... ¡El
muy malvado! urdía dos tramas a la vez y mientras intentaba deshacerse del
enamorado de su hija, se deshacía de una desdichada, igualmente temible para la
ejecución de sus pérfidos proyectos.
¡Cómo podemos esperar sortear tantos escollos!... Estamos rodeados del mayor
peligro, jamás tendremos fuerzas suficientes como para librarnos de él y a pesar
de la justicia de la providencia el vicio aplastará a la virtud. ¿Qué
advertencias recibo en la historia de los diversos sucesos de esa desdichada
Sophie?... Escuchadlos y si podéis, calmad mis sospechas, disipad mis temores,
intentad hacerme ver que son quiméricos. Sólo pido que me tranquilicen. Pero,
¡qué sospechas!... ¿Cómo no creer?... ¡Oh, amigo mío! que trastornada estoy...
si lo que sospecho es cierto... si fuese capaz de ese horror supremo, mi
seguridad, la de Aline, exigirían que nos separásemos inmediatamente de él...
Escuchad, escuchad y decidid vos mismo.
El presidente y Dolbourg salieron el veintiuno a las seis de la mañana para
Blamont. Llegaron a las siete de la tarde. A partir de ese momento Sophie cambio
de habitación y le fue imposible comunicarse ya a través de la ventana con el
hombre de confianza que tengo en el pueblo. Ese hombre, que tiene motivos
personales para serme leal, hizo, desde entonces, todo lo que estaba en su mano
para observar lo que pasaba y empleó en ello a todos sus amigos. Este es el
resultado de sus maniobras: os envío la carta a fin de que estéis en mejores
condiciones para juzgar, siempre que el velo impenetrable que esos malvados han
tenido el arte de echar sobre su conducta os lo permita.
CARTA LVII
A Madame de Blamont
Desde el castillo de Blamont, 26 de Febrero
Obedezco vuestras órdenes, señora, y sin más preámbulos, paso al diario que me
habéis pedido.
El veintiuno por la tarde el Sr. Presidente y su amigo llegaron al castillo
entre las siete y las ocho. Esa era la hora en que habitualmente yo veía luz en
la habitación de Sophie... Ya no la vi más... Las habitaciones de la parte
superior, en donde sabéis que el señor se aloja preferentemente, estaban muy
iluminadas. Agucé el oído, pero, a pesar de la tranquilidad reinante, la
distancia y la altura me impidieron oír y no distinguí nada. Volví tres veces
bajo la ventana de Sophie y no vi luz jamás: seguramente cambió de habitación
desde ese día.
El veintidós por la mañana supe que nuestros viajeros no llevaban consigo más
que un lacayo, el mismo que habían traído consigo últimamente. También supe que
el portero les preparaba la comida y que nadie entraba en el castillo, ni
siquiera el jardinero, que es quien me ha proporcionado estos detalles. Tenía
que hablar con el señor por un asunto urgente y no pudo obtener audiencia. Por
seis veces durante ese día repetí mis señales bajo la ventana de vuestra
protegida sin que nadie me respondiese.
Hubo mucho movimiento en las habitaciones superiores... el fuego ardió sin cesar
y por la noche hubo muchas luces. A las nueve las ventanas se abrieron y
cerraron las contraventanas, las ventanas y los postigos y todo quedó en una
oscuridad tal que me resultaba imposible saber incluso si había luz en esas
habitaciones. Viendo que mi presencia era inútil, me retiré. Esa tarde pedí a
cuatro de mis amigos que fuesen a colocarse cada uno en uno de los cuatro
caminos que llevan a Blamont y les hice prometerme que se quedarían allí hasta
que recibiesen un aviso mío para volver. Su consigna era examinar con la más
escrupulosa atención todos los coches que fuesen o volviesen por esos caminos e
informarme con la mayor exactitud de las personas que viajasen en ellos.
El veintitrés por la mañana se abrieron las ventanas de la habitación de Sophie,
pero solamente apareció el portero. Dejó las ventanas abiertas hasta después de
la salida de esos caballeros. Esa tarde no hubo fuego ni apariencia de luz en
las habitaciones del señor en donde habían estado la víspera y el día anterior.
Pero lo que me sorprendió mucho fue observar en diferentes ocasiones un ir y
venir de luces por las aspilleras que están cerca de los subterráneos. Me
acerqué lo más posible hasta el extremo de que entre ellas y yo solamente estaba
el foso. Pero nunca oí nada. El silencio fue tal durante todo el resto de la
tarde que creí que todo el mundo había salido. No obstante, al retirarme mandé
que dos hombres se quedasen vigilando alrededor del castillo como había hecho la
víspera. Su informe fue que el silencio había sido el mismo.
El veinticuatro la jornada fue igualmente tranquila. Tengo la certeza de que
durante el día no se encendió el fuego en ninguna habitación. Absolutamente
nadie entró o salió de la casa. Me presenté en ella bajo el pretexto de saludar
al señor presidente. El portero me dijo que me equivocaba, que no estaba en el
castillo.
El veinticinco, a las dos de la mañana un postillón trajo tres caballos al paso,
le abrieron rápida y sigilosamente. Aparejó la misma silla que había traído a
esos señores y todo el mundo salió antes que fuese el día. Desde detrás de un
árbol les vi subir a ambos al coche, estoy seguro de que no llevaron consigo a
ninguna mujer. Les hice seguir. Los llevaron muy despacio hasta el final de la
avenida y solamente a partir de ahí se pusieron al galope. A partir de ese
instante di a mis cuatro amigos la orden de que volviesen y, mientras tanto,
continué examinando el castillo. Nadie apareció en ninguna ventana. Era
imposible que hubiesen podido ocultar Sophie al jardinero, él sabía que estaba
allí, lo había reconocido ante mí. Fui en su busca y le pregunté por qué no
veíamos ya a esa joven y qué creía que había sido de ella. Al principio se hizo
el misterioso, luego me dijo que había salido el veinticuatro por la tarde en un
coche junto con una dama que había venido a buscarla desde París. No me atreví a
decirle que, como no había abandonado los alrededores del castillo desde hacía
cuatro días, estaba absolutamente seguro de lo contrario. Pero os aseguro
señora, que ningún coche se acerco por allí desde el veintiuno al veinticinco.
Durante este tiempo no entró absolutamente nadie en la casa excepto el postillón
que os he mencionado y estoy absolutamente seguro de que no salió nadie. Al ver
que el jardinero no quería hablar más y que incluso intentaba desviar la
conversación, le dejé y me fui a interrogar a mis amigos: por tres de los cuatro
caminos mencionados solamente pasaron carretas y un cabriolé en el que iban dos
viejos curas. Por la otra, la de Lorena, pasó el veinticuatro por la tarde un
coche muy ligero con dos caballos, sin equipaje, conducido al paso por un
postillón vestido de paisano. En ese coche viajaba una dama anciana, vestida de
aldeana y una joven con un justillo blanco que tenía aproximadamente la edad y
el aspecto de Sophie. Mi amigo, para poder darme detalles más precisos sobre la
fisonomía de estas dos mujeres, se hizo el borracho y se dejó caer casi bajo las
ruedas del coche. Ellas gritaron, el campesino detuvo los caballos y ambas
viajeras bajaron para ver si no le había sucedido ninguna desgracia al borracho.
Entonces mi amigo se levantó e hizo algunas payasadas para hacerlas hablar: la
mujer mayor se puso a reír y respondió a sus sandeces. La joven, con una
pronunciación exacta, como corresponde a una joven de buena familia, le dijo:
– Estoy muy contenta, caballero, de que no os hayáis hecho daño.
Pero no sonrió en ningún momento, no participo en lo más mínimo en la grosera
alegría de la vieja que, al cabo de unos instantes, le dijo bruscamente:
– Vamos, hemos de subir, nada os alegra. Me vais a hacer morir con vuestra
tristeza.
Y la joven volvió a subir suspirando.
Cuanto mayor parecía ser la coincidencia entre esta joven viajera y Sophie, más
interrogué a mi amigo. Mil cosas prueban que es ella y mil otras lo desmienten
absolutamente... Si hubiese de apostar mi fortuna la arriesgaría para
convenceros de que no es ella. O, si lo es, es que salió del castillo por los
aires. De no haber estado íntimamente convencido de que no es ella, hubiera
montado inmediatamente a caballo y hubiera perseguido a ese coche. Pero estaba
tan seguro de lo que digo que ni siquiera se me ocurrió. Estas son mis
actuaciones, señora, he seguido fielmente vuestras órdenes y espero estas para
intervenir de nuevo en el interior o en el exterior.
Post-scriptum de Madame de Blamont
Bueno, Valcour, decidid ahora... Efectuad, si estáis en condiciones de hacerlo,
un juicio cierto sobre este asunto. Sophie ha estado en el castillo de Blamont,
no se ha ido y, sin embargo, ya no se la ve. ¿Dónde está? ¿Qué han hecho de
ella?... ¿Es cierto que está aún con vida?... ¡Me detengo, mi desdichada
situación me prohíbe toda conjetura! Cuanto más me esfuerzo en ignorar el mal,
más evidente se hace a mi espíritu todo lo que legitima la realidad de su
existencia y apenas ha terminado mi corazón de destruir todas mis sospechas
cuando mi razón las renueva. Era preciso haber seguido a esa muchacha, había que
verificar de quién se trataba... ¡Oh! ¡en circunstancias tan delicadas es
preciso actuar por sí mismo!
A su regreso, a pesar del fastidio, a pesar de las palabras que dejaba caer, que
probaban sobradamente su participación en vuestra aventura, quise preguntarle
sobre el resto. El viaje a Blamont, que no me había sido ocultado, autorizaba
mis preguntas... Me dijo que Sophie había salido, que la llevaban a un convento
de Alsacia en donde estaría estupendamente, ya que Dolbourg la recomendaba
encarecidamente a la superiora que era pariente suya. Esto hace renacer mi
incertidumbre. La muchacha que vieron en el camino de Lorena pudo ser muy bien
la que va a Alsacia. Por otra parte, hay quien está seguro de que no es ella. No
tengo ningún motivo para dudar de la exactitud de las gestiones del hombre que
me informa... ¡Ah! si fuese Sophie, ¿no me hubiera escrito?... En medio de esta
confusión me atreví a redoblar mis preguntas:
– ¿A quién habéis confiado esa joven?, le dije al presidente.
– A un hombre seguro, me respondió... Hubiéramos preferido una mujer, eso
hubiera sido más conveniente pero no se presentó ninguna que pudiese compararse
al hombre leal a quien se la confiamos.
– ¡Oh! señor, disculpad mis preguntas... es una puerilidad por mi parte... es
que he tenido un sueño espantoso sobre esta desdichada y vuestras respuestas
podrían disipar mis funestas ilusiones. ¿En que coche salió?
– En un faetón muy ligero, arrastrado por caballos de alquiler.
– ¿Cómo iba vestida?
– Con una levita azul... pero, en verdad, vuestras preguntas...
– Perdonad, no os haré ninguna más. La infeliz de mi sueño estaba en manos de
una mujer e iba vestida de blanco.
¡Oh! amigo mío, decidlo vos, yo no me atrevo... Es el mismo coche, los mismos
caballos, solamente el acompañante y el vestido son diferentes... Quisiera
disipar mi confusión con esa multitud de cuestiones y solamente consigo
aumentarla. Si escribís a Aline, no lo digáis nada de todo esto... se lo estamos
ocultando. Está demasiado preocupada por vuestro estado... no soportaría esta
segunda revolución. Es inútil que sepa nada, ya tiene motivos suficientes para
temer a su padre, no aumentemos los motivos que tiene para odiarle... Sabe, en
términos generales, que Sophie ha sido raptada y conducida a un convento de
Alsacia, no es necesario que sepa más.
El presidente parecía preocupado por el aspecto de su hija; fingió ignorar los
motivos y Dolbourg no apareció en toda la semana. Adiós, por la confusión en que
me veis adivinaréis la impaciencia con que espero vuestra respuesta .
CARTA LVIII
Madame de Blamont a Valcour
París, 6 de Marzo
...Todo va maravillosamente en Bretaña... Antes de tres meses Mlle. de Kerneuil
habrá entrado en posesión de los bienes de su pretendida madre y, para completar
la dicha de ambos, el rey de España ha hecho responder qua se podía contar con
dos millones. El Inquisidor ha protestado ante el mismo rey, diciendo qua los
lingotes encontrados en las maletas de Valcour no representaron jamás una suma
más importante. A pesar de la falsedad de esta respuesta estamos muy contentos
con obtener esto. Sainville me ha escrito dos o tres cartas con un sentimiento
bien diferente del de su querida esposa. Se ha comportado de igual manera con el
conde de Beaulé, que no dejará de servirle con sumo interés. Por lo que respecta
a la joven, aunque sigue siempre tan amanerada, tan ingeniosa y con un corazón
bien frío, ha hecho allí una pequeña villanía que terminará por demostrarnos
cómo es su alma. Aunque está perfectamente segura de contar siempre con
doscientas o trescientas mil libras de renta y aunque sabe que van a ser
devueltos una parte de los lingotes de España, pone la soga al cuello de un
desdichado colateral que había heredado una renta de seiscientas libras a la
muerte de Mme. de Kerneuil. Este desgraciado que prácticamente sólo cuenta con
este legado para vivir, está condenado a morir de hambre si lo pierde. De
acuerdo con la ley debe perderlo, solamente puede salvarle la voluntad de la
legítima heredera... Pero mi querida hija ha declarado formalmente que no iba a
perdonar a nadie, ni a ese ni a ningún otro. De donde resulta que el infeliz,
que seguramente vale más que ella, se va a ver obligado a renunciar a una boda
que ese legado le permitía hacer y va a verse obligado a volver al arado o a
alistarse para poder vivir.
Ese gesto es infame, corresponde sin duda a la hija del presidente de Blamont,
pero lamento mucho que lo haya hecho una hija mía... ¿Cómo es posible ser tan
dura cuando se ha sido tan desgraciada? Yo creía que el infortunio ensanchaba el
alma; que, al rememorar los males padecidos, el corazón se hacia más sensible a
los males que veía padecer... Me equivocaba, la desgracia endurece, a fuerza de
hastiarse de los propios dolores uno se acostumbra a no conmoverse de los
dolores de los demás y al permanecer impasible ante los golpes recibidos, se
mantiene la misma actitud ante los que alcanzan al prójimo. Ahora estoy aún más
enojada de haber consentido ese nefasto arreglo. Nunca os repetiré
suficientemente cuánto me desagrada... ¿Pero, que habría sido de Léonore sin
esto? Al existir razones demasiado poderosas para no reconocerla, ¿podía ser
otra cosa que Mlle. de Kerneuil? y al serlo es preciso que herede los bienes de
esa casa. Cuando referí al presidente el gesto horrible que acabo de contaros...
alabó a la heroína durante una hora.
– No hay ningún caso, nos dijo, en que haya que dejar a los demás en posesión de
nuestros bienes. No se trata de saber si los necesitan o no, nos pertenecen y
eso basta y, de acuerdo con eso, es una equivocación cederlos. Hace seis meses
que hice algo bastante peor en Blamont. Se trataba de un rincón de tierra que
necesitaba para prolongar una terraza, objeto de lujo, como veis, y bastante
inútil en el fondo. Esa pequeña parcela formaba parte desde hacia sesenta años
del patrimonio de una familia muy pobre que vivía cerca del castillo. Busqué mis
títulos, sospechaba una usurpación... Era evidente... Hice desalojar rápidamente
a mi hombre y a toda la comitiva de esposa e hijos que le acompañaba y, a pesar
de sus gritos y de sus quejas, que ni siquiera me hicieron vacilar, yo construí
mi terraza y ellos abandonaron el país.
– Llevasteis a esos desgraciados a la desesperación.
– Lo que gustéis, pero tengo mi terraza... Hay que razonar todas estas cosas...
Yo razono todo, esa es mi desgracia... Someto todo a la historia de las
sensaciones. En mi opinión es la manera más segura de juzgar... La privación del
embellecimiento que supondría mi terraza sería una sensación dolorosa para mí.
La privación del terreno que debía contribuir a este embellecimiento supondría
lo mismo para el desgraciado campesino... Decidme ahora, os lo ruego, ¿por qué
si entre Pierre o yo hemos de recibir una sensación desagradable, por qué,
decía, queréis que caritativamente la acepte yo para librar de ella a ese hombre
que no es nada para mí? Cualquier persona sensata me tomaría por loco si fuese
capaz de actuar de esa forma.
– Pero el cálculo no es justo. Al comparar las sensaciones hay que comparar las
necesidades. Las de Pierre eran vitales, no se puede prescindir de ellas. Las
vuestras eran una simple fantasía, fácilmente hubierais podido renunciar a
ellas.
– Os equivocáis, señora, el hábito de las fantasías es, para nosotros los ricos,
una necesidad tan imperiosa como pueda serlo el vivir para esos bribones. Y
además, para decidir en mi favor, no es en absoluto necesario que las
necesidades sean iguales. El dolor de Pierre es nulo para mí, no afecta a mi
alma en forma alguna. Que Pierre coma o no coma es algo que no puede causarme a
mí ningún pesar y la privación de mi terraza, en cambio, sí. Entonces, ¿por qué
queréis que impida a un hombre sufrir una cosa que no siento a costa de una que
he de padecer? Sería un defecto de razonamiento imperdonable por mi parte...
Cuando cedéis al sentimiento de la compasión en vez de oír los consejos de la
razón, cuando escucháis al corazón más que al espíritu os estáis sumiendo en un
abismo de errores ya que no hay órganos más falsos que los de la sensibilidad,
ningún otro nos lleva a cálculos tan tontos, ni a actitudes tan ridículas.
– ¡Oh!, señor, dejadme ser una tonta toda mi vida, si tonto es quien escucha a
su corazón. Vuestros crueles sofismas no me proporcionaran jamás la cuarta parte
del placer que me procura una buena acción. Y prefiero ser imbécil y sensible
que poseer el genio de Descartes si hubiese de adquirirlo a costa de mi corazón.
– Todo eso depende de los órganos, respondió el presidente, esas diferencias
morales están completamente sometidas a la física... Pero lo que os suplico es
que no concluyáis jamás, como sé que os sucede a veces, que uno es un monstruo
porque no llora como vos una tragedia o porque no realiza sacrificios en favor
de algún patán. Concededme que se puede existir sin parecerse a vos y yo, que
soy galante, os cederé que solamente puede ser amable quien se parezca a vos...
Luego una caricia muy falsa... un vistazo al reloj... una llamada... la orden de
preparar los caballos y a la Ópera... Ese es el hombre, amigo mío, ese es el ser
peligroso con quien hemos de vérnoslas... Pero os lo repito, no os inquietéis
hasta que esté mejor informada. Es seguro que algo se trama. Es cierto que
atentó contra vuestra vida, que está desesperado por haber fallado. Aún es más
seguro que intenta compensar la torpeza de los malvados que se atrevió a enviar
contra vos. Y a pesar de todo ello puedo responderos que no pasará nada sin que
estéis perfectamente informado.
CARTA LIX
Madame de Blamont a Valcour
París, 15 de Marzo.
Afortunadamente, mi querido Valcour, el perfecto restablecimiento de vuestra
salud os permite escuchar sin riesgo todo lo que ha sucedido desde que os
escribí. Me acaban de dar la opinión más segura sobre el asunto que os afecta.
Los quinientos luises que os fueron ofrecidos no han tropezado en otros sitios
con almas tan delicadas. Han sido el precio de una orden que, con toda
seguridad, ha sido obtenida contra vuestra libertad... Os buscan, salid de
París... No debéis perder un solo instante. Emprended cualquier viaje... Italia,
por ejemplo: hace mucho tiempo que lo deseabais. Representará a la vez un motivo
de distracción, de formación y de seguridad. No penséis que nos quedaremos en
París cuando os vayáis. Concediendo una infinidad de cosas he obtenido algunas.
Creo que lo que le ha movido a ceder ante mis peticiones es la esperanza que
tiene de deshacerse pronto de vos. No importa, me he aprovechado de ello...
estas son las cláusulas:
1. No emprenderé ninguna pesquisa sobre Sophie. Ya me han dicho donde se
encuentra y debo estar tranquila... y aquí tenían muchas ganas de hacerme firmar
que renunciaba a la idea de suponerla mi hija. Me he guardado mucho de hacerlo.
2. No os recibiré en el campo, a donde he pedido ir enseguida... ¡Qué
canallada!... ¡el muy traidor exige esta cláusula cuando tiene en el bolsillo lo
necesario para haceros prender!
3. No prescindiré de Augustine... Libertinaje, espionaje, todo lo que queráis
suponer de más espantoso, al principio no lo creía, ahora tengo pruebas
irrefutables... ¡Qué torpeza!
4. El próximo mes de Septiembre, sin más demoras, concederé mi consentimiento a
la boda de Dolbourg y Aline.
Gracias a estas cuatro cláusulas obtengo...: en primer lugar una prórroga, como
veis, y esto ya es mucho en mi opinión. 2. Salir inmediatamente para Vertfeuille
en donde siempre estaremos más tranquilas que aquí. 3. Hasta la época de mi
consentimiento al matrimonio no verle ni a él ni a su amigo y esta condición, os
lo confieso es una de las más dulces para mí. Todo ha sido firmado por una y
otra parte y M. de Beaulé ha salido fiador de las dos partes.
Una vez hecho esto y como el conde estaba informado de todo, dijo al presidente
que le resultaba imposible ocultarle que había gente que sospechaba de él dos
cosas y que le suplicaba que se justificase para la tranquilidad de sus amigos:
la primera consistía en haber querido asesinar a Valcour, la segunda en haber
obtenido una orden para hacerlo encerrar... Es inimaginable la desvergüenza con
que este hombre, acostumbrado al crimen se defendió de las dos acusaciones.
– Soy un magistrado, dijo, tengo veinte años más que M. de Valcour, pero a pesar
de esas consideraciones estad absolutamente seguro de que si tuviera ganas de
deshacerme de él no emplearía medios tan indignos como los que osáis
atribuirme... Iría a proponerle unas pistolas y ya que me obligáis a explicar mi
actitud respecto a él... llegaré a ese extremo si no desiste de unas
pretensiones que me desagradan o si se atreve a poner el menor obstáculo a los
arreglos que estamos acordando hoy.
– No negaréis la existencia de la orden de detención, le dijo el conde, he sido
advertido hoy mismo en el despacho.
– Os han engañado, señor, respondió el presidente... o quizás han querido
hablaros de la obtenida contra Sophie, pero yo no he solicitado ninguna más.
– Si es así, replicó el conde, hacednos a todos el favor de escribir ante mí al
ministro que se os acusa de conspirar contra la libertad de Valcour y que me
suplicáis que le aseguré que esto es falso.
– Creía que tratándose de cosas como estas, dijo furioso el presidente, os
bastaría mi palabra.
Y quiso retirarse. Entonces el conde, a quien no preocupaba la idea de romper...
que solamente quería convencerse y que, dado el aspecto de las respuestas y de
la conducta del presidente, estaba tan seguro del hecho como era posible... le
dijo fríamente.
– Os creo, señor, solamente me enoja que no queráis darme satisfacción en una
cosa tan simple como esta quo os pido, si es verdad que no habéis actuado contra
nuestro común amigo. Pero sea o no cierto lo que nos habéis dicho, sabed que
siempre me tendrá como defensor.
Las cosas quedaron ahí y el conde, seguro de que el presidente tiene en su
bolsillo una orden contra vos es el primero en aconsejaros que os marchéis. Que
se vaya, me encarga literalmente que os diga, y que confíe en mí sobre las
medidas que adoptaré en este intervalo para garantizar su dicha y su felicidad.
Nuestros proyectos están aprobados ahora por nuestro común amigo: emplearé los
cuatro primeros meses en el perfeccionamiento y afianzamiento de mis proyectos
con todas mis baterías dispuestas. A finales de Julio volveré súbitamente a
París y emplearé el último mes de tranquilidad que me queda según las cláusulas
firmadas, en poner todo en movimiento. Será sonado... Ya no vacilo más... Toda
mi familia me apoya. Sacaremos a la luz la conducta del presidente...
Desvelaremos sus odiosas intrigas con Dolbourg... que son el motivo de que
quiera entregarle a Aline. Haremos valer la extrema repugnancia de esta
desdichada muchacha hacia ese hombre horrible. Publicaremos las razones en que
se basa esa repugnancia. En una palabra, reclamaré a Sophie como hija mía...
Será mi familia quien haga esta gestión ya que yo me he comprometido a no
hacerla. El paso es delicado, lo sé, pero es seguro. Estamos seguros de que, una
vez iniciado el asunto, el presidente, confundido por la simple mención de este
nombre, se prestará a todo lo que queramos para evitar la demanda. Además no nos
veremos obligados nunca a llegar a los hechos... Ya veis, amigo mío, que hay
personas que están muy seguras de que no le resultaría fácil encontrar a esa
criatura si un día le obligasen a mostrarla.
Pero sea lo que fuere lo que la gente imagine sobre este punto, en realidad yo
dudo de ese horror. Es muy difícil comprender cosas tan repugnantes y lo que más
me agrada es que el candor y la franqueza del conde de Beaulé tampoco las
admiten. Siempre he hecho una observación muy curiosa: que las personas siempre
dispuestas a sospechar un crimen de determinada clase son siempre las más
propensas a cometerlo. Resulta extremadamente fácil concebir lo que uno admite y
no lo es tanto comprender lo que uno rechaza. No habría ni diez condenas a
muerte por siglo si durante ese siglo el colegio de jueces estuviese enteramente
compuesto de personas honradas. En lugar de sostener, como hacen esos bellacos,
que hay que suponer siempre que un individuo que ha resultado una vez culpable
de una clase de delito, será durante toda su vida culpable de delitos de la
misma clase, lo que es una paradoja abominable, me atrevería a afirmar que, por
el contrario, un hombre que ha sido castigado o amonestado por una clase de
delito cualquiera no volverá a cometerlo en su vida. Esa es la opinión de las
buenas personas, la otra es la de aquellos que, sabiéndose malvados y capaces,
por consiguiente, de reincidir, imaginan que los demás deben parecérseles. Estas
personas no deben juzgar a los hombres, juzgaran siempre con severidad... La
severidad es muy peligrosa. Es infinitamente mejor salvar a un culpable por
exceso de indulgencia que condenar a un inocente por exceso de severidad. El
mayor peligro de la indulgencia consiste en salvar al culpable, es un peligro
leve. El inconveniente de la severidad es hacer morir al inocente, eso es
espantoso .
Ahora, amigo mío, he de pediros un favor. ¿Puedo esperar que me améis lo
bastante como para que no haya de temer una negativa? Mientras estáis leyendo
esta carta hay en vuestra antecámara un hombre de confianza, le he encargado que
os entregue mil luises. ¿No es posible que, en vísperas de una salida tan
precipitada, no tengáis los fondos necesarios para emprender el viaje que os
aconsejo?... ¿A quién corresponde en ese caso el derecho de prevenir vuestras
necesidades, si no es a vuestra mejor amiga?
Valcour, os conozco... esa negativa que finjo no temer... me la estáis dando...
lo veo... Pero escuchad, el hombre que va a hablaros exigirá de vos un recibo...
y lo que os dará es un adelanto sobre la dote de mi hija... ¡Amigo cruel!
¿osareis rechazarlos ahora?
CARTA LX
Valcour a Madame de Blamont
París, 16 de Marzo.
¡Cómo aumentan vuestros derechos a mi agradecimiento, señora! ¿Es necesario
multiplicar los títulos que tenéis sobre mí? Casi me hacéis apreciar mis
desdichas ya que, al padecerlas, obtengo pruebas tan dulces de vuestra excesiva
bondad... ¡Hábil subterfugio... dichosa esperanza!... ¡Cuánta delicadeza sabéis
poner al obligar!... Sí, señora, voy a alejarme... y desde este mismo momento,
ya que mi seguridad os interesa voy a ocuparme de ella alojándome en casa de un
amigo en donde permaneceré de incógnito hasta el momento de mi salida.
¡Oh!, señora ¿he de confesároslo?, vuestras bondades me llenan de audacia, me
dan el valor de pediros una prueba más: alejarme de vos... alejarme durante
tanto tiempo... sin veros, sin que me sea permitido arrojarme a los pies de
quien adoro... ¿Seréis tan rigurosa como para condenarme a ello? Para pediros
esta gracia apelo a todo el encarecimiento que mi corazón es capaz de dar... En
los primeros días de vuestra llegada a Vertfeuille... mientras estéis sola...
una hora... un solo minuto... Pero desarraigarme... abandonar mi patria sin
gozar de la dicha de ver un instante a todo lo que me une a ella... no, no lo
exigiréis, no me condenareis a una privación que me resultaría más dura que la
muerte...Indicadme las precauciones que he de adoptar... señaladme la ruta a
seguir. Haré todo, obedeceré en todo, nada hay a lo que no me sometiera para
obtener la gracia que imploro. Espero mi sentencia... pronunciadla... y
convenceos de que una sola palabra basta para convertirme en el más afortunado
de los hombres o en el más desdichado de los enamorados.
CARTA LXI
Valcour a Aline
París, 16 de Marzo.
Después de todo el interés que he podido hacer nacer en vuestra alma sensible
¿me negaréis, Aline, la nueva prueba que me atrevo a imploraros?... Adivináis lo
que os pido, vuestro corazón, animado del mismo deseo sabe captar fácilmente la
gracia que encarecidamente os solicito... Este favor me fue negado el pasado
año, lo recuerdo con dolor, pero dignaos pensar en ello, Aline, las
circunstancias en que os dejo esta vez son muy diferentes a las que reinaban
entonces. Desconfío de esta calma aparente. No me he atrevido a decirlo, pero me
parece que esta nueva prórroga se ha concedido con demasiada facilidad. ¿Es
coherente esta tranquilidad prometida con todas las precauciones que adoptan,
con las indignidades que se permiten? ¿Y, si no tuviesen intenciones de
presionar, armarían tantas baterías para alejar los obstáculos? ¡Ah! ojalá sean
falsos mis presentimientos, pero, al alejarme me estremezco. No puedo
ocultároslo y cuanto más horribles son mis temores, más violento es el deseo de
veros... ¡Si fuesen a engañarnos a todos! ¡Si las odiosas maniobras de este
hombre cruel fuesen a arrebatarme a quien idolatro!... Esta funesta idea penetra
en mi corazón como un hierro ardiente que lo destroza... entra en él con el
escalofrío de la muerte... He de veros antes, Aline, he de hablaros una vez más
de mi amor. Satisfecho al ver que me echáis de menos, dichoso de llevar conmigo
vuestro corazón, podré, al menos, soportar mejor vuestra ausencia. Con la sangre
derramada por vos escribo, llorando, este deseo desenfrenado de mi alma... Si me
lo negáis... Aline... me iré, es preciso, pero no me veréis nunca más... Creedlo
por muy quimérica que pueda ser esta idea, me absorbe y no puedo impedir que
surja.
En una palabra, es preciso que os vea, la necesidad que tengo de ello es tal
que, por primera vez en mi vida, ignoro incluso si os obedeceré en el supuesto
de que me prohibieseis acudir. Sí, preferiría desobedeceros y veros que morir
obedeciéndoos... Amo esta vida cruel desde que despertasteis en mí tanto
interés. ¡Oh, mi Aline! ved a vuestro enamorado a vuestros pies implorar,
encarecidamente, regándolos con sus lágrimas, la gracia de veros un minuto;
vedlo, palpitando aún bajo el hierro del autor de vuestros días, esperar que
solamente este favor compense todos sus males... ¿A dónde queréis que vaya sin
haberos visto? Debilitado por mi desesperación, extraviado por mi amor, ¿qué
será de mí, ¡ay! sin el consuelo que ansío? O no me habéis amado jamás o lo
obtendréis de vuestra madre. A ambas os lo pido y quiero abrazar a ambas o
morir.
CARTA LXII
Madame de Blamont a Valcour
París, 20 de Marzo
A dos leguas del palacio que alojará a vuestras amigas en Orléans y Vertfeuille,
en el lindero del bosque, hay una aldea que se llama Haut-Chêne. En la
extremidad de esa aldea hay una pequeña colina aislada en la que hay una choza
habitada por una vieja que solamente tiene consigo una hija llamada Colette...
una amiga de Aline de la que ya os hablamos el año pasado... De ahí volvíamos
cuando encontramos a esa desdichada Sophie. Estad en casa de esa mujer el 15 de
Abril entre las tres y las cuatro de la tarde, disfrazado de cazador... ella
estará sobre aviso. Allí veréis a las dos personas que más os quieren en el
mundo... dos amigas que ceden a vuestras peticiones a pesar de todos los
peligros que las rodean... Salimos el día primero del mes próximo... hasta
entonces el mayor silencio... Dejad París cuanto antes, el peligro aumenta de
día en día... Poneos en camino antes de pasar por el lugar que os indicamos y de
allí salid de Francia sin perder un instante. Adiós.
CARTA LXIII
Aline a Valcour
París, 20 de Marzo
¿Debo amar a esta madre encantadora, debo quererla eternamente? Ved lo que ha
hecho por mí. Voy a veros... y todo es obra de ella... a ella debemos este favor
y el alma de vuestra dulce Aline, henchida de amor y de agradecimiento a la vez,
no sabrá a qué sentimiento entregarse en ese dichoso día... Pero, amigo mío,
¡qué breve será esta alegría... y qué espantosos tormentos seguirán quizás a
esta dicha! ¡Ah! creed que esta separación cruel me alarma tanto como a vos.
Estoy de acuerdo que desde hace mucho tiempo deberíamos estar acostumbrados a
vivir el uno sin el otro, pero respirábamos el mismo aire, vivíamos en el mismo
país. ¡Y qué horribles barreras van a tenderse ahora entre nosotros!
¡Oh! ¿cómo soportar este alejamiento?... cuanto más pienso en ello, menos capaz
me imagino... ¡Cuántas cosas pueden pasar durante una ausencia tan prolongada!
Aunque estemos separados el uno del otro, cuando estáis cerca de mí me siento
con más fuerzas... sufro con más resignación... Pero ahora, ¿quien me infundirá
el valor? ¿quién será el alma de mi vida... y el báculo de mis desdichas? ¡Oh,
Valcour! no me comuniquéis vuestros presentimientos... otros igualmente crueles
acuden asimismo a destrozarme... Alejémoslos... partid ya que es preciso,
partid, seguro de mi amor... Os seguiré... mi corazón volará sobre vuestras
huellas. Mis ojos, siempre fijos sobre los Alpes, franquearán, como mis deseos,
sus cimas que se elevan hacia las nubes. Cuando lleguéis a la más alta de las
cúspides volved vuestra mirada sobre esta tierra en la que habéis dejado a
vuestra Aline y decid: ahí respiran dos criaturas que me aman que se interesan
por mí, que cuentan mis pasos y ordenan mis días, que desean con tanto ardor
como yo que llegue el instante en que pueda reunirme con ellas... el instante de
esa dicha tan dulce...
¡Oh! amigo mío, si estuviese escrito en los cielos que jamás habremos de
disfrutar de esa dicha... si todos nuestros proyectos fueran quiméricos...
¿haríamos mal en fijar en ese caso nuestras ideas, como en algunas ocasiones os
he dicho, exclusivamente sobre esa felicidad celestial que necesariamente ha de
alcanzar la virtud?
Qué dignos de compasión son, amigo mío, quienes no cuentan en sus penas con la
halagüeña esperanza de la religión, quienes, viéndose abrumados por los hombres,
no puedan decir en el fondo de su corazón: hay un Dios justo y bueno que me
compensará de lo que me han hecho sufrir, su seno, abierto a los desgraciados,
recogerá mi alma afligida y mereceré su compasión confortadora a cambio de los
males que me hayan hecho.
Sí, si me lo permitís, el conocimiento de un Ser supremo es uno de los más
dulces presentes que la naturaleza nos ha dado. No hay un solo instante en la
vida en la que esta idea no sea querida y preciosa. No hay uno solo en que no
nos depare un torrente de delicias... ¿Quién es lo bastante bárbaro como para
poder imaginar que cabe arrebatárselo a los hombres? ¡El muy cruel, privándose a
si mismo de la esperanza más dulce de la vida, ¿no se ha dado cuenta de que
estaba aguzando el hierro del tirano... armando el brazo de la iniquidad... que,
al mancillar el premio de todas las virtudes, estaba abriendo la puerta a los
vicios y que estaba cavando, finalmente, el abismo al que acabarían arrojándole
sus sistemas?... ¿Qué clase de hombre es el desdichado que nos arrebata la idea
del Ser justo que recompensa el bien y castiga el mal? ¿Es opulento? ¿Domina a
sus semejantes? Que tiemble... que se estremezca, roto el freno de aquel a quien
quiere atar, aburrido de sus cadenas, indignado por el yugo que le oprime, al no
existir Dios, ¿qué puede perder ese esclavo infortunado? ¿qué peligro corre al
hundir el puñal en el pecho del déspota orgulloso que quiere dominarle?... ¿Es
inferior o pobre ese impío sectario de las siniestras quimeras del ateísmo?
¿Quién le socorrerá en su miseria? ¿Quién salivará sus tormentos? ¿Quién le
ofrecerá una mano compasiva cuando arrebata a los hombres la esperanza de ser
recompensados por el bien que hayan hecho? Pero esa servidumbre de que se queja,
esas calamidades que le descorazonan, ¿por qué no se multiplicarían, ya que el
tirano que las ocasiona no ha de temer a un vengador? No sirve, pues, para nada
ese sistema espantoso y triste. ¿Qué digo? Es peligroso para los hombres de
todas clases, fatal para el opresor, siniestro para el oprimido. La verdadera
filosofía debe contemplar el momento en que este sistema se apodera de los
espíritus como esos años de desolación en que el aire infectado de un veneno
pestilente viene a aniquilar sordamente a las generaciones que pueblan la
tierra.
¿Perdonaréis, amigo mío, este pequeño arrebato racional de vuestra Aline? Temo
que me encontréis melancólica... Ese matiz lúgubre emana a mi pesar. Oscurece
todo lo que pienso y todo lo que imagino. Creo iluminarlo un instante cuando os
hablo y los trazos que dibuja mi mano están impregnados de pena en contra de mi
voluntad. Las lágrimas corren a borrar mis líneas a medida que las escribo...
¿Por qué manan?... ¿Por qué se escapan? Mi madre me ama... mi enamorado me
adora, está próximo el momento en que voy a verle y, no obstante, lloro... Un
tupido velo parece extenderse sobre el porvenir. Mis tristes ojos no pueden
penetrarlo. Si mis dedos lo rasgan un instante, todos los atributos de la muerte
se me presentan detrás de él...
¡Oh, amigo mío!... ¡si llegaseis a perder a esta Aline a quien tanto queréis!,
¡si, aunque muy joven aún, el cielo quisiese disponer de ella!... ¿Tendríais el
valor de soportar esta pérdida?... ¿Encontraríais en vuestra alma la fuerza
necesaria para no caer abatido?... Cuando nos veamos exigiré de vos que me
juréis que pase lo que pase... soportareis esta desgracia con resignación.
¡Valcour! ¿Quién puede responder de un momento de la vida?... Frágiles
criaturas, respiramos aquí durante un abrir y cerrar de ojos; el día que nos ve
nacer es contiguo al que nos extingue. Y esta serie de instantes fugaces que
nada fija, que nada detiene, se precipita al abismo de la eternidad como el
caudal de un torrente impetuoso lo hace en las inmensas llanuras del océano. Si
son breves esos instantes en que respiramos, si son fáciles de destruir, esto
puede suceder en cualquier momento. ¿Por qué entregar entonces todo nuestro amor
a criaturas tan frágiles?...
Si, amigo mío, quisiera que, impregnado de estas razones, os convirtieseis más
bien en el amante de esa alma que ha de seguirme que en el de estos perecederos
atractivos que un soplo puede marchitar al instante. A menudo os he reñido por
poner un precio demasiado elevado a estas bellezas efímeras y lo vuelvo a hacer
ahora.
¡Oh, Valcour! ama en mí solamente aquello que no puedas perder. Quiere solamente
a esta alma a la que la tuya habrá de unirse un día... Créeme, renuncia a todo
lo demás antes de que los hombres o la muerte te obliguen a hacerlo... Percibe
bien la acusada diferencia entre los dos objetos que ofrezco a tu amor: si
estuvieses quince años sin verme, te desafiaría a que me describieses, por el
contrario, las emociones de mi alma, los pensamientos que te expresa no saldrán
jamás de tu memoria. Prefiere, pues lo que puedas conservar perpetuamente a
aquello que se escapa con rapidez.
Piensa que, amándome así, me añorareis mucho menos si me pierdes. ¿Qué importa
que desaparezca lo perecedero cuando tenemos la deliciosa certeza de que lo que
no ha de alterarse nunca no podremos perderlo jamás? ¿Qué amarás de mi persona,
te pregunto, cuando esta masa, convertida en polvo, deje solamente en el fondo
del féretro los restos de un esqueleto? Suponiendo incluso que estos atractivos
desfigurados puedan reconstruirse bajo tus sentidos, solamente reaparecerían
para tu desesperación. Mientras que las expresiones de esta alma que yo quiero
que prefieras vendrán a gravitar sobre la tuya para expandirla y vivificarla.
Y hay más, me parece que yo te amaría más aún si consintieras en no amarme más
que así. Purificaría tanto los sentimientos del alma que es el origen de tu
felicidad que el culto que ella te rindiese sería entonces absolutamente
semejante al que ofrece a su Dios... Ya no habría separación... ni nada que
pudiese turbarnos, dividirnos o extinguirnos y nuestro amor, al residir entero
en el ser que nunca perece, duraría tanto como ese Dios.
Te dejo... De nada vale que deponga o que vuelva a coger la pluma... embebida
siempre, a pesar mío, en la hiel de la melancolía, en vez de fortificar tu
espíritu, lo alarma. No consigo consolarte y lo único que hago es afligirme más.
CARTA LXIV
El presidente de Blamont a Dolbourg
París, 29 de Marzo
Es preciso que te vea... ¿Lo creerías? esa Augustine... tiembla cuando ha
llegado el momento de actuar... Cualquiera diría que estamos exigiéndole cosas
extraordinarias... Yo creía que tenía presencia de ánimo... no la tiene... es
una imbécil... Qué cierto es que, cuando se trata de cosas importantes solamente
se puede confiar en personas importantes: ella pretende que yo vaya a
Vertfeuille... dice que actuaría en mi presencia, con más valor... ¡La muy
tonta! te das cuenta, como yo, de la necesidad de enderezar ese espíritu débil.
Es preciso que cene con ella en tu casita de las afueras, lo más tarde mañana
por la noche, ya que salen al día siguiente, y allí triunfaremos, espero, sobre
sus necios escrúpulos. En ocasiones he visto la necesidad de que el temperamento
encienda la estrecha cabeza de una mujer para que haga esta clase de cosas. Es
inaudito lo que se puede obtener de ellas en esos momentos de embriaguez. Su
alma, más próxima al estado de maldad para el que las ha creado la naturaleza,
acepta entonces con más facilidad todos los horrores que sea preciso
proponerles. Claro está que ni tú ni yo vamos a encargarnos de esa burda tarea:
nuestros principios sobre el placer, nuestra edad, nuestra manera de ser, en una
palabra, todo eso no concuerda con las desmedidas exigencias de una muchacha de
dieciocho años a la que hay que trastornar el seso... Pero tengo un ayuda de
cámara que es único en ese tipo de justas... actuará sobre lo físico sin
sospechar nada de nosotros... al recibirla ya encendida de sus manos,
trabajaremos con éxito su moral.
Nada hay peor que esta clase de oscilaciones. Y sin embargo hay que estar
preparado para ello cuando se emplea a mujeres en asuntos como el presente.
Tímidas por naturaleza, en ellas el ingenio es siempre el resultado de los
síncopes del corazón. Hace ya mucho tiempo que afirmo que las mujeres sólo son
buenas en la cama y ¡aun en eso!... en lo demás no se puede contar con ellas
para nada. Falsas o débiles, pérfidas o descuidadas si tenemos la desgracia de
encomendarles un proyecto... lo hacen abortar por desidia o lo traicionan por
maldad. Seguramente se refería a ellas Maquiavelo cuando dijo que, o bien había
que evitarlas como cómplices o bien era urgente deshacerse de ellas en cuanto
hubiesen actuado . Lamento mucho que no hayamos encargado este trabajo a ese
capellán sinvergüenza que me ha servido durante tres años... Emprendedor...
bribón... diestro... hipócrita... hubiera puesto en la operación tanto vigor
como falsedad. Nunca he visto nada tan seguro como los principios de ese truhán.
Solamente a él debo más aventuras de las que a mí, como juez, me bastarían para
enviar a treinta tunantes al cadalso. Ya sabes, querido amigo, la gran
diferencia que entre nosotros existe entre lo que nos vemos obligados a defender
y lo que nos gusta hacer. La equidad con que nos adornamos se funde, como la
cera sometida a los ardientes rayos del sol, ante nuestros hirvientes arrebatos.
Pero eso no es motivo para que no censuremos lo que adoptamos, ni para que
dejemos de castigar lo que nos gusta. Solamente ostentando con escrúpulo esa
rigidez para con la moral de los demás conseguimos ocultar artísticamente toda
la depravación de la nuestra. En realidad solamente se trata de engañar: ya que
no podemos hacerlo con nuestras virtudes al menos que sea con nuestros rigores.
Estoy desesperado de que hayan fallado con Valcour ... Sin embargo eran unos
canallas bien hábiles, capaces de otras mil gentilezas... a los que hice
absolver a condición de que se encargasen de ésta... ¡Los muy imbéciles! ... Sea
como fuere ya nos hemos librado de él, le habrá entrado tanto miedo que
seguramente no se atreverá a volver a asomarse hasta que todo esto esté
decidido.
No te veré esta tarde... es el día destinado a la despedida conyugal y ya te
imaginas por qué quiero que sea especialmente dulce... Cuando dos personas se
separan... por un cierto tiempo... ¡Qué idea tan agradable! Estoy encantado de
haberla imaginado...
A menudo es placentero ver hasta dónde puede llegar la propia alma. No te
imaginarias lo contento que estoy de la mía. Todo esto me aporta una sensación
que no está del todo desprovista de placer... ¡Qué cosa tan extraña es el
análisis del corazón humano! Ahora estoy perfectamente seguro de que se hace con
él todo lo que se quiere. Fácil receptor de las impresiones de la mente, no
tarda en rechazar todo lo que no sean sus emociones y así se va gangrenando uno
voluptuosamente de un extremo a otro sin que nada se oponga a la circulación del
veneno.
Apresurémonos... te lo advierto... todo retraso podría ser funesto. Desconfío de
la presidenta y, a pesar de las cláusulas firmadas, apostaría a que esta
actuando bajo cuerda con su adorable protector... ese conde encantador... ¡El
otro día pretendía aturdirme! No hay nada que me divierta tanto como esos seres
bonachones que creen engañar a desalmados profesionales como nosotros. Por lo
que dicen el ascendiente de la virtud nos aplasta, peor si esa virtud es una
quimera, si la contemplamos siempre como tal, entonces el choque no puede ser ya
muy peligroso.
Adiós, tierno y delicado esposo: ya me parece verte en los brazos del himeneo,
robando besos... quizás inundados de lágrimas, al principio, pero que, secadas
pronto gracias al ardor de tu llama, perderán, bajo el delirio de tus besos,
toda la acritud de la resistencia.
No te pongas celoso, te lo suplico. Hay que renunciar a esa extravagancia que en
otra época nos impedía mezclar nuestros placeres y nuestras amantes. Acuérdate
de que una de las cláusulas del contrato es que yo presto sin ceder... Es lo
menos que me debes por todas las preocupaciones que me he tornado desde hace
tanto tiempo para la satisfacción de tus deseos. No te imaginas, amigo mío, las
ganas que tengo de poseer a esa querida Aline: creo que ha de tener unos
detalles sumamente picantes... ¡Qué delicia poseerla entre lágrimas! ¡Sophie
estaba bien, pero Aline!... Y además no llegaremos con esta tan lejos como con
la otra... a la sangre. A la virtud se le debe una especie de consideración. Sin
embargo no juremos nada, porque los efectos del extravío, en mentes como las
nuestras, son, como sabes, incalculables.
CARTA LXV
Valcour a Déterville
Dijon, 20 de Abril
He llegado aquí y salgo mañana, quizás hubiera ido inmediatamente a Saboya si mi
salud lo hubiera permitido, pero necesito unos días de descanso.
¡Oh! mi querido Déterville, ¡qué funesta separación! ... El horror que la
acompañó, mis heridas mal curadas... la espantosa agitación de mi alma... los
horribles presentimientos, consecuencia de los detalles de este cruel adiós...
todo... todo, amigo mío, me hace imposible proseguir. Y antes de que vaya más
lejos es preciso que vierta un momento en tu corazón toda la voraz tristeza que
atormenta el mío.
Escucha las lúgubres circunstancias de esta última entrevista y dime si no ves
en ella, como yo, la sentencia del cielo escrita con trazos de sangre.
Después de haberte abrazado el día ocho por la tarde, para disimular aún mejor
mi salida de París, decidí salir con el traje de cazador que me había sido
propuesto para la cita. Así fue como viajé solo y a pie hasta Orléans, mientras
que mi lacayo, escoltando mi equipaje, iba a esperarme a Montargis. No sabía
exactamente qué camino debía tomar para ir desde Orléans al pueblo indicado,
pero imaginaba no obstante que disponía de más tiempo del necesario para
encontrarme allí a la hora prescrita. Salí de la ciudad el día quince a las
siete de la mañana... Pero cuál no sería mi sorpresa, después de haber andado
por el bosque hasta mediodía... cuando al preguntar a un leñador si estaba lejos
de Vertfeuille, me dijo que no conocía ningún lugar con ese nombre...
¡Cielos! me dije, ellas van a esperarme... Al ver que no acudo su inquietud será
terrible. Y eso bastó para que yo mismo me viese impregnado de toda la inquietud
que sus almas sensibles iban a dignarse sentir por mí... ¿Qué hacer en semejante
circunstancia? En tres leguas a la redonda no había una casa en donde pudiese
obtener la más insignificante brizna de información... me encontraba en el
centro de un bosque, en una región que no conocía... Hubo un momento en que
quise volver a la ciudad... un instante después esta idea se desvanecía y
renacía la esperanza de encontrar a alguien mejor informado. En esta cruel
alternativa rogué al campesino que acababa de interrogar que me condujese a la
casa más próxima.
– Me guardaré mucho de hacerlo, me respondió... ¿Sois cazador furtivo, no es
cierto? Y la casa a la que queréis que os conduzca está llena de guardias que no
os lo perdonarían. No, yo no seré el causante de vuestra pérdida... Más vale que
os alejéis, es lo mejor que podéis hacer.
Entonces comprendí que este disfraz que no tenía ningún peligro en los
alrededores de Vertfeuille, no resultaba tan inocente en otros sitios y sobre
todo ante la imposibilidad de identificarme. Me despedí de mi hombre y caminé
aún cuatro leguas orientándome como pude sin encontrar a nadie cuando
súbitamente el cielo se oscureció. Como no veía nada en los alrededores y
viajaba siempre al azar de los caminos apartados del bosque, no me quedó más
remedio que subirme a un árbol si quería ver un poco más lejos y observar si no
había algún refugio... No vi ninguno... Sin embargo mis fuerzas se agotaban...
la cruel agitación de mi alma me impedía sentir hambre, pero estaba destrozado
por la fatiga. Me di cuenta de que me resultaba imposible ir más lejos y, como
no quería dormir en el camino, me adentré en el espesor del bosque... Apenas
hube llegado cuando la noche más oscura extendió sus velos por todos los
rincones del bosque. Poco a poco la bóveda atmosférica se cubrió de nubes que
aumentaron el espanto de la oscuridad. Aunque la estación era ya un poco
avanzada, los relámpagos que surcaban la nube me anunciaron una horrible
tormenta. Los vientos soplaban... su prodigioso esfuerzo rompía los árboles a mi
alrededor... el fuego celeste brillaba por doquier... veinte veces cayó a mi
lado... veinte veces me creí tan afortunado que había llegado a mi última hora,
cuando súbitamente el sonido de una infinidad de lúgubres campanas vino a añadir
a esta dolorosa escena todo el horror de que era susceptible. Negras quimeras
terminaron de extraviar mi razón... Este desencadenamiento de toda la
naturaleza... ese silencio espantoso solamente interrumpido por el mugido del
aire, por los estallidos del relámpago y por ese ruido majestuoso del bronce,
tristemente proyectado hacia el cielo, me hizo temer que no era el único que ese
día se veía amenazado por la cólera divina...
¡Desgraciado! exclamé... está muerta. Y ese siniestro tañido, cuyos lastimeros
acentos martirizan mis oídos, se refiere a mi Aline... Entonces parecía que mil
fantasmas estuviesen revoloteando a mi lado... entre ellos creí distinguir el
espíritu querido que idolatro y cuando quise precipitarme hacia ella, un
torrente de llamas la envolvió y la hizo desaparecer ante mis ojos... Rodé por
tierra, quise que ese suelo inundado que me sostenía, se abriese para recibirme.
Mi razón me abandonó completamente y permanecí el resto de la noche en esa
actitud de dolor y desesperación.
Finalmente se calmaron los vientos, brillaron las estrellas... el cielo se
iluminó... y mi alma, que acababa de ser juguete de los airados elementos, como
los robles que me rodeaban, se atrevió a renacer a la esperanza, al igual que
sus ramas, curvadas bajo el impetuoso aquilón, se alzaban, majestuosas, hacia el
cielo.
Me puse en camino, con el único proyecto de retornar a la ciudad... Llegué a
ella el dieciséis a las seis de la madrugada. Habiendo descansado un poco, volví
a salir a las ocho acompañado por un guía que se comprometió a llevarme en menos
de cinco horas al pueblo de Haut-Chêne.
Llegué, en efecto, a él sin novedad y, como no quería que ese hombre presenciase
lo que iba a hacer, lo despedí en cuanto me mostró la aldea.
– ¡Oh! señor, me dijo la madre de Colette en cuanto me vio entrar en su casa,
¡con qué impaciencia os esperaron ayer esas damas! Les habéis causado mucha
inquietud. No se fueron hasta la noche y envueltas en llanto. Y estoy segura de
que no llegaron a casa antes de la tormenta... Corre, corre, Colette, añadió
dirigiéndose a su hija a avisarles, hija mía. Ya sabes qué encarecidamente lo
pidieron. Quítate los zuecos para ir más deprisa... y vos, buen hombre,
descansad mientras tanto... ¡Ay! continuó esa buena mujer ofreciéndome todo lo
que tenía, somos muy pobres, señor, y no podemos ofreceros gran cosa, pero lo
hacemos de todo corazón. ¡Ah! sin la caridad de la señora y de la señorita,
haría quizás mucho tiempo que no estaríamos en este mundo ni mi hija ni yo, pero
¡son dos personas tan buenas, señor! Hay gente que espera que el desdichado se
acerque a ella para socorrerle. Pero éstas lo buscan. No vivirían si no lo
confortasen... También hay que ver lo que nosotros las queremos. Si necesitasen
nuestra sangre, la derramaríamos inmediatamente hasta la última gota y aún
pensaríamos no haber hecho nada.
Mi corazón se ensanchaba al escuchar tales palabras... dulces lágrimas inundaban
mis ojos... ¿Hay una felicidad más viva que la de oír las alabanzas de las
personas amadas?
Finalmente llegó Colette jadeando. ¡Había hecho las cuatro leguas corriendo y en
menos de dos horas!
– Vienen detrás de mí, dijo la pobre niña cubierta de sudor... vienen detrás de
mí, señor. Les he dado una buena alegría. Madre, añadió arrojándose al cuello de
la anciana, están tan contentas que la señora me ha dicho que me iba a dar las
diez ovejas que necesito para casarme con Colas. Me casaré con él, madre, me
casaré con él ¿verdad?
No pude resistir la inocente alegría de esa jovencita.
– Sí, sí, os casareis con él, mi niña, le dije, tomad diez luises, es todo lo
que llevo encima, reservadlos para el ramo de novia. Es justo que comparta la
gratitud por un servicio que es para mí aún mucho más precioso que para las
amigas que me anunciáis...
Apenas hube pronunciado estas palabras cuando entraron esas damas...
Madame de Blamont se arrojó a mis brazos y Aline, envuelta en llanto, le siguió
poco después. Después de haber estrechado contra mi corazón a esas personas tan
queridas, después de haber colmado a ambas de deliciosas caricias que prodiga el
alma y que la mente no puede describir, la conversación se hizo más tranquila...
nos sentamos... Esa madre respetable me dio los mejores y más sensatos
consejos... me comunicó sus esperanzas y sus proyectos para hacerlas realidad.
Me dijo todo lo que había hecho... las posibilidades que aún percibía... las
medidas a adoptar para alcanzar el éxito... en una palabra, a juzgar por lo que
decía debía considerar que mi dicha era segura para este otoño... Me ordenó que
volviese entonces... Arreglamos el intercambio de correspondencia, lo decidimos
sobre el mapa teniendo en cuenta las ciudades por las que debía pasar... ambas
me hicieron prometer ser puntual en mis respuestas. Quise hablar un instante a
Mme. de Blamont sobre mis temores por el interés que ella se tomaba por mí. ¿No
podía eso acarrearle nuevas desgracias?... Se podía temer cualquier cosa de un
marido furioso a quien tanto enojaban los sentimientos que en mí despertaba su
hija. Y le describí de la manera más viva mi inquietud por todos los males que
padecía por mi culpa. Ella volvió hacia mí sus bellos ojos inundados de
lágrimas...
– ¿Qué importa amigo mío, me dijo, que importa ser un poco más o menos
desdichada? Lo sería igualmente sin vos. Al menos tengo el consuelo de que lo
soy por serviros...
Una de sus manos estrechó la mía mientras pronunciaba estas palabras y mi boca
se imprimió sobre esa boca adorada y grabó en ella los besos de la amistad y de
la más viva gratitud...
– Amigo mío me dijo Aline, atrayéndome hacia sí, ¿me prometéis escribirme... me
prometéis ser muy puntual?
– ¡Cielos! ¿Acaso podéis dudarlo?...
– ¡Pues bien!, continuó esa muchacha adorada entregándome una soberbia
cartera... tened, quiero que esto sólo sirva para mis cartas... os prohíbo que
lo empleéis para otra cosa...
Cogí ese precioso objeto... lo besé... lo devoré, saltó un resorte y el retrato
de mi Aline vino a embriagar a la vez mi alma y mis ojos. En la parte inferior
de ese adorado retrato, su sangre... la sangre de la divinidad que idolatro
había trazado dos líneas que inmediatamente se grabaron en mi alma. De ahí las
recojo, de ese santuario en donde reina para siempre su imagen con el fin de
ofrecerlas a tu mirada: PENSAD SIEMPRE EN MÍ Y QUE ESTA IDEA SEA LA BASE DE
TODAS VUESTRAS ACCIONES. Éstas son esas líneas queridas, éstas son, Déterville.
Que la mano del Eterno me convierta en polvo en el instante en que su contenido
no sea la ley de mi vida.
– La sangre que he utilizado para escribir estas palabras procede de aquí, me
dijo Aline poniendo mi mano sobre su corazón, son las expresiones de este
corazón que os adora grabadas por la sangre que lo agita... Deseo que todo esto
os resulte grato amigo mío, y no olvidéis a una desdichada muchacha que, a los
pies de su madre, os jura que sólo vivirá para vos... Con esas palabras cayó de
sus hinojos y esa madre respetable, conmovida, al igual que todos los de allí
estábamos tomó la mano de su hija; la puso en la mía... y me dijo:
– Sí, Valcour... es vuestra, que el cielo sea testigo de que mi consentimiento
no será jamás para otro.
Inmediatamente me arrojé a los brazos de esas dos amigas tan queridas y en este
punto, mi silencio, más elocuente que mis palabras les convenció de que mi alma
encendida se unía a las suyas para residir allí hasta el último día de mi vida.
No obstante la noche se nos echaba encima... había que separarse. Madame de
Blamont creyó tener la fuerza para señalar el momento. Se levantó sin mirarme...
su hija la oyó... quiso hacer lo mismo... sus rodillas fallaron y cayo en su
silla entre sollozos... Entonces Madame de Blamont le dijo con noble firmeza:
– Pierdo, como vos, un amigo, hija mía... Me sostiene la esperanza de volverlo a
ver y tengo valor para separarme de él.
Pero Aline ya no escuchaba nada, se había abandonado entre mis brazos. Mezclaba
sus lágrimas con las mías y ya no dejaba oír más que los amargos gritos de dolor
y los sollozos de la desesperación...
Madame de Blamont se volvió a sentar... tomó una mano de su hija y la besó
arrebatada. Esta intensa caricia produjo inmediatamente en el alma de Aline la
diversión prevista por esa mujer espiritual y sensible... Se volvió hacia su
madre... se escondió en su seno, allí derramó un nuevo torrente de lágrimas... y
Madame de Blamont levantándose enseguida... llevándola en sus brazos, por
decirlo así intentó franquear el umbral de la puerta; mientras tanto, a una
señal suya, yo, desaparecí en otra habitación... Sagrado impulso de un alma
impetuosa... cruel presentimiento que aún impregna la mía de confusión y de
hielo: esa niña adorada se volvió hacia el lugar donde habíamos estado,
suponiéndome aún allí... Al no verme, se liberó de los brazos de su madre,
franqueó de un salto el espacio que nos separaba, llegó como el rayo a la
habitación en donde me escondía y cayó inerte a mis pies...
Entonces estalló mi corazón... no había ya ninguna consideración que pudiese
calmar su efervescencia... Me precipité sobre esta querida amiga, la estreché
contra mi pecho... nuestros cuerpos, unidos como nuestras almas, parecían formar
una masa que ningún esfuerzo podría separar y mi razón no retornó sino por el
deseo de devolver a la vida a quien está destrozando la mía... a quien suspende,
a través del dolor, todas las facultades de mi existencia.
– ¡Huid! dijo madame de Blamont, mientras hacía que tendiesen a su desdichada
hija sobre una cama... huid, más vale que al volver en sí no os vea ya...
Marchad, divino amigo, continuó ella tendiéndome la mano... acordaos de esta
escena, recordad cómo se os ama y si creéis que quiero a mi hija, persuadíos...
que, o bien me quitan la vida o bien sólo será vuestra.
Después de prosternarme ante esta mano adorada, después de haberla bañado con
las lágrimas de mi gratitud y de mi cariño, me atreví a alzar los ojos una vez
más sobre el ídolo adorado de mi corazón. Le dirigí sin ser oído, las últimas
expresiones de mi amor y corrí hacia el bosque, con la intención de llegar a
Orléans esa misma tarde... Ellas me contarán, espero, las consecuencias de esta
triste separación. Te ruego que obtengas para mí su relato con el mayor
detalle... Terminemos con lo que me concierne.
No había andado dos leguas cuando la noche, que cayó de golpe, me hizo temer que
me perdería, como el día anterior. Además, el estado en que me encontraba no
permitía a mi espíritu la posibilidad de guiarme, por lo que decidí esperar al
pie de un árbol que el astro, al venir a consolar a la tierra, devolviese, si
esto era posible, un poco de calma a mi agitado corazón. Me tendí al pie de un
añoso roble y, perdiéndome en mis ideas, abandonándome a la lúgubre melancolía
que parecía lastrar a la vez todos mis sentidos, encontré, a través de la misma
violencia de mi pesar, la posibilidad de un instante de reposo... que, de haber
estado mi alma menos destrozada y siendo más leve la presión del dolor, no
hubiera alcanzado.
Me dormí... Apenas lo hube hecho cuando inmediatamente un espantoso fantasma se
ofreció a mis sentidos desencadenados... Aún lo veo... Digo que soñaba, pero no
me atrevería a sostenerlo... la impresión fue demasiado viva... No, amigo mío,
no soñaba... Yo vi ese fantasma... iba vestido de negro... tenía un aspecto que
describiría sin vacilar... el del padre de Aline... en su mano ... perdona el
desorden... sostenía por los cabellos la cabeza de esa hija querida... la
sacudía sobre mi pecho... mezclaba el torrente de sangre que de ella manaba con
la que fluía de mis heridas, de nuevo abiertas... mientras me ofrecía este
espantoso espectáculo me decía... sí, amigo mío, me lo decía... sus palabras
llegaron a mis oídos, no estaba dormido... me decía el muy cruel: – "Aquí está a
la que quieres como esposa... tiembla, ya no la verás más". Lancé mis brazos
contra ese fantasma, quise arrebatarle esa preciosa cabeza y llevarla,
ensangrentada, a mis labios, pero mis manos sólo agarraron una sombra. Todo
desapareció en un instante. Solo el terror y la desesperación seguían siendo
reales.
Me levanté presa de una agitación mortal... Proseguí mi camino al azar.
Diferentes sombras gigantescas, producidas por los reflejos de la luna sobre los
árboles que me rodeaban, parecían conferir aún más realismo a la visión lúgubre
que acababa de tener. En ese momento cruel hubiera dado mi vida por oír aún una
sola palabra de mi Aline, por retener un instante su mirada. Emocionado a un
tiempo por mil pensamientos diferentes... presa de mil diversos tormentos, ora
quería volver sobre mis pasos, ora quería poner fin a mis días para no
sobrevivir, cuando menos, a aquella que mi imaginación me había pintado
muerta... Finalmente salió el sol y guiado más por el azar que por la
imprecisión de mis vacilantes pasos, volví a la ciudad de donde salí al cabo de
unas pocas horas para ir a reunirme con mi criado en Auxerre y llegar como pude
a Dijon, desde donde te escribo... de donde saldré asimismo pronto para
abandonar finalmente Francia y merecer, a través de la exacta ejecución de las
órdenes recibidas, la estima y la confianza de las dos sinceras amigas que han
tenido a bien dármelas. Adiós, larga carta es ésta y llena de detalles atroces,
pero para calmar los propios males es preciso verterlos en el pecho de un amigo.
No tardes en ir a ver a esos dos objetos de mi ternura, infórmame de su
suerte... refiéreles la mía... tráeme hasta sus más insignificantes pensamientos
y piensa que los verdaderos desvelos de la amistad consisten en servir al amor
desesperado.
CARTA LXVI
Aline a Valcour
Vertfeuille, 22 de Abril
¿Por qué es preciso que la primera carta que os escriba después de vuestra
marcha haya de ser escrita con mano temblorosa? ¡Oh, no! ¡jamás las expresiones
de mi corazón llegarán hasta vos sino entre sollozos, siempre habrá un torrente
de lágrimas que las acerque hasta vos! Pero pasemos a los detalles del instante
fatal en que os separasteis de vuestras desdichadas amigas. El espantoso estado
en que me encontraba obligó a mi madre a dormir en casa de Colette. Ella pasó la
noche conmigo. Enviamos recado al palacio, para que no se inquietasen y
regresamos a él al día siguiente para la hora de comer... Esa protegida de mi
padre, esa Augustine de la que os he hablado en ocasiones, pareció ser la más
sorprendida por esa breve ausencia y, ni mi madre ni yo pudimos dejar de
observar, que en sus preguntas había mucha más curiosidad que interés... A
partir de ese momento no tuvimos ya dudas de que era la vigilante que el
presidente había colocado a nuestro lado... No obstante nos abstuvimos de
despedirla, mi madre quiere ser fiel a lo convenido... pero desconfiamos de
ella... No sé... desde que estamos aquí... observo que esa criatura tiene la
mirada perdida... posee unos ojos soberbios y, sin embargo, causan horror. Antes
tenía candor... una especie de decencia y honestidad en el porte que aumentaban
el brillo de sus atractivos... de todo eso no queda hoy más que el orgullo, la
indecencia y la inmodestia... ¡Oh! ¡cómo afea el vicio! Esa desdichada, cuando
era sensata era bella... sigue teniendo la misma cara y ya resulta imposible
mirarla sin repugnancia... Esa es, pues, la obra de la seducción... del
desenfreno. Y el carácter del crimen es hasta tal punto enemigo de la naturaleza
que, allí donde se impriman los odiosos rasgos del primero, todos los atractivos
de la segunda desaparecen o se marchitan.
Todo permaneció tranquilo hasta el dieciocho, ese día, hacia las tres, mi madre
se sintió indispuesta... Al día siguiente tuvo fiebre, acompañada de dolores de
cabeza, pesadez y un poco de irritación en las entrañas. El veinte se encontró
mejor, su médico dijo que no era nada. Al no ver peligro de ninguna clase, se
limitó a prescribir los remedios indicados para un poco de empacho y se fue.
Durante todo el día veintiuno reinó la calma... Hoy se renuevan los dolores, a
pesar de que ha observado el régimen más estricto... la fiebre es más fuerte que
el primer día... los dolores de cabeza más agudos, los dolores de las entrañas,
más vivos. Esperamos al médico... pero la hora del correo me obligará a echar
esta carta antes de que haya podido comunicaros el resultado de esta visita.
Acaban de entregarle un billete muy cariñoso de mi padre... hace poco, dice, se
había enterado de su estado... su inquietud es extrema. A no ser por el temor de
violar lo convenido, acudiría a su lado... Le pide permiso para no escuchar, en
este momento, más que a su corazón. He respondido, en nombre de mi madre, que
era dueño de hacer lo que quisiera, pero que ella suponía que su indisposición
era demasiado ligera como para que eso valiese la pena de obligarle a hacer un
viaje.
¡Oh, Valcour!, ¡en qué confusión se encuentra vuestra Aline! ¿Os imagináis el
tormento que la agita?... ¡Suponéis el estado de su alma? Afortunadamente nada
me anuncia aún la desgracia que me hace temblar, pero ¡si alguna vez llegase!,
¡si hubiese de perder a esa dulce amiga!... ¡si la mano del cielo fuese a romper
los más tiernos lazos de mi vida! Vais a reñirme... lo merezco... vais a decirme
que mi imaginación, siempre lúgubre, vuela por delante de las desgracias y que
las realiza a su antojo.
¡Pues bien! pensad lo que os plazca, pero no las tengo todas conmigo cuando
escribo estas líneas, un involuntario estremecimiento guía las palabras que
traza mi mano... me las dicta o las veta...
Amigo mío, ¿creéis que yo pueda sobrevivir a la autora de mis días?... ¿Vos, que
sabéis como la amo, podéis suponerlo por un instante? Si a través de esta
horrible pérdida me viese privada a un tiempo de la esperanza de consagrarle mi
vida y de la de pasarla con vos... imagináis que... ¡Oh, no, no! estar seguro,
os lo juro de que no sobreviviré un solo minuto... preferiría interrumpir el
curso de una vida que ya no podría ofrecerme más que dolor.
No creo, amigo mío, que haya mal alguno en poner fin a sus días cuando ya no
pueden servir a nuestra felicidad ni a la de los demás. ¡Ah! ¡la vida ya no es
entonces más que un fardo que hemos de arrastrar bien a pesar nuestro! Esa
alma... imagen del Dios que la ha creado, al liberarse un poco antes de sus
ataduras, no dejará de volar pura al seno de su Padre. Si las almas están
cerradas durante unos instantes en nuestros cuerpos sólo para languidecer, si su
verdadero destino está cerca del Dios del que emanan, ¿por qué no reunirlas
allí? ¿Acaso el afán de unirse con su autor puede ser jamás tachado de crimen?
Solamente aquel que crea que todo muere con él... aquel cuya pobre imaginación
no pueda elevarse hasta el dogma sublime de la inmortalidad del alma, debe temer
la muerte y ha de estremecerse ante la idea de dársela. Pero quien contempla la
grosera envoltura que encierra esa brillante porción de su Dios como una prisión
en la que nada le obliga a permanecer, puede destruir los lazos cuando estos se
hacen demasiado dolorosos... Quien no ve esta vida más que como un tránsito
puede regresar al hospicio cuando han sembrado su camino con espinas... ¿Qué
daño recibe entonces ese alma inmortal? ¿Acaso pueden perjudicarle los golpes
que la liberan? Desorganizan un poco de materia cuya forma es igual a la
naturaleza. ¿Qué importa que los elementos que nos componen existan de tal o
cual manera? No está en nuestra mano el destruirlos. No aniquilamos nada al
darnos la muerte; solamente hacemos variar las modificaciones y este derecho que
nos confiere la naturaleza no contraría ninguna de sus leyes ya que no atenta
contra sus fundamentos... esos elementos indestructibles que ella misma modifica
cada día bajo mil formas diferentes.
Pero supongamos por un momento que yo me encontrase en semejante situación, que
me fuese imposible vivir sin ser la causa de una multitud de crímenes y sin
poder evitar ser obligada a cometerlos yo misma. ¿Creéis, amigo mío, que ese
estado perpetuo de desorden y de desesperación no irritaría bastante más a la
divinidad que el leve daño que causaría dándome la muerte? Y, en todas las
suposiciones posibles... un crimen, si queréis considerarlo como tal, ¿no es
preferible a doscientos? Y si no cometo ninguno al matarme, estoy firmemente
convencida de que ha de ser lícito que me libere de mis cadenas cuando me
molestan, mientras que la acción que me sustrae a millones de crímenes ciertos,
¿no es, por el contrario, loable? ¿No se convierte en un título merecedor de las
bondades del Eterno? ¿Es tan preciosa nuestra existencia como para que una
criatura de más o de menos en el universo pueda ser considerada como algo
realmente importante?
En nombre de un Dios de paz un general del ejército podrá sacrificar a veinte
mil hombres en un solo día, volverá de esta carnicería cubierto de honores y de
laureles, ¿y cargareis de censuras y de oprobio al infeliz que perjudicándose
sólo a sí mismo... que, deseoso de gozar de la luz celestial... que, ansioso de
abandonar rápidamente esta morada de la falsedad, el egoísmo, el libertinaje y
el crimen, haya destruido su frágil existencia para volar cuanto antes junto a
su Dios? ¿A quién puede pertenecer mi vida sino a mí? ¿Quién podrá disponer de
ella si no soy yo? Si esta vida es un don de Dios, no puede exigir que considere
o que respete ese don como conveniente para mí, más que en la medida en que nada
me impida considerarlo así. Pero cuando este presente se hace oneroso, cuando
pesa en lugar de ser útil, puedo devolverlo sin temor a quien me lo dio. Sería,
sin duda, una ingrata si, al querer disfrutar de este don, mancho de crímenes
este camino que sólo es lícito seguir para glorificar a Quien me ha colocado en
él. Pero si, por el contrario, el temor de verme expuesta a cometerlos me obliga
a devolver el don que profanaría al conservarlo, a buen seguro de que no obro
mal al deshacerme de él.
Amigo mío, perdonadme estas ideas... un poder más fuerte que yo me las
inspira... Si esa voz que me las dicta fuese a obligarme a seguirlas... si fuese
a dejaros sobre la tierra... si fueseis a perder a quien tanto habéis amado,
¿adoraríais siempre su memoria?... ¿os ocuparíais de esta dulce Aline? ¿Viviría
ella siempre en vuestros pensamientos? ¿Sería sin cesar el alma de vuestra
vida... el elemento de vuestra existencia?
¡Oh! mi querido Valcour, si el Dios a quien imploro se dignase escucharme... le
pediría la gracia de que el aliento que otrora animó el cuerpo de la que
amasteis pueda acudir de vez en cuando a agitar el vuestro. Y si obtengo ese
favor, observad los días en que me améis mejor... estad atento los días en que
os parezca más presente... Esos días, amigo mío, serán aquellos en los que el
alma de vuestra Aline haya conseguido revivir en vos, aquellos en que sólo
estaréis animado por ella...
Mi madre llama... Había aprovechado un momento de reposo para escribiros... Se
despierta... ¡Dios! está peor que nunca: escalofríos... vómitos... Desgraciada
de mí... ya no hay nada oscuro para mí en el futuro. Ya se ha desgarrado ese
velo oscuro que separaba mi vida, todos los horrores que adivinaba detrás de él
avanzan hacia mí bajo la guadaña de la muerte... el ángel de las tinieblas
entreabre el féretro y vuestra desdichada Aline sólo ha de dar un paso para
descender a él.
CARTA LXVII
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 6 de Mayo
Pasaron ya los días felices en que mi mano, ocupada en transmitirte hechos
interesantes, empleaba días enteros en disipar tus penas distrayéndote con los
mismos relatos que hacían las delicias de los objetos de tu cariño. Contempla
ahora los trazos de esta pluma fúnebre como otras tantas serpientes crueles que
han de destrozarte el corazón. Tiembla al abrir este paquete. No te diré que te
armes de valor... no te induciré a consolarte. Te conocería mal o te tendría en
poco si esos fuesen los acentos de la voz que te habla... No... lee y muere...
No te retengo ya en una existencia demasiado cruel para ti después de las
pérdidas que acabas de padecer... Renuncia a la vida, Valcour, ya sólo puede
ofrecerte espinas. Une tu alma a las de tus amigas... Una vez más te digo, lee y
desciende a la tumba.
Apenas me hube enterado del estado de Mme. de Blamont, corrí a Vertfeuille. Me
habían enviado un hombre a caballo para rogarme que no perdiese un instante. El
mismo correo me traía una carta para el conde de Beaulé a quien invitaban a
venir conmigo. Acababa de salir el día anterior para realizar unas inspecciones
urgentes en las costas. Puse su carta en el correo dentro de una carta mía y el
día veinticuatro llegué solo. Encontré, como te imaginarás, a todo el mundo
presa de la más extrema desolación. El accidente de nuestra respetable amiga
revestía suma gravedad. La recaída del veintidós había presentado síntomas tan
regulares como espantosos y el médico me dijo en voz baja que si no había una
evolución favorable al día siguiente, no respondía de la enferma ni tres días
más. Me guardé mucho de anunciar esta noticia a tu Aline, los presagios de su
corazón eran más que suficientes. Como, según me dijeron, su madre me esperaba
con impaciencia, me acerqué inmediatamente a ella para recibir sus órdenes y
manifestarle mi preocupación por su estado. En cuanto me vio me tendió su mano y
estrechándomela dijo:
– ¡Oh! amigo mío, temo que vayamos a separarnos.
Pero cuando vio que la tranquilizaba:
– Bueno, sea como fuere, respondió, he querido veros para confiaros mis últimas
voluntades.
– Esa preocupación es aún inútil, ¿por qué ensombrecer la imaginación cuando aún
hay tantas esperanzas?
– Eso no mata a nadie, amigo mío... eso no mata a nadie y tranquiliza.
Diciéndome estas palabras me entregó un papel y me rogó que lo leyese.
Como ese escrito contiene muchas cláusulas que, sea cual fuere el interés que
puedas tener en esta noble mujer, son, sin embargo, de poca importancia, sólo lo
mencionaré las más importantes.
Casada, separada de bienes y pudiendo disponer de lo que tenía, dejaba todo a su
hija Aline bajo la estricta condición de que se casase contigo. Como única y
última gracia pedía a su marido no contrariar la voluntad de su hija en un
asunto del que dependía absolutamente la felicidad o la desdicha de su vida. En
el caso en que Aline fuese obligada a realizar otro matrimonio, no la privaba de
sus bienes, pero quería que fuese ella sola quien dispusiera de ellos y esos
bienes no entrarían a formar parte de la comunidad... Fundaba un hospital de
seis camas en Vertfeuille destinado exclusivamente a los habitantes del lugar,
el dinero necesario para la creación de este establecimiento se encontraba en
poder de su notario... Pedía un entierro sumamente simple en la parroquia del
lugar, pero deseaba que todos los pobres que hubiese en el ámbito de sus
posesiones, fuesen alimentados durante nueve días, mañana y tarde y servidos por
sus criados en la sala grande del palacio... Quería que una cajita que contiene
su retrato engarzado en pedrería por un valor de quince mil francos te fuese
enviada inmediatamente desde el día siguiente a su muerte... Quería que sus
soberbios cabellos fuesen cortados y entregados a su hija... Dejaba una joya de
doce mil francos a Léonore y a Sainville otra hermosa caja de su retrato.
Este escrito terminaba con sabios consejos para su Aline, consejos repletos de
moral y de piedad. A continuación suplicaba a esa dulce hija que no eligiese
nunca una sepultura distinta a aquella en que reposaba su madre... Me nombró
ejecutor testamentario de sus legados y voluntades y, en nombre de la amistad
que siempre nos había unido, me exigió la más completa exactitud en el
cumplimiento de todas las cláusulas contenidas en el escrito que me entregaba.
En cuanto vio que lo hube leído me pregunto ansiosamente si le juraba cumplir lo
que me pedía...
Se lo prometí estrechando sus manos.
Me sonrió, me dijo que esto era una prueba de mi amistad, y que, segura de esto,
se encontraba mucho más tranquila.
Efectivamente durmió cerca de tres horas durante la noche del veinticuatro al
veinticinco. Pero al despertarse hacia las dos de la madrugada llamó a Aline,
que nunca quiso separarse de la cabecera de su cama, la estrechó contra su pecho
y le dijo que se encontraba peor.
Esta dulce hija rompió en llanto. Entonces Mme. de Blamont se contuvo para no
afectar excesivamente a aquella que tan cruelmente compartía sus dolores. Le
suplicó que se tomase unos instantes de descanso, le aseguró que yo la
sustituiría. Pero Aline no quiso ceder a nadie la satisfacción que experimentaba
al cuidar a su madre. Dijo que no confiaría en nadie... que los hombres no
entendían este tipo de cosas y, ni ruegos, ni súplicas, ni órdenes pudieron
hacer que abandonase su sitio.
¡Qué atractiva resultaba, amigo mío, en el cumplimiento de sus sagrados
deberes!... Pálida... ojerosa... despeinada, con una pobre bata de tela...
rodeada de un gran delantal de doncella... Parecía que la piedad filial quisiera
disputar a las Gracias el deber conmovedor de embellecerla.
Pero al aumentar el dolor Mme. de Blamont no pudo seguir fingiendo... El médico,
que no había abandonado su puesto, me dijo, acercándose a mí después de haberla
observado:
– Esto es lo que me temía, está perdida.
– ¡Oh! ¡cielos! respondí espantado... ¿Perdida... a esta edad... con tantos
recursos... tanta sensatez y tanta salud?
– Está perdida.
– ¿Cuál es entonces su enfermedad? ¿Cuál es la causa de este accidente
imprevisto?
– Una causa ante la que fracasaran todos los secretos del arte: ha sido
envenenada...
– ¡Envenenada! ¡Santo cielo!
– Sí, envenenada. Decid, ¿qué queréis que haga?
– Escribir a su marido y ocultárselo cuidadosamente a ella, a su hija y a toda
la casa. Esto es lo que me parece más prudente...
El médico certificó, firmó su opinión y la carta salió secretamente, encomendada
a un correo especial.
No obstante los dolores de las entrañas oscilaron varias veces durante el día...
En una de las crisis más violentas, Aline hizo brotar las lágrimas de todos los
presentes. Fue a arrojarse a los pies del médico.
– ¡Oh! señor, dijo en un espantoso acceso de dolor, ¡Oh! señor, ¡salvad a mi
madre! Todo lo que poseo es vuestro, os lo doy públicamente.
Pero cuando vio que el medico retrocedía, cubriéndose los ojos con un pañuelo y
sin responderle, volvió a precipitarse a los pies del lecho de su madre...
invocó al Eterno con una compunción, con un fervor tan ardiente que la violencia
de la emoción terminó con sus fuerzas y la hizo caer en mis brazos sin
sentido...
La llevamos a una cama... cuando hubo recuperado el conocimiento, le hice
comprender lo mejor que pude que debía calmarse, que el abandono al que se
entregaba perjudicaría su salud y que dañaría incluso la de su madre: creí
observar que esos razonamientos la tranquilizaban un poco, quise intentar
prepararla para el terrible acontecimiento que la amenazaba. Pero me interrumpió
violentamente a la primera frase.
– ¡Santo cielo!... exclamó, ¿está muerta?...
Y escapándose de mis brazos, salió disparada de la cama en donde yo intentaba
retenerla hasta los pies de la de su madre en donde cayó de rodillas y con las
manos juntas.
Mme. de Blamont, que se encontraba un poco mejor hizo que se levantase y la riñó
dulcemente por haberse exaltado tanto y besándole los ojos le dijo:
– ¿Es que no quieres que charlemos tranquilamente las dos?
– ¡Oh, mi querida y dulce madre! respondió Aline entre lágrimas, ¿acaso no
sabéis cuánto os amo? ¿Ignoráis hasta qué punto vuestra suerte está
irrevocablemente unida a la mía?
– Si me amas, pruébalo calmándote...
– Bueno, bueno, estoy tranquila, mamá, estoy tranquila...
Entonces Mme. de Blamont, que quería olvidar sus males y los de su hija, hizo
que le trajesen los diamantes a su cama y jugó con ellos durante dos horas
poniéndoselos ella o aderezando a Aline, pero, más propensa a caer en el lado
lúgubre de sus ideas que a realizar el proyecto de aliviarlas por un momento, me
dijo:
– Mirad, Déterville... ¡qué bien hubiera estado mi Aline el día de su boda!...
Así es como la hubiera enjoyado...
Y esa idea desgarradora hizo que ambas derramasen sendos torrentes de lágrimas.
Sin embargo, en toda esta casa, que en otras ocasiones había sido tan tranquila,
tan deliciosa, sólo había dolor, sólo afloraban la tristeza y la inquietud...
por todas partes se veía gente que venía, se informaba, se iba... la desolación
era general.
En medio de la multitud que circulaba por las habitaciones vimos entrar
súbitamente a una muchacha con los brazos alzados y la cara inundada de
llanto... Era la pequeña Colette en cuya casa os despedisteis. Quisieron
contenerla, pero ella se resistió.
– ¡Dejadme, dejadme! dijo, quiero ir a ver a la protectora de los pobres, quiero
ir a ver a mi buena madre...
Se arrojó de rodillas a los pies de la cama, suplicó a su querida señora que le
diese su bendición, besó la tierra y se retiró entre lágrimas.
– ¡Bien! dijo esa mujer adorable una vez que hubo salido la joven, ¿no es cierto
que se encuentran satisfacciones haciendo el bien? ¿No creéis que el homenaje
del pobre vale tanto como todas las caricias de la fortuna?
Como se sintiese fatigada el veinticinco por la tarde, nos retiramos antes de
medianoche. Pero por mucho que rogué a Aline, no quiso dejar a su madre. Me
pidió que me encargase de todos los cuidados exteriores, que ella se encargaría
de los interiores. La ayudaban dos mujeres de Verfeuille que se relevaban por
turnos. Todas se disputaban este honor, no había una sola, ni siquiera entre las
más acomodadas, ni en el pueblo ni en los alrededores, que no solicitase como un
favor la gracia de velar a esa mujer angelical.
¡Oh, amigo mío! ¡esos son los efectos de la beneficencia, esos son los
deliciosos frutos de la compasión y la prudencia! Parece como si el Eterno,
deseoso de recompensar al hombre, quisiese hacerle saborear en la tierra la
imagen de los placeres celestes que premiaran sus virtudes.
El veintiséis, desde el alba, día espantoso, amigo mío, día en que la voluntad
de Dios permitió que la inocencia sucumbiese bajo el crimen, para probar a los
hombres o para humillarlos... nos anunciaron ya por la mañana que Augustine
acababa de evadirse... que no había dicho nada a nadie y que no podían
imaginarse qué había sido de ella. En ese momento se rasgo el velo... ya no
podía dudar... Recomendé que se guardase el máximo secreto y me abstuve de toda
investigación.
Debía mirar por el honor de Aline. ¿Iba a emprender algo que no salvaría la vida
de su madre y que daría con su indigno padre en el cadalso?... Subí... la noche
había sido terrible, espasmos... convulsiones... todos los síntomas de un fin
tan cruel como próximo indujeron al médico a decirme que mi deber era advertir a
Mme. de Blamont... Me acerqué a la cama de la enferma... había escogido un
momento en que Aline había ido a buscar unos papeles por orden de su madre y
había encargado al médico que la retuviese a la vuelta para que yo tuviese
tiempo de actuar...
Mme. de Blamont sonrió al verme... ¡sublime tranquilidad de un alma honesta y
apacible!... ¡Oh, dulce reposo de una conciencia pura!
– ¿Estoy muy mal, no es cierto, amigo mío? me dijo... ¿No veré nunca la
felicidad de mi hija? ¡Ay! sólo deseo la vida para hacer su felicidad... no la
disfrutaré nunca... el cielo no lo quiere...
En ese momento pensé que nada sería tan expresivo como mi silencio... bajé los
ojos y me callé.
– ¿No me respondéis, Déterville?...
Tomé una de sus manos y la acerqué a mis labios.
– ¿No me respondéis? replicó una segunda vez...
En este punto, la naturaleza pudo más que el valor. Tuvo una violenta crisis y,
tendiéndome los dos brazos, exclamó:
– Estoy preparada, amigo mío... estoy preparada... Pero esa querida Aline...
¿voy a abandonarla entonces? ... ¡voy a dejarla desamparada en medio de los
peligros que la rodean!... No hubiese creído que el cielo lo permitiera... No
importa, no soy yo quien para examinar esas órdenes, sólo he de acatarlas...
Entonces me rogó que hiciese venir a su confesor y que me encargase por completo
de Aline durante dos horas, sin permitirle que entrase.
Ese encargo no era fácil... envié enseguida a que llamasen al cura y, asegurando
a Aline que su madre estaba mejor, le supliqué que viniese conmigo a dar un
paseo por el jardín, y que debía decirle algo absolutamente esencial... Pero ya
sabía yo que no era fácil manejar un carácter como el suyo. Me respondió
decididamente que no iría antes de haber visto a su madre, que hacia ya más de
una hora que la había dejado y que después de tanto tiempo no confiaría más que
en sus ojos para saber cómo se encontraba. Subió a llevarle los papeles que ésta
le había pedido. Bajó poco después. Me di cuenta de que Mme. de Blamont no le
había dicho nada y que, sin duda se había limitado a recomendarle que viniese a
hablar conmigo.
Al principio y con frases imprecisas me la llevé mucho más allá del jardín y
cuando finalmente llegamos a un bosquecillo, le supliqué que me escuchase.
– ¡Bien! me dijo sin sentarse y presa de una terrible excitación... ¿qué tenéis
que decirme?... Ya veo que hacéis mucho misterio... ¿Voy a perderla?...
– Quizás no, le dije, ¿pero si llegase esa desgracia?...
– No sería la única víctima y no tardaría en compartir su suerte.
– ¡Oh, cielos! ¿Es esto lo que se ha de esperar de una piedad y una virtud como
las vuestras? ¿Pensáis en lo que os debéis a vos misma, en lo que debéis al
hombre que os adora?
– ¿Valcour?... Ya lo he perdido... ¿Cómo podéis pensar que pueda ser suya algún
día? Pero no me habléis de eso, os lo ruego, ni siquiera el sentimiento de lo
que debo a Dios prevalecería hoy sobre lo que sólo corresponde a mi madre. No
quiero pensar más que en ella, sólo quiero ocuparme de ella. No hay una sola
idea que pueda vencer a la suya en mi corazón... ¿Es eso todo lo que tenéis que
decirme? añadió emprendiendo la huida como si hubiese contado todos los momentos
que la separaban del objeto de su idolatría.
Pero, reteniéndola por una mano y viendo que con un alma como esa más valía dar
la mala noticia enseguida que emplear consideraciones que sólo servirían para
destrozarla, exclamé:
– ¡Aline!... ¡mi querida Aline!... esa madre que adoramos... ese dulce objeto de
nuestras mutuas inquietudes... vamos a perderla irremisiblemente...
El golpe había caído sobre la parte más sensible de su alma y, por así decirlo,
la había petrificado. Clavo sus ojos en mí... De pronto su mirada se extravió,
la estupidez apareció en su rostro, su respiración se hizo viva y pesada y su
cabeza se trastornó completamente...
Me arrepentí de haber sido tan brusco. Reconocí que no estaba en forma alguna
preparada y que, a pesar de sus palabras, siempre se había hecho ilusiones... Me
acerqué a ella, me rechazó con un gesto furioso y, extraviándose más y más... me
dijo balbuciente que fuese a buscar a su madre... que la comida estaba servida
en el bosquecillo donde nos encontrábamos... ¡Ay! desgraciadamente era el mismo
que solíamos emplear antaño para estos menesteres...
– Sé perfectamente que no acudirá, continuó... luego, señalando el suelo,
añadió, quiere ir allí... allí, allí, pero no se irá sin mí... Déterville, id a
buscarla, ya veis que la estamos esperando...
Entonces, inundado con mis propias lágrimas, la estreché contra mi pecho.
– ¡Oh dulce niña!, exclamé, recuperad vuestra razón y vuestros sentidos.
Reconoced al más sincero de vuestros amigos y escuchadle...
Pero liberándose bruscamente de mis brazos, me dijo, siempre extraviada, que ya
que no quería ir a buscar a su madre, iba a hacerlo ella misma...
– No, le dije, reteniéndola... está cumpliendo unos piadosos deberes que no
debéis estorbar.
Estas palabras golpearon de nuevo su alma, porque, por crueles que fuesen no
destruían completamente la esperanza... estas palabras, decía, la retornaron a
la realidad... la razón volvió, pero como el choque había trastornado
excesivamente sus nervios, cayó víctima de un violento ataque de convulsiones.
Cayó a tierra... se revolcó... todos sus miembros temblaban... quizás hubiese
sucumbido en ese instante fatal si un diluvio de lágrimas no la hubiese
aliviado... Contento al verla llorar, le tendí los brazos... Se lanzo a ellos...
– ¡Oh, amigo mío! me dijo, ¿es preciso entonces que me sea arrebatada? ¿He de
perder el consuelo de mi vida... la amiga preferida de mi corazón... el árbitro
de mi destino... la que yo adoro... cuya dulzura hacía toda mi felicidad... y
que podía haber conservado aún durante cincuenta años? ¿Y queréis que yo la
sobreviva?... ¡Ah! ¿qué será de mí en este mundo cuando ya no esté conmigo? No,
no, no me pidáis tal sacrificio... no me lo exijáis, amigo mío, no podría
prometéroslo.
Al verla más afligida, sin duda, pero no obstante algo más razonable, destaqué
los motivos de consuelo que nos podía dictar la prudencia... Todo en vano...
cuanto más intentaba resignarla más se me escapaba; lo que debería calmarla, la
sublevaba casi de inmediato, y no llegaba a su alma abatida más que para agravar
su desesperación. Sin embargo, ella se impacientaba; ardía en deseos de acudir
al lado de su madre... Me vi obligado a llevarla allí y a dejar incompleta la
tarea que se me había encomendado. Mme. de Blamont había terminado con la
suya... Entramos... Aline se lanzó a los brazos del dulce objeto de su corazón,
le preguntó por que las habían separado durante tanto tiempo.
– Ciertas obligaciones...
– Esas obligaciones no son necesarias aún, respondió Aline enojada, aún no ha
llegado el momento...
Entonces Mme. de Blamont, abrazando cariñosamente a su hija, le dijo entre
amargas lágrimas:
– Aline, Aline, hemos de separarnos.
Y ambas abrazadas se quedaron así, sin moverse, durante varios minutos. Pero
cuando Aline se deshizo del abrazo, volvió a caer sobre la cama de su madre
presa de un nuevo ataque de espasmos que nos hizo temer por su vida. Sin
embargo, a fuerza de cuidados y como esa dulce hija no quería perder los últimos
momentos que le quedaban, se calmó y el médico permitió a Mme. de Blamont que
tomase un poco de crema de arroz que parecía desear.
Aline, más tranquila, porque siempre se ilusionaba cuando no estaba desolada,
compartió estos últimos alimentos pegada al pecho de su madre.
¡Qué cuadro, amigo mío! nunca vi nada más conmovedor y mis lágrimas son
demasiadas como para que intente describírtelo.
A las tres nuestra enferma se sintió horriblemente debilitada. Solamente pudimos
volverla en sí gracias a los más violentos cordiales... En cuanto volvió a abrir
los ojos pidió que la dejaran sola durante media hora con su hija y conmigo. El
médico, al ver que podía hablar, la fortaleció con unas gotas más de esencia y
nos dejó:
Ella hizo que ambos nos colocásemos cerca de su cama, pero Aline sólo quiso
escucharla de rodillas... En esto postura, apoyó sus manos en las de su madre e
inclinando su cabeza sobre la cama, la escuchó con el más santo respeto.
– Amigos míos, nos dijo esa divina mujer, estoy ya dispuesta a separarme de
vosotros para siempre. A los treinta y seis años debería tener una vida más
prolongada, pero con las desgracias que gravitaban sobre mí, dudo que hubiese
sido más útil para la salvación de mi alma. El momento que he de vivir es cruel,
uno no se acostumbra a contemplarlo de una manera suficiente en este mundo y sea
cual fuere nuestra conducta, cuando llega, nos asusta. Plenamente convencida de
la existencia de un Dios justo, me atrevo a volar sin temor a sus brazos. Le
pido sinceramente perdón por mis ofensas. Me hubiera gustado llevarle un corazón
más puro... al menos se lo ofrezco sin crimen. Sin embargo os engañaría si os
dijese que no he cometido muchas faltas: ¡con cuánta impaciencia soportaba el
yugo que tuvo a bien echar sobre mis espaldas! Fui sacrificada muy joven y
sabéis lo que he sufrido. Me quejé y no debí hacerlo. Debí contemplar lo que me
sucedía como la voluntad del cielo... cada despecho era una rebelión de la que
debería acusarme como de un crimen... Quizás también sea culpable de demasiado
amor propio, pero la culpa la tiene esta querida Aline... Durante mucho tiempo
me sentí orgullosa de haberla traído al mundo y, como todo mi cariño era suyo,
también coloqué en ella mi orgullo. El excesivo amor que he tenido por esta hija
me distrajo sin duda del que debía a Dios. Su felicidad era mi única ocupación.
Contemplé la posibilidad de conseguirla como un consuelo de todos mis males...
No pude hacerlo. Debía cargar también con esta cruz, era preciso que apurase
hasta las heces la copa del dolor. Ahora la acechan peligros que me hacen
temblar por ella... y ya no estaré yo para apartarlos de su camino... mi mano no
podrá enjuagar las lágrimas que derrame su corazón... ¡Oh, hija mía, ahora hemos
perdido toda esperanza! El último consejo que he de darte es que obedezcas a tu
padre y que aceptes ciegamente lo que él te dé...
Y como viese que Aline hacia un gesto de horror.
– ¡Bien! continuó, ya que temes los crímenes que inevitablemente acompañarían a
semejante unión, te queda la alternativa del convento. Arrójate a los brazos del
Esposo sin mancha, los placeres celestiales que Él te promete son mucho más
valiosos que las engañosas alegrías de un mundo en el que solamente encontrarás
contrariedades... En ese caso, Déterville, sería preciso hacer que mi marido
reconociese a Léonore y todos mis bienes serían suyos. Léonore, protegida por un
esposo que la ama no tendría nada que temer de un padre vicioso y cruel y, al
desaparecer todas las razones que hubieran podido legitimar un arreglo... que no
dejaba de ocasionarme muchos remordimientos, al desaparecer estas razones,
decía, si mi Aline se entrega a Dios, sería necesario devolver a su hermana la
existencia que le corresponde y hacerla renunciar a los bienes que hoy reclama
que quedarán generosamente recompensados por los míos y los de su padre. Os
confío esta tarea, Déterville, dependiendo de la decisión que adopte Aline y, de
acuerdo con esta decisión introduciréis los cambios necesarios en el acta que os
he entregado. Os autorizo plenamente...
Luego, levantándose con gran trabajo.
– Se acerca el momento, amigos míos, continuó... Dentro de poco compareceré a
los pies del Eterno... dentro de poco intercederé ante Él por mi Aline...
Levántate, hija mía, levántate... ¿no es una gran dicha que tenga la suerte de
expirar en tus brazos?... ¿No ha podido serme arrebatada? Déjame que te bendiga
y que te abrace... Déterville, os la confío. Adiós.
Entonces arrojó sus brazos alrededor de su Aline, la estrechó fuertemente contra
su pecho... sufrió una ligera convulsión... y el alma más pura que haya salido
de las manos del Ser supremo voló de nuevo hacia su autor.
Renuncio a describirte mi estado, Valcour, ya te lo imaginas... Apenas si tenía
fuerzas para levantar los ojos. Pero había importantes ocupaciones que me
exhortaban a tener valor, mi primera preocupación fue correr hacia Aline, estaba
inclinada sobre su madre. ¡Ay! era difícil saber cuál de las dos vivía aún. Esa
querida niña carecía de pulso, de respiración y de calor y cuando, con grandes
esfuerzos, conseguí arrancarla de los brazos que la enlazaban, cayó sobre la
cama sin conocimiento. Acudieron, se dividieron los cuidados, pero la
infortunada madre ya no los necesitaba... Se encontraba ya en la morada que el
Eterno destina a la virtud... ya la adornaba.
Llevaron a Aline a su habitación confiada a los cuidados de su querida Julie y
del médico... Al cabo de una hora volvió en sí y, al verme en la cabecera de su
cama, me preguntó por su madre... extraviada me dijo que era yo quien se la
arrebataba... que yo le impedía verla y que apelaría ante el tribunal de Dios
por todas las injusticias de las que era objeto.
La cogí en mis brazos y ella se esquivó, volviendo enseguida emocionada, me
pidió mil perdones por los reproches que me dirigía. Me dijo que había perdido
la cabeza, que sabía de sobra la horrible pérdida que acababa de experimentar,
pero que, si la amaba, le permitiría la dicha de abrazar una vez más a su dulce
madre.
Diciendo esto se escapó y, a pesar de los esfuerzos de Julie, se hubiera
abalanzado infaliblemente sobre el cadáver que acababa de ser expuesto sobre el
lecho mortuorio si afortunadamente Julie, corriendo el riesgo de ser derribada,
no le hubiera opuesto su cuerpo, no la hubiera cogido y conducido sin tardanza a
su cama.
Entonces sus lágrimas manaron copiosamente. Profirió gritos de dolor que
hubieran desgarrado el alma del más insensible mortal... Pero, como una silla de
postas llegaba al patio, me vi precisado a abandonarla, después de haberla
confiado a Julie y hube de ocuparme en otras cosas.
Esa silla era la del presidente, con él solamente había un criado. Se paró en la
primera sala y por los lúgubres acentos que hirieron sus oídos... por los
gemidos... por los llantos generales, pudo comprobar que su abominable fechoría
se había consumado... que el ángel no estaba ya en el templo, y que el Eterno lo
había llamado a su seno...
Lo abordé... me abrazó con la mayor serenidad... agradeció mis cuidados, dándome
a entender hábilmente que mi presencia en el palacio era ya inútil. Yo hice como
que no comprendía, como tenía en mi cartera lo necesario para justificar mi
presencia. Permití que dijese lo que quisiera... Me rogó que le llevase al lugar
en donde reposaba su mujer, lo llevé a la sala mortuoria y, como estaban
amortajando el cuerpo, éste estaba desnudo, cubierto solamente por un velo que
se habían apresurado a echar por encima cuando nos oyeron entrar. Hizo señas de
que se retirasen.
Cuando estuvo solo conmigo... se acercó a la cama, y, levantando el velo, el muy
monstruo dijo como Nerón cuando quiso mancillar a Agripina:
– ¡En verdad que está bella aún!
Quizás hubiera seguido hablando si no me hubiera visto estremecerme de horror...
Se acercó... miro con atención el rostro...
– Pero no veo ningún síntoma de veneno, dijo... ¿Qué es lo que pretende vuestro
médico? Es un loco o un hombre peligroso que merecería que lo hiciese castigar.
Eso supone un perjuicio para todas las personas honradas entre las que ha
muerto... y vos mismo no deberíais haberlo consentido.
– ¿Yo? no solamente lo he consentido, sino que he ordenado que os escribieran.
– No veo que eso sea un signo de vuestra prudencia.
– Quizás no haya tenido más en toda mi vida.
Y conteniéndome, añadí.
– ¿A quién había que quejarse? ¿A quién había que comunicar un hecho cierto sino
a aquel que debe vengarlo?
– ¿Cierto? no; y ya que no lo era hubiese valido mucho más no decir nada; eso es
lo que yo llamaría prudencia.
– Una muchacha se ha escapado.
– ¿Qué?
– Augustine.
– ¡Bueno, esa es una zorra! La conozco bien. Ha sido seducida por uno de mis
criados, no le gustaba su ama... enferma o no, ha decidido escaparse de todas
formas... Ambos están muy lejos. Imaginaréis que he despedido al criado. ¿Son
esas vuestras pruebas?
– Podría reunir más.
– Vamos, vamos, dejemos todo esto. Estos horrores no deben suponerse jamás en
una casa, creer en ellos es comprometer a todas las personas que la habitan.
¿Dónde está Aline?
Contento de cambiar de tema y como no quería ir más lejos de acuerdo con las
firmes decisiones que había adoptado, le describí el estado de esa querida niña
y le dije que consideraba prudente dejarla tranquila durante algunos días.
– ¿Algunos días? me dijo socarronamente. Sin embargo, cuento con llevármela
mañana. Dolbourg la espera en Blamont y vamos a dar fin a este asunto
inmediatamente.
– ¿Qué me dice, señor? Estando aún abierta la tumba de su madre.
– ¡Bueno! ¡Eso son pequeñeces! Una mujer que acaba de morir no impide que se
ponga a otra en condiciones de dar la vida... Por el contrario, es una especie
de reparación que debemos a la naturaleza y cada minuto de retraso es una
infracción de sus leyes. Una madre es sagrada, si queréis... cuando vive...
cuando está muerta ya no es nada... Mirad, acabo de venir de París y ayer por la
tarde sucedió algo muy semejante aunque no exactamente igual, pero que, sin
embargo, os hará ver que, cuando se trata de cosas serias, no hay que pararse en
sentimentalismos estúpidos que solamente están hechos para el pueblo. M. de
Mezane que tiene un asunto pendiente con la Audiencia de Aix y esa Audiencia es
una de las más prudentes, más íntegras y mejor compuestas del reino no quiso
arreglarse con la familia de su mujer, por lo que la única alternativa era una
prolongada detención, M. de Mezane, decía, se escondía desde hace años, pero
movido por la estúpida delicadeza de acudir a París a prodigar los últimos
cuidados a una madre agonizante, acudió a pesar de los peligros. Apenas había
puesto el pie en la casa de la difunta cuando la familia de su mujer le hizo
detener. Protestó contra ese procedimiento... se rieron de él en sus propias
narices y lo arrojaron a un calabozo de la Bastilla en donde tranquilamente
puede deplorar a la vez la pérdida de su libertad, la muerte de su madre y la
bárbara estupidez de sus parientes. Me parece que si el gobierno nos da
semejantes ejemplos, podemos seguirlos.
– ¡Oh! señor, lo que decís me horroriza, dije, sin duda el hombre de quien
habláis era culpable de alta traición.
– No, por cierto, algunos escritos contra nosotros... contra los reyes,
predicciones, algunas aventuras de juventud, bien perdonables a los veintisiete
años. Cosas que hacemos nosotros mismos todos los días, pero que no queremos que
hagan los demás.
– En ese caso, señor y permitidme que os lo diga, me parece una atrocidad
incurrir en tal crimen para castigar un delito ordinario. Porque entonces la
virtud no ha ganado nada y una execrable fechoría más viene a aumentar la masa
de los errores del Estado .
Y el muy indigno, desviando la conversación, prosiguió:
– ¿Sobre qué basáis la legitimidad de ese dolor que sentimos al perder a los
seres queridos? ¿Qué utilidad puede tener un sentimiento que no aporta ninguna
variación al estado de quien ya no existe y que trastorna o desarregla la salud
del que queda?
– Esas cosas no se razonan, señor, se sienten y ¡ay de quien no las sienta!
– No, señor, todo debe someterse al análisis, lo que no es susceptible de ello,
es falso. Ahora bien, decidme, os lo ruego, si, de acuerdo con mis sistemas
materialistas... si, de acuerdo con la perfecta certeza que poseo de que la
muerte termina con todos nuestros males y no debemos temer ninguno más, si, de
acuerdo con esto, decía, mi mujer, que no era en absoluto feliz en este mundo,
no se encuentra ahora en un reposo preferible al estado de perpetuo dolor en que
vivía aquí abajo... ¿Y si es así, por qué habría de lamentarlo yo? Mi pena sería
como decirle: deploro que ya no seáis desgraciada... me desespera ver que ya no
vais a sufrir más, ¿y esta pena... os pregunto... os parece delicada?
Renunciando por un momento a mis sistemas, si adopto los vuestros, si creo que
mi mujer está en un mundo mejor, mi pena por no verla más en este en que sufría
¿no es insultante ya que soy yo su único objeto? Me concederéis que este egoísmo
es repugnante... Me enfado porque me veo privado de ella y mi única aflicción es
por la pérdida que experimento al no tenerla ya, sin pensar en la ganancia que
para ella supone no tenerme más. Si actúo de esta forma sólo pienso en mí... y
en modo alguno en ella y parece como si consintiese tácitamente en que ella
perdiese el bien que posee para que viniese a devolverme el que pierdo yo. Por
lo que concluyo que es una grave injusticia lamentar la muerte de los seres
queridos, porque, al quedar excluido el infierno, o no son nada, lo cual no es
un estado peor o están mejor, lo que supone un estado más agradable. Y en ambos
casos es un error desear que vuelvan a la vida, lo que supondría un
empeoramiento. Por eso no hemos de extrañarnos de que haya países enteros en
donde reine la costumbre de reunirse para regocijarse por la muerte de los
parientes y lamentar el nacimiento de los niños. No conozco costumbres mejores
que éstas . Hay que compadecer a quienes nacen al dolor, hay que imitarlos y
llorar como ellos cuando ven la luz del día. Cuando nos abandonan son
afortunados, sin duda, y no debemos afligirnos.
– Pero supongamos por un momento que ese dolor sea solamente para nosotros el
instinto delicioso de un alma sensible, ¿no sería bárbaro resistirse?
– La verdadera filosofía se acostumbra a las privaciones y no debe resultar
afectada por ninguna. Además no estoy de acuerdo con vos en que esa exagerada
sensibilidad sea un bien. Quizás me resultase muy fácil probaros lo contrario.
Lo que es seguro es que si esa emoción es una dicha, al menos no lo es para todo
el mundo, porque os aseguro que no la he experimentado jamás... ¡Ay! señor, ¡es
tan fácil volver a llenar el vacío que deja una mujer, una querida, un pariente
o un amigo! Si su pérdida nos afecta tan intensamente es por la idea que tenemos
de que jamás podremos encontrar en otra persona las cualidades que se nos
escapan en aquel que nos arrebata la muerte. Esta idea no solamente es personal,
sino que es quimérica. Es la costumbre, que nos ata mucho más que esa relación o
esa conveniencia de cualidades y, si nos preocupásemos, advertiríamos que la
pena experimentada con la pérdida es solamente la sensación física de un hábito
interrumpido. Luego el hombre más desgraciado es, sin duda aquel que, al no
conocer el arte de revolotear igualmente sobre todos los placeres... de
probarlos todos sin apegarse a ninguno, se crea un hábito tan fuerte en algunas
cosas que ya no puede renunciar a ellas sin dolor. Usemos todo y no nos
apeguemos a nada y entonces las pérdidas no nos afectarán jamás, un amigo nuevo
reemplazara al antiguo, una nueva querida, a la que acabamos de perder y el
torbellino de los placeres nos arrastrará sin darnos tiempo a pensar y no
tendremos que experimentar jamás el dolor de lamentar la pérdida de las cosas
que sepamos reemplazar con tanta prontitud.
– Ese vacío es espantoso, su sola idea produce horror, eso supone embrutecer
nuestra alma, supone sofocar en ella la más dulce de las facultades. ¡Oh! señor,
sea cual fuere el placer que podáis ofrecerme ahora, ¿existe uno solo que pueda
comparar con lo que para mí supone la sensación de llorar a la amiga que acabo
de perder?
– Pero si amáis vuestro dolor, este se convierte en un placer y en ese caso, me
concederéis que el placer que consuela es mucho mejor que el que aflige.
– El uno corresponde a un alma de hierro, el otro, a un corazón delicado y
sensible.
– ¿Y de dónde sacáis, señor, que valga más estar organizado en vuestro sentido
que en el mío, si ambos experimentamos placeres?
– Los míos son los de la virtud, los vuestros conducen a todos los crímenes.
– Ahora habría que saber (dejando de lado las convenciones sociales) qué
proporciona más placer, si el vicio o la virtud.
– ¿Cómo puede discutirse una cosa semejante?
– Os devuelvo la pregunta, porque si caracterizáis al placer, esa sensación
excitante recibida por el alma y debida a una causa cualquiera, esa conmoción,
mucho más violenta cuando es causada por el vicio, dará infaliblemente origen a
más placer que la que fuese efecto de la virtud. Y en ese caso el hombre
perfectamente feliz podría ser perfectamente quien, derribando todas vuestras
ideas sociales, convirtiese vuestros vicios en virtudes y todas vuestras
virtudes, en vicios.
– Señor, dije enfurecido al no poder aguantar más esos sofismas tan crueles,
mandaríais colgar, y con razón, al desdichado que pensase como vos.
– De acuerdo, respondió ese desalmado, pero la felicidad de estar por encima de
los demás confiere el derecho de no pensar como ellos. Ese es el primer efecto
de la superioridad. El segundo consiste en abusar de ellos, para dirigir las
propias acciones de acuerdo con la picante singularidad de los propios sistemas
filosóficos. Esto es lo que permite que un hombre traicione al Estado, amase una
fortuna y abandone el ministerio diciendo que está arruinado , que otro destruya
el comercio interior de Francia porque su absurdo proyecto le costó dos millones
, que cien otros se pongan de acuerdo para atraer hacia sí la sustancia del
pueblo y para hacer morir de hambre a continuación a ese mismo pueblo
vendiéndole diez veces por encima de su valor ese alimento que acaban de
robarle. ¿Creéis que esas gentes son menos felices por no haber amado, como vos,
ese fantasma ideal de la virtud?
– ¿Felices? No pueden serlo; la verdadera felicidad solamente reside en la
virtud y los remordimientos de los sinvergüenzas de que habláis deben vengarnos
de todos sus crímenes ya que no lo hace la espada de Themis.
– ¿Remordimientos? No me hagáis reír. Creedme que el hábito del mal los ha
debilitado hace ya tiempo en semejantes almas. Si alguno de ellos volviese a
tener una recaída es un tonto a quien sus compañeros deberían despojar al
instante y que, al menos, es objeto de sus bromas más crueles, si es que no se
atreven a molestarlo en forma diferente. Pero mirad, señor, ya veo que no nos
vamos a poner de acuerdo en toda la tarde. Ordenad, os lo ruego, que nos sirvan
la cena, yo no he almorzado para venir más deprisa y tengo un hambre feroz. Ya
filosofaremos a los postres si lo deseáis...
Di las órdenes y él se sentó a la mesa y cenó con una tranquilidad que me hizo
comprender que era preciso que ese desalmado hubiera adquirido un arraigado
hábito en el crimen para que pudiese permanecer tan tranquilo después de
cometerlos. Como imaginaras, yo no comí, me contenté con hacerle compañía
levantándome de vez en cuando para ocuparme de los detalles propios de mi
cometido, pero no fui a la habitación de Aline a quien mi presencia irritaba en
lugar de calmar y a quien no quería informar si no al día siguiente de la cruel
continuación de sus desdichas.
El médico no se había ido aún, estaba descansando un poco. El presidente quiso
verle, le preguntó descaradamente que cuál era la causa de la muerte de su
esposa.
– El veneno, respondió audazmente éste.
– Pero, doctor, ¿acaso pensáis?...
– Hay una forma segura de convenceros, señor, cuando queráis procederemos a
abrir el cuerpo.
– No, por favor, esas operaciones me han disgustado siempre. No son seguras y
además opino que tienen algo de cruel... No disequemos, enterremos.
Un poco sorprendido por esta respuesta, el medico le preguntó si no creía
conveniente formular una denuncia en regla.
– ¿Contra quién? dijo el presidente.
– Pero, señor, esas cosas no deben quedar impunes. Vos, que castigáis hasta la
más leve sospecha, debéis saber mejor que nosotros la necesidad que hay de
perseguir estos horrores.
– De acuerdo, dijo el presidente, pero como no admito en absoluto vuestra
sospecha, que al ser formulada compromete inevitablemente a todas las buenas
personas que ha habido alrededor de mi mujer desde hace tres meses y como,
desprovistos como estamos de pruebas, sólo conseguiríamos armar mucho ruido y no
dar un escarmiento, estoy plenamente convencido que lo más sensato es permanecer
en silencio y concluir, como yo, que un crimen así, sin fundamentos y sin
motivos, es inadmisible.
Inmediatamente cambió el tema de la conversación evitando, con el mayor cuidado
hablar de Augustine. Después de cenar fue a acostarse... pero para colmo de
horror... ¿por qué es preciso que haya de revelar aún esta última torpeza, por
qué una carta que solamente dedicaría a la tristeza ha de verse manchada por
relatos infames?
El presidente no viaja jamás sin uno de esos sirvientes, celosos de los placeres
de su amo que, para procurárselos, sacrifican todo, deberes, religión, honor y
todas las virtudes que caracterizan a un hombre honrado. En cuanto el patrón
está en alguna parte, este famoso agente lanza inmediatamente sus ojos a su
alrededor y descubre con una habilidad y presteza singulares el objeto que pueda
convenir a los sucios deseos de quien lo emplea. El lugar, las circunstancias,
el dolor general... esa impresión de profundo respeto grabada profundamente en
todos los que allí estaban, nada consideraron sagrado estos dos monstruos. Uno
ordenó acción y el otro trabajo. Y entre todas las jóvenes campesinas atraídas
por la piedad y el agradecimiento a los pies de su respetable señora, una, más
débil o menos afectada, se atrevió a escuchar las proposiciones que se le
hicieron. Se trataba de una joven huérfana de catorce años que está casi sola en
el mundo. El celoso sirviente se la mostró a su amo, éste aprobó la elección.
Por la tarde se la llevó a las habitaciones de este horrible esposo y el traidor
se atrevió a consumar la fechoría junto a los restos, aún palpitantes de esa
desdichada mujer cuyos días acababa de abreviar de forma tan odiosa. Se quedó
con ella durante toda la noche. Yo me enteré solamente después de su marcha...
En verdad que no lo hubiera tolerado de haber sido advertido.
En cuanto se retiró me ocupé de los tristes deberes que me habían sido
encomendados. Lo que más me preocupaba era la manera en que prevendría a la
pobre Aline de las nuevas desgracias que la esperaban.
La orden era precisa, el presidente me la había repetido antes que nos
separásemos. Y cuando le hube mostrado las últimas voluntades de su mujer al
respecto, dijo que no eran más que desatinos a los que, por compasión, se podía
prestar oídos en el momento en que ella los dictaba, pero que después había que
reírse de ellos...
– Por lo que hace a los bienes muebles e inmuebles, nada tengo que reclamar,
señor, me dijo, todo pertenece a mi mujer y ella pudo adoptar las disposiciones
que le pareciesen convenientes. Pero por lo que respecta a mi hija, ésta me
pertenece. Os ruego que la advirtáis que es preciso que salgamos mañana sin
falta.
Debía prepararla, pues. Para no turbar su sueño, que ya imaginaba muy
intranquilo, no fui a sus habitaciones hasta el alba. Ella no se había
desvestido ni acostado. Sus accesos de dolor habían sido crueles... y tanto más
por cuanto su desesperación era muda. Sus lágrimas al no poder encontrar el
camino hacia el exterior, volvían a caer sobre su corazón en forma de gotas de
sangre. Pedía incesantemente ir a besar a su madre y se irritaba violentamente
ante la obligada resistencia que se le oponía. Cuando me vio se recuperó un
poco. Me pregunto por qué la había dejado sola durante tanto tiempo. Me disculpé
hablándole de los deberes correspondientes a mi situación y, después de haber
concedido todo lo que me fue posible a la aflicción que embargaba su alma,
intenté adueñarme de ella. Se le escapó un gesto de amistad... la cogí... la
estreché en mis brazos y lloró...
– ¡Oh, amiga mía!, le dije entonces... armaos de valor... debo notificaros
nuevas desgracias...
Me miró con un gesto de espanto que me hizo temblar... y todas sus ideas se
dirigieron hacia ti.
– ¡Oh, cielos! exclamó, ¿Valcour está con mi madre? ¿Han sido derribados por el
mismo golpe?
En semejantes circunstancias es agradable que la persona a quien se ha de dar
una noticia espantosa vaya más allá de la verdad, cogí una de sus manos y,
sonriéndole amistosamente, le dije:
– No, Valcour está perfectamente bien y estoy seguro de que solamente se ocupa
de vos, pero lo que he de deciros es quizás más cruel que lo que temíais...
Vuestro padre está aquí... sale hoy mismo con vos y quiere que os convirtáis
inmediatamente en la esposa de Dolbourg...
En mi vida he visto una emoción tan violenta como la que embargo a esa muchacha
valerosa a infortunada a la vez...
– ¡Oh, amigo mío!, me dijo levantándose, ¡ya no hay nada en el mundo que pueda
impedirme que me reúna con mi madre!
– Sentaos Aline, le respondí, creí encontrar en vos la fuerza y solamente me
mostráis la desesperación. Nada puede revocar las decisiones de vuestro padre,
pero os quedan medios para escapar a los lazos que os destina.
– ¿Cuáles son?
– Escuchadme y, sobre todo, calmaos.
Se sentó y me prestó toda su atención.
– No os aconsejaría la reclusión en un convento, le dije entonces, vuestro
intento sería en vano, a buen seguro se os negaría, pero esto es lo que os dicta
la amistad. En primer lugar vuestra sumisión debe doblegar a vuestro padre,
durante el viaje mostradle obediencia y respeto. Una vez en el castillo intentad
hablar a solas con Dolbourg, mostradle enérgicamente la insuperable aversión que
experimentáis por este matrimonio. Describidle las desgracias que con toda
seguridad se derivarán para ambos, interesadle, en fin. Emplead todo: la
naturaleza os ha conferido gracias, una elocuencia suave y persuasiva a la que
resulta difícil resistir. Como es menos violento que vuestro padre, no me
extrañaría que se rindiese. Si esto sucede, como supongo, convencedle con el
mismo ardor para que rompa lo que quizás haga. Pero pongamos las cosas en lo
peor y supongamos que no encontrarais ningún medio de evitar la suerte que os ha
sido destinada. Vuestra fiel Julie irá con vos, eso ya está decidido. Escapad
con ella. Tomad cien luises que os doy para los gastos que esto origine. Acudid
a casa de Mme. de Senneval, estará sobre aviso, irá a esperaros expresamente a
su propiedad cercana a París que ya conocéis. Desde allí me avisaréis. Eugénie y
yo nos encargaremos de vos. Os sacaremos de Francia, os llevaremos a los brazos
del esposo que os destinaba vuestra madre y haremos que disfrutéis allí en paz
la fortuna que os deja.
¡La más ligera apariencia de felicidad es tan halagadora para un corazón
desesperado! Esa querida niña cayó en una dulce entonación, le pregunté que le
pasaba.
– ¡Oh, Déterville!, me dijo, vuestros procedimientos me confunden, pero
permitidme una reflexión, amigo mío, si es cierto que tenéis ganas de librarme
de los males que me amenazan, como me han demostrado vuestras conmovedoras
bondades ¿por qué no comienzan aquí vuestras atenciones? ¿por qué no me evitáis
ese horrible viaje con mi padre?
– ¿Es eso posible? respondí yo con dulzura, vuestro padre esta aquí en este
momento, estáis en su poder... Si desaparecierais significaría que yo os he
raptado y, sin que esta gestión sirva para salvaros, perderéis con ella al mejor
amigo de que podíais disponer. Si salís de Blamont, ninguna sospecha puede
recaer sobre mí, vuestra huida será obra exclusivamente vuestra y las atenciones
que tengamos seguidamente para con vos no serán ya el fruto de una seducción,
sino la protección que os concedemos, un servicio que os prestamos. En ese caso
vuestro padre habrá incurrido en faltas reales de las que simplemente no
querréis ser víctima, mientras que hasta el momento sus faltas hacia vos no
justifican la huida. Aquí sólo ha habido malas maneras, en Blamont hay horrores.
Escaparos de aquí es, en una palabra, una decisión violenta. Hay decisiones más
simples que pueden tener éxito y una ley de la prudencia aconseja no emplear
jamás métodos excesivos más que cuando los otros no ofrezcan ninguna esperanza.
Ella volvió a sumirse en sus reflexiones... Luego al cabo de un tiempo me dijo:
– Déterville, me siento más fuerte de lo que hubiera imaginado. Vuestras
bondades me han conmovido y voy a aprovecharlas... Sí, amigo mío, voy a
aprovecharlas, continuó levantándose, en donde me resulte imposible... luego
añadió con violencia... Pero posible o no, no seré jamás la esposa de Dolbourg.
Y cociéndome ambas manos:
– Ahora decidme, amigo mío, si creéis que hay en el mundo una criatura más
desdichada que yo.
– Seguro que sí, le dije, y si bien es verdad que vuestra desgracia es
desesperada quizás haya que compadeceros hoy menos de lo que hubiera creído
ayer.
– Amigo mío, dijo volviéndose hacia la ventana, es de día. Lo más probable es
que nos separemos pronto. ¡Mi querido Déterville!, exclamó lanzándose a mis
brazos, este nuevo golpe será terrible para mí, pero antes de que me destroce no
me neguéis el favor que voy a pediros.
– ¿Qué queréis, Aline? ¿No conocéis los derechos que tenéis sobre mi corazón?
– Quiero besar una vez más a mi madre... O no me habéis amado jamás o me
concederéis este consuelo.
– Os temo, le dije, vuestra mente es demasiado viva, vuestro corazón, demasiado
apasionado... ese espectáculo es doloroso, no podréis soportarlo jamás...
Pero conteniéndose con un valor que me resulta imposible describir, respondió:
– No, os equivocáis, es un santo deber y no voy a marcharme sin cumplirlo. Pero
no temáis nada, la religión y la piedad combatirán el dolor. Mi alma, abatida
por un número excesivo de choques, encontrará en medio de la multitud de
sacudidas la fuerza que cada una de ellas le arrebato... Vayamos... guiad mis
vacilantes pasos y no temáis.
Luego, sin darme tiempo para responder, cogió mi brazo y avanzamos hacia la
cámara mortuoria.
Mme. de Blamont estaba sobre una cama de damasco azul en donde había hecho que
la prepararan convenientemente ya que quería que al día siguiente los habitantes
de sus posesiones tuviesen la satisfacción de verla, cosa que pedían entre
torrentes de lágrimas. Llevaba un vestido de gros de Tours blanco, sus cabellos,
en su color natural, estaban debidamente peinados bajo un gran gorro, su cabeza
reposaba sobre una almohada adornada con encaje y su actitud era la de una mujer
que duerme. Alrededor de la cama ardían ocho cirios y las cortinas de ésta
estaban sujetas con grandes lazos de cinta blanca. Dos curas modestamente
recogidos recitaban oraciones en voz baja.
Desde la puerta por la que entramos pudimos contemplar todo el cuadro... Tu
desdichada Aline, en cuanto lo advirtió, dio un paso atrás y cayó en mis
brazos... pero la convicción de que no disponía más que de un momento, el temor
de perderlo, la extrema resignación que la embargaba, todo la sostuvo y
avanzamos. Los curas se retiraron un instante. Aline, más libre, se arrojó a los
pies de su madre y los besó con respeto... se levantó, fue a ambos lados de la
cama, cogió cada una de las dos manos e imprimió en ellas sus labios con la
compunción que confiere el más vivo dolor... Se acercó a la cabecera, contempló
un instante la calma pura que emanaba de los rasgos de esa mujer... admiró la
belleza que aún la adorna...
En este instante su alma se desgarró. Lanzó sus brazos al cuello de esa madre
adorada, la regó con sus lágrimas, la colmó de besos y le dirigió palabras tan
dulces... le hizo preguntas tan conmovedoras que el temor de verla sucumbir ante
este exceso de sensibilidad hizo que me acercase a ella y que la suplicara que
no se abandonase así. Pero como ella se resistía, como no escuchaba... ya que
sólo tenía oídos para su dolor, acudió el cura y le hizo las mismas súplicas.
Entonces temió haber faltado al respeto. Esa dulce niña, perpetuamente
consciente de sus deberes y que siempre sacrifica las pasiones más ardientes de
su alma, se retiró con los ojos bajos y se arrodilló a los pies de la cama para
compartir un instante las oraciones con los honrados eclesiásticos que se
ocupaban de esta tarea. En ese momento le anuncié en voz baja el legado de los
cabellos que le había hecho su madre. Le dije que iba a cortarlos para
entregárselos enseguida. Esta noticia la reconfortó.
– Ella me da sus cabellos, dijo, esa buena madre... esa dulce madre... ha
pensado en mí... ¡Ah!, dádmelos... dádmelos enseguida... los conservaré toda mi
vida...
Me acerqué a la cama para proceder a esta operación... pero Aline se volvió, no
quiso ver como actuaba, le agradaba la idea de poseer sus cabellos, pero le
enojaba que fuesen cortados. Parecía que esto fuese para ella una prueba más de
la muerte de su madre y quizás alimentase en este momento la ilusión de creerla
dormida. Además, en cierta forma esto significaba desarreglar ese cuerpo que
ella idolatraba. Todas estas ideas ensombrecieron sin duda el triste placer que
le causaba este regalo y cuando se lo entregué lo recibió al principio con un
estremecimiento... Sin embargo enseguida lo cubrió de besos y, volviéndose para
abrir su vestido, los colocó debajo del pecho izquierdo prometiendo a los pies
de su madre que jamás los pondría en otro lugar.
– Mi querida amiga, dije al cabo de media hora de esta cruel visita, debemos
irnos. Este momento ha de aumentar vuestra aflicción, más valdría que no
hubiésemos venido.
Ella se estremeció y se hubiera dicho que yo estaba arrancando la parte más
sensible de su alma, pero siempre firme y valerosa, después de haber renovado
una vez más sus besos en las manos y en la frente, se inclinó respetuosamente y
salió llorando con la cabeza escondida en mis brazos. Yo la abrace en cuanto
estuvimos fuera.
– Estoy mucho más contento de vos de lo que hubiera creído, le dije, esto me
llena de esperanzas para el porvenir... ¡Oh!, mi querida amiga, habéis de ser
fuerte, prudente, sagaz... y estad segura de que todo saldrá bien.
Volvimos a su habitación. Me preguntó dónde sería enterrada su madre con una
especie de emoción que me alarmó. Le conté las últimas disposiciones de la
difunta y cuando vio que Mme. de Blamont deseaba expresamente que su hija fuese
colocada un día en su mismo féretro, dijo:
– ¡Ah! ¡Cómo me consuela eso! ¿Se hará así, no es cierto, Déterville? ¿Se hará
así? ¿Nadie puede oponerse, no?
– No, ciertamente, le dije...
Luego, como distraída, añadió:
– ¿Os encargareis vos de ello, amigo mío?
– Niña adorable, respondí, la naturaleza no va a modificar sus leyes para que yo
me ocupe de esa tarea. Pensad que tengo doce anos más que vos.
– ¡Oh! qué importa, se puede morir a cualquier edad. Prometedme que si me
sobrevivís os encargareis de ponerme junto a mi madre.
– Os lo juro, pero a condición de que nos ocupemos de otra cosa.
– ¡Oh! de todo lo que queráis después de esa promesa.
– ¡Pues bien!, exijo que toméis algún alimento.
– Si, crema de arroz, como ayer, con aquella que he perdido. ¿No es así, amigo
mío, como ayer?
Y, ligeramente extraviada...
– ¡Pero ella ya no estará aquí... ya no será con ella... ya no la veré más!
Sin responder directamente dije:
– ¿Queréis que vaya a buscaros algún alimento ligero?
– No, de verdad.
Y no obstante, a fuerza de insistir, le obligue a tomar un huevo fresco en el
que había batido unas gotas de elixir. Empleamos seguidamente el poco tiempo que
nos quedaba en asegurar nuestras medidas. Convine con ella que, en cualquier
caso, Julie me contaría detalladamente lo que pasase en el castillo de Blamont
desde que Aline entrase en él. Aline me prometió por su parte escribirme con la
mayor frecuencia posible y observar con exactitud lo que había sido convenido
entre nosotros. El tiempo apremiaba, se vistió. Cuando le presentaron el vestido
negro lo besó arrebatada.
– ¡Ah!, amigo mío, dijo mirándome, este será el último color que lleve en mi
vida...
Apenas estuvo preparada cuando el presidente me avisó que me esperaba en las
salas de abajo y que me rogaba que llevase allí a su hija.
– ¡Bien!, le dije, ¿Cómo va ese corazón?
– Mejor de lo que hubiera creído, me respondió ella tomando mi brazo, pero sobre
todo, amigo mío, no me dejéis hasta que haya subido al coche.
Se lo prometí y bajamos... En cuanto oyó la voz del presidente que hablaba con
algunos habitantes de Vertfeuille, se estremeció.
– Valor, le dije, respeto y silencio.
Entró, saludó a su padre sin decir una palabra. M. de Blamont se acercó a ella y
la exhorto fríamente a que se consolara. Le dijo que el luto la sentaba de
maravilla y que jamás la había visto tan bonita. Ella continúo de pie con los
ojos bajos sin responder ni una palabra.
– Como ejecutor testamentario todo esto va a daros mucho trabajo, me dijo el
presidente. Hizo bien en escogeros, pienso que nadie lo haría mejor que vos...
¿Ha comido mi hija?
– Si señor, dije, seguro de que esta respuesta complacería a Aline. ¿Habéis
ordenado que os sirvan?
– Si, he dicho que pongan dos perdices. Me gustan con locura las perdices de
Vertfeuille, son mucho más sabrosas que las de Blamont. ¿Tomaréis una, Aline?
– No, padre mío.
– El viaje será largo, es una travesía de veinticinco leguas. Haremos seis
relevos, no nos pararemos. Tendremos galletas en el coche, pero eso no alimenta.
Sirvieron, el presidente comió sus dos perdices, bebió otras tantas botellas de
vino de Borgoña y habló con las diferentes personas que llenaban la sala
mientras que Aline y yo nos fuimos a un rincón a hablar aún durante un momento.
Terminé de fortalecer su corazón. Ella me prodigó mil caricias... y como, al
abrirse a la amistad, su corazón estaba a punto de derrumbarse, yo hice que no
veía nada. Me rogó que te escribiese y apenas hubo aflorado tu nombre en sus
labios cuando sus ojos se inundaron... Puse término una vez más a esas nuevas
efusiones, temía una horrible crisis. Cuando llegó el momento de salir no vi,
para evitar ese trance, más alternativa que afligirla con mi frialdad. Me estaba
destrozando a mí mismo al obrar así, pero era preciso. Abordé al presidente,
ella me oyó y se contuvo...
Vinieron a avisar que los caballos estaban puestos... Vi cómo se estremecía,
pero no me acerque más a ella... El presidente salió... Seguidamente Julie...
Ella salió en último lugar. En cuanto la vieron la gente formó dos hileras en
medio de las cuales se vio obligada a pasar.
Allí ese ángel celestial recibió involuntariamente los homenajes de todos los
presentes. Unos elevaban sus manos al cielo deseándole toda suerte de
prosperidades... Otros lloraban y se volvían como para no ver como se la
arrebataban, finalmente otros se arrojaban a sus pies, le daban las gracias por
los favores que habían recibido e imploraban su bendición... Ella atravesó la
multitud mirando al suelo y sin reflejar en su frente más que no fuese el dolor
y la humildad.
El presidente subió al coche, Julie le siguió... Entonces Aline volvió sus ojos
hacia mí para dirigirme un adiós cruel que hubiera abierto la fuente de lágrimas
que yo me esforzaba por contener... Pero al no poder distinguirme ya, por las
precauciones que había tomado, aunque yo no la perdía de vista, ella se metió
súbitamente en el coche. Éste se alejó con la rapidez de un rayo... y yo
confundido... anonadado... creí que el astro desaparecía para siempre de los
cielos y que el mundo iba a verse condenado a vivir eternamente en las
tinieblas.
Entré en la casa seguido por el pueblo que lloraba incesantemente. Como no
quería enterrar a Mme. de Blamont hasta que hubiesen pasado treinta y seis
horas, de acuerdo con los reiterados deseos de su hija, hice abrir la habitación
en que se encontraba expuesta, después de haber tomado la precaución de rodear
la cama con una balaustrada cubierta de paño negro. No hubo nadie que no viniese
a prosternarse a los pies de aquella persona que tanto habían amado, todos la
bendijeron y la adoraron...
¡Oh, gentes del siglo! vosotros que vivís como el monstruo que la sacrifica,
¿obtendréis semejantes homenajes cuando la Parca ponga fin a vuestros días?...
¿Tendréis, como esta divina mujer, en el seno del Padre, en donde la han
colocado sus virtudes, el dulce consuelo de vivir aun en el corazón de los
hombres y de verles ofreceros el sagrado tributo de su amor y su agradecimiento?
Estas tareas ocuparon todo el día veintisiete. Al día siguiente a las diez de la
mañana vino el cortejo para tomar el cuerpo y llevarlo a su última morada. Todo
el mundo se disputaba el honor de llevar esa preciosa carga y sus gentes
acabaron cediéndola a duras penas a los seis más notables del lugar.
Se la llevaron y llegó a la parroquia al triste son de las campanas... armonioso
murmullo que hacían aún más lúgubre los llantos y los gemidos de todos los que
la acompañaban. Pero la desesperación se hizo tan violenta cuando la vieron
desaparecer y hundirse en las entrañas de la tierra... los gritos de dolor
fueron tales, que las bóvedas del templo se estremecieron. Se hubiera dicho que
todos los allí presentes hubiesen estado unidos a ella por algún lazo... parecía
que todos fuesen sus hijos, todos la lloraban como a una madre.
Yo volví y pasé sin duda el día más cruel de mi vida: liberado de las tareas más
importantes ya sólo tenía oídos para mi dolor.
¡Oh, amigo mío, qué espantoso fue! La obligación de contenerme reprimiendo hacia
mi corazón las lágrimas que yo mismo me negaba había derribado todos sus
resortes, la máquina se había derrumbado... Me paseaba solo a grandes zancadas
por esas habitaciones en donde antaño había reinado la decencia, la dulce
alegría y la honestidad y sólo encontraba un vacío horrible y señales de luto.
Ya se ha ido ella, me decía, la que hacía la felicidad de los demás. El cielo no
quiso dejarla más que un instante sobre la tierra... sólo ha estado aquí para
hacer el bien... Y le apliqué esas soberbias palabras que inspiró a Fléchier la
celebre duquesa d’Aiguillon : "Solo ha sido grande para servir a Dios, rica,
para asistir a los pobres, ha vivido para prepararse a morir."
Esa es, mi querido Valcour, la primera parte de las desdichas que he de
notificarte. Omito los detalles que me mantuvieron ocupado los días siguientes
para llegar cuanto antes al triste relato que he de transmitirte y que no
destrozara más tu corazón de lo que destrozo el mío cuando lo leí.
El 3 de Mayo por la tarde volvía de la iglesia a donde no he dejado de ir a
llorar dos horas al día sobre la tumba de mi desdichada amiga desde que tuvimos
la desgracia de perderla, cuando me advirtieron que un hombre a caballo
solicitaba insistentemente hablar conmigo. Acudí corriendo al lugar en donde me
dijeron que estaba con el corazón palpitando de espanto. Encontré a un
desconocido que me entregó al instante un paquete de cartas... Lo abrí
precipitadamente... pregunté... leí sin comprender, finalmente reconocí la letra
de Aline precedida de un diario exacto escrito por Julie. Te lo envío todo...
lee, Valcour, y respira, si puedes, hasta la última línea.
CARTA LXVIII
Julie a Déterville
Desde el castillo de Blamont, 1 de Mayo
Ejecuto vuestras órdenes y las de mi señora. Ojalá podáis leer estos tristes
caracteres que mis lágrimas borran a medida que mi mano los traza. Exigís los
detalles por dolorosos que sean, yo obedezco.
El Sr. presidente se durmió en cuanto el coche se puso en movimiento y sólo se
despertó en la primera parada. Hizo algunas preguntas a su hija que solamente le
respondió con monosílabos, entonces le preguntó con un tono severo si pensaba
seguir de mal humor.
– Solamente tengo tristeza, señor, respondió ella, pienso que mis desgracias me
confieren ese derecho.
A eso el Sr. presidente respondió que la mayor de todas las locuras era apenarse
y que era preciso saber elevar el alma a una especie de estoicismo que nos haga
contemplar con indiferencia todos los acontecimientos de la vida. Que él, lejos
de afligirse de nada, disfrutaba con todo. Que si se examinaba con atención lo
que, a primera vista, debiera apenarnos cruelmente, se percibiría enseguida un
lado agradable. Que se trataba de captar éste, de olvidar el otro y que con ese
sistema se llegaría a convertir en rosas todas las espinas de la vida... que la
sensibilidad era simplemente una flaqueza de fácil curación rechazando con
violencia todo lo que pretendiese afectarnos de muy cerca y reemplazando
rápidamente con una idea voluptuosa o consoladora las estocadas con que la
tristeza pretendiese alcanzarnos... que ese pequeño ejercicio era cosa de pocos
años al cabo de los cuales uno conseguía endurecerse hasta un punto en que nada
le podía afectar. Y aseguró a la señorita que sería siempre desgraciada mientras
no adoptase esa prudente filosofía...
Aline no respondió nada y el señor, volviéndose hacia mí, me hizo en alta voz
preguntas sumamente indecentes sobre la señorita.
Cuando vio que yo bajaba los ojos sin responder me increpó enojado. Me dijo que
me irían mal las cosas si yo también quería hacerme la mojigata. Que el tono de
su casa era bien distinto al de la que yo dejaba y que había que acomodarse a él
o hacerse a la idea de no permanecer en ella durante mucho tiempo. Seguidamente
me repitió las preguntas indiscretas que acababa de hacer sobre su hija,
añadiendo que, ya que iba a casarla, era preciso que conociese esos extremos,
que era esencial que supiese si la mercancía carecía de defectos. Pero que ya
que yo me negaba a decírselo... él registraría los fardos por sí mismo para
apreciar su valor. Y después de esto dijo a la señorita que hacía mucho calor y
que le aconsejaba que se quitase todos los tocados y manteletas que la
agobiaban.
Pero Aline, que había preferido viajar en el traspontín, estaba inclinada sobre
la portezuela con la cabeza escondida entre sus manos y no respondía a nada...
Entonces el Sr. presidente me pidió que le proporcionase los mismos informes que
quería que le diese sobre la señorita y acompañó sus preguntas con gestos tan
deshonestos... con acciones tan indecentes que le amenacé con llamar o con
saltar fuera del coche. Me dijo que ya sabría hacerme entrar en razón. Que me
equivocaba ampliamente si pensaba que me llevaba consigo para agradar a su hija
y que a buen seguro me hubiera dejado a no ser por mi juventud y mi bonita
figura; que, ya que yo me hacía la difícil, esperaría, pero que me advertía que
sería preciso llegar ahí y que en Blamont contaba con medios infalibles para
vencer la resistencia de las muchachas.
Poco después volvió a dormirse y no volvió a hablar en casi todo el día. Cuando
estábamos casi a un cuarto de legua de Sens se rompió una rueda y llegamos como
pudimos al albergue de la posta en donde debíamos pasar la noche bien a pesar
nuestro. El señor habló él mismo a la dueña de la casa y, poco después subimos a
una habitación con dos camas a donde hizo llevar el equipaje de noche de la
señorita diciéndome que esa era su habitación y la de su hija y que yo no tenía
más que pedir una para mí. Pero Aline me tomó por el brazo y dijo que iba a
pedir una para ella y para mí, porque no podía prescindir por la noche de su
doncella de cámara.
– ¡Bueno! dijo el presidente, pondrán aquí una tercera cama, pero vos no
pasaréis la noche en otro sitio.
– Os pido perdón, padre, dijo Aline abriendo bruscamente la puerta y saliendo
conmigo al pasillo.
Entonces llamó a la dueña de la casa y le pidió una habitación. Esa mujer,
guiada por los ojos del presidente que consultó enseguida, respondió que no
podía ofrecerle más cama que la que se encontraba en la habitación del
presidente y que su casa estaba llena.
– ¿Pero alojaréis a esta muchacha en algún sitio?
– Si, señorita, pero esa habitación no es digna de vos.
– No importa, no importa, dormiré con ella. Todo es bueno siempre que sea
decente y nada lo es menos, señora, que hacer que una hija duerma en la
habitación de su padre.
– Sin embargo eso nos sucede todos los días.
– Espero que no os importe que conmigo no sea así.
La posadera no se atrevió a replicar y abrió un cuartito bastante malo en el
otro extremo del pasillo y entramos en él sin que el presidente, que nos
observaba desde su puerta, se atreviese a pronunciar una sola palabra.
La señorita pidió un caldo para ella y un pollo para mí. Pidió insistentemente a
la posadera que guardase ella misma la llave de nuestra habitación y que no nos
abriese al día siguiente más que cuando su padre quisiese salir.
Apenas estuvimos encerradas recordé a Aline la conducta de su padre durante este
día y le dije que, con todos los peligros que corríamos con un hombre semejante,
quizás fuese prudente intentar huir de donde estábamos. Le recordé que una vez
en el castillo quizás no dispusiéramos de los medios que encontrábamos en ese
momento.
Pero la señorita, que no se acordaba en absoluto del castillo de Blamont, a
donde sólo había ido una vez con su madre cuando era niña, me dijo que le
parecía imposible que no encontrásemos allí los mismos recursos que aquí; que
esperaba doblegar a Dolbourg, obtener de él la renuncia a sus proyectos y que,
favorecida por M. Déterville, no quería apartarse en nada de los consejos que
había recibido.
– Señorita, le dije, M. Déterville, que habló delante de mí, dijo, según me
parece, que para legitimar vuestra huida era preciso que vuestro padre cometiese
alguna falta. Lo que ha dicho... sus proyectos de hoy... ¿no anuncia todo esto
los horrores que nos esperan?
– Julie, dijo esa inestimable ama, ¿no sabes lo que es acusar a un padre? No
sientes lo que a un alma como la mía le cuesta divulgar las faltas de esta clase
cometidas por aquel que me dio la vida. Preferiría morir que atreverme a algo
semejante. Y además en todo esto no hay aún nada real que yo pueda probar y nada
que él no pueda combatir... ¡Oh, mi querida amiga! esperemos, quizás las cosas
transcurran mejor de lo que crees, tengo gran confianza en Dolbourg... Sea como
fuere, añadió cogiendo mi mano con un gesto que me hizo estremecer, no temas
nada, Julie, no traicionaré jamás a aquél que amo, jamás haré una elección
distinta a la de mi madre y si esos monstruos necesitan una víctima, esta es la
mano que abrirá su costado...
Seguidamente se tendió en la cama sin desvestirse y pasó la noche llorando.
Al día siguiente por la mañana vinieron a avisarnos para seguir viaje. Salimos
enseguida y fuimos a colocarnos ante la puerta de la habitación del señor sin
entrar en ella. Apareció, bajamos con él y ocupamos en el coche las mismas
plazas que la víspera.
El señor no dijo una sola palabra. Nosotras imitamos su silencio y llegamos
hacia el mediodía al castillo de Blamont cuyos alrededores tenebrosos y aislados
sorprendieron y asustaron a la señorita que, como acabo de decir, no se acordaba
ya de su situación. El coche entró hasta el patio interior y allí encontramos a
M. Dolbourg que ofreció su brazo a la señorita para que bajase del coche. Ella
acepto esa cortesía y le hizo una reverencia llena de dulzura.
El coche se retiró y entramos en la sala de la parte inferior. Todo es triste en
ese horrible castillo, en él todo ensombrece la imaginación, todo inspira el
terror. Y esa horrible casa tiene más el aspecto de una fortaleza que la de una
casa de campo. Sólo se ven bóvedas, rejas y gruesas puertas.
En cuanto hubimos entrado, el señor me dijo que llevase el equipaje de su hija a
la habitación que se me indicase, pero la señorita me detuvo y pidió
encarecidamente a esos dos señores que permitiesen que yo estuviera siempre con
ella.
– ¡Oh!, pardiez, dijo bruscamente M. de Blamont, sin embargo ella no va a comer
y dormir con vos. Me parece que una muchacha está segura cuando esta con su
padre y con el esposo que le ha sido destinado.
– No tenéis nada que temer, señorita, dijo M. Dolbourg, creedme, por favor y
permitid que se vaya vuestra Julie...
Aline no se atrevió a resistir. Yo fui a hacer lo que me habían ordenado y volví
enseguida al salón. La señorita estaba sentada entre los dos señores y pude
averiguar que, excepción hecha de algunas palabras fuera de lugar, porque era
imposible que personas como esas no las profiriesen, solamente se había hablado
en esa entrevista de cosas indiferentes. En cuanto Aline vio que yo volvía,
pidió permiso para retirarse. Le fue concedido, el señor le ofreció el brazo
para conducirla a su habitación. Cuando ella entró allí y al ver que solamente
había una cama pidió encarecidamente que instalasen otra para mí.
– Eso es imposible, le respondió el presidente, pero estará cerca de vos y aquí
están las campanillas que utilizaréis cuando sea preciso.
Dicho esto se retiró y nos instalamos en esa habitación. Al revisar los
diferentes rincones pudimos ver en el hueco de la ventana la siguiente
inscripción hecha a lápiz: Aquí fue donde la desdichada Sophie... La frase
estaba inacabada...
– ¡Oh, cielos!, dijo Aline asustada... entonces fue aquí a donde trajo a esa
pobre chica. Yo no lo sabía, me habían dicho que estaba en un convento... ¿Y qué
ha hecho con ella? ¿Por qué la trajo a este castillo?... ¿Por qué no pudo
terminar de escribir esta línea?... ¡Oh, Julie! todo esto me hace estremecer...
Estábamos así cuando vinieron a avisar a la señorita que el almuerzo estaba
servido. Segura de que la forzarían a presentarse, no se atrevió a poner
excusas. Se repuso como pudo de su turbación y bajo.
Entonces vio que el grupo se componía de los dos amigos, una señora mayor, una
joven de quince a dieciséis años, bastante bonita y un joven abad. La
conversación fue general mientras los criados sirvieron, pero cuando fueron
despedidos después de los postres, adoptó un tono muy diferente.
– Aline, dijo el presidente, esa joven que veis ahí es la hija de esta señora.
Es mi querida, os la recomiendo, espero que os llevéis bien con ella... Ese
tunante de Dolbourg fue mi rival durante un cierto tiempo, pero ahora que está
atado por el sacramento, me ha prometido que sólo encenderá los fuegos del amor
en los brazos del himeneo. Esta hermosa niña y su madre serán los testigos de
vuestra boda y la celebrará el señor abad, circunstancia a la que ha pensado
oponerse Dolbourg, porque el abad es un conquistador y vuestro anciano marido es
celoso como un italiano.
La señorita, con los ojos constantemente bajos, no respondió una sola palabra.
Se levantaron de la mesa y en cuanto hubieron salido, saludó respetuosamente a
su padre y se retiró. Pretextó estar fatigada a fin de dispensarse de la cena y
después de haber revisado ambas todos los rincones de la habitación para
asegurarnos de que nadie podría entrar allí por sorpresa, se encerró conmigo y
pasó la noche poco más o menos como la anterior, pero más agitada aún a causa de
esa línea imperfecta escrita por la mano de Sophie cuyo sentido no podía
descifrar. Esa fue la historia del veintiocho.
Al día siguiente el presidente llamó a las nueve. Le abrimos, me ordenó que me
retirase y, después de decir a su hija que le escuchase con atención, le
preguntó si estaba decidida a obedecerle y a casarse con Dolbourg.
La señorita le dijo que no podía recuperarse de la sorpresa que la embargaba al
ver que se le hacía semejante proposición antes de que su madre estuviese
siquiera enterrada. El señor, viendo que dominaba a su víctima, respondió con
términos duros que se reía de esas consideraciones, que quería ser obedecido y
que venía a pedirle su palabra de que lo haría así o de lo contrario la
arrojaría a un calabozo del que no saldría en toda su vida.
La señorita no se alarmó, su valor fue enorme. Dijo que confiaba demasiado en la
bondad de su padre como para temer ser tratada así. Pero ya que se exigía de
ella un sacrificio tan cruel, pedía encarecidamente poder hablar con Dolbourg a
solas. Ese favor no le fue negado.
El presidente salió y M. Dolbourg entró poco después... No hubo nada que Aline
dejase de hacer, nada que no utilizase para alejarlo de ese himeneo. El amor y
la desesperación conferían energía a su discurso, al que era imposible
resistir... Dolbourg fue inquebrantable. Finalmente esa muchacha admirable se
arrojó a los pies de su tirano anegada en llanto a fin de rogarle que renunciase
a sus proyectos... Todo fue inútil... le dijo fríamente que se levantase... que
se haría lo que se había decidido... que no quería de ella más que su persona...
en forma alguna su corazón y que una vez convertida en su mujer, sabría vencer
sus repugnancias o reírse de ellas si aumentaban... que respecto al odio que
ella le manifestaba, era la cosa del mundo que menos le asustaba. Que la haría
vivir en tal soledad y en una subordinación tan completa que no tendría porqué
temer los efectos de su antipatía. Dijo que eso le recordaba a su primera esposa
a quien se había visto obligado a tomar al asalto, como ya veía que tendría que
hacer con ella y que a pesar de toda la altivez del carácter de esa mujer, a
pesar de la invencible repugnancia que ella sentía por él, había sabido
reducirla en pocos meses a la mayor sumisión. Que se acordaba perfectamente de
los medios empleados y que, por violentos que fuesen sabría servirse de ellos...
Entonces la señorita, confundida por haberse rebajado hasta la suplica con
semejante monstruo, le dijo altivamente
– Bien, señor, ya se ha dicho todo, mi padre puede venir a buscar mi palabra,
seré vuestra mujer mañana.
Cuando regresó M. de Blamont ella repitió delante de Dolbourg las mismas
promesas con una expresión firme y tranquila. Le pidió como única gracia que no
se la obligase a bajar y que se la dejase sola durante veinticuatro horas para
prepararse a una acción que le costaba tanto.
El presidente vaciló, dijo que no correspondía al esclavo dictar las leyes a sus
amos.
– Ya veis, respondió ella con presteza, que solamente os pido una gracia.
– Sí, sí, dijo Dolbourg, llevándose al presidente, dejémosla enfadarse durante
veinticuatro horas ya que eso la divierte. Además ¿acaso no hay cosas en que
haya de ocuparse necesariamente una muchacha que va a dejar de serlo?, continúo
con un tono de chanza tan impertinente como ridículo... Sí, sí, niña mía, añadió
intentando cogerla por la barbilla, sí, sí, haced todo eso y que yo sólo pueda
alabar la casa cuando tu papá me dé las llaves.
Entonces el señor, pretendiendo mantener ese tono de broma grosera, dijo que lo
normal era barrer las habitaciones antes de admitir en ellas a un huésped nuevo,
que, cuando menos, era preciso orearlas y que esa tarea le incumbía solamente a
él.
– Es verdad, dijo Dolbourg, no soy celoso, ya lo sabes. Haz lo que quieras,
amigo mío. Aunque te comas la ostra no puedes evitar que yo encuentre la concha
y eso es todo lo que precisa un esposo examinador y que desdichadamente no es
nada más que eso.
Animado por estas palabras insulsas y odiosas, el presidente avanzó
impúdicamente hacia su hija y tomándola de un brazo, le dijo:
– Salvaje criatura, ya no hay defensa que valga, ya no tienes una madre en cuyo
seno puedas refugiarte.
Ante esas crueles palabras la señorita cayó boca arriba sobre un sofá y sus
lágrimas y sollozos la hubieran sofocado infaliblemente si Dolbourg, mucho más
asustado que su amigo, no me hubiera llamado enseguida. Yo, que estaba escondida
en un rincón fuera de la habitación y no había perdido nada, acudí. La señorita
estaba sin conocimiento, aflojé inmediatamente los lazos de su vestido... Pero
los muy malvados... me estremezco al escribir estas indignidades... se
atrevieron a posar sus ojos en ese seno de alabastro, agitado por los suspiros
del dolor... inundado por las lágrimas de la desesperación... Se atrevieron a...
¡Oh!, señor, no exijáis más detalles, sus execraciones no conocieron límite...
Entretanto me sujetaron.
La señorita, al recuperar el conocimiento, se dio cuenta de todo.
– ¡Ah! mi querida Julie, exclamó, ¿Qué han hecho esos señores?
– ¡Ay!, respondí yo, deshaciéndome en lágrimas, ese es el precio que exigen por
concederos las veinticuatro horas...
– Bueno, respondió ella con una firmeza que me sorprendió, no necesito más
tiempo.
Y acercándose a la ventana, consideró su altura, la midió con sus ojos, era de
más de ochenta pies y debajo había un foso de tres toesas de ancho y
completamente lleno de agua...
– Bueno, Julie, me dijo después de haber reflexionado un poco, ya ves que
nuestros proyectos son imposibles.
– Más de lo que pensáis, respondí yo con dolor, se nos observa por todas partes,
eso es lo que hace que nuestra suerte sea horrible... Mirad, le dije,
mostrándole el otro lado del foso, observad que hay allí dos hombres que nunca
pierden de vista nuestra ventana y si ando por la casa hay otros dos que me
siguen a todos lados. Nuestra situación es espantosa.
– Ya me doy cuenta, respondió Aline, de forma que sólo me queda una cosa que
hacer...
Como no comprendí lo que quería decir, me atreví a decirle que, dadas las
circunstancias en que nos encontrábamos, la única alternativa era obedecer...
pero sin escuchar más me rechazo airada.
– Creía que eras mi amiga, me dijo, pero ya veo que no lo eres. ¿Ya te has
vendido a mis tiranos? ¿Son ellos los que te obligan a hablarme así? ¿Estoy ya
sola en el mundo? ¿Me han abandonado? ¿Estoy rodeada de enemigos por todas
partes?...
– ¡Oh, cielos! exclamé arrojándome a sus pies, ¿cómo habéis podido concebir
semejante sospecha? ¿Traicionaros yo... abandonaros yo? ¡Podéis contar conmigo
hasta la muerte!
– ¡No tardaré en saber si lo que me dices es cierto y ya verás si el último
recurso que me queda no me libera de mis perseguidores!
– ¡Qué! ¿Pensáis escaparos?
– Sí, dijo ella sonriendo con un gesto que he recordado después y que no me
chocó excesivamente entonces, sí; Julie, voy a escaparme... volveré a la casa de
mi madre... No es cierto, como han dicho, que su seno no me servirá ya de
refugio... Me servirá, Julie... me servirá aún.
Y después de dar dos veces la vuelta a la habitación a gran velocidad, me pidió
un vaso de agua.
– Este es, dijo al tomarlo, el último alimento que voy a tomar en Blamont.
– Señorita, dije yo, que creía que se había recuperado un poco y suponiendo que,
tenía los medios para huir y que me los iba a comunicar, esa comida no os dará
muchas fuerzas si queréis ir muy lejos.
– Ciertamente, me dijo con un talante abierto y libre, ciertamente, mi buena
amiga, me iré muy lejos. ¡No se puede huir demasiado lejos de semejante morada!
...
Me pidió su escritorio, se lo entregué... Me dijo que la dejase tranquila hasta
que llamase.
Obedecí y escribió hasta las siete... Entonces me hizo entrar y después de
haberme dicho que me sentara:
– Mira las señas de estas cartas, me dijo...
Las leí. En una decía: A mi mejor amigo.
– Apuesto, le dije, que esta es para M. Déterville...
– Así es...
Leí la otra, decía: A aquel que idolatraré incluso más allá de la tumba...
– ¡Oh! a esta, le dije, le pondré el nombre cuando queráis.
Ella sonrió...
La tercera decía: A los manes de mi madre.
– ¿Quieres entregar esta?, me dijo.
– ¡Oh, señorita!
– ¡Bueno!, ya la llevaré yo, niña mía... la entregaré yo misma...
Se levantó presa de una agitación prodigiosa... ¡Oh! ¿por qué se me escaparon
esas emociones... todas esas palabras?...
Poco después me dijo que, desde que habíamos salido de Vertfeuille, no nos
habíamos acordado de rezar un instante por su madre.
– Es cierto, le dije.
– Reparemos eso, Julie.
Se puso de rodillas y me ordenó que adoptase la misma postura y que recitase en
mi libro el Oficio de Difuntos lentamente y de forma que pudiese seguirme y
oírme. Cumplió este deber con un fervor... una compunción que hizo que se me
saltasen las lágrimas. Seguidamente quiso que recitásemos juntas el salmo
veinticuatro, Dominus, illuminatio mea, cuyo sentido es que, sea cual fuere el
número de enemigos que nos acosen, no se ha de temer nada cuando Dios es nuestro
protector y la vida eterna nuestra esperanza. Pero cuando llegó al tercer
versículo: Mi padre y mi madre me han abandonado solo el Señor se ocupa de mí,
sus ojos se llenaron de lágrimas... y ella se sumió en el más profundo dolor.
Poco después se levantó.
– Ahora estoy más tranquila, me dijo, es inaudita la satisfacción que
experimenta un alma sensible al rezar por los que ama. Esa pobre madre; esa
dulce madre... ¡cómo me amaba, cómo me cuidaba cuando era niña! ... ¡más
adelante mi felicidad era su única preocupación!... ¡cómo me estrechaba entre
sus brazos unas horas antes de expirar! ¡No me queda nada, he perdido todo en
este mundo, he perdido todo, Julie! no me queda nada...
Y prorrumpió de nuevo en llanto. No obstante eran casi las once. Me preguntó si
quería velar con ella... Era lo que yo quería y acepté.
– Bueno, me dijo, sin embargo no pasaremos toda la noche, un poco antes de que
vengan a buscarme me apetecería tomarme unas horas de descanso. Quiero estar
bonita para la ceremonia... quiero estar tan bonita como me lo permita la
naturaleza... ¡ah!, me dijo después de un instante de reflexión... están
cenando... están sumidos en la alegría y los placeres... no me oirán, dame la
guitarra...
La cogió, la afinó e improvisó a continuación los versos que siguen imitando la
romanza de Nina:
Melodía: Romanza de Nina
Madre adorada en un momento
La muerte te aleja de mi cariño.
Tú estás vivo, ¡oh mi amor!
Vuelve a consolar a tu amada. ¡Ah! que venga (bis) ¡Ay! ¡Ay!
Pero el bienamado no vuelve ya.
Como la rosa en la dulce primavera
Se abre al soplo del céfiro
Ante estos suaves acentos
Mi alma se abriría al delirio
En vano escucho ¡Ay! ¡Ay!
El bienamado no habla ya.
Vos que vendréis a llorar
Sobre la tumba en que repose
Gimiendo sobre mis dolores
Decid al amante que los causa
Que fue siempre ¡Ay! ¡Ay!
El bienamado hasta la muerte.
En cuanto hubo terminado:
– ¡Vete, dijo rompiendo enfurecida su guitarra contra el muro, vete lejos de mí,
instrumento inútil! Después de haber cantado por última vez a aquel que amo no
debes servir ya para nada.
No me atrevía a hablarle porque la veía sumamente turbada y agitada... Ora se
levantaba y cruzaba la habitación a grandes zancadas, ora se volvía a sentar y,
sumiéndose en su dolor, sólo dejaba o ir gritos y gemidos.
Sonaron las once... contó las campanadas.
– Solamente me quedan esas horas... Vendrán a las diez. Y reuniendo sus cartas
las puso en un sobre con vuestra dirección.
– ¿No te pidió Déterville, me pregunto, un diario exacto de todo lo que pasase
aquí?
– Sí, señorita.
– Pues bien, tienes que hacerlo y, cuando se lo envíes, no te olvides de
enviarle también este paquete.
Me lo dio y me hizo jurar que os lo enviaría sin falta.
Hecho esto, se calmó. Hablamos dos o tres horas tranquilamente. Parecía inquieta
por la suerte de Sophie. No comprendía cómo había llegado al castillo ni por qué
su nombre estaba escrito en esta habitación. Como no conocía la huida de
Augustine ni las espantosas sospechas que esa aventura nos había inspirado,
continué ocultándoselas de acuerdo con vuestras órdenes. Hablamos de temas sin
importancia, pero ella entremezclaba siempre en sus palabras alusiones
siniestras que me asustaron mucho. En ocasiones me preguntó durante cuánto
tiempo se conservaba intacto un cuerpo después de haber exhalado el último
suspiro... o si creía que una persona que se abriese las venas tardaría mucho en
morir. Otras veces si pensaba que, en el caso en que muriese en Blamont, su
padre le negaría la gracia de ser colocada junto a su madre. Si creía que
Valcour se enojaría mucho al saber su muerte... Y otras mil cosas semejantes a
las que no presté toda la atención que debiera.
Finalmente dieron las tres, se estremeció...
– Cómo pasa el tiempo, dijo; cuando se acerca un gran acontecimiento, parece que
los instantes transcurran con más rapidez. Cuando hoy por la tarde suene esta
misma hora habrán pasado muchas cosas.
Luego, volviéndose hacia mí, me miró durante algún tiempo sin decir nada.
Seguidamente contó los años que habían transcurrido desde que estábamos juntas.
Observó cariñosamente que yo estaba con ella desde que tenía uso de razón.
– Eras tan niña como yo, me dijo, ya me acuerdo... Eres una buena persona,
continuó mientras me abrazaba, y nunca he podido hacer nada por ti... Hubiera
remediado esto si me hubiese casado con Valcour... Te confío a Déterville...
Estas palabras fueron de las más fuertes que me dijo, en ellas su proyecto
parecía traslucirse mejor sin que ella se diese cuenta.. ¡Funesta voluntad del
cielo! esto no bastó para que tomase precauciones, estaba convencida de que
quería escaparse y que solamente atentaría contra su vida si ese proyecto se
frustraba. Entonces me decidí a no perderla de vista. Ella recordó todo lo que
había hecho desde que estuvimos juntas, sus esperanzas, sus temores, sus
inquietudes, sus deseos, sus penas, sus momentos de dicha... No olvidó nada...
– Oh, me dijo cuando hubo terminado, ¡qué corta es la vida!... Parece que todo
esto no haya sido más que un sueño.
Dieron las cuatro.
– Sal con cuidado, me dijo entonces, vete a ver si es posible huir. Examina el
camino hasta las puertas del castillo. Si está libre ven a buscarme y nos
escaparemos.
– ¿Pero no sería mejor, señorita que vinieseis conmigo?
– No, si nos vigilan, irían a decir que queríamos escaparnos y ellos vendrían
enseguida para someterme a nuevas violencias...
Salí... Apenas había llegado a la esquina del pasillo, siempre bien iluminado,
cuando dos hombres de la casa se presentaron, bruscamente ante mí y me
preguntaron a dónde iba, qué pretendía y por qué estaba aún levantada. Pretexté
la necesidad de tomar el aire. Me dijeron, mientras me empujaban hacia atrás que
esas no eran horas y que debía volver inmediatamente o que despertarían al
señor.
Volví a contar a la señorita el triste resultado de mi misión.
– Vamos, mi buena amiga, hay que resignarse... que se haga la voluntad de
Dios... Ve a tomarte unas horas de descanso, a mí no me molestaría dormir un
poco...
Luego, con la mayor tranquilidad (y esto fue lo que me despisto).
– Van a venir a las diez, entrarás a mi habitación a las nueve, necesito por lo
menos una hora para arreglarme...
Sin embargo me opuse a esta atención hacia mí. Le dije que noconcebir
semejante sospecha? ¿Traicionaros yo... abandonaros yo? ¡Podéis contar conmigo
hasta la muerte!
– ¡No tardaré en saber si lo que me dices es cierto y ya verás si el último
recurso que me queda no me libera de mis perseguidores!
– ¡Qué! ¿Pensáis escaparos?
– Sí, dijo ella sonriendo con un gesto que he recordado después y que no me
chocó excesivamente entonces, sí; Julie, voy a escaparme... volveré a la casa de
mi madre... No es cierto, como han dicho, que su seno no me servirá ya de
refugio... Me servirá, Julie... me servirá aún.
Y después de dar dos veces la vuelta a la habitación a gran velocidad, me pidió
un vaso de agua.
– Este es, dijo al tomarlo, el último alimento que voy a tomar en Blamont.
– Señorita, dije yo, que creía que se había recuperado un poco y suponiendo que,
tenía los medios para huir y que me los iba a comunicar, esa comida no os dará
muchas fuerzas si queréis ir muy lejos.
– Ciertamente, me dijo con un talante abierto y libre, ciertamente, mi buena
amiga, me iré muy lejos. ¡No se puede huir demasiado lejos de semejante morada!
...
Me pidió su escritorio, se lo entregué... Me dijo que la dejase tranquila hasta
que llamase.
Obedecí y escribió hasta las siete... Entonces me hizo entrar y después de
haberme dicho que me sentara:
– Mira las señas de estas cartas, me dijo...
Las leí. En una decía: A mi mejor amigo.
– Apuesto, le dije, que esta es para M. Déterville...
– Así es...
Leí la otra, decía: A aquel que idolatraré incluso más allá de la tumba...
– ¡Oh! a esta, le dije, le pondré el nombre cuando queráis.
Ella sonrió...
La tercera decía: A los manes de mi madre.
– ¿Quieres entregar esta?, me dijo.
– ¡Oh, señorita!
– ¡Bueno!, ya la llevaré yo, niña mía... la entregaré yo misma...
Se levantó presa de una agitación prodigiosa... ¡Oh! ¿por qué se me escaparon
esas emociones... todas esas palabras?...
Poco después me dijo que, desde que habíamos salido de Vertfeuille, no nos
habíamos acordado de rezar un instante por su madre.
– Es cierto, le dije.
– Reparemos eso, Julie.
Se puso de rodillas y me ordenó que adoptase la misma postura y que recitase en
mi libro el Oficio de Difuntos lentamente y de forma que pudiese seguirme y
oírme. Cumplió este deber con un fervor... una compunción que hizo que se me
saltasen las lágrimas. Seguidamente quiso que recitásemos juntas el salmo
veinticuatro, Dominus, illuminatio mea, cuyo sentido es que, sea cual fuere el
número de enemigos que nos acosen, no se ha de temer nada cuando Dios es nuestro
protector y la vida eterna nuestra esperanza. Pero cuando llegó al tercer
versículo: Mi padre y mi madre me han abandonado solo el Señor se ocupa de mí,
sus ojos se llenaron de lágrimas... y ella se sumió en el más profundo dolor.
Poco después se levantó.
– Ahora estoy más tranquila, me dijo, es inaudita la satisfacción que
experimenta un alma sensible al rezar por los que ama. Esa pobre madre; esa
dulce madre... ¡cómo me amaba, cómo me cuidaba cuando era niña! ... ¡más
adelante mi felicidad era su única preocupación!... ¡cómo me estrechaba entre
sus brazos unas horas antes de expirar! ¡No me queda nada, he perdido todo en
este mundo, he perdido todo, Julie! no me queda nada...
Y prorrumpió de nuevo en llanto. No obstante eran casi las once. Me preguntó si
quería velar con ella... Era lo que yo quería y acepté.
– Bueno, me dijo, sin embargo no pasaremos toda la noche, un poco antes de que
vengan a buscarme me apetecería tomarme unas horas de descanso. Quiero estar
bonita para la ceremonia... quiero estar tan bonita como me lo permita la
naturaleza... ¡ah!, me dijo después de un instante de reflexión... están
cenando... están sumidos en la alegría y los placeres... no me oirán, dame la
guitarra...
La cogió, la afinó e improvisó a continuación los versos que siguen imitando la
romanza de Nina:
Melodía: Romanza de Nina
Madre adorada en un momento
La muerte te aleja de mi cariño.
Tú estás vivo, ¡oh mi amor!
Vuelve a consolar a tu amada. ¡Ah! que venga (bis) ¡Ay! ¡Ay!
Pero el bienamado no vuelve ya.
Como la rosa en la dulce primavera
Se abre al soplo del céfiro
Ante estos suaves acentos
Mi alma se abriría al delirio
En vano escucho ¡Ay! ¡Ay!
El bienamado no habla ya.
Vos que vendréis a llorar
Sobre la tumba en que repose
Gimiendo sobre mis dolores
Decid al amante que los causa
Que fue siempre ¡Ay! ¡Ay!
El bienamado hasta la muerte.
En cuanto hubo terminado:
– ¡Vete, dijo rompiendo enfurecida su guitarra contra el muro, vete lejos de mí,
instrumento inútil! Después de haber cantado por última vez a aquel que amo no
debes servir ya para nada.
No me atrevía a hablarle porque la veía sumamente turbada y agitada... Ora se
levantaba y cruzaba la habitación a grandes zancadas, ora se volvía a sentar y,
sumiéndose en su dolor, sólo dejaba o ir gritos y gemidos.
Sonaron las once... contó las campanadas.
– Solamente me quedan esas horas... Vendrán a las diez. Y reuniendo sus cartas
las puso en un sobre con vuestra dirección.
– ¿No te pidió Déterville, me pregunto, un diario exacto de todo lo que pasase
aquí?
– Sí, señorita.
– Pues bien, tienes que hacerlo y, cuando se lo envíes, no te olvides de
enviarle también este paquete.
Me lo dio y me hizo jurar que os lo enviaría sin falta.
Hecho esto, se calmó. Hablamos dos o tres horas tranquilamente. Parecía inquieta
por la suerte de Sophie. No comprendía cómo había llegado al castillo ni por qué
su nombre estaba escrito en esta habitación. Como no conocía la huida de
Augustine ni las espantosas sospechas que esa aventura nos había inspirado,
continué ocultándoselas de acuerdo con vuestras órdenes. Hablamos de temas sin
importancia, pero ella entremezclaba siempre en sus palabras alusiones
siniestras que me asustaron mucho. En ocasiones me preguntó durante cuánto
tiempo se conservaba intacto un cuerpo después de haber exhalado el último
suspiro... o si creía que una persona que se abriese las venas tardaría mucho en
morir. Otras veces si pensaba que, en el caso en que muriese en Blamont, su
padre le negaría la gracia de ser colocada junto a su madre. Si creía que
Valcour se enojaría mucho al saber su muerte... Y otras mil cosas semejantes a
las que no presté toda la atención que debiera.
Finalmente dieron las tres, se estremeció...
– Cómo pasa el tiempo, dijo; cuando se acerca un gran acontecimiento, parece que
los instantes transcurran con más rapidez. Cuando hoy por la tarde suene esta
misma hora habrán pasado muchas cosas.
Luego, volviéndose hacia mí, me miró durante algún tiempo sin decir nada.
Seguidamente contó los años que habían transcurrido desde que estábamos juntas.
Observó cariñosamente que yo estaba con ella desde que tenía uso de razón.
– Eras tan niña como yo, me dijo, ya me acuerdo... Eres una buena persona,
continuó mientras me abrazaba, y nunca he podido hacer nada por ti... Hubiera
remediado esto si me hubiese casado con Valcour... Te confío a Déterville...
Estas palabras fueron de las más fuertes que me dijo, en ellas su proyecto
parecía traslucirse mejor sin que ella se diese cuenta.. ¡Funesta voluntad del
cielo! esto no bastó para que tomase precauciones, estaba convencida de que
quería escaparse y que solamente atentaría contra su vida si ese proyecto se
frustraba. Entonces me decidí a no perderla de vista. Ella recordó todo lo que
había hecho desde que estuvimos juntas, sus esperanzas, sus temores, sus
inquietudes, sus deseos, sus penas, sus momentos de dicha... No olvidó nada...
– Oh, me dijo cuando hubo terminado, ¡qué corta es la vida!... Parece que todo
esto no haya sido más que un sueño.
Dieron las cuatro.
– Sal con cuidado, me dijo entonces, vete a ver si es posible huir. Examina el
camino hasta las puertas del castillo. Si está libre ven a buscarme y nos
escaparemos.
– ¿Pero no sería mejor, señorita que vinieseis conmigo?
– No, si nos vigilan, irían a decir que queríamos escaparnos y ellos vendrían
enseguida para someterme a nuevas violencias...
Salí... Apenas había llegado a la esquina del pasillo, siempre bien iluminado,
cuando dos hombres de la casa se presentaron, bruscamente ante mí y me
preguntaron a dónde iba, qué pretendía y por qué estaba aún levantada. Pretexté
la necesidad de tomar el aire. Me dijeron, mientras me empujaban hacia atrás que
esas no eran horas y que debía volver inmediatamente o que despertarían al
señor.
Volví a contar a la señorita el triste resultado de mi misión.
– Vamos, mi buena amiga, hay que resignarse... que se haga la voluntad de
Dios... Ve a tomarte unas horas de descanso, a mí no me molestaría dormir un
poco...
Luego, con la mayor tranquilidad (y esto fue lo que me despisto).
– Van a venir a las diez, entrarás a mi habitación a las nueve, necesito por lo
menos una hora para arreglarme...
Sin embargo me opuse a esta atención hacia mí. Le dije que no necesitaba en
absoluto descansar y que prefería quedarme y cuidar de ella.
– No, no, me dijo, llevándome hacia la puerta, eso no me dejaría dormir. Estamos
hablando y no terminaríamos nunca... Vete, amiga mía, vete y sobre todo no dejes
de entrar una hora antes que ellos, ya te imaginarás que no deseo que me
encuentren en la cama.
Ya iba a plegarme a sus deseos cuando ella se dio cuenta de que olvidaba sobre
la mesa su paquete de cartas. Volvió a cogerlo llena de inquietud y lo escondió
en mi pecho.
Salí... ella me detuvo... paso sus brazos alrededor de mi cuello y me estrechó
contra sí envuelta en llanto. No tardó en darse cuenta de que ese acceso de
dolor me afectaba con demasiada violencia, entonces se contuvo, continuó
llevándome suavemente hacia la puerta mientras me pedía que no olvidase nada de
lo que me había dicho.
Me retiré... pero se apoderó de mí una inquietud que no podía dominar. Me fui a
mi habitación en donde, como imaginareis, no dormí nada... Varias veces fui
sigilosamente a su puerta a escuchar, dispuesta a entrar si cuchaba el menor
ruido. Pero nunca oí nada y cuando dieron las nueve me precipité hacia su
habitación con una inquietud inexpresable.
¡Oh, señor!... ¡qué espectáculo!... me resulta imposible describirlo... Esa ama
querida... ese ángel del cielo que lloraré toda mi vida... estaba en el suelo...
estaba bañada en sangre... tenía delante de sí las trenzas de los cabellos de la
señora, en medio de las cuales había colocado el retrato en miniatura que poseía
de esa madre respetable. Al parecer se había apuñalado ante estos objetos, tan
próximos a su corazón y, a medida que la pérdida de sangre le iba privando de
sus fuerzas, había caído hacia atrás sobre sus rodillas. En esa postura la
encontré. El arma que había empleado era el brazo de unas largas tijeras de las
que se servia para su toilette. Había separado este brazo del otro y lo había
hundido tres veces en su seno izquierdo. La sangre había manado en abundancia
por estas tres heridas y encharcaba la habitación. Las ganas de socorrerla, si
es que aún había tiempo, prevalecieron sobre mi miedo. Volé hacia ella, pero ya
estaba fría, las sombras de la muerte oscurecían ya los rasgos de su hermoso
rostro, sus ojos se habían cerrado ya a la luz. El mundo había perdido ya su
adorno más bello.
La tomé en mis brazos regándola con mis lágrimas y la extendí sobre la cama. Al
poner mis ojos sobre la mesa encontré en ella el siguiente escrito que copié
rápidamente en mis tablillas antes de hacer subir a nadie... Lo transcribo
palabra por palabra:
"Pido humildemente perdón a mi padre por la acción que voy a cometer en su casa
y por el enojo que le he causado con mi resistencia a sus órdenes. Era preciso
que los motivos que justificasen esa resistencia fuesen muy violentos, ya que
prefiero la muerte a lo que me estaba destinado. Como última gracia imploro que
me coloquen junto a mi madre, como ella lo deseó y que pongan conmigo en el
féretro este retrato y estos cabellos en donde se imprimen mis labios al perder
la vida."
ALINE DE BLAMONT
Después de copiar el billete, llamé... El Sr. presidente llegó. ¿Lo creeríais,
señor?... ¿Podrá vuestra alma sensible imaginar los excesos de inhumanidad de
este hombre?... Ese cuadro lúgubre solamente inspiro su ira... pero fue
terrible... La tomó conmigo. Me llenó de invectivas... Me arrojó por los suelos
y mientras me pateaba, me decía que yo había matado a su hija... Hundida en mi
dolor, soportándolo todo sin encontrar fuerzas para responder le mostré con el
dedo el billete que estaba sobre la mesa. Lo leyó rápidamente y, obligado a
justificarme pareció despreocuparse de mí. Se paseó a grandes zancadas por la
habitación sin que el dolor se reflejase nunca sobre su frente, sin que pudiese
verse otra cosa que el furor y la ira. Al cabo de algunos minutos volvió a bajar
y enseguida reapareció con Dolbourg... Este se estremeció... leyó el billete...
volvió a poner sus ojos sobre Aline... y rompió en llanto... Luego, dirigiendo
altivamente la palabra al presidente, le dijo:
– Señor, esto es demasiado. Este suceso espantoso me abre por fin los ojos sobre
los desórdenes de mi vida. Solamente por mis vicios he inspirado el horror a
esta desdichada. Ya estoy cansado de no ser más que un objeto de horror y de
desprecio en este mundo. Los últimos rayos de esta virtud sin tacha llaman a mi
corazón, lo iluminan y lo desgarran. ¡Oh, hija celestial! continuó tomando una
de las manos de mi ama y cubriéndola con sus lágrimas, perdona el crimen que he
provocado. Dígnate interceder ante el Eterno, a quien ahora glorificas por
entero, para que me lo perdone también. Voy a expiarlo en el dolor. Voy a
llorarlo el resto de mi vida... Adiós, señor, ya no compartiré vuestras orgías.
A partir de este momento voy a enterrarme en un severo retiro para siempre... No
me sigáis y no volváis a verme en vuestra vida.
Después de decir esto salió y una hora después estaba lejos del castillo.
Pero el espíritu de M. de Blamont no se conmovió con tanta facilidad. Estaba aún
más furioso por la pérdida de su amigo que por la de su hija y la tomó de nuevo
conmigo. Me dijo que si hubiese vigilado a Aline esto no hubiese tenido lugar.
Le rogué que recordase que me había prohibido dormir en la habitación de la
señorita y que no obstante había pasado en ella parte de la noche a pesar de sus
órdenes y que esa desgracia había sucedido de madrugada, en un momento en que
Aline me había pedido expresamente que me retirase.
Salió furioso y poco después subió con la señora mayor y con el abad. Este dijo
melindrosamente y pellizcando su camisa que eso era horrible, pero que era
importante seguir el hilo de esta aventura, que a buen seguro había
ramificaciones de todo esto que no se descubrirían jamás si no detenían a la
cómplice y habló en voz baja con el presidente.
Mientras tanto la señora, muy conmovida, leía el billete y contemplaba a la
señorita. Se acercó al presidente:
– Señor, le dijo, si hacéis caso de mis consejos, creo que lo más prudente y
honrado que podéis hacer es meter a Aline en un ataúd y enviarla a Vertfeuille
para ser enterrada allí junto a vuestra esposa, como ella desea y hacer que la
acompañe con la mayor discreción esta pobre chica que a buen seguro no es
culpable. Os ruego que me perdonéis, señor, pero si decidís otra cosa, imitaré a
Dolbourg y ni mi hija ni yo permaneceremos un minuto más en vuestra casa.
– ¡Está bien! ¡Iros todos al diablo! dijo el presidente enfurecido... Pero
estamos ante un crimen cierto y quiero conocer su origen. Esta criatura es la
única que puede esclarecerlo y se niega a decírmelo. No veo más recurso que
ponerla en manos de la justicia.
– Seguro, dijo el abad, no hay otra alternativa, esto es lo razonable y lo
prudente.
– No lo creo, dijo la señora con mucha fuerza y sangre fría, porque esta
muchacha no ha hecho nada y no confesará nada. Una vez fuera de vuestras manos
se quejará y aireará un suceso terrible que tenéis gran interés en silenciar.
Ante estas palabras el presidente, sin responder, salió refunfuñando. Le
siguieron y me quedé sola sumida en mi dolor y mi inquietud.
Estas son, señor, todas las cosas horribles que había de referiros. Ahora
solamente voy a ocuparme de la forma de hacer que os lleguen estas cartas,
terminaré la mía en el momento en que crea que puedo enviárosla sin
contratiempos.
Post-scriptum de Julie
El consejo de la señora prevaleció sin duda, todo se prepara para la salida.
Aline será conducida a Vertfeuille en un coche cerrado que se me confiará a mí y
a un criado que llevará los caballos. Pasará como un coche de muebles que el
señor envía a las tierras de la señora y va dirigido a vos. El señor, que sabe
que os escribo y que me ha proporcionado los medios para que os llegue mi carta
os ruega que nos esperéis y que no abandonéis Vertfeuille hasta después de haber
satisfecho respecto a Aline los mismos deberes que tuvisteis a bien asumir
respecto a Mme. de Blamont. De forma que volveréis a ver a vuestra desdichada
amiga... pero ¡en qué estado! ¿Lo habríais imaginado?
Tenía preparada otra carta menos detallada. La hubierais recibido si el Sr.
presidente hubiese querido ver lo que yo escribía, pero no me lo ha pedido. Os
envío el verdadero diario...
Adiós, señor, el dolor me sofoca y sólo me queda manifestaros mi respeto.
Julie
Post-scriptum de Déterville
La espero... para bañar su féretro con las amargas lágrimas de mi desesperación
y para ocuparme de los últimos cuidados. Te envío este funesto diario así como
sus cartas póstumas. Que estos crueles escritos alimenten eternamente tu dolor.
Si eres capaz de sobrevivir a aquella que te supo amar así... al menos añórala
perpetuamente, que aliente todos los pensamientos de tu vida y conságrale cada
momento de tu existencia. No te permito más distracciones que las que pueda
ofrecerte la piedad... Pero si alguna vez, sean cuales fueren los consejos que
ella te dé, el mundo te vuelve a ver después de semejante pérdida, diré: Valcour
no era digno de Aline y tampoco lo es de Déterville.
CARTA LXIX
Aline a Déterville
Desde el castillo de Blamont, 29 de Abril
Os sorprenderá la decisión que he tomado, señor, pero tened la certeza que no me
queda otra ya que me he visto obligada a adoptar ésta. Creed que si hubiese
podido aprovechar vuestras amables ofertas lo hubiera hecho sin duda. Julie os
dirá que la huida solamente fue posible en un momento en que no estaba de
acuerdo ni con vuestros consejos ni con mi deber.
Pido muy encarecidamente ser colocada junto a mi madre, recordad su voluntad. Si
la crueldad de quienes ahora me albergan llegase hasta la negación de esta
gracia, reclamadme, señor, os lo ruego. Pensad que he sufrido demasiado en esta
vida como para que no me sea otorgado cuando menos este favor después de mi
muerte.
Este paquete os llegará antes de que hayáis recibido mis tristes cenizas, os
ruego que hagáis poner en el féretro de mi madre la carta que le está dirigida y
de hacer llegar la otra a Valcour. Decidle, señor que muero para conservarme
para él... Su delicadeza me entenderá. No me queda más alternativa que la que
adopto o la de ser una criatura infame... ¿Podía vacilar?
Os ruego que tengáis a bien evocar mi recuerdo ante mi querida Eugénie y su
respetable madre. Si me condenan, vos me defenderéis, confío todos mis derechos
a la amistad, a ella le ruego que me excuse sin comprometer sobre todo a aquel a
quien la naturaleza me obliga a respetar sean cuales fueren sus errores.
¡Cuántas bondades habéis tenido para mi madre y para conmigo, señor! ¡Y cuánta
indiscreción por nuestra parte haberos causado tantas molestias! Sin embargo os
ruego que no me neguéis vuestras últimas atenciones. Os lo ruego en nombre de
ese sentimiento puro que tantas veces me habéis jurado.
¿Os acordáis de esas encantadoras veladas de algunos de nuestros inviernos en
París entre vos, mi madre, vuestra familia y Valcour en las que me decíais que
sería yo la que os sobreviviese a todos y que a mí me correspondería el epitafio
del grupo? Ese pronóstico me entristeció, os acordaréis. ¡Qué felizmente se ha
desmentido! ... Sí, señor, digo felizmente. La persona que, quedándose sola en
el mundo, se ve en situación de tener que llorar a los seres queridos debe ser
considerada como la más digna de compasión... El que muere lo es mucho menos y,
conociendo vuestra sensibilidad, me aflijo mucho más por vos que por mí. Pero no
me lloréis, señor, la felicidad a la que ahora me atrevo a aspirar está muy por
encima de la que me esperaba en este mundo. Dignaos emplear estos argumentos
para consolar a Valcour, temo sus primeras reacciones... ¡Ojalá estuvieseis con
él para prodigarle vuestros cuidados! ¡Oh! señor, tengo pocas cosas, pero al
menos nadie puede quitarme lo que es mío. Quiero, pues, que mis pequeñas labores
y mis dibujos sean enviados a Valcour porque sé que le gustan. Este regalo le
complacerá. Y a vos, señor, os ruego que aceptéis mis libros. Por lo demás os
suplico que repartáis el resto de mis pertenencias y mi dinero entre los pobres
de Vertfeuille y Julie. Os confío a esa muchacha, haced que participe en los
legados píos de mi madre, lo merece tanto por su conducta, como por todas las
atenciones que ha tenido conmigo hasta el último momento.
Adiós, señor, acordaos alguna vez de Aline, nunca tuvisteis una amiga mejor ni
más sincera.
CARTA LXX
Aline a los manes de su madre
Desde el castillo de Blamont, 29 de Abril
¡Oh, vos que me disteis la vida!... ¡vos, cuyos restos mortales beso al trazar
estos últimos caracteres... querida sombra que adivino... que oigo... y que me
inspira el valor de reunirme con vos, dentro de pocas horas estaremos juntas!...
En la paz del seno materno, los crímenes y las crueldades de los hombres no
podrán alcanzar ya a vuestra desdichada hija. Allí encontrará la calma y el
reposo que no ha podido encontrar en el mundo... Abrid los brazos, madre mía,
abridlos para recibirme... Dignaos acoger a vuestra hija en el asilo en que
reposáis... Muramos juntas ya que no hemos podido vivir así...
¡Los muy bárbaros! quisieron inmolarme sobre vuestra tumba... Aún no se habían
enfriado vuestras cenizas cuando el crimen ya anidaba en sus corazones... ¿Qué
digo? ¡quizás cortaron ellos el hilo de vuestra vida para seguir mejor el de su
odiosa trama!...
Resistí, madre mía y sin embargo ya no soy digna de vos. Nuestras carnes van a
reposar y a marchitarse juntas... Por muy poco me habréis precedido en el abismo
de la eternidad... yo me sumerjo en él tras vos llena de confianza en la bondad
del Eterno junto al cual os encontráis ya... Me atrevo a esperar que no me
castigará por mi falta. Llego a su lado sostenida por vuestras virtudes: ellas
ganarán para mí la compasión que no me atrevería a esperar en su ausencia.
Sí, sois vos, madre mía, sois vos quien me conducirá ante el trono de Dios... Le
diréis: "He aquí una víctima de los hombres, pero su corazón fue siempre vuestro
templo. Habéis querido que muera como Moisés, vuestra voluntad la transporto a
la montaña y la hizo ver la tierra prometida que no habito jamás. Feliz por
haber visto extinguida la llama de su vida justo en el momento en que se
alumbraba, no le reprochéis, señor, por haberse atrevido a apagarla... no la
castiguéis por haber roto los lazos de un vida perecedera para pediros una vida
eterna en donde la dicha de serviros no será interrumpida por las lágrimas."
¡Oh, Dios mío! esta alma, pura cuando salió de vuestras manos, ¿estará manchada
por haber estado durante algún tiempo en el cuerpo frágil en que la
encerrasteis? Allí no conoció otra cosa más que la desesperación y el llanto...
se escapa de ellos para volar de nuevo hacia vos... Quizás sea una debilidad...
quizás le falte valor... En vez de rebelarse contra las cadenas... en vez de
sublevarse contra su freno, si os hubiese llamado en medio de sus tribulaciones
quizás hubiese obtenido vuestra ayuda ... No la castiguéis por su debilidad,
tuvo más amor que esperanza, más deseos de reunirse con vos que fuerzas para
pedíroslo... Son estos los crímenes de un alma dulce, dignaos no castigarlos.
Cuando la creasteis a vuestra imagen el don de amar fue la primera virtud que
imprimisteis en ella. No la castiguéis por haberse entregado a él... no la
condenéis al dolor por haber temido esas sensación, haced, por el contrario que
repose en la gloria porque ha deseado conocer la vuestra y ha querido franquear
rápidamente el abismo profundo de las miserias humanas para encontrarse cuanto
antes en la inmensidad de vuestra gloria. ¡Oh, Dios mío! ¡no hagáis nada por mí!
concededme vuestro perdón solamente por las lágrimas de esta madre adorada que
nunca dejó de conoceros y de serviros. Miradnos como dos flores desecadas por el
veneno de la serpiente que el soplo puro de vuestra alma celestial puede
reanimar en el seno de la inmortalidad.
CARTA LXXI
Aline a Valcour
Desde el castillo de Blamont, 29 de Abril.
El tiempo de mi permanencia sobre la tierra ha terminado; soy como la tienda del
pastor que ya recogen para su traslado.
Ezequías, Cánticos.
Se ha desvanecido esa dulce ilusión, se ha disuelto como el humo que arrastra el
aire... Has perdido a la que amabas, sus días han huido como la sombra y se ha
secado como la hierba . ¡Engañosa alegría! ¡esperanza frívola! ¡sólo habéis
entretenido su corazón para hacer que vuestra privación resulte más cruel! ¡Oh,
Valcour! ya no existe la que te habla, su voz frágil, elevándose del seno de los
sepulcros es como esos meteoros que escapan al ojo que los sigue... ¿Me
equivocaba al pedirte que despreciaras este vaso de arcilla que solamente debía
durar un instante? Que tus ojos penetren la nube de muerte que ahora me
envuelve, que vean estas facciones, antaño queridas, desfiguradas por los
horrores de la disolución y en las que solamente persiste el sello del
sentimiento indestructible que mi alma imprimió en cada una... Pero si todo ha
desaparecido, si ya no queda de mí más que el polvo, esta alma que te amó
subsiste; si no fuese ya inmortal por la pureza de su esencia, lo sería como
obra de tu llama y el ser que supiste animar en Aline, que creó... que vivificó
tu amor, debe ser eterno como éste. Verás ese alma enamorada, cobrará realidad
en tus vigilias... aparecerá en tus sueños... revoloteará a tu alrededor e,
identificándose a la tuya, regulará sus emociones, como la mano de Dios dirige
los astros en las inmensas llanuras del espacio.
¡Oh, amigo mío! ¡cuántos cambios han aportado unos pocos días a nuestra
situación! Hace tres semanas forjábamos nuestros planes de placeres, proyectos,
intercambio de correspondencia... esa madre dulce que yo he perdido y que tú
idolatrabas se ilusionaba al vernos unidos y nos permitía creerlo con ella!...
¡Frágiles juguetes de los decretos supremos... qué enorme intervalo acaban de
poner entre nosotros esos pocos instantes! Como el piloto insensato que se
alegra de ver puerto y que el impetuoso huracán arroja inmediatamente sobre el
arrecife que creía haber evitado... nos imaginábamos próxima ya la felicidad
cuando lo cierto es que jamás existirá para nosotros. ¡Así son los proyectos de
los hombres! ¡Éstos son los tristes resultados de sus vacilantes decisiones! Sus
impotentes deseos, como los débiles rayos del sol bajo los helados signos del
Zodíaco van a destruirse ineficaces contra las voluntades del Eterno, al igual
que aquellos se disipan sin calor entre las ondas condensadas del aire.
Pero supongamos que todo nos hubiese salido bien, admitamos por un instante que
nuestros días hubiesen transcurrido en un jardín de delicias en donde las rosas
hubieran nacido bajo nuestros pasos, en donde el cedro perfumado siempre nos
hubiese ofrecido su sombra al borde de arroyos de leche y cerca de frutos de la
palmera...
¿Somos inmortales, amigo mío, no tendríamos que abandonar como Eva esa dulce
morada de la felicidad? ¿Te imaginas que esa separación no hubiese sido más
cruel entonces que lo que hoy nos parece, cuando nuestros pasos solamente han
tropezado con espinos? Nuestros lazos se hubieran multiplicado y el incremento
de nuestro amor, al hacer que cada día nos pareciesen más queridos, ¿no hubiera
hecho horrible la necesidad de romperlos? Agradezcamos al Eterno que nos haya
presentado el cáliz antes de que fuese más amargo. Hubieras tenido que llorar a
la vez a la esposa querida, a la amiga complaciente y dulce y a la madre de esos
tiernos frutos que tu amor hubiera hecho surgir en mi seno. En cambio hoy
derramas tus lágrimas por una amante que apenas conoces... ¿Quién sabe si por el
ardiente deseo de agradarte, no hubieran nacido en mí algunas virtudes nuevas
que, encadenándote con más fuerza aún, te hubieran hecho más dolorosa mi
pérdida...?
¡Ah, amigo mío! permíteme que me detenga con complacencia sobre una idea que mi
desdicha me arrebata en el mismo instante en que la concibe mi corazón... Si
esas prendas sagradas de las que hablo hubiesen venido a estrechar nuestros
nudos, ¡con qué encanto hubiera dirigido yo esos tiernos frutos de tu cariño y
del mío! ¡Con qué alegría hubiera imbuido en sus almas inocentes ese fuego
divino que tú me haces sentir! ¡Cómo me hubiera gustado ver que te dirigiesen a
ti las expresiones de mi amor! ¿Qué tenían de condenables esos placeres dulces y
puros que Dios se complace en arrebatarme?... Pero no escrutemos sus
designios... No habíamos nacido el uno para el otro... Adorémosle y sometámonos.
¡Oh, Valcour! ahora debería justificar ante tus ojos el recurso criminal que
empleo para dejar esta vida... ¡Ah! si he adoptado esta terrible alternativa...
si me he visto obligada a destrozar tu ídolo en el templo en que tú lo adorabas,
créeme que ninguna otra solución me hubiera librado de la infamia. Infórmate
antes de condenarme y no me censures sin escuchar lo que al respecto han de
decirte... ¡En qué estado habría de encontrarme para renunciar al bien más
querido de mi vida y para provocar la pena más grande de la tuya?... Sí, he
preferido la muerte a la certeza de no ser nunca el uno para el otro... He
preferido la cesación de mi vida al doble oprobio que debía mancillarla. Esta
alternativa es horrible, sin duda, ya que nos separa para siempre... ¡para
siempre! ¡Qué palabra, amigo mío! es demasiado verdadera... estamos separados
para siempre. Ahora es imposible que nunca seamos el uno del otro. Los años se
acumularán... las generaciones presentes y futuras se derrumbarán en el abismo
del tiempo... los crímenes y las virtudes se mezclarán, se cruzarán, se
multiplicarán sobre la faz de la tierra. Todo variará, todo renacerá, todo se
destruirá bajo la bóveda de los cielos, sin que ninguna de esas circunstancias
pueda conducirnos a la que haya de devolver Aline a Valcour.
No, amigo mío... todas las gotas de agua del océano multiplicadas cien millones
de veces por sí mismas no darían aun ni la más pálida idea de la multitud de
siglos que han de constituir el inmenso intervalo que va a separarnos. Y
mientras dura este horrible intervalo, no hay una sola combinación, ni un solo
acto de autoridad, aunque emanase de Dios, que pudiera reanudar esos lazos
terrestres en que teníamos la locura de complacernos.
Pero junto a esta idea, ¡con qué dulzura viene a presentarse la del Ser infinito
en cuyo seno han de reunirse nuestras almas!... Hay, pues, una forma de volver a
verte y esta forma, concebida por la existencia de ese Ser adorable, ¿no hace
que sea para nosotros más querido y más precioso?... Sí, Valcour, te esperaré a
sus pies... No precipites el instante de esta reunión deseada, llora sobre mi
falta, pero no la imites. Déjame que prepare a ese santo ser para que se digne
recibirte un día. Déjame implorarle por ti y pedirle un sitio para ti en medio
de todos los Ángeles que le alaban. No me arrebates la halagadora esperanza de
imaginar que mis oraciones contribuirán quizás a tu eterna felicidad. He de
intentar obtenerla en el cielo ya que no he podido hacerlo en la tierra. Tú...
continúa ejerciendo esas virtudes que te ganaron mi corazón. Cada una de ellas,
en cuanto sea recogida por tu Aline, será presentada al sagrado tribunal de este
gran Ser.
Dios todopoderoso, me atreveré a decirle, está borrando, a fuerza de buenas
acciones, el crimen de la que le amó. No lo alejéis de vuestro seno y que a
través de sus buenas obras obtenga a la vez de vos mi perdón y su felicidad...
Os amaremos... os querremos... os glorificaremos... juntos tejeremos las coronas
de mirtos que depositaremos a vuestros pies... osaremos hacer resonar juntos las
azules bóvedas de vuestro templo, cantaremos en Sion el nombre del Señor y en
Jerusalén publicaremos sus alabanzas .
¡No, amigo mío; no me compadezcas, no me compadezcas! Piensa en lo poco que
pierdes, piensa en lo que puedes encontrar... en lo que te espera en el seno del
Eterno. Pero, para merecer ese fin celestial, no te alejes del mundo, Valcour.
Estás hecho para ser su adorno y yo no te condeno a abandonarlo. Solamente exijo
de ti que continúes viviendo en él honestamente. Cuantas más ocasiones de caída
nos ofrezca nuestra permanencia en él mas bello es no manifestar más que
virtudes. En medio de este mundo perverso hay una soledad profunda... es el
corazón de un hombre prudente... allí desciende, en él se recoge y en él
encuentra las fuerzas para resistir a la corrupción. ¡Que mi imagen embellezca
esa soledad a donde te exilo! haz que reine incesantemente en ella, amigo mío,
aún tengo suficiente orgullo como para creer que servirá de dique al vicio y que
jamás nada vergonzoso podrá penetrar en el santuario erigido a esa imagen
querida. Cuando el verdadero cristiano quiere ejercitar en sí mismo actos de
amor por el Dios que adora, cuando quiere oponer ese amor que le abrasa a la
tentación que le seduce, pone sus ojos en la imagen doliente de ese Dios bueno
que se inmoló por él... Recuerda los dolores de ese Dios. Se dice: murió por mí.
Si ese pensamiento no basta para mantener tu alma en el camino del bien, si, por
bello que sea, no puede llenarla... posa tus ojos sobre el retrato de Aline y,
mirándolo, repite: Y ella que me amó, también murió por mí, se inmoló para
evitar el crimen. Muera yo, si es preciso mil veces antes que cometerlo. Con
esta fe y con esta fuerza nos volveremos a ver, amigo mío, reviviremos de nuevo
en la eternidad. Unidos por la mano del Ser supremo, los rasgos envenenados de
la maldad de los hombres, humillados sobre sus propios pechos, no serán ya para
nosotros más que lo que, en otro tiempo, fueron los del Príncipe de las
tinieblas contra el dios que le precipitó.
Hemos de separarnos, Valcour, y esta separación es muy diferente de la que hace
tan poco tiempo vivimos sobre la colina de Colette. Entonces esperábamos volver
a vernos, nos separábamos solamente para reunirnos... Y ahora es para siempre...
Esta Aline de la que estabas tan orgulloso no se presentará ya a tus ojos,
inmersa en la oscuridad de las tumbas, dentro de poco ya sólo se hablará de ella
como si nunca hubiese existido... ya sólo vivirá en tu corazón. Al recibir estas
letras, al bañarlas con tus lágrimas, tu imaginación, afectada por quien las
escribe quizás la represente aún ante tus sentidos, pero no existirá ya. Hará
entonces mucho tiempo que se halle sumergida en el abismo y si tu ilusión te la
presenta ya no será más que como los rayos de luz que colorean aún las cimas de
los Alpes aunque el astro se haya sumergido ya en las ondas.
Ámame, Valcour, ámame... quiere siempre a aquella que prefirió la muerte al
deshonor y permanécele fiel hasta el último instante de tu vida... El mundo te
ofrecerá criaturas más bellas, pero no serán más dulces... Ninguna de las
caricias que te embriaguen en los brazos de otra se podrá comparar con un
suspiro del ardiente amor de tu Aline y en el mismo instante que las recibieras
quedarías destrozado por los remordimientos... Acuérdate a menudo de nuestros
antiguos amores e intenta encontrar en el recuerdo de los placeres pasados la
fuerza necesaria para soportar los males presentes...
¡Adiós, Valcour! ha llegado el momento de pronunciar esa palabra... Mis lágrimas
fluyen... mi sangre se hiela al escribirla... mis ojos se vuelven hacia ti... te
buscan y ya no te encuentran... Soy como el joven cervatillo que arrancan al
seno de su madre... ¡Cómo es que tu mano no descarga el golpe fatal? ¿Por qué no
puedo expirar entre- tus brazos? ¿Por qué al exhalar el alma, ésta no puede
unirse inmediatamente a la tuya a través del ardor de mis últimos suspiros?...
¿Por qué he de morir fríamente y sola en medio de mis enemigos?... ¿Por qué mi
cuerpo, que quizás profanen sus indignas miradas, no tiene al tuyo como escudo?
¿Por qué las últimas palabras que profiero, impresas en tus labios, no son las
más exaltadas expresiones de mi cariño?... No puedo... no... pero muero por ti y
esta idea me da las fuerzas que mi amor me iba a arrebatar... Adiós.
CARTA LXXII
Valcour a Déterville
17 de Mayo de 1779
¡He leído estos funestos escritos... los he leído y aún respiro! El sentimiento
de mi amor es tan vivo que incluso al perder a la que es su objeto, me resulta
imposible truncar una vida que ella anima y que inflamará hasta el último
momento... Haré mucho más que morir, viviré, Déterville, me alimentaré con las
serpientes de la vida... beberé la hiel que exhalan. E1 sacrificio es más
espantoso que si me inmolase a mi mismo. El que no puede soportar las desgracias
que se abaten sobre él y escapa de ellas privándose de la vida ¿no es
infinitamente más débil que el que consiente en vivir en medio de los males y de
los tormentos? El uno teme el dolor y se somete a él, el otro lo afronta y se
resigna... No es que, al decir eso desapruebe la horrible decisión adoptada por
Aline: me arrebata lo que más quería... y, sin embargo no podría
reprochárselo... Pero mi postura es diferente, me permite la elección de los
medios y prefiero el que debe mantener mi dolor que el que me obligaría a
perderlo. Un profundo retiro me va a enterrar para siempre, me arrojaré a los
brazos de Dios... me arrojaré a ellos... y sólo adoraré a mi Aline.
Abandonado desde mi infancia y habiendo vivido solamente para sufrir... habiendo
conocido solamente el infortunio, sin ver brillar en cada instante de mis
malhadados días nada que no fueran las siniestras luces de la antorcha de las
Furias, debería saber perfectamente que ninguna de las horas de mi vida podría
transcurrir sin contratiempos... Pero no esperaba este... no había lugar en mi
corazón para admitirlo un solo minuto... ¿Qué asilo iré a buscar? ¿Dónde podré
ir para escapar? ¿Qué lugar no me ofrecerá su imagen?... La veré en todas
partes... me perseguirá en mi retiro, se me presentará bajo los rasgos de ese
Dios en cuyo seno yo hubiera esperado la felicidad...
¡Oh, amigo mío! ábreme la tumba que la encierra... solamente allí puedo vivir.
Déjame que vaya a regarla cada día con las amargas lágrimas de mi desesperación.
¿Quién sabe si esa alma ardiente y sensible, abrasada solamente por el fuego del
amor, no volverá a encenderse con toda la violencia del mío? Ábreme su féretro,
te digo, para que la devuelva a la vida o para que muera... Dejo de escribir...
mi razón se extravía. Mi amargura es demasiado violenta y pronto sería estúpido
o cruel... Adiós... Quiéreme... olvídame y, sobre todo, no intentes jamás saber
dónde estoy. Si, a pesar de todas mis precauciones... tu amistad descubre mi
retiro, contemplaré tu recuerdo como una prueba de desprecio antes que como una
muestra del cariño que ya no debes a aquel que abjura, a partir de ahora mismo y
para siempre, de todo lo que pueda recordarle un mundo al que la feroz mano del
destino sólo le arrojó para el llanto.
NOTA DEL EDITOR
La correspondencia termina aquí y nos resultaba muy difícil transmitir al lector
la continuación de esta historia. Pero el vivo deseo de agradarle, el interés
que suponemos que tiene por los personajes con los que acaba de vivir y la
información que nos ha facilitado M. Déterville, nos han permitido proporcionar
algunas aclaraciones que esperamos sepan agradecernos.
El 2 de Mayo, por la tarde, el cuerpo de Aline salió misteriosamente del
castillo de Blamont escoltado por Julie a quien el presidente impuso el más
riguroso silencio. Llegaron a Vertfeuille el 6 de Mayo y Aline fue enterrada
inmediatamente, de acuerdo con sus deseos, en la misma tumba que su madre.
Déterville tomó a Julie en su casa en donde aun se encuentra, junto a su mujer,
con una renta de cien pistolas y la seguridad de que terminará allí sus días.
Pero no se conformó con estas pequeñas atenciones. Otros asuntos más importantes
le ocuparon enseguida. Pensando que los crímenes del presidente eran demasiado
horribles como para quedar impunes, devorado por el deseo de vengar a esas
dulces amigas, en cuanto hubo despachado sus asuntos en Vertfeuille salió a
buscar al conde de Beaulé a donde su deber le había retenido a pesar suyo. Este
oficial lleno de mérito y que gozaba de fuertes influencias, juro a Déterville
que lo ayudaría a vengarse del monstruo que acababa de privarles a ambos de dos
mujeres a quienes tanto querían. Volvieron enseguida a París. Su primera
preocupación fue encargar que se hiciesen las más exactas pesquisas sobre el
paradero de Augustine, cómplice de las fechorías de M. de Blamont. La
encontraron en otra finca de ese desalmado, en Champagne, en donde esperaba
tranquilamente la recompensa de sus indignos servicios. El conde y Déterville,
decididos ambos a no provocar ningún escándalo a causa de Léonore, a quien, de
acuerdo con los deseos de Mme. de Blamont, deseaban hacer entrar en posesión de
los bienes que le destinaba su verdadero nacimiento, renunciando a aquellos
otros sobre los que no tenía ningún derecho, se contentaron con hacer interrogar
secretamente a Augustine ante personas designadas por el ministro. Ésta confesó
todo y fue condenada al instante a ser recluida de por vida, podrá llorar
durante mucho tiempo los horribles extravíos de su juventud.
Como el cuerpo del delito contra M. de Blamont estaba completo gracias a las
declaraciones de Augustine y a través de las de los testigos designados por la
muchacha y que fueron escuchados en secreto como ella, el ministro expidió sin
más tardanza, una orden para detenerlo. Ese hombre, siempre que había sido tan
vigilante como astuto y criminal no había contemplado las gestiones de los
amigos de su mujer sin maniobrar igualmente. No había sido lo bastante
afortunado como para interrumpirlas, pero había sido lo suficientemente hábil
como para adelantarse. Se había evadido.
El conde pensó que no era conveniente llevar las cosas más lejos. Una vez que se
habían deshecho de este indigno mortal ya sólo se ocuparon de hacer entrar a
Sainville y a Léonore en posesión de los bienes de la casa de Blamont,
legitimando el nacimiento de Claire, al probar, por medio de todas las actas que
poseían, que era realmente la hija de M. y Mme. de Blamont y no de la condesa de
Kerneuil, a cuya sucesión renunció públicamente, cosa que no afligió a los
colaterales. Estos esposos se encuentran ahora en posesión de las tierras de
Vertfeuille, que han convertido en su más agradable morada, y, gracias a los dos
millones que el rey de España devolvió a cambio de los lingotes de Sainville y a
la fortuna considerable de la casa de la que ahora forman parte, es claro que
son infinitamente ricos. Pero la humanidad ya no se ofenderá por el empleo que
esa joven haga desde ahora de sus riquezas.
El horrible destino del padre, de la madre y de la hermana de Léonore han
conmovido más a ese carácter duro y altivo que todas las desgracias que le
acaecieron durante sus viajes. Y el primer efecto de su vuelta a la beneficencia
fue hacer buscar con el mayor cuidado el refugio de su padre. Lo descubrió en
Estocolmo y mandó decirle que tomase una residencia fija, en donde le haría
disfrutar de unos bienes que ella había aceptado solamente para ocuparse de él,
mejorar su situación y disfrutar del delicado placer de transferirle anualmente
las rentas... cosa que hizo con la mayor exactitud. Y el presidente, que no se
había corregido, pero que, sin duda, será más prudente, gozó en paz durante
algunos años de una renta de más de cincuenta mil libras en Londres, que había
escogido como residencia. Pero el cielo, que nunca deja impune el crimen,
permitió que ese malvado fuese asesinado por unos ladrones cuando se dirigía a
visitar el norte de Inglaterra.
Sainville, siempre honrado y sensible, quiso compartir de otra forma la piedad
filial de su querida esposa. Hizo erigir a Aline y a su madre un soberbio
mausoleo en la iglesia de Vertfeuille cuyos atributos son la Constancia, la
Piedad, la Fe conyugal y el Amor colocando coronas de mirtos y de rosas sobre
las cabezas de estas dos mujeres infortunadas que se estrechan mutuamente en los
brazos.
Dolbourg, completamente arrepentido de sus desmanes, vive en un pueblecito,
lejos de París, en donde lleva una vida de lo más regular con una fortuna muy
mediocre ya que dejó todo lo que poseía a sus parientes y a los pobres. M.
Déterville, su querida Eugénie, Mme. de Senneval y el conde de Beaulé continúan
yendo, como en otro tiempo, a pasar una parte del verano a Vertfeuille,
contentos de haber vengado, sin derramar sangre a personas a quienes tanto
querían. Disfrutan tranquilamente de la grata compañía de los nuevos habitantes
de Vertfeuille a donde no van jamás sin ofrecer un nuevo tributo de lágrimas y
de oraciones a los manes de esas dos mujeres virtuosas que todos amaron y
respetaron.
En cuanto a M. de Valcour, después de unos horribles arrebatos de desesperación,
después de haber estado seis semanas entre la vida y la muerte, se arrojó a los
brazos de Dios y terminó sus días, al cabo de dos años, en la abadía de
Sept-Fonds, en donde dio ejemplo de una resignación, un candor y una austeridad
de las más severas. Solamente cuando murió fue descubierto su retiro. Ninguna de
las gestiones de M. Déterville había podido dar con él hasta entonces y quizás
siguiese siendo un misterio de no ser porque M. de Valcour, al expirar, le
dirigió una carta en la que le encomendaba sus últimas disposiciones. Gracias a
esta carta supo M. de Déterville donde estaba su amigo cuando era demasiado
tarde para socorrerle. Ese amante dulce y delicado no había dejado nunca de
llevar sobre su corazón el retrato de su amada: allí lo encontraron cuando
murió.
Clementine sigue en Vizcaya, es feliz con su marido y escribe regularmente a
Léonore a la que viene a ver cada dos años. Ignoramos la suerte de los demás
personajes. Excepto por Sophie, de la que nos duele no poder decir nada, no
creemos que los demás tengan una importancia suficiente como para que el lector
lamente no ser informado de sus andanzas, a no ser por Zamé, que, sin duda,
después de una prolongada carrera, habrá muerto en medio de un pueblo que le
idolatraba, llevándose consigo a la tumba la añoranza, la estima, el amor y el
agradecimiento de todos los que estaban a su alrededor, halagadoras recompensas
de la virtud, del hombre de bien y del legislador.