Libro I: Clío - Libro II: Euterpe - Libro III: Talía -
Libro IV: Melpómene - Libro V: Terpsícore - Libro VI: Erato -
Libro VII: Polimnia - Libro VIII: Urania
Libro IX: Calíope
Libro I. Rapto de Io, Europa, Medea y Helena. Expedición de
los griegos contra Troya. - El imperio de los Heráclidas pasa a manos
de Giges. - Su descendencia: Ardis, Sadiates, Aliates. - Guerra contra
los de Mileto. - Fábula de Arión. - Creso conquista algunos pueblos de
Grecia, despide a Solón de su corte y es castigado con la muerte de su
hijo. Consulta a los oráculos sobre la guerra de Persia, y envía dones
a Delfos. Deseando aliarse con el imperio más poderoso de Grecia,
vacila entre los atenienses y lacedemonios. - Estado de ambas naciones,
dominada la primera por el tirano Pisístrato, y la segunda en guerra
con los de Tegea. - Decídese Creso por los lacedemonios; hace alianza
con ellos y marcha en seguida contra los persas: pasa el río Halis,
pelea con Ciro en Pteria y se retira a Sardes, donde sitiado, y en
breve prisionero de los persas, se libera de la muerte milagrosamente.
- Respuesta del oráculo a sus increpaciones. - Costumbres, historia y
monumentos de los lidios. Origen del imperio de los medos. - Política
de Dejoces para subir al poder: su descendencia: Fraortes, Ciaxares,
Astiages. Aventuras de Ciro durante su niñez, su abandono,
reconocimiento y venganza contra Astiages, a quien destrona, haciendo
triunfar a los persas de los medos. - Religión de los persas, sus leyes
y costumbres. - Guerra de Ciro contra los jonios, historia de éstos y
preparativos para resistirle. - Sublevación de los lidios contra Ciro
instigados por Pactias. Derrota y conquista de los jonios y otros
pueblos de Grecia por Harpago, entretanto que Ciro sujeta a Asia
superior, y en especial la Asiria. - Descripción de Babilonia, asedio y
toma aquella ciudad. Costumbres de los babilonios. - Desea Ciro
conquistar a los masagetas: rehusando Tomiris, su reina, casarse con
él, toma pretexto de esta repulsa para invadir el país, y después de
una victoria parcial es vencido y muerto.
La publicación (3) que
Herodoto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige
principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria
de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes
y maravillosas hazañas, así de los griegos, como de los bárbaros (4).
Con este objeto refiere una infinidad de sucesos varios e interesantes,
y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron
mutuamente los unos a los otros.LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA
Les recomiendo la fuente origen sobre: Herodoto y Bartolomé Pou, el Traductor.>>ebooksbrasil
Herodoto de Halicarnaso
Clío. (2)
I. La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia,
pretende que los fenicios fueron los autores primitivos de todas las
discordias que se suscitaron entro los griegos y las demás naciones.
Habiendo aquellos venido del mar Eritreo (5)
al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se
dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus
naves de géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y
diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad de Argos (6), la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora llamamos Helada (7).
Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron
con orden a pública venta. Entre las mujeres que en gran número
concurrieron a la playa, fue una la joven Io (8),
hija de Inacho, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre
que los griegos. Al quinto o sexto día de la llegada de los
extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las
mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que
más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los fenicios el
pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros,
arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo
escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras,
fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se
hicieron luego a la vela.
II. Así dicen los persas que lo fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos (9),
y que este fue el principio de los atentados públicos entre asiáticos y
europeos, mas que después ciertos griegos (serían a la cuenta los
Cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre), habiendo aportado a
Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija,
por nombre Europa (10),
pagando a los fenicios la injuria recibida con otra equivalente. Añaden
también que no satisfechos los griegos con este desafuero, cometieron
algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una
nave larga (11) hasta el río
Fasis, llegaron a Ea en la Cólquide, donde después de haber conseguido
el objeto principal de su viaje, robaron al rey de Colcos una hija,
llamada Medea (12). Su
padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente
con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero
los griegos contestaron, que ya que los asiáticos no se la dieran antes
por el robo de Io, tampoco la darían ellos por el de Medea.
III. Refieren, además, que en la segunda edad (13)
que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual por Alejandro, uno
de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían
quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer también
alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no
tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó
a Helena (14), y los griegos
acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les
pagase la pena del rapto. Los embajadores declararon la comisión que
traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de
Medea, que era muy extraño que no habiendo los griegos por su parte
satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa, se atreviesen a
pretender de nadie la debida satisfacción para sí mismos.
IV. Hasta aquí, pues, según dicen los persas, no hubo más
hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los griegos los que
tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por
haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los
persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las
mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la
justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el
tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no
hacer ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda y
política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras
nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los persas, los
pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos
mujeriles, muy al revés de los griegos, quienes por una hembra
lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia
destruyeron el reino de Príamo (15);
época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo
al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones
bárbaras que la pueblan, las miran los persas como cosa propia suya,
reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia,
como una región separada de su dominio.
V. Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales
están persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los
griegos les vino de la toma de Troya. Mas, por lo que hace al robo de
Io, no van con ellos acordes los fenicios, porque éstos niegan haberla
conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la
joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón
de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el
rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió
voluntariamente partirse con los fenicios, a da de evitar de este modo
su pública deshonra. Sea de esto lo que se quiera, así nos lo cuentan
al menos los persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre
ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí
haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que
injurió a los griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir
del mismo modo por los sucesos de los estados grandes y pequeños, visto
que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser
bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se
han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de
la instabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres
nunca permanecen constantes en el mismo ser, próspero ni adverso, hará,
como digo, mención igualmente de unos estados y de otros, grandes y
pequeños.
VI. Creso, de nación lydio e hijo de Aliates, fue señor o tirano (16)
de aquellas gentes que habitan de esta parte del Halis, que es un río,
el cual corriendo de Mediodía a Norte y pasando por entre los, Sirios y
Paflagonios, va a desembocar en el ponto que llaman Euxino. Este Creso
fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que conquistó
algunos pueblos de los griegos, haciéndolos sus tributarios, y el
primero también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por
amigos. Conquistó a los jonios, a los eolios y a los dorios, pueblos
todos del Asia menor, y ganóse por amigos a los lacedemonios. Antes de
su reinado los griegos eran todos unos pueblos libres o independientes,
puesto que la invasión que los Cimmerios (17)
hicieron anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro
pillaje, sin que se llegasen a apoderar de los puntos fortificados, ni
a enseñorearse del país.
VII. El imperio que antes era de los Heráclidas, pasó a la familia
de Creso, descendiente de los Mérmnadas, del modo que voy a decir.
Candaules, hijo de Myrso, a quien por eso dan los griegos el nombre de
Myrsilo, fue el último soberano de la familia de los Heráclidas que
reinó en Sardes, habiendo sido el primero Argon, hijo de Nino, nieto de
Belo y biznieto de Alceo el hijo de Hércules. Los que reinaban en el
país antes de Argon, eran descendientes de Lydo, el hijo de Atis; y por
esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba Meon, vino después
a llamarse lidio. El que los Heráclidas descendientes de Hércules y de
una esclava de Yardano se quedasen con el mando que hablan recibido en
depósito de mano del último sucesor de los descendientes de Lydo, no
fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los Heráclidas reinaron
en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión
de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona
de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes
de Candaules.
VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho
singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la
mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien
impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza
llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios
más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y
levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no
pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba
decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en
estos términos (18): -«Veo,
amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán
hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos
crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella
se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.»
Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: -«¿Qué discurso, señor,
es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura
que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se
despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su
honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro
público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe
que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo
fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más
hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí
una cosa tan fuera de razón.»
IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las
consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle
así: -«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo
trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni
tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo
dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti.
Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la
puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse,
y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno
por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy
despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento
volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú
escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró
pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a
dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto
comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando
después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que
vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera,
pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo
ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y
hace como que no repara en ello (19);
pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque
no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se
tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto
más una mujer.
XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la
noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a
ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona,
hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha
de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había
pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden
suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: -«No hay remedio,
Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a
proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir
por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a
Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que
en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no
te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera
quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso
en mí los ojos estando desnuda.» Atónito Giges, estuvo largo rato sin
responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese
obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero
viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el
terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de
recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la
preguntó de nuevo: -«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi
voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle?
-¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a
tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a
quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar
para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o
morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la
daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de
allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera
de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario,
poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros (20).
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión
por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo
duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su
venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Giges,
y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges fuese rey de
los lidios, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el
mando a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual
se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pitia (21)
de añadir, que se reservaba a los Heráclidas su satisfacción y
venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio
de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno,
hasta que con el tiempo se viera realizado.
XIV. De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro
que quitaron a los Heráclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en
los regalos que envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de
plata, que consagró en aquel templo con otras de oro, entre las cuales
merecen particular atención y memoria seis pilas o tazas grandes de oro
macizo del peso de treinta talentos (22),
que se conservan todavía en el tesoro de los corintios; bien que,
hablando con rigor, no es este tesoro de la comunidad de los corintios,
sino de Cipselo el hijo de Eetion. De todos los bárbaros, al lo menos
que yo sepa, fue Giges el primero que después de Midas, rey de la
Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos,
habiendo Midas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza
verdaderamente bella y digna de ser vista), donde sentado juzgaba en
público las causas de sus vasallos, el cual se muestra todavía en el
mismo lugar en que las grandes tazas de Giges. Todo este oro y plata
que ofreció el rey de Lidia es conocido bajo el nombre de las ofrendas gygadas,
aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca,
hizo una expedición contra Mileto, otra contra Esmirna, y otra contra
Colofon, cuya última plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo
espacio de treinta y ocho años que duró su reinado ninguna otra hazaña
hizo de valor, contentos nosotros con lo que llevamos referido, lo
dejaremos aquí.
XV. Su hijo y sucesor Ardys rindió con las armas a Prinea, y pasó
con sus tropas contra Mileto. Durante su reinado, los Cimmerios (23),
viéndose arrojar de sus casas y asientos por los escitas nómades,
pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a la ciudad de Sardes,
si bien no llegaron a tomar la ciudadela.
XVI. Después de haber reinado Ardys cuarenta y nueve años, tomó el
mando su hijo Sadyates, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Aliates. Este
hizo la guerra a Ciaxares, uno de los descendientes de Dejoces, y al
mismo tiempo a los medos: echó del Asia menor a los Cimmerios, tomó a
Esmirna, colonia que era de Colofon, y llevó sus armas contra la ciudad
de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera, pues tuvo que
retirarse con mucha pérdida y descalabro.
XVII. Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas
de memoria; porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera
contra los de Mileto, tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo
particular. Esperaba que estuviesen ya adelantados los frutos en los
campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de trompetas y
flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de
Mileto, no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba
quitar las puertas y ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían
en talar los árboles y las mieses, hecho lo cual se retiraba, porque
veía claramente que siendo los Milesios dueños del mar, sería tiempo
perdido el que emplease en bloquearlos por tierra con sus tropas. Su
objeto en perdonar a los caseríos no era otro sino hacer que los
Milesios, conservando en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar
los campos, y con esto pudiese él talar nuevamente sus frutos.
XVIII. Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis
en tiempo de Sadyates, motor de la guerra, y cinco en el reinado de
Aliates, que llevó adelante la empresa con mucho tesón y empeño. Dos
veces fueron derrotados los Milesios, una en la batalla de Limenio,
lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro. Durante la
guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la
Jonia, sino de los de Quío, que fueron los únicos que, agradecidos al
socorro que habían recibido antes de los Milesios en la guerra que
tuvieron contra los Erythréos, salieron ahora en su ayuda y defensa.
XIX. Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el
enemigo, se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al
templo de Minerva Assesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas.
Nadie hizo caso por de pronto de este suceso; pero vueltas las tropas a
Sardes, cayó enfermo Aliates, y retardándose mucho su curación,
resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al oráculo
sobre su enfermedad, ora fuese que aluno se lo aconsejase, ora que él
mismo creyese conveniente consultar al Dios acerca de su mal. Llegados
los embajadores a Delfos, les intimó la Pitia que no tenían que esperar
respuesta del oráculo, si primero no reedificaban el templo de Minerva,
que dejaron abrasar en Asseso, comarca de Mileto.
XX. Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de
los delfios. Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cipselo,
huésped y amigo íntimo de Trasíbulo, que a la sazón era señor de
Mileto, tuvo noticia de la respuesta que acababa de dar la sacerdotisa
de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a Trasíbulo, para
que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún
expediente oportuno.
XXI. Luego que Aliates tuvo noticia de lo acaecido en Delfos,
despachó un rey de armas a Mileto, convidando a Trasíbulo y a los
Milesios con un armisticio por todo el tiempo que él emplease en
levantar el templo abrasado. Entretanto, Trasíbulo, prevenido ya de
antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Aliates, mandó
que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de
los particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó
por un bando a los Milesios, que cuando él les diese la señal, al punto
todos ellos, vestidos de gala, celebrasen sus festines y convites con
mucho regocijo y algazara.
XXII. Todo esto lo hacía Trasíbulo con la mira de que el mensajero
lidio, viendo por tina parte los montones de trigo, y por otra la
alegría del pueblo en sus fiestas y banquetes, diese cuenta de todo a
Aliates cuando volviese a Sardes después de cumplida su comisión. Así
sucedió efectivamente; y Aliates, que se imaginaba en Mileto la mayor y
a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca de su
mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado
concluir la paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones
amigas y aliadas. Aliates, por un templo quemado, edificó dos en Asseso
a la diosa Minerva, y convaleció de su enfermedad. Este fue el curso y
el éxito de la guerra que Aliates hizo a Trasíbulo y a los ciudadanos
de Mileto.
XXIII. A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado
a Trasíbulo el aviso acerca del oráculo, dicen los corintios, y en lo
mismo convienen los de Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió
la más rara y maravillosa aventura: quiero decir la de Arión, natural
de Metimna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las espaldas de un
delfín. Este Arión era uno de los más famosos músicos citaristas de su
tiempo, y el primer poeta dityrámbico de que se tenga noticia; pues él
fue quien inventó el dityrambo (24), y dándole este nombre lo enseñó en Corinto.
XXIV. La cosa suele contarse así: Arión, habiendo vivido mucho
tiempo en la corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a
Italia y a Sicilia, como efectivamente lo ejecutó por mar; y después de
haber juntado allí grandes riquezas, determinó volverse a Corinto.
Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco corintio, porque de
nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero los
marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al
agua, con el fin de apoderarse de sus tesoros. Arión entiende la trama,
y les pide que se contenten con su fortuna, la cual les cederá muy
gustosa con tal de que no le quiten la vida. Los marineros, sordos a
sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus propias
manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse
inmediatamente al mar. Viéndose Arión reducido a tan estrecho apuro,
pidióles por favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y
entonar antes de morir una canción sobre la cubierta de la nave,
dándoles palabra de matarse por su misma mano luego de haberla
concluido. Convinieron en ello los corintios, deseosos de disfrutar un
buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este
fin dejaron todos la popa y se vinieron a oirle en medio del barco.
Entonces el astuto Arión, adornado maravillosamente y puesto el pie
sobre la cubierta con la cítara en la mano, cantó una composición
melodiosa, llamada el Nomo orthio, y habiéndola concluido, se
arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos
continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos
cuentan) tomó sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a
Ténaro. Apenas puso Arión en tierra los pies, se fue en derechura a
Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo que acababa de
suceder. Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arión,
aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los
marineros. Luego que ésta se verificó, los hizo comparecer delante de
sí, y les preguntó si sabrían darle alguna noticia de Arión. Ellos
respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que lo habían
dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a
su vista Arión, con los mismos adornos con que se había precipitado en
el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y
quedó demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los corintios y
lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la
cual es representado Arión bajo la figura de un hombre montado en un
delfín.
XXV. Volviendo a la historia, dirá que Aliates dio fin con su muerte
a un reinado de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su
familia que contribuyó a enriquecer el templo de Delfos; pues en acción
de gracias por haber salido de su enfermedad, consagró un gran vaso de
plata con su basera de hierro colado, obra de Glauco, natural de Quío
(el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda más
vistosa de cuantas hay en Delfos.
XXVI. Por muerte de Aliates entró a reinar su hijo Creso a la edad
de treinta y un años, y tornando las armas, acometió a los de Éfeso, y
sucesivamente a los demás griegos. Entonces fue criando los Efesios,
viéndose por él sitiados, consagraron su ciudad a Diana, atando desde
su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo la distancia no
menos que de siete estadios (25),
pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la sitiada, distaba tanto del
templo. El monarca lydio hizo después la guerra por su turno a los
jonios y a los eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien
frívolos, y aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse.
XXVII. Conquistados ya los griegos del continente del Asia y
obligados a pagarle tributo, formó de nuevo el proyecto de construir
una escuadra y atacar a los isleños, sus vecinos. Tenía ya todos los
materiales a punto para dar principio a la construcción, cuando llegó a
Sardes Biante el de Priena, según dicen algunos, o según dicen otros,
Pitaco el de Mitilene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo
de nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos,
resueltos a emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que
se le decía la verdad sin disfraz alguno: -«¡Ojalá, exclamó, que los
dioses inspirasen a los isleños el pensamiento de hacer una correría
contra mis Lidyos, superiores por su genio y destreza a cuantos manejan
caballos! -Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el vivo deseo
que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y
en eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean
los isleños, oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar
a los lidios en alta mar, y vengar así los agravios que estáis haciendo
a los griegos del continente, tratándolos cuino vasallos y aun como
esclavos?» Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a Creso muy
ingenioso y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de
suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los jonios de las
islas un tratado de amistad.
XXVIII. Todas las naciones que moran más acá del río Halis, fueron
conquistadas por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los
Cílices y de los licios. Su imperio se componía por consiguiente de los
de los lidios, frigios, misios, mariandinos, calibes, paflagonios,
tracios, tinos y bitinios; como también de los carios, jonios, eolios y
panfilios.
XXIX. Como la corte de Sardes se hallase después de tintas
conquistas en la mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios
que a la sazón vivían en Grecia emprendían sus viajes para visitarla en
el tiempo que más convenía a cada uno. Entre todos ellos, el más
célebre fue el ateniense Solón; el cual, después de haber compuesto un
código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar y
recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero
en realidad fue por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba
establecidas, puesto que los atenienses, obligados con los más solemnes
juramentos a la observancia de todas las que les había dado Solón, no
se consideraban en estado de poder revocar ninguna por sí mismos.
XXX. Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron
que Solón se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en
Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le hospedó en su palacio,
y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los cortesanos para
que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y preciosidades que
se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto y observado
prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso:
-«ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien
conocido por la fama de la sabiduría y ciencia política, y por lo mucho
que has visto y observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro
Solón, a la pregunta que voy a dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has
visto alguno hasta de ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta
pregunta porque se creía el más afortunado del mundo. Pero Solón,
enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la
verdad, le respondió: -«Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Tello
el ateniense.» Admirado el rey, insta de nuevo. -«¿Y por qué motivo
juzgas a Tello el más venturoso de todos? -Por dos razones, señor, le
responde Solón; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a
sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la
más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una
dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla
de Eleusina, que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando
a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del
honor con las armas victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le
distinguiese con una sepultura pública en el mismo sitio en que había
muerto.»
XXXI. Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le
preguntó nuevamente a quién consideraba después de Tello el segundo
entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería
adjudicado. Pero Solón le respondió: -«A dos argivos, llamados Cleobis
y Biton. Ambos gozaban en su patria una decente medianía, y eran además
hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas en los juegos
y fiestas públicas de los atletas. También se refiere de ellos, que
como en una fiesta que los argivos hacían a Juno fuese ceremonia
legítima el que su madre (26)
hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos
no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no
pudiendo esperar más, pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y
arrastraron el carro en que su madre venía sentada, por el espacio de
cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con
ella. »Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este
tierno espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más
apetecible y más digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo
que a los hombres a veces les conviene más morir que vivir. Porque como
los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen
encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la
madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo
de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno
delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y
Biton, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ningún
mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica, asistieron los dos
al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir en
el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca
más despertaron de él. Los argivos honraron su memoria y dedicaron sus
retratos en Delfos considerándolos como a unos varones esclarecidos.»
XXXII. A estos daba Solón el segundo lugar entre los felices; oyendo
lo cual Creso, exclamó conmovido: -«¿Conque apreciáis en tan poco,
amigo ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me
contáis por feliz al lado de esos hombres vulgares? -¿Y a mí, replicó
Solón, me hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es
la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de largo
tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra
lo que no temía. »Supongamos setenta años el término de la vida
humana. La suma de sus días será de veinticinco mil y doscientos, sin
entrar en ella ningún mes intercalar. Pero si uno quiere añadir un mes (27)
cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido
tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil
y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los
setenta años, y que ascienden al número de veintiséis mil doscientos y
cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea
enteramente parecido a otro. La vida del hombre ¡oh Creso! es una serie
de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien
obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que
ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de
vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que
sólo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede
disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos
entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado
patrimonio gozan de la felicidad? »El que siendo muy rico es
infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico.
Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo,
tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le
aventaja en muchas cosas; pues además de que su fortuna le preserva de
aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos,
tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una
hermosa presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved
aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin,
conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele, entretanto,
si se quiere, el nombre de afortunado. »Pero es imposible que
ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país
produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras,
y teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo
no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halla provisto; y
cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos
bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste, señor,
es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es
menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente
desmoronarse la fortuna da los hombres a quienes Dios había ensalzado
más.»
XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos
miramientos, desagradó a Creso, el cual despidió a Solón, teniéndolo
por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes presentes, fijaba la
felicidad en el término de las cosas.
XXXIV. Después de la partida de Solón, la venganza del cielo se dejó
sentir sobre Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por
haberse creído el más dichoso de los mortales. Durmiendo una noche le
asaltó un sueño en que se lo presentaron las desgracias que amenazaban
a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro,
llamado Atis, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este
perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba.
Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y
desde luego hizo casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de
sus tropas, a pesar de que antes era el que solía conducir los lidios
al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas
sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a
los hombres, y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que
permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su hijo.
XXXV. Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un frigio de
sangre real, que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos
con un homicidio involuntario. Puesto en la presencia del rey, le pidió
se dignase purificarle de aquella mancha, lo que ejecutó Creso según
los ritos del país, que en esta clase de expansiones son muy parecidos
a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso de sabor quién
era y de donde venía, le habló así: -«¿Quién eres, desgraciado? ¿de qué
parte de Frigia (28) vienes?
¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida? -Soy, respondió al
extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordió: me llamo Adrasto; maté
sin querer a un hermano mío, y arrojado de la casi paterna, falto de
todo auxilio, vengo a refugiarme a la vuestra. -Bien venido seas, le
dijo Creso, pues eres de una familia amiga, y aquí nada te faltará.
Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más llevadera.» Adrasto se
quedó hospedado en el palacio de Creso.
XXXVI. Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo
devastaba los campos de los Mysios; los cuales, tratando de perseguirlo
en vez de causarle daño, lo recibían de él nuevamente. Por último,
enviaron sus diputados a Creso, rogándolo que los diese al príncipe su
hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar aquella
fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: -«Con mi
hijo no contéis, porque es novio y no quiero distraerle de los cuidados
que ahora lo ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros,
encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar
de vuestro país el formidable jabalí.»
XXXVII. Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta,
cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en
estos términos: -«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me
presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor;
pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo
muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la
corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las
concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos?
¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino?
Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué
razón no me conviene ir a ella.»
XXXVIII. -«Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas
por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme.
Un sueño me anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de
hierro. Por esto aceleré tus bodas, y no te permito ahora ir a la caza
por ver si logro, mientras viva, libertarte de aquel funesto presagio.
No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es como si
no le tuviera.»
XXIX. -«Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor
y la custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago;
mas, permitidme, señor, que os interprete la visión, ya que parece no
la habéis comprendido. Si me amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo
temer de los dientes y garras de un jabalí? Y puesto que no vamos a
lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi macha.»
XL. -«Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los
sueños. Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso
para que vayas a caza.»
XLI. En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: -«No pretendo, amigo
mío, echarte en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato.
Recuérdote solamente que me debes tu expiación, y que hospedado en mi
palacio te proveo de cuanto necesitas. Ahora en cambio exijo de ti que
te encargues de la custodia de mi hijo en esta cacería, no sea que en
el camino salgan ladrones a diñaros. A ti, además, te conviene una
expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y
la fuerza de tu brazo.»
XLII. -«Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en
esta que pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable
estado en que me veo, y por eso heme abstenido hasta de frecuentar la
sociedad de los jóvenes afortunados; pero agradecido a vuestros
beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto a ejecutar lo
que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la
custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa.»
XLIII. Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una
tropa escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras
del Olimpo, buscan la fiera, la levantan y rodean, y disparan contra
ella una lluvia de dardos. En medio de la confusión, quiere la fortuna
ciega que el huésped purificado por Creso de su homicidio, el
desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de
dar en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe
infeliz que, traspasado con aquella punta, cumple muriendo la
predicción del sueño de su padre. Al momento despachan un correo para
Creso con la nueva de lo acaecido, el cual, llegado a Sardes, dale
cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo.
XLIV. Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente
de que haya sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él
expiado. En el arrebato de su dolor invoca al dios de la expiación, al
dios de la hospitalidad, al dios que preside a las íntimas amistades,
nombrando con estos títulos a Júpiter, y poniéndole por testigo de la
paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha
purificado, a quien ha recibido corno huésped bajo su mismo techo, y
que escogido para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su
mayor enemigo.
XLV. Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y
detrás el matador, el cual, puesto delante de Creso, lo insta con las
manos extendidas para que lo sacrifique sobre el cuerpo de su hijo,
renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que ya no
debe vivir, después de haber dado la muerte a su mismo expiador. Pero
Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige, se
compadece de Adrasto y le habla en estos términos: -«Ya tengo, amigo,
toda la venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de
ofrecerte a morir tú mismo. Pero ¡ah! no es tuya la culpa, sino del
destino, y quizá de la deidad misma que me pronosticó en el sueño lo
que había de suceder.» Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa
correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordio, el
homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el
fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro,
condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se
degolló sobre el túmulo con sus propias manos.
XLVI. Creso, privado de su hijo, cubrióse de luto por dos años, al
cabo de los cuales, reflexionando que el imperio de Astiages, hijo de
Ciaxares, había sido destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el
poder de los persas iba creciendo de día en día, suspendió su llanto y
se puso a meditar sobre los medios de abatir la dominación persiana,
antes que llegara a la mayor grandeza. Con esta idea quiso hacer prueba
de la verdad de los oráculos, tanto de la Grecia como de la Libia, y
despachó diferentes comisionados a Delfos, a Abas, lugar de los Focéos,
y a Dodona, como también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al
que hay en Branchidas, en el territorio de Mileto. Estos fueron los
oráculos que consultó en la Grecia, y asimismo envió sus diputados al
templo de Ammon en la Libia. Su objeto era explorar lo que cada oráculo
respondía, y si los hallaba conformes, consultarles después si
emprendería la guerra contra los persas.
XLVII. Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones:
que llevasen bien la cuenta de los días, empezando desde el primero que
saliesen de Sardes; que al centésimo consultasen el oráculo en estos
términos: «¿En qué cosa se está ocupando en este momento el rey de los
lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que tomándolas por escrito, le
trajesen la respuesta de cada oráculo. Nadie refiere lo que los demás
oráculos respondieron; pero en Delfos, luego que los lidios entraron en
el templo ó hicieron la pregunta que se les había mandado, respondió la
Pitia con estos versos:
Sé del mar la medida, y de su arena
El número contar. No hay sordo alguno
A quien no entienda; y oigo al que no habla.
Percibo la fragancia que despide
La tortuga cocida en la vasija
De bronce, con la carne de cordero,
Teniendo bronce abajo, y bronce arriba.
XLVIII. Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la
Pitia, los pusieron por escrito, y volviéronse con ellos a Sardes.
Llegaban entretanto las respuestas de los otros oráculos, ninguna de
las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando halló la de Delfos, la
recibió con veneración, persuadido de que allí solo residía un
verdadero numen, pues ningún otro sino él había dado con la verdad. El
caso era, que llegado el día prescrito a los comisionados para la
consulta de los dioses, discurrió Creso una ocupación que fuese difícil
de adivinar, y partiendo en varios pedazos una tortuga y un cordero, se
puso a cocerlos en una vasija de bronce, tapándola con una cobertera
del mismo metal.
XLIX. Esta ocupación era conforme a la respuesta de Delfos. La que
dio el oráculo de Anfiarao a los lidios que la consultaron sin faltar a
ninguna de las ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál
fuera; y solo se refiere que por ella quedó persuadido Creso de que
también aquel oráculo gozaba del don de profecía.
L. Después de esto procuró Creso ganarse el favor de la deidad que
reside en Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte
subieron hasta el número de tres mil las víctimas escogidas que allí
ofreció, y por otra mandó levantar una grande pira de lechos dorados y
plateados, de tazas de oro, de vestidos y túnicas de púrpura, y después
la pegó fuego; ordenando también a todos los lidios que cada uno se
esmerase en sus sacrificios cuanto les fuera posible. Hecho esto, mandó
derretir una gran cantidad de oro y fundir con ella unos como medios
ladrillos, de los cuales los más largos eran de seis palmos, y los más
cortos de tres, teniendo de grueso un palmo. Todos componían el número
de ciento diecisiete. Entre ellos habla cuatro de oro acrisolado, que
pesaba cada uno dos talentos y medio; los demás ladrillos (29)
de oro blanquecino eran del peso de dos talentos. Labró también de oro
refinado la efigie de un león, del peso de diez talentos. Este león,
que al principio se hallaba erigido sobre los medios ladrillos, cayó de
su basa cuando se quemó el templo de Delfos, y al presente se halla en
el tesoro de los corintios, poro con solo el peso de seis talentos y
medio, habiendo mermado tres y medio que el incendio consumió.
LI. Fabricados estos dones, envió Creso juntamente con ellos otros
regalos, que consistían en dos grandes tazas, la una de oro, y la otra
de plata. La de oro estaba a mano derecha, al entrar en el templo, y la
de plata a la izquierda; si bien ambas, después de abrasado el templo,
mudaron también de lugar; pues la de oro, que pesa ocho talentos y
medio y doce minas más, se guarda en el tesoro de los clazomenios; y la
de plata en un ángulo del portal al entrar del templo; la cual tiene de
cabida seiscientos cántaros, y en ella ameran los de Delfos el vino en
la fiesta de la Theofania. Dicen ser obra de Teodoro samio, y
lo creo así; pues no me parece por su mérito pieza de artífice común.
Envió asimismo cuatro tinajas de plata, depositadas actualmente en el
tesoro de los de Corinto; y consagró también dos aguamaniles, uno de
oro y otro de plata. En el último se ve grabada esta inscripción: Don de los lacedemonios;
los cuales dicen ser suya la dádiva; pero lo dicen sin razón, siendo
una de las ofrendas de Creso. La verdad es que cierto sujeto de Delfos,
cuyo nombre conozco, aunque no le manifestaré, le puso aquella
inscripción, queriéndose congraciar con los lacedemonios. El niño por
cuya mano sale el agua, sí que es don de los lacedemonios, no siéndolo
ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras dádivas envió Creso que
nada tenían de particular, entre ellas ciertos globos de plata fundida,
y una estatua de oro de una mujer, alta tres codos, que dicen los
Delfos ser la panadera de Creso. Ofreció también el collar de oro y los
cinturones de su mujer.
LII. Informado Creso del valor de Anfiarao y de su desastrado fin (30),
le ofreció un escudo, todo él de oro puro, y juntamente una lanza de
oro macizo, con el asta del mismo metal. Entrambas ofrendas se
conservan hoy en Tebas, guardadas en el templo de Apolo Ismenio.
LIII. Los lidios encargados de llevar a los templos estos dones,
recibieron orden de Creso para hacer a los oráculos la siguiente
pregunta: «Creso, monarca de los lidios y de otras naciones, bien
seguro de que son solos vuestros oráculos los que hay en el mundo
verídicos, os ofrece estas dádivas, debidas a vuestra divinidad y numen
profético, y os pregunta de nuevo, si será bien emprender la guerra
contra los persas, y juntar para ella algún ejército confederado.»
Ambos oráculos convinieron en una misma respuesta, que fue la de
pronosticar a Creso, que si movía sus tropas contra los persas acabarla
con un grande imperio (31);
y le aconsejaron, que informado primero de cuál pueblo entre los
griegos fuese el más poderoso, hiciese con él un tratado de alianza.
LIV. Sobremanera contento Creso con la respuesta, y envanecido con
la esperanza de arruinar el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a
la ciudad de Delfos, y averiguado el número de sus moradores, regaló a
cada uno dos monedas o estateres de oro (32).
En retorno los delfios dieron a Creso y a los lidios la prerrogativa en
las consultas, la presidencia de las juntas, la inmunidad en las
aduanas y el derecho perpetuo de filiación a cualquier lidio que
quisiere ser su conciudadano.
LV. Tercera vez consultó Creso al oráculo, por hallarse bien
persuadido de su veracidad. La pregunta estaba reducida a saber si
sería largo su reinado, a la cual respondió la Pithia de este modo:
Cuando el rey de los medos fuere un mulo,
Huye entonces al Hernio pedregoso,
Oh lidio delicado; y no te quedes
A mostrarte cobarde y sin vergüenza.
LVI. Cuando estos versos llegaron a noticia de Creso, holgóse más
con ellos que con los otros, persuadido de que nunca por un hombre
reinaría entre los medos un mulo, y que por lo mismo ni él ni sus
descendientes dejarían jamás de mantenerse en el trono. Pasó después a
averiguar con mucho esmero quiénes de entre los griegos fuesen los mas
poderosos, a fin de hacerlos sus amigos, y por los informes halló que
sobresalían particularmente los lacedemonios y los atenienses, aquellos
entre los dorios, y estos entre los jonios. Aquí debo prevenir quo
antiguamente dos eran las naciones más distinguidas en aquella región,
la Pelásgica y la Helénica; de las cuales la una jamás salió de su
tierra, y la otra mudó de asiento muy a menudo (33).
En tiempo de su rey Deucalion habitaba en la Pthiotida, y en tiempo de
Doro el hijo de Helleno, ocupaba la región Istieotida, que está al pie
de los montes Ossa y Olimpo. Arrojados después por los Cadmeos de la
Istieotida, establecieron su morada en Pindo, y se llamó con el nombre
de Macedno. Desde allí pasó a la Dryopida, y viniendo por fin al
Peloponeso, se llamó la gente Dórica.
LVII. Cuál fuese la lengua que hablaban los pelasgos, no puedo decir
de positivo. Con todo, nos podemos regir por ciertas conjeturas tomadas
de los pelasgos, que todavía existen: primero, de los que habitan la
ciudad de Crestona (34),
situada sobre los Tyrrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de
los que ahora llamamos Dorienses, y moraban entonces en la región que
al presente se llama la Tessaliotida); segundo, de los pelasgos, que en
el Helesponto fundaron a Placia y a Seylace (los cuales fueron antes
vecinos de los atenienses); tercero, de los que se hallan en muchas
ciudades pequeñas, bien que hayan mudado su antiguo nombre de pelasgos.
Por las conjeturas que nos dan todos estos pueblos, podremos decir que
los pelasgos debían hablar algún lenguaje bárbaro, y que la gente
Ática, siendo Pelasga, al incorporarse con los Helenos, debió de
aprender la lengua de éstos, abandonando la suya propia. Lo cierto es
que ni los de Crestona, ni los de Placia (ciudades que hablan entre sí
una misma lengua), la tienen común con ninguno de aquellos pueblos que
son ahora sus vecinos, de donde se infiere que conservan el carácter
mismo de la lengua que consigo trajeron cuando se fugaron en aquellas
regiones.
LVIII. Por el contrario, la nación Helénica, a mi parecer, habla
siempre desde su origen el mismo idioma. Débil y separada de la
Pelásgica, empezó a crecer de pequeños principios, y vino a formar un
grande cuerpo, compuesto de muchas gentes, mayormente cuando se le
fueron allegando y uniendo en gran número otras bárbaras naciones (35),
y de aquí dimanó, según yo imagino, que la nación de los pelasgos, que
era una de las bárbaras, nunca pudiese hacer grandes progresos.
LIX. De estas dos naciones oía decir Creso que el Ática se hallaba
oprimida por Pisístrato, que a la sazón era señor o tirano do los
atenienses. A su padre Hipócrates, asistiendo a los juegos Olímpicos,
le sucedió un gran prodigio, y fue que las calderas que tenía ya
prevenidas para un sacrificio, llenas de agua y de carne, sin que las
tocase el fuego, se pusieron a hervir de repente hasta derramarse. El
lacedemonio Quilon, que presenció aquel portento, previno dos cosas a
Hipócrates: la primera, que nunca se casase con mujer que pudiese darle
sucesión; y la segunda, que si estaba casado, se divorciase luego y
desconociese por hijo al que ya hubiese tenido. Por no haber seguido
estos consejos le nació después Pisístrato, el cual, aspirando a la
tiranía y viendo que los atenienses litorales, capitaneados por
Megacles, hijo de Alcmeon, se habían levantado contra los habitantes de
los campos, conducidos por Licurgo, el hijo de Arisitoclaides, formó un
tercer partido, bajo el pretexto de defender a los atenienses de las
montañas, y para salir con su intento urdió la trama de este modo.
Hízose herir a sí mismo y a los mulos de su carroza, y se fue hacia la
plaza como quien huía de sus enemigos, fingiendo que le habían querido
matar en el camino de su casa de campo. Llegado a la plaza, pidió al
pueblo que pues él antes se había distinguido mucho en su defensa, ya
cuando general contra los megarenses, ya en la toma de Nicea (36),
y con otras grandes empresas y servicios, tuviesen a bien concederle
alguna guardia para la seguridad de su persona. Engañado el pueblo con
tal artificio, dióle ciertos hombres escogidos que lo escoltasen y
siguiesen, los cuales estaban armados, no de lanzas, sino de clavas.
Auxiliado por estos, se apoderó Pisístrato de la ciudadela de Atenas, y
por este medio llegó a hacerse dueño de los atenienses; pero sin
alterar el orden de los magistrados ni mudar las leyes, contribuyó
mucho y bien al adorno de la ciudad, gobernando bajo el plan antiguo.
LX. Poco tiempo después, unidos entre sí los partidarios de Megacles
y los de Licurgo, lograron quitar el mando a Pisístrato y echarlo de
Atenas. No bien los dos partidos acabaron de expelerle, cuando
volvieron de nuevo a la discordia y sedición entro sí mismos. Megacles,
que se vio sitiado por sus enemigos, despachó un mensajero a
Pisístrato, ofreciéndolo que si tomaba a su hija por mujer, le daría en
dote el mando de la república. Admitida la proposición y otorgadas las
condiciones, discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio más
grosero que en mi opinión pudiera imaginarse, mayormente si se observa
que los griegos eran tenidos ya de muy antiguo por más astutos quo, los
bárbaros y menos expuestos a dejarse deslumbrar de tales necedades y
que se trataba de engañar a los atenienses, reputados por los más
sabios y perspicaces de todos los griegos. En el partido Pecinense
había una mujer hermosa llamada Phya, con la estatura de cuatro codos
menos tres dedos. Armada completamente, y vestida con un traje que la
hiciese parecer mucho más bella y majestuosa, la colocaron en una
carroza y la condujeron a la ciudad, enviando delante sus emisarios y
pregoneros, los cuales cumplieron bien con su encargo, y hablaron al
pueblo en esta forma: -«Recibid, oh atenienses, de buena voluntad a
Pisístrato, a quien la misma diosa Minerva restituye a su alcázar,
haciendo con él una demostración nunca usada con otro mortal.» Esto
iban gritando por todas partes, de suerte que muy en breve se extendió
la fama del hecho por la ciudad y la comarca; y los que se hallaban en
la ciudadela, creyendo ver en aquella mujer a la diosa misma, la
dirigieron sus votos y recibieron a Pisístrato.
LXI. Recobrada de este modo la tiranía, y cumpliendo con lo pactado,
tomó Pisístrato por mujer a la hija de Megacles. Ya entonces tenía
hijos crecidos, y no queriendo aumentar su número, con motivo de la
creencia según la cual Lodos los Alcmeónidas eran considerados como una
raza impía, nunca conoció a su nueva esposa en la forma debida y
regular. Si bien ella al principio tuvo la cosa oculta, después la
descubrió a su madre y ésta a su marido. Megacles lo llevó muy a mal,
viendo que así le deshonraba Pisístrato, y por resentimiento se
reconcilió de nuevo con los amotinados. Entretanto Pisístrato,
instruido de todo, abandonó el país y se fue a Eretria, donde,
consultando con su hijo, le pareció bien el dictamen de Hipias sobre
recuperar el mando, y al efecto trataron de recoger donativos de las
ciudades que les eran más adictas, entre las cuales sobresalió la de
los tebanos por su liberalidad. Pasado algún tiempo, quedó todo
preparado para el éxito de la empresa, así porque los argivos, gente
asalariada para la guerra, habían ya concurrido del Peloponeso, como
porque un cierto Ligdamis, natural de Naxos, habiéndoseles reunido
voluntariamente con hombres y dinero, los animaba sobremanera a la
expedición.
LXII. Partiendo por fin de Eretria, volvieron al Ática once años
después de su salida, y se apoderaron primeramente de Maratón.
Atrincherados en aquel punto, se les iban reuniendo, no solamente los
partidarios que tenían en la ciudad, sino también otros de diferentes
distritos, a quienes acomodaba más el dominio de un señor que la
libertad del pueblo. Su ejército se aumentaba con la gente que acudía;
pero los atenienses que moraban en la misma Atenas miraron la cosa con
indiferencia todo el tiempo que gastó Pisístrato en recoger dinero, y
cuando después ocupó a Maratón, hasta que sabiendo qué marchaba contra
la ciudad, salieron por fin a resistirle. Los dos ejércitos caminaban a
encontrarse, y llegando al templo de Minerva la Pallenida, hicieron
alto uno enfrente del otro. Entonces fue cuando Anfilyto, el célebre
adivino de Acarnania arrebatado de su estro, se presentó a Pisístrato y
le vaticinó de este modo:
Echado el lance está, la red tendida;
Los atunes de noche se presentan
Al resplandor de la callada luna (37).
LXIII. Pisístrato, comprendido el vaticinio, y diciendo que lo
recibía con veneración, puso en movimiento sus tropas. Muchos de los
atenienses, que habían salido de la ciudad, acababan entonces de comer;
unos se entretenían jugando a los dados, y otros reposaban, por lo
cual, cayendo de repente sobre ellos las tropas de Pisístrato, se
vieron obligados a huir. Para que se mantuviesen dispersos, discurrió
Pisístrato el ardid de enviar unos muchachos a caballo, que alcanzando
a los fugitivos, los exhortasen de su parte a que tuviesen buen ánimo y
se retirasen cada uno a su casa.
LXIV. Así lo hicieron los atenienses, y logró Pisístrato apoderarse
de Atenas por tercera vez. Dueño de la ciudad, procuró arraigarse en el
mando con mayor número de tropas auxiliares, y con el aumento de las
rentas públicas, tanto recogidas en el país mismo como venidas del río
Estrimón. Con el mismo fin tomó en rehenes a los hijos de los
atenienses que, sin entregarse luego a la fuga, le habían hecho frente,
y los depositó en la isla de Naxos, de la cual se había apoderado con
las armas, y cuyo gobierno había confiado Ligdamis. Ya, obedeciendo a
los oráculos, había purificado antes la isla de Delos, mandando
desenterrar todos los cadáveres que estaban sepultados en todo el
distrito que desde el templo se podía alcanzar con la vista,
haciéndolos enterrar en los demás lugares de la isla. Pisístrato, pues,
tenía bajo su dominación a los atenienses, de los cuales algunos habían
muerto en la guerra y otros en compañía de los Alcmeónidas se habían
ausentado de su patria.
LXV. Esto era el estado en que supo Creso que entonces se hallaban
los atenienses. De los lacedemonios averiguó que, libres ya de sus
anteriores apuros, habían recobrado la superioridad en la guerra contra
los de Tegea. Porque en el reinado de Leon y Hegesicles, a pesar de que
los lacedemonios habían salido bien en otras guerras, sin embargo, en
la que sostenían contra los de Tegea habían sufrido grandes reveses.
Estos mismos lacedemonios se gobernaban en lo antiguo por las peores
leyes de toda la Grecia, tanto en su administración interior como en
sus relaciones con los extranjeros, con quienes eran insociables; pero
tuvieron la dicha de mudar sus instituciones por medio de Licurgo (38),
el hombre más acreditado de todos los Esparciatas, a quien, cuando fue
a Delfos para consultar al oráculo, al punto mismo de entrar en el
templo le dijo la Pitia:
A mi templo tú vienes, oh Licurgo,
De Jove amado y de los otros dioses
Que habitan los palacios del Olimpo.
Dudo llamarte dios u hombre llamarte,
Y en la perplejidad en que me veo,
Como dios, oh Licurgo, te saludo.
También afirman algunos que la Pitia le enseñó los buenos
reglamentos de que ahora usan los Esparciatas, aunque los lacedemonios
dicen que siendo tutor de su sobrino (39)
Leobotas, rey de los espartanos, los trajo de Creta. En efecto, apenas
se encargó de la inicia, cuando mudó enteramente la legislación, y tomó
las precauciones necesarias para su observancia. Después ordenó la
disciplina militar, estableciendo las enotias, triécadas y sissitias y últimamente instituyó los éforos y los senadores.
LXVI. De este modo lograron los lacedemonios el mejor orden en sus
leyes y gobierno, y lo debieron a Licurgo, a quien tienen en la mayor
veneración, habiéndole consagrado un templo después de sus días.
Establecidos en un país excelente y contando con una población
numerosa, hicieron muy en breve grandes progresos, con lo cual, no
pudiendo ya gozar en paz de su misma prosperidad y teniéndose por
mejores y más valientes que los arcades, consultaron en Delfos acerca
de la conquista de toda la Arcadia, cuya consulta respondió así la
Pitia:
¿La Arcadia pides? Esto es demasiado.
Concederla no puedo, porque en ella,
De la dura bellota alimentados,
Muchos existen que vedarlo intenten.
Yo nada te la envidio: en lugar suyo
Puedes pisar el suelo de Tegea,
Y con soga medir su hermoso campo.
Después que los lacedemonios oyeron la respuesta, sin meterse con
los demás arcades, emprendieron su expedición contra los de Tegea, y
engañados con aquel oráculo doble, y ambiguo, se apercibieron de
grillos y sogas, como si en efecto hubiesen de cautivar a sus
contrarios. Pero sucedióles al revés; porque perdida la batalla, los
que de ellos quedaron cautivos, atados con las mismas prisiones de que
venían provistos, fueron destinados a labrar los campos del enemigo.
Los grillos que sirvieron entonces para los lacedemonios se conservan
aun en Tegea, colgados alrededor del templo de Minerva.
LXVII. Al principio de la guerra los lacedemonios pelearon siempre
con desgracia; pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Esparta
Anaxandridas y Ariston, adquirieron la superioridad del modo siguiente:
Aburridos de su mala suerte, enviaron diputados a Delfos para saber a
qué dios debían aplacar, con el fin de hacerse superiores a sus
enemigos los de Tegea. El oráculo respondió, que lo lograrían con tal
que recobrasen los huesos de Orestes, el hijo de Agamemnon. Mas como no
pudiesen encontrar la urna en que estaban depositados, acudieron de
nuevo al templo, pidiendo se les manifestase el lugar donde el héroe
yacía. La Pitia respondió a los enviados en estos términos:
En un llano de Arcadia está Tegea;
Allí dos vientos soplan impelidos
Por una fuerza poderosa, y luego
Hay golpe y contragolpe, y la dureza
De los cuerpos se hiere mutuamente.
Allí del alma tierra en las entrañas
Encontrarás de Agamemnon al hijo;
Llevarásle contigo, si a Tegea
Con la victoria dominar pretendes.
Oída esta respuesta, continuaron los lacedemonios en sus pesquisas,
sin poder hacer el descubrimiento que deseaban, hasta tanto que Liches,
uno de aquellos Esparciatas a quienes llaman beneméritos, dio
casualmente con la urna. Llámanse beneméritos aquellos cinco soldados
que, siendo los más veteranos entre los de a caballo, cumplido su
tiempo salen del servicio; si bien el primer año de su salida, para que
no se entorpezcan con la ociosidad, se les envía de un lugar a otro,
unos acá y otros allá.
LXVIII. Liches, pues, siendo uno de los beneméritos, favorecido de
la fortuna y de su buen discurso, descubrió lo que se deseaba. Como los
dos pueblos estuviesen en comunicación con motivo de las treguas, se
hallaba Liches en una fragua del territorio de Tegea, viendo lleno de
admiración la maniobra de machacar a golpe el hierro. Al mirarle tan
pasmado, suspendió el herrero su trabajo, y le dijo: -«A fe mía, Lacon
amigo, que si hubieses visto lo que yo, otra fuera tu admiración a la
que ahora muestras al vernos trabajar en el hierro; porque has de saber
que, cavando en el corral con el objeto de abrir un pozo, tropecé con
un ataúd de siete codos de largo; y como nunca había creído que los
hombres antiguamente fuesen mayores de lo que somos ahora, tuve la
curiosidad de abrirla, y encontré un cadáver tan grande como ella
misma. Medíle y le volví a cubrir.» Oyendo Liches esta relación, se
puso a pensar que tal vez podía ser aquel muerto el Orestes de quien
hablaba el oráculo, conjeturando que los dos fuelles del herrero serían
quizá los dos vientos; el yunque y el martillo el golpe y el
contragolpe; y en la maniobra de batir el hierro se figuraba descubrir
el mutuo choque de los cuerpos duros. Revolviendo estas ideas en su
mente se volvió a Esparta, y dio cuenta de todo a sus conciudadanos,
los cuales, concertada contra él una calumnia, le acusaron y condenaron
a destierro. Refugiándose a Tegea el desterrado voluntario, y dando
razón al herrero de su desventura, la quiso tornar en arriendo aquel
corral, y si bien él se le dificultaba, al cabo se lo supo persuadir, y
estableció allí su casa. Con esta ocasión descubrió cavando el
sepulcro, recogió los huesos, y fuese con ellos a Esparta. Desde aquel
tiempo, siempre que vinieron a las manos las dos ciudades, quedaron
victoriosos los lacedemonios, por quienes ya había sido conquistada una
gran parte del Peloponeso.
LXIX. Informado Creso de todas estas cosas, envió a Esparta sus
embajadores, llenos de regalos y bien instruidos de cuanto debían decir
para negociar una alianza. Llegados que fueron, se explicaron en estos
términos: -«Creso, rey de los lidios y de otras naciones, prevenido por
el Dios que habita en Delfos de cuánto le importa contraer amistad con
el pueblo griego, y bien informado de que vosotros, ¡oh lacedemonios!
sois los primeros y principales de toda la Grecia, acude a vosotros,
queriendo en conformidad del oráculo ser vuestro amigo y aliado, de
buena fe y sin dolo alguno.» Esta fue la propuesta de Creso por medio
de sus enviados. Los lacedemonios, que ya tenían noticia de la
respuesta del oráculo, muy complacidos con la venida de los lidios,
formaron con solemne juramento, el tratado de paz y alianza con Creso,
a quien ya estaban obligados por algunos beneficios que de él antes
habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a comprar el oro que
necesitaban para fabricar la estatua de Apolo, que hoy está colocada en
Tornax de la Laconia, Creso no quiso tomarles dinero alguno, y les dio
el oro de regalo.
LXX. Por este motivo, y por la distinción que con ellos usaba Creso,
anteponiéndolos a los demás griegos, vinieron gustosos los lacedemonios
en la alianza propuesta; y queriendo mostrarse agradecidos, mandaron
trabajar con el objeto de regalársela a Creso, una pila de bronce que
podía contener trescientos cántaros; estaba adornada por defuera hasta
el borde con la escultura de una porción de animalitos. Esta pila no
llegó a Sardes, refiriéndose de dos maneras el extravío que padeció en
el camino. Los lacedemonios dicen que, habiendo llegado cerca de Samos,
noticiosos del presente aquellos isleños, salieron con sus naves y la
robaron. Pero los samios cuentan que navegando muy despacio los
lacedemonios encargados de conducirla, oyendo en el viaje que Sardes,
juntamente con Creso, habían caído en poder del enemigo, la vendieron
ellos mismos en Samos a unos particulares, quienes la dedicaron en el
templo de Juno; y que tal vez los lacedemonios a su vuelta dirían que
los samios se la habían quitado violentamente.
LXXI. Entretanto, Creso, deslumbrado con el oráculo y creyendo
acabar en breve con Ciro y con el imperio de los persas, preparaba una
expedición contra Capadocia. Al mismo tiempo cierto lidio llamado
Sándamis, respetado ya por su sabiduría y circunspección, y célebre
después entre los lidios por el consejo que dio a Creso, le habló de
esta manera: -«Veo, señor, que preparáis una expedición contra unos
hombres que tienen de pieles todo su vestido; que criados en una región
áspera, no comen lo que quieren, sino lo que pueden adquirir; y que no
beben vino, ni saben el gusto que tienen los higos, ni manjar alguno
delicado. Si los venciereis, ¿qué podréis quitar a los que nada poseen?
Pero si sois vencido, reflexionad lo mucho que tenéis que perder. Yo
temo que si llegan una vez a gustar de nuestras delicias, les tomarán
tal afición, que no podremos después ahuyentarlos. Por mi parte, doy
gracias a los dioses de que no hayan inspirado a los persas el
pensamiento de venir contra los lidios.» Este discurso no hizo
impresión alguna en el ánimo de Creso, a pesar de la exactitud con que
pintaba el estado de los persas, los cuales antes de la conquista de
los lidios ignoraban toda especie de comodidad y regalo.
LXXII. Los Capadocios, a quienes los griegos llaman Syrios, habían
sido súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y en la
actualidad obedecían a Ciro. Porque los límites que dividían el imperio
de los medos del de los lidios estaban en el río Halis; el cual,
bajando del monte Armenio, corre por la Cilicia, y desde allí va
dejando a los Mantienos a la derecha y a los frigios a la izquierda.
Después se encamina hacia el viento bóreas, y pasa por entre los
Syro-capadocios y los Paflagonios, tocando a estos por la izquierda y a
aquellos por la derecha. De este modo el río Halis atraviesa y separa
casi todas las provincias del Asia inferior, desde el mar que está
enfrente de Chipre hasta el ponto Euxino pudiendo considerarse este
tramo de tierra como la cerviz de toda aquella región. Su longitud
puede regularse en cinco días de camino para un hombre sobremanera
diligente.
LXXIII. Marchó Creso contra la Capadocia deseoso de añadir a sus
dominios aquel feraz terreno, y más todavía de vengarse de Ciro,
confiado en las promesas del oráculo. Su resentimiento dimanaba de que
Ciro tenía prisionero a Astiages, pariente de Creso, después de haberlo
vencido en batalla campal. Este parentesco de Creso con Astiages fue
contraído del modo siguiente (40):
Una partida de escitas pastores, con motivo de una sedición doméstica,
se refugió al territorio de los bledos en tiempo que reinaba Ciaxares,
hijo de Fraortes y nieto de Déjoces. Este monarca los recibió al
principio benignamente y como a unos infelices que se acogían a su
protección; y en prueba del aprecio que de ellos hacía, les confió
ciertos mancebos para que aprendiesen su lengua y el manejo del arco.
Pasado algún tiempo, como ellos fuesen a menudo a cazar, y siempre
volviesen con alguna presa, un día quiso la mala suerte que no trajesen
nada. Vueltos así con las manos vacías, Ciaxares, que no sabía
reportarse en los ímpetus de la ira, los recibió ásperamente y los
llenó de insultos. Ellos, que no creían haber merecido semejante
ultraje, determinaron vengarse de él, haciendo pedazos a uno de los
jóvenes sus discípulos; al cual, guisado del mismo modo que solían
guisar la caza, se lo dieron a comer a Ciaxares y a sus convidados, y
al punto huyeron con toda diligencia a Sardes, ofreciéndose al servicio
de Aliates.
LXXIV. De este principio, no queriendo después Aliates entregar los
escitas a pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entro
lidios y bledos una guerra que duró cinco años, en cuyo tiempo la
victoria se declaró alternativamente por unos y otros. En las
diferentes batallas que se dieron, hubo una nocturna en el año sexto de
la guerra que ambas naciones proseguían con igual suceso, porque en
medio de la batalla misma se les convirtió el día repentinamente en
noche; mutación que Thales Milesio había predicho a los jonios, fijando
el término de ella en aquel año mismo en que sucedió (41).
Entonces lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no solo
dejaron la batalla comenzada, sino que tanto los unos como los otros se
apresuraron a poner fin a sus discordias con un tratado de paz. Los
intérpretes y medianeros de esta pacificación fueron Syémnesis (42) el Cilice, y Labyneto el Babilonio (43);
los cuales, no solo les negociaron la reconciliación mutua, sino que
aseguraron la paz, uniéndolos con el vínculo del matrimonio; pues
ajustaron que Aliates diese su hija Aryénis por mujer a Astiages, hijo
de Ciaxares. Entre estas naciones las ceremonias solemnes de la
confederación vienen a ser las mismas que entre los griegos, y solo
tienen de particular que, haciéndose en los brazos una ligera incisión,
se lamen mutuamente la sangre.
LXXV. Astiages, como he dicho, fue a quien Ciro venció, y por más
que era su abuelo materno, le tuvo prisionero por los motivos que
significaré después a su tiempo y lugar. Irritado Creso contra el
proceder de Ciro, envió primero a sabor de los oráculos si sería bien
emprender la guerra contra los persas; y persuadido de que la respuesta
capciosa que le dieron era favorable a sus intentos, emprendió después
aquella expedición contra una provincia persiana. Luego que llegó Creso
al río Halis, pasó su ejército por los puentes que, según mi opinión,
allí mismo había, a pesar de que los griegos refieren que fue Thales
Milesio quien le facilitó el modo de pasarlo, porque dicen que no
sabiendo Creso cómo haría para que pasasen sus tropas a la otra parte
del río, por no existir entonces los puentes que hay ahora, Thales, que
se hallaba en el campo, le dio un expediente para que el río que corría
a la siniestra del ejército corriese también a la derecha. Dicen que
por más arriba de los reales hizo abrir un cauce profundo, que en forma
de semicírculo cogiese al ejército por las espaldas, y que así extrajo
una parte del agua, y volvió a introducirla en el río por más abajo del
campo, con lo cual, formándose dos corrientes, quedaron ambas
igualmente vadeables; y aun quieren algunos que la madre antigua
quedase del todo seca, con lo que yo no me conformo, porque entonces
¿cómo hubieran podido repasar el río cuando estuviesen de vuelta?
LXXVI. Habiendo Creso pasado el Halis con sus tropas, llegó a una
comarca de Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte y
segura de todo el país, cerca de Sinope, ciudad situada casi en la
costa del ponto Euxino. Establecido allí su ejército, taló los campos
de los Syrios, tomó la ciudad de los Pterianos, a quiénes hizo
esclavos, y asimismo otras de su contorno, quitando la libertad y los
bienes a los Syrios, que en nada le habían agraviado. Entretanto, Ciro,
habiendo reunido sus fuerzas y tomado después todas las tropas de las
provincias intermedias, venía marchando contra Creso; y antes de
emprender género alguno de ofensa, envió sus heraldos a los jonios para
ver si los podría separar de la obediencia del monarca lydio; en lo
cual no quisieron ellos consentir. Marchó entonces contra el enemigo, y
provocándose mutuamente luego que llegaron a verse, envistiéronse en
Pteria los dos ejércitos y se trabó una acción general en la que
cayeron muchos de una y otra parte, hasta que por último los separó la
noche sin declararse por ninguno la victoria. Tanto fue el valor con
que entrambos pelearon.
LXXVII. Creso, poco satisfecho del suyo, por ser el número de sus tropas inferior a las de Ciro (44)
viendo que este dejaba de acometerle al día siguiente, determinó volver
a Sardes con el designio de llamar a los egipcios, en conformidad del
tratado de alianza que había concluido con Amasis, rey de aquel país,
aun primero que lo hiciese con los lacedemonios. Se proponía también
hacer venir a los babilonios, de quienes entonces era soberano
Labyneto, y con los cuales estaba igualmente confederado, y asimismo
pensaba requerirá los lacedemonios, para que estuviesen prontos el día
que se les señalase. Reunidas todas estas tropas con las suyas, estaba
resuelto a descansar el invierno y marchar de nuevo contra el enemigo
al principio de la primavera. Con este objeto partió para Sardes y
despachó sus aliados unos mensajeros que les previniesen que de allí a
cinco meses juntasen sus tropas en aquella ciudad. El desde luego
licenció el ejército con el cual acababa de pelear contra los persas,
siendo de tropas mercenarias: bien lejos de imaginar que Ciro, dada una
batalla tan sin ventaja ninguna, se propusiere dirigir su ejército
hacia la capital de la Lidia.
LXXVIII. En tanto que Creso tomaba estas medidas, sucedió que todos
los arrabales de Sardes se llenaron de sierpes, que los caballos,
dejando su pasto, se iban comiendo según aquellas se mostraban.
Admirado Creso de este raro portento, envió inmediatamente unos
diputados a consultar con los adivinos de Telmeso (45).
En efecto, llegaron allá; pero instruidos por los Telmesenses de lo que
quería decir aquel prodigio, no tuvieron tiempo de participárselo al
rey, pues antes que pudiesen volver de su consulta, ya Creso había sido
hecho prisionero. Lo que respondieron los adivinos fue que no tardaría
mucho en venir un ejército extranjero contra la tierra de Creso, el
cual en llegando sujetaría a los naturales; dando por razón de su dicho
que la sierpe era un reptil propio del país, siendo el caballo animal
guerrero y advenedizo. Esta fue la interpretación que dieron a Creso, a
la sazón ya prisionero, si bien nada sabían ellos entonces de cuanto
pasaba en Sardes y con el mismo Creso.
LXXIX. Cuando Ciro vio, después de la batalla de Pteria, que Creso
levantaba su campo, y tuvo noticia del ánimo en que se hallaba de
despedir las tropas luego que llegase a su capital, tomó acuerdo sobre
la situación de las cosas, y halló que lo más útil y acertado sería
marchar cuanto antes con todas sus fuerzas a Sardes, primero que se
pudiesen juntar otra vez las tropas lydias. No bien adoptó este
partido, cuando lo puso en ejecución, caminando con tanta diligencia,
que él mismo fue el primer correo que dio el aviso a Creso de su
llegada. Este quedó confuso y en el mayor apuro, viendo que la cosa le
había salido enteramente al revés de lo que presumía; mas no por eso
dejó de presentarse en el campo con sus lidios. En aquel tiempo no
había en toda el Asia nación alguna más varonil ni esforzada que la
Lidia; y peleando a caballo con grandes lanzas, se distinguía en los
combates por su destreza singular.
LXXX. Hay delante de Sardes una llanura espaciosa y elevada donde
concurrieron los dos ejércitos. Por ella corren muchos ríos, entre
ellos el Hyllo, y todos van a dar en otro mayor llamado Hermo, el cual,
bajando de un monte dedicado a la madre de los dioses Dindymene, va a
desaguar en el mar cerca de la ciudad de Focea. En esta llanura, viendo
Ciro a los lidios formados en orden de batalla, y temiendo mucho a la
caballería enemiga, se valió de cierto ardid que el medo Harpago le
sugirió. Mandó reunir cuantos camellos seguían al ejército cargad los
de víveres y bagajes, y quitándoles las cargas, hizo montar en ellos
unos hombres vestidos con el mismo traje que suelen llevar los soldados
de a caballo. Dio orden para que estos camellos así prevenidos se
pusiesen en las primeras filas delante de la caballería de Creso; que
su infantería siguiese después, y que detrás de esta se formase toda su
caballería. Mandó circular por sus tropas la orden de que no diesen
cuartel a ninguno de los lidios, y que matasen a todos los que se les
pusiesen a tiro; pero que no quitasen la vida a Creso, aun cuando se
defendiese con las armas en la mano. La razón que tuvo para poner los
caballos enfrente de la caballería enemiga, fue saber que el caballo
teme tanto al camello, que no puede contenerse cuando ve su figura o
percibe su olor. Por eso se valió de aquel ardid con la mira de
inutilizar la caballería de Creso, que fundaba en ella su mayor
confianza. En efecto, lo mismo fue comenzar la pelea y oler los
caballos el tufo, y ver la figura de los camellos, que retroceder al
momento y dar en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por
esto se acobardaron los lidios, ni dejaron de continuar la acción,
porque conociendo lo que era, saltaron de sus caballos y se batieron a
pie con los persas. Duró por algún tiempo el choque, en que muchos de
una y otra parte cayeron, hasta que los lidios, vueltas las espaldas,
se vieron precisados a encerrarse dentro de los muros y sufrir el sitio
que luego los persas pusieron a la plaza.
LXXXI. Persuadido Creso de que el sitio duraría mucho, envió desde
las murallas nuevos mensajeros a sus aliados, no ya como antes para que
viniesen dentro de cinco meses, sino rogándoles se apresurasen todo lo
posible a socorrerle, por hallarse sitiado; y habiéndose dirigido a
todos ellos, lo hizo con particularidad a los lacedemonios por medio de
sus enviados.
LXXXII. En aquella sazón había sobrevenido a los mismos lacedemonios
una nueva contienda acerca del territorio llamado de Thyrea, que sin
embargo de ser una parte de la Argólida, habiéndole separado de ella le
usurpaban y retenía como cosa propia. Porque toda aquella comarca en
tierra firme que mira a poniente hasta Málea, pertenece a los argivos,
como también la isla de Cythéres y las demás vecinas. Habiendo, pues,
salido a campaña los argivos con el objeto de recobrar aquel terreno,
cuando llegaron a él tuvieron con sus contrarios un coloquio, y en él
se convino que saliesen a pelear trescientos de cada parte, con la
condición de que el país quedase por los vencedores, cualesquiera que
lo fuesen; pero que entretanto el grueso de uno y otro ejército se
retirase a sus límites respectivos, y no quedasen a la vista de los
campeones; no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno
de ellos de la pérdida de los suyos, les quisiese socorrer. Hecho este
convenio, se retiraron los ejércitos, y los soldados escogidos de una y
otra parte trabaron la pelea, en la cual, como las fuerzas y sucesos
fuesen iguales, de seiscientos hombres quedaron solamente tres; dos
argivos, Alcenor y Chromio, y un lacedemonio, Othryades; y aun estos
quedaron vivos por haber sobrevenido la noche. Los dos argivos, como si
en efecto hubiesen ya vencido, se fueron corriendo a Argos. Pero
Othryades, el único de los lacedemonios, habiendo despojado a los
argivos muertos, y llevado los despojos y las armas al campo de los
suyos, se quedó allí mismo guardando su puesto. Al otro día, sabida la
cosa, se presentaron ambas naciones, pretendiendo cada cual haber sido
la vencedora; diciendo la una que de los suyos eran más los vivos, y la
otra que aquellos habían huido y que el único suyo había guardado su
puesto y despojado a los enemigos muertos (46).
Por último, vinieron a las manos, y después de haber perecido muchos de
una y otra parte, se declaró la victoria por los lacedemonios. Entonces
fue cuando los argivos, que antes por necesidad se dejaban crecer el
pelo, se lo cortaron, y establecieron una ley llena de imprecaciones
para que ningún hombre lo dejase crecer en lo sucesivo, y ninguna mujer
se adornase con oro hasta que hubiesen recobrado a Thyrea. Los
lacedemonios en despique publicaron otra para dejarse crecer el
cabello, que antes llevaban corto (47).
De Othryades se dice que, avergonzado de volver a Esparta quedando
muertos todos sus compañeros, se quitó la vida allí mismo en Thyrea.
LXXXIII. De este modo se hallaban las cosas de los Esparciatas,
cuando llegó el mensajero lydio, suplicándoles socorriesen a Creso, ya
sitiado. Ellos al punto resolvieron hacerlo; pero cuando se estaban
disponiendo para la partida y tenían ya las naves prontas, recibieron
la noticia de que, tomada la plaza de Sardes, había caído Creso vivo en
manos de los persas, con lo cual, llenos de consternación, suspendieron
sus preparativos.
LXXXIV. La toma de Sardes sucedió de esta manera: A los catorce días
de sitio mandó Ciro publicar en todo el ejército, por medio de unos
soldados de caballería, que el que escalase las murallas sería
largamente premiado. Saliendo inútiles las tentativas hechas por
algunos, desistieron los demás de la empresa; y solamente un Mardo de
nación, llamado Hyréades, se animó a subir por cierta parte de la
ciudadela, que se hallaba sin guardia, en atención a que, siendo muy
escarpado aquel sitio, se consideraba como inexpugnable. Por esta razón
Meles, antiguo rey de Sardes (48), no había hecho pasar por aquella parte al monstruo, hijo Leon (49),
que tuvo de una concubina, por más que los adivinos de Telmesa le
hubiesen vaticinado que con tal que Leon girase por los muros, nunca
Sardes sería tomada. Meles en erecto le condujo por toda la muralla,
menos por aquella parte que mira al monte Tmolo, y que se creía
inatacable. Pero durante el asedio, viendo Hyréades que un soldado
lydio bajaba por aquel paraje a recoger un morrión que se le había
caído y volvía a subir, reflexionó sobre esta ocurrencia, y se atrevió
el día siguiente a dar por allí el asalto, siendo el primero que subió
a la muralla. Después de él hicieron otros persas lo mismo, de manera
que habiendo subido gran número de ellos fue tomada la plaza, y
entregada la ciudad al saqueo.
LXXXV. Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente:
Tenía, como he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo
restante. Con el objeto de curarle había practicado cuantas diligencias
estaban a su alcance, y habiendo enviado además a consultar el caso con
el oráculo de Delfos, respondió la Pitia:
Oh Creso, rey de Lidia y muchos pueblos,
No con ardor pretendas en tu casa,
Necio, escuchar la voz del hijo amado.
Mejor sin ella está; porque si hablare,
Comenzarán entonces tus desdichas.
Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de
Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey
con el peso de su desventura, no procuraba evitar su destino,
importándole poco morir al filo del alfanje. Pero su hijo, viendo al
persa en ademán de descargar el golpe, lleno de agitación hace un
esfuerzo para hablar, y exclama: -«Hombre, no mates a Creso.» Esta fue
la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el
tiempo de su vida.
LXXXVI. Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la
persona de Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce
días de sitio, acabó puntualmente, según el doble sentido del oráculo,
con un grande imperio, pero acabó con el suyo. Ciro, luego que se le
presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó que le pusiesen
encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos
lydios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como
primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá
habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si
alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de Creso cuentan que,
viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo impedir
que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él
un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo
mismo fue asaltarle este pensamiento, que como si volviera de un largo
desmayo exclamó por tres veces: -«¡Oh Solón!» con un profundo
suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los intérpretes le
preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus
labios, hasta que forzado a responder, dijo: -«Es aquel que yo deseara
tratasen todos los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos
tesoros.» Y como con estas expresiones vagas no satisficiera a los
intérpretes, le volvieron a preguntar, y él, viéndose apretado por las
voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un tiempo el
ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado
toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba
pasando, y le dijo cosas que no sólo interesaban a él sino a todo el
género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran
felices. Entretanto la pira, prendida la llama en sus extremidades,
comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los intérpretes el
discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser
hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro
hombre, poco antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también
la venganza divina y la facilidad con que las cosas humanas se mudan y
trastornan. Poseído de estas ideas, manda inmediatamente apagar el
fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con él estaban; pero
todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la furia
de las llamas.
LXXXVII. Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en
su favor el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles
esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo,
pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le
socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin que le
amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de
hallarse el cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y
despidieron una lluvia copiosísima que dejó apagada la hoguera.
Persuadido Ciro por este prodigio de cuán amigo de los dioses era
Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la pira, y
luego le preguntó: -«Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una
expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario
mío? -Esto lo hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que
se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios
de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque,
¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras
de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella
son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber
sucedido porque algún numen así lo quiso.»
LXXXVIII. Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado,
y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él
mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso
meditaba dentro de sí mismo sin hablar palabra, hasta que vueltos los
ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la estaban saqueando los
persas, -«Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar todo lo
que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora.» Ciro le animó
para que dijese con libertad cuanto lo ocurría, y entonces Creso le
preguntó: -«¿En qué se ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de
gente?» Esos, respondió Ciro, están saqueando tu ciudad y repartiéndose
tus riquezas. -¡Ah no, replicó Creso, ni la ciudad es mía, ni tampoco
los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece ya, y a ti es
propiamente a quien se despoja con esas rapiñas.»
LXXXIX. Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó
retirar a los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía
deber hacer en semejante caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me
han hecho prisionero y siervo tuyo, considero justo proponerte lo que
se me alcanza. Los persas son insolentes por carácter, y pobres además.
Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad saqueada, es muy
natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele contra
ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la
ciudad con orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por
razón ser absolutamente necesario ofrecerá Júpiter el diezmo de todos
esos bienes. De este modo no incurrirás en el odio de los soldados, los
cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán gustosos tu
determinación.»
XC. Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy
oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen
puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le
dijo: -«Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo
real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al
momento. -Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tú
permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le
pueda preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y
burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.» Ciro entonces quiso
saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus
designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus
magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas
inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia
para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le
dijo Ciro sonriéndose: -«Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso
negarte.» Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios,
encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y
preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus
oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella
daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos
como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses
griegos tenían por ley el ser desagradecidos.
XCI. Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se los
había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia:
-«Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso
paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de
los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó
la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía.
El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes
no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no
le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus
esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de
Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del
tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que
recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al
oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si
hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y
cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos
imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la
respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí
mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer
oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro;
el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su
madre Meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a
su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que
desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma
señora.» Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado
de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto
fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera
conquista de la Jonia.
XCII. Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron
ofrendas suyas las que dejo referidas, sino otras muchas que hay en
Grecia. En Thebas de Beocia consagró un trípode de oro al dios Apolo
Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas.
En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande escudo de oro.
Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien
algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que
ofreció Creso en Branchidas, del territorio de Mileto, son semejantes y
del mismo peso que los que dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas
hechas en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios
bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero los otros dones
pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes de
subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto
de que la corona recayese en Pantaleon, hijo también de Aliates, pero
no hermano uterino de Creso, pues éste había nacido de una madre
natural de la Caria, y aquél de otra natural de la Jonia. Cuando Creso
se vio en posesión del imperio, hizo morir al hombre que tanto lo había
resistido, despedazándole con los peines de hierro de un cardador, y
consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses.
XCIII. La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas
semejantes a las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de
oro provenientes del monte Tmolo; pero sí nos presenta un monumento,
obra la mayor de cuantas hay, después de las maravillas del mundo,
egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates, padre de
Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un
montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza
y de los artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo
se ven todavía cinco términos o cuerpos, en los cuales hay
inscripciones que indican la parte hecha por cada uno de aquellos
gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás la parte
ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe
que todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con
la prostitución voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado
marido, que cada cual por sí misma se busca. El ámbito del túmulo es de
seis estadios y dos pletros o yugadas (50),
y la anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago
que llaman de Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne.
XCIV. Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de
los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de
sus hijas. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que
acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata, los primeros que
tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos dicen, los
inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo
descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron
sus colonias a Tirsenia (51);
y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de Manes, se
experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que
toleraron algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no
cesaba la calamidad, buscaron remedios contra ella, y discurrieron
varios entretenimientos. Entonces se inventaron los dados, las tabas,
la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez, pues la invención
de este último no se lo apropian los lidios (52):
como estos juegos los inventaron para divertir el hambre, pasaban un
día entero jugando, a fin de no pensar en comer, y al día siguiente
cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron hasta
dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada
vez más, determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar
suertes para saber cuál de ellas se quedaría en el país y cuál saldría
fuera. Él se puso al frente de aquellos a quienes la suerte hiciese
quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían emigrar, a su
mismo hijo, que llevaba el nombre de Tyrseno. Estos últimos bajaron a
Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas
y muebles transportables, navegaron en busca de sustento y morada,
hasta que pisando por varios pueblos llegaron a los umbros (53),
donde fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después. Allí los
lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado del que tenía
el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo Tyrsenos. En
suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas.
XCV. Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que
arruinó el imperio de Creso; y también de qué manera los persas
vinieron a hacerse dueños del Asia. Sobre este punto voy a referirlas
cosas, no siguiendo a los persas, que quieren hacer alarde de las
hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y
verdaderamente pasaron (54);
porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de tres
maneras más. reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio
de quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a
sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron
valerosos, y no pararon hasta que, sacudido el yugo de la servidumbre,
se hicieron independientes, cuyo ejemplo siguieron después otras
naciones.
XCVI. Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y
gobernadas por sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un
dominio extraño. Hubo entre los medos un sabio político llamado
Dejoces, hijo de Fraortes, el cual aspirando al poder absoluto, empleó
este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los medos en
diversos pueblos, Dejoces, conocido ya en el suyo por una persona
respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y
justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia
dominaban en toda la Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder,
le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó
recto y justo, siempre con la idea de apoderarse del mando. Granjeóse
de esta manera una grande opinión, y extendiéndose por los otros
pueblos la fama de que solamente Dejoces administraba bien la justicia,
acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían
experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que
por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios.
XCVII. Pero creciendo cada día más el número de los concurrentes,
porque todos oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo
Dejoces que ya todo pendía de su arbitrio, no quiso sentarse más en el
lugar donde daba audiencia, y se negó absolutamente a ejercer el oficio
de juez, diciendo que no le convenía desatender a sus propios negocios
por ocuparse todo el día en el arreglo de los ajenos. Volviendo a
crecer más que anteriormente los hurtos y la injusticia, se juntaron
los medos en un congreso para deliberar sobre el estado presente de las
cosas. Según a mí me parece, los amigos de Dejoces hablaron en estos
bellos términos: -«Si continuamos así, es imposible habitar en este
país. Nombremos, pues, un rey para que le administre con buenas leyes y
podamos nosotros ocuparnos en nuestros negocios sin miedo de ser
oprimidos por la injusticia.» Persuadidos por este discurso, se
sometieron los medos a un rey.
XCVIII. Al punto mismo trataron de la persona que elegirían por
monarca, y no oyéndose otro nombre que el de Dejoces, a quien todos
proponían y elogiaban, quedó nombrado rey por aclamación del congreso.
Entonces mandó se le edificase un palacio digno de la majestad del
imperio, y se le diesen guardias para la custodia de su persona. Así lo
hicieron los medos, fabricando un palacio grande y fortificado en el
sitio que él señaló, y dejando a su arbitrio la elección de los
guardias entre todos sus nuevos vasallos. Después que se vio con el
mando los precisó a que fabricasen una ciudad, y que fortificándola y
adornándola bien, se pasasen a vivir en ella, cuidando menos de los
otros pueblos: obedeciéndole también en esto, construyeron los medos
unas murallas espaciosas y fuertes, que ahora se llaman Ecbatana (55),
tiradas todas circularmente y de manera que comprenden un cerco dentro
de otro. Toda la plaza está ideada de suerte que un cerco no se levanta
más que el otro, sino lo que sobresalen las almenas. A la perfección de
esta fabrica contribuyó no solo la naturaleza del sitio, que viene a
ser una colina redonda, sino más todavía el arte con que está
dispuesta, porque siendo siete los cercos, en el recinto del último se
halla colocado el palacio y el tesoro. La muralla exterior, que por
consiguiente es la más grande, viene a tener el mismo circuito que los
muros de Atenas (56). Las
almenas del primer cerco son blancas, las del segundo negras, las del
tercero rojas, las del cuarto azules y las del quinto amarillas, de
suerte que todas ellas se ven resplandecer con estos diferentes
colores; pero los dos últimos cercos muestran sus almenas el uno
plateadas y el otro doradas.
XCIX. Luego que Dejoces hubo hecho construir estas obras y
establecido su palacio, mandó que lo restante del pueblo habitase
alrededor de la muralla. Introdujo el primero el ceremonial de la
corte, mandando que nadie pudiese entrar donde está el rey, ni éste
fuese visto de persona alguna, sino que se tratase por medio de
internuncios establecidos al efecto. Si alguno por precisión se
encontraba en su presencia, no le era permitido escupir ni reírse, como
cosas indecentes. Todo esto se hacía con el objeto de precaver que
muchos medos de su misma edad, criados con él y en nada inferiores por
su valor y demás prendas, no mirasen con envidia su grandeza, y quizá
le pusiesen asechanzas. No viéndole era más fácil considerarle como un
hombre de naturaleza privilegiada.
C. Después que ordenó el aparato exterior de la majestad y se afirmó
en el mando supremo, se mostró recto y severo en la administración de
justicia. Los que tenían algún litigio o pretensión, lo ponían por
escrito y se lo remitían adentro por medio de los internuncios, que
volvían después a sacarlo con la sentencia o decisión correspondiente.
En lo demás del gobierno lo tenía todo bien arreglado; de suerte que si
llegaba a su noticia que alguno se desmandaba con alguna injusticia o
insolencia, le hacía llamar para castigarle según lo merecía la
gravedad del delito, a cuyo fin tenía distribuidos por todo el imperio
exploradores vigilantes que la diesen cuenta de lo que viesen y
escuchasen.
CI. Así que Dejoces fue quien unió en un cuerpo la sola nación meda,
cuyo gobierno obtuvo. La Media se componía de diferentes pueblos o
tribus, que son los busas, paretacenos, estrujates, arizantos, budios y
magos.
CII. El reinado de Dejoces duró cincuenta y tres años, y después de
su muerte le sucedió su hijo Frarotes, el cual, no contentándose con la
posesión de la Media, hizo una expedición contra los persas, que fueron
los primeros a quienes agregó a su Imperio. Viéndose dueño de dos
naciones, ambas fuertes y valerosas, fue conquistando una después de
otra todas las demás del Asia, hasta que llegó en una de sus
expediciones a los asirios, que habitaban en Nino (57).
Estos, habiendo sido un tiempo los príncipes de toda la Asiria, se
veían a la sazón desamparados de sus aliados, mas no por eso dejaban de
tener un estado floreciente. Fraortes, con una gran parte de su
ejército, pereció en la guerra que les hizo, después de haber reinado
veintidós años.
CIII. A Fraortes sucedió en el imperio Ciaxares, su hijo, y nieto de
Dejoces; de quien se dice que fue un príncipe mucho más valiente que
sus progenitores. Él fue el primero que dividió a los asiáticos en
provincias, y el primero que introdujo el orden y la separación en su
milicia, disponiendo que se formasen cuerpos de caballería, de lanceros
y de los que pelean con saetas, pues antes todos ellos iban al combate
mezclados y en confusión. Él fue también el que dio contra los lidios
aquella batalla memorable en que se convirtió el día en noche durante
la acción, y el que unió a sus dominios toda la parte de Asia que está
más allá del río Halis. Queriendo vengar la muerte de su padre, y
arruinar la ciudad de Nino, reunió todas las tropas de su Imperio y
marchó contra los asirios, a quienes venció en batalla campal; pero
cuando se hallaba sitiando la ciudad vino sobre él un grande ejército
de escitas, mandados por su rey, Madyes, hijo de Protóthiso, los cuales
habiendo echado de Europa a los Cimmerios y persiguiéndolos en su fuga,
se entraron por el Asia y vinieron a dar en la región de los medos.
CIV. Desde la laguna Meótide hasta el río Fasis y el país de colcos
habrá treinta días de camino, suponiendo que se trata de un viajero
expedito; pero desde la Cólquide hasta la Media no hay mucho que andar,
porque solamente se tiene que atravesar la nación de los Sapires. Los
escitas no vinieron por este camino, sino por otro más arriba y más
largo, dejando a su derecha el monte Cáucaso (58). Luego que dieron con los medos, los derrotaron completamente y se hicieron señores de toda el Asia.
CV. Desde allí se encaminaron a Egipto, y habiendo llegado a la
Siria Palestina, les salió a recibir Psamético, rey de Egipto, el cual
con súplicas y regalos logró de ellos que no pasasen adelante. A la
vuelta, cuando llegaron a Ascalona, ciudad de Siria, si bien la mayor
parte de los escitas pasó sin hacer daño alguno, con todo no faltaron
unos pocos rezagados que saquearon el templo de Venus Urania. Este
templo, según mis noticias, es el más antiguo de cuantos tiene aquella
diosa, pues los mismos naturales de Chipre confiesan haber sido hecho a
su imitación el que ellos tienen; y por otra parte los fenicios, pueblo
originario de la Siria, fabricaron el de Citeres. La diosa se vengó de
los profanadores de su templo enviándoles a ellos y a sus descendientes
cierta enfermedad mujeril. Así lo reconocen los escitas mismos; y todos
los que van a la Escitia ven por sus ojos el mal que padecen aquellos a
quienes los naturales llaman Enareas.
CVI. Los escitas dominaron en el Asia por espacio de veintiocho
años, en cuyo tiempo se destruyó todo, parte por la violencia y parte
por el descuido; porque además de los tributos ordinarios, exigían los
impuestos que les acomodaba, y robaban en sus correrías cuanto poseían
los particulares. Pero la mayor parte de los escitas acabaron a manos
de Ciaxares y de sus medos, los cuales en un convite que les dieron,
viéndolos embriagados, los pasaron al filo de la espada. De esta manera
recobraron los medos el Imperio, y volvieron a tener bajo su dominio
las mismas naciones que antes. Tomando después la ciudad de Nino, del
modo que referiré en otra obra (59),
sujetaron también a los asirios, a excepción de la provincia de
Babilonia. Murió, por último, Ciaxares, habiendo reinado cuarenta años,
inclusos aquellos en que mandaron los escitas.
CVII. Sucedióle en el trono su hijo Astiages, que tuvo una hija
llamada Mandane. A este monarca le pareció ver en sueño que su hija
despedía tanta orina, que no solamente llenaba con ella la ciudad, sino
que inundaba toda el Asia. Dio cuenta de la visión a los magos,
intérpretes de los sueños, e instruido de lo que el suyo significaba,
concibió tales sospechas que, cuando Mandane llegó a una edad
proporcionada para el matrimonio, no quiso darla por esposa a ninguno
de los Medes dignos de emparentar con él, sino que la casó con un
cierto persa llamado Cambises, a quien consideraba hombre de buena
familia y de carácter pacífico, pero muy inferior a cualquiera medo de
mediana condición.
CVIII. Viviendo ya Mandane en compañía de Cambises, su marido,
volvió Astiages en aquel primer año a tener otra visión, en la cual le
pareció que del centro del cuerpo de su hija salía una parra que cubría
con su sombra toda el Asia. Habiendo participado este nuevo sueño a los
mismos adivinos, hizo venir de Persia a su hija, que estaba ya en los
últimos días de su embarazo, y le puso guardias con el objeto de matar
a la prole que diese a luz, por haberle manifestado los intérpretes que
aquella criatura estaba destinada a reinar en su lugar. Queriendo
Astiages impedir que la predicción se realizase, luego que nació Ciro,
llamó a Hárpago, uno de sus familiares, el más fiel de los medos, y el
ministro encargado de todos sus negocios, y cuando le tuvo en su
presencia le habló de esta manera: «Mira, no descuides, Hárpago, el
asunto que te encomiendo. Ejecútalo puntualmente, no sea que por
consideración a otros, me faltes a mí y vaya por último a descargar el
golpe sobre tu cabeza. Toma el niño que Mandane ha dado a luz, llévale
a tu casa y mátale, sepultándole después como mejor te parezca.»
«Nunca, señor, respondió Hárpago, habréis observado en vuestro siervo
nada que pueda disgustarlos; en lo sucesivo yo me guardaré bien de
faltar a lo que os debo. Si vuestra voluntad es que la cosa se haga, a
nadie conviene tanto como a mí el ejecutarla puntualmente.»
CIX. Hárpago dio esta respuesta, y cuando le entregaron el niño,
ricamente vestido, para llevarle a la muerte, se fue llorando a su casa
y comunicó a su mujer lo que con Astiages le había pasado. «Y ¿qué
piensas hacer?» le dijo ella. «¿Que pienso hacer? respondió el marido.
Aunque Astiages se ponga más furioso de lo que ya está, nunca le
obedeceré en una cosa tan horrible como dar la muerte a su nieto. Tengo
para obrar así muchos motivos. Además de ser este niño mi pariente,
Astiages es ya viejo, no tiene sucesión varonil, y la corona debe pasar
después de su muerto a Mandane, cuyo hijo me ordena sacrificar a sus
ambiciosos recelos. ¿Qué me restan sino peligros por todas partes? Mi
seguridad exige ciertamente que este niño perezca; pero conviene que
sea el matador alguno de la familia de Astiages y no de la mía.»
CX. Dicho esto, envió sin dilación un propio a uno de los pastores
del ganado vacuno de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus
rebaños en abundantísimos pastos, dentro de unas montañas pobladas de
fieras. Este vaquero, cuyo nombre era Mitradates, cohabitaba con una
mujer, consierva suya, que en lengua de la Media se llamaba Espaco y en
la de la Grecia debería llamarse Cino (60), pues los medos a la perra la llaman espaca.
Las faldas de los montes donde aquel mayoral tenía sus praderas, vienen
a caer al Norte de Ecbatana por la parte que mira al ponto Euxino, y
confina con los Sapires. Este país es sobremanera montuoso, muy elevado
y lleno de bosques, siendo lo restante de la Media una continuada
llanura. Vino el pastor con la mayor presteza y diligencia, y Hárpago
le habló de esto modo: -«Astiages te manda tomar este niño y
abandonarlo en el paraje más desierto de tus montañas, para que perezca
lo más pronto posible. Tengo orden para decirte de su parte, que si
dejares de matarle, o por cualquiera vía escapare el niño de la muerte,
serás tú quien la sufra en el más horrible suplicio; y yo mismo estoy
encargado de ver por mis ojos la exposición del infante.»
CXI. Recibida esta comisión, tomó Mitradates el niño, y por el mismo
camino que trajo volvióse a su cabaña. Cuando partió para la ciudad, se
hallaba su mujer todo el día con dolores da parto, y quiso la buena
suerte que diese a luz un niño. Durante la ausencia estaban los dos
llenos de zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el parto
de su mujer, y ésta recelosa porque, fuera de toda costumbre, Hárpago
había llamado a su marido. Así, pues, que le vio comparecer ya de
vuelta, y no esperándole tan pronto, le preguntó el motivo de haber
sido llamado con tanta prisa por Hárpago. -«¡Ah mujer mía! respondió el
pastor; cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que pluguiese al cielo
jamás hubiese visto ni oído, y que nunca ellas pudiesen suceder a
nuestros amos. La casa de Hárpago estaba sumergida en llanto; entro
asustado en ella, y me veo en medio a un niño recién nacido, que con
vestidos de oro y de varios colores palpitaba y lloraba. Luego que
Hárpago me ve, al punto me ordena que, tomando aquel niño, me vaya con
él y le exponga en aquella parte de los montes donde más abunden las
fieras; diciéndome que Astiages era quien lo mandaba, y dirigiéndome
las mayores amenazas si no lo cumplía. Tomo el niño, y me vengo con él,
imaginando sería de alguno de sus domésticos, y sin sospechar su
verdadero linaje. Sin embargo, me pasmaba de verle ataviado con oro y
preciosos vestidos, y de que por él hubiese tanto lloro en la casa.
Pero bien presto supe en el camino de boca de un criado, que
conduciéndome fuera de la ciudad puso en mis brazos el niño, que éste
era hijo de la princesa Mandane y de Cambises. Tal es, mujer, toda la
historia, y aquí tienes el niño.»
CXII. Diciendo esto, le descubre y enseña a su mujer, la cual,
viéndole tan robusto y hermoso, se echa a los pies de su marido, abraza
sus rodillas, y anegada en lágrimas, le ruega encarecidamente que por
ningún motivo piense en exponerle. Su marido responde que no puede
menos de hacerlo así, porque vendrían espías de parte de Hárpago para
verle, y él mismo perecería desastradamente si no lo ejecutaba. La
mujer, entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice de nuevo: -«Ya
que es indispensable que le vean expuesto, haz por lo menos lo que voy
a decirte. Sabe que yo también he parido, y que fue un niño muerto. A
éste le puedes exponer, y nosotros criaremos el de la hija de Astiages
como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de ser castigado por
desobediente al rey, ni tendremos después que arrepentirnos de nuestra
mala resolución. El muerto además logrará de este modo una sepultura
regia, y este otro que existe conservará su vida.»
CXIII. Parecióle al pastor que, según las circunstancias presentes,
hablaba muy bien su mujer, y sin esperar más hizo lo que ella le
proponía. Le entregó, pues, el niño que tenía condenado a muerte, tomó
el suyo difunto y lo metió en la misma canasta en que acababa de venir
el otro, adornándole con todas sus galas; y después se fue con él y le
dejó expuesto en lo más solitario del monte. Al tercer día se marchó el
vaquero a la ciudad, habiendo dejado en su lugar por centinela a uno de
sus zagales, y llegando a casa de Hárpago le dijo que estaba pronto a
enseñarle el cadáver de aquella criatura. Hárpago envió al monte
algunos de sus guardias, los que entre todos tenía por más fieles, y
cerciorado del hecho dio sepultura al hijo del pastor. El otro niño, a
quien con el tiempo se dio el nombre de Ciro, luego que le hubo tomado
la pastora fue criado por ella, poniéndole un nombre cualquiera, pero
no el de Ciro.
CXIV. Cuando llegó a los diez años, una casualidad hizo que se
descubriese quién era. En aquella aldea donde estaban los rebaños,
sucedió que Ciro se pusiese a jugar en la calle con otros muchachos de
su edad. Estos en el juego escogieron por rey al hijo del pastor de
vacas. En virtud de su nueva dignidad, mandó a unos que le fabricasen
su palacio real, eligió a otros para que le sirviesen de guardias,
nombró a éste inspector, ministro (o como se decía entonces ojo del rey),
hizo al otro su gentilhombre para que le entrase los recados, y, por
fin, a cada uno distribuyó su empleo. Jugaba con los otros muchachos
uno que era hijo de Artémbares, hombre principal entre los medos, y
como este niño no obedeciese a lo que Ciro le mandaba, dio orden a los
otros para que le prendiesen, obedecieron ellos y le mandó Ciro azotar,
no de burlas, sino ásperamente. El muchacho, llevado muy a mal aquel
tratamiento, que consideraba indigno de su persona, luego que se vio
suelto se fue a la ciudad, y se quejó amargamente a su padre de lo que
con él había ejecutado Ciro, no llamándole Ciro (que no era todavía
este su nombre), sino aquel muchacho, hijo del vaquero de Astiages.
Enfurecido Artémbares, fuese a ver al rey, llevando consigo a su hijo,
y lamentándose del atroz insulto que se les había hecho. -«Mirad,
señor, decía, cómo nos ha tratado el hijo del vaquero, vuestro
esclavo;» y al decir esto, descubría las espaldas lastimadas de su hijo.
CXV. Astiages, que tal oía y veía, queriendo vengar la insolencia
usada con aquel niño y volver por el honor ultrajado de su padre, hizo
comparecer en su presencia al vaquero, juntamente con su hijo. Luego
que ambos se presentaron, vueltos los ojos a Ciro, le dice Astiages:
-«¿Cómo tú, siendo hijo de quien eres, has tenido la osadía de tratar
con tanta insolencia y crueldad a este mancebo, que sabías ser hijo de
una persona de las primeras de mi corte? -Yo, señor, le responde Ciro,
tuve razón en lo que hice; porque habéis de saber que los muchachos de
la aldea, siendo ese uno de ellos, se concertaron jugando en que yo
fuese su rey, pareciéndoles que era yo el que más merecía serlo por mis
prendas. Todos lo otros niños obedecían puntualmente mis órdenes; solo
éste era el que sin hacerme caso, no quería obedecer, hasta que por
último recibió la pena merecida. Si por ello soy yo también digno de
castigo, aquí me tenéis dispuesto a todo.»
CXVI. Mientras Ciro hablaba de esta suerte, quiso reconocerle
Astiages, pareciéndole que las facciones de su rostro eran semejantes a
las suyas, que se descubría en sus ademanes cierto aire de nobleza, y
que el tiempo en que le mandó exponer convenía perfectamente con la
edad de aquel muchacho. Embebido en estas ideas, estuvo largo rato sin
hablar palabra, hasta que, vuelto en sí, trató de despedir a
Artémbares, con la mira de coger a solas al pastor y obligarle a
confesar la verdad. Al efecto lo dijo: -Artémbares, queda a mi cuidado
hacer cuanto convenga para que tu hijo no tenga motivo de quejarse por
el insulto que se le hizo.» Y luego los despidió, y al mismo tiempo los
criados, por orden suya, se llevaron adentro a Ciro. Solo con el
vaquero, lo preguntó de dónde había recibido aquel muchacho, y quién se
lo había entregado. Contestando el otro que era hijo suyo, y que la
mujer de quien lo había tenido habitaba con él en la misma cabaña,
volvió a decirle Astiages que mirase por si y no se quisiese exponer a
los rigores del tormento; y haciendo a los guardias una seña para que
se echasen sobre él, tuvo miedo el pastor y descubrió toda la verdad
del hecho desde su principio, acogiéndose por último a las súplicas y
pidiéndole humildemente que le perdonase.
CXVII. Astiages, después de esta declaración, se mostró menos
irritado con el vaquero, dirigiendo toda su cólera contra Hárpago, a
quien hizo llamar inmediatamente por medio de sus guardias. Luego que
vino le habló así: -«Dime, Hárpago, ¿con qué género de muerte hiciste
perecer al niño de mi hija, que puse en tus manos?» Como Hárpago viese
que estaba allí el pastor, temiendo ser cogido si caminaba por la senda
de la mentira, dijo sin rodeos: «Luego, señor, que recibí el niño, me
puse a pensar cómo podría ejecutar vuestras órdenes sin incurrir en
vuestra indignación, y sin ser yo mismo el matador del hijo de la
Princesa. ¿Qué hice, pues? Llamé a este vaquero, y entregándole la
criatura, le dijo que vos mandabais que la hiciese morir; y en esto
seguramente dije la verdad. Dile orden para que la expusiese en lo más
solitario del monte, y que no la perdiese de vista en tanto que
respirase, amenazándole con los mayores suplicios si no lo ejecutaba
puntualmente. Cuando me dio noticia de la muerte del niño, envié los
eunucos de más confianza para quedar seguro del hecho y para que le
diesen sepultura. Ved aquí, señor, la verdad y el modo cómo pereció el
niño.»
CXVIII. Disimulando Astiages el enojo de que se hallaba poseído, le
refirió primeramente lo que el vaquero le había contado, y concluyó
diciendo, que puesto que el niño vivía lo daba todo por bien hecho;
«porque a la verdad, añadió, me pesaba en extremo lo que había mandado
ejecutar con aquella criatura inocente, y no podía sufrir la idea de la
ofensa cometida contra mi hija. Pero ya que la fortuna se ha convertido
de mala en buena, quiero que envíes a tu hijo para que haga compañía al
recién llegado, y que tú mismo vengas hoy a comer conmigo; porque tengo
resuelto hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos honrar y
dar gracias por el beneficio de haber conservado a mi nieto.»
CXIX. Hárpago, después de hacer al rey una profunda reverencia, se
marchó a su casa lleno de gozo por haber salido con tanta dicha de
aquel apuro y por el grande honor de ser convidado a celebrar con el
Monarca el feliz hallazgo. Lo primero que hizo fue enviar a palacio al
hijo único que tenía, de edad de trece años, encargándole hiciese todo
lo que Astiages le ordenase; y no pudiendo contener su alegría, dio
parte a su esposa de toda aquella aventura. Astiages, luego que llegó
el niño le mandó degollar, y dispuso que, hecho pedazos, se asase una
parte de su carne, y otra se hirviese, y que todo estuviese pronto y
bien condimentado. Llegada ya la hora de comer y reunidos los
convidados, se pusieron para el rey y los demás sus respectivas mesas
llenas de platos de carnero; y a Hárpago se le puso también la suya,
pero con la carne de su mismo hijo, sin faltar de ella más que la
cabeza y las extremidades de los pies y manos, que quedaban encubiertas
en un canasto. Comió Hárpago, y cuando ya daba muestras de estar
satisfecho, le preguntó Astiages si le había gustado el convite; y como
él respondiese que había comido con mucho placer, ciertos criados, de
antemano prevenidos, le presentaron cubierta la canasta donde estaba la
cabeza de su hijo con las manos y pies, y le dijeron que la descubriese
y tomase de ella lo que más le gustase. Obedeció Hárpago, descubrió la
canasta y vio los restos de su hijo, pero todo sin consternarse,
permaneciendo dueño de sí mismo y conservando serenidad. Astiages le
preguntó si conocía de qué especie de caza era la carne que había
comido: él respondió que sí, y que daba por bien hecho cuanto disponía
su Soberano; y recogiendo los despojos de su hijo, los llevó a su casa,
con el objeto, a mi parecer, de darles sepultura.
CXX. Deliberando el rey sobre el partido que le convenía adoptar
relativamente a Ciro, llamó a los magos que le interpretaron el sueño,
y pidióles otra vez su opinión. Ellos respondieron que si el nido
vivía, era indispensable que reinase. -«Pues el niño vive, replicó
Astiages, y habiéndole nombrado rey en sus juegos los otros muchachos
de la aldea, ha desempeñado las funciones de tal, eligiendo sus
guardias, porteros, mayordomos y demás empleados. ¿Qué pensáis ahora de
lo sucedido? -Señor, dijeron los magos, si el niño vive y ha reinado
ya, no habiendo esto sido hecho con estudio, podéis quedar tranquilo y
tener buen ánimo, pues ya no hay peligro de que reine segunda vez.
Además de que algunas de nuestras predicciones suelen tener resultados
de poco momento, y las cosas pertenecientes a los sueños a veces nada
significan. -A lo mismo me inclino yo, respondió Astiages, y creo que
mi visión se ha verificado ya en el juego de los niños. Sin embargo,
aunque me parece que nada debo temer de parte de mi nieto, os encargo
que lo miréis bien, y me aconsejéis lo más útil y seguro para mi casa y
para vosotros mismos. -A nosotros nos importa infinito, respondieron
los magos, que la suprema autoridad permanezca firme en vuestra
persona; porque pasando el imperio a ese niño, persa de nación,
seriamos tratados los medos come siervos, y para nada se contaría con
nosotros. Pero reinando vos, que sois nuestro compatriota, tenemos
parte en el mando y disfrutamos en vuestra corte los primeros honores.
Ved, pues, señor, cuánto nos interesa mirar por la seguridad de vuestra
persona y la continuación de vuestro reinado. Al menor peligro que
viésemos, os lo manifestaríamos con toda fidelidad; mas ya que el sueño
se ha convertido en una friolera, quedamos por nuestra parte llenos de
confianza y os exhortamos a que la tengáis también, y a que, separando
de vuestra vista a ese niño, le enviéis a Persia a casa de sus padres.»
CXXI. Alegróse mucho el rey con tales razones, y llamando a Ciro, le
dijo: -«Quiero que sepas, hijo mío, que inducido por la visión poco
sincera de un sueño, traté de hacerte una sinrazón; pero tu buena
fortuna te ha salvado. Vete, pues, a Persia, para donde te daré buenos
conductores, y allí encontrarás otros padres bien diferentes de
Mitradates y de su mujer la vaquera.»
CXXII. En seguida despachó Astiages a Ciro, el cual llegado a casa
de Cambises, fue recibido por sus padres, que no se saciaban de
abrazarle, como quienes estaban en la persuasión de que había muerto
poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo había conservado la
vida, y él les dijo que al principio nada sabía de su infortunio, y
había vivido en el engaño; pero que en el camino lo había sabido todo
por las personas que le acompañaban, porque antes se creía hijo del
vaquero de Astiages, por cuya mujer había sido criado. Y como en todas
ocasiones, no cesando de alabar a esta buena mujer, tuviese su nombre
en los labios, oyéronle sus padres, y determinaron esparcir la voz de
que su hijo había sido criado por una perra, con el objeto de que su
aventura pareciese a los persas más prodigiosa, de donde vino sin duda
la fama que se divulgó sobre este punto.
CXXIII. Cuando Ciro hubo llegado a la mayor edad, y por sus prendas
varoniles y amable carácter descollaba entre todos sus iguales,
Hárpago, enviándole regalos, le iba solicitando contra Astiages, de
quien deseaba vengarse; porque viendo que como persona particular no le
sería fácil asestar sus tiros contra el monarca, procuraba ganarse un
compañero tan útil para sus planos, supuesto que las dos gracias de
aquél habían sido muy semejantes a las suyas. Ya de antemano iba
disponiendo las cosas y sacando partido de la conducta de Astiages, que
se mostraba duro y áspero con los medos, se insinuaba poco a poco en el
ánimo de los sujetos principales, aconsejándoles con maña que convenía
deponer a Astiages del trono y colocar en su lugar a Ciro. Dados estos
primeros pasos, y viendo el asunto en buen estado, determinó manifestar
sus intenciones a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo para ello
un medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta
traza. Tomó una liebre, y abriéndola con mucho cuidado, metió dentro de
ella una carta, en la cual iba escrito lo que le pareció, y después la
cosió de modo que no se conociese la operación hecha. Llamó en seguida
al criado de su mayor confianza, y dándole unas redes como si fuera un
cazador, lo hizo pasar a la Persia, con el encargo de entregar la
liebre a Ciro y de decirle que debía abrirla por sus propias manos, sin
permitir que nadie se hallase presente.
CXXIV. Esta traza se puso por obra sin ningún tropiezo y con
felicidad. Ciro abrió la liebre y encontró la carta escondida, en la
cual leyó estas palabras: -«Ilustre hijo de Cambises, el cielo os mira
con ojos propicios, pues os ha concedido tanta fortuna. Ya es tiempo de
que penséis tomar satisfacción de vuestro verdugo Astiages, a quien
llamo así porque hizo cuanto pudo para quitaros la vida que los dioses
os conservaron por mi medio. No dudo que hace tiempo estaréis enterado
de cuanto se hizo con vuestra persona y de cuanto he sufrido yo mismo
de mano de Astiages, sin otra causa que el no haberos dado la muerte,
cuando preferí entregaros a su vaquero. Si escucháis mis consejos,
pronto reinaréis en lugar suyo. Haced que se armen vuestros persas, y
venid con ellos contra la Media. Tanto si me nombra por general para
resistiros, como si elige otro de los principales medos, estad seguro
del buen éxito de vuestra expedición, porque todos ellos, abandonando a
Astiages y pasándose a vuestro partido, procurarán derribarlo del
trono. Todo lo tenemos dispuesto; haced lo que os digo, y hacedlo
cuanto antes.»
CXXV. Noticioso Ciro del proyecto de Hárpago, se puso a reflexionar
cuál sería el medio más acertado para inducir a los persas a la
rebelión; y después de meditado el asunto, creyó haber hallado uno muy
oportuno. Escribió una carta según sus ideas, y habiendo reunido a los
persas en una junta, la abrió en ella y leyó su contenido, por el que
le nombraba Astiages general de los persas: -«Es preciso, por
consiguiente, les dijo, que cada uno de vosotros se arme con su hoz.»
Los persas son una nación compuesta de varias castas o pueblos, parte
de los cuales juntó Ciro con el objeto de insurreccionarlos contra los
medos. Estos persas, de quienes dependían todos los demás, eran los
Arteatas, los persas propiamente dichos, los Pasagardas, los Merafios y
los Masios. De todos ellos, los Pasagardas eran los mejores y más
valientes, y entre estos se cuentan los Achemenides, que es aquella
familia de donde vienen los reyes persianos. Los otros pueblos son los
Panthialeos, los Derusieos y los Germanios (61), que se dedican a labrar los campos, y los Daros, los Mardos, los Drópicos y los Sagartios, que viven como pastores.
CXXVI. Luego que todos los persas se presentaron con sus hoces,
mandóles Ciro que desmontasen en un día toda una selva llena de espinas
y malezas, la cual en la Persia tendría el espacio de dieciocho a
veinte estadios. Acabada esta operación, les mandó segunda vez que al
día siguiente compareciesen limpios y aseados. Entretanto, hizo juntar
en un mismo paraje todos los rebaños de cabras, ovejas y bueyes que
tenía su padre, y entregándolos al cuchillo, preparó una espléndida
comida, cual convenía para dar va convite al ejército de los persas,
proporcionando además el vino necesario y los manjares más escogidos.
Concurrieron al día siguiente los persas, a quienes Ciro mandó que
reclinados en un prado comiesen a su satisfacción. Después del banquete
les preguntó en cuál de los dos días les había ido mejor, y si
preferían la fatiga del primero a las delicias del actual. Ellos le
respondieron que había mucha diferencia entre los dos días, pues en el
anterior había sido todo afán y trabajo, y por el contrario, en el
presente todo descanso y recreo. Entonces Ciro, tomando ocasión de sus
palabras, les descubrió todo el proyecto, diciéndoles. -«Tenéis razón,
valerosos persas; y si queréis obedecerme, no tardaréis en lograr estos
bienes y otros infinitos, sin ninguna fatiga de las que proporciona la
servidumbre. Pero si rehusáis mis consejos, no esperéis otra cosa sino
miseria y afanes innumerables, como los de ayer. Animo, pues, amigos
míos, y siguiendo mis órdenes, recobrad vuestra libertad. Yo pienso que
he nacido con el feliz destino de poner en vuestras manos todos estos
bienes, porque en nada os considero inferiores a los medos, y mucho
menos en los negocios de la guerra. Siendo esto así, levantaos contra
Astiages in perder momento.»
CXXVII. Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían con disgusto
la dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se
declararon de buena voluntad por la independencia. Luego que supo
Astiages lo que Ciro iba maquinando, le envió a llamar por medio de un
mensajero, al cual mandó Ciro dijese de su parte a Astiages, que estaba
muy bien, y que le haría una visita más presto de lo que él mismo
quisiera. Apenas Astiages recibió esta respuesta, cuando armó a todos
los medos, y como hombre a quien el mismo cielo cegaba, quitándole el
acierto, les dio por general a Hárpago, olvidando las crueldades que
con él había ejecutado. Cuando los medos llegaron a las manos con los
persas, lo que sucedió fue que algunos pocos a quienes no se había dado
parte del designio, combatían de veras; los instruidos en él se pasaban
a los persas, y la mayor parte de propósito peleaban mal y se
entregaban a la fuga.
CXXVIII. Al saber Astiages la derrota vergonzosa de su ejército,
dijo con tono de amenaza: -«No pienses, Ciro, que por esto haya de
durar mucho tu gozo.» Después hizo espirar en un patíbulo a los magos,
intérpretes de los sueños, que le habían aconsejado dejase ir libre a
Ciro, y por último, mandó que todos los medos jóvenes y viejos que
habían quedado en la ciudad, tomasen las armas, con los cuales,
habiendo salido a campaña y entrado en acción con los persas, no solo
fue vencido, sino que él mismo quedó hecho prisionero juntamente con
todas las tropas que había llevado.
CXXIX. Cautivo Astiages, se le presentó Hárpago muy alegre,
insultándole con burlas y denuestos que pudieran afligirle, y
zahiriéndole particularmente con la inhumanidad de aquel convite en que
lo dio a comer las carnes de su mismo hijo. También le preguntaba qué
le parecía de su actual esclavitud comparada con el sólio de donde
acababa de caer. Astiages, fijando en él los ojos, le preguntó a su
vez, si reconocía por suya aquella acción de Ciro. -«Si, la reconozco,
dijo Hárpago, pues habiéndole yo convidado por escrito, puedo gloriarme
con razón de tener parte en la hazaña.» Entonces respondió Astiages que
le miraba como al hombre más necio y más injusto del mundo; el más
necio, porque habiendo tenido en su mano hacerse rey, sí era verdad que
él hubiese sido el autor de lo que pasaba, había procurado para otro la
autoridad suprema; y el más injusto, porque en despique de una cena
había reducido a los medos a la servidumbre, cuando si era preciso que
otras sienes y no las suyas se ciñesen con la corona, la razón pedía
que fuesen las de otro medo, y no las de un persa; pues ahora los
medos, sin tener culpa alguna, de señores pasaban a ser siervos, y los
persas, antes siervos, venían a ser sus señores.
CXXX. De este modo, pues, Astiages, habiendo reinado treinta y cinco
años, fue depuesto del trono; por cuya dureza y crueldad los medos
cayeron bajo el dominio de los persas, después de haber tenido el
imperio del Asia superior más allá del río Halis por espacio de ciento
veintiocho años (62),
exceptuado el tiempo en que mandaron los escitas. Así que los persas en
el reinado de Astiages, teniendo a su frente a Ciro, sacudieron el yugo
de los medos y empezaron a mandar en el Asia. Ciro desde entonces
mantuvo cerca de sí a Astiages todo el tiempo que le quedó de vida, sin
tomar de él ninguna otra venganza. Más adelante, según llevo ya
referido, venció a Creso, que había sido el primero en romper las
hostilidades, y habiéndose apoderado de su persona, vino por este
tiempo a ser señor de toda el Asia.
CXXXI. Las leyes y usos de los persas he averiguado que son estas.
No acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni aras, y tienen por
insensatos a los que lo hacen; lo cual, a mi juicio, dimana de que no
piensan como los griegos, que los dioses hayan nacido de los hombres.
Suelen hacer sacrificios a Júpiter, llamando así a todo el ámbito del
cielo, y para ello se suben a los montes más elevados. Sacrifican
también al sol, a la luna, a la tierra, al agua, y a los vientos;
siendo estas las únicas deidades que reconocen desde la más remota
antigüedad, si bien después aprendieron de los asirios y árabes a
sacrificar a Venus. Urania (63); porque a Venus los asirios la llaman Milita, los árabes Alita, y los persas Mitra.
CXXXII. En los sacrificios que los persas hacen a sus dioses no
levantan aras, no encienden fuego, no derraman licores, no usan de
flautas, ni de tortas ni de farro molido. Lo que hacen es presentar la
víctima en un lugar puro, y llevando la tiara ceñida las más veces con
mirto, invocar al Dios a quien sacrifican; pero en esta invocación no
debe pedirse bien alguno para sí en particular, sino para todos los
persas y para su rey, porque en el número de los persas se considera
comprendido el que sacrifica. Después se divide la víctima en pequeñas
porciones, y hervida la carne, se pone sobre un lecho de la hierba más
suave, y regularmente sobre trébol. Allí un mago de pie entona sobre la
víctima la Theogonia (64),
canción para los persas la más eficaz y maravillosa. La presencia de un
mago es indispensable en todo sacrificio. Concluido éste, se lleva el
sacrificante la carne, y hace de ella lo que le agrada.
CXXXIII. El aniversario de su nacimiento es de todos los días el que
celebran con preferencia, debiendo dar en él un convite, en el cual la
gente más rica y principal suele sacar a la mesa bueyes enteros,
caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se
contentan con sacar reses menores. En sus comidas usan de pocos
manjares de sustancia, pero sí de muchos postres, y no muy buenos. Por
eso suelen decir los persas, que los griegos se levantan de la mesa con
hambre, dando por razón que después del cubierto principal liada se
sirve que merezca la pena, pues si algo se presentase de gusto, no
dejarían de comer hasta que estuviesen satisfechos. Los persas son muy
aficionados al vino. Tienen por mala crianza vomitar y orinar delante
de otro. Después de bien bebidos, suelen deliberar acerca de los
negocios de mayor importancia. Lo que entonces resuelven, lo propone
otra vez el amo de la casa en que deliberaron, un día después; y si lo
acordado les parece bien en ayunas, lo ponen en ejecución, y si no, lo
revocan. También suelen volver a examinar cuando han bebido bien
aquello mismo sobre lo cual han deliberado en estado de sobriedad.
CXXXIV. Cuando se encuentran dos en la calle, se conoce luego si son
o no de una misma clase, porque si lo son, en lugar de saludarse de
palabra, se dan un beso en la boca: si el uno de ellos fuese de
condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese
mucho menos noble, postrándose, reverencia al otro. Dan el primer lugar
en su aprecio a los que habitan más cerca, el segundo a los que siguen
a éstos, y así sucesivamente tienen en bajísimo concepto a los que
viven más distantes de ellos, lisonjeándose de ser los persas con mucha
ventaja los hombres más excelentes del mundo. En tiempo de los medos,
unas naciones de aquel imperio mandaban a las otras; si bien los medos,
además de mandar a sus vecinos inmediatos, tenían el dominio supremo
sobre todas ellas; las otras mandaban cada una a la que tenían más
vecina. Este mismo orden observan los persas, de suerte que cada nación
depende de una y manda a otra.
CXXXV. Ninguna gente adopta las costumbres y modas extranjeras con
más facilidad que los persas. Persuadidos de que el traje de los medos
es más gracioso y elegante que el suyo, visten a la Meda; se
arman para la guerra con el peto de los egipcios; procuran lograr todos
los deleites que llegan a su noticia; y esto en tanto grado, que por el
mal ejemplo de los griegos, abusan de su familiaridad con los niños.
Cada particular, suele tomar muchas doncellas por esposas, y con todo
son muchas las amigas que mantienen en su casa.
CXXXVI. Después del valor y esfuerzo militar, el mayor mérito de un
persa consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía
regalos al que prueba ser padre de la familia más numerosa, porque el
mayor número es para ellos la mayor excelencia. En la educación de los
hijos, que dura desde los cinco hasta los veinte años, solamente les
enseñan tres cosas: montar a caballo, disparar el arco y decir la
verdad. Ningún hijo se presenta a la vista de su padre hasta después de
haber cumplido los cinco años, pues antes vive y se cría entre las
mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que si el niño
muriese en los primeros años de su crianza, ningún disgusto reciba por
ello su padre.
CXXXVII. Me parece bien esta costumbre, como también la siguiente:
Nunca el rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas
castiga a sus familiares con pena grave por un solo delito, sino que
primero se examina con mucha escrupulosidad si los delitos o faltas son
más y mayores que no los servicios y buenas obras, y solamente en el
caso de que lo sean, se suelta la rienda al enojo y se procede al
castigo. Dicen que nadie hubo hasta ahora que diese la muerte a sus
padres, y que cuantas veces se ha dicho haberse cometido tan horrendo
crimen, si se hiciesen las informaciones necesarias, resultaría que los
tales habían sido supuestos o nacidos de adulterio; porque no creen
verosímil que un padre verdadero muera nunca a manos de su propio hijo.
CXXXVIII. Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito
decirlo. Tienen por la primera de todas las infamias el mentir, y por
la segunda contraer deudas; diciendo, entre otras muchas razones, que
necesariamente ha de ser mentiroso el que sea deudor. A cualquier
ciudadano que tuviese lepra o albarazos, no le es permitido, ni
acercarse a la ciudad, ni tener comunicación con los otros persas;
porque están en la creencia de que aquella enfermedad es castigo de
haber pecado contra el sol. A todo extranjero que la padece, los más de
ellos le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el
mismo motivo. Veneran en tanto grado a los ríos, que ni orinan, ni
escupen, ni se lavan las manos en ellos, como tampoco permiten que
ningún otro lo haga.
CXXXIX. Una cosa he notado en la lengua persiana, en que parece no
han reparado los naturales, y es que todos los nombres que dan a los
cuerpos y a las cosas grandes y excelentes terminan con una misma
letra, que es la que los Dorienses llaman San, y los jonios Sigma (65).
El que quiera hacer esta observación, hallará que no algunos nombres de
los persas, sino todos, acaban absolutamente de la misma manera.
CXL. Lo que he dicho hasta aquí sobre los usos de los persas es una
cosa cierta y de que estoy bien informado. Pero es más oscuro y dudoso
lo que suele decirse de que a ningún cadáver dan sepultura sin que
antes haya sido arrastrado por una ave de rapiña o por un perro. Los
magos acostumbran hacerlo así públicamente. Yo creo que los persas
cubren primero de cera el cadáver, y después le entierran. Por lo que
mira a los magos, no solamente se diferencian en sus prácticas del
común de los hombres, sino también de los sacerdotes del Egipto. Estos
ponen su perfección en no matar animal alguno, fuera de las víctimas
que sacrifican: los magos con sus propias manos los matan todos,
perdonando solamente al perro y al hombre, y se hacen un mérito de
matar no menos a las hormigas que a las sierpes, como también a los
demás vivientes, tanto los reptiles como los que vagan por el aire.
Pero basta de tales usos; volvamos a tomar el hilo de la historia.
CXLI. Al punto que los lidios fueron conquistados por los persas con
tanta velocidad, los jonios y los eolios enviaron a Sardes sus
embajadores, solicitando de Ciro que los admitiese por vasallos con las
mismas condiciones que lo eran antes de Creso. Oyó Ciro la pretensión,
y respondió con este apólogo: -«Un flautista, viendo muchos peces en el
mar, se puso a tocar su instrumento, con el objeto de que atraídos por
la melodía saltasen a tierra. No consiguiendo nada, tomó la red
barredera, y echándola al mar, cogió con ella una muchedumbre de peces,
los cuales, cuando estuvieron sobre la playa, empezaron a saltar según
su costumbre. Entonces el flautista volvióse a ellos, y les dijo:
-«Basta ya de tanto baile, supuesto que no quisisteis bailar cuando yo
tocaba la flauta.» El motivo que tuvo Ciro para responder de esta
manera a los jonios y a los eolios fue porque cuando él les pidió por
sus mensajeros que se rebelasen contra Creso, no le dieron oídos, y
ahora, viendo el pleito tan mal parado, se mostraban prontos a
obedecerle. Enojado, pues, contra ellos, los despachó con esta
respuesta; y los jonios se volvieron a sus ciudades, fortificaron sus
murallas y reunieron un congreso en Panionio, al que todos asistieron
menos los Milesios, porque con estos solos había Ciro concluido un
tratado, admitiéndolos por vasallos con las mismas condiciones que a
los lidios. Los demás jonios determinaron en el congreso enviar
embajadores a Esparta, solicitando auxilios en nombre de todos.
CXLII. Estos jonios, a quien pertenece el templo de Panionio,
han tenido la buena suerte de fundar sus ciudades bajo un cielo y en un
clima que es el mejor de cuantos habitan los hombres, a lo menos los
que nosotros conocemos. Porque ni la región superior, ni la inferior,
ni la que está situada al Occidente, ninguna logra iguales ventajas,
sufriendo unas los rigores del frío y de la humedad, y experimentando
otras el excesivo calor y la sequía. No hablan todos los jonios una
misma lengua, y puede decirse que tienen cuatro dialectos diferentes.
Mileto, la primera de sus ciudades, cae hacia el Mediodía, y después
siguen Miunte (66) y Priena.
Las tres están situadas en la Caria y usan de la misma lengua. En la
Lidia están Éfeso, Colofon, Lébedos, Teos, Clazómenas y Focéa; todas
las cuales hablan una lengua misma, diversa de la que usan las tres
ciudades arriba mencionadas. Hay todavía tres ciudades de Jonia más,
dos de ellas en las islas de Sumos y Quío, y la otra, que es Erithrea,
fundada en el continente. Los quíos y los eritreos tienen el mismo
dialecto; pero los samios usan otro particular suyo.
CXLIII. De estos pueblos jonios los Milesios se hallaban a cubierto
del peligro y del miedo por su trato con Ciro, y los Isleños nada
tenían que temer de los persas, porque todavía no eran súbditos suyos
los fenicios, y ellos mismos no eran gente a propósito para la marina.
La causa porque los Milesios se habían separado de los demás griegos,
no era otra sino la poca fuerza que tenía todo el cuerpo de los
griegos, y en especial los jonios, sobremanera desvalidos y casi de
ninguna consideración. Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había
respetable. De aquí nacía que los otros jonios, y los mismos
atenienses, se desdeñaban de su nombre, no queriendo llamarse jonios; y
aun ahora me parece que muchos de ellos se avergüenzan de semejante
dictado. Pero aquellas doce ciudades no sólo se preciaban de llevarle,
sino que habiendo levantado un templo, le quisieron llamar de su mismo
nombre Panjonio, o común a los jonios, y aun tomaron la
resolución de no admitir en él a ningún otro que los pueblos jonios, si
bien debe añadirse que nadie pretendió semejante unión a no ser los de
Esmirna.
CXLIV. Una cosa igual hacen los Dorienses de Pentápolis, estado que ahora se compone de cinco ciudades, y antes se componía de seis, llamándose Exápolis. Estos se guardan de admitir a ninguno de los otros Dorienses en su templo Triópico,
y esto lo observan con tal rigor, que excluyeron de su comunión a
algunos de sus ciudadanos que habían violado sus leyes y ceremonias. El
caso fue este: en los juegos que celebraban en honor de Apolo Triopio,
solían antiguamente adjudicar por premio a los vencedores unos trípodes
de bronce, pero con la precisa condición de no habérselos de llevar,
sino de ofrecerlos al dios en su mismo templo. Sucedió, pues, que un
tal Agasicles de Halicarnaso, declarado vencedor, no quiso observar
esta ley, y llevándose el trípode, le colgó en su misma casa. Por esta
transgresión aquellas cinco ciudades, que eran Lindo, Yalisso, Camiro,
Coo y Cnido, privaron de su comunión a Halicarnaso, que era la sexta.
Tal y tan severo fue el castigo con que la multaron.
CXLV. Yo pienso que los jonios se repartieron en doce ciudades, sin
querer admitir otras más en su confederación, porque cuando moraban en
el Peloponeso, estaban distribuidos en doce partidos; así como los
Acheos que fueron los que los echaron del país, forman también ahora
doce distritos. El primero es Pellena, inmediata a Sycion; después
siguen Egira y Egas, donde se halla el Cratis, río que siempre lleva
agua, y del cual tomó su nombre el otro río Cratis de la Italia; en
seguida vienen Bura, Helice, a donde los jonios se retiraron vencidos
en batalla por los Acheos, Egon y Rypcs; después los Patrenses, los
Farenses y Oleno, donde esta el gran río Piro; y por último, Dyma y los
Triteenses, que es entre todas estas ciudades el único pueblo de tierra
adentro.
CXLVI. Estas son ahora las doce comunidades de los Acheos, y lo eran
antes de los jonios, motivo por el cual éstos se distribuyeron en doce
ciudades. Porque suponer que los unos son más jonios que los otros, o
que tuvieron más noble origen, es ciertamente un desvarío; pues no sólo
los Abantes originarios de la Eubea, los cuales nada tienen, ni aun el
nombre de la Jonia, hacen una parte, y no la menor, de los tales
jonios, sino que además se hallan mezclados con ellos los focenses,
separados de los otros sus paisanos, los Melosos, los arcades pelasgos,
los Dorienses epidaurios y otras muchas naciones, que con los jonios se
confundieron. En cuanto a los jonios, que por haber partido del
Pritaneo de los atenienses, quieren ser tenidos por los más puros y
acendrados de todos, se sabe de ellos que, no habiendo conducido
mujeres para su colonia, se casaron con las Carianas, a cuyos padres
habían quitado la vida; por cuya razón estas mujeres, juramentadas
entre sí, se impusieron una ley, que trasmitieron a sus hijas, de no
comer jamás con sus maridos, ni llamarles con este nombre, en atención
a que, habiendo muerto a sus padres, maridos e hijos, después de tales
insultos se habían juntado con ellas, todo lo cual sucedió en Mileto.
CXLVII. Estos colonos atenienses nombraron por reyes, unos a los
licios, familia oriunda de Glauco, el hijo de Hipóloco; otros a los
Caucones Pylios, descendientes de Codro, hijo de Melantho; y algunos
los tomaban ya de una, ya de otra de aquellas dos casas. Todos ellos
ambicionan con preferencia a los demás el nombre de jonios, y
ciertamente lo son de origen verdadero; bien que de este nombre
participan cuantos, procediendo de Atenas, celebran la fiesta llamada Apaturia,
la cual es común a todos los jonios asiáticos, fuera de los Efesios y
Colofonios, los únicos que en pena de cierto homicidio no la celebran.
CLXVIII. El Panionio es un templo que hay en Micale, hacia el Norte,
dedicado en nombre común de los jonios a Neptuno el Heliconio. Micale
es un promontorio de tierra firme, que mira hacia el viento Zéfiro (67),
y pertenece a Samos. En este promontorio, los jonios de todas las
ciudades solían celebrar una fiesta, a que dieron el nombre de Panjonia.
Y es de notar que todas las fiestas, no sólo de los jonios, sino de
todos los griegos, tienen la misma propiedad que dijimos de los nombres
persas, la de acabar en una misma letra. (68)
CXLIX. He dicho cuales son las ciudades jonias; ahora referiré las
eolias. Cima, por sobrenombre Fricónida, Larisas, Muronuevo, Tenos,
Cilla, Notion, Egidoxa, Pitana, Egeas, Mirina, Grinia. Estas son las
once ciudades antiguas de los eolios, pues aunque también eran doce,
todas en el continente, Esmirna, una de aquel número, fue separada de
las otras por los jonios. Los eolios establecieron sus colonias en un
terreno mejor que el de los jonios, pero el clima no es tan bueno.
CL. Los eolios perdieron a Esmirna de este modo: ciertos Colofonios,
vencidos en una sedición doméstica y arrojados de su patria, hallaron
en Esmirna un asilo. Estos fugitivos, un día en que los de Esmirna
celebraban fuera de la ciudad una fiesta solemne a Baco, les cerraron
las puertas y se apoderaron de la plaza. Concurrieron todos los eolios
al socorro de los suyos, pero se terminó la contienda por medio de una
transacción, en la que se convino que los jonios, quedándose con la
ciudad, restituyesen los bienes muebles a los de Esmirna. Estos,
conformándose con lo pactado, fueron repartidos en las otras once
ciudades eolias, que los admitieron por ciudadanos suyos.
CLI. En el número de las ciudades eolias de la tierra firme, no se
incluyen los que habitan en el monte Ida, porque no forman un cuerpo
con ellas. Otras hay también situadas en las islas. En la de Lesbos
existen cinco, porque la sexta, que era Arisba, la redujeron bajo su
dominación los de Metimna, siendo de la misma sangre. En Ténedos hay
una, y otra en las que llaman las cien islas. Todas estas ciudades
insulares, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer
de Ciro; pero a los demás eolios les pareció conveniente confederarse
con los otros jonios y seguirlos a donde quiera que los condujesen.
CLII. Luego que llegaron a Esparta los enviados de los jonios y
eolios, habiendo hecho el viaje con toda velocidad, escogieron para que
en nombre de todos llevase la voz a un cierto focense, llamado Pitermo;
el cual, vestido de púrpura, con la mira de que muchos espartanos
concurriesen atraídos de la novedad, se presentó en su congreso, y con
una larga arenga les pidió socorros. Los lacedemonios, bien lejos de
dejarse persuadir del orador, resolvieron no salir a la defensa de los
jonios; con lo cual se volvieron los enviados. Sin embargo, despacharon
algunos hombres en una galera de cincuenta remos, con el objeto, a mi
parecer, de explorar el estado de las cosas de Ciro y de la Jonia.
Luego que estos llegaron a Focéa, enviaron a Sardes al que entre todos
era tenido por hombre de mayor suposición, llamado Lacrines, con orden
de intimar a Ciro que se abstuviese de inquietar a ninguna ciudad de
los griegos, cuyas injurias no podrían mirar con indiferencia.
CLIII. Dícese que Ciro, después que el enviado acabó su propuesta,
preguntó a los griegos que cerca de sí tenía, qué especie de hombres
eran los lacedemonios, y cuántos, en número, para atreverse a hacerle
semejante declaración, y que informado de lo que preguntaba, respondió
al orador: -«Nunca temí a unos hombres que tienen en medio de sus
ciudades un lugar espacioso, donde se reúnen para engañar a otros con
sus juramentos; y desde ahora les aseguro que si los dioses me
conservaron la vida, yo haré que se lamenten, no de las desgracias de
los jonios, sino de las suyas propias.» Este discurso iba dirigido
contra todos los griegos, que tienen en sus ciudades una plaza
destinada para la compra y venta de sus cosas, costumbre desconocida
entre los persas, que no tienen plazas en las suyas. Después de esto,
dejando al persa Tábalo por gobernador de Sardes, y dando al lidio
Páctyas la comisión de recaudar los tesoros de Creso y de los otros
lidios, partióse con sus tropas para Ecbátana, llevando consigo a
Creso, y teniendo por negocio de poca importancia el acometer sobre la
marcha a los jonios. Bien es verdad que para esto le servían de
embarazo Babilonia y la nación Bactriana, los sacas y los egipcios,
contra los cuales él mismo en persona quería conducir su ejército,
enviando contra los jonios a cualquiera otro general. Apenas Ciro había
salido de Sardes, cuando Páctyas insurreccionó a los lidios, y habiendo
bajado a la costa del mar, como tenía a su disposición todo el oro de
Sardes, le fue fácil reclutar tropas mercenarias, y persuadir a la
gente de la marina que le siguiese en su expedición. Dirigióse, pues,
hacia Sardes, puso a la ciudad sitio y obligó al gobernador Tábalo a
encerrarse en la ciudadela.
CLV. Ciro en el camino tuvo noticia de lo que pasaba, y hablando de
ello con Creso, le dijo: -«¿Cuándo tendrán fin, oh Creso, estas cosas
que me suceden? Ya está visto que esos lidios nunca vivirán en paz, ni
me dejarán a mí tranquilo. Pienso que lo mejor fuera reducirlos a la
condición de esclavos. Ahora veo que lo que acabo de hacer con ellos es
parecido a lo que hace un hombre que, habiendo dado muerte al padre,
perdona a los hijos. Así, yo, habiéndome apoderado de tu persona, que
eras más que padre de los lidios, tuve la inadvertencia de dejar en sus
manos la ciudad; y ahora me maravillo de que se me rebelen.» De este
modo hablaba Ciro lo que sentía, y Creso, temeroso de la total ruina de
Sardes, -Tienes mucha razón, le responde; pero me atrevo, señor, a
suplicarte que no te dejes dominar del enojo, ni destruyas una ciudad
antigua que está inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. Antes
fui yo el autor d e la injuria, y pago la pena merecida; ahora Páctyas,
a quien confiaste la ciudad de Sardes, es el amotinador que debe
satisfacer a tu justa venganza. Pero a los lidios perdónales, y a fin
de que no se levanten otra vez, ni vuelvan a darte más cuidados,
envíales orden para que no tengan armas de las que sirven en la guerra,
y mándales también que lleven una túnica talar debajo de su vestido,
que calcen coturnos, que aprendan a tocar la cítara y a cantar, y que
enseñen a sus hijos el ejercicio de la mercancía. Con estas
providencias los verás en breve convertidos de hombres en mujeres, y
cesará todo peligro de que se rebelen otra vez.»
CLVI. Tal fue el expediente que sugirió Creso, teniéndole por más
ventajoso para los lidios que no el ser vendidos por esclavos; porque
bien sabía que a no proponer al rey un medio tan eficaz, no le haría
mudar de resolución, y por otra parte recelaba en extremo que si los
lidios escapaban del peligro actual volverían a sublevarse en otra
ocasión, y perecerían por rebeldes a manos de los persas. Ciro, muy
satisfecho con el consejo, y desistiendo de su primer enojo, dijo a
Creso que se conformaba con él; y llamando al efecto al medo Mázares,
le mandó que intimase a los lidios cuanto le había sugerido Creso; que
fuesen tratados como esclavos todos los demás que habían servido en la
expedición contra Sardes, y que de todos modos le presentasen vivo
delante de sí al mismo Páctyas.
CLVII. Dadas estas providencias, continuó Ciro su viaje a lo
interior de la Persia. Entretanto, Páctyas, informado de que estaba ya
cerca el ejército que venia contra él, se llenó de pavor, y se fue
huyendo a Cyma. Mázares, que al frente de una pequeña división del
ejército de Ciro marchaba contra Sardes, cuando vio que no encontraba
allí las tropas de Páctyas, lo primero que hizo fue obligar a los
lidios a ejecutar las órdenes de Ciro, que mudaron enteramente sus
costumbres y método de vida. Después envió, unos mensajeros a Cyma,
pidiendo le entregasen a Páctyas. Los Cymanos acordaron antes de todo
consultar el caso con el dios que se veneraba en Branchidas, donde
había un oráculo antiquísimo, que acostumbraban consultar todos los
pueblos de la Eolia y de la Jonia. Este oráculo estaba situado en el
territorio de Mileto sobre el puerto Panormo.
CLVIII. Los Cymanos, pues, enviaron sus diputados a Branchidas, con
el objeto de consultar lo que deberían hacer de Páctyas, para dar gusto
a los dioses. El oráculo respondió que fuese entregado a los persas. Ya
se disponían a ejecutarlo, por hallarse una parte del pueblo inclinada
a ello, cuando Aristódico, hijo de Heraclides, sujeto que gozaba entre
sus conciudadanos de la mayor consideración, desconfiando de la
realidad del oráculo y de la verdad de los consultantes, detuvo a los
Cymanos para que no lo ejecutasen hasta tanto que fuesen al templo
otros diputados, en cuyo número se comprendió al mismo Aristódico.
CLIX. Luego que llegaron a Branchidas, hizo Aristódico la consulta
en nombre de todos: -«¡Oh numen sagrado! Refugióse a nuestra ciudad el
lidio Páctyas, huyendo de una muerte violenta. Los persas le reclaman
ahora, y mandan a los Cymanos que se le entreguen. Nosotros, por más
que temernos el poder de los persas, no nos hemos atrevido a poner en
sus manos a un hombre que se acogió a nuestro amparo, hasta que sepamos
de vos claramente cuál es el partido que debemos seguir.» El oráculo,
del mismo modo que la primera vez, respondió que Páctyas fuese
entregado a los persas. Entonces Aristódico imaginó este ardid: Se puso
a dar vueltas por el templo, y a echar de sus nidos a todos los
gorriones y demás pájaros que encontraba. Dícese que fue interrumpido
en esta operación por una voz que, saliendo del santuario mismo, le
dijo: -«¿Cómo te atreves, hombre malvado y sacrílego, a sacar de mi
templo a los que han buscado en él un asilo? -¿Y será justo, respondió
Aristódico sin turbarse, que vos, sagrado numen, miréis con tal esmero
por vuestros refugiados, y mandéis que los Cymanos abandonemos al
nuestro y lo entreguemos a los persas? -Sí, lo mando, replicó la voz,
para que por esa impiedad perezcáis cuanto antes, y no volváis otra vez
a solicitar mis oráculos sobre la entrega de los que se han acogido a
vuestra protección.»
CLX. Los Cymanos, oída la respuesta que llevaron sus diputados, no
queriendo exponerse a perecer si le entregaban, ni a verse sitiados si
le retenían en la ciudad, le enviaron a Mytilene, a donde no tardó
Mázares en despachar nuevos mensajeros, pidiendo la entrega de Páctyas.
Los Mytileneos estaban ya a punto de entregársele por cierta suma de
dinero, pero la cosa no llegó a efectuarse, porque los Cymanos,
llegando a saber lo que se trataba, en una nave que destinaron a Lésbos
embarcaron a Páctyas y le trasladaron a Quío. Allí fue sacado
violentamente del templo de Milierva, patrona de la ciudad, y entregado
al fin por los naturales de Quío, los cuales le vendieron a cuenta de
Atárneo, que es un territorio de la Mysia, situado enfrente de Lésbos.
Los persas, apoderados así de Páctyas, le tuvieron en prisión para
presentársela vivo a Ciro. Durante mucho tiempo ninguno de Quío
enharinaba las víctimas ofrecidas a los dioses con la cebada cogida en
Atárneo, ni del grano nacido allí se hacían tortas para los
sacrificios; y, en una palabra, nada de cuanto se criaba en aquella
comarca era recibido por legítima ofrenda en ninguno de los templos.
CLXI. Mázares, después que lo fue entregado Páctyas por los de Quío,
emprendió la guerra contra las ciudades que hablan concurrido a sitiar
a Tábalo. Vencidos en ella los de Priena, los vendió por esclavos, y
haciendo sus correrías por las llanuras del Meandro, lo saqueó todo, y
dio el botín a sus tropas. Lo mismo hizo en Magnesia; pero luego
después enfermó y murió.
CLXII. En su lugar vino a tomar el mando del ejército Hárpago,
también medo de nación, el mismo a quien Astiages dio aquel impío
convite, y que tanto sirvió después a Ciro en la conquista del imperio.
Luego que llegó a la Jonia, fue tomando las plazas, valiéndose de
trincheras y terraplenes; porque obligados los enemigos a retirarse
dentro de las murallas, le fue preciso levantar obras de esta clase
para apoderarse de ellas. La primera ciudad que combatió fue la de
Focea en la Jonia.
CLXIII. Para decir algo de Focea, conviene saber que los primeros
griegos que hicieron largos viajes por mar fueron estos focenses, los
cuales descubrieron el mar Adriático, la Tirsenia, la Iberia y Tarteso,
no valiéndose de naves redondas, sino sólo de sus penteconteros
o naves de cincuenta remos. Habiendo aportado a Tarteso, supieron
ganarse toda la confianza y amistad del rey de los tartesios,
Arganthonio (69), el cual
ochenta años había que era señor de Tarteso, y vivió hasta la edad de
ciento veinte; y era tanto lo que este príncipe los amaba, que cuando
la primera vez desampararon la Jonia, les convidó con sus dominios,
instándoles para que escogiesen en ellos la morada que más les
acomodase. Pero viendo que no les podía persuadir, y sabiendo de su
boca el aumento que cada día tomaba el poder de los medos, tuvo la
generosidad de darles dinero para la fortificación de su ciudad, y lo
hizo con tal abundancia, que siendo el circuito de las murallas de no
pocos estadios, bastó para fabricarlas todas de grandes y labradas
piedras.
CLXIV. Así tenían los de Focea fortificada su ciudad, cuando
Hárpago, haciendo avanzar su ejército, les puso sitio; si bien antes
les hizo la propuesta de que se daría por tal de que los focenses,
demoliendo una sola de las obras de defensa que tenía la muralla,
reservasen para el rey una habitación. Los sitiados, que no podían
llevar con paciencia la dominación extranjera, pidieron un solo día
para deliberar, con la condición de que entretanto se retirasen las
tropas. Hárpago les respondió, que sin embargo de que conocía sus
intenciones, consentía en darles tiempo para que deliberasen. Mientras
las tropas se mantuvieron separadas de las murallas, los focenses, sin
perder momento, aprontaron sus naves y embarcaron en ellas a sus hijos
y mujeres con todos sus muebles y alhajas, como también las estatuas y
demás adornos que tenían en sus templos, menos los que eran de bronce o
de mármol, o consistían en pinturas (70).
Puesto a bordo todo lo que podían llevarse consigo, se hicieron a la
vela, y se trasladaron Quío. Los persas ocuparon después la ciudad
desierta de habitantes.
CLXV. No quisieron los naturales de Quío vender a los focenses las
islas llamadas Enusas, recelosos de que en manos de sus huéspedes
viniesen a ser un grande emporio, y quedasen ellos excluidos de las
ventajas del comercio. Viendo esto los focenses, determinaron navegar a
Córcega, por dos motivos: el uno porque veinte años antes, en virtud de
un oráculo, habían fundado allí una colonia, en una ciudad llamada
Alalia; y el otro por haber ya muerto su bienhechor Arganthonio.
Embarcados para Córcega, lo primero que hicieron fue dirigirse a Focea,
donde pasaron a cuchillo la guarnición de los persas, a la cual Hárpago
había confiado la defensa de la ciudad. Dado este golpe de mano, se
ligaron mutuamente con el solemne voto de no Abandonarse en el viaje,
pronunciando mil imprecaciones contra el que faltase a él, y echando
después al mar una gran masa de hierro, hicieron un juramento de no
volver otra vez a Focea si primero aquella misma masa no aparecía
nadando sobre el agua (71).
Sin embargo, al emprender la navegación, más de la mitad de ellos no
pudieron resistir al deseo de su ciudad y a la ternura y compasión que
les inspiraba la memoria de los sitios y costumbres de la patria, y
faltando a lo prometido y jurado, volvieron las proas hacia Vocea. Pero
los otros, fieles a su juramento, salieron de las islas Enusas y
navegaron para Córcega.
CLXVI. Después de su llegada vivieron cinco años en compañía de los
antiguos colonos, y edificaron allí sus templos. Pero como no dejasen
en paz a sus vecinos, a quienes despojaban de lo que tenían, unidos de
común acuerdo los Tyrrenos y los cartagineses, les hicieron la guerra,
armando cada una de las dos naciones sesenta naves. Los focenses,
habiendo tripulado y armado también sus bajeles hasta el número de
sesenta, les salieron al encuentro en el mar de Cerdeña. Dióse un
combate naval, y se declaró la victoria a favor de los focenses; pero
fue una victoria, como dicen, Cadmea (72),
por haber perdido cuarenta naves, y quedado inútiles las otras veinte,
cuyos espolones se torcieron con el choque. Después del combate
volvieron a Alalia, y tomando a sus hijos y mujeres, con todos los
muebles que las naves podían llevar, dejaron la Córcega, y navegaron
hacia Regio.
CLXVII. Los prisioneros focenses que los cartagineses, y más todavía
los Tyrrenos, hicieron en las naves destruidas, fueron sacados a tierra
y muertos a pedradas. De resultas, los Agyllenses (73)
sufrieron una gran calamidad; pues todos los ganados de cualquiera
clase, y hasta los hombres mismos que pasaban por el campo donde los
focenses fueron apedreados, quedaban mancos, tullidos o apopléticos.
Para expiar aquella culpa, enviaron a consultar a Delfos, y la Pitia
los mandó que celebrasen, como todavía lo practican, unas magníficas
exequias en honor de los muertos, con juegos gímnicos y carreras de
caballos. Los otros focenses que se refugiaron en Regio, saliendo
después de esta ciudad, fundaron en el territorio do Cnotria (74) una colonia que ahora llaman Hyela (75);
y esto lo hicieron por haber oído a un hombre, natural de Posidonia,
que la Pitia les había dicho en su oráculo que fundasen a Cyrno, que es el nombre de un héroe, y no debía equivocarse con el de la isla (76).
CLXVIII. Una suerte muy parecida a la de los focenses tuvieron los
Teianos, pues estrechando Hárpago su plaza con las obras que levantaba,
se embarcaron en sus naves y se fueron a Tracia, donde habitaron en
Abdera, ciudad que antes había edificado Tymesio el clazomenio, puesto
que no la había podido disfrutar por haberle arrojado de ella los
tracios; pero al presente los Teianos de Abdera le honran como a un
héroe.
CLXIX. De todos los jonios estos fueron los únicos que, no pudiendo
tolerar el yugo de los persas, abandonaron su patria; pero los otros
(dejando aparte a los de Mileto) hicieron frente al enemigo; y
mostrándose hombres de valor, combatieron en defensa de sus hogares,
hasta que vencidos al cabo y hechos prisioneros, se quedaron cada uno
en su país bajo la obediencia del vencedor. Los Milesios, según ya dije
antes, como habían hecho alianza con Ciro, se estuvieron quietos y
sosegados. En conclusión, este fue el modo como la Jonia fue avasallada
por segunda vez. Los jonios que moraban en las islas, cuando vieron que
Hárpago había sujetado ya a los del continente, temerosos de que no les
acaeciese otro tanto, se entregaron voluntariamente a Ciro.
CLXX. Oigo decir que a los jonios, celebrando en medio de sus apuros
un congreso en Panionio, les dio el sabio Biantes, natural de Priena,
un consejo provechoso que si le hubiesen seguido hubieran podido ser
los más felices de la Grecia. Los exhortó a que, formando todos una
sola escuadra, se fuesen a Cerdeña y fundaran allí un solo estado,
compuesto de todas las ciudades jonias; con lo cual, libres de la
servidumbre, vivirían dichosos, poseyendo la mayor isla de todas, y
teniendo el mando en otras; porque si querían permanecer en la Jonia,
no les quedaba, en su opinión, esperanza alguna de mantenerse libres e
independientes. También era muy acertado el consejo que antes de llegar
a su ruina les había dado el célebre Thales, natural de Mileto, pero de
una familia venida antiguamente de Fenicia. Este les proponía que se
estableciese para todos los jonios una junta suprema en Theos, por
hallarse esta ciudad situada en medio de la Jonia, sin perjuicio de que
las otras tuviesen lo mismo que antes sus leyes particulares, como si
fuese cada una un pueblo o distrito separado.
CLXXI. Hárpago, después que hubo conquistado la Jonia, volvió sus
fuerzas contra los Carianos, los Caunios y los licios, llevando ya
consigo las tropas jonias y eolias. Estos Carianos son una nación que
dejando las islas se pasó al continente; y según yo he podido
conjeturar, informándome de lo que se dice acerca de las edades más
remotas, siendo ellos antiguamente súbditos de Minos, con el nombre de Leleges,
moraban en las islas del Asia, y no pagaban ningún tributo sino cuando
lo pedía Minos, le tripulaban y armaban sus navíos; y como este
monarca, siempre feliz en sus expediciones (77),
hiciese muchas conquistas, se distinguió en ellas la nación Cariana,
mostrándose la más valerosa y apreciable de todas. A la misma nación se
debe el descubrimiento de tres cosas de que usan los griegos; pues ella
fue la que enseñó a poner crestas o penachos en los morriones, a pintar
armas y empresas en los escudos, y a pegar en los mismos unas correas a
manera de asas, siendo así que hasta entonces todos los que usaban de
escudo le llevaban sin aquellas asas, y sólo se servían para manejarla
de unas bandas de cuero que colgadas del cuello y del hombro izquierdo
se unían al mismo escudo. Los carios, después de haber habitado mucho
tiempo en las islas, fueron arrojados de ellas por los jonios y dorios,
y se pasaron al continente. Esto es lo que dicen los Cretenses; pero
los Carianos pretenden ser originarios de la tierra firme, y haber
tenido siempre el mismo nombre que ahora; y en prueba de ello muestran
en Mylassa un antiguo templo de Júpiter cario, el cual es común a los
Mysios, como hermanos que son de los Carianos, puesto que Lydo y Myso,
como ellos dicen, fueron hermanos de Car. Los pueblos que tienen otro
origen, aunque hablen la lengua de los carios, no participan de la
comunión de aquel templo.
CLXXII. Los Caunios, a mi entender, son originarios del país, por
más que digan ellos mismos que proceden de Creta. Es difícil determinar
si fueron ellos los que adoptaron la lengua Caria o los Carianos la
suya; lo cierto es que tienen unas costumbres muy diferentes de los
demás hombres y de los Carianos mismos. En sus convites parece muy bien
que se reúnan confusamente los hombres, las mujeres y los niños, según
la edad y grados de amistad que median entre ellos. Al principio
adoptaron el culto extranjero; pero arrepintiéndose después, y no
queriendo tener más dioses que los suyos propios, tomaron todos ellos
las armas, y golpeando con sus lanzas el aire, caminaron de este modo
hasta llegar a los confines Calyndicos, diciendo entretanto que con
aquella operación echaban de su país a los dioses extraños.
CLXXIII. Los licios traen su origen de la isla de Creta, que
antiguamente estuvo toda habitada de bárbaros. Cuando los hijos de
Europa, Sarpedon y Minos, disputaron en ella el Imperio, quedó Minos
vencedor en la contienda y echó fuera de Creta a Sarpedon con todos sus
partidarios. Estos se refugiaron en Myliada, comarca del Asia menor, y
la misma que al presente ocupan los licios. Sus habitadores se llamaban
entonces los Solymos. Sarpedon tenía el mando de los licios, que a la
sazón se llamaban los Térmilas, nombre que habían traído
consigo y con el que todavía son llamados de sus vecinos. Pero después
que Lyco, el hijo de Pandion, fue arrojado de Atenas por su hermano
Egeo, y refugiándose a la protección de Sarpedon, se pasó a los Térmilas (78),
estos vinieron con el tiempo a mudar de nombre, y tomando el de Lyco,
se llamaron licios. Sus leyes en parte son cretenses, y en parte
carias; pero tienen cierto uso muy particular en el que no se parecen
al resto de los hombres, y es el de tomar el apellido de las madres y
no de los padres; de suerte que si a uno se le pregunta quién es y de
qué familia procede, responde repitiendo el nombre de su madre y el sus
abuelas maternas. Por la misma razón, si una mujer libre se casa con un
esclavo, los hijos son tenidos por libres o ingenuos; y si al contrario
un hombre libre, aunque sea de los primeros ciudadanos, toma una mujer
extranjera o vive con una concubina, los hijos que nacen de semejante
unión son mirados como bastardos e infames.
CLXXIV. Los carios en aquella época, sin dar prueba alguna de valor,
se dejaron conquistar por Hárpago; y lo mismo sucedió a los griegos que
habitaban en aquella región. En ella moran los Cnidios, colonos de los
lacedemonios, cuyo país está en la costa del mar y se llama Triopio. La
Cnidia, empezando en la península Bybassia, es un terreno rodeado casi
todo por el mar, pues solo está unido con el continente por un paso de
cinco estadios de ancho. Le baña por el Norte el golfo Ceramico, y por
el Sur el mar de Syma y de Rodas. Los Cnidios, queriendo hacer que toda
la tierra fuese una isla perfecta, mientras Hárpago se ocupaba en
sujetar a la Jonia, trataron de cortar el istmo que los une con la
tierra firme. Empleando mucha gente en la excavación, notaron que los
trabajadores padecían muchísimo en sus cuerpos, y particularmente en
los ojos de resultas de las piedras que rompían, y atribuyéndolo a
prodigio o castigo divino, enviaron sus mensajeros a Delfos para
consultar cuál fuese la causa de la dificultad y resistencia que
encontraban. La Pitia, según cuentan los Cnidios, les respondió así:
Al istmo no toquéis de ningún modo.
Isla fuera, si Jove lo quisiese.
Recibida esta respuesta, suspendieron los Cnidios las excavaciones,
y sin hacer la menor resistencia, se entregaron a Hárpago, que con su
ejército venía marchando contra ellos.
CLXXV. Más arriba de Halicarnaso moraban tierra adentro los
Pedaseos. Siempre que a estos o a sus vecinos les amenaza algún
desastre, sucede que a la sacerdotisa de Minerva le crece una gran
barba, cosa que entonces le aconteció por tres veces. Los Pedaseos
fueron los únicos en toda la Caria que por algún tiempo hicieron frente
a Hárpago, y le dieron mucho en que entender, fortificando el monte que
llaman Lida; mas por último quedaron vencidos y arruinados.
CLXXVI. Cuando Hárpago conducía sus tropas al territorio de Janto,
los licios de aquella ciudad le salieron al encuentro, y peleando pocos
contra muchos, hicieron prodigios de valor; pero vencidos al cabo y
obligados a encerrarse dentro de la ciudad, reunieron en la fortaleza a
sus mujeres, hijos, dinero y esclavos, y pegándola fuego, la redujeron
a cenizas; después de lo cual, conjurados entre sí con las más
horribles imprecaciones, salieron con disimulo de la plaza, y pelearon
de modo que todos ellos murieron con las armas en la mano. Por este
motivo muchos que dicen ahora ser licios de Janto, son advenedizos,
menos ochenta familias, que hallándose a la sazón fuera de su patria,
sobrevivieron a la ruina común. De este modo se apoderó Hárpago de la
ciudad de Janto, y de un modo semejante de la de Cauno, habiendo los
Caunios imitado casi en todo a los licios.
CLXXVII. Mientras Hárpago destruía el Asia baja, Ciro en persona
sujetaba las naciones del Asia superior, sin perdonar a ninguna.
Nosotros pasaremos en silencio la mayor parte, tratando únicamente de
aquellas que con su resistencia le dieron más que hacer y que son más
dignas de memoria. Ciro, pues, cuando tuvo bajo su obediencia todo
aquel continente, pensó en hacer la guerra a los asirios.
CLXXVIII. La Asiria tiene muchas y grandes ciudades, pero de todas
ellas la más famosa y fuerte era Babilonia, donde existía la corte y
los palacios reales después que Nino fue destruida. Situada en una gran
llanura, viene a formar un cuadro, cuyos lados tienen cada uno de
frente ciento veinte estadios, de suerte que el ámbito de toda ella es
de cuatrocientos ochenta. Sus obras de fortificación y ornato son las
más perfectas de cuantas ciudades conocemos. Primeramente la rodea un
foso profundo, ancho y lleno de agua. Después la ciñen unas murallas
que tienen de ancho cincuenta codos reales, y de alto hasta doscientos,
siendo el codo real tres dedos mayor del codo común y ordinario (79).
CLXXIX. Conviene decir en qué se empleó la tierra sacada del foso, y
cómo se hizo la muralla. La tierra que sacaban del foso la empleaban en
formar ladrillos, y luego que estos tenían la consistencia necesaria
los llevaban a cocer a los hornos. Después, valiéndose en vez de
argamasa de cierto betún caliente, iban ligando la pared de treinta en
treinta filas de ladrillos con unos cestones hechos de caña, edificando
primero de este modo los labios o bordes del foso, y luego la muralla
misma. En lo alto de esta fabricaron por una y otra parte unas casillas
de un solo piso, las unas enfrente de las otras, dejando en medio el
espacio suficiente para que pudiese dar vueltas una carroza. En el
recinto de los muros hay cien puertas de bronce, con sus quicios y
umbrales del mismo metal. A ocho jornadas de Babilonia se halla una
ciudad que se llama Is, en la cual hay un río no muy grande que tiene
el mismo nombre y va a desembocar al Eufrates. El río Is lleva
mezclados con su corriente algunos grumos de asfalto o betún, de donde
fue conducido a Babilonia el que sirvió para sus murallas.
CLXXX. La ciudad esta dividida en dos partes por el río Eufrates,
que pasa por medio de ella. Este río, grande, profundo y rápido, baja
de las Armenias y va a desembocar en el mar Eritreo (80).
La muralla, por entrambas partes, haciendo un recodo llega a dar con el
río, y desde allí empieza una pared hecha de ladrillos cocidas, la cual
va siguiendo por la ciudad adentro las orillas del río. La ciudad,
llena de casas de tres y cuatro pisos, está cortada con unas calles
rectas, así las que corren a lo largo, como las trasversales que cruzan
por ellas y van a parar al río. Cada una de estas últimas tiene una
puerta de bronce en la cerca que se extiende por las márgenes del
Eufrates; de manera que son tantas las puertas que van a dar al río,
cuantos son los barrios entre calle y calle.
CLXXXI. El muro por la parte exterior es como la lóriga de la
ciudad, y en la parte interior hay otro muro que también la ciñe, el
cual es más estrecho que el otro, pero no mucho más débil. En medio de
cada uno de los dos grandes cuarteles en que la ciudad se divide, hay
levantados dos alcázares. En el uno está el palacio real, rodeado con
un muro grande y de resistencia, y en el otro un templo de Júpiter Belo
con sus puertas de bronce. Este templo, que todavía duraba en mis días,
es cuadrado y cada uno de sus lados tiene dos estadios. En medio de él
se va fabricada una torre maciza que tiene un estadio de altura y otro
de espesor. Sobre esta se levanta otra segunda, después otra tercera, y
así sucesivamente hasta llegar al número de ocho torres. Alrededor de
todas ellas hay una escalera por la parte exterior, y en la mitad de
las escaleras un rellano con asientos, donde pueden descansar los que
suben. En la última torre se encuentra una capilla, y dentro de ella
una gran cama magníficamente dispuesta, y a su lado una mesa de oro. No
se ve allí estatua ninguna, y nadie puede quedarse de noche, fuera de
una sola mujer, hija del país, a quien entre todas escoge el Dios,
según refieren los Caldeos, que son sus sacerdotes.
CLXXXII. Dicen también los Caldeos (aunque yo no les doy crédito)
que viene por la noche el Dios y la pasa durmiendo en aquella cama, del
mismo modo que sucede en Tébas del Egipto, como nos cuentan los
egipcios, en donde duerme una mujer en el templo de Júpiter tebano. En
ambas partes aseguran que aquellas mujeres no tienen allí comunicación
con hombre alguno. También sucede lo mismo en Pátara de la Licia, donde
la sacerdotisa, todo el tiempo que reside allí el oráculo, queda por la
noche encerrada en el templo.
CLXXXIII. En el mismo templo de Babilonia hay en el piso interior
otra capilla, en la cual se halla una grande estatua de Júpiter
sentado, que es de oro: junto a ella una grande mesa también de oro,
siendo del mismo metal la silla y la tarima. Estas piezas, según dicen
los Caldeos, no se hicieron can menos de ochocientos talentos de oro.
Fuera de la capilla hay un altar de oro, y además otro grande para las
reses ya crecidas, pues en el de oro sólo es permitido sacrificar
víctimas tiernas y de leche. Todos los años, el día en que los Caldeos
celebran la fiesta de su Dios, queman en la mayor de estas dos aras mil
talentos de incienso. En el mismo templo había anteriormente una
estatua de doce codos, toda ella de oro macizo, la que yo no he visto,
y solamente refiero lo que dicen los Caldeos. Darío, el hijo de
Histaspes, formó el proyecto de apropiársela cautelosamente, pero no se
atrevió a quitarla. Su hijo Jerjes la quitó por fuerza, dando muerte al
sacerdote que se oponía a que se la removiese de su sitio. Tal es el
adorno y la riqueza de este templo, sin contar otros muchos donativos
que los particulares le habían hecho.
CLXXXIV. Entre les muchos reyes de la gran Babilonia que se
esmeraron en la fábrica y adorno de las murallas y templos, de quienes
haré mención tratando de los Asirlos, hubo dos mujeres. La primera,
llamada Semíramis (81), que
reinó cinco generaciones o edades antes de la segunda, fue la que
levantó en aquellas llanuras unos diques y terraplenes dignos de
admiración, con el objeto de que el río no inundase, como
anteriormente, los campos.
CLXXXV. La segunda, que se llamó Nitocris (82),
siendo más política y sagaz que la otra, además de haber dejado muchos
monumentos que mencionaré después, procuró tomar cuantas medidas pudo
contra el imperio de los medos, el cual, ya grande y poderoso, lejos de
contenerse pacífico dentro de sus limites, había ido conquistando
muchas ciudades, y entre ellas la célebre Nino. Primeramente, viendo
que el Eufrates que corro por medio de la ciudad llevaba hasta ella un
curso recto, abrió muchas acequias en la parte superior del país, y
llevando el agua por ellas, hizo dar tantas vueltas al río, que por
tres veces viniese a tocar en una misma aldea de la Asiria llamada
Ardérica; de suerte que los que ahora, saliendo do las costas del mar (83),
quieren pasar a Babilonia, navegando por el Eufrates por tres veces y
en tres días diferentes pasan por aquella aldea. En las dos orillas del
río amontonó tanta tierra e hizo con ella tales márgenes, que asombra
la grandeza y elevación de estos diques. Además de esto, en un lugar
que cae en la parte superior, y está muy lejos de Babilonia, mandó
hacer una grande excavación con el objeto de formar una laguna
artificial, poco distante del mismo río. Se cayó la tierra hasta
encontrar con el agua viva, y el circuito de la grande hoya que se
formó tenía cuatrocientos y veinte estadios. La tierra que salió de
aquella concavidad, sirvió para construir los parapetos en las orillas
del río; y alrededor de la misma laguna se fabricó un margen con las
piedras que al efecto se habían allí conducido. Entrambas cosas, la
tortuosidad del río y la excavación para la laguna, se hicieron con la
mira de que la corriente del río, cortada con varias vueltas, fuese
menos rápida, y la navegación para Babilonia más larga; y de que además
obligase la laguna a dar un rodeo a los que caminasen por tierra. Por
esta razón mandó Nitocris hacer aquellas obras en la parte del país
donde estaba el paso desde la Media y el atajo para su reino, queriendo
que los medos no pudiesen comunicar fácilmente con sus vasallos ni
enterarse de sus cosas.
CLXXXVI. Estos resguardos procuró al estado con sus excavaciones, y
de ellas sacó todavía otra ventaja. Estando Babilonia dividida por el
río en dos grandes cuarteles, cuando uno en tiempo de los reyes
anteriores quería pasar de un cuartel al otro, le era forzoso hacerlo
en barca; cosa que según yo me imagino, debería de ser molesta y
enredosa. A fin de remediar este inconveniente, después de haber
abierto el grande estanque, se sirvió de él para la fábrica de otro
monumento utilísimo. Hizo cortar y labrar unas piedras de
extraordinaria magnitud, y cuando estuvieron ya dispuestas y hecha la
excavación, torció y encaminó toda la corriente del río al lugar
destinado para la laguna. Mientras éste se iba llenando, secábase la
madre antigua del río. En el tiempo que duró esta operación, mandó
hacer dos cosas: la una edificar en las orillas que corren por dentro
de la ciudad, y a las cuales se baja por las puertas que a cada calle
tienen, un margen de ladrillos cocidos, semejante a las obras de las
murallas; la otra construir un puente, en medio poco más o menos de la
ciudad, con las piedras labradas de antemano, uniéndolas entre sí con
hierro y plomo. Sobre las pilastras de esta fábrica se tendía un puente
hecho de unos maderos cuadrados, por donde se daba paso a los
babilonios durante el día; pero se retiraban los maderos por la noche,
para impedir mutuos robos, que se pudiesen cometer con la facilidad de
pasar de una parte a otra. Después que con la avenida del río se llenó
la laguna y estuvo concluido el puente, restituyó el Eufrates a su
antiguo cauce; con lo cual, además de proporcionar la conveniencia del
vecindario, logró que se creyese muy acertada la excavación del pantano.
CLXXXVII. Esta misma reina quiso urdir un artificio para engañar a
los venideros. Encima de una de las puertas más frecuentadas de la
ciudad, y en el lugar más visible de ella, hizo construir su sepulcro,
en cuyo frente mandó grabar esta inscripción: -«Si alguno de los reyes
de Babilonia que vengan después de mi escaseare de dinero, abra este
sepulcro y tome lo que quiera; pero si no escaseare de él, de ningún
modo lo abra, porque no le vendrá bien.» Este sepulcro permaneció
intacto hasta que la corona recayó en Darío, el cual, incomodado de no
usar de aquella puerta y de no aprovecharse de aquel dinero,
particularmente cuando el mismo tesoro le estaba convidando, determinó
abrir el sepulcro. Darío no usaba de la puerta, por no tener al pasar
por ella un muerto sobre su cabeza. Abierto el sepulcro, no se encontró
dinero alguno, sino solo el cadáver y un escrito con estas palabras.
-«Si no fueses insaciable de dinero, y no te valieses para adquirirle
de medios ruines, no hubieras escudriñado las arcas de tus muertos.»
CLXXXVIII. Ciro salió a campaña contra un hijo de esta reina, que se llamaba Labynet (84)
lo mismo que su padre, y que reinaba entonces en la Asiria. Cuando el
gran rey (pues este es el dictado que se da al de Babilonia) se pone al
frente de sus tropas y marcha contra el enemigo, lleva dispuestas de
antemano las provisiones necesarias, y basta el agua del río Choaspes
que pasa por Susa, porque no bebe de otra alguna. Con este objeto le
siguen siempre a donde quiera que viaja muchos carros de cuatro ruedas,
tirados por mulas; los cuales conducen unas vasijas de plata en que va
cocida el agua de Choaspes.
CLXXXIX. Cuando Ciro, caminando hacia Babilonia, estuvo cerca del
Gyndes (río que tiene sus fuentes en las montañas Matienas, y corriendo
después por las Darneas, va a entrar en el Tigris, otro río que pasando
por la ciudad de Opis desagua en el mar Eritreo), trató de pasar aquel
río, lo cual no puede hacerse sino con barcas. Entretanto, uno de los
caballos sagrados y blancos (85)
que tenía, saltando con brío al agua, quiso salir a la otra parte; pero
sumergido entre los remolinos, lo arrebató la corriente. Irritado Ciro
contra la insolencia del río, le amenazó con dejarle tan pobre y
desvalido, que hasta las mujeres pudiesen atravesarlo, sin que les
llegase el agua a las rodillas. Después de esta amenaza, difiriendo la
expedición contra Babilonia, dividió su ejército en dos partes, y en
cada una de las orillas del Gyndes señaló con unos cordeles ciento
ochenta acequias, todas ellas dirigidas de varias maneras; ordenó
después que su ejército las abriese; y como era tanta la muchedumbre de
trabajadores, llevó a cabo la empresa, pero no tan pronto que no
empleasen sus tropas en ella todo aquel verano.
CXC. Después que Ciro hubo castigado al río Gyndes desangrándole en
trescientos sesenta canales, esperó que volviese la primavera, y se
puso en camino con su ejército para Babilonia. Los babilonios, armados,
lo estaban aguardando en el campo, y luego que llegó cerca de la ciudad
le presentaron la batalla, en la cual quedando vencidos se encerraron
dentro de la plaza. Instruidos del carácter turbulento de Ciro, pues le
habían visto acometer igualmente a todas las naciones, cuidaron de
tener abastecida la ciudad de víveres para muchos años, de suerte que
por entonces ningún cuidado les daba el sitio. Al contrario, Ciro,
viendo que el tiempo corría sin adelantar cosa alguna, estaba perplejo,
y no sabia qué partido tomar.
CXCI. En medio de su apuro, ya fuese que alguno se lo aconsejase, o
que él mismo lo discurriese, tomó esta resolución. Dividiendo sus
tropas, formó las unas cerca del río en la parte por donde entra en la
ciudad, y las otras en la parte opuesta, dándoles orden de que luego
que viesen disminuirse la corriente en términos de permitir el paso,
entrasen por el río en la ciudad. Después de estas disposiciones, se
marchó con la gente menos útil de su ejército a la famosa laguna, y en
ella hizo con el río lo mismo que había hecho la reina Nitocris (86).
Abrió una acequia o introdujo por ella el agua en la laguna, que a la
sazón estaba convertida en un pantano, logrando de este modo desviar la
corriente del río y hacer vadeable la madre. Cuando los persas,
apostados a las orillas del Eufrates, le vieron menguado de manera que
el agua no les llegaba más que a la mitad del muslo, se fueron entrando
por él en Babilonia. Si en aquella ocasión los babilonios hubiesen
presentido lo que Ciro iba a practicar o no hubiesen estado nimiamente
confiados de que los persas no podrían entrar en la ciudad, hubieran
acabado malamente con ellos. Porque sólo con cerrar todas las puertas
que miran al río, y subirse sobre las cercas que corren por sus
márgenes, los hubieran podido coger como a los peces en la nasa. Pero
entonces fueron sorprendidos por los persas; y según dicen los
habitantes de aquella ciudad, estaban ya prisioneros los que moraban en
los extremos de ella, y los que vivían en el centro ignoraban
absolutamente lo que pasaba, con motivo de la gran extensión del
pueblo, y porque siendo además un día de fiesta, se hallaban bailando y
divirtiendo en sus convites y festines, en los cuales continuaron hasta
que del todo se vieron en poder del enemigo. De este modo fue tomada
Babilonia la primera vez (87).
CXCII. Para dar una idea de cuánto fuese el poder y la grandeza de
los babilonios, entre las muchas pruebas que pudieran alegarse referirá
lo siguiente: «Todas las provincias del gran rey están repartidas de
modo que, además del tributo ordinario, deben suministrar por su turno
los alimentos para el soberano y su ejército. De los doce meses del
año, cuatro están a cargo de la sola provincia de Babilonia, y en los
otros contribuye a la manutención lo restante del Asia. Por donde se ve
que en aquel país de la Asiria está reputado por la tercera parte del
Imperio, y su gobierno, que los persas llaman Satrapia, es con mucho
exceso el mejor y más principal de todos, en tanto grado, que el hijo
de Artabazo, llamado Tritantechmas, a quien dio el mando de aquella
provincia, percibía diariamente una ártaba (88) llena de plata, siendo la ártaba una medida persiana que tiene un medimno y tres chenices áticos (89).
Este mismo, sin contar los caballos destinados a la guerra, tenía para
la casta ochocientos caballos padres y dieciséis mil yeguas, cubriendo
cada caballo padre veinte de sus yeguas. Y era tanta la abundancia de
persas indianos que al mismo tiempo criaba, que para darles de comer
había destinado cuatro grandes aldeas de aquella comarca, exentas de
las demás contribuciones.
CXCIII. En la campiña de los asirios llueve poco, y únicamente lo
que basta para que el trigo nazca y se arraigue. Las tierras se riegan
con el agua del río, pero no con inundaciones periódicas como en
Egipto, sino a fuerza de brazos y de norias. Porque toda la región de
Babilonia, del mismo modo que la del Egipto, está cortada con varias
acequias, siendo navegable la mayor; la cual se dirige hacia el
Solsticio de invierno, y tomada del Eufrates, llega al río Tigris, en
cuyas orillas está Nino. Esta es la mejor tierra del mundo que nosotros
conocemos para la producción de granos; bien es verdad que no puede
disputar la preferencia en cuanto a los árboles, como la higuera, la
vid y el olivo. Pero en los frutos de Céres es tan abundante y feraz,
que da siempre doscientos por uno; y en las cosechas extraordinarias
suele llegar a trescientos. Allí las hojas de trigo y de la cebada
tienen de ancho, sin disputa alguna, hasta cuatro dedos; y aunque tengo
bien averiguado lo que pudiera decir sobre la altura del maíz y de la
alegría, que se parece a la de los árboles, me abstendré hablar de
ello, pues estoy persuadido de que parecerá increíble a los que no
hayan visitado la comarca de Babilonia cuanto dijere tocante a los
frutos de aquel país. No hacen uso alguno del aceite del olivo,
sirviéndose del que sacan de las alegrías. Están llenos los campos de
palmas, que en todas partes nacen, y con el fruto que las más de ellas
producen se proporcionan pan, vino y miel. El modo de cultivarlas (90)
es el que se usa con las higueras; porque tomando el fruto de las
palmas que los griegos llaman machos, lo atan a las hembras, que son
las que dan los dátiles, con la mira de que cierto gusanillo se meta
dentro de los dátiles, el cual les ayude a madurar y haga que no se
caiga el fruto de la palma, pues que la palma macho cría en su fruto un
gusanillo semejante al del cabrahigo.
CXCIV. Voy a referir una cosa que, prescindiendo de la ciudad misma,
es para mí la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los
barcos en que navegan río abajo hacia Babilonia, son de figura redonda,
y están hechos de cuero. Los habitantes de Armenia, pueblo situado
arriba de los asirios, fabrican las costillas del barco con varas de
sauce, y por la parte exterior las cubren extendiendo sobre ellas unas
pieles, que sirven de suelo, sin distinguir la popa ni estrechar la
proa, y haciendo que el barco venga a ser redondo como un escudo.
Llenan después todo el buque de heno, y sobrecargan en él varios
géneros, y en especial ciertas tinajas llenas de vino de palma; le
echan al agua, y dejan que se vaya río abajo. Gobiernan el barco dos
hombres en pie por medio de dos remos a manera de gala, el uno boga
hacia adentro y el otro hacia afuera. De estos barcos se construyen
unos muy grandes, y otros no tanto; los mayores suelen llevar una carga
de cinco mil talentos. En cada uno va dentro por lo menos un jumento
vivo, y en los mayores van muchos. Luego que han llegado a Babilonia y
despachado la carga, pregonan para la venta las costillas y armazón del
barco, juntamente con todo el heno que vino dentro. Cargan después en
sus jumentos los cueros, y parten con ellos para la Armenia, porque es
del todo imposible volver navegando río arriba a causa de la rapidez de
su corriente. Y también es esta la razón por que no fabrican los barcos
de tablas, sino de cueros, que pueden ser vueltos con más facilidad a
su país. Concluido el viaje, tornan a construir sus embarcaciones de la
misma manera.
CXCV. Su modo de vestir es el siguiente: llevan debajo una túnica de
lino que les llega hasta los pies, y sobre esta otra de lana, y encima
de todo una especie de capotillo blanco. Usan de cierto calzado propio
de su país, que viene a ser muy parecido a los zapatos de Beocia. Se
dejan crecer el cabello, y le atan y cubren con sus mitras o turbantes,
ungiéndose todo el cuerpo con ungüentos preciosos. Cada uno lleva un
anillo con su sello, y también un bastón bien labrado, en cuyo puño se
ve formada una manzana, una rosa, un lirio, un águila, u otra cosa
semejante, pues no les permite la moda llevar el bastón sin alguna
insignia.
CXCVI. Entre sus leyes hay una a mi parecer muy sabia, de la que,
según oigo decir, usan también los Enetos, pueblos de la Iliria.
Consiste en una función muy particular que se celebra una vez al año en
todas las poblaciones. Luego que las doncellas tienen edad para
casarse, las reúnen todas y las conducen a un sitio, en torno del cual
hay una multitud de hombres en pie. Allí el pregonero las hace levantar
de una en una y las va vendiendo, empezando por la más hermosa de
todas. Después que ha despachado a la primera por un precio muy subido,
pregona a la que sigue en hermosura, y así las va vendiendo, no por
esclavas, sino para que sean esposas de los compradores. De este modo
sucedía que los babilonios más ricos y que se hallaban en estado de
casarse, tratando a porfía de superarse unos a otros en la generosidad
de las ofertas, adquirían las mujeres más lindas y agraciadas. Pero los
plebeyos que deseaban tomar mujer, no pretendiendo ninguna de aquellas
bellezas, recibían con un buen dote alguna de las doncellas más feas.
Porque así como el pregonero acababa de dar salida a las más bellas,
hacía poner en pie la más fea del concurso, o la contrahecha, si alguna
había, e iba pregonando quién quería casarse con ella recibiendo menos
dinero, hasta entregarla por último al que con menos dote la aceptaba.
El dinero para estas dotes se sacaba del precio dado por las hermosas,
y con esto las bellas dotaban a las feas y a las contrahechas. A nadie
le era permitido colocar a su hija con quien mejor le parecía, como
tampoco podía ninguno llevarse consigo a la doncella que hubiese
comprado, sin dar primero fianzas por las que se obligase a cohabitar
con ella, y cuando no quedaba la cosa arreglada en estos términos, les
mandaba la ley desembolsar la dote. También era permitido comprar mujer
a los que de otros pueblos concurrían con este objeto. Tal era la
hermosísima ley (91) que
tenían, y que ya no subsiste. Recientemente han inventado otro uso, a
fin de que no sufran perjuicio las doncellas, ni sean llevadas a otro
pueblo. Como después de la toma de la ciudad muchas familias han
experimentado menoscabos en sus intereses, los particulares faltos de
medios prostituyen a sus hijas, y con las ganancias que de aquí los
resultan, proveen a su colocación.
CXCVII. Otra ley tienen que me parece también muy discreta. Cuando
uno está enfermo, le sacan a la plaza, donde consulta sobre su
enfermedad con todos los concurrentes, porque entre ellos no hay
médicos. Si alguno de los presentes padeció la misma dolencia o sabe
que otro la haya padecido, manifiesta al enfermo los remedios que se
emplearon en la curación, y le exhorta a ponerlos en práctica. No se
permite a nadie que pase de largo sin preguntar al enfermo el mal que
lo aflige.
CXCVIII. Entierran sus cadáveres cubiertos de miel; y sus
lamentaciones fúnebres son muy parecidas a las que se usan en Egipto.
Siempre que un marido babilonio tiene comunicación con su mujer, se
purifica con un sahumerio, y lo mismo hace la mujer sentada en otro
sitio. Los dos al amanecer se lavan en el baño y se abstienen de tocar
alhaja alguna antes de lavarse. Esto mismo hacen cabalmente los árabes.
CXCIX. La costumbre más infame que hay entre los babilonios, es la
de que toda mujer natural del país se prostituya una vez en la vida con
algún forastero, estando sentada en el templo de Venus. Es verdad que
muchas mujeres principales, orgullosas por su opulencia, se desdeñan de
mezclarse en la turba con las demás, y lo que hacen es ir en un
carruaje cubierto y quedarse cerca del templo, siguiéndolas una gran
comitiva de criados. Pero las otras, conformándose con el uso, se
sientan en el templo, adornada la cabeza de cintas y cordoncillos, y al
paso que las unas vienen, las otras se van. Entre las filas de las
mujeres quedan abiertas de una parte a otra unas como calles, tiradas a
cordel, por las cuales van pasando los forasteros y escogen la que les
agrada. Después que una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa
hasta tanto que alguno la eche dinero en el regazo, y sacándola del
templo satisfaga el objeto de su venida. Al echar el dinero debe
decirle: «Invoco en favor tuyo a la diosa Milita,» que este es el
nombre que dan a Venus los asirios: no es lícito rehusar el dinero, sea
mucho o poco, porque se le considera como una ofrenda sagrada. Ninguna
mujer puede desechar al que la escoge, siendo indispensable que le
siga, y después de cumplir con lo que debe a la diosa, se retira a su
casa. Desde entonces no es posible conquistarlas otra vez a fuerza de
dones. Las que sobresalen por su hermosura, bien presto quedan
desobligadas; pero las que no son bien parecidas, suelen tardar mucho
tiempo en satisfacer a la ley, y no pocas permanecen allí por el
espacio de tres y cuatro años. Una ley semejante está en uso en cierta
parte de Chipre.
CC. Hay entre los Asirlos tres castas o tribus que solo viven de
pescado, y tienen un modo particular de prepararlo. Primero lo secan al
sol, después lo machacan en un mortero, y por último, exprimiéndolo con
un lienzo, hacen de él una masa; y algunos hay que lo cuecen como si
fuera pan.
CCI. Después que Ciro hubo conquistado a los babilonios, quiso
reducir a su obediencia a los masagetas, nación que tiene fama de ser
numerosa y valiente. Está situada hacia la aurora y por donde sale el
sol, de la otra parte del río Araxes, y enfrente de los Issedones. No
falta quien pretende que los masagetas son una nación de escitas.
CCII. El Araxes dicen algunos que es mayor y otros menor que el
Danubio, y que forma muchas islas tan grandes como la de Lesbos. Los
habitantes de estas islas viven en el verano de las raíces, que de
todas especies encuentran cavando, y en el invierno se alimentan con
las frutas de los árboles que se hallaron maduras en el verano y
conservaron en depósito para su sustento. De ellos se dice que han
descubierto ciertos árboles que producen una fruta (92)
que acostumbran echar en el fuego cuando se sientan a bandadas
alrededor de sus hogueras. Percibiendo ahí el olor que despide de sí la
fruta, a medida que se va quemando, se embriagan con él del mismo modo
que los griegos con el vino, y cuanta más fruta echan al fuego, tanto
más crece la embriaguez, hasta que levantándose del suelo se ponen a
bailar y cantar. El río Araxes tiene su origen en los Metienos (93)
donde sale también el Gyndes, al cual repartió Ciro en trescientos
sesenta canales y desagua por cuarenta bocas, que todas ellas menos una
van a ciertas lagunas y pantanos, donde se dice haber unos hombres que
se alimentan de pescado crudo y se visten con pieles de focas o
becerros marinos. Pero aquella boca del Araxes que tiene limpia su
corriente, va a desaguar en el río Caspio, que es un mar aparte y no se
mezcla con ningún otro (94);
siendo así que el mar en que navegan los griegos y el que está más allá
de las columnas de Hércules y llaman Atlántico, como también el
Eritreo, vienen todos a ser un mismo mar.
CCIII. La longitud del mar Caspio es de quince días de navegación en
un barco al remo, y su latitud es de ocho días en la mayor anchura. Por
sus orillas en la parte que mira al Occidente corre el monte Cáucaso,
que en su extensión es el mayor y en su elevación el más alto de todos.
Encierra dentro de sí muchas y muy varias naciones, la mayor parte de
las cuales viven del fruto de los árboles silvestres. Entre estos
árboles hay algunos cuyas hojas son de tal naturaleza, que con ellas
machacadas y disueltas en agua, pintan en sus vestidos aquellos
habitantes ciertos animales que nunca se borran por más que se laven, y
duran tanto como la lana misma, con la cual parece fueron desde el
principio entretejidos. También se dice de estos naturales, que usan en
público de sus mujeres a manera de brutos.
CCIV. En las riberas del mar Caspio que miran al Oriente hay una
inmensa llanura cuyos límites no puede alcanzar la vista. Una parte, y
no la menor de ella, la ocupan aquellos masagetas contra quienes formó
Ciro el designio de hacer la guerra, excitado por varios motivos que le
llenaban de orgullo. El primero de todos era lo extraño de su
nacimiento, por el que se figuraba ser algo más que hombre; y el
segundo la fortuna que lo acompañaba en todas sus expediciones, pues
donde quiera que entraban sus armas, parecía imposible que ningún
pueblo dejase de ser conquistado.
CCV. En aquella sazón era reina de los masagetas una mujer llamada
Tomiris, cuyo marido había muerto ya. A esta, pues, envió Ciro una
embajada, con el pretexto de pedirla por esposa. Pero Tomiris, que
conocía muy bien no ser ella, sino su reino, lo que Ciro pretendía, le
negó la entrada en su territorio. Viendo Ciro el mal éxito de su
artificiosa tentativa, hizo marchar su ejército hacia el Araxes, y no
se recató ya en publicar su expedición contra los masagetas,
construyendo puentes en el río, y levantando torres encima de las naves
en que debía verificarse el paso de las tropas.
CCVI. Mientras Ciro se ocupaba en estas obras, le envió Tomiris un
mensajero con orden de decirle: -«Bien puedes, rey de los medos,
excusar esa fatiga que tomas con tanto calor: ¿quién sabe si tu empresa
será tan feliz corno deseas? Más vale que gobiernes tu reino
pacíficamente, y nos dejes a nosotros en la tranquila posesión de los
términos que habitamos. ¿Despreciarás por ventura mis consejos, y
querrás más exponerlo todo que vivir quieto y sosegado? Pero si tanto
deseas hacer una prueba del valor de los masagetas, pronto podrás
conseguirlo. No te tomes tanto trabajo para juntar las dos orillas del
río. Nuestras tropas se retirarán tres jornadas, y allí te esperaremos;
o si prefieres que nosotros pasemos a tu país, retírate a igual
distancia, y no tardaremos en buscarte.» Oído el mensaje, convocó Ciro
a los persas principales, y exponiéndoles el asunto, les pidió su
parecer sobre cuál de los dos partidos sería mejor admitir. Todos
unánimemente convinieron en que se debía esperar a Tomiris y a su
ejército en el territorio persiano.
CCVII. Creso, que se hallaba presente a la deliberación, desaprobó
el dictamen de los persas, y manifestó su opinión contraria en estos
términos: -«Ya te he dicho, señor, otras veces, que puesto que el cielo
me ha hecho siervo tuyo, procuraré con todas mis fuerzas estorbar
cualquier desacierto que trate de cometerse en tu casa. Mis desgracias
me proporcionan, en medio de su amargura, algunos documentos
provechosos. Si te consideras inmortal, y que también lo es tu
ejército, ninguna necesidad tengo de manifestarte mi opinión; pero si
tienes presente que eres hombre y que mandas a otros hombres, debes
advertir, antes de todo, que la fortuna es una rueda, cuyo continuo
movimiento a nadie deja gozar largo tiempo de la felicidad. En el caso
propuesto, soy de parecer contrario al que han manifestado mis
consejeros, y encuentro peligroso que esperes al enemigo en tu propio
país; pues en caso de ser vencido, te expones a perder todo el imperio,
siendo claro que, vencedores los masagetas, no volverán atrás huyendo,
sino que avanzarán a lo interior de tus dominios. Por el contrario, si
los vences, nunca cogerás tanto fruto de la victoria como si, ganando
la batalla en su mismo país, persigues a los masagetas fugitivos y
derrotados. Debe pensarse por lo mismo en vencer al enemigo, y caminar
después en derechura a sojuzgar el reino de Tomiris; además de que
sería ignominioso para el hijo de Cambises ceder el campo a una mujer,
y volver atrás un solo paso. Soy, por consiguiente, de dictamen que
pasemos el río, y avanzando lo que ellos se retiren, procuremos
conseguir la victoria. Esos masagetas, según he oído, no tienen
experiencia de las comodidades que en Persia se disfrutan, ni han
gustado jamás nuestras delicias. A tales hombres convendría
prevenirles, en nuestro mismo campo un copioso banquete, matando un
gran número de carneros, y dejándolos bien preparados, con abundancia
de vino puro y todo género de manjares. Hecho esto, confiando la
custodia de los reales a los soldados más débiles, nos retiraríamos
hacia el río. Cuando ellos viesen a su alcance tantas cosas buenas, no
dado que se abalanzarían a gozarlas y nos suministrarían la mejor
ocasión de sorprenderlos ocupados, y de hacer en ellos una matanza
horrible.»
CCVIII. Estos fueron los pareceres que se dieron a Ciro; el cual,
desechando el primero y conformándose con el de Creso, envió a decir a
Tomiris que se retirase, porque él mismo determinaba pasar el río y
marchar contra ella. Retiróse en efecto la reina, como antes lo tenía
ofrecido. Entonces fue cuando Ciro puso a Creso en manos de su hijo
Cambises, a quien declaraba por sucesor suyo, encargándolo con las
mayores veras que cuidase mucho de honrarlo y hacerle bien en todo, si
a él por casualidad no le saliese felizmente la empresa que acometía.
Después de esto, envíalos a Persia juntos; y él poniéndose al frente de
sus tropas, pasa con ellas el río.
CCIX. Estando ya de la otra parte del Araxes, venida la noche y
durmiendo en la tierra de los masagetas, tuvo Ciro una visión entre
sueños que le representaba al hijo mayor de Hystaspes con alas en los
hombros, una de las cuales cubría con su sombra el Asia y la otra la
Europa. Este Hystaspes era hijo de Arsaces, de la familia de los
Acheménidas, y su hijo mayor, Darío, joven de veinte años, se había
quedado en Persia, por no tener la edad necesaria para la milicia.
Luego que despertó Ciro, se puso a reflexionar acerca del sueño, y como
le pareciese grande y misterioso, hizo llamar a Hystaspes, y quedándose
con él a solas, le dijo: -«He descubierto, Hystaspes, que tu hijo
maquina contra mi persona y contra mi soberanía. Voy a decirte el modo
seguro como lo he sabido. Los dioses, teniendo de mí un especial
cuidado, me revelan cuanto me debe suceder; y ahora mismo he visto la
noche pasada entre sueños que el mayor de tus hijos tenía en sus
hombros dos alas, y que con la una llenaba de sombra el Asia, y con la
otra la Europa. Esta visión no puede menos de ser indicio de las
asechanzas que trama contra mí. Vete, pues, desde luego a Persia y
dispón las cosas de modo que cuando yo esté de vuelta, conquistado ya
este país, me presentes a tu hijo para hacerle los cargos
correspondientes.»
CCX. Esto dijo Ciro, imaginando que Darío le ponía asechanzas; pero
lo que el cielo le pronosticaba era la muerte que debía sobrevenirle, y
la traslación de su corona a las sienes de Darío. Entonces le respondió
Hystaspes: -«No permita Dios que ningún persa de nacimiento maquine
jamás contra vuestra persona, y perezca mil veces el traidor que lo
intentase. Vos fuisteis, oh rey, quien de esclavos hizo libres a los
persas, y de súbditos de otros, señores de todos. Contad enteramente
conmigo, porque prontísimo a entregaros a mi hijo, para que de él
hagáis lo que quisiereis, si alguna visión os le mostró amigo de
novedades en perjuicio de vuestra soberanía.» Así respondió Hystaspes;
en seguida repasó el río y se puso en camino para Persia, con objeto de
asegurar a Darío y presentarle a Ciro cuando volviese.
CCXI. Partiendo del Araxes, se adelantó Ciro una jornada, y puso por
obra el consejo que le había sugerido Creso; conforme al cual se volvió
después hacia el río con la parte más escogida y brillante de sus
tropas, dejando allí la más débil y flaca. Sobre estos últimos cargó en
seguida la tercera parte del ejército de Tomiris, y por más que se
defendieron, los pasó a todos al filo de la espada. Pero viendo los
Misagetas, después de la muerte de sus contrarios, las mesas que
estaban preparadas, sentáronse a ellas, y de tal modo se hartaron de
comida y de vino, que por último se quedaron dormidos. Entonces los
persas volvieron al campo, y acometiéndoles de firme, mataron a muchos
y cogieron vivos a muchos más, siendo de este número su general, el
hijo de la reina Tomiris, cuyo nombre era Spargapises.
CCXII. Informada Tomiris de lo sucedido en su ejército y en la
persona de su hijo, envió un mensajero a Ciro, diciéndole: -«No te
ensoberbezcas, Ciro, hombre insaciable de sangre, por la grande hazaña
que acabas de ejecutar. Bien sabes que no has vencido a mi hijo con el
valor de tu brazo, sino engañándolo con esa pérfida bebida, con el
fruto de la vid, del cual sabéis vosotros henchir vuestros cuerpos, y
perdido después el juicio, deciros todo género de insolencias. Toma el
saludable consejo que voy a darte. Vuelve a mi hijo y sal luego de mi
territorio, contento con no haber pagado la pena que debías por la
injuria que hiciste a la tercera parte de mis tropas. Y si no lo
practicas así, te juro por el sol, supremo señor de los masagetas, que
por sediento que te halles de sangre, yo te saciaré de ella.»
CCXIII. Ciro no hizo caso de este mensaje. Entretanto, Spargapises,
así que el vino le dejó libre la razón y con ella vio su desgracia,
suplicó a Ciro le quitase las prisiones; y habiéndolo conseguido, dueño
de sus manos, las volvió contra sí mismo y acabó con su vida. Este fue
el trágico fin del joven prisionero.
CCXIV. Viendo Tomiris que Ciro no daba oídos a sus palabras, reunió
todas sus fuerzas y trabó con él la batalla más reñida que en mi
concepto se ha dado jamás entre las naciones bárbaras. Según mis
noticias, los dos ejércitos empezaron a pelear con sus arcos a cierta
distancia; pero consumidas las flechas, vinieron luego a las manos y se
acometieron vigorosamente con sus lanzas y espadas. La carnicería duró
largo tiempo, sin querer ceder el puesto ni los unos ni los otros,
hasta que al cabo quedaron vencedores los Masegetas. Las tropas
persianas sufrieron una pérdida espantosa, y el mismo Ciro perdió la
vida, después de haber reinado veintinueve años. Entonces fue cuando
Tomiris, habiendo hecho llenar un odre de sangre humana, mandó buscar
entre los muertos el cadáver de Ciro; y luego que fue hallado, le cortó
la cabeza y la metió dentro del odre, insultándolo con estas palabras:
-«Perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño a pesar de que yo vivía y de
que yo soy tu vencedora. Pero yo te saciaré de sangre cumpliendo mi
palabra.» Este fue el término que tuvo Ciro, sobre cuya muerte sé muy
bien las varias historias que se cuentan; pero yo la he referido del
modo que me parece más creíble.
CCXV. Los masagetas en su vestido y modo de vivir se parecen mucho a
los escitas, y son a un mismo tiempo soldados de a caballo y de a pie.
En sus combates usan de flechas y de lanzas, y llevan también cierta
especie de segures, que llaman ságares. Para todo se sirven del
oro y del bronce: del bronce para las lanzas, saetas y segures; y del
oro para el adorno de las cabezas, los ceñidores y las bandas que
cruzan debajo de los brazos. Ponen a los caballos un peto de bronce, y
emplean el oro para el freno, las riendas y domas jaez. No hacen uso
alguno de la plata y del hierro, porque el país no produce estos
metales, siendo en él muy abundantes el oro y el bronce.
CCXVI. Los masagetas tienen algunas costumbres particulares. Cada
uno se casa con su mujer; pero el uso de las casadas es común para
todos, pues lo que los griegos cuentan de los escitas en este punto, no
son los escitas, sino los masagetas los que lo hacen, entre los cuales
no se conoce el pudor; y cualquier hombre, colgando del carro su
aljaba, puede juntarse sin reparo con la mujer que le acomoda. No tiene
término fijo para dejar de existir; pero si uno llega a ser ya
decrépito, reuniéndose todos los parientes le matan con una porción de
reses, y cociendo su carne, celebran con ella un gran banquete. Este
modo de salir de la vida se mira entre ellos como la felicidad suprema,
y si alguno muere de enfermedad, no se hace convite con su carne, sino
que se lo entierra con grandísima pesadumbre de que no haya llegado al
punto de ser inmolado. No siembran cosa alguna, y viven solamente de la
carne de sus rebaños y de la pesca que el Araxes les suministra en
abundancia. Su bebida es la leche. No veneran otro dios que el sol, a
quien sacrifican caballos; y dan por razón de su culto, que al más
veloz de los dioses no puede ofrecerse víctima más grata que el más
ligero de los animales.
Libro II.
Euterpe.
Antes de pasar Herodoto a referir la conquista de
Egipto por Cambises, hijo de Ciro, que reserva para el libro siguiente,
traza en este segundo una descripción topográfica del Egipto. - El
Nilo, su origen, extensión y avenidas. - Costumbres civiles y
religiosas de los egipcios. - Hércules. - Animales sagrados. - Métodos
de embalsamar los cadáveres. - Reyes antiguos de Egipto: Menes,
Nitocris, Meris. Sesostris, sus conquistas, repartición del Egipto.
Proteo hospeda en Menfis a Helena, robada por Alejandro, entretanto que
los griegos destruyen a Troya. - Rampsinito. - Quéope obliga a los
egipcios a construir las pirámides. - Micerino manda abrir los templos.
- Invasión de los etíopes. - Seton, sacerdote y rey. - Cronología de
los egipcios. - División del Egipto en doce artes. - El Laberinto. -
Psamético se apodera de todo el Egipto: su descendencia: Neco, Psamis,
Apríes. - Amasis vence a Apríes y con su buena administración hace
prosperar al Egipto.
I. Después de la muerte de Ciro, tomó el mando del imperio su hijo
Cambises, habido en Casandana, hija de Farnaspes, por cuyo
fallecimiento, mucho antes acaecido, había llevado Ciro y ordenado en
todos sus dominios el luto más riguroso. Cambises, pues, heredero de su
padre, contando entre sus vasallos a los jonios y a los Eólios, llevó
estos griegos, de quienes era señor, en compañía de sus demás súbditos,
a la expedición que contra el Egipto dirigía.
II. Los egipcios vivieron en la presunción de haber sido los primeros habitantes del mundo, hasta el reinado de Psamético (1).
Desde entonces, cediendo este honor a los frigios, se quedaron ellos en
su concepto con el de segundos. Porque queriendo aquel rey averiguar
cuál de las naciones había sido realmente la más antigua, y no hallando
medio ni camino para la investigación de tal secreto, echó mano
finalmente de original invención. Tomó dos niños recién nacidos de
padres humildes y vulgares, y los entregó a un pastor para que allá
entre sus apriscos los fuese criando de un modo desusado, mandándole
que los pusiera en una solitaria cabaña, sin que nadie delante de ellos
pronunciara palabra alguna, y que a las horas convenientes les llevase
unas cabras con cuya leche se alimentaran y nutrieran, dejándolos en lo
demás a su cuidado y discreción. Estas órdenes y precauciones las
encaminaba Psamético al objeto de poder notar y observar la primera
palabra en que los dos niños al cabo prorrumpiesen, al cesar en su
llanto e inarticulados gemidos. En efecto, correspondió el éxito a lo
que se esperaba. Transcurridos ya dos años en expectación de que se
declarase la experiencia, un día, al abrir la puerta, apenas el pastor
había entrado en la choza, se dejaron caer sobre él los dos niños, y
alargándole sus manos, pronunciaron la palabra becos. Poco o
ningún caso hizo por la primera vez el pastor de aquel vocablo; mas
observando que repetidas veces, al irlos a ver y cuidar, otra voz que becos
no se les oía, resolvió dar aviso de lo que pasaba a su amo y señor,
por cuya orden, juntamente con los niños, pareció a su presencia. El
mismo Psamético, que aquella palabra les oyó, quiso indagar a qué
idioma perteneciera y cuál fuese su significado, y halló por fin que
con este vocablo se designaba el pan entre los frigios (2). En fuerza de tal experiencia cedieron los egipcios de su pretensión de anteponerse a los frigios en punto de antigüedad.
III. Que pasase en estos términos el acontecimiento, yo mismo allá
en Menfis lo oía de boca de los sacerdotes de Vulcano, si bien los
griegos, entre otras muchas fábulas y vaciedades, añaden que Psamético,
mandando cortar la lengua a ciertas mujeres, ordenó después que a
cuenta de ellas corriese la educación de las dos criaturas; mas lo que
llevo arriba referido es cuanto sobre el punto se me decía. Otras
noticias no leves ni escasas recogí en Menfis conferenciando con los
sacerdotes de Vulcano; pero no satisfecho con ellas, hice mis viajes a
Tebas y a Heliópolis con la mira de ser mejor informado y ver si iban
acordes las tradiciones de aquellos lugares con las de los sacerdotes
de Menfis, mayormente siendo tenidos los de Heliópolis, como en efecto
lo son, por los más eruditos y letrados del Egipto. Mas respecto a los
arcanos religiosos, cuales allí los oía, protesto desde ahora no ser mi
ánimo dar de ellos una historia, sino sólo publicar sus nombres, tanto
más, cuanto imagino que acerca de ellos todos nos sabemos lo mismo (3). Añado, que cuanto en este punto voy a indicar, lo haré únicamente a más no poder, forzado por el hilo mismo de la narración.
IV. Explicábanse, pues, con mucha uniformidad aquellos sacerdotes,
por lo que toca a las cosas públicas y civiles. Decían haber sido los
egipcios los primeros en la tierra que inventaron la descripción del
año, cuyas estaciones dividieron en doce partes o espacios de tiempo,
gobernándose en esta economía por las estrellas. Y en mi concepto,
ellos aciertan en esto mejor que los griegos, pues los últimos, por
razón de las estaciones, acostumbran intercalar el sobrante de los días
al principio de cada tercer año;
al paso que los egipcios, ordenando
doce meses por año, y treinta días por mes, añaden a este cómputo cinco
días cada año, logrando así un perfecto círculo anual con las mismas
estaciones que vuelven siempre constantes y uniformes.
Decían asimismo,
que su nación introdujo la primera los nombres de los doce dioses, que
de ellos tomaron los griegos (4);
la primera en repartir a las divinidades sus aras, sus estatuas y sus
templos; la primera en esculpir sobre el mármol los animales, mostrando
allí muchos monumentos en prueba de cuanto iban diciendo. Añadían que
Menes fue el primer hombre que reinó en Egipto; aunque el Egipto todo
fuera del Nomo (5) tebano,
era por aquellos tiempos un puro cenagal, de suerte que nada parecía
entonces de cuanto terreno al presente se descubre más abajo del lago
Meris, distante del mar siete días de navegación, subiendo el río.
V. En verdad que acerca de este país discurrían ellos muy bien, en
mi concepto; siendo así que salta a los ojos de cualquier atento
observador, aunque jamás lo haya oído de antemano, que el Egipto es una
especie de terreno postizo, y como un regalo del río mismo, no solo en
aquella playa a donde arriban las naves griegas, sino aun en toda
aquella región que en tres días de navegación se recorre más arriba de
la laguna Meris; aunque es verdad que acerca del último terreno nada me
dijeron los sacerdotes. Otra prueba hay de lo que voy diciendo, tomada
de la condición misma del terreno de Egipto, pues si navegando uno
hacia él echare la sonda a un día de distancia de sus riberas, la
sacará llena de lodo de un fondo de once orgias (6). Tan claro se deja ver que hasta allí llega el poso que el río va depositando.
VI. La extensión del Egipto a lo largo de sus costas, según nosotros
lo medimos, desde el golfo Plintinetes hasta la laguna Sorbónida, por
cuyas cercanías se dilata el monte Casio, no es menor de 60 schenos. Uso aquí de esta especie de medida por cuanto veo que los pueblos de corto terreno suelen medirlo por orgias; los que lo tienen más considerable, por estadíos (7), los de grande extensión, por parasangas, y los que lo poseen excesivamente dilatado, por schenos. El valor de estas medidas es el siguiente: la parasanga comprende treinta estadios, y el scheno, medida propiamente egipcia, comprende hasta sesenta. Así que lo largo del Egipto por la costa del mar es de 3.600 estadios.
VII. Desde las costas penetrando en la tierra hasta que se llega a
Heliópolis, es el Egipto un país bajo, llano y extendido, falto de
agua, y de suyo cenagoso. Para subir desde el mar hacia la dicha
Heliópolis, hay un camino que viene a ser tan largo como el que desde
Atenas, comenzando en el Ara de los doce Dioses, va a terminar
en Pisa en el templo de Júpiter Olímpico, pues si se cotejasen uno y
otro camino, se hallaría ser bien corta la diferencia entre los dos,
como solo de 45 estadios, teniendo el que va desde el mar a Heliópolis
1.500 cabales, faltando 15 para este número al que una a Pisa con
Atenas.
VIII. De Heliópolis arriba es el Egipto un angosto valle. Por un
lado tiene la sierra de los montes de Arabia, que se extiende desde
Norte al Mediodía y al viento Noto, avanzando siempre hasta el mar
Eritrheo; en ella están las canteras que se abrieron para las pirámides
de Menfis. Después de romperse en aquel mar, tuerce otra vez la
cordillera hacia la referida Heliópolis, y allí, según mis
informaciones, en su mayor longitud de Levante a Poniente viene a tener
un camino de dos meses, siendo su extremidad oriental muy feraz en
incienso. He aquí cuanto de este monte puedo decir. Al otro lado del
Egipto, confinante con la Libia, se dilata otro monte pedregoso, donde
están las pirámides, monte encubierto y envuelto en arena, tendiendo
hacia Mediodía en la misma dirección que los opuestos montes de la
Arabia. Así, pues, desde Heliópolis arriba, lejos de ensancharse la
campiña, va alargándose como un angosto valle por cuatro días (8)
enteros de navegación, en tanto grado, que la llanura encerrada entre
las dos sierras, la Líbica y la Arábica, no tendrá a mi parecer más
allá de 200 estadios en su mayor estrechura, desde la cual continúa
otra vez ensanchándose el Egipto.
IX. Esta viene a ser la situación natural de aquella región. Desde
Heliópolis hasta Tebas se cuentan nueve días de navegación, viaje que
será de 4.860 estadios, correspondientes a 81 schenos: sumando, pues,
los estadios que tiene el Egipto, son: 3.600 a lo largo de la costa,
como dejo referido; desde el mar hasta Tebas tierra adentro 6.1209 (9), y 1.800, finalmente, de Tebas a Elefantina.
X. La mayor parte de dicho país, según decían los sacerdotes, y
según también me parecía, es una tierra recogida y añadida lentamente
al antiguo Egipto. Al contemplar aquel valle estrecho entre los dos
montes que dominan la ciudad de Menfis, se me figuraba que habría sido
en algún tiempo un seno de mar (10),
como lo fue la comarca de Ilión, la de Teutrania, la de Éfeso y la
llanura del Meandro, si no desdice la comparación de tan pequeños
efectos con aquel tan admirable y gigantesco. Porque ninguno de los
ríos que con su poso llegaron a cegar los referidos contornos es tal y
tan grande, que se pueda igualar con una sola boca de las cinco (11)
por las que el Nilo se derrama. Verdad es que no faltan algunos que sin
tener la cuantía y opulencia del Nilo, han obrado, no obstante, en este
género grandiosos efectos, muchos de los cuales pudiera aquí nombrar,
sin conceder el último lugar al río Aqueloó, que corriendo por Acarnia
y desaguando en sus costas, ha llegado ya a convertir en tierra firme
la mitad de las islas Equinadas.
XI. En la región de Arabia, no lejos de Egipto, existe un golfo
larguísimo y estrecho, el cual se mete tierra adentro desde el mar del
Sud, o Eritreo (12); golfo
tan largo que, saliendo de su fondo y navegándole a remo, no se llegará
a lo dilatado del Océano hasta cuarenta días de navegación y tan
estrecho, por otra parte, que hay paraje en que se le atraviesa en
medio día de una a otra orilla; y siendo tal, no por eso falta en él
cada día su flujo y reflujo concertado. Un golfo semejante a éste
imagino debió ser el Egipto que desde el mar Mediterráneo se internara
hacia la Etiopía, como penetra desde el mar del Sud hacia la Siria
aquel golfo arábigo de que volveremos a hablar. Poco faltó, en efecto,
para que estos dos senos llegasen a abrirse paso en sus extremos,
mediando apenas entre ellos una lengua de tierra harto pequeña que los
separa. Y si el Nilo quería torcer su curso hacia el golfo Arábigo,
¿quién impidiera, pregunto, que dentro del término de veinte mil años a
lo menos, no quedase cegado el golfo con sus avenidas? Mi idea por
cierto es que en los últimos diez mil años que precedieron a mi venida
al mundo, con el poso de algún río debió quedar cubierta y cegada una
parte del mar. ¿Y dudaremos que aquel golfo, aunque fuera mucho mayor,
quedase lleno y terraplenado con la avenida de un río tan opulento y
caudaloso como el Nilo?
XII. En conclusión, yo tengo por cierta esta lenta y extraña
formación del Egipto, no sólo por el dicho de sus sacerdotes, sino
porque vi y observé que este país se avanza en el mar más que los otros
con que confina, que sobre sus montes se dejan ver conchas y mariscos (13),
que el salitre revienta de tal modo sobre la superficie de la tierra,
que hasta las pirámides va consumiendo, y que el monte que domina a
Menfis es el único en Egipto que se vea cubierto de arena. Añádase a lo
dicho que no es aquel terreno parecido ni al de la Arabia comarcana, ni
al de la Libia, ni al de los Sirios, que son los que ocupan las costas
del mar Arábigo; pues no se ve en él sino una tierra negruzca y hendida
en grietas, como que no es más que un cenagal y mero poso que, traído
de la Etiopía, ha ido el río depositando, al paso que la tierra de
Libia es algo roja y arenisca, y la de la Arabia y la de Siria es harto
gredosa y bastante petrificada.
XIII. Otra noticia me referían los sacerdotes, que es para mí gran
conjetura en favor de lo que voy diciendo. Contaban que en el reinado
de Meris, con tal que creciese el río a la altura de ocho codos,
bastaba ya para regar y cubrir aquella porción de Egipto que está más
abajo de Menfis; siendo notable que entonces no habían transcurrido
todavía novecientos años desde la muerte de Meris. Pero al presente ya
no se inunda aquella comarca cuando no sube el río a la altura de
dieciséis codos, o de quince por lo menos. Ahora bien; si va subiendo
el terreno a proporción de lo pasado y creciendo más y más de cada día,
los egipcios que viven más abajo de la laguna Meris, y los que moran en
su llamado Delta (14), si
el Nilo no inundase sus campos, en lo futuro, están a pique de
experimentar en su país para siempre los efectos a que ellos decían,
por burla, que los griegos estarían expuestos alguna vez. Sucedió,
pues, que oyendo mis buenos egipcios en cierta ocasión que el país de
los griegos se baña con agua del cielo, y que por ningún río como el
suyo es inundado, respondieron el disparate, «que si tal vez les salía
mal la cuenta, mucho apetito tendrían los griegos y poco que comer.» Y
con esta burla significaban, que si Dios no concedía lluvias a estos
pueblos en algún año de sequedad que les enviara, perecerían de hambre
sin remedio, no pudiendo obtener agua para el riego sino de la lluvia
que el cielo les dispensara.
XIV. Bien está: razón tienen los egipcios para hablar así de los
griegos; pero atiendan un instante a lo que pudiera a ellos mismos
sucederles (15). Si
llegara, pues, el caso en que el país de que hablaba, situado más
debajo de Menfis, fuese creciendo y levantándose gradualmente como
hasta aquí se levantó, ¿qué les quedará ya a los egipcios de aquella
comarca sino afinar bien los dientes sin tener dónde hincarlos? Y con
tanta mayor razón, por cuanto ni la lluvia cae en su país, ni su río
pudiera entonces salir de madre para el rico de los campos. Mas por
ahora no existe gente, no ya entre los extranjeros, sino entro los
egipcios mismos, que recoja con menor fatiga su anual cosecha que los
de aquel distrito. No tienen ellos el trabajo de abrir y surcar la
tierra con el arado, ni de escardar sus sembrados, ni de prestar
ninguna labor de las que suelen los demás labradores en el cultivo de
sus cosechas, sino que, saliendo el río de madre sin obra humana y
retirado otra vez de los campos después de regarlos, se reduce el
trabajo a arrojar cada cual su sementera, y meter en las tierras
rebaños para que cubran la semilla con sus pisadas. Concluido lo cual,
aguardan descansadamente el tiempo de la siega, y trillada su parva por
las mismas bestias, recogen y concluyen su cosecha.
XV. Si quisiera yo adoptar la opinión de los jonios acerca del
Egipto, probaría aún que ni un palmo de tierra poseían los egipcios en
la antigüedad. Reducen los jonios el Egipto propiamente dicho, al país
de Delta, es decir, al país que se extiende a lo largo del mar por el
espacio de cuarenta schenos, desde la atalaya llamada de Perseo hasta
el lugar de las Taricheas Pelusianas y que penetra tierra adentro hasta
la ciudad de Cercasoro, donde el Nilo se divide en dos brazos que
corren divergentes hacia Pelusio y hacia Canopo; el resto de aquel
reino pertenece, según ellas, parte a la Libia, parte a la Arabia. Y
siendo la Delta, en su concepto como en el mío, un terreno nuevo y
adquirido, que salió ayer de las aguas por decirlo así, ni aun lugar
tendrían los primitivos egipcios para morir y vivir. Y entonces, ¿a qué
el blasón o hidalguía que pretenden de habitantes del mundo más
antiguos? ¿A qué la experiencia verificada en sus dos niños para
observar el idioma en que por sí mismos prorrumpiesen? Mas no soy en
verdad de opinión que al brotar de las olas aquella comarca llamada
Delta por los jonios, levantasen al mismo tiempo los egipcios su
cabeza. egipcios hubo desde que hombres hay, quedándose unos en sus
antiguas mansiones, avanzando otros con el nuevo terreno para poblarlo
y poseerlo.
XVI. Al Egipto pertenecía ya desde la antigüedad la ciudad de Tebas,
cuyo ámbito es de 6.120 estadios. Yerran, pues, completamente los
jonios, si mi juicio es verdadero. Ni ellos ni los griegos, añadiré,
aprendieron a contar, si por cierta tienen su opinión. Tres son las
partes del mundo, según confiesan: la Europa, el Asia y la Libia (16);
mas a estas debieran añadir por cuarta la Delta del Egipto, pues que ni
al Asia ni a la Libia pertenece, por cuanto el Nilo, único que pudiera
deslindar estas regiones, va a romperse en dos corrientes en el ángulo
agudo de la Delta, quedando de tal suerte aislado este país entre las
dos partes del mundo con quienes confina.
XVII. Pero dejemos a los jonios con sus cavilaciones, que para mí
todo el país habitado por egipcios, Egipto es realmente, por tal debe
ser reputado, así como de los Cilicios trae su nombre la Cilicia, y la
Asiria de los asirios, ni reconozco otro límite verdadero del Asia y de
la Libia que el determinado por aquella nación. Mas si quisiéramos
seguir el uso de los griegos, diremos que el Egipto, empezando desde ha
cataratas (17) y ciudad de
Elefantina, se divide en dos partes que lleva cada una el nombre del
Asia o de la Libia que la estrecha. Empieza el Nilo desde las cataratas
a partir por medio el reino, corriendo al mar por un solo cauce hasta
la ciudad de Cercaroso; y desde allí se divide en tres corrientes o
bocas diversas (18) hacia
Levante la Pelusia, la Canobica hacia Poniente, y la tercera que
siguiendo su curso rectamente va a romperse en el ángulo de la Delta y
cortándola por medio se dirige al mar, no poco abundante en agua y no
poco célebre con el nombre de Sebenítica: otras dos corrientes se
desprenden de esta última, llamadas la Saitica y la Mendesia; las dos
restantes, Bucolica y Bolbitina, más que cauces nativos del Nilo, son
dos canales artificialmente excavados.
XVIII. La extensión del Egipto que en mi discurso voy declarando,
queda atestiguada por un oráculo del dios Amon que vino a confirmar mi
juicio anteriormente abrazado. Los vecinos de Apis y de Marea, ciudades
situadas en las fronteras confinantes con la Libia, se contaban por
Libios y no por egipcios, y mal avenidos al mismo tiempo con el ritual
supersticioso del Egipto acerca de los sacrificios, y con la
prohibición de la carne vacuna, enviaron diputados a Amon, para que,
exponiendo que nada tenían ellos con los egipcios, viviendo fuera de la
Delta y hablando diverso idioma, impetrasen la facultad de usar de toda
comida sin escrúpulo ni excepción. Mas no por eso quiso Amon
concederles el indulto que pedían, respondiéndoles el oráculo que
cuanto riega el Nilo en sus inundaciones pertenece al Egipto, y que
egipcios son todos cuantos beben de aquel río, morando más abajo de
Elefantina.
XIX. No es sólo la Delta la que en sus avenidas inunda el Nilo, pues
que de él nos toca hablar, sino también el país que reparten algunos
entre la Libia y la Arabia ora más, ora menos, por el espacio de dos
jornadas. De la naturaleza y propiedad de aquel río nada pude
averiguar, ni de los sacerdotes, ni de nacido alguno, por más que me
deshacía en preguntarles: ¿por qué (19)
el Nilo sale de madre en el solsticio del verano? ¿por qué dura cien
días en su inundación? ¿por qué menguado otra vez se retira al antiguo
cauce, y mantiene bajo su corriente por todo el invierno, hasta el
solsticio del estío venidero? En vano procuré, pues, indagar por medio
de los naturales la causa de propiedad tan admirable que tanto
distingue a su Nilo de los demás ríos. Ni menos hubiera deseado también
el descubrimiento de la razón por qué es el único aquel río que ningún
soplo o vientecillo despide.
XX. No ignoro que algunos griegos, echándola de físicos insignes,
discurrieron tres explicaciones de los fenómenos del Nilo; dos de las
cuales creo más dignas de apuntarse que de ser explanadas y discutidas.
El primero de estos sistemas atribuye la plenitud e inundaciones del
río a los vientos Etésias (20),
que cierran el paso a sus corrientes para que no desagüen en el mar.
Falso es este supuesto, pues que el Nilo cumple muchas veces con su
oficio sin aguardar a que soplen los Etésias. El mismo fenómeno debiera
además suceder con otros ríos, cuyas aguas corren en oposición con el
soplo de aquellos vientos, y en mayor grado aun, por ser más lánguidas
sus corrientes como menores que las del Nilo. Muchos hay de estos ríos
en la Siria; muchos en la Libia, y en ninguno sucede lo que en aquel.
XXI. La otra opinión, aunque más ridícula y extraña que la primera,
presenta en sí un no sé qué de grande y maravilloso, pues supone que el
Nilo procede del Océano, como razón de sus prodigios, y que el Océano
gira fluyendo alrededor de la tierra.
XXII. La tercera, finalmente, a primera vista la más probable, es de
todas las más desatinada; pues atribuir las avenidas del Nilo a la
nieve derretida, son palabras que nada dicen. El río nace en la Libia,
atraviesa el país de los etíopes, y va a difundirse por el Egipto;
¿cómo cabo, pues, que desde climas ardorosos, pasando a otros más
templados, pueda nacer jamás de la nieve deshecha y liquidada? Un
hombre hábil y capaz de observación profunda hallará motivos en
abundancia que lo presenten como improbable el origen que se supone al
río en la nieve derretida. El testimonio principal será el ardor mismo
de los vientos al soplar desde aquellas regiones; segunda, falta de
lluvias o de nevadas (21),
a las cuales siguen siempre aquellas con cinco días de intervalo; por
fin, el observar que los naturales son de color negro de puro tostados,
que no faltan de allí en todo el año los milanos y las golondrinas, y
que las grullas arrojadas de la Escitia por el rigor de la estación
acuden a aquel clima para tomar cuarteles de invierno. Nada en verdad
de todo esto sucediera, por poco que nevase en aquel país de donde sale
y se origina, el Nilo, como convence con evidencia la razón.
XXIII. El que haga proceder aquel río del Océano, no puede por otra
parte ser convencido de falsedad cubierto con la sombra de la
mitología. Protesto a lo menos que ningún río conozco con el nombre de
Océano (22). Creo, si, que
habiendo dado con esta idea el buen Homero o alguno de los poetas
anteriores, se la apropiaron para el adorno de su poesía.
XXIV. Mas si, desaprobando yo tales opiniones, se me preguntare al
fin lo que siento en materia tan oscura, sin hacerme rogar daré la
razón por la que entiendo que en verano baja lleno el Nilo hasta
rebosar. Obligado en invierno el sol a fuerza de las tempestades y
huracanes a salir de su antiguo giro y ruta, va retirándose encima de
la Libia a lo más alto del cielo. Así todo lacónicamente se ha dicho,
pues sabido es que cualquier región hacia la cual se acerque girando
este dios de fuego, deberá hallarse en breve muy sedienta, agotados y
secos los manantiales que en ella anteriormente brotaban.
XXV. Lo explicaremos más clara y difusamente. Al girar el sol sobre
la Libia, cuyo cielo se ve en todo tiempo sereno y despejado, y cuyo
clima sin soplo de viento refrigerante es siempre caluroso, obra en
ella los mismos efectos que en verano, cuando camina por en medio del
cielo. Entonces atrae el agua para sí; y atraída, la suspende en la
región del aire superior, y suspensa la toman los vientos, y luego la
disipan y esparcen; y prueba es el que de allá soplen los vientos entre
todos más lluviosos, el Noto y el Sudoeste. No pretendo por esto que el
sol, sin reservar porción de agua para sí (23)
vaya echando y despidiendo cuanta chupa del Nilo en todo el año. Mas
declinando en la primavera el rigor del invierno, y vuelto otra vez el
sol al medio del cielo, atrae entonces igualmente para sí el agua de
todos los ríos de la tierra. Crecidos en aquella estación con el agua
de las copiosas lluvias que recogen, empapada ya la tierra hecha casi
un torrente, corren entonces en todo su caudal; mas a la llegada del
verano, no alimentados ya por las lluvias, chupados en parte por el
sol, se arrastran lánguidos y menoscabados. Y como las lluvias no
alimentan al Nilo (24), y
siendo el único entre los ríos a quien el sol chupe y atraiga en
invierno, natural es que corra entonces más bajo y menguado que en
verano, en la época en que, al par de los demás, contribuye con su agua
a la fuerza del sol, mientras en invierno es el único objeto de su
atracción. El sol, en una palabra, es en mi concepto el autor de tales
fenómenos.
XXVI. Al mismo sol igualmente atribuyo el árido clima y cielo de la
Libia, abrasando en su giro a toda la atmósfera, y el que reine en toda
la Libia un perpetuo verano (25).
Pues si trastornándose el cielo se trastornara el orden anual de las
estaciones; si donde el Bóreas y el invierno moran se asentaran el Noto
y el Mediodía; o si el Bóreas arrojase al Noto de su morada con tal
trastorno, en mi sentir, echado el sol en medio del cielo por la
violencia de los aquilones subiría al cenit de la Europa, como
actualmente se pasea encima de la Libia, y girando, asiduamente por
toda ella, haría, en mi concepto, con el Istro lo que con el Nilo está
al presente sucediendo.
XXVII. Respecto a la causa de no exhalarse del Nilo viento alguno,
natural me parece que falte éste en países calurosos, observando que
procede de alguna cosa fría en general. Pero, sea como fuere, no
presumo descifrar el secreto que sobre este punto hasta el presente se
mantuvo.
XXVIII. Ninguno de cuantos hasta ahora traté, egipcio, Libio o griego, pudo darme conocimiento alguno de las fuentes del Nilo (26).
Hallándome en Egipto, en la ciudad de Sais, di con un tesorero de las
rentas de Minerva, el cual, jactándose de conocer tales fuentes, creí
querría divertirse un rato y burlarse de mi curiosidad. Decíame que
entre la ciudad de Elefantina y la de Syena, en la Tebaida, se hallan
dos montes, llamado Crophi el uno y Mophi el otro, cuyas cimas terminan
en dos picachos, y que manan en medio de ellos las fuentes del Nilo,
abismos sin fondo en su profundidad, de cuyas aguas la mitad corre al
Egipto contraria al Bóreas, y la otra, opuesta al Noto, hacia la Etiopía (27).
Y contaba, en confirmación de la profundidad de aquellas fuentes, que
reinando Psamético en Egipto, para nacer la experiencia mandó formar
una soga de millares y millares de orgias y sondear con ella, sin que
se pudiese hallar fondo en el abismo. Esto decía el depositario de
Minerva; ignoro si en lo último había verdad. Discurro en todo lance
que debe existir un hervidero de agua que con sus borbotones y
remolinos impida bajar hasta el suelo la sonda echada, impeliéndola
contra los montes.
XXIX. Nada más pude indagar sobre el asunto; pero informándome cuan
detenidamente fue posible, he aquí lo que averiguó como testigo ocular
hasta la ciudad de Elefantina, y lo que supe de oídas sobre el país que
más adentro se dilata (28).
Siguiendo, pues, desde Elefantina arriba, darás con un recuesto tan
arduo, que es preciso para superarlo atar tu barco por entrambos lados
como un buey sujeto por las astas, pues si se rompiere por desgracia la
cuerda, iríase río abajo la embarcación arrebatada por la fuerza de la
corriente. Cuatro días de navegación contarás en este viaje, durante el
cual no es el Nilo menos tortuoso que el Meandro. El tránsito que tales
precauciones requiere no es menor de doce schenos. Encuentras después
una llanura donde el río forma y circuye una isla que lleva el nombre
de Tacompso, habitada la mitad por los egipcios y la mitad por los
etíopes, que empiezan a poblar el país desde la misma Elefantina. Con
la isla confina una gran laguna, alrededor de la cual moran los etíopes
llamados nómadas. Pasada esta laguna, en la que el Nilo desemboca, se
vuelve a entrar en la madre del río: allí es preciso desembarcar y
seguir cuarenta jornadas el camino por las orillas, siendo imposible
navegar el río en aquel espacio por los escollos y agudas peñas que de
él sobresalen. Concluido por tierra este viaje y entrando en otro
barco, en doce días de navegación llegas a Méroe (29),
que este es el nombre de aquella gran ciudad capital, según dice, de
otra casta de etíopes que solo a dos dioses prestan culto, a Júpiter y
a Dioniso, bien que mucho se esmeran en honrarlos: tienen un oráculo de
Júpiter allí mismo, según cuyas divinas respuestas se deciden a la
guerra, haciéndola cómo y cuándo, y en dónde aquel su dios lo ordenare.
XXX. Siguiendo por el río desde la última ciudad, en el mismo tiempo
empleado en el viaje desde Elefantina, llegas a los Automolos, que en
idioma del país llaman Asmach (30), y que en el griego equivale a los que asisten a la izquierda del rey. Fueron en lo antiguo (31)
veinticuatro miríadas de soldados que desertaron a los etíopes con la
ocasión que referiré. En el reinado de Psamético estaban en tres puntos
repartidas las fuerzas del imperio; en Elefantina contra los etíopes,
en Dafnes de Pelusio (32)
contra los árabes y Sirios, y en Márea contra la Libia, los primeros de
los cuales conservan los persas fortificados en mis días, del mismo
modo que en aquel tiempo. Sucedió que las tropas egipcias, apostadas en
Elefantina, viendo que nadie venía a relevarlas después de tres años de
guarnición, y deliberando sobre su estado, determinaron de común
acuerdo desertar de su patria pasando a la Etiopía. Informado
Psamético, corre luego en su seguimiento, y alcanzándolos, les ruega y
suplica encarecidamente por los dioses patrios, por sus hijos, por sus
esposas, que tan queridas prendas no consientan en abandonarlas. Es
fama que uno entonces de los desertores, con un ademán obsceno le
respondió, «que ellos, según eran, donde quiera hallarían medios en sí
mismos de tener hijos y mujeres.» Llegados a Etiopía, y puestos a la
obediencia de aquel soberano, fueron por él acogidos y aun premiados,
pues les mandó en recompensa que, arrojando a ciertos etíopes
malcontentos y amotinados, ocupasen sus campos y posesiones. Resultó de
esta nueva vecindad y acogida que fueron humanizándose los etíopes con
los usos y cultura de la colonia egipcia, que aprendieron con el ejemplo (33).
XXXI. Bien conocido es el Nilo todavía, más allá del Egipto que
baña, en el largo trecho que, ya por tierra, ya por agua se recorre en
un viaje de cuatro meses; que tal resulta si se suman los días que se
emplean en pasar desde Elefantina hasta los Automolos. En todo el
espacio referido corre el río desde Poniente, pero más allá no hay
quien diga nada cierto ni positivo, siendo el país un puro yermo
abrasado por los rayos del sol.
XXXII. No obstante, oí de boca de algunos Cireneos que yendo en
romería al oráculo de Amon, habían entrado en un largo discurso con
Etearco, rey de los Amonios, y que viniendo por fin a recaer la
conversación sobre el Nilo, y sobre lo oculto y desconocido de sus
fuentes, les contó entonces aquel rey la visita que había recibido de
los Nasanones, pueblos que ocupan un corto espacio en la Sirte y sus
contornos por la parte de Levante. Preguntados estos por Etearco acerca
de los desiertos de la Libia, le refirieron que hubo en su tierra
ciertos jóvenes audaces e insolentes, de familias las más ilustres, que
habían acordado, entre otras travesuras de sus mocedades, sortear a
cinco de entre ellos para hacer nuevos descubrimientos en aquellos
desiertos y reconocer sitios hasta entonces no penetrados. El rigor del
clima los invitaría a ello seguramente, pues aunque empezando desde el
Egipto, y siguiendo la costa del mar que mira al Norte, hasta el cabo
Soloente (34), su último
término, está la Libia poblada de varias tribus de naturales, además
del terreno que ocupan algunos griegos y fenicios; con todo, la parte
interior más allá de la costa y de los pueblos de que está sembrada, es
madre y región de fieras propiamente, a la cual sigue un arenal del
todo árido, sin agua y sin viviente que lo habite. Emprendieron, pues,
sus viajes los mancebos, de acuerdo con sus camaradas, provistos de
víveres y de agua; pasaron la tierra poblada, atravesaron después la
región de las fieras (35),
y dirigiendo su rumbo hacia Occidente por el desierto, y cruzando
muchos días unos vastos arenales, descubrieron árboles por fin en una
llanura, y aproximándose empezaron a echar mano de su fruta. Mientras
estaban gustando de ella, no sé qué hombrecillos, menores que los que
vemos entre nosotros de mediana estatura, se fueron llegando a los
Nasamones, y asiéndoles de las manos, por más que no se entendiesen en
su idioma mutuamente, los condujeron por dilatados pantanos, y al fin
de ellos a una ciudad cuyos habitantes, negros de color, eran todos del
tamaño de los conductores, y en la que vieron un gran río que la
atravesaba de Poniente a Levante, y en el cual aparecían cocodrilos.
XXXIII. Temo que parezca ya harto larga la fábula de Etearco el
Amonio; diré solo que añadía, según el testimonio de los Cireneos, que
los descubridores Nasamones, de vuelta de sus viajes, dieron por
hechiceros a los habitantes de la ciudad en que penetraron, y que
conjeturaba que el río que la atraviesa podía ser el mismo Nilo (36).
No fuera difícil, en efecto, pues que este río no solo viene de la
Libia, sino que la divide por medio; y deduciendo lo oculto por lo
conocido, conjeturo que no es el Nilo inferior al Istro (37)
en lo dilatado del espacio que recorre. Empieza el Istro en la ciudad
de Pireno desde los Celtas, los que están más allá de las columnas de
Hércules, confinantes con los Cinesios, último pueblo de la Europa,
situado hacia el Ocaso, y después de atravesar toda aquella parte del
mundo, desagua en el ponto Euxino, junto a los Istrienos, colonos de
los Milesios.
XXXIV. Mas al paso que corriendo el Istro por Tierra culta y poblada
es de muchos bien conocido, nadie ha sabido manifestarnos las fuentes
del Nilo, que camina por el país desierto y despoblado de la Libia.
Referido llevo cuanto he podido saber sobre su curso, al cual fui
siguiendo con mis investigaciones cuan lejos me fue posible. El Nilo va
a parar al Egipto, país que cae enfrente de Cilicia la montuosa, desde
donde un correo a todo aliento llegará en cinco días por camino recto a
Sinope, situada en las orillas del ponto Euxino, enfrente de la cual
desagua el Istro en el mar. De aquí opino que igual espacio que el
último recorrerá el Nilo atravesando la Libia. Mas bastante y harto se
ha tratado ya de aquel río.
XXXV. Difusamente vamos a hablar del Egipto, pues de ello es digno
aquel país, por ser entre todos maravilloso, y por presentar mayor
número de monumentos que otro alguno, superiores al más alto
encarecimiento. Tanto por razón de su clima, tan diferente de los
demás, como por su río, cuyas propiedades tanto lo distinguen de
cualquier otro, distan los egipcios enteramente de los demás pueblos en
leyes, usos y costumbres. Allí son las mujeres las que venden, compran
y negocian públicamente, y los hombres hilan, cosen y tejen, impeliendo
la trama hacia la parte inferior de la urdimbre; cuando los demás la
dirigen comúnmente a la superior (38).
Allí los hombres llevan la carga sobre la cabeza, y las mujeres sobre
los hombros. Las mujeres orinan en pie; los hombres se sientan para
ello. Para sus necesidades se retiran a sus casas, y salen de ellas
comiendo por las calles, dando por razón que lo indecoroso, por
necesario que sea, debe hacerse a escondidas, y que puede hacerse a las
claras cualquier cosa indiferente. Ninguna mujer se consagra allí por
sacerdotisa a dios o diosa alguna: los hombres son allí los únicos
sacerdotes. Los varones no pueden ser obligados a alimentar a sus
padres contra su voluntad; tan solo las hijas están forzosamente
sujetas a esta obligación (39).
XXXVI. En otras naciones dejan crecer su cabello los sacerdotes de
los dioses; los de Egipto lo rapan a navaja. Señal de luto es entre los
pueblos cortarse el cabello los más allegados al difunto, y entre los
egipcios, ordinariamente rapados, y lo es el cabello y barba crecida en
el fallecimiento de los suyos. Los demás hombres no acostumbran comer
con los brutos, los egipcios tienen con ellos plato y mesa común. Los
demás se alimentan de pan de trigo y de cebada; los egipcios tuvieran
el comer de él por la mayor afrenta, no usando ellos de otro pan que
del de escancia o candeal. Cogen el lodo y aun el estiércol con sus
manos, y amasan la harina con los pies. Los demás hombres dejan sus
partes naturales en su propia disposición, excepto los que aprendieron
de los egipcios a circuncidarse (40).
En Egipto usan los hombres vestidura doble, y sencilla las mujeres. Los
egipcios en las velas de sus naves cosen los anillos y cuerdas por la
parte interior, en contraposición con la práctica de los demás, que los
cosen por fuera. Los griegos escriben y mueven los cálculos (41)
en sus cuentas de la siniestra a la derecha, los egipcios, al
contrario, de la derecha a la siniestra, diciendo por esto que los
griegos hacen a zurdas lo que ellos derechamente.
XXXVII. Dos géneros de letras están allí en uso, unas sacras y las otras populares (42).
Supersticiosos por exceso, mucho más que otros hombres cualesquiera,
usan de toda especie de ceremonias, beben en vasos de bronce y los
limpian y friegan cada día, costumbre a todos ellos común y de ninguno
particular. Sus vestidos son de lino y siempre recién lavados, pues que
la limpieza les merece un cuidado particular, siendo también ella la
que les impulsa a circuncidarse, prefiriendo ser más bien aseados que
gallardos y cabales. Los sacerdotes, con la mira de que ningún piojo u
otra sabandija repugnante se encuentre sobre ellos al tiempo de sus
ejercicios o de sus funciones religiosas, se rapan a navaja cada tres
días de pies a cabeza. También visten de lino, y calzan zapatos de
biblo, pues que otra ropa ni calzado no les es permitido; se lavan con
agua fría diariamente, dos veces por el día y otras dos por la noche, y
usan, en una palabra, ceremonias a miles en su culto religioso.
Disfrutan en cambio aquellos sacerdotes de no pocas conveniencias, pues
nada ponen de su casa ni consumen de su hacienda; comen de la carne ya
cocida en los sacrificios, tocándoles diariamente a cada uno una
crecida ración de la de ganso y de buey, no menos que su buen vino de
uvas; mas el pescado es vedado para ellos. Ignoro qué prevención tienen
los egipcios contra las habas (43),
pues ni las siembran en sus campos en gran castidad, ni las comen
crudas, ni menos cocidas, y ni aun verlas pueden sus sacerdotes, como
reputándolas por impura legumbre. Ni se contentan consagrando
sacerdotes a los dioses, sino que consagran muchos a cada dios,
nombrando a uno de ellos sumo sacerdote y perpetuando sus empleos en
los hijos a su fallecimiento.
XXXVIII. Viven los egipcios en la opinión de que los bueyes son la única víctima propia de su Epafo (44),
para lo cual hacen ellos la prueba, pues encontrándose en el animal un
solo pelo negro, ya no pasa por puro y legítimo. Uno de los sacerdotes
es el encargado y nombrado particularmente para este registro, el cual
hace revista del animal, ya en pie, ya tendido boca arriba; observa en
su lengua sacándola hacia fuera las señas que se recibieren en una
víctima pura, de las que hablaré más adelante; mira y vuelve a mirar
los pelos de su cola, para notar si están o no en su estado natural. En
caso de asistir al buey todas las cualidades que de puro y bueno le
califican, márcanlo por tal enroscándole en las astas el biblo,
y pegándole cierta greda a manera de lacre, en la que imprimen en su
sello. Así marcado, lo conducen al sacrificio, y ¡ay del que
sacrificara una víctima no marcada! otra cosa que la vida no la
costaría. Estas son, en suma, las pruebas y los reconocimientos de
aquellos animales.
XXXIX. Síguese la ceremonia del sacrificio (45).
Conducen la bestia ya marcada al altar destinado al holocausto; pegan
fuego a la pira, derraman vino sobre la víctima al pie mismo del ara, e
invocan su dios al tiempo de degollarla, cortándole luego la cabeza y
desollándole el cuerpo. Cargan de maldiciones a la cabeza ya dividida,
y la sacan a la plaza, vendiéndola a los negociantes griegos, si los
hay allí domiciliados y si hay mercado en la ciudad; de otro modo, la
echan al río como maldita. La fórmula de aquellas maldiciones expresa
sólo que si algún mal amenaza al Egipto en común, o a los
sacrificadores en particular, descargue todo sobre aquella cabeza. Esta
ceremonia usan los egipcios igualmente sobre las cabezas de las
víctimas y en la libación del vino, y se valen de ella generalmente en
sus sacrificios, naciendo de aquí que nunca un egipcio coma de la
cabeza de ningún viviente.
XL. No es una misma la manera de escoger y consumir las víctimas en
los sacrificios, sino muy varia en cada una de ellos. Hablaré del de la
diosa de su mayor veneración y a la cual se consagra la fiesta más
solemne, de la diosa Isis. En su reverencia hacen un ayuno, le
presentan después sus oraciones y súplicas, y, por último, le
sacrifican un buey. Desollada la víctima, le limpian las tripas,
dejando las entrañas pegadas al cuerpo con toda su gordura; separan
luego las piernas, y cortan la extremidad del lomo con el cuello y las
espaldas. Entonces embuten y atestan lo restante del cuerpo de panales
purísimos de miel, de uvas o higos pasos, de incienso, mirra y otros
aromas, y derramando después sobre él aceite en gran abundancia,
entregando a las llamas. Al sacrificio precede el ayuno, y mientras
está abrasándose la víctima, se hieren el pecho los asistentes, se
maltratan y lloran y plañen, desquitándose después en espléndido
convite con las partes que de la víctima separaron.
XLI. A cualquiera es permitido allí el sacrificio de bueyes y
terneros puros y legales, mas a ninguno es lícito el de vacas o
terneras, por ser dedicadas a Isis, cuyo ídolo representa una mujer con
astas de buey, del modo con que los griegos pintan a Io; por lo cual es
la vaca, con notable preferencia sobre los demás brutos, mirada por los
egipcios con veneración particular. Así que no se hallará en el país
hombre ni mujer alguna que quiera besar a un griego, ni servirse de
cuchillo, asador o caldero de alguno de esta nación, ni aun comer carne
de buey, aunque puro por otra parte, mientras sea trinchada por un
cuchillo griego. Para los bueyes difuntos tienen aparte sepultura; las
hembras son arrojadas al río, pero los machos enterrados en el arrabal
da cada pueblo, dejándose por señas una o entrambas de sus astas
salidas sobre la tierra. Podrida ya la carne y llegado el tiempo
designado, va recorriendo las ciudades una barca que sale de la isla
Prosopitis, situada dentro de la Delta, de nueve eschenos de
circunferencia. En esta isla hay una ciudad, entre otras muchas,
llamada Atarbechia donde hay un templo dedicado a Venus, y de la que
acostumbran salir las barcas destinadas a recorrer los huesos de los
bueyes. Muchas salen de allí para diferentes ciudades; desentierran
aquellos huesos, y reunidos en un lugar, les dan a todos sepultura;
práctica que observan igualmente con las demás bestias, enterrándolas
cuando mueren, pues a ello les obligan las leyes y a respetar sus vidas
en cualquier ocasión (46).
XLII. Los pueblos del distrito de Júpiter Tebeo, o mas bien el Nomo
Tebeo, matan sin escrúpulo las cabras, sin tocar a las ovejas, lo que
no es de extrañar, por no adorar los egipcios a unos mismos dioses,
excepto dos universalmente venerados, Isis y Osiris, el cual pretenden
sea el mismo que Dioniso. Los pueblos, al contrario, del distrito de
Mendes o del Nomo Mendesio, respetando las cabras, matan libremente las
ovejas. Los primeros, y los que como ellos no se atreven a las ovejas,
dan la siguiente razón de la ley que se impusieron: Hércules quería ver
a Júpiter de todos modos, y Júpiter no quería absolutamente ser visto
de Hércules. Grande era el empeño de aquél, hasta que, después de larga
porfía, torna Júpiter un efugio: mata un carnero, la quita la piel,
córtale la cabeza y se presenta a Hércules disfrazado con todos estos
despojos. Y en atención a este disfraz formaron los egipcios el ídolo
de Júpiter Caricarnero (47),
figura que tomaron de ellos los Amonios, colonos en parte egipcios y en
parte etíopes, que hablan un dialecto mezcla de entrambos idiomas
etiópico y egipcio. Y estos colonos, a mi entender, no se llaman
Amonios por otra razón que por ser Amon el nombre de Júpiter en
lengua egipcia. He aquí, pues, la razón por qué no matan los Tebeos a
los carneros, mirándolos como bestia sagrada. Verdad es que en cada año
hay un día señalado, o de la fiesta de Júpiter, en que matan a golpes
un carnero, y con la piel que le quitan visten el ídolo del dios con el
traje mismo que arriba mencioné, presentándole luego otro ídolo de
Hércules. Durante la representación de tal acto lamentan los presentes
y plañen con muestras de sentimiento la muerte del carnero, al cual
entierran después en lugar sagrado.
XLIII. Este Hércules oía yo a los egipcios contarlo por uno de sus
doce dioses, pero no pude adquirir noticia alguna en el país de aquel
otro Hércules que conocen los griegos. Entre varias pruebas que me
conducen a creer que no deben los egipcios a los griegos el nombre de
aquel dios, sino que los griegos lo tomaron de los egipcios, en
especial los que designan con él al hijo de Anfitrión, no es la menor,
el que Anfitrión y Alcmena, padres del Hércules griego, traían su
origen del Egipto (48), y el que confiesen los egipcios que ni aun oyeron los nombres de Posideon o de Dioscuros (49);
tan lejos están de colocarlos en el catálogo de sus dioses. Y si algún
Dios hubieran tomado los egipcios de los griegos, fueran ciertamente
los que he nombrado, de quienes con mayor razón se conservara la
memoria; porque en aquella época traficaban ya los griegos por el mar,
y algunos habría, según creo sin duda, patrones y dueños de sus navíos;
y muy natural parece que de su boca oyeran antes los egipcios el nombre
de sus dioses náuticos que el de Hércules, campeón protector de la
tierra. Declárese, pues, la verdad, y sea Hércules tenido, como lo es,
por dios antiquísimo del Egipto; pues si hemos de oír a aquellos
naturales, desde la época en que los ocho dioses engendraron a los
otros doce, entre los cuales cuentan a Hércules, hasta el reinado de
Amasis, han transcurrido no menos de 17.000 años.
XLIV. Queriendo yo cerciorarme de esta materia donde quiera me fuese
dable, y habiendo oído que en Tiro de Fenicia había un templo a
Hércules dedicado, emprendí viaje para aquel punto. Lo vi, pues,
ricamente adornado de copiosos donativos, y entre ellos dos vistosas
columnas, una de oro acendrado en copela, otra de esmeralda, que de
noche en gran manera resplandecía. Entré en plática con los sacerdotes
de aquel dios, y preguntándoles desde cuando fue su templo erigido,
hallé que tampoco iban acordes con los griegos acerca de Hércules, pues
decían que aquel templo había sido fundado al mismo tiempo que la
ciudad, y no contaban menos de 2.300 años desde la fundación primera de
Tiro. Allí mismo vi adorar a Hércules en otro edificio con el
sobrenombre de Tasio, lo que me incitó a pasar a Taso, donde igualmente
encontré un templo de aquel dios, fundado por los fenicios, que
navegando en busca de Europa edificaron la ciudad de Taso, suceso
anterior en cinco (50)
generaciones al nacimiento en Grecia de Hércules, hijo de Anfitrión.
Todas estas averiguaciones prueban con evidencia que es Hércules uno de
los dioses antiguos, y que aciertan aquellos griegos que conservan dos
especies de heraclios o templos de Hércules, en uno de los cuales
sacrifican a Hércules el Olímpico como dios inmortal, y en el otro
celebran sus honores aniversarios como los del héroe o semidios.
XLV. Entre las historias que nos refieren los griegos a modo de
conseja, puedo contar aquella fábula simple y, desatinada que en estos
términos nos encajan: que los egipcios, apoderados de Hércules que por
allí transitaba, le coronaron cual víctima sagrada, y le llevaban con
grande pompa y solemnidad para que fuese a Júpiter inmolado, mientras
él permanecía quieto y sosegado como un cordero, hasta que al ir a
recibir el último golpe junto al altar, usando el valiente de todo su
brío y denuedo, pasó a cuchillo toda aquella cohorte de extranjeros.
Los que así se expresan, a mi entender, ignoran en verdad de todo punto
lo que son los egipcios, y desconocen sus leyes y sus costumbres.
Díganme, pues: ¿cómo los egipcios intentarían sacrificar una víctima
humana cuando ni matar a los brutos mismos les permite su religión,
exceptuando a los cerdos, gansos, bueyes o novillos, y aun éstos con
prueba que debe preceder y seguridad de su pureza? ¿Y cabe además que
Hércules solo, Hércules todavía mortal, que por mortal lo dan los
griegos en aquella ocasión, pudiera con la fuerza de su brazo acabar
con tanta muchedumbre de egipcios? Pero silencio ya: y lo dicho, según
deseo, sea dicho con perdón y benevolencia así de los dioses como de
los héroes.
XLVI. Ahora dará la causa por qué otros egipcios, como ya dije, no
matan cabras o machos de cabrío. Los Mendesios cuentan al dios Pan por
uno de los ochos dioses que existieron, a su creencia, antes de
aquellos doce de segunda clase: y los pintores, y estatuarios egipcios
esculpen y pintan a Pan con el mismo traje que los griegos, rostro de
cabra y pies de cabrón, sin que crean por esto que sean tal como lo
figuran, sino como cualquiera de sus dioses de primer orden, bien sé el
motivo de presentarlo en aquella forma, pero guardaréme de expresarlo (51).
Por esto los Medesios honran con particularidad a los cabreros, y
adoran sus ganados, siendo aun menos devotos de las cabras que de los
machos de cabrío. Uno es, sin embargo, entre todos el privilegiado y de
tanta veneración, que su muerte se honra en todo el Nomo Mendesio con
el luto más riguroso. En Egipto se da el nombre de Mendes así al dios
Pan como al cabrón. En aquel Nomo sucedió en mis días la monstruosidad
de juntarse en público un cabrón con una mujer: bestialidad sabida de
todos y aplaudida.
XLVII. Los egipcios miran al puerco como animal abominable, dando
origen esta superstición a que el que roce al pasar por desgracia con
algún puerco, se arroje al río con sus vestidos para purificarse, y a
que los porquerizos, por más que sean naturales del país, sean
excluidos de la entrada y de la comunicación en los templos, entredicho
que se usa con ellos solamente, excediéndose tanto en esta prevención,
que a ninguno de ellos dieran en matrimonio ninguna hija, ni tomaran
alguna de ellas por mujer, viéndose obligada aquella clase a casarse
entre sí mutuamente. Mas aunque no sea lícito generalmente a los
egipcios inmolar un puerco a sus dioses, lo sacrifican, sin embargo, a
la luna y a Dioniso, y a estos únicamente en un tiempo mismo, a saber,
el de plenilunio, día en que comen aquella especie de carne. La razón
que dan para sacrificar en la fiesta del plenilunio al puerco que
abominan en los demás días, no seré yo quien la refiera, porque no lo
considero conveniente; diré tan sólo el rito del sacrificio con que se
ofrece a la luna aquel animal. Muerta la víctima, juntan la punta de la
cola, el bazo y el redaño, y cubriéndolo todo con la gordura que viste
los intestinos, lo arrojan a las llamas envuelto de este modo. Lo
restante del tocino se come en el día del plenilunio destinado al
sacrificio, único día en que se atreven a gustar de la carne referida.
En aquella fiesta, los pobres que faltos de medios no alcanzan a
presentar su tocino, remedan otro de pasta, y lo sacrifican, después de
cocido, con las mismas ceremonias.
XLVIII. En la solemne cena que se hace en la fiesta de Dioniso
acostumbra cada cual matar su cerdo en la puerta misma de su casa, y
entregarlo después al mismo porquerizo a quien lo compró para que lo
quite de allí y se lo lleve. Exceptuada esta particularidad, celebran
los egipcios lo restante de la fiesta con el mismo aparato que los
griegos. En vez de los Phalos usados entre los últimos, han
inventado aquellos unos muñecos de un codo de altura, y movibles por
medio de resortes, que llevan por las calles las mujeres moviendo y
agitando obscenamente un miembro casi tan grande como lo restante del
cuerpo. La flauta guía la comitiva, y sigue el coro mujeril cantando
himnos en loor de Baco o Dioniso. El movimiento obsceno del ídolo y la
desproporción de aquel miembro no dejan de ser para los egipcios un
misterio que cuentan entre los demás de su religión (52).
XLIX. Paréceme averiguado que Melampo, el hijo de Amiteon, no
ignoraría, sino que conocería muy bien, esta especie de sacrificio,
pues no sólo fue el propagador del nombre de Dioniso entre los griegos,
sino quien introdujo entre ellos asimismo el rito y la pompa del Phalo,
aunque no dio entera explicación de este misterio, que declararon, más
cumplidamente los sabios que lo sucedieron. Melampo fue, en una
palabra, quien dio a los griegos razón del Phalo que se lleva en la procesión de Dioniso, y el que les enseñó el uso que de él hacen (53);
y aunque como sabio supo apropiarse el arte de la adivinación, de
discípulo de los egipcios pasó a maestro de los griegos, enseñándoles
entre otras cosas los misterios y culto de Dioniso, haciendo en él una
pequeña mutación. Porque de otro modo no puedo persuadirme que las
ceremonias de este dios se instituyesen por acaso al mismo tiempo entre
griegos y egipcios, pues entonces no hubiera razón para que no fueran
puntualmente las mismas en entrambas partes, ni para que se hubieran
introducido en la Grecia nuevamente, siendo improbable, por otro lado,
que los egipcios tomaran de los griegos esta o cualquier otra
costumbre. Verosímil es, en mi concepto, que aprendiese Melampo todo lo
que a Dioniso pertenece, de aquellos fenicios que en compañía de Cadmo
el Tirio emigraron de su patria al país de Beocia.
L. Del Egipto nos vinieron además a la Grecia los nombres de la
mayor parte de los dioses; pues resultando por mis informaciones que
nos vinieron de los bárbaros, discurro que bajo este nombre se entiende
aquí principalmente a los egipcios. Si exceptuamos en efecto, como
dije, los nombres de Posideon y el de los Dioscuros, y además los de
Hera de Hista, de Temis, de las Chárites y de las Nereidas (54),
todos los demás desde tiempo inmemorial los conociera los egipcios en
su país, según dicen los mismos; que de ello yo no salgo fiador. En
cuanto a los nombres de aquellos dioses de que no consta tuviesen
noticia, se deberían, según creo, a los pelasgos, sin comprender con
todo al de Posideon, dios que adoptarían éstos de los Libios,
juntamente con su nombre, pues que ningún pueblo sino los Libios se
valieron antiguamente de este nombre, ni fueron celosos adoradores de
aquel dios. No es costumbre, además, entre los egipcios el tributar a
sus héroes ningún género de culto.
LI. Estas y otras cosas de que hablaré introdujéronse en la Grecia tomadas de los egipcios; pero a los pelasgos (55)
se debe el rito de construir las estatuas de Hermes con obscenidad,
rito que aprendieron los atenienses de los pelasgos primeramente, y que
comunicaron después a los griegos: lo que no es extraño, si se atiende
a que los atenienses, aunque contándose ya entre los griegos, habitaban
en un mismo país con los pelasgos, que con este motivo empezaron a ser
mirados como griegos. No podrá negar lo que afirmo nadie que haya sido
iniciado en las orgías o misterios de los Cabiros, cuyas
ceremonias, aprendidas de los pelasgos, celebran los Samotracios
todavía, como que los pelasgos habitaron en Samotracia antes de vivir
entre los atenienses, y que enseñaron a sus habitantes aquellas orgías.
Los atenienses, pues, para no apartarme de mi propósito, fueron
discípulos de los pelasgos y maestros de los demás griegos en la
construcción de las estatuas de Mercurio tan obscenamente
representadas. Los pelasgos apoyaban esta costumbre en una razón
simbólica y misteriosa, que se explica y declara en los misterios que
se celebran en Samotracia.
LII. De los pelasgos oí decir igualmente en Dodona que antiguamente
invocaban en común a los dioses en todos sus sacrificios, sin dar a
ninguno de ellos nombre o dictado peculiar, pues ignoraban todavía cómo
se llamasen. A todos designaban con el nombre de Theoi (dioses), derivado de la palabra Thentes (en latín ponentes),
significando que todo lo ponían los dioses en el mundo, y todo lo
colocaban en buen orden y distribución. Pero habiendo oído con el
tiempo los nombres de los dioses venidos del Egipto, y más tarde el de
Dioniso, acordaron consultar al oráculo de Dodona (56)
sobre el uso de nombres peregrinos. Era entonces este oráculo, reputado
ahora por el más antiguo entre los griegos, el único conocido en el
país; y preguntado si sería bien adoptar los nombres tomados de los
bárbaros, respondió afirmativamente; y desde aquella época los pelasgos
empezaron a usar en sus sacrificios de los nombres propios de los
dioses, uso que posteriormente comunicaron a los griegos.
LIII. En cuanto a las opiniones de los griegos sobre la procedencia
de cada uno de sus dioses, sobre su forma y condición, y el principio
de su existencia, datan de ayer, por decirlo así, o de pocos años
atrás. Cuatrocientos y no más de antigüedad pueden llevarme de ventaja
Hesiodo y Homero, los cuales escribieron la Teogonía entre los
griegos, dieron nombres a sus dioses, mostraron sus figuras y
semblantes, les atribuyeron y repartieron honores, artes y habilidades,
siendo a mi ver muy posteriores a estos poetas los que se cree les
antecedieron. Esta última observación es mía enteramente; lo demás es
lo que decían sacerdotes de Dodona.
LIV. El origen de este oráculo y de otro que existe en Libia lo
refieren del siguiente modo los egipcios: Decíanme los sacerdotes de
Júpiter Tebéo que desaparecieron de Tebas dos mujeres religiosas
robadas por los fenicios, y que según posteriormente se divulgó,
vendidas la una en Libia y en Grecia la otra, introdujeron entre estas
naciones y establecieron los oráculos referidos. Todo esto que añadían
respondiendo a mis dudas y preguntas, no se supo sino mucho después,
porque al principio fueron vanas todas las pesquisas que en busca de
aquellas mujeres se emplearon.
LV. Esto fue lo que oí en Tebas de boca de los sacerdotes; he aquí lo que dicen sobre el mismo caso las Promántidas (57)
Dodoneas. Escapáronse por los aires desde Tebas de Egipto dos palomas
negras, de las cuales la una llegó a la Libia y la otra a Dodoria, y
posada esta última en una haya, les dijo, en voz humana, ser cosa
precisa y prevenida por los hados que existiese un oráculo de Júpiter
en aquel sitio; y persuadidos los Dodoneos de que por el mismo cielo se
les intimaba aquella orden, se resolvieron desde el instante a
cumplirla. De la otra paloma que aportó a Libia, cuentan que ordenó
establecer allí el oráculo de Amon, erigiendo por esto los Libios a
Júpiter un oráculo semejante al de Dodona. Tal era la opinión que, en
conformidad con los misterios de aquel templo, profesaban las tres
sacerdotisas Dodoneas, la más anciana de las cuales se llamaba
Promenia, la segunda Timareta y Nicandra la menor.
LVI. Y si me es lícito en este punto expresar mi opinión, y siendo
verdad que los fenicios vendieran, de las dos mujeres consagradas a
Júpiter que consigo traían, la una en Libia, y en Hélada la otra, no
disto de creer que llevada la segunda a los Tesprotos de la Hélada,
región antes conocida con el nombre de Pelasgia, levantara a Júpiter
algún santuario, acordándose la esclava, como era natural, del templo
del dios a quien en Tebas había servido y de donde procedía; y que ella
contaría a los Tesprotos, después de aprendido el lenguaje de estos
pueblos, cómo los fenicios habían vendido en la Libia otra compañera
suya.
LVII. El ser bárbaras de nación las dos mujeres y la semejanza que
se figuraban los Dodoneos entre su idioma y el arrullo o graznido de
las aves, prestó motivo, a mi entender, a que se les diese el nombre de
palomas (58), diciendo que
hablaba la paloma en voz humana cuando con el transcurso del tiempo
pudo aquella mujer ser de ellos entendida, cesando en el bárbaro e
ignorado lenguaje que les había parecido hasta entonces la lengua de
las aves. De otro modo, ¿cómo pudieron creer los Dodoneos que les
hablase una paloma en voz humana? El negro color que atribuían al ave
significaba sin duda que era Egipcia la mujer.
LVIII. Parecidos son en verdad entrambos oráculos, el de Dodona y el
de Tebas en Egipto, siendo notorio, además, que el arte de adivinar en
los templos nos ha venido de este reino. Indudable es asimismo que
entre los egipcios, maestros en este punto de los griegos, empezaron
las procesiones, los concursos festivos, las ofrendas religiosas,
siendo de ello para mí evidente testimonio que tales fiestas, recientes
entre los griegos, no parecen sino muy antiguas en Egipto.
LIX. No contentos los egipcios con una de estas solemnidades al año,
las celebran muy frecuentes. La principal de todas, en la que se
esmeran en empeño y devoción, es la que van a celebrar en la ciudad de
Bubastis en honor de Artemide o Diana. Frecuéntase la segunda en
Busiris, ciudad edificada en medio de la Delta, para honrar a Isis,
diosa que se llama Demeter en lengua griega, y que tiene en la
ciudad un magnífico templo. Reúnese en Sais el tercer concurso festivo
en honra de Atenea o Minerva, el cuarto en Heliópolis para celebrar al
sol; en Butona el quinto para dar culto a Latona, y para honrar a Ares
o Marte celébrase el sexto en Papremis (59).
LX. El viaje que con este objeto emprenden a Bubastis merece
atención. Hombres y mujeres van allá navegando, en buena compañía, y es
espectáculo singular ver la muchedumbre de ambos sexos que encierra
cada nave. Algunas de las mujeres, armadas con sonajas, no cesan de
repicarlas; algunos de los hombros tañen sus flautas sin descanso, y la
turba de estos y de aquellas, entretanto, no paran un instante de
cantar y palmotear. Apenas llegan de paso a alguna de las ciudades que
se ven en el camino, cuando aproximando la nave a la orilla, continúan
en la zambra algunas de las mujeres; otras motejan e insultan a las
vecinas de la ciudad con terrible gritería; unas danzan; otras, puestas
en pie, levantan sus vestiduras. Y esto se repite en cada pueblo que a
orillas del río van encontrando. Llegados por fin a Bubastis celebran
su fiesta ofreciendo en sacrificio muchas y muy pingües víctimas que
conducen. Y tanto es el vino que durante la fiesta se consume, que
excede al que se bebe en lo restante del año, y tan numeroso el gentío
que allá concurre, que sin contar los niños, entre hombres y mujeres
asciende el número a 700.000 personas, según dicen los del país. He
aquí lo que pasa en Bubastis.
LXI. En la fiesta que, según antes indiqué, celebran los egipcios en
Busiris para honrar a Isis, acabado el sacrificio, millares y millares
de hombres y mujeres que a él asisten prorrumpen en gran llanto y se
maltratan excesivamente, cuya costumbre procede de una causa que no me
es lícito expresar. En esta maceración excédense los carios entre
cuantos moran en Egipto, llegando al punto de lastimarse la frente con
sus sables y cuchillo, de suerte que basta para distinguir a estos
extranjeros de los egipcios el rigor con que se atormentan.
LXII. En cierta noche solemne, durante los sacrificios a que
concurren en la ciudad de Sais, encienden todos sus luminarias al cielo
descubierto, dejándolas arder alrededor de sus casas. Sirven de luces
unas lámparas llenas de aceite y sal, dentro de las cuales nada una
torcida que arde la noche entera sobre aquel licor. Esta fiesta es
conocida con el nombre peculiar de Licnocria o iluminación de
las lámparas. Los demás egipcios que no concurren a la fiesta y
solemnidad de Sais, notando la noche de aquel sacrificio, encienden
igualmente lámparas en su casa, de modo que, no solo en Sais, sino en
todo Egipto, se forma semejante iluminación. Entre sus misterios y
arcanos religiosos, sin duda les será conocido el motivo que ha
merecido a esta noche la suerte y el honor de tales luminarias.
LXIII. Dos son las ciudades, la de Heliópolis y la de Butona, en
cuyas fiestas los concurrentes se limitan a sus sacrificios. No así en
la de Papremis, donde además de las víctimas que como en aquellas se
ofrecen, se celebra una función muy singular. Porque al ponerse el sol,
algunos de los sacerdotes se afanan en adornar el ídolo que allí
tienen; mientras otros, en número mucho mayor, apercibidos con sendas
trancas, se colocan de fijo en la entrada misma del templo, y otros
hombres, hasta el número de mil, cada cual así mismo con su palo,
juntos en otra parte del templo, están haciendo sus deprecaciones. De
notar es que desde el día anterior de la función colocan su ídolo sobre
una peana de madera dorada, hecha a modo de nicho, y lo transportan a
otra pieza sagrada. Entonces, pues, los pocos sacerdotes que quedaron
alrededor del ídolo vienen arrastrando un carro de cuatro ruedas,
dentro del cual va un nicho, y dentro del nicho la estatua de su dios.
Desde luego los sacerdotes, apostados en la entrada del templo impiden
el paso a su mismo dios; pero se presenta la otra partida de devotos al
socorro de su dios injuriado, y cierran a golpes con los sitiadores de
la entrada. Armase, pues, uña brava paliza, en la que muchos,
abriéndose las cabezas, mueren después de las heridas, a lo que creo,
por más que pretendan los egipcios que nadie muere de las resultas.
LXIV. El suceso que dio origen a la fiesta y al combate lo refieren
de este modo los del país: Vivía en aquel templo la madre de Marte, el
cual, educado en sitio lejano y llegado ya a la edad varonil, quiso un
día visitarla; pero los criados de su madre no le conocían y le
cerraron las puertas sin darle entrada. Entonces Marte va a la ciudad,
y volviendo con numerosa comitiva, apalea y maltrata a los criados, y
entra luego a ver a su madre y conocerla. Y en memoria de tal hecho, en
las fiestas de Marte suele renovarse la pendencia. De observar es que
los egipcios fueron los autores de la continencia religiosa, que no
permite el uso de conocer a las mujeres en los lugares sacros, y no
admite en los templos al que tal acto acaba de cometer, sino purificado
con el agua de antemano, al paso que entre todas las naciones, si se
exceptúa la egipcia y la griega, se junta cualquiera con las mujeres en
aquellos lugares, y entra en los templos después de dejarlas, sin
curarse de baño alguno, persuadidos de que en este punto no debe
existir diferencia entre los hombres y los brutos, los que, según
cualquiera puede ver, en especial todo género de pájaros, se unen y
mezclan a la luz del día en los templos de los dioses, cosa que éstos
no permitieran en su misma casa si les fuera menos grata y acepta. De
este modo defienden su profanación; aunque en verdad ni me place el
abuso, ni me satisface el pretexto.
LXV. Son los egipcios sumamente ceremoniosos en sagrado, y en lo
demás supersticiosos por extremo. Su país, aunque confinante con la
Libia, madre de fieras, no abunda mucho en animales; pero los que hay,
sean o no domésticos y familiares, gozan de las prerrogativas de cosas
sagradas. No diré yo la razón de ello, por no verme en el extremo, que
evito como un escollo, de descender a los arcanos divinos, pues
protesto que si algo de ellos indiqué, fue llevado a más no poder por
el hilo de mi narración. Según la ley o costumbre que rige en Egipto
acerca de las bestias, cada especie tiene aparte sus guardas y
conservadores, ya sean hombres, ya mujeres, cuyo honroso empleo
trasmiten a sus hijos. Los particulares en las ciudades hacen a los
brutos sus votos y ofrendas del modo siguiente: Ofrécese el voto al
dios a quien la bestia se juzga consagrada, y al llegar la ocasión de
cumplirlo, rapa cada cual a navaja la cabeza de sus hijos, o la mitad
de ella, o bien la tercera parte; coloca en una balanza el pelo
cortado, y en la otra tanta plata cuanta pesa el cabello, y en
cumplimiento de su voto, la entrega a la que cuida de aquellas bestias,
la que les compra con aquel dinero el pescado, que es su legítimo
alimento, cuidando de partírselo y cortarlo. ¡Triste del egipcio que
mate a propósito alguna de estas bestias! No paga la pena de otro modo
que con la cabeza; mas si lo hiciere por descuido, satisface la multa
en que le condenen los sacerdotes. Y ¡ay del que matare alguna ibis o
algún gavilán! Sea de acuerdo, sea por casualidad, es preciso que muera
por ello.
LXVI. Grande es la abundancia de animales domésticos que allí se
crían; y fuera mucho mayor sin lo que sucede con los gatos, pues
notando los egipcios que las gatas después de parir no se llegan ya a
los gatos y repugnan juntarse con ellos por más que las busquen y
requiebren, acuden al consuelo de los machos, quitando a las hembras
sus hijuelos y matándolos, si bien están muy lejos de comerlos. Con
esto, aquellas bestias, muy amantes de sus crías y viéndose sin ellas,
se llegan de nuevo a los gatos, deseosas de tener nuevos hijuelos. ¡Ay
de los gatos igualmente si sucede algún incendio, desgracia para ellos
fatal y suprema cuita! Porque los egipcios, que les son
supersticiosamente afectos, sin ocuparse en extinguir el fuego, se
colocan de trecho en trecho como centinelas, con el fin de preservar a
los gatos del incendio; pero estos, por el contrario, asustados de ver
tanta gente por allí, cruzan por entre los hombres, y a veces para huir
de ellos van a precipitarse en el fuego; desgracia que a los
espectadores llena de pesar y desconsuelo. Cuando fallece algún gato de
muerte natural, la gente de la casa se rapa las cejas a navaja; pero al
morir un perro, se rapan la cabeza entera, y además lo restante del
cuerpo.
LXVII. Los gatos después de muertos son llevados a sus casillas
sagradas; y adobados en ellas con sal, van a recibir sepultura en la
ciudad de Bubastis. Las perras son enterradas en sagrado en su
respectiva ciudad, y del mismo modo se sepulta a los icneumones. Las
mígalas (60) y gavilanes
son llevados a enterrar en la ciudad de Butona, las ibis a la de
Hermópolis; pero a los osos, raros en Egipto, y a los lobos, no mucho
mayores que las zorras en aquel país, se los entierra allí mismo donde
se les encuentra muertos y tendidos.
LXVIII. Hablemos ya de la naturaleza del cocodrilo, animal que pasa
cuatro meses sin comer en el rigor del invierno, que pone sus huevos en
tierra y saca de ellos sus crías, y que, siendo cuadrúpedo, es anfibio
sin embargo. Pasa fuera del agua la mayor parte del día y en el río la
noche entera, por ser el agua más caliente de noche que la tierra al
cielo raso con su rocío. No se conoce animal alguno que de tanta
pequeñez llegue a tal magnitud, pues los huevos que pone no exceden en
tamaño a los de un ganso, saliendo a proporción de ellos en su pequeñez
el joven cocodrilo, el cual crece después de modo que llega a ser de 17
codos, y a veces mayor. Tiene los ojos como el cerdo, y los dientes
grandes, salidos hacia fuera y proporcionados al volumen de su cuerpo,
y es la única fiera que carezca de lengua. No mueve ni pone en juego la
quijada inferior, distinguiéndose entre todos los animales por la
singularidad de aplicar la quijada de arriba a la de abajo. Sus uñas
son fuertes, y su piel cubierta de escamas, que hacen su dorso
impenetrable. Ciego dentro del agua, goza a cielo descubierto de una
agudísima vista. Teniendo en el agua su guarida ordinaria, el interior
de su boca se le llena y atesta de sanguijuelas. Así que, mientras huye
de él todo pájaro y animal cualquiera, solo el reyezuelo es su amigo y
ave de paz, por lo común, de quien se sirve para su alivio y provecho,
pues al momento de salir del agua el cocodrilo y de abrir su boca en la
arena, cosa que hace ordinariamente para respirar el céfiro, se le mete
en ella el reyezuelo y le va comiendo las sanguijuelas, mientras que la
bestia no se atreve a dañarle por el gusto y solaz que en ello percibe.
LXIX. Los cocodrilos son para algunos egipcios sagrados y divinos;
para otros, al contrario, objeto de persecución y enemistad. Las gentes
que moran en el país de Tebas o alrededor de la laguna Meris, se
obstinan en mirar en ellos una raza de animales sacros, y en ambos
países escogen uno comúnmente, al cual van criando y amasando de modo
que se deje manosear, y al cual adornan con pendientes en las orejas,
parte de oro y parte de piedras preciosas y artificiales, y con ajorcas
en las piernas delanteras. Se le señala su ración de carne de los
sacrificios. Regalado portentosamente cuando vivo, a su muerte se lo
entierra bien adobado en sepultura sagrada. No así los habitantes de la
comarca de Elefantina, que lejos de respetarlos como divinos, se
sustentan con ellos a menudo. Campsas es el nombre egipcio de estos animales, a los que llaman los jonios cocodrilos, nombre que les dan, por la semejanza que les suponen con los cocodrilos o lagartos que se crían en su tierra.
LXX. Muchas y varias son las artes que allí se emplean para pescar o
coger el cocodrilo, de las cuales referiré una sola que creo la más
digna de ser referida. Atase al anzuelo un cebo, que no es menos que un
lomo de tocino; arrójase en seguida al río, y se está el pescador en la
orilla con un lechoncito vivo, al cual obliga a gruñir mortificándolo.
Al oír la voz del cerdo, el cocodrilo se dirige hacia ella, y topando
con el cebo lo engulle. Al instante tiran de él los de la orilla, y
sacado apenas a la playa, se le emplastan los ojos con lodo, prevención
con la que es fácil y hacedero el domarlo, y sin la cual harta fatiga
costara la empresa (61).
LXXI. Solo en la comarca de Papremis los hipopótamos o caballos de
río son reputados como divinos, no así en lo demás del Egipto. El
hipopótamo, ya que es menester describirle en su figura y talle
natural, tiene las uñas hendidas como el buey, las narices romas, las
crines, la cola y la voz de caballo, los colmillos salidos, y el tamaño
de un toro más que regular. Su cuero es tan duro, que después de seco
se forman con él dardos bien lisos y labrados.
LXXII. Los egipcios veneran como sagradas a las nutrias que se crían
en sus ríos, y con particularidad entre los peces al que llaman
lepidoto o escamoso, y a la anguila, pretendiendo que estas dos
especies están consagradas al Nilo, como lo está entre las aves el vulpanser o ganso bravo.
LXXIII. Otra ave sagrada hay allí que sólo he visto en pintura, cuyo
nombre es el de fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver,
y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis sólo viene al
Egipto cada quinientos años a saber cuándo fallece su padre. Si en su
tamaño y conformación es tal como la describen, su mote y figura son
muy parecidas a las del águila, y sus plumas en parte doradas, en parte
de color de carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan,
que aunque para mi poco dignos de fe, no omitiré el referirlos. Para
trasladar el cadáver de su padre desde la Arabia al templo del Sol, se
vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de
mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando
su peso después de formado para experimentar si es con ellas
compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda
encerrar el cadáver de su padre; el cual ajusta con otra porción de
mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo
preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra
después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al templo del Sol
en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren.
LXXIV. En el distrito de Tebas se ven ciertas serpientes divinas, nada dañosas a los hombres (62),
pequeñas en el tamaño, que llevan dos cuernecillos en la parte de la
cabeza. Al morir se las entierra en el templo mismo de Júpiter, a cuyo
numen y tutela se las cree dedicadas.
LXXV. Otra casta hay de sierpes aladas, sobre las cuales queriéndome
informar hice mi viaje a un punto de la Arabia situado no lejos de
Butona. Llegado allí (no se crea exageración), vi tal copia de huesos y
de espinas de serpientes cual no alcanzo a ponderar. Veíanse allí
vastos montones de osamentas, aquí otros no tan grandes, más allá otros
menores, pero muchos y numerosos. Este sitio, osario de tantos
esqueletos, es una especie de quebrada estrecha de los montes, y como
un puerto que domina una gran llanura confinante con las campiñas del
Egipto. Aquella carnicería se explica diciendo que al abrirse la
primavera acuden las serpientes aladas desde la Arabia al Egipto (63),
y que las aves que llaman ibis les salen al encuentro desde luego a la
entrada del país, negándoles el paso, y acaban con todas ellas. A este
servicio que las ibis prestan a los egipcios, atribuyen los árabes la
estima y veneración en que los tienen aquellos naturales, y esta es la
razón que dan los egipcios mismos del honor que le tributan.
LXXVI. El ibis es una ave negra por extremo en su color, en las
piernas semejante a la grulla, con el pico sumamente encorvado, del
tamaño del cres o ayron. Esta es la figura de las ibis negras
que pelean con las sierpes; pero otra es la de las ibis domésticas que
se dejan ver a cada paso, que tienen la cabeza y cuello pelado, y
blanco el color de sus alas, bien que las extremidades de ellas, su
cabeza, su cuello y las partes posteriores son de un color negro muy
subido; en las piernas y en el pico se asemeja a la otra especie. La
serpiente voladora se parece a la hidra; sus alas no están formadas de
plumas, sino de unas pieles o membranas semejantes a las del murciélago.
LXXVII. Dejando ya a un lado las bestias sacras y divinas, hablemos
por fin de los mismos egipcios. Debo confesar que los habitantes de
aquella comarca que se siembra, como que cultivan y ejercitan la
memoria sobre los demás hombres, son asimismo la gente más hábil y
erudita que hasta el presente he podido encontrar. En su manera de
vivir guardan la regla de purgarse todos los meses del año por tres
días consecutivos, procurando vivir sanos a fuerza de vomitivos y
lavativas, persuadidos de que de la comida nacen al hombre todos los
achaques y enfermedades. Los que así piensan son por otra parte los
hombres más sanos que he visto, si se exceptúa a los Libios. Este
beneficio lo deben en mi concepto a la constancia de sus anuas
estaciones, porque sabido es que toda mutación, y la de las estaciones
en particular, es la causa generalmente de que enfermen los hombres.
Por lo común, no comen otro pan que el que hacen de la escandia, al
cual dan el nombre de cytestis. Careciendo de viñas el país (64),
no beben otro vino que la cerveza que sacan de la cebada. De los
pescados, comen crudos algunos después de bien secos al sol, otros
adobados en salmuera. Conservan también en sal a las codornices, ánades
y otras aves pequeñas para comerlas después sin cocer. Las demás aves,
como también los peces, los sirven hervidos o asados, a excepción de
los animales que reputan por divinos.
LXXVIII. En los convites que se dan entre la gente rica y regalada
se guarda la costumbre de que acabada la comida pase uno alrededor de
los convidados, presentándoles en un pequeño ataúd una estatua de
madera de un codo o de dos a lo más (65),
tan perfecta, que en el aire y color remeda al vivo un cadáver, y
diciendo de paso a cada uno de ellos al presentársela y enseñarla: «¿No
le ves? mírale bien: come y bebe y huelga ahora, que muerto no has de
ser otra cosa que lo que ves.» Costumbre es esta, como he dicho, en los
espléndidos banquetes.
LXXIX. Contentos los egipcios con su música y canciones patrias, no
admiten ni adoptan ninguna de las extranjeras. Entre muchos himnos y
canciones nacionales, a cual más lindas lo es con preferencia cierta
cantinela, usada también en Fenicia, en Chipre y en varios países, y
aunque en cada uno de ellos lleva su nombre particular, es no sólo
parecida, sino igual exactamente a la que cantan los griegos con el
nombre de Lino. Y entre tantas cosas que no acabo de admirar
entre los egipcios, no es lo que menos ha excitado mi curiosidad el
saber de dónde les procedía aquel cántico, al cual son tan aficionados
que siempre se oye en sus labios, y al que en vez de Lino llaman Maneros
en egipcio. Así dicen se llamaba el hijo único del primer rey de
Egipto, muerto el cual en la flor de su edad, quisieron los egipcios
conservar la memoria del infeliz príncipe, y honrar al difunto con
aquellas fúnebres endechas que fueron la primera y única canción del
país.
LXXX. Otra costumbre guardan los egipcios en la que se parecen, no a
los griegos en general, sino a los lacedemonios, pues que los jóvenes
al encontrarse con los ancianos se apartan del camino cediéndoles el
paso, y se ponen en pie al entrar en la pieza los de mayor edad,
ofreciéndoles luego su asiento.
LXXXI. Pero en lo que a ninguno de los griegos se parecen aquellos
pueblos, es que en vez de saludarse con corteses palabras, se inclinan
profundamente al hallarse en la calle, bajando su mano hasta la
rodilla. Visten túnicas de lino largas hasta las piernas, alrededor de
las cuales corren algunas franjas, y a las que llaman Calasiris.
Encima de ellas llevan su manto de lana, con cuyos tejidos se guardan
sin embargo de presentarse en el templo o de enterrarse, amortajados en
ellos, lo que fuera a sus ojos una profanación. Relación tiene esta
costumbre egipcia con las ceremonias órficas (66)
y pitagóricas, como se llaman, no siendo lícito tampoco a ninguno de
los iniciados en sus orgías y misterios ir a la sepultura con mortaja
de lana, a cuyos usos no falta su razón arcana y religiosa.
LXXXII. Los egipcios, además de otras invenciones enseñaron varios
puntos de astrología; qué mes y qué día, por ejemplo, sea apropiado a
cada uno de los dioses (67)
cuál sea el hado de cada particular, qué conducta seguirá, qué suerte y
qué fin espera al que hubiese nacido en tal día o con tal ascendiente;
doctrinas de que los poetas griegos se han valido en sus versos. En
punto a prodigios, fueron los egipcios los mayores agoreros del
universo, como que tanto se esmeran en su observación, pues apenas
sucede algún portento lo notan desde luego y observan su éxito;
coligiendo de este modo el que ha de tener otro portento igual que
acontezca.
LXXXIII. Del arte de vaticinar, tal es el concepto que tienen, que
no lo miran como propio de hombres, sino apenas de algunos de sus
dioses. Varios son los oráculos, en efecto, que encierra su país: el de
Hércules, el de Apolo, el de Minerva, el de Diana, el de Marte, el de
Júpiter, y el de Latona, por fin, situado en la ciudad de Butona, al
que dan la primacía, y honran con preferencia a los demás.
LXXXIV. Reparten en tantos ramos la medicina, que cada enfermedad
tiene su médico aparte, y nunca basta uno solo para diversas dolencias.
Hierve en médicos el Egipto: médicos hay para los ojos, médicos para la
cabeza, para las muelas, para el vientre; médicos, en fin, para los
achaques ocultos.
LXXXV. Por lo que hace al luto y sepultura, es costumbre que al
morir algún sujeto de importancia las mujeres de la familia se
emplasten de lodo el rostro y la cabeza. Así desfiguradas y desceñidas,
y con los pechos descubiertos, dejando en casa al difunto, van girando
por la ciudad con gran llanto y golpes de pecho, acompañándolas en
comitiva toda la parentela. Los hombres de la misma familia, quitándose
el cíngulo, forman también su coro plañendo y llorando al difunto.
Concluidos los clamores, llevan el cadáver al taller del embalsamador.
LXXXVI. Allí tienen oficiales especialmente destinados a ejercer el
arte de embalsamar, los cuales, apenas es llevado a su casa algún
cadáver, presentan desde luego a los conductores unas figuras de
madera, modelos de su arte, las cuales con sus colores remedan al vivo
un cadáver embalsamado. La más primorosa de estas figuras, dicen ellos
mismos, es la de un sujeto cuyo nombre no me atrevo ni juzgo lícito
publicar. Enseñan después otra figura inferior en mérito y menos
costosa, y por fin otra tercera más barata y ordinaria, preguntando de
qué modo y conforme a qué modelo desean se les adobe el muerto; y
después de entrar en ajuste y cerrado el contrato, se retiran los
conductores. Entonces, quedando a solas los artesanos en su oficina,
ejecutan en esta forma el adobo de primera clase. Empiezan metiendo por
las narices del difunto unos hierros encorvados, y después de sacarle
con ellos los sesos, introducen allá sus drogas e ingredientes.
Abiertos después los ijares con piedra de Etiopía aguda y cortante,
sacan por ellos los intestinos, y purgado el vientre, lo lavan con vino
de palma y después con aromas molidos, llenándolo luego de finísima
mirra, de casia, y de variedad de aromas, de los cuales exceptúan el
incienso, y cosen últimamente la abertura (68).
Después de estos preparativos adoban secretamente el cadáver con nitro
durante setenta días, único plazo que se concede para guardarle oculto,
luego se le faja, bien lavado, con ciertas vendas cortadas de una pieza
de finísimo lino, untándole al mismo tiempo con aquella goma de que se
sirven comúnmente los egipcios en vez de cola (69).
Vuelven entonces los parientes por el muerto, toman su momia, y la
encierran en un nicho o caja de madera, cuya parte exterior tiene la
forma y apariencia de un cuerpo humano, y así guardada la depositan en
un aposentillo, colocándola en pie y arrimada a la pared. He aquí el
modo más exquisito de embalsamar los muertos.
LXXXVII. Otra es la forma con que preparan el cadáver los que,
contentos con la medianía, no gustan de tanto lujo y primor en este
punto. Sin abrirle las entrañas ni extraerle los intestinos, por medio
de unos clísteres llenos de aceite de cedro, se lo introducen por el
orificio, hasta llenar el vientre con este licor, cuidando que no se
derrame después y que no vuelva a salir. Adóbanle durante los días
acostumbrados, y en el último sacan del vientre el aceite antes
introducido, cuya fuerza es tanta, que arrastra consigo en su salida
tripas, intestinos y entrañas ya líquidas y derretidas. Consumida al
mismo tiempo la carne por el nitro de afuera, sólo resta del cadáver la
piel y los huesos; y sin cuidarse de más, se restituye la momia a los
parientes.
LXXXVIII. El tercer método de adobo, de que suelen echar mano los
que tienen menos recursos, se deduce a limpiar las tripas del muerto a
fuerza de lavativas, y adobar el cadáver durante los setenta días
prefijados, restituyéndole después al que lo trajo para que lo vuelva a
su casa.
LXXXIX. En cuanto a las matronas de los nobles del país y a las
mujeres bien parecidas, se toma la precaución de no entregarlas luego
de muertas para embalsamar, sino que se difiere hasta el tercero o
cuarto día después de su fallecimiento. El motivo do esta dilación no
es otro que el de impedir que los embalsamadores abusen criminalmente
de la belleza de las difuntas, como se experimentó, a lo que dicen, en
uno de esos inhumanos, que se llegó a una de las recién muertas, según
se supo por la delación de un compañero de oficio.
XC. Siempre que aparece el cadáver de algún egipcio o de cualquier
extranjero presa de un cocodrilo o arrebatado por el río, es deber de
la ciudad en cuyo territorio haya sido arrojado enterrarle en lugar
sacro, después de embalsamarle y amortajarle del mejor modo posible.
Hay más todavía, pues no se permite tocar al difunto a pariente o amigo
alguno, por ser este un privilegio de los sacerdotes del Nilo, los que
con sus mismas manos lo componen y sepultan como si en el cadáver
hubiera algo de sobrehumano.
XCI. Huyen los egipcios de los usos y costumbres de los griegos, y
en una palabra, de cuantas naciones viven sobre la faz de la tierra;
pero este principio, común en todos ellos, padece alguna excepción en
la gran ciudad de Quemis del distrito de Tebas, vecina a la de Neápolis (70). Perseo, el hijo de Dano, tiene en ella un templo cuadrado, circuido en torno de una arboleda de palmas. El propileo (71)
del templo está formado de grandes piedras de mármol, y en él se ven en
pié dos grandes estatuas, de mármol asimismo: dentro del sagrado
recinto hay una capilla, y en ella la estatua de Perseo. Los buenos
quemitas cuentan que muchas veces se les aparece en la comarca, otras
no pocas en su templo; y aun a veces se encuentra una sandalia de las
que calza el semidios, no como quiera, sino tamaña de dos codos, cuya
aparición, a lo que dicen es siempre agüero de bienes, y promesa de un
año de abundancia para todo Egipto. En honor de Perséo celebran juegos
gímnicos según la costumbre griega, en los que entra todo género de
certamen, y se proponen por premio animales, pieles y mantos de abrigo.
Quise investigar de ellos la razón por qué Perséo los distinguía entre
los demás egipcios con sus apariciones, y por qué se singularizaban en
honrarle con sus juegos gímnicos; a lo que me respondieron que el
semidios era hijo de la ciudad, y me contaban que dos de sus
compatriotas, llamado el uno Danao, y Linceo el otro, habían pasado por
mar a la Hélada, y de la descendencia de entrambos que me deslindaron,
nació Perséo, el cual, pasando por Egipto en el viaje que hizo a la
Libia con el mismo objeto que refieren los griegos de traer la cabeza
de Gorgona, visitó la ciudad de Chemmis, cuyo nombre sabía por su
madre, y que allí reconoció a todos sus parientes, y que por su mandato
se celebraban los juegos gímnicos desde entonces.
XCII. Los usos hasta aquí referidos pertenecen a los egipcios que
moran más arriba de los pantanos; los que viven en medio de ellos se
asemejan enteramente a los primeros en costumbres y en tener una sola
esposa (72), como también
sucede entre los griegos; pero exceden a los demás en ingenio y
habilidad para alcanzar el sustento. Cuando la campiña queda convertida
en mar durante la avenida del río, suelen criarse dentro del agua misma
muchos lirios, que llaman loto (73)
los naturales, de los que, después de segados y secos al sol, extraen
la semilla, parecida en medio de la planta a la de la adormidera,
amasando con ella sus panes y cociéndolos al horno. Sírveles también de
alimento la raíz del mismo loto, de figura algo redonda y del tamaño de
una manzana. Otros lirios nacen allí en el agua estancada del río muy
parecidos a las rosas, de cuyas raíces sale una vaina semejante en
forma al panal de las avispas, dentro de la cual se encierra un fruto
formado de ciertos granos apiñados a manera de confites y del tamaño
del hueso de aceituna, que se pueden comer así tiernos como secos.
Tienen otra planta llamada biblo (74),
de anual cosecha, cuya parte inferior, después de arrancada y sacada
del pantano, se come y se vende, siendo de un codo de largo, y
cortándose la superior para otros usos. Los que buscan en el biblo
más delicado gusto antes de comerlo suelen meterlo a tostar en un horno
bien caldeado. No falta gente en el país cuyo único alimento es la
pesca, y que comen los peces, después de limpiados de las tripas y de
secarlos al sol.
XCIII. Aunque los ríos no suelen criar pesca gregal o de comitiva,
la producen las lagunas del Egipto, en las que sienten los peces el
instinto de formar nuevas crías, nadan en tropas hacia el mar; los
machos al frente conducen aquel rebaño, despidiendo al mismo tiempo la
semilla que, sorbida por las hembras que los persiguen, las hace
preñadas. Después de llenas en el mar, dan todos la vuelta y nadan
hacia su primitiva guarida; pero entonces no son ya los machos los
pilotos, por decirlo así, del rumbo, sino que se alzan las hembras con
la dirección del rebaño, a imitación de lo que han visto hacer a los
otros en la ida, y van despidiendo sus huevos, tan pequeños como un
granito de mijo, que son engullidos por los machos que les van en
seguimiento. Cada uno de aquellos granos es un pescadillo, y de los que
quedan en el agua escapando de la voracidad de los machos nacen después
los pescados. Se observa que los que se cogen en su salida al mar,
tienen la cabeza algo raída a la parte izquierda, pero en los cogidos a
la vuelta se les ve como rozada y desflorada la derecha, porque van
hacia el mar siguiendo la orilla izquierda, y toman a la vuelta el
mismo rumbo, acercándose cuanto pueden a la ribera, y nadando junto a
tierra, para evitar que la corriente del río no los desvíe y aleje de
su camino (75). Apenas
crece el Nilo se empiezan al mismo tiempo a llenarse las hoyas que
forma la tierra, y los pantanos vecinos al río, con el agua que del
mismo se comunica y transfunde, y en aquellas balsas acabadas de llenar
hierve de repente un hormiguero de pescadillos. Creo, pues, y difícil
será que me engañe, que el año anterior, al menguar el Nilo, los peces
se fueron retirando con las últimas aguas hacia la madre del río,
dejando en el lodo sus huevos, de los cuales salen de repente los
nuevos peces al volver al año siguiente la avenida de las aguas (76). He aquí cuanto de ellos puede decirse.
XCIV. Los mismos egipcios de las lagunas exprimen para su uso cierto ungüento, que llaman kiki, de la fruta de los siliciprios (77),
plantas que en Grecia se crían naturalmente en los campos, y que
sembradas en Egipto a orillas del río o de las lagunas dan muy copioso
fruto, aunque de un olor ingrato. Apenas escogido éste, hay quien lo
machaca para exprimir su jugo, y suelen también freírlo en la sartén
para recoger el licor que de él va manando, el cual viene a ser cierto
humor craso, que para la luz del candil no sirviera menos que el
aceite, si no despidiera un olor pesado y molesto.
XCV. Varios remedios han discurrido los naturales para defenderse y
librarse de los mosquitos, plaga en Egipto infinita. Los que viven más
allá de los pantanos se suben y guarecen en sus altas torres, donde no
pueden los mosquitos remontar su tenue vuelo vencidos de la fuerza de
los vientos; los que moran vecinos a las lagunas, en vez del asilo de
las torres, acuden al amparo de una red, con que se previene cada uno,
cogiendo en ella de día los insectos como pesca, y tomando de noche
para defenderse en su aposento dormitorio aquella misma red, con que
rodea su cama y dentro de la cual se echa a dormir. Es singular que si
allí duerme uno cubierto con sus vestidos o envuelto en sus sábanas,
penetran por ellas los mosquitos y le pican, al paso que huyen tanto de
la red, que ni aun se atreven a tentar el paso por sus aberturas.
XCVI. Las barcas de carga se fabrican allí de madera de espino,
árbol muy semejante en lo exterior al loto de Cirene, y cuya lágrima es
la goma. Su construcción, muy singular por cierto, se forma de tablones
de espino de dos codos, compuestos a manera de tejas y unidos entre sí
con largos y muy espesos clavos. Construido así el buque, en la parte
de arriba se tienden los bancos del batel en vez de cubierta, sin
valerse absolutamente de los maderos que llamamos costillas; y lo
calafatean luego con biblo por la parte interior. El timón está metido
de modo que llega y aun pasa por la quilla. El mástil es de espino, y
las jarcias y yolas de biblo. Estas barcas, que no son capaces de
navegar río arriba, a no tener buen viento, suben tiradas desde la
orilla; pero río abajo navegan con la sola ayuda de un rejado que
llevan hecho de vacas de tamariz, entretejido a manera de cañizo y
parecido a una puerta, y de una piedra agujereada que pesará como dos,
talentos o quintales. Al partir, arrojan al agua de proa su rejado
atado al barco con una soga, y de popa la piedra también atada; el
rejado, impelido por la corriente, vase largando y tirando a remolque
la baris, que así se llaman estas barcas, mientras dirige su
curso la piedra arrastrada desde la popa surcando el fondo del río. Hay
un sinnúmero de estas naves, y algunas de tanto buque que cargan con
muchos miles de talentos.
XCVII. En el tiempo que el Nilo inunda el país, aparecen únicamente
las ciudades a flor del agua con una perspectiva muy parecida a la que
presentan las islas en el mar Egeo pues entonces es un mar todo el
Egipto, y solo las poblaciones asoman su cabeza sobre el agua. Durante
la inundación, en vez de seguir la corriente del río, se navega por lo
llano de la campiña, según manifiestamente aparece, pues la navegación
trillada y ordinaria de Naucratis a Menfis es por cerca de las
pirámides, rumbo que se deja durante la inundación por otro que pasa
por la punta de la Delta y la ciudad de Cercasoro. Del mismo modo, el
que desde la costa, saliendo de Canobo, quisiera navegar sobre la
campiña hacia Naucratis, hará su viaje por la ciudad de Antila y por
otra que se llama Arcandro.
XCVIII. No quiero omitir, ya que hice mención de estas dos ciudades,
que Antila, quo lo es bien considerable, está señalada para el chapín y
el calzado de la esposa del actual monarca del Egipto, tributo
introducido desde que el persa se hizo señor del reino. Acerca de la
otra, llamada Arcandro, creo debió tomar su nombre de aquel Arcandro
que fue yerno de Danao, hijo de Ptio y nieto de aqueo. Bien cabe que
haya existido otro Arcandro, pero lo que no admite duda es que este
nombre no es egipcio.
XCIX. Cuanto llevo dicho hasta el presente es lo que yo mismo vi, lo
que supe por experiencia, lo que averigüé con mis pesquisas; lo que en
adelante iré refiriendo lo oí de boca de los egipcios, aunque entre
ello mezclaré algo aun de lo que vi por mis ojos. De Menes, el primero
que reinó en Egipto, decíanme los sacerdotes que desvió con un dique el
río para secar el terreno de Menfis, pues observando que el río se
echaba con toda su corriente hacia las raíces del monte arenoso de la
Libia, discurrió para desviarle levantar un terraplén en un recodo que
forma el río por la parte de Mediodía a unos cien estadios más arriba
de Menfis, y logró con aquella obra que, encanalada el agua por un
nuevo cauce, no sólo dejase enjuta la antigua madre del río, sino que
aprendiese a dirigir su curso a igual distancia de los dos montes. Es
cierto que aun al presente mantienen los persas en aquel recodo en que
se obliga al Nilo a torcer su curso, mucha gente apostada para reforzar
cada año el mencionado dique; y con razón, pues si rompiendo por allí
el río se precipitase por el otro lado, iría sin duda a pique Menfis y
quedara sumergida. Apenas hubo Menes, el primer rey, desviado el Nilo y
enjugado el terreno, fundó primeramente en él la ciudad que ahora se
llama Menfis (78),
realmente edificada en aquella especie de garganta del Egipto y rodeada
con una laguna artificial que él mismo mandó excavar por el Norte y
Mediodía, empezando desde el río, que la cerraba al Oriente. Al mismo
tiempo erigió en su nueva ciudad un templo a Vulcano, monumento en
verdad magnífico y memorable.
C. Los mismos sacerdotes me iban leyendo en un libro el catálogo de nombres de 330 reyes posteriores a Menes (80).
En tan larga serie de tantas generaciones se contaban 18 reyes etíopes,
una reina egipcia y los demás reyes egipcios también. El nombre de
aquella reina única era Nitocris, el mismo que tenía la otra reina de
Babilonia, y de ella contaban que recibida la corona de mano de los
egipcios, que habían quitado la vida a su hermano, supo vengarse de los
regicidas por medio de un ardid. Mandó fabricar una larga habitación
subterránea, con el pretexto de dejar un monumento de nueva invención;
y bajo este color, con una mira bien diversa, convidó a un nuevo
banquete a muchos de los egipcios que sabía haber sido motores y
principales cómplices en la alevosa muerte de su hermano. Sentados ya a
la mesa, en medio del convite dio orden que se introdujese el río en la
fábrica subterránea por un conducto grande que estaba oculto. A este
acto de la reina añadían el de haberse precipitado en seguida por sí
misma dentro de una estancia llena de ceniza a fin de no ser castigada
por los egipcios.
CI. De los demás reyes del catálogo decían que, no habiendo dejado
monumento alguno, ninguna gloria ni esplendor quedaba de ellos en la
posteridad, si se exceptúa el último, llamado Meris, pues éste hizo
muchas obras públicas, edificando en el templo de Vulcano los propileos
o pórticos que miran al viento Bóreas, mandando excavar una grandísima
laguna cuyos estadios de circunferencia, referiré más abajo, y
levantando en ella unas pirámides, de cuya magnitud daré razón al
hablar de la laguna. Tantos fueron los monumentos que a Meris se deben,
cuando ni uno solo dejaron los demás.
CII. Bien podré por lo mismo pasar a estos en silencio, para hacer
desde luego mención del otro gran monarca que con el nombre de
Sesostris les sucedió en la corona. Decíanme de Sesostris los
sacerdotes, que saliendo del golfo Arábigo con una armada de naves
largas, sujetó a su dominio a los que habitaban en las costas del mar
Eritreo, alargando su viaje hasta llegar a no sé qué bajíos que hacían
el mar innavegable; que desde el mar Eritreo, dada la vuelta a Egipto,
penetró por tierra firme con un ejército numeroso que juntó,
conquistando tantas naciones cuantas delante se le ponían, y si hallaba
con alguna valiente de veras y amante de sostener su libertad, erigía
en su distrito, después de haberla vencido, unas columnas en que
grababa una inscripción que declarase su nombre propio, el de su patria
y la victoria con su ejército obtenida sobra aquel pueblo; si le
acontecía, empero, no encontrar resistencia en algún otro, y rendir sus
plazas con facilidad, fijaba asimismo en la comarca sus columnas con la
misma inscripción grabada en las otras, pero mandaba esculpir en ellas
además la figura de una mujer, queriendo sirviese de nota de la
cobardía de los vencidos, menos hombres que mujeres.
CIII. Lleno de gloria Sesostris con tantos trofeos, iba corriendo
las provincias del continente del Asia, de donde pasando a Europa domó
en ella a los escitas y tracios, hasta cuyos pueblos llegó, a lo que
creo, el ejército egipcio, sin pasar más allí, pues que en su país y no
más lejos se encuentran las columnas. Desde este término, dando la
vuelta hacia atrás por cerca del río Fasis, no tengo bastantes luces
para asegurar si el mismo rey, separando alguna gente de su ejército,
la dejaría allí en una colonia que fundó, o si algunos de sus soldados,
molidos y fastidiados de tanto viaje, se quedarían por su voluntad en
las cercanías de aquel río.
CIV. Así me expreso, porque siempre he tenido la creencia de que los
coleos no son más que egipcios, pensamiento que concebí antes que a
ninguno lo oyera. Para salir de dudas y satisfacer mi curiosidad, tomé
informes de entrambas naciones, y vine a descubrir que los coleos
conservaban más viva la memoria de los egipcios que no éstos de
aquellos, si bien los egipcios no negaban que los coleos fuesen un
cuerpo separado antiguamente de la armada de Sesostris. Dio motivo a
mis sospechas acerca del origen de los coleos, el verlos negros de
color y crespos de cabellos; pero no fiándome mucho en esta conjetura,
puesto que otros pueblos hay además de los egipcios negros y crespos,
me fundaba mucho más en la observación de que las únicas naciones del
globo que desde su origen se circuncidan son los coleos, egipcios y
etíopes, pues que los fenicios y Sirios (81)
de la Palestina confiesan haber aprendido del Egipto el uso de la
circuncisión. Respecto de los otros Sirios situados en las orillas de
los ríos Termodonte y Partenio, y a los Macrones sus vecinos y
comarcanos, únicos pueblos que se circuncidan, afirman haberlo
aprendido modernamente de los coleos. No sabría, empero, definir, entre
los egipcios y etíopes, cuál de los dos pueblos haya tomado esta
costumbre del otro, viéndola en ambos muy antigua y de tiempo
inmemorial. Descubro, no obstante, un indicio para mí muy notable, que
me inclina a pensar que los etíopes la tomaron de los egipcios, con
quienes se mezclaron, y es haber observado que los fenicios que tratan
y viven entre los griegos no se cuidan de circuncidar como los egipcios
a los hijos que les van naciendo (82).
CV. Y una vez que hablo de los coleos, no quiero omitir otra prueba
de su mucha semejanza con los egipcios, con quienes frisa no poco su
tenor de vida y su modo de hablar, y es el idéntico modo con que
trabajan el lino. Verdad es que el de coleos se llama entro los griegos
lino sardónico, y el otro egipcio, del nombre de su país.
CVI. Volviendo a las columnas que el rey Sesostris iba levantando en
diversas regiones, si bien muchas ya no parecen al presente, algunas vi
yo mismo existentes todavía en la Siria Palestina, en las cuales leí la
referida inscripción y noté grabados los miembros de una mujer. En la
Jonia se dejan ver también dos figuras de aquel héroe esculpidas en
mármoles; una en el camino que va a Focea desde el dominio Éfeso; otra
en el que va desde Sardes hacia Esmirna. En ambas partes vese grabado
un varón alto de cinco palmos, armado con su lanza en la mano derecha,
y con su ballesta en la izquierda, con la demás armadura
correspondiente, toda etiópica y egipcia. Desde un hombro a otro corren
esculpidas por el pecho unas letras egipcias con caracteres sagrados
que dicen: Esta región la gané con mis hombres. Es verdad no se
dice allí quién sea el conquistador representado, ni de dónde vino;
pero en otras partes lo dejó expreso. Sé que algunos que vieron tales
figuras conjeturan, sin dar en el blanco, sí sería la imagen de Memnon (83).
CVII. Añadían los sacerdotes que, vuelto Sesostris de sus conquistas
con gran comitiva de prisioneros traídos de las provincias subyugadas,
fue hospedado en Dafnes de Pelusio por un hermano encargado en su
ausencia del gobierno del Egipto, quien durante el convite que daba
como huéspedes a Sesostris y a sus hijos, mandó rodear de leña el
exterior de la casa, y luego de amontonada se le diese fuego.
Entendiendo Sesostris lo que se hacía, y consultando con su mujer, a
quien llevaba siempre en su compañía, lo que en lance tan apretado
debía hacerse, recibió de ella el consejo de arrojar a la hoguera dos
de los seis hijos que allí tenía y formar con ellos un puente por el
cual saliesen los demás salvos de aquel incendio; consejo que resolvió
poner por obra, logrando salvarse con la pérdida de dos hijos, con los
demás de la compañía (84).
CVIII. Restituido Sesostris al Egipto y vengada desde luego la
alevosía de su hermano, sirvióse de la tropa de prisioneros que consigo
llevaba en bien público del estado, pues ellos fueron los que en aquel
reinado arrastraron al templo de Vulcano los mármoles que en él hay de
una grandeza descomunal; ellos los empleados por fuerza en abrir los
fosos y canales que al presente cruzan el Egipto, haciendo a su pesar
que aquel país, antes llano, abierto como un coso a la caballería y a
las ruedas de los carros, dejase de serlo en adelante; pues, en efecto,
desde aquella sazón, aunque sea el Egipto una gran llanura, con los
canales que en él se abrieron, muchos en número vueltos y revueltos
hacia todas partes, se hizo impracticable a la caballería e
intransitable a las ruedas. El objeto que tuvo aquel monarca cortando
con tantos canales el terreno, fue proveer de agua saludable a sus
vasallos, pues veía que cuantos egipcios habitaban tierra adentro
apartados de las orillas del río, hallándose faltos de agua corriente
al retirar el Nilo su avenida, acudían por necesidad a la de los pozos,
bebida harto gruesa y pesada.
CIX. Cortado así el Egipto por los motivos expresados, el mismo
Sesostris, a lo que decían hizo la repartición de los campos, dando a
cada egipcio su suerte cuadrada y medida igual de terreno (85);
providencia sabia por cuyo medio, imponiendo en los campos cierta
contribución, logró fijar y arreglar las rentas anuas de la corona. Con
este orden de cosas, si sucedía que el río destruyese parte de alguna
de dichas suertes, debía su dueño dar cuenta de lo sucedido al rey, el
cual, informado del caso, reconocía de nuevo por medio de sus peritos y
medía la propiedad, para que, en vista de lo que había desmerecido,
contribuyese menos al Erario en adelante, a proporción del terreno que
le restaba. Nacida de tales principios en Egipto la geometría, creo
pasaría después a Grecia, conjetura que no es extraña, pues que los
griegos aprendieron de los babilonios el reloj, el gnomon y el
repartimiento civil de las doce horas del día.
CX. Sesostris fue el único que tuvo dominio sobre la Etiopía.
Delante del templo de Vulcano dejó memoria de su reinado en unas
estatuas de mármol que levantó, dos de las cuales, la suya y la de su
esposa, tienen la altura de 30 codos, y de 20 las cuatro restantes, que
son de sus hijos. Sucedió después que intentando el persa Darío colocar
su estatua delante de la de Sesostris, se le opuso el sacerdote de
Vulcano, diciéndole que no había llegado a las proezas de Sesostris,
pues que éste, no habiendo conquistado menos naciones que Darío,
subyugó entre ellas a los escitas, a quienes el persa no pudo vencer, y
que no siéndole superior en hazañas, no quisiera serlo tampoco en el
honor y preeminencia de las estatuas. Y es singular que Darío, no
llevando a mal la resistencia, disimulase la libertad y franqueza del
sacerdote.
CXI. Muerto Sesostris, continuaban, tomó el mando del reino su hijo Feron (86),
el cual, sin haber emprendido ninguna militar expedición, tuvo la
desgracia de cegar. Bajaba el Nilo con una de las mayores avenidas que
por entonces acostumbraba, llegando su creciente a 18 codos, y arrojado
además sobre los campos, por desgracia, a impulsos de un viento
impetuoso, se encrespaba como el mar, y levantaba sus olas. Viéndolo el
rey, dicen que enfurecido tomó su lanza con ímpetu temerario e impío y
la arrojó en medio de las ondas remolinadas del río. Allí mismo, sin
dilatársele el castigo, enfermó de los ojos y perdió la vista. Diez
años hacía que vivía ciego el monarca, cuando de la ciudad de Butona le
llegó un oráculo en que se le anunciaba el término de su pena y
castigo, y que iba a recobrar la vista sólo con lavarse los ojos con la
orina de una mujer tan continente, que sin comercio con ningún hombre
extraño, sólo fuese conocida de su marido. Quiso empezar su tentativa
con la de su propia mujer; pero no surtiendo efecto, siguió haciendo
prueba en la de muchas otras, hasta que por fin recobró la vista. Mandó
que todas las mujeres en cuya orina había probado remedio, excepto
aquella que se lo había dado, fuesen conducidas a cierta ciudad que se
llama al presente Eritrebelos, y allí todas quemadas de una vez; y no
menos agradecido que severo, quiso tomar por esposa aquella a quien
debía el recobro de la vista. Entre otras muchas dádivas que, libre de
su ceguera, consagró en los templos de más fama y consideración,
merecen atención particular los monumentos, dignos en verdad de verse,
que erigió en el templo del Sol, y son dos obeliscos de mármol, cada
uno de una sola pieza y de cien codos de alto y ocho de grueso.
CXII. A esto monarca dan por sucesor en el trono a un ciudadano de Menfis, cuyo nombre griego es Proteo (87),
que tiene actualmente en aquella ciudad un templo y bosque religioso
muy bello y adornado, alrededor del cual tienen su casa los fenicios de
Tiro, circunstancia por que se llama aquel lugar el campo de los
fenicios. Dentro de este recinto sagrado hállase también un templo que
tiene el nombre de Venus la huéspeda, y que creo, a no engañarme, será
Helena, hija de Tíndaro, pues según he oído decir estuvo Helena en el
palacio de Proteo, y no hay además otro templo de los delicados a Venus
que llevo el renombre de huéspeda o de peregrina.
CXIII. He aquí en verdad lo que me referían los sacerdotes acerca de
Helena cuando yo les pedía informes. Al volver a su patria Alejandro en
compañía de Helena, a quien había robado en Esparta, unos vientos
contrarios lo arrojaron desde el mar Egeo al Egipto, en cuyas costas,
no mitigándose la tempestad, se vio obligado a tomar tierra y aportar a
las Taríqueas, situadas en la boca del Nilo que llaman Canóbica. Había
a la sazón en dicha playa, y lo hay todavía, un templo, dedicado a
Hércules, asilo tan privilegiado al mismo tiempo que el esclavo que en
él se refugiaba, de cualquier dueño fuese, no podía ser por nadie
sacado de allí, siempre que dándose por siervo de aquel dios se dejase
marcar con sus armas o sello sagrado, ley que desde el principio hasta
el día se ha mantenido siempre en todo su vigor. Informados, pues, los
criados de Alejandro del asilo y privilegios del templo, se acogieron a
aquel sagrado con ánimo de dañar a su señor, y le acusaron refiriendo
circunstanciadamente cuanto había pasado en el rapto de Helena y en el
atentado contra Menelao; deposición criminal que hicieron no sólo en
presencia de los sacerdotes de aquel templo, sino también de Tonis,
gobernador de aquel puerto y desembocadura.
CXIV. Apenas acabó este de oír la declaración de los esclavos,
cuando despacha a Menfis un expreso para Proteo con orden de decirle:
«Acaba de llegar un extranjero, príncipe de la familia real de Teucro,
que ha cometido en Grecia una impía y temeraria violencia, viniendo de
allí con la esposa de su mismo huésped furtivamente seducida; y
trayendo con ella inmensos tesoros, arribó a tierra arrojado por la
tempestad. ¿Qué haremos, pues, con él? ¿le dejaremos salir impunemente
del puerto con sus naves, o le despojaremos de cuanto consigo lleva?»
Proteo, avisado, envió luego un correo con la siguiente respuesta: «A
ese hombre, sea quien fuere, que tal maldad y perfidia contra su mismo
huésped ha cometido, prendédmelo sin falta y llevadle a mi presencia
para oír qué razón da de sí y de su crimen.»
CXV. El gobernador Tonis, recibida apenas esta orden, se apodera de
la persona de Alejandro, embargándole juntamente las naves, y
haciéndole conducir sin dilación a Menfis con su Helena, sus esclavos y
tesoros. Llevados todos a la presencia de Proteo, preguntó éste a
Alejandro quién era, de dónde venía y con qué ley navegaba; a lo cual
el interrogado declaró su nombre, el de su familia, y el de su patria,
dándole razón de su viaje y del puerto donde procedía. Insta Proteo de
dónde hubo a Helena: Alejandro buscaba efugios cautelosamente para no
descubrir la verdad; pero los nuevos acogidos a Hércules, esclavos
suyos antiguos, dando cuenta puntual de su atentado, fueron
desmintiéndole, sin dejarle lugar a la réplica. Proteo entonces, por
abreviar razones, hablóle en estos términos: «A no tener formada
anteriormente mi resolución de no ensangrentar mis manos en ninguno de
los pasajeros que arrojados por los vientos aporten a mis dominios, os
aseguro que vengara al griego en vuestra cabeza, y que, hiciera en vos
un ejemplar, ¡hombre el más vil y malvado de cuantos viven! pues
recibido y regalado como huésped, con el más enorme agravio, convertido
en adúltero de la esposa de vuestro amigo, que en su casa os acogía y
no contento con el horror del tálamo violado, huís con la adúltera
furtivamente robada a su marido: aun más; como si agravio, adulterio,
rapto, todo fuera poco para vos, cargasteis con los tesoros de vuestro
huésped, que saqueasteis. Con todo, no mudo de resolución, lo repito,
ni me contaminaré con sangre extranjera; pero tampoco sufriré que os
llevéis impunemente esa mujer con los tesoros robados, sino que de una
y otros quiero ser depositario en favor de vuestro huésped griego,
hasta que él, informado, quiera recobrarlos. A vos os mando que dentro
del término fijo de tres días salgáis con vuestra comitiva de mis
dominios, poniendo mar en medio, so pena en otro caso do ser tratado
como enemigo.»
CXVI. Así me referían los sacerdotes la llegada de Helena a la corte
de Proteo, de la cual no pienso que dejase de tener noticia el poeta
Homero; pero como la verdad de esta narración no sea tan apta y
grandiosa para la belleza y majestad de su epopeya como la fábula de
que se sirvió, omitióla a mi entender con tal motivo, contentándose con
manifestar que bien conocida la tenía, como no cabe en ello la menor
duda. El poeta presenta en la Ilíada (88)
a Alejandro, perdido el rumbo, llevando de un país a otro su Helena, y
aportando después de varios rodeos a Sidon, ciudad de Fenicia, lo que
no contradijo en ninguno de sustos. De lo dicho hace mención Homero en
la Aristía de Diomedes con los siguientes versos: -«Había allí
mantos bordados, dignos de maravilla, obra mujeril de sidonia mano, los
que con su noble Helena trajo de Sidon por el ancho ponto Páris el de
rostro divino.» Y de esto mismo con otros versos habla Homero en la Odisea:
-«Tales, tan útiles y tan salubres medicinas poseyó la hija de Júpiter,
las que le fueron dadas por la reina egipcia Potidamna, esposa de Ton,
de allí donde el suelo feraz las brota en gran copia: al beberlas, unas
dan la salud, y otras la muerte.» Hablando con Telémaco, Menelao
profiere asimismo, estos versos: -«Allá en Egipto, con ansia grande de
mi vuelta, me detenían Dios y mi mezquina Hecatombe.» En estos pasajes
Homero da muy bien a entender que sabía las navegaciones de Alejandro y
su arribo al Egipto, con el cual confina la Siria, país de los
fenicios, a quienes pertenece la ciudad de Sidon.
CXVII. La respectiva situación de estos países, no menos que los
versos citados, declaran y evidencian más y más que no son de Homero
los versos ciprios, si no de otro poeta ignorado, pues en ellos se hace
llegar a Alejandro con su Helena desde Esparta a Ilión en una
navegación de tres días únicamente, viento en popa y por un mar de
leche, cuando Homero nos dice en su Ilíada que su ruta fue muy larga y contrastada.
CXVIII. Pero dejemos cantar a Homero, y mentir a los versos ciprios;
que no es poeta quien no sabe fingir. Preguntados por mí los sacerdotes
sobre si era fábula lo que cuentan los griegos de la guerra de Troya,
me contestaron con la siguiente narración, que decían haber salido de
boca del mismo Menelao, de quien se tomaron en el país noticias del
suceso: Después del rapto de Helena, una armada griega poderosa había
pasado a la Teucrida para auxiliar a Menelao y hacer valer sus
pretensiones. Los griegos, saltando en tierra y atrincherados en sus
reales, ante todo enviaron a Ilión sus embajadores en compañía del
mismo Melenao, quienes, introducidos dentro de la plaza, pidieron se
les restituyera Helena y los tesoros que en su rapto les había hurtado
Alejandro, y que se les diera al mismo tiempo cabal satisfacción de la
injuria por él cometida; pero los Troyanos, entonces y después, siempre
que fueron requeridos, de palabra y con juramentos respondían que no
tenían en su ciudad a Helena, ni en su poder los tesoros mencionados;
que aquella y éstos se hallaban detenidos en Egipto (89),
y que no parecía justo ni razonable salir responsables y garantes de
las prendas que el rey egipcio tenía interceptadas. Los griegos,
tomando la respuesta por un nuevo engaño con que se les quería
insultar, no levantaron el sitio puesto a la ciudad hasta tomarla a a
fuerza; mas después de tomada la plaza, no pareciendo Helena, y oyendo
siempre la misma relación de los Troyanos, se convencieron al cabo de
lo que decían y de la verdad del suceso, y enviaron a Menelao para que
se presentase a Proteo.
CXIX. Llega Menelao al Egipto, sube río arriba hasta Menfis, y hace
una sincera narración de todo lo sucedido. Proteo no solo lo hospeda en
casa y regala magníficamente, sino que le restituye su Helena sin
desdoro en su honor, y sus tesoros sin pérdida ni menoscabo. Mas a
pesar de tantas honras y favores como allí recibió Menelao, no dejó de
ser ingrato y aun malvado con los egipcios, pues no pudiendo salir del
puerto, como deseaba, por serle contrario los vientos, y viendo que
duraba mucho la tempestad, se valió para aplacarla de un modo cruel y
abominable, que fue tomar dos niños hijos de unos naturales del Egipto,
partirlos en trozos y sacrificarlos a los vientos (90).
Sabido el impío sacrificio y la inhumanidad de Menelao, huyó éste con
sus naves hacia Libia, abominado y perseguido por los egipcios. Qué
rumbo desde allí siguiese, no pudieron decírmelo; pero añadían que lo
referido, parte lo sabían de oídas, parte lo vieron por sus ojos, y que
de todo podían ser fieles testigos; y he aquí lo que en suma me
refirieron los sacerdotes egipcios.
CXX. A la verdad, por lo que respecta a Helena, doy entero crédito a
su narración, tanto más, cuanto creo que si a la sazón se hubiera
hallado en Troya, fuera restituida a los griegos, aun a pesar de
Alejandro, pues ni Príamo hubiera sido tan necio, ni sus hijos y demás
deudos tan insensatos, que sólo porque aquél gozara de su Helena
pusiesen a riesgo de balde sus vidas y las de sus hijos, y la salud y
existencia del estado. Pero concedamos que al principio de la contienda
tomaran el partido de no restituirla; no dudo que al ver caer tanto
Troyano combatiendo con los griegos; al ver Príamo muertos en las
refriegas no uno u otro, sino los más de sus hijos, pues morir los veía
si se ha de dar crédito a los poetas, a vista de tales destrozos y
tamañas pérdidas como les iban sucediendo, no dudo, repito, aun cuando
el mismo Príamo fuera el amante de Helena, que a trueque de librarse de
tantos desastres como entonces le oprimían, la volviera por fin
enhoramala a los aqueos. Ni se diga que los negocios públicos dependían
del capricho de un príncipe enamorado, por tocar a Alejandro la corona
en la vejez de Príamo; pues no es así: el grande Héctor, primogénito
del rey, y héroe de otras prendas y valor que Alejandro, era el
príncipe heredero del cetro, y no parece y verosímil que permitiera
impunemente a su hermano menor una resistencia y obstinación tan inicua
y perniciosa, y más tocando con las manos las calamidades que de ellas
resultaban contra sí mismo y contra el resto de los Troyanos. Así que,
no teniendo éstos a Helena, mal podían restituirla, y aunque decían la
verdad, no les daban crédito los griegos, ordenándolo así la Providencia (91),
a decir lo que siento, con la mira de hacer patente a los mortales en
la ruina total de Troya, que por fin al llegar al plazo hace Dios un
castigo horroroso y ejemplar de atroces y enormes atentados; y así
juzgo de este suceso.
CXXI. A Protéo, según los sacerdotes, sucedió Rampsinito (92),
quien dejó como monumentos de su reinado los propileos que se ven en el
templo de Vulcano a la parte de Poniente, y dos estatuas delante de
ellos erigidas, de 25 codos de altura, de las cuales la que mira al
Mediodía la llaman los egipcios el Invierno, y la que mira al Norte el
Verano, adorando y venerando a ésta con mucho respecto, al contrario de
lo que hacen con la primera. Cuéntase de este rey un caso singular (93).
Poseyendo tantos tesoros en plata, cuales ninguno de los reyes que le
sucedieron llegó a reunirlos, no digo mayores, pero ni aun iguales, y
queriendo poner en seguro tanta riqueza, mandó fabricar de piedra un
erario, de cuyas paredes exteriores una daba afuera de palacio. En esta
el artífice de la fábrica, con dañada intención, dispuso una oculta
trampa, colocando una de las piedras en tal disposición, que quedase
fácilmente levadiza con la fuerza de dos hombres o con la de uno solo.
Acabada la fábrica, atesoró en ella el rey sus inmensas riquezas.
Corriendo el tiempo, y viéndose ya el arquitecto al fin de sus días,
llamó a sus hijos, que eran dos, y les declaró que, deseoso de su
felicidad, tenía concertadas de antemano sus medidas para que les
sobrara el dinero y pudieran vivir en grande opulencia, pues, con esta
mira había preparado un artificio en la casa del tesoro que para el rey
edificó: dioles en seguida razón puntual del modo como se podría
remover la piedra levadiza, con la medida de la misma, añadiendo que si
se aprovechaban del aviso serían ellos los tesoreros del erario y los
dueños de las riquezas del rey. Muerto el arquitecto, no vieron sus
hijos la hora de empezar: venida la noche, van a palacio, hallan en el
edificio aquella piedra filosofal, la retiran de su lugar como
con un juego de manos, y entrando en el erario, vuelven a su casa bien
provistos de dinero. Quiso la negra suerte que por entonces al rey le
viniese el deseo de visitar su erario, abierto el cual, al ver sus
arcas menguadas, quedó pasmado y confuso sin saber contra quién volver
sus sospechas, pues al entrar, había hallado enteros los sellos en la
puerta y ésta bien cerrada. Segunda y tercera vez tornó a abrir y
registrar su erario, y otras tantas veces fue echando menos su dinero;
pues a fe no eran los ladrones tan desinteresados que supieran irse a
la mano en repetir sus tientos al tesoro. Entonces el rey urdió, dicen,
una trampa, mandando hacer unos lazos y armárselos allí mismo junto a
las arcas donde estaba el dinero. Vuelven a la presa los ladrones como
las moscas a la miel, y apenas entra uno y se acerca a las arcas,
cuando queda cogido en la trampa. No bien se sintió caído en el lazo,
conociendo el trance en que se había metido, llama luego a su hermano,
dícele su estado, y pídele que entre al momento y que de un golpe le
corte la cabeza; no sea, añadía, que pierdas la tuya si quedando aquí
la mía, soy por ella descubierto y conocido. Al otro parecióle bien el
aviso; y así entró e hizo puntualmente lo que se le decía, y vuelta la
piedra movediza a su lugar, fuese a casa con la cabeza de su hermano.
Apenas amanece entra de nuevo el rey en su erario, ve en su lazo al
ladrón con la cabeza cortada, el edificio entero y en todo él rastro
ninguno de entrada ni de salida, y quédase mucho más confuso y como
fuera de sí. Para salir de suspensión, añaden que tomó el expediente de
mandar colgar del muro el cuerpo decapitado del ladrón, y poner
centinelas con orden de prender y presentarle cualquier persona que
vieran llorar o mostrar compasión a vista del cadáver. En tanto que
éste pendía, la madre del ladrón, que moría de pena y dolor, hablando
al hijo que le quedaba, le mandó que procurase por todos medios hallar
modo como descolgar el cuerpo de su hermano y llevárselo a su casa; y
que cuidara bien del éxito, y entendiera que en otro caso ella misma se
presentaría al rey y sabría revelarle que él era y no otro el que metía
mano en sus tesoros. El hijo, en vista de las importunaciones de su
madre, quien no le dejara respirar con sus instancias ni se persuadía
de las razones que aquél alegaba, arbitró, según dicen, un medio
ingenioso: busca luego y adereza unos juramentos, llena de vino sus
odres, y cargando con ellos la recua, sale tras de ella de su casa. Al
llegar cerca de los que guardaban el cadáver colgado, él mismo quita
las ataduras de dos o tres pezoncillos que tenían los odres, y al punto
empieza el vino a correr y él a levantar las manos, a golpearse la
frente, a gritar como desesperado y aturdido sin saber a qué pellejo
acudir primero. A la vista de tanto vino, los guardas del muerto corren
luego al camino armados con sus vasijas, aplicándose a porfía a recoger
el caldo que se iba derramando, y no queriendo perder el buen lance que
les ofrecía la suerte. Al principio fingióse irritado el arriero,
llenando de improperios a los guardas; pero poco a poco pareció
calmarse con sus razones y volver en sí de su cólera y enojo,
terminando, en fin, por sacar los jumentos del camino y ponerse a
componer y ajustar sus pellejos. En esto íbase alargando entre ellos la
plática; y uno de los guardas, no sé con qué donaire, hizo que el
arriero riera de tan buena gana que recibió por regalo uno de sus
pellejos. Al verse ellos con un odre delante, tendidos a la redonda,
piensan luego en darse un buen rato, y convidan a su bienhechor para
que se quede con ellos y les haga compañía. No se hizo mucho de rogar
el arriero, el cual, habiéndose llevado los brindis y los aplausos de
todos en la borrachera, dióles poco después con generosidad un segundo
pellejo. Con esto, los guardas, empinando a discreción, convertidos en
toneles y vencidos luego del sueño, quedaron tendidas a la larga donde
la borrachera les cogió. Bien entrada ya la noche, no contento el
ladrón con descolgar el cuerpo de su hermano, púsose muy despacio a
rasurar por mofa y escarnio a los guardas, rapándoles la mejilla
derecha, y cargando después el cadáver en uno de sus jumentos, y
cumplidas las órdenes de su madre, se retiró. Muchos fueron los
extremos de sentimiento que el rey hizo al dársele parte do que había
sido robado el cadáver del ladrón; pero empeñado más que nunca en
averiguar quién hubiese sido el que así se burlaba de él, tomó a lo que
cuentan una resolución que en verdad no se me hace creíble, cual es la
de mandar a una hija suya que se prostituyera en el lupanar público,
presta a cuantos la brindasen, pero que antes obligara a cada galán a
darle parte de la mayor astucia y del atentado, mayor que en sus días
hubiese cometido; con orden de que si alguno le refiriese el del ladrón
decapitado y descolgado, lo detuvieran al instante sin dejarla escapar
ni salir afuera. Empezó la hija a poner por obra el mandato de su
padre, y entendiendo el ladrón el misterio y la mira con que todo se
hacía, y queriendo dar una nueva muestra de cuánto excedía al rey en
astuto y taimado, imaginé una traza bien singular, pues cortando el
brazo entero a un hombre recién muerto, fuese con él bien cubierto bajo
sus vestidos, y de este modo entró a visitar a la princesa cortesana,
hácelo ésta la misma pregunta que solía a los denlas, y él contesta
abiertamente la verdad: que la más atroz de sus maldades había sido la
de cortar la cabeza a su mismo hermano, cogido en el lazo real dentro
del erario, y el más astuto de los ardides haber embriagado a los
guardias con el vino, logrando así descolgar el cadáver de su hermano.
Al oír esto, agarra luego la princesa al ladrón; mas éste,
aprovechándose de la oscuridad, le alargaba el brazo amputado que traía
oculto, el cual ella aprieta fuertemente creyendo tener cogido al
ladrón por la mano, mientras éste, dejando el brazo muerto sale por la
puerta volando. Informado del caso y de la nunca vista sagacidad y
audacia de aquel hombre, queda de nuevo el rey confuso y pasmado.
Finalmente, envía un bando a todas las ciudades de sus dominios
mandando que en ellas se publicase, por el cual no sólo perdonaba al
ladrón ofreciéndole impunidad, sino que le prometía grandes premios,
con tal que se le presentara y descubriese. Con este salvo conducto,
llevado de la esperanza del galardón, presentóse el ladrón al rey
Rampsinito, quien dice quedó tan maravillado y aun prendado de su
astucia, que como al hombre más despierto y entendido del universo le
dio su misma hija por esposa, viendo que entre los egipcios, los más
ladinos de los hombres, era el más astuto de todos.
CXXII. -Referían todavía de este mismo rey que, habiendo bajado vivo
al lugar donde creen los griegos que vivo Plutón, rey del infierno,
jugó a los dados con la diosa Céres, ganándole unas manos y perdiendo
otras (94), y volvió a
salir de allí con una servilleta de oro que la diosa le regaló. De aquí
procede, según decían, que los egipcios solemnicen como festivo todo el
tiempo que trascurrió desde la bajada hasta la subida de Rampsinito. No
ignoro que aun al presente celebran una fiesta semejante; mas no puedo
afirmar si por este o por otro motivo la celebraban. En ella los
sacerdotes visten a uno de los suyos con un vestido tejido aquel mismo
día por sus manos mismas, véndanle y cúbrenle los ojos con una mitra, y
después de colocarlo así en el camino que van al templo de Céres,
déjanle solo y se vuelven atrás. Cuentan después que aparecen allí dos
lobos que, saliendo a recibir al de los ojos vendados, le conducen al
templo de Céres, distante 20 estadios de la ciudad, y le restituyen
luego al puesto en que antes le hallaron.
CXXIII. Si alguno hubiere a quien se hagan creíbles esas fábulas
egipcias, sea enhorabuena, pues no salgo fiador de lo que cuento, y
sólo me propongo por lo general escribir lo que otros me referían.
Vuelvo a los egipcios (95),
quienes creen que Céres y Dioniso son los árbitros y dueños del
infierno; y ellos asimismo dijeron los primeros que era inmortal el
alma de los hombres, la cual, al morir el cuerpo humano, va entrando y
pasando de uno en otro cuerpo de animal que entonces vaya formándose,
hasta que recorrida la serie de toda especie de vivientes terrestres,
marinos y volátiles, que recorre en un período de 3.000 años, torna a
entrar por fin en un cuerpo humano que esté ya para nacer. Y es
singular que no falten ciertos griegos, cuál más pronto, cuál más
tarde, que adoptando esta invención se la hayan apropiado, cual si
fueran ellos los autores de tal sistema, y aunque sé quiénes son,
quiero hacerles el honor de no nombrarlos (96).
CXXIV. Hasta el reinado de Rampsinito, según los sacerdotes, vióse
florecer en Egipto la justicia, permaneciendo las leyes en su vigor y
viviendo la nación en el seno de la abundancia y prosperidad (97);
pero Quéope, que le sucedió en el trono, echó a perder un estado tan
floreciente. Primeramente, cerrando los templos, prohibió a los
egipcios sus acostumbrados sacrificios; ordenó después que todos
trabajasen por cuenta del público, llevando unos hasta el Nilo la
piedra cortada en el monte de Arabia, y encargándose otros de pasarla
en sus barcas por el río y de traspasarla al otro monte que llaman de
Libia. En esta fatiga ocupaba de continuo hasta 3.000 hombres, a los
cuales de tres en tres meses iba relevando, y solo en construir el
camino para conducir dicha piedra de sillería, hizo penar y afanar a su
pueblo durante diez años enteros; lo que no debe extrañarse, pues este
camino, si no me engaño, es obra poco o nada inferior a la pirámide
misma que preparaba de cinco estadios de largo, diez orgias de ancho y
ocho de alto en su mayor elevación, y construido de piedra, no sólo
labrada, sino esculpida además con figuras de varios animales. Y en los
diez años de fatiga empleados en la construcción del camino, no se
incluye el tiempo invertido en preparar el terreno del collado donde
las pirámides debían levantarse, y en fabricar un edificio subterráneo
que sirviese para sepulcro real, situado en una isla formada por una
acequia que del Nilo se deriva. En cuanto a la pirámide, se gastaron en
su construcción 20 años: es una fábrica cuadrada de ocho pletros de
largo en cada uno de sus lados, y otros tantos de altura, de piedra
labrada y ajustada perfectamente, y construida de piezas tan grandes,
que ninguna baja de 30 pies.
CXXV. La pirámide (98) fue edificándose de modo que en ella quedasen unas gradas o poyos que algunos llaman escalas y otros altares.
Hecha así desde el principio la parte inferior, iban levantándose y
subiendo las piedras, ya labradas, con cierta máquina formada de
maderos cortos que, alzándolas desde el suelo, las ponía en el primer
orden de gradas, desde el cual con otra máquina que en él tenían
prevenida las subían al segundo orden, donde las cargaban sobre otra
máquina semejante, prosiguiendo así en subirlas, pues parece que
cuantos eran los órdenes de gradas, tantas eran en número las máquinas,
o quizá no siendo más que una fácilmente transportable, la irían
mudando de grada en grada, cada vez que la descargasen de la piedra;
que bueno es dar de todo diversas explicaciones. Así es que la fachada
empezó a pulirse por arriba, bajando después consecutivamente, de modo
que la parte inferior, que estribaba en el mismo suelo, fue la postrera
en recibir la última mano. En la pirámide está notado con letras
egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el
consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el
intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata. Y
si esto es así, ¿a cuánto diremos que subiría el gasto de herramientas
para trabajar, y de víveres y vestidos para los obreros, y más teniendo
en cuenta, no sólo el tiempo mencionado que gastaron en la fábrica de
tales obras, sino también aquel, y a mi entender debió ser muy largo,
que emplearían así en cortar la piedra como en abrir la excavación
subterránea?
CXXVI. Viéndose ya falto de dinero, llegó Quéope a tal extremo de
avaricia y bajeza, que en público lupanar prostituyó a una hija, con
orden de exigir en recompensa de su torpe y vil entrega cierta suma que
no me expresaron fijamente los sacerdotes. Aun más; cumplió la hija tan
bien con lo que su padre tan mal le mandó, que a costa de su honor
quiso dejar un monumento de su propia infamia, pidiendo a cada uno de
sus amantes que le costeara una piedra para su edificio; y en efecto,
decían que con las piedras regaladas se había construido una de las
tres pirámides, la que está en el centro delante de la pirámide mayor,
y que tiene pletro y medio en cada uno de sus lados.
CXXVII. Muerto Quéope después de un reinado de cincuenta años, según
referían, dejó por sucesor de la corona a su hermano Quefren, semejante
a él en su conducta y gobierno. Una de las cosas en que pretendió
imitar al difunto, fue en querer levantar una pirámide, como en efecto
la levantó, pero no tal que llegase en su magnitud a la de su hermano,
de lo que yo mismo me cercioré habiéndolas medido entrambas. Carece
aquella de edificios subterráneos, ni llega a ella el canal derivado
del Nilo que alcanza a la de Quéope, y corriendo por un acueducto allí
construido, forma y baña una isla, dentro de la cual dicen que yace
este rey. Quefren fabricó la parte inferior de su columna de mármol
etiópico vareteado, si bien la dejó cuarenta pies más baja que la
pirámide mayor de su hermano, vecina a la cual quiso que la suya se
erigiera, hallándose ambas en un mismo cerro, que tendrá unos cien pies
de elevación. Quefren reinó cincuenta y seis años.
CXXVIII. Estos dos reinados completan los 106 años en que dicen los
egipcios haber vivido en total miseria y opresión, sin que los templos
por tanto tiempo cerrados se les abrieran una sola vez. Tanto es el
odio que conservan todavía contra los dos reyes, que ni acordarse
quieren de su nombre por lo general (99);
de suerte que llaman a estas fábricas las pirámides del pastor Filitis,
quien por aquellos tiempos apacentaba sus rebaños por los campos en que
después se edificaron.
CXXIX. A Quefren refieren que sucedió en el trono un hijo de Quéope,
por nombre Micerino, quien, desaprobando la conducta de su padre, mandó
abrir los templos, y que el pueblo, en extremo trabajado, dejadas las
obras públicas, se retirara a cuidar de las de su casa, y tomara
descanso y refección en las fiestas y sacrificios. Entre todos los
reyes, dicen que Micerino fue el que con mayor equidad sentenció las
causas de sus vasallos, elogio por el cual es el monarca más celebrado
de cuantos vio el Egipto. Llevó a tal punto la justicia, que no solo
juzgaba los pleitos todos con entereza, sino que era tan cumplido, que
a la parte que no se diera por satisfecha de su sentencia, solía
contentarla con algo de su propia casa y hacienda; mas a pesar de su
clemencia y bondad para con sus vasallos, y del estudio tan escrupuloso
en cumplir con sus deberes, empezó a sentir los reveses de la fortuna
en la temprana muerte de su hija, única prole que tenía. La pena y luto
del padre en su doméstica desventura fue sin límites, y queriendo hacer
a la princesa difunta honores extraordinarios,
hizo fabricar en vez de
urna sepulcral, una vaca de madera hueca y muy bien dorada en la cual
dio sepultura a su querida hija.
CXXX. Está vaca, que no fue sepultada en la tierra, se dejaba ver
aun en mis días patente en la ciudad de Sais, colocada en el palacio en
un aposento muy adornado. Ante ella se quema todos los días y se ofrece
todo género de perfumes, y todas las noches se le enciende su lámpara
perenne. En otro aposento vecino están unas figuras que representan a
las concubinas de Micerino, según decían los sacerdotes de la ciudad de
Sais; no cabe duda que se ven en él ciertas estatuas colosales de
madera, de cuerpo desnudo, que serán veinte a lo más; no diré quiénes
sean, sino la tradición que corre acerca de ellas.
CXXXI. Sobre esta vaca y estos colosos hay, pues, quien cuenta que
Micerino, prendado de su hija, logró cumplir, a despecho de ella, sus
incestuosos deseos, y que habiendo dado fin a su vida la princesa
colgada de un lazo, llena de dolor por la violencia paterna, fue por su
mismo padre sepultada en aquella vaca. Viendo la madre que algunas
doncellas de palacio eran las que habían entregado el honor de su hija
a la pasión del padre, les mandó cortar las manos, y aun pagan ahora
sus estatuas la misma pena que ellas vivas sufrieron. Los que así
hablan, a mi entender, no hacen más que contarnos una fábula
desatinada, así en la sustancia del hecho como en las circunstancias de
las manos cortadas, pues solo el tiempo ha privado a los colosos de las
suyas, que aun en mis días se veían caídas a los pies de las estatuas.
CXXXII. La vaca, a la cual volveremos, trae cubierto el cuerpo con
un manto de púrpura, sacando la cabeza y cuello dorados con una gruesa
capa de oro, y lleva en medio de sus astas un círculo de oro que imita
al del sol. Su tamaño viene a ser como el mayor del animal que
representa, y no está en pie, sino arrodillada. Todos los años la sacan
fuera de su encierro, y en el tiempo en que los egipcios plañen y
lamentan la aventura de un dios a quien con cuidado evitaré el nombrar,
entonces es cabalmente cuando sale al público la vaca de Micerino. Y
dan por razón de tal salida, que la hija al morir pidió a su padre que
una vez al año le hiciera ver la luz del sol.
CXXXIII. Después de la desventura de su hija tuvo el rey otro
disgusto, por haberle venido de la ciudad de Butona un oráculo en que
se le decía no le restaban más que seis años de vida, y que al sétimo
debía acabar su carrera. Lleno de amargura y sentimiento, Micerino
envió sus quejas al oráculo, mandando se le manifestase lo importuno de
su predicción, pues habiéndose concedido muy larga vida a su padre y a
su tío, que cerraron los templos, y que despreciaron a los dioses como
si no existieran, y que se complacieron en oprimir al linaje humano,
intimábale a él, a pesar de su piedad y religión, que dentro de tan
corto tiempo había de morir. Entonces, dicen, vínole del oráculo por
respuesta que por la misma conducta que alegaba se le acortaban en
tanto grado los plazos de la vida, por no haber hecho lo que debía,
pues la opresión fatal del Egipto, que sus dos antecesores en el trono
habían cumplido muy bien, y él no, estaba dispuesto que durase 150
años. Oído este oráculo, y conociendo Micerino que estaba ya dado el
fallo contra su vida, mandó fabricar una multitud de candeleros, a fin
de que su luz convirtiese la noche en día (100),
y desde entonces empezó a entregarse sin reserva a todo género de
diversión y regalo, comiendo y bebiendo sin parar día y noche, y no
dejando ni lago, ni prado, bosque o vega al que no fuera donde quier
supiese haber algún paraje ameno y delicioso, apto para su recreo y
solaz. Todo lo cual discurrió y practicó con el intento de desmentir al
oráculo, declarándole falso y engañoso con hacer que sus seis años
fatales valieran por doce convertidas las noches en otros tantos días.
CXXXIV. No dejó, sin embargo, Micerino de levantar su pirámide,
menor que la de su padre, de más de 20 pies. La fábrica es cuadrada, de
mármol etiópico hasta su mitad y de tres pletros (101)
en cada uno de sus lados. Pretenden algunos griegos equivocadamente que
esta pirámide es de la cortesana Ródope, con lo que demuestran, en mi
humilde juicio, cuán pocas noticias tienen de esa ramera, pues a
tenerlas, no le dieran la gloria de haber erigido una pirámide en cuya
fábrica se hubieron de expender los talentos a millares, por decirlo
así. Además, Ródope no floreció en el reinado de Micerino, sino en el
de Amasis, muchos años después de muertos aquellos reyes que dejaron
las pirámides. Esta mujer fue natural de Tracia, sierva de Jadmon de
Samos, hijo de Efestopolis, y compañera de esclavitud del fabulista
Esopo, quien fue sin duda esclavo de Jadmon, como lo convence el que
habiendo los naturales de Delfos, prevenidos por su mismo oráculo,
publicado repetidas veces el pregón de que si alguno hubiese que
quisiera exigir de ellos la debida satisfacción por la muerte allí dada
a Esopo, estaban prontos a pagar la pena; nadie se presentó con tal
demanda, sino un cierto Jadmon, nieto de otro del mismo nombre, a cuyo
joven se satisfizo en efecto aquel agravio. Lo que declara que Esopo
había sido esclavo de Jadmon.
CXXXV. En cuanto a la bella Ródope, pasó al Egipto en compañía de
Xantes, natural de Samos; y aunque su destino en aquel viaje había sido
enriquecer a su amo con la ganancia que le granjease su belleza, fue
puesta en libertad mediante una gran suma de dinero por un hombre de
Mitilene, llamado Caraxes, hijo de Escamandrónimo y hermano de la
poetisa Safo. Quedóse Ródope libre y suelta en Egipto, donde juntó
muchos caudales como linda y graciosa cortesana, grandes, sí, para una
mujer de su profesión, pero no tantos que pretendiera con ellos
levantar una pirámide. Y si alguno tuviere curiosidad, podrá aun ver
por sí mismo la décima parte do las riquezas de Ródope, y por esto
concluir que no deben atribuírsele tantas, pues queriendo dejar ella un
monumento suyo a la Grecia, dio una ofrenda que nadie jamás había hecho
ni aun pensado, y la dedicó en Delfos como memoria particular. Al
efecto mandó que la décima parte de sus haberes se empleara en unos
asadores de hierro, tantos en número para cuantos sufragase dicha
cantidad, destinados a servir en los sacrificios de los bueyes; y en el
día se ven aun amontonados detrás del ara que dedicaron los de Quío,
frontera al templo de Delfos. Es ya antigua costumbre que sienten en
Naucratis su tienda las cortesanas más insignes por su donaire y
belleza. Allí moraba de asiento la mujer de quien hablamos, tan
hermosa, que ningún griego había que por el nombre siquiera no
conociese a la hermosa Ródope; y allí mismo residió después otra
llamada Arquídice, decantada por toda la Grecia, mas no tanto que jamás
hubiese podido llegar a la fama de la primera. Volviendo a Mitilene
Caraxes, libertador de Ródope, como llevo dicho, fue con este motivo
amargamente zaherido por Saro en muchas de sus canciones. Pero bastante
hemos hablado de Ródope.
CXXXVI. Muerto, en fin, Micerino (102),
sucedióle en el reino, según los sacerdotes, Asiquis, que mandó hacer
los propíleos del templo de Vulcano que dan al Levante, y que son en
realidad de cuantos hay en el edificio los más bellos y los más grandes
con notable exceso, pues aunque los demás propíleos son todos obras
llenas de figuras bien esculpidas y presentan infinita variedad de
fábricas, en esto sobresalen con gran ventaja los de Asiquis que
mencionamos. En este reinado hubo, por escasez de dinero, gran falta de
fe pública en el trato y comercio. Para obviar este abuso dicen que
entre los egipcios se publicó una ley por la cual se ordenaba que
cualquiera que quisiese tomar dinero prestado, hubiera de dar en prenda
el cadáver de su mismo padre; y se añadió más todavía: que el que diera
un préstamo fuera árbitro absoluto del sepulcro del que lo tomaba; y
además, el que empeñase la dicha prenda y no quisiese satisfacer a su
acreedor, se impuso la pena de no poder ser enterrado al morir en la
tumba de sus mayores u otra alguna, ni dar sepultura a ninguno de los
suyos que durante aquel tiempo muriera (103).
Cuentan del mismo rey, que codicioso de superar las glorias de cuantos
habían antes reinado en Egipto, dejó su monumento público en una
pirámide hecha de ladrillo. Hay en ella una inscripción grabada en
mármol que hace hablar a la misma pirámide en estos términos: «No me
humilles comparándome a las pirámides de mármol, a las que excedo
tanto, como Júpiter a los demás dioses; pues dando en el suelo de la
laguna con un chuzo, y recogido el barro a él pegado, con este barro
formaban mis ladrillos, y así fue como me construyeron.» Esto es en suma cuanto hizo aquel rey.
CXXXVII. Un ciego de la ciudad de Anisis (104),
llamado también Anisis con el nombre de su patria, sucedió a Asiquis en
la corona. En tiempo de este rey, los etíopes, apoderándose del Egipto
con un numeroso ejército, a cuyo frente venía su monarca Sabacon,
obligaron al rey ciego a refugiarse fugitivo en los pantanos (105).
Cincuenta fueron los años que reinó en Egipto el etíope Sabacon,
durante los cuales siguió la conducta de no castigar con pena de muerte
a los egipcios reos de algún delito capital; siendo su práctica la de
graduar la sentencia por la gravedad del delito, y condenar a los reos
a las obras públicas y a levantar el terraplén de la ciudad de donde
eran naturales. Lográbase con estos castigos el común beneficio de que
las ciudades cuyos terraplenes habían sido construidos la primera vez
en tiempo de Sesostris por los prisioneros que abrieron los canales del
Egipto, a la segunda entonces en el reinado del etíope se hiciesen más
elevados. El suelo de las ciudades de aquel país se levanta mucho
generalmente sobre la superficie de la campiña; pero en Bubastis, con
singularidad, mejor que en las demás se observa la elevación del
terraplén. Hay en esta ciudad un templo dedicado a la diosa Bubastis
que merece particular memoria y atención.
CXXXVIII. Templos se hallarán más grandes, más suntuosos que el de
Bubastis, pero ninguno de una perspectiva más grata y halagüeña a la
vista. La diosa a quien pertenece es la misma Artemis de los griegos.
El templo está en un terreno que parece una isla por todos lados menos
por su entrada, pues que desde el Nilo corren dos acequias de cien pies
de anchura cada una, con su arboleda que les da sombra, las que
entrambas por diferente lado van sin juntarse hacia la entrada del
templo. Sus pórticos, adornados con figuras de seis codos, obra de
mucho primor, tienen diez orgias de elevación. Es de notar que
hallándose construido el templo en el centro de la ciudad, se deja ver
con todo por cualquier parte se vaya girando; lo que sucede por haberse
alzado con el tiempo el piso de la ciudad con un nuevo terraplén, y
mantenido el templo en el plano inferior en que desde el principio se
edificó, quedando así patente y visible de todas partes. Una cerca
esculpida con figuras en toda su extensión, rodea y ciñe el lugar
sagrado, y dentro de ella hay un bosque de árboles altísimos, que
rodean a su vez el gran templo, de un estadio así de longitud como de
anchura, dentro del cual está la estatua de la diosa. Delante de la
entrada del templo corre un camino empedrado, de tres estadios de largo
y unos cuatro pletros de ancho, con una arboleda alta hasta las nubes
que a uno y otro lado se ve plantada. Este camino lleva al templo de
Mercurio, y con esto concluimos la digresión.
CXXXIX. Por fin, según cuentan, pudieron verse libres del etíope,
gracias a una visión que tuvo en sueños, que le obligó a escaparse a
toda prisa: parecíale durmiendo ver un hombre a su lado que le sugería
la idea de destrozar y partir por medio a todos los sacerdotes, después
de mandarlos juntar en un mismo sitio. Pensó consigo mismo que aquella
visión no podía menos de ser una prueba y tentación de los dioses, que
con ella le inducían a cometer la mayor impiedad, para que llevase por
ello su castigo de parte del cielo o de parte de los hombres, que él se
abstendría de cometerla; y puesto que había cumplido el plazo de su
imperio en Egipto, que los mismos dioses le habían revelado, se
resolvió con gusto a retirarse. En efecto, hallándose aun en Etiopía,
los oráculos del país la habían prevenido ser voluntad divina que por
espacio de 50 años reinase en Egipto. Con este motivo lo dejó Sabacon
de su propia voluntad, viendo cumplido el período destinado, y
perturbado con su misma visión.
CXL. Ausentado apenas el etíope, tomó de nuevo el mando el rey
ciego, saliendo de sus pantanos, donde vivió cincuenta años refugiado
en una isla que había ido levantando y terraplenando con tierra y
ceniza, pues que en el largo tiempo de su oculto retiro, al traerle los
egipcios a hurto del etíope los víveres necesarios, según lo tenía
ordenado a ciertos vasallos fieles, les pedía por favor le llevasen
juntamente ceniza para formar sus diques. Esta isla, que tiene el
nombre de Elbo, y diez estadios no más por todos lados, no pudo ser
hallada por nadie antes de Amintes, ni fue dable a los reyes
encontrarla en el largo espacio de 700 años (106).
CXLI. Después de la muerte del ciego decían que reinó un sacerdote
de Vulcano, por nombre Seton. Este rey sacrificador, contra toda sabia
política, en nada contaba con la gente de armas de su reino, como si
nunca hubiera de necesitarlos; y no contento todavía con los desaires
que los hacía de continuo, añadió la injuria de privarlos del goce de
ciertas yugadas de tierra que les habían reservado los reyes
anteriores, dando doce de ellas a cada soldado. De ahí resultó que,
habiendo invadido el Egipto Sanacaribo, rey de los árabes (107)
y de los asirios, con un grueso ejército, los guerreros del país no
quisieron tomar las armas en defensa de Seton. Viéndose el sacerdote
rey en tan apurado trance, entró en el templo de Vulcano, y allí a los
pies de su ídolo plañía y lamentaba la desventura que iba ya a
descargar sobre su cabeza. En medio de sollozos y suspiros sorprendióle
el sueño, según dicen, y mientras dormía se le apareció su dios, quien
le animó, asegurándole que si salía a recibir el ejército de los
árabes, con sus tropas voluntarias, ningún mal le sucedería; que el
mismo dios se encargaba de la defensa, y cuidaría de enviarle socorro.
Confiado en su sueño, anímase el sacerdote a juntar un ejército con los
egipcios que de buen grado quisieran seguirle, y se atrinchera con
ellos en Pelusio, que es la puerta del Egipto. Ni un solo guerrero de
profesión se contaba en las tropas que se le juntaron, siendo sus
soldados todos mercaderes, artesanos y regatones vendedores. ¡Cosa
singular! después que llegaron a Pelusio, sucedió que los ratones
agrestes, derramados por el vecino campo de los enemigos, comieron de
noche las aljabas, comieron los nervios de los arcos, y finalmente, las
mismas correas que servían de asas en los escudos. Venido el día,
hállanse desarmados los invasores, entréganse a la fuga y perecen en
gran número (108). Al
presente se ve todavía en el templo de Vulcano la estatua de mármol de
este rey con un ratón en la mano, y en ella se lee la inscripción
siguiente: «Mírame, hombre, y aprende de mí a ser religioso.»
CXLII. A propósito de lo referido, decíanme los egipcios a una con
sus sacerdotes, y lo comprobaban con sus monumentos, que contando desde
el primer rey hasta el sacerdote de Vulcano, el último que allí reinó,
habían pasado en aquel período 341 generaciones de hombres, en cuyo
transcurso se habían ido sucediendo en Egipto, otros tantos sumos
sacerdotes e igual número de reyes. Contando, pues, 100 años por cada 3
generaciones, las 300 referidas dan la suma de 10.000 años, y las 41
que restan además, componen 11.340. En el espacio de estos 11.340 años
decían que ningún Dios hubo en forma humana, añadiendo que ni antes ni
después, en cuantos reyes había tenido Egipto, se vio cosa semejante.
Contaban, empero, que en el tiempo mencionado, el sol había invertido
por cuatro veces su carrera natural (109),
saliendo dos veces desde el punto donde regularmente se pone, y
ocultándose otras dos en el lugar de donde nace por lo común, sin que
por este desorden del cielo se hubiese alterado cosa alguna en Egipto,
así de las que nacen de la tierra, como de las que proceden del río, ni
en las enfermedades, ni en las muertes de los habitantes.
CXLIII. Contaré un suceso curioso. Hallándose en Tebas, antes que yo
pensara en pasar allá, el historiador Hecateo, empezó a declarar su
ascendencia, haciendo derivar su casa de un dios, que era el
decimosexto de sus abuelos. Con esta ocasión hicieron con él los
sacerdotes de Júpiter Tebeo lo mismo que practicaron después conmigo,
aunque no deslindase mi genealogía, pues me entraron en un gran templo
y me fueron enseñando tantos colosos de madera cuantos son los sumos
sacerdotes que, como expresé, han existido, pues sabido es que cada
cual coloca allí su imagen mientras vive. Iban, pues, mis conductores
contando y mostrándome por orden las estatuas, diciendo: -«Este ese el
hijo del que acabamos de mirar, como puedes verlo, por lo que se parece
a su inmediato predecesor;» y de este modo me hicieron reconocer las
efigies y recorrerlas de una en una. Algo más hicieron con Hecateo,
pues como él se envaneciera de su ascendencia, haciéndose proceder de
un dios, su antepasado, le dieron en ojos con la serie y generación de
sus sacerdotes, no queriendo sufrirle la suposición de que un hombre
pudiera haber nacido de un dios, y dándole cuenta, al deslindarle la
sucesión de sus 345 colosos, que cada uno había sido no más un piromis, hijo de otro piromis (esto es, un hombre bueno hijo de otro, pues piromis
equivale en griego a bueno y honrado), sin que ninguno de ellos
descendiese de padre dios ni de héroe alguno. En fin, concluían que los
representados por las estatuas que enseñaban habían sido todos grandes
hombres, como decían, pero ninguno que de muy lejos fuera dios.
CXLIV. Verdad es, añadían, que antes de estos hombres, los dioses
eran quienes reinaban en Egipto, morando y conversando entre los
mortales, y teniendo siempre uno de ellos imperio soberano. El último
dios que reinó allí fue Oro, hijo de Osiris, llamado por los griegos
Apolo, quien terminó su reino después de haber acabado con el de Tifon.
A Osiris le llamamos en griego Dioniso, esto es, el Libre.
CXLV. Entre los griegos noto que son tenidos por los dioses más
modernos Hércules, Dioniso y Pan; mientras al contrario entre los
egipcios es Pan un dios antiquísimo, reputado por uno de los dioses
primeros, como los llaman; Hércules por uno de los doce dioses que
llaman de segunda clase, y Dioniso por uno de los dioses terceros, que
fueron hijos de los doce segundos. Tengo arriba declarados los muchos
años que corrieron desde Hércules hasta el rey Amasis, según los
egipcios, quienes pretenden fueron más los que transcurrieron desde
Pan, pero menos los que pasaron después de Dioniso, aunque entre este y
el rey Amasis no mediaron menos de 15.000 años a lo que dicen: y de
este cómputo de años, cuya cuenta llevan siempre y notan por escrito,
pretenden estar muy ciertos y seguros. Pero en cuanto al Dioniso o Baco
griego, que dicen nacido de Sémele hija de Cadmo, desde su nacimiento
hasta la presente era median 1.600 años (110)
a más largar, y desde Hércules, el hijo de Alcmena, habrá unos 900, y
desde Pan al de Penélope, de la cual y de Mercurio creen los griegos
nacido este dios, han corrido hasta mi edad 800 años a lo más, menos
sin duda de los que se cuentan posteriores a la guerra de Troya.
CXLVI. Siga, empero, cada cual la que más le acomodare de estas dos
cronologías pues yo me contento con haber declarado lo que por ambos
pueblos se piensa acerca de dichos dioses. Sólo añadiré, que si se da
por cosa tan constante y recibida el que los dos dioses cuya edad se
controvierte, Dioniso, el hijo de Semele, y Pan el de Penélope,
nacieron y vivieron en Grecia hasta la vejez, como lo es esto respecto
de Hércules, el hijo de Anfitrión, pudiera decirse con razón en esto
caso que Dioniso y Pan, dos hombres como los demás, se alzaron con el
nombre de aquellos dos dioses, y así las dificultades quedarían
allanadas. Pero se opone el inconveniente de que los griegos pretenden
que su Dioniso, apenas malamente nacido, pues Júpiter lo encerró dentro
de uno de sus muslos, fue llevado a Nisa, que está en Etiopía, más allá
de Egipto: tanto distan de creer que se criara y viviera en Grecia como
hombre natural. Mayor es la confusión y enredo respecto de Pan, del
cual ni aun los griegos saben decir dónde paró después de nacido. De
aquí, en una palabra, se deduce que los griegos no oyeron el nombre de
los dos dioses citados sino mucho después de oído el de los demás
dioses, y que desde la época en que empezaron a nombrarlos, les
forjaron la genealogía. Hasta aquí he hecho hablar a los egipcios.
CXLVII. Voy a referir lo que sucedió en aquel país, según dicen
otros pueblos y los naturales asimismo confirman, sin dejar de mezclar
en la narración algo de lo que por mí mismo he observado. Viéndose
libres e independientes los egipcios después del reinado del mencionado
sacerdote de Vulcano, y hallándose sin rey, como si fueran hombres
nacidos para servir siempre a algún soberano, dividieron el Egipto en
doce partes, nombrando doce reyes a la vez (111).
Enlazados mutuamente desde luego con el vínculo de los casamientos,
reinaban éstos, atenidos a ciertos pactos de que no se quitarían el
mando unos a otros, que ninguno de ellos pretendería lograr más
autoridad y poder que los demás, y que todos conservarían entre sí la
mejor amistad y más perfecta armonía. Movióles a convenir en esta mutua
igualdad y alianza común, y a procurarla consolidar con toda seguridad
y firmeza, un oráculo que les anunció, apenas apoderados del mando, que
vendría a ser señor de todo el Egipto aquel de entre ellos que en el
templo de Vulcano libase a los dioses en una taza de bronce; aludiendo
el oráculo a la costumbre que observaban de sacrificar juntos en todos
los templos.
CXLVIII. reinando, pues, con tal unión, acordaron dejar un monumento
en nombre común de todos, y con este objeto construyeron el laberinto,
algo más allá de la laguna Meris, hacia la ciudad llamada de los
Cocodrilos (112). Quise
verlo por mí mismo, y me pareció mayor aun de lo que suele decirse y
encarecerse. Me atreveré a decir que cualquiera que recorriese las
fortalezas, muros y otras fábricas de los griegos, que hacen alarde de
su grandeza, ninguna hallará entre todas que no sea menor e inferior en
costa y en trabajo a dicho laberinto. No ignoro cuán magníficos son los
templos, el de Éfeso y el de Samos, pero es menester confesar que las
pirámides les hacen tanta ventaja que cada una de estas puede
compararse con muchas obras juntas de los griegos, aunque sean de las
mayores; y con todo, es el laberinto monumento tan grandioso, que
excede por sí sólo a las pirámides mismas. Compónese de doce palacios
cubiertos, contiguos unos a otros y cercados todos por una pared
exterior, con las puertas fronteras entre sí; seis de ellos miran al
Norte y seis al Mediodía. Cada uno tiene duplicadas sus piezas, unas
subterráneas, otras en el primer piso, levantadas sobre los sótanos, y
hay 1.500 de cada especie, que forman entre todas 3.000. De las del
primer piso, que anduve recorriendo, hablaré como testigo de vista; a
las subterráneas sólo las conozco de oídas, pues que los egipcios a
cuyo cargo están, se negaron siempre a enseñármelas, dándome por razón
el hallarse abajo los sepulcros de los doce reyes fundadores y dueños
del laberinto, y las sepulturas de los cocodrilos sagrados; y de tales
estancias por lo mismo sólo hablaré por lo que me refirieron. En las
piezas superiores, que cual obra más que humana por mis ojos estuve
contemplando, admiraba atónito y confuso sus pasos y salidas entre sí,
y las vueltas y rodeos tan varios de aquellas salas, pasando de los
salones a las cámaras, de las cámaras a los retretes, de éstos a otras
galerías, y después a otras cámaras y salones. El techo de estas piezas
y sus paredes cubiertas de relieves y figuras son todas de mármol. Cada
uno de los palacios está rodeado de un pórtico sostenido con columnas
de mármol blanco perfectamente labrado y unido. Al extremo del
laberinto se ve pegada a uno de sus ángulos una pirámide de cuarenta
orgias, esculpida de grandes animales, a la cual se va por un camino
fabricado bajo de tierra.
CXLIX. Mas aunque sea el laberinto obra tan rica y grandiosa, causa
todavía mayor admiración la laguna que llaman Meris, cerca de la cual
aquel se edificó. Cuenta la laguna de circunferencia 3.000 estadios,
medida que corresponde a 60 schenos, los mismos cabalmente que tienen,
de longitud las costas marítimas de Egipto; corre a lo largo de Norte a
Mediodía, y tiene 50 orgias de fondo en su mayor profundidad (113).
Por sí misma declara que es obra de manos y artificial. En el centro de
ella, a corta diferencia, vense dos pirámides que se elevan sobre la
flor del agua 50 orgias, y abajo tienen otras tantas de cimiento, y
encima de cada una se ve un coloso de mármol sentado en su trono:
aunque ambas pirámides vienen a tener 100 orgias, que forman cabalmente
un estadio hexapletro o de 600 pies, contando la orgia a razón
de 6 pies o de 4 codos, midiendo el pie por 4 palmos y el codo por 6.
Siendo el terreno en toda la comarca tan árido y falto de agua, no
puede ésta nacer en la misma laguna, sino que a ella ha sido conducida
por un canal derivado del Nilo; y en efecto, pasa desde el río a la
laguna durante seis meses, en los cuales la pesca reditúa al fisco 20
minas diarias, y sale de la laguna en los otros seis meses, que
producen al mismo fisco un talento de plata cada día (114).
CL. Más notable es lo que me decían los naturales, que el agua de su
laguna, corriendo por un conducto subterráneo tierra adentro hacia
Poniente, y pasando cerca del monte que domina a Menfis, iba a
desembocar en la sirte de la Libia (115).
No viendo yo en parte alguna amontonada la tierra que debió sacarse al
abrir tan gran laguna, movido de curiosidad, y deseoso de saber qué se
había hecho de tanto material excavado, pregunté a la gente de los
alrededores dónde estaba la infinita arena extraída de aquella hoya.
Diéronme a esto satisfacción y respuesta, y de ella quedé persuadido
apenas me la indicaron, sabiendo que en Nino, ciudad de los asirios,
había sucedido un caso muy semejante al que referían. Allí unos
ladrones concibieron el designio de robar los muchos tesoros que
Sardanápalo, hijo de Nino (116),
en un erario subterráneo tenía cuidadosamente guardados. Con este
objeto, medida la distancia, empiezan desde su casa a cavar una mina
hacia el palacio del rey: iban por la noche echando al Tigris, río que
atraviesa la ciudad de Nino, la tierra que excavaban de la mina, y de
este modo prosiguieron hasta salir al cabo con su intento. Lo mismo oí
haber sucedido en la excavaciones de la citada laguna, con la
diferencia que se ejecutaba de día la maniobra, sin tener que aguardar
a la oscuridad de la noche, y la tierra que iban extrayendo la llevaban
al Nilo, el cual, recibiéndola en su corriente, no podía menos de
arrastrarla en ella e irla disipando.
CLI. Referido el modo con que se abrió la laguna Meris, volvamos a
los doce reyes, quienes, gobernando con suma equidad y entereza, en el
tiempo legítimo hacían un sacrificio en el templo de Vulcano. Venido el
último día de la solemnidad, y preparándose a hacer las libaciones
religiosas, al irles a presentar las copas con que solían hacerlas, el
sumo sacerdote, por equivocación, sacó once no más para los doce reyes.
Entonces Psamético, el último de la fila real, viendo que le faltaba su
copa, echó mano de su casco, lo alargó e hizo con él su libación, medio
realmente obvio para salir del lance, pues que todos los reyes solían
ir con casco, y los doce, en efecto, lo llevaban en aquel instante.
Aparecía claramente que Psamético había alargado su casco sin sombra de
engaño o mala fe; pero, sin embargo, los once reyes, atendiendo por una
parte a su acción, recordando por otra el oráculo, que les tenía
predicho que vendría a ser soberano de todo Egipto aquel de entre ellos
que libase con copa de bronce, tomaron seria resolución sobre lo
acaecido, y aunque no creyeron justo quitar la vida a Psamético,
conociendo por sus palabras que no había obrado en aquello con
deliberación o fin particular, acordaron con todo que, casi enteramente
privado de su poder, fuese desterrado y confinado en los pantanos, con
orden de no salir de ellos ni entrometerse en el gobierno de lo
restante del Egipto (117).
CLII. El desgraciado Psamético, cuyo padre, Neco, había sido muerto por orden del etíope Sabacon (118),
se había ya visto anteriormente precisado a refugiarse en Siria,
huyendo de las manos del etíope, hasta que, habiéndose retirado éste
amedrentado por su sueño, fue llamado otra vez a Egipto por sus
paisanos del distrito de Sais. Y ahora, siendo ya rey, por la
inadvertencia de haber convertido en copa su casco, sucedióle la
segunda desventura de que sus once colegas en el reino le confinasen en
los pantanos del Egipto. Viéndose, pues, inocente, calumniado y
oprimido por la violencia de sus compañeros, pensó seriamente en
vengarse de sus perseguidores; y para lograr su intento envió a
consultar el oráculo de Latona en la ciudad de Butona, al que miran los
egipcios como el más verídico. Diósele por contestación que el socorro
y venganza deseada le vendrían por el mar, cuando a las costas llegasen
unos hombres de bronce; respuesta que le llenó de desconfianza y abatió
las alas de su corazón por lo ridículo e imposible de los auxiliares
que se le prometían. No pasó mucho tiempo, sin embargo, que ciertos
jonios y carios que iban en corso (119)
aportasen al Egipto, obligados de la necesidad. Saltaron a tierra
armados con su arnés de bronce, y un egipcio que jamás había visto
tales armaduras, corre hacia los pantanos, y avisando a Psamético de lo
que pasaba, dícele que acababan de venir por mar unos hombres de
bronce, que saltando en tierra la robaban y saqueaban. Conociendo
Psamético desde luego que iba cumpliéndose la predicción del oráculo,
recibió con grandes muestras de amistad a los piratas de Jonia y de
caria, y no paró hasta que a fuerza de promesas y del ventajoso partido
que les proponía, logró de ellos que se quedasen a su servicio, con
cuyo socorro y con el de los egipcios de su bando, salió al cabo
vencedor de los once reyes (120), acabando con todo su poder.
CLIII. Apoderado Psamético de todo el Egipto, levantó en Menfis,
dedicándolos a Vulcano, los portales o propíleos que miran al Mediodía,
y en frente de ellos fabricó en honor de Apis un palacio rodeado de
columnas y lleno de figuras esculpidas, en el cual el dios Apis, cuyo
nombre griego es Epafos (121), se cría y mora, siempre que aparece a los egipcios: las columnas del palacio son otros tantos colosos de doce codos cada uno.
CLIV. En cuanto a los jonios y carios que sirvieron como tropas
mercenarias en la conquista, recibieron de Psamético en recompensa de
su servicio ciertas propiedades, unas en frente de otras, por medio de
las cuales corre el Nilo, y a las que puso el nombre de reales, sin
dejar de darles el monarca, no contento con esta recompensa, lo demás
que le tenía prometido (122).
Entrególes asimismo ciertos niños egipcios para que cuidasen de
instruirlos en la lengua griega, y los que al presente son intérpretes
de ella en Egipto descienden de los que entonces la aprendieron. Los
campos que los jonios y carios poseyeron largo tiempo, no distan mucho
de la costa, y caen un poco más debajo de la ciudad de Bubastis, cerca
de la boca Pelusia del Nilo, como la llaman. Andando el tiempo, éstos
mismos extranjeros, transplantados de sus campos fueron colocados en
Menfis por el rey Amasis, quien en ellos quiso tener un cuerpo de
guardias contra los egipcios. Desde el tiempo en que dichas tropas se
domiciliaron en Egipto, por medio de su trato y comunicación, nosotros
los griegos sabemos con exactitud y puntualidad la historia del país,
contando desde Psamético y siguiendo los sucesos posteriores a su
reinado. Los jonios o carios fueron los primeros colonos de extranjero
idioma que en Egipto se establecieron; y aun en mis días veíase en los
lugares desde los cuales fueron trasladados a Menfis las atarazanas de
sus naves y las ruinas de sus habitaciones. Ved aquí el modo como
Psamético llegó a apoderarse del Egipto.
CLV. Bien me acuerdo de lo mucho que llevo dicho acerca del oráculo
egipcio arriba mencionado, pero quiero añadir algo más en su alabanza,
pues digno es de ella. Este oráculo egipcio, dedicado a Latona, se
halla situado en una gran ciudad vecina a la boca del Nilo que llaman
Sebenítica, al navegar río arriba desde el mar, cuya ciudad, según
antes expresé, es Butona, y en ella hay así mismo un templo de Apolo y
de Diana. El de Latona, asiento del oráculo, además de ser una obra en
sí grandiosa, tiene también su propíleo de diez orgias de elevación.
Pero de cuanto allí se veía, lo que mayor maravilla me causó fue la
capilla o nicho de Latona que hay en dicho templo, formado de una sola
piedra, así en su longitud como en su anchura (123).
Sus paredes son todas de una medida y de cuarenta codos cada una; la
cubierta de la capilla, que le sirve de techo, la forma otra piedra,
cuyo alero sólo tiene cuatro codos. Esta capilla de una pieza, lo
repito, es en mi concepto lo más admirable de aquel templo.
CLVI. El segundo lugar merece se le dé por su singularidad la isla
llamada de Chemmis, situada en una profunda y espaciosa laguna que está
cerca de un templo de la mencionada ciudad de Butona. Los egipcios
pretendían que era una isla flotante; mas puedo afirmar que no la vi
nadar ni moverse, y quedé atónito al oír que una isla pueda nadar en
realidad (124). Hay en
ella un templo magnífico de Apolo, en que se ven tres aras levantadas,
y está poblada de muchas palmas y de otros árboles, unos estériles,
otros de la clase de los frutales. No dejan los naturales de dar la
razón en que se apoyan para creer en esta isla flotante: dicen que
Latona, una de las ocho deidades primeras que hubo en Egipto, tenía su
morada en Butona, donde al presente reside su oráculo, y en aquella
isla no flotante todavía recibió a Apolo, que en depósito se lo entregó
la diosa Isis, y allí pudo salvarle escondido, cuando vino a aquel
lugar Tifón, que no dejaba guarida sin registrar, para apoderarse de
aquel hijo de Osiris. Apolo y Artemis, según los egipcios, fueron hijos
de Dioniso y de Isis (125);
y Latona fue el ama que los crió y puso en salvo. En egipcio Apolo se
llama Oros. Demeter se dice Isis, y Artemis lleva el nombre de
Bubastis; y en esta creencia egipcia y no en otra alguna se fundó
Esquilo, hijo de Euforion, para hacer en sus versos a Artemis hija de
Demeter, aunque en esto se diferencia de los demás poetas que han
existido. Tal es la razón por que los egipcios creen a su isla movediza.
CLVII. De los 59 años que reinó Psamético en Egipto (126)
tuvo bloqueada por espacio de 29 a Azoto, gran ciudad de la Siria, que
al fin rindió; habiendo sido aquella plaza, entre todas cuantas
conozco, la que por más tiempo ha sufrido y resistido al asedio.
CLVIII. Neco sucedió en el reinado a su padre Psamético, y fue el primero en la empresa de abrir el canal (127),
continuado después por el persa Darío, que va desde el Nilo hacia el
mar Eritreo, y cuya longitud es de cuatro días de navegación, y tanta
su latitud que por él pueden ir a remo dos galeras a la par. El agua
del canal se tomó del Nilo, algo más arriba de la ciudad de Bubastis,
desde donde va siguiendo por el canal, hasta que desemboca en el mar
Eritreo, cerca de Patumo, ciudad de Arabia. Empezóse la excavación en
la llanura del Egipto limítrofe de la Arabia, con cuya llanura confina
por su parte superior el monte que se extiende cerca de Menfis, en el
cual se hallan las canteras ya citadas. Pasando la acequia por el pie
de este monte, se dilata a lo largo de Poniente hacia Levante, y al
llegar a la quebrada de la cordillera, tuerce hacia el Noto o Mediodía
y va a dar en el golfo Arábigo. Para ir del mar boreal o Mediterráneo
al Meridional, que es el mismo que llamamos Eritreo, el más breve atajo
es el que se toma desde le monte Casio, que divide el Egipto de la
Siria y dista del golfo Arábigo 1.000 estadios; ésta es, repito, la
senda más corta, pues la del canal es tanto más larga, cuantas son las
sinuosidades que este forma. Ciento veinte mil hombres perecieron en el
reinado de Neco en la excavación del canal, aunque este rey lo dejó a
medio abrir, por haberle detenido un oráculo, diciéndole que se daba
prisa para ahorrar fatiga al bárbaro, es decir, extranjero, pues con
aquel nombre llaman los egipcios a cuantos no hablan su mismo idioma.
CLIX. Dejando, pues, sin concluir el canal, Neco volvió su atención
a las expediciones militares. Mandó construir galeras, de las cuales
unas se fabricaron en el Mediterráneo, otras en el golfo Arábigo o
Eritreo, cuyos arsenales se ven todavía, sirviéndose de estas armadas
según pedía la oportunidad. Con el ejército de tierra venció a los
Sirios en la Batalla que les dio en Magdolo (128),
a la cual siguió la toma de Caditis, gran ciudad de Siria; y con motivo
de estas victorias consagró al dios Apolo el mismo vestido que llevaba
al hacer aquellas proezas, enviándolo por ofrenda a Bránquidas,
santuario célebre en el dominio de Mileto. Cumplidos 16 años de
reinado, dejó Neco en su muerte el mando a su hijo Psammis.
CLX. El tiempo del rey Psammis, presentáronse en Egipto unos
embajadores de los Eleos con la mira de hacer ostentación en aquella
corte, y dar noticia de un certamen que decían haber instituido en
Olimpia con la mayor equidad y discreción posible, persuadidos de que
los egipcios mismos, nación la más hábil y discreta del orbe, no
hubieran acertado a discurrir unos juegos mejor arreglados. El rey,
después de haberle dado cuenta a los Eleos del motivo que los traía,
formó una asamblea de las personas tenidas en el país por las más
sabias e inteligentes, quienes oyeron de la boca de los Eleos el orden
y prevenciones que debían observarse en su público certamen, y
escucharon la propuesta que les hicieron, declarando que el fin de su
embajada era conocer si los egipcios serían capaces de inventar y
discurrir algo que para el objeto fuera mejor y más adecuado. La
asamblea, después de tomar acuerdo, preguntó a los Eleos si admitían en
los juegos a sus paisanos a la competencia y pretensión; y
habiéndoseles respondido que todo griego así Eleo como forastero, podía
salir a la palestra, replicó luego que esto sólo echaba a tierra toda
equidad, pues no era absolutamente posible que los jueces Eleos
hicieran justicia al forastero en competencia con un paisano; y que si
querían unos juegos públicos imparciales y con este fin venían a
consultar a los egipcios, les daban el consejo de excluir a todo Eleo
de la contienda, y admitir tan solo al forastero (129). Tal fue el aviso que aquellos sabios dieron a los Eleos.
CLXI. Seis años reinó Psammis solamente, en cuyo tiempo hizo una
expedición contra la Etiopía, y después de su pronta muerte le sucedió
en el trono su hijo Apries (130),
el cual en su reinado de 25 años pudo con razón ser tenido por el
monarca más feliz de cuantos vio el Egipto, si se exceptúa a Psamético,
su bisabuelo. Durante la prosperidad llevó las armas contra Sidonia, y
dio a los Tirios una batalla naval; pero su destino era que toda su
dicha se trocara por fin en desventura, que le acometió con la ocasión
siguiente, que me contentaré con apuntar por ahora, reservándome el
referirla circunstanciadamente al tratar de la Libia. Habiendo enviado
Apríes un ejército contra los de Cirene, quedó gran parte de él perdido
y exterminado. Los egipcios echaron al rey la culpa de su desventura, y
se levantaron contra él, sospechando que los había expuesto a propósito
a tan grave peligro, y enviado sus tropas a la matanza con la dañada
política de poder mandar al resto de sus vasallos más despótica y
seguramente, una vez destruida la mayor parte de la milicia (131).
Con tales sospechas y resentimiento, se le rebelaron abiertamente, así
los que habían vuelto a Egipto de aquella infeliz expedición, como los
amigos y deudos de los que habían perecido en la jornada.
CLXII. Avisado Apríes de estos movimientos sediciosos, determinó
enviar a Amasis adonde estaban los malcontentos para que, aplacándolos
con buenas palabras y razones, les hiciera desistir de la sublevación.
Llegado Amasis al campo de los soldados rebeldes, al tiempo que les
estaba amonestando que desistieran de lo empezado, uno de ellos,
acercándosele por las espaldas, coloca un casco sobre su cabeza,
diciendo al mismo tiempo que con él le corona y le proclama por rey de
Egipto. No sentó mal a Amasis, al parecer, según se vio por el
resultado, aquel casco que le sirvió de corona, pues apenas nombrado
rey de Egipto por los sublevados, se preparó luego para marchar contra
Apríes. Informado el rey de lo sucedido, envió a uno de los egipcios
que a su lado tenía, por nombre Patabermis, hombre de gran autoridad y
reputación, con orden expresa de que le trajera vivo a Amasis. Llegó el
enviado a vista del rebelde, y declaróle el mandato que traía; pero
Amasis hizo de él tal desprecio que hallándose entonces a caballo,
levantó un poco el muslo y le saludó grosera e indecorosamente,
diciéndole al mismo tiempo que tal era el acatamiento que hacía a
Apríes, a quien debía referirlo. Instando, no obstante, Patabermis para
que fuese a verse con el soberano, que le llamaba, respondióle que
iría, y que en efecto hacía tiempo que disponía su viaje, y que a buen
seguro no tendría por qué quejarse Apríes, a quien pensaba visitar en
persona y con mucha gente de comitiva. Penetró bien Patabermis el
sentido de la respuesta, y viendo al mismo tiempo los preparativos de
Amasis para la guerra (132),
regresó con diligencia, queriendo informar cuanto antes al rey del lo
que sucedía. Apenas Apríes le ve volver a su presencia sin traer
consigo a Amasis montando en cólera y ciego de furor, sin darle lugar a
hablar palabra y sin hablar ninguna, manda al instante que se le
mutile, cortándole allí mismo orejas y narices. Al ver los demás
egipcios que todavía reconocían por rey a Apríes la viva carnicería tan
atroz y horriblemente hecha en un personaje del más alto carácter y de
la mayor autoridad en el reino, pasaron sin aguardar más partido de los
otros y se entregaron al gobierno y obediencia de Amasis.
CLXIII. Con la noticia de esta nueva sublevación, Apríes, que tenía
alrededor de su persona hasta 30.000 soldados mercenarios, parte carios
y parte jonios, manda tomar las armas a sus cuerpos de guardias, y al
frente de ellos marcha contra los egipcios, saliendo del ciudad de
Sais, donde tenía su palacio, dignísimo de verse por su magnificencia.
Al tiempo que los guardias de Apríes iban contra los egipcios, las
tropas de Amasis marchaban contra los guardias extranjeros; y ambos
ejércitos, resueltos a probar de cerca sus coraza, hicieron alto en la
ciudad de Momenfis (133);
en este lugar nos parece prevenir que la nación egipcia está
distribuida en siete clases de personas; la de los sacerdotes, la de
guerreros, la de boyeros, la de porqueros, la de mercaderes, la de
intérpretes, y la de marineros.
CLXIV. Estos son los gremios de los egipcios, que toman su nombre del oficio que ejercen (134). De los guerreros parte son llamados Calasiries, parte Hermotibies, y como el Egipto está dividido en nomos o distritos, los guerreros están repartidos por ellos del modo siguiente:
CLXV. A los Hermotibies pertenecen los distritos de Busiris, de
Sais, de Chemmis, de Prapremis, la isla que llaman Prosopitis y la
mitad de Nato. De estos distritos son naturales los Hermotibies,
quienes, cuando su numero es mayor, componen 16 miríadas o 160.000
hombres, todos guerreros de profesión, sin que uno solo aprenda o
ejercite arte alguna mecánica.
CLXVI. Los distritos de los Calasiries son el Bubastista, el Tebeo,
el Aftita, el Tanita, el Mendesio, el Sebenita, el Atribita, el
Farbetita, el Tmuita, el Onofita, el Anisio, y el Miecforita, que está
en una isla frontera a la ciudad de Bubastis. Estos distritos de los
Calasiries al llegar a lo sumo su población, forman 25 miríadas o
250.000 hombres, a ninguno de los cuales es permitido ejercitar otra
profesión que la de la armas, en la que los hijos suceden a los padres.
CLXVII. No me atrevo en verdad a decir si los egipcios adoptaron de
los griegos el juicio que forman ente las artes y la milicia, pues veo
que tracios, escitas, persas, lidios y, en una palabra, casi todos lo
bárbaros, tienen en menor estima a los que profesan algún arte mecánico
y a sus hijos, que a los demás ciudadanos, y al contrario reputan por
nobles a los que no se ocupan en obras de mano, y mayormente a los que
se destinan a la milicia. Este mismo juicio han adoptado todos los
griegos, y muy particularmente los lacedemonios, si bien los corintios
son los que menos desestiman y desdeñan a los artesanos.
CLXVIII. Los guerreros únicamente, si se exceptúan los sacerdotes (135), tenían entre los egipcios sus privilegios y gajes particulares, por los cuales disfrutaba cada uno de doce aruras o yugadas de tierra inmunes de todo pecho. La arura
es una suerte de campo que tiene por todos lados cien codos egipcios,
equivalentes puntualmente a los codos samios. Dichas propiedades,
reservadas al cuerpo de los guerreros, pasan de unos a otros, sin que
jamás disfrute uno las mismas. Relevábanse cada año mil de los
Calaciries y mil de los Hermotibies, para servir de guardias de corps
cerca del rey, en cuyo tiempo de servicio, además de sus yugadas, se le
daba su ración diaria, consistente en cinco minas de pan cocido, que se
daba por peso a cada uno, en dos minas de carne de buey, y en cuatro
sextarios de vino (136). Esta era siempre la ración dada al guardia; pero volvamos al hilo de la narración.
CLXIX. Después que se encontraron en Momenfis, Apríes al frente de
los soldados mercenarios, y Amasis al de los guerreros egipcios, dióse
allí la batalla en la cual, a pesar de los esfuerzos de valor que hizo
la tropa extranjera, su número mucho menor fue superado y oprimido por
la multitud de sus enemigos. Vivía Apríes según dicen, completamente
persuadido de que ningún hombre y nadie, aun de los mismos dioses, era
bastante a derribarle de su trono (137);
tan afianzado y seguro se miraba en le imperio; pero el engañado
príncipe vencido allí y hecho prisionero, fue conducido luego a Sais,
al palacio antes suyo, y entonces ya del rey Amasis. El vencedor trató
por algún tiempo al rey prisionero con tanta humanidad, que le
suministraba los alimentos en palacio con toda magnificencia; pero
viendo que los egipcios murmuraban por ello, diciendo que no era justo
mantener al mayor enemigo, así de ellos como del mismo Amasis,
consintió este, por fin, en entregar la persona del depuesto soberano a
merced de los vasallos, quiénes le estrangularon y enterraron su cuerpo
en la sepultura de sus antepasados, que se ve aun en el templo de
Minerva, al entrar a mano izquierda, muy cerca de la misma nave del
santuario. Dentro del mismo templo los vecinos de Sais dieron sepultura
a todos los reyes que fueron naturales de su distrito; y allí mismo en
el atrio del templo está el monumento de Amasis, algo más apartado de
la nave que el de Apríes y de sus progenitores, y que consiste en un
vasto aposento de mármol, adornado de columnas a modo de troncos de
palmas, con otros suntuosos primores: en ella hay dos grande armarios
con sus puertas, dentro de los cuales se encierra la urna.
CLXX. En Sais, en el mismo templo de Minerva, a espaldas de su
capilla y pegado a su misma pared, se halla el sepulcro de cierto
personaje, cuyo nombre no me es permitido pronunciar en esta historia.
Dentro de aquel sagrado recinto hay también dos obeliscos de mármol, y
junto a ellos una laguna hermoseada alrededor con un pretil de piedra
bien labrada, cuya extensión, a mi parecer, es igual a la que tiene la
laguna de Delos, que llaman redonda.
CLXXI. En aquella laguna hacen de noche los egipcios ciertas
representaciones, a las que llaman misterios de las tristes aventuras
de una persona que no quiero nombrar (138),
aunque estoy a fondo enterado de cuanto esto concierne; pero en punto
de religión, silencio. Lo mismo digo respecto a la iniciación de Céres
o Tesmoforia, según la llaman los griegos, pues en ella deben
estar los ojos abiertos y la boca cerrada, menos en lo que no exige
secreto religioso: tal es que las hijas de Danao trajesen estos
misterios del Egipto (139),
y que de ellas los aprendieron las mujeres pelasgas; que le uso de esta
ceremonia se aboliese en el Peloponeso después de arrojados sus
antiguos moradores por los dorios, siendo los arcades los únicos que
quedaron de la primera raza, los únicos también que conservaron aquella
costumbre.
CLXXII. Amasis, de quien es preciso volver a hablar, reino en Egipto
después de la muerte violenta de Apríes: era del distrito de Sais y
natural de una ciudad llamada Siuf. Los egipcios al principio no hacían
caso de su nuevo rey, vilipendiándole abiertamente como hombre antes
plebeyo y de familia humilde y oscura; mas él poco a poco, sin usar de
violencia con sus vasallos, supo ganarlos por fin con arte y
discreción. Entre muchas alhajas preciosas, tenía Amasis una bacía de
oro, en la que así él como todos sus convidados solían lavarse los
pies: mandóla, pues, hacer pedazos y formar con ellos una estatua de no
sé qué dios, la que luego de consagrada coloco en el sitio de la ciudad
que le pareció más oportuno a su intento. A vista de una nueva estatua,
concurren los egipcios a adorarla con gran fervor, hasta que Amasis,
enterado de lo que hacían con ella sus vasallos, los manda llamar y les
declara que el nuevo dios había salido de aquel vaso vil de oro en que
ellos mismos solían antes vomitar, orinar y lavarse los pies, y era
grande sin embargo el respeto y veneración que al presente les merecía
una vez consagrado. -«Pues bien, añade, los mismos que con este vaso ha
pasado conmigo, antes fui un mero particular y un plebeyo, ahora soy
vuestro soberano, y como tal me debéis respeto y honor.» Con tal
amonestación y expediente logró de los egipcios que estimasen su
persona y considerasen como deber el servirle.
CLXXIII. La conducta particular de este rey y su tenor de vida
ordinario era ocuparse con tesón desde muy temprano en el despacho de
los negocios de la corona hasta cerca del mediodía (140);
pero desde aquella hora pasaba con su copa lo restante del día
bebiendo, zumbando a sus convidados, y holgándose tanto con ellos, que
tocaba a veces en bufón con algo de chocarrero. Mal habidos sus amigos
con la real truhanería, se resolvieron por fin a dirigirle una
reconvención en buenos términos: -«Señor, le dicen, esa llaneza con que
os mostráis sobrado humilde y rastrero, no es la que pide el decoro de
la majestad, pues lo que corresponde a un real personaje es ir
despachando lo que ocurra, sentando magníficamente en un trono
majestuoso. Si así lo hicierais, se reconocieran gobernados los
egipcios con estima de su soberano, por un hombre grande; y vos
lograréis tener con ellos mayor crédito y aplauso, pues lo que hacéis
ahora desdice de la suprema majestad.» Pero el rey por su parte les
replicó: -«Observo que solo al ir a disparar el arco lo tiran y
aprietan los ballesteros, y luego de disparado lo aflojan y sueltan,
pues a tenerlo siempre parado y tirante, a la mejor ocasión y en lo más
apurado del lance se le rompiera y haría inservible. Semejante es lo
que sucede en el hombre que entregado de continuo a más y más afanes,
sin respirar ni holgar un rato, en el día menos pensado se halla con la
cabeza trastornada, o paralítico por un ataque de apoplejía. Por estos
principios, pues, me gobierno, tomando con discreción la fatiga y el
descanso.» Así respondió y satisfizo a sus amigos.
CLXXIV. Es fama también que Amasis, siendo particular todavía, como
joven amigo de diversiones y convites, y enemigo de toda ocupación
seria y provechosa, cuando por entre agotársele el oro no tenía con que
entregarse a la crápula entre sus copas y camaradas, solía rondando de
noche acudir a la rapacidad y ligereza de sus manos (141).
Sucedía que negando firmemente los robos de que algunos le acusaban,
era citado y traído delante de sus oráculos, muchos de los cuales le
condenaron como ladrón, al paso que otros le dieron por inocente. Y es
notable la conducta que cuando rey observó con dichos oráculos: ninguno
de los dioses que le habían absuelto mereció jamás que cuidase de sus
templos, que los adornara con ofrenda alguna, ni que en ellos una sola
vez sacrificase, pues por tener oráculos tan falsos y mentirosos no se
le debía respeto y atención; y por el contrario se esmeró mucho con los
oráculos que le habían declarado por ladrón, mirándolos como santuarios
de verdaderos dioses, pues tan veraces eran en sus respuestas y
declaraciones.
CLXXV. En honor de Minerva edificó Amasis en Sais unos propíleos tan
admirables, que así en lo vasto y elevado de la fábrica como en el
tamaño de las piedras y calidad de los mármoles, sobrepujó a los demás
reyes: además levantó allí mismo unas estatuas agigantadas y unas
descomunales androsfinges (142).
Para reparar los demás edificios mandó traer otras piedras de
extraordinaria magnitud, acarreadas unas desde la cantera vecina a
Menfis y otras de enorme mole traídas desde Elefantina, ciudad distante
de Sais veinte días de navegación. Otra cosa hizo también que no me
causa menos admiración, o por mejor decir, la aumenta
considerablemente. Desde Elefantina hizo trasladar una casa entera de
una sola pieza: Tres años se necesitaron para traerla y dos mil
conductores encargados de la maniobra, todos pilotos de profesión. Esta
casa monolita, es decir, de una piedra, tiene 21 codos de
largo, 14 de ancho y ocho de alto por la parte exterior, y por la
interior su longitud es de 18 codos y 20 dedos, su anchura de 12 codos
y de cinco su altura. Hállase esta pieza en la entrada misma del
templo, pues, según dicen, no acabaron de arrastrarla allá dentro,
porque el arquitecto, oprimido de tanta fatiga y quebrantado con el
largo tiempo empleado en la maniobra prorrumpió allí en gran gemido,
como de quien desfallece, lo cual advirtiendo Amasis no consintió la
arrastraran más allá del sitio en que se hallaba; aunque no falta
quienes pretenden que el motivo de no haber sido llevada hasta dentro
del templo fue por haber quedado oprimido bajo la piedra uno de los que
la movían con palancas.
CLXXVI. En todos los demás templos de consideración dedicó también
Amasis otros grandiosos monumentos dignos de ser vistos. Entre ellos
colocó en Menfis, delante del templo de Vulcano, un coloso recostado de
75 pies de largo, y en su misma base hizo erigir a cada lado otros dos
colosos de mármol etiópico (143)
de 20 pies de altura. Otro de mármol hay en Sais, igualmente grande y
tendido boca arriba del mismo modo que el coloso de Menfis mencionado.
Amasis fue también el que hizo en Menfis construir un templo a Isis,
monumento realmente magnífico y hermoso.
CLXXVII. Es fama que en el reinado de Amasis fue cuando el Egipto,
así por el beneficio que sus campos deben al río, como por la
abundancia que deben los hombres a sus campos, se vio en el estado más
opulento y floreciente en que jamás se hubiese hallado, llegando sus
ciudades al número de 20.000 (144),
todas habitadas. Amasis es mirado entre los egipcios como el autor de
la ley que obligaba a cada uno en particular a que en presencia de su
respectivo Nomarca, o prefecto de provincia, declarase cada año
su modo de vivir y oficio, so pena de muerte al que no lo declaraba o
no lo mostraba justo y legítimo; ley que, adoptándola de los egipcios,
impuso Solón ateniense a sus ciudadanos, y que siendo en sí muy loable
y justificada es mantenida por aquel pueblo en todo su vigor.
CLXXVIII. Como sincero amigo de los griegos no se contentó Amasis
con hacer muchas mercedes a algunos individuos de esta nación, sino que
concedió a todos los que quisieran pasar al Egipto la ciudad de
Naucratis para que fijasen el ella si su establecimiento, y a los que
rehusaran asentar allí su morada les señaló el lugar donde levantaran a
sus dioses aras y templos, de los cuales el que llaman el Helénico es
sin disputa el más famoso, grande y frecuentado. Las ciudades que, cada
cual por su parte, concurrieron a la fábrica de este monumento fueron:
entre las jonias, las de Quío, la de Teo, la de Focea y las de
Clazomene; entre las dóricas, las de Rodas, Cnido, Halicarnaso y
Faselida, y entre las Eolias únicamente la de Mitilene. Estas ciudades,
a las cuales pertenece el helénico, son las que nombran los presidentes
de aquel emporio, o directores de su comercio (145),
pues las demás que pretenden tener parte en el templo solicitan un
derecho que de ningún modo les compete. Otras ciudades erigieron allí
mismo templos particulares, uno a Júpiter los eginetas, otro a Juno los
samios, y los Milesios uno a Apolo.
CLXXIX. La ciudad de Naucratis era la única antiguamente que gozaba del privilegio de emporio (146),
careciendo todas las demás de Egipto de tal derecho; y esto en tal
grado, que al que aportase a cualquiera de las embocaduras del Nilo que
no fuera la Canóbica, se le exigía el juramento de que no había sido su
ánimo arribar allá, y se le precisaba luego a pasar en su misma nave la
boca Canóbica; y si los vientos contrarios le impedían navegar hacia
ella, érale absolutamente forzoso rodear la Delta con las barcas del
río, trasladando en ellas la carga hasta llegar a Naucratis: Tan
privilegiado era el emporio de esta ciudad.
CLXXX. Habiendo abrasado un incendio casual el antiguo templo en que
Delfos existía, alquilaron los anfictiones por 300 talentos a algunos
asentistas la fábrica del que allí se ve en la actualidad. Los vecinos
de Delfos, obligados a contribuir con la cuarta parte de la suma fijada (147),
iban girando por varias ciudades a fin de recoger limosna para la nueva
fábrica; y no fue ciertamente del Egipto de donde menos alcanzaron,
habiéndoles dado Amasis 1.000 talentos de lumbre y 20 minas los griegos
allí establecidos.
CLXXXI. Formó Amasis su tratado de amistad y alianza mutua con los
de Cirene, de entre los cuales no se desdeñó de tomar una esposa, ya
fuera por antojo o pasión de tener por mujer a una Griega, ya por dar a
estos una nueva prueba de su afecto y unión. La mujer con quien casó se
llamaba Ladice, y era, según unos, hija de Cato; según otros, de
Arcesilao, y según algunos, en fin, lo era de Cristóbulo, hombre de
gran autoridad y reputación en Cirene. Cuéntase que Amasis, durmiendo
con su Griega jamás podía llegar a conocerla, siendo por otra parte muy
capaz de conocer a las otras mujeres. Y viendo que siempre sucedía la
mismo, habló a su esposa de esta suerte: -Mujer: ¿qué has hecho
conmigo? ¿qué hechizos me has dado? Perezca yo, si ninguno de tus
artificios te libra del mayor castigo que jamás se dio a una mujer
alguna.» Negaba Ladice; mas por eso no se aplacaba Amasis. Entonces
ella va al templo de Venus, y hace allí un voto prometiendo enviar a
Cirene una estatua de la diosa, con tal que Amasis la pudiera conocer
aquella misma noche, único remedio de su desventura. Hecho este voto,
pudo conocerla el rey, y continuó lo mismo en adelante, amándola desde
entonces con particular cariño. Agradecida Ladice, envió a Cirene, en
cumplimiento de su voto, la estatua prometida, que se conserva allá
todavía vuelta la cara hacia afuera de la ciudad. Cuando Cambises se
apoderó después del Egipto, al oír del misma Ladice quien era, la
remitió a Cirene sin permitir se la hiciere el menor agravio en su
honor.
CLXXXII. En la Grecia ofreció Amasis algunos donativos religiosos;
tal es la estatua dorada de Minerva que dedicó en Cirene con un retrato
suyo que al vivo le representa; tales son dos estatuas de mármol de
Minerva, ofrecidas en Lindo (148),
juntamente con una coraza de lino, obra digna de verse; y tales son, en
fin, dos estatuas de madera de Juno que hasta mis días estaban en el
gran templo de Samos colocadas detrás de sus puertas. En cuanto a las
ofrendas de Samos, hízolas Amasis por la amistad y vínculo de hospedaje
que tenía con Polícrates, hijo de Eases y señor de Samos. Por lo que
toca a los donativos de lindo, no le indujo a hacerlos ningún motivo de
amistad, sino la fama solamente de que llegadas allí las hijas de
Danao, al huir de los hijos de Egipto, fueron las fundadoras de aquel
templo. Estos dones consagró, en suma, en Grecia Amasis, quien fue el
primero que, conquistada la isla de Chipre, la obligó a pagarle tributo(149).
Libro III.
Talía.
Expedición de Cambises al Egipto: derrota de los
egipcios. Intenta Cambises conquistar Etiopía; relación de los
descubridores enviados a este país y desgracias de los expedicionarios.
-Búrlase Cambises de los Dioses egipcios: sus locuras y muerte de su
hermano y esposa. - Fortuna de Polícrates, el tirano de Samos, a quien
atacan los lacedemonios y corintios. - Álzase contra Cambises el mago
Esmerdis y se apodera del trono de Persia: muerte de Cambises. -
Descúbrese la impostura del mago y muere a manos de los siete
conjurados. - Artificio de Darío para subir al Trono. - Contribuciones
del Imperio persa. - Descripción de la India, Arabia y sus
producciones. - Orestes, gobernador de Sardes, mata a Polícrates,
castigo de Orestes. - Artificio del Médico Democedes para regresar a
Grecia. - Darío ayuda a Silosonte para recobrar a Samos. - Rebelión de
Babilonia, su asedio y conquista.
I. Contra el rey Amasis, pues, dirigió Cambises, hijo y sucesor de
Ciro, una expedición en la cual llevaba consigo, entre otros vasallos
suyos, a los griegos de la Jonia y Eolia; el motivo de ella fue el
siguiente: Cambises, por medio de un embajador enviado al rey Amasis,
le pidió una hija por esposa, a cuya demanda le había inducido el
consejo y solicitación de cierto egipcio que, al lado del persa, urdía
en esto una trama, altamente resentido contra Amasis, porque tiempos
atrás, cuando Ciro le pidió por medio de mensajeros que le enviara el
mejor oculista de Egipto, le había escogido entre todos los médicos del
país y enviado allá arrancándole del seno de su mujer y de la compañía
de sus hijos muy amados. Este egipcio, enojado contra Amasis, no cesaba
de exhortar a Cambises a que pidiera una hija al rey de Egipto con la
intención doble y maligna de dar a éste que sentir si la concedía, o de
enemistarle cruelmente con Cambises si la negaba. El gran poder del
persa, a quien Amasis no odiaba menos que temía, no le permitía
rehusarlo su hija, ni podía dársela por otra parte, comprendiendo que
no la quería Cambises por esposa de primer orden, sino por amiga y
concubina: en tal apuro acudió a un expediente. Vivía entonces en
Egipto una princesa llamada Nietetis, de gentil talle y de belleza y
donaire singular, hija del último rey Apríes, que había quedado sola y
huérfana en su palacio. Ataviada de galas, y adornada con joyas de oro,
y haciéndola pasar por hija suya, envióla Amasis a Persia por mujer de
Cambises, el cual, saludándola algún tiempo después con el nombre de
hija de Amasis, la joven princesa le respondió: -«Señor, vos sin duda,
burlado por Amasis, ignoráis quién sea yo. Disfrazada con este aparato
real me envió como si en mi persona os diera una hija, dándoos la que
lo es del infeliz Apries, a quien dio muerte Amasis, hecho jefe de los
egipcios rebeldes, ensangrentando sus manos en su propio monarca.»
II. Con esta confesión de Nictetis y esta ocasión de disgusto,
Cambises, hijo de Ciro, vino muy irritado sobre el Egipto. Así es como
lo refieren los persas (1);
aunque los egipcios, con la ambición de apropiarse a Cambises, dicen
que fue hijo de la princesa Nictetis, hija de su rey Apríes, a quien
antes la pidió Ciro, según ellos, negando la embajada de Cambises a
Amasis en demanda de una hija. Pero yerran en esto, pues primeramente
no pueden olvidar que en Persia, cuyas leyes y costumbres no hay quien
las sepa quizá mejor que los egipcios, no puede suceder a la corona un
hijo natural existiendo otro legítimo; y en segundo lugar, siendo sin
duda Cambises hijo de Casandana y nieto de Farnaspes, uno de los
Aquemenidas, no podía ser hijo de una egipcia (2).
Sin duda los egipcios, para hacerse parientes de la casa real de Ciro,
pervierten y trastornan la narración; mas pasemos adelante.
III. Otra fábula, pues por tal la tengo, corre aun sobre esta
materia. Entró, dicen, no sé qué mujer persiana a visitar las esposas
de Ciro, y viendo alrededor de Casandana unos lindos niños de gentil
talle y gallardo continente, pasmada y llena de admiración empezó a
deshacerse en alabanza de los infantes. -«Sí, señora mía, respondióle
entonces Casandana, la esposa de Ciro, sí, estos son mis hijos; mas
poco, sin embargo, cuenta Ciro con la madre que tan agraciados
príncipes le dio: no soy yo su querida esposa, lo es la extranjera que
hizo venir del Egipto.» Así se explicaba, poseída de pasión y de celos
contra Nictetis: óyela Cambises, el mayor de sus hijos, y volviéndose
hacia ella: «Pues yo, madre mía, le dice, os empeño mi palabra de que
cuando mayor he de vengaros del Egipto, trastornándolo enteramente y
revolviéndolo todo de arriba abajo.» Tales son las palabras que
pretenden dijo Cambises, niño a la sazón de unos diez años, de las
cuales se admiraron las mujeres; y que llegado después a la edad
varonil, y tomada posesión del imperio, acordándose de su promesa,
quiso cumplirla, emprendiendo dicha jornada contra el Egipto.
IV. Más empero contribuiría a formarla el caso siguiente: servía en
la tropa extranjera de Amasis un ciudadano de Halicarnaso llamado
Fanes, hombro de talento, soldado bravo y capaz en el arte de la
guerra. Enojado y resentido contra Amasis, ignoro por qué motivo,
escapóse del Egipto en una nave con ánimo de pasarse a los persas y de
verse con Cambises. Siendo Fanes por una parte oficial de crédito no
pequeño entre los guerreros asalariados, y estando por otra muy
impuesto en las cosas del Egipto, Amasis, con gran ansia de cogerle,
mandó desde luego que se le persiguiera. Envía en su seguimiento una
galera y en ella el eunuco de su mayor confianza (3);
pero éste, aunque logró alcanzarle y cogerle en Licia, no tuvo la
habilidad de volverle a Egipto, pues Fanes supo burlarle con la astucia
de embriagar a sus guardias, y escapado de sus prisiones logró
presentarse a los persas. Llegado a la presencia de Cambises en la
coyuntura más oportuna, en que resuelta ya la expedición contra el
Egipto no veía el monarca medio de transitar con su tropa por un país
tan falto de agua, Fanes no sólo le dio cuenta del estado actual de los
negocios de Amasis, sino que lo descubrió al mismo tiempo un modo fácil
de hacer el viaje, exhortándole a que por medio de embajadores pidiera
al rey de los árabes paso libre y seguro por los desiertos de su país.
V. Y, en efecto, sólo por aquel paraje que Fanes indicaba se halla
entrada abierta para el Egipto. La región de los Sirios que llamamos
Palestinos se extiende desde la Fenicia hasta los confines de Caditis:
desde esta ciudad, mucho menor que la de Sardes, a mi entender,
siguiendo las costas del mar, empiezan los emporios y llegan hasta
Jeniso, ciudad del árabe, cuyos son asimismo dichos emporios (4).
La tierra que sigue después de Jeniso es otra vez del dominio de los
Sirios hasta llegar a la laguna de Serbónida, por cuyas cercanías se
dilata hasta el mar el monte Casio, y, finalmente, desde esta laguna,
donde dicen que Tifón se ocultó, empieza propiamente el territorio de
Egipto. Ahora bien; todo el distrito que media entre la ciudad de
Jeniso y el monte Casio y la laguna Serbónida, distrito no tan corto
que no sea de tres días de camino, es un puro arenal sin una gota de
agua.
VI. Quiero ahora indicar aquí de paso una noticia que pocos sabrán,
aun de aquellos que trafican por mar en Egipto. Aunque llegan al país
dos veces al año, parte de todos los puntos de la Grecia, parte también
de la Fenicia, un sinnúmero de tinajas llenas de vino, ni una sola de
ellas se deja ver, por decirlo así, en parte alguna del Egipto. ¿Qué se
hace, pues, preguntará alguno, de tanta tinaja transportada? Voy a
decirlo: es obligación precisa de todo Demarco o alcalde, que
recoja estas tinajas en su respectiva ciudad y las mande pisar a
Menfis, a cargo de cuyos habitantes corre después conducirlas llenas de
agua a los desiertos áridos de la Siria (5);
de suerte que las tinajas que van siempre llegando de nuevo, sacadas
luego del Egipto, son transportadas a la Siria, y allí juntadas a las
viejas.
VII. Tal es la providencia que dieron los persas apoderados apenas
del Egipto, para facilitar el paso y entrada a su nueva provincia
acarreando el agua al desierto del modo referido. Mas como Cambises, al
emprender su conquista, no tuviese aun ese arbitrio de aprontar el
agua, enviados al árabe (6)
sus mensajeros conforme al aviso de su huésped halicarnasio, obtuvo el
paso libre y seguro, mediante un tratado concluido bajo la fe pública
de entrambos.
VIII. Entre los árabes, los más fieles y escrupulosos en guardar la
fe prometida en los pactos solemnes que contratan, úsase la siguiente
ceremonia. Entre las dos personas que quieren hacer un legítimo
convenio, sea de amistad o sea de alianza, preséntase un medianero que
con una piedra aguda y cortante hace una incisión en la palma de la
mano de los contrayentes, en la parte más vecina al dedo pulgar; toma
luego unos pedacitos del vestido de entrambos, con ellos mojados en la
sangre de las manos va untando siete piedras allí prevenidas, invocando
al mismo tiempo a Dioniso y a Urania, o sea a Baco y a Venus. Concluida
por el medianero esta ceremonia, entonces el que contrae el pacto de
alianza o amistad presenta y recomienda a sus amigos el extranjero, o
el ciudadano, si con un ciudadano lo contrae; y los amigos por su parte
miran como un deber solemne guardar religiosamente el pacto convenido.
Los árabes, que no conocen más Dios que a Dioniso y a Urania (7),
pretenden que su modo de cortarse el pelo, que es a la redonda,
rapándose a navaja las guedejas de sus sienes, es el mismo puntualmente
con que solía cortárselo Dioniso. A este dan el nombre de Urotalt, y a Urania el de Alilat.
IX. Volviendo al asunto, el árabe, concluido ya su tratado público
con los embajadores de Cambises, para servir a su aliado, toma el medio
de llenar de agua unos odres hechos de pieles de camellos, y cargando
con ellos a cuantas bestias pudo encontrar, adelantóse con sus recuas y
esperó a Cambises en lo mas árido de los desiertos. De todas las
relaciones es esta la más verosímil, pero como corre otra, aunque lo
sea menos, preciso es referirla. En la Arabia hay un río llamado Corys
que desemboca en el mar conocido por Eritreo. Refiérese, pues, que el
rey de los árabes, formando un acueducto hecho de pieles crudas de
bueyes y de otros animales, tan largo y tendido, que desde el Corys
llegase al arenal mencionado, por este canal trajo el agua hasta unos
grandes aljibes que para conservarla había mandado abrir en aquellos
páramos del desierto. Dicen que a pesar de la distancia de doce
jornadas que hay desde el río hasta el erial, el árabe condujo el agua
a tres parajes distintos por tres canales separados.
X. En tanto que se hacían los preparativos, atrincheróse Psaménito,
hijo de Amasis, cerca de la boca del Nilo que llaman Pelusia, esperando
allí a Cambises, pues éste, al tiempo de invadir con sus tropas el
Egipto, no encontró ya vivo a Amasis, el cual acababa de morir después
de un reinado feliz de 44 años, en que jamás le sucedió desventura
alguna de gran monta. Su cadáver embalsamado se depositó en la
sepultura que él mismo se había hecho fabricar en un templo durante su
vida. reinando ya su hijo Psaménito en Egipto, sucedió un portento muy
grande y extraordinario para los egipcios, pues llovió en su ciudad de
Tebas; donde antes jamás había llovido, ni volvió a llover después
hasta nuestros días, según los mismos tebanos aseguran (8).
Es cierto que no suele verse caer una gota de agua en el alto Egipto, y
sin embargo, caso extraño, vióse entonces en Tebas caer el agua hilo a
hilo de los cielos.
XI. Salidos los persas de los criales del desierto, plantaron su
campo vecino al de los egipcios para venir con ellos a las manos (9).
Allí fue donde las tropas extranjeras al servicio del Egipto, en parte
griegas y en parte carias, llevadas de ira y encono contra Fanes por
haberse hecho adalid de un ejército enemigo de otra lengua y nación,
maquinaron contra él una venganza bárbara e inhumana. Tenía Fanes unos
hijos que había dejado en Egipto, y haciéndolos venir al campo los
soldados mercenarios, los presentan en medio de entrambos reales a la
vista de su padre, colocan después junto a ellos una gran taza, y sobre
ella los van degollando uno a uno, presenciando su mismo padre el
sacrificio. Acabada de ejecutar tal carnicería en aquellas víctimas
inocentes, mezclan vino y agua con la sangre humana y habiendo de ella
bebido todas las guardias extranjeras, cierran con el enemigo. Empeñada
y reñida fue la refriega, cayendo de una y otra parte muchos
combatientes, hasta que al fin cedieron el campo los egipcios.
XII. Hallándome en el sitio donde se dio la batalla, me hicieron los
egipcios observar una cosa que me causó mucha novedad. Vi por el suelo
unos montones de huesos, separados unos de otros, que eran los restos
de los combatientes caídos en la acción; y dije separados, porque según
el sitio que en sus filas habían ocupado las huestes enemigas, estaban
allí tendidos de una parte los huesos de los persas, y de otra los de
los egipcios. Noté, pues, que los cráneos de los persas eran tan
frágiles y endebles que con la menor chinita que se los tire se los
pasará de parte a parte; y al contrario, tan sólidas y duras las
calaveras egipcias que con un guijarro que se les arroje apenas se
podrá romperlas. Dábanme de esto los egipcios una razón a la que yo
llanamente asentía, diciéndome que desde muy niño suelen raer a navaja
sus cabezas, con lo cual se curten sus cráneos y se endurecen al calor
del sol.
Y esto mismo es sin duda el motivo por qué no encalvecen,
siendo averiguado que en ningún país se ven menos calvos que en Egipto,
y esta es la causa también de tener aquella gente tan dura la cabeza. Y
al revés, la tienen los persas tan débil y quebradiza, por que desde
muy tiernos la defienden del sol, cubriéndosela con sus tiaras hechas
de fieltro a manera de turbantes (10).
Esta es la particularidad que noté en dicho campo, e idéntica es la que
noté en los otros persas, que conducidos por Aquemenes, hijo de Darío,
quedaron juntamente con su jefe vencidos y muertos por Inaro el Libio,
no lejos de Papremis.
XIII. Volvamos a los egipcios derrotados, que vueltas una vez la
espaldas al enemigo en la batalla, se entregaron a la fuga sin orden
alguno. Encerráronse después en la plaza de Menfis, adonde Cambises les
envió río arriba una nave de Mitilene, en que iba un heraldo persa
encargado de convidarlos a una capitulación. Apenas la ven entrar en
Menfis, cuando saliendo en tropel de la fortaleza y arrojándose sobre
ella, no sólo la echan a pique, sino que despedazan a los hombres de la
tripulación, y cargando con sus miembros destrozados, como si vinieran
de la carnicería, entran con ellos en la plaza. Sitiados después en
ella, se entregaron al persa a discreción al cabo de algún tiempo. Pero
los Libios que confinan con el Egipto, temerosos con lo que en él
sucedía, sin pensar en resistir se entregaron a los persas,
imponiéndose por sí mismo cierto tributo y enviando regalos a Cambises.
Los colones griegos de Barca y de Cirene, no menos amedrentados que los
Libios, les imitaron en rendirse al vencedor. Diose Cambises por
contento y satisfecho con los dones que recibió de los Libios; pero se
mostró quejoso y aun irritado por los presentes venidos de Cirone, por
ser a lo que imaginaba cortos y mezquinos. Y, en efecto, anduvieron con
él escasos los Cireneos enviándole solamente 500 minas de plata, las
que fue cogiendo a puñados y derramando entre las tropas por su misma
mano.
XIV. Al décimo día después de rendida la plaza de Menfis, ordenó
Cambises que Psaménito, rey de Egipto, que sólo seis meses había
reinado, en compañía de otros egipcios, fuera expuesto en público y
sentado en los arrabales de la ciudad, para probar del siguiente modo
el ánimo y carácter real de su prisionero. Una hija que Psaménito
tenía, mandóla luego vestir de esclava enviándola con su cántaro por
agua; y en compañía de ella, por mayor escarnio, otras doncellas
escogidas entre las hijas de los señores principales vestidas con el
mismo traje que la hija del rey. Fueron pasando los jóvenes y damas con
grandes gritos y lloros por delante de sus padres, quienes no pudieron
menos de corresponderlas gritando y llorando también al verlas tan
maltratadas, abatidas y vilipendiadas; pero el rey Psaménito, al ver y
conocer a la princesa su hija, no hizo más ademán de dolor que bajar
sus ojos y clavarlos en tierra. Apenas habían pasado las damas con sus
cántaros, cuando Cambises tenía ya prevenida otra prueba mayor,
haciendo que allí mismo, a vista de su infeliz padre, pareciese también
el príncipe su hijo con otros 2.000 egipcios, todos mancebos
principales, todos de la misma edad, todos con dogal al cuello y con
mordazas en la boca. Iban estas tiernas víctimas al suplicio para
vengar en ellas la muerte de los que en Menfis habían perecido en la
nave, de Mitilene, pues tal había sido la sentencia de los jueces
regios, que murieran diez de los egipcios principales por cada uno de
los que, embarcados en dicha nave, habían cruelmente fenecida.
Psaménito, mirando los ilustres reos que pasaban, por más que entre
ellos divisó al Príncipe, su hijo, llevado al cadalso, y a pesar de los
sollozos y alaridos que daban los egipcios sentados en torno de él, no
hizo más extremo que el que acababa de hacer al ver a su hija. Pasada
ya aquella cadena de condenados al suplicio, casualmente uno de los
amigos de Psaménito, antes su frecuente convidado, hombre de avanzada
edad, despojado al presente de todos sus bienes y reducido al estado de
pordiosero, venía por entre las tropas pidiendo a todos suplicante una
limosna a vista de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios,
partícipes de su infamia y exposición en los arrabales. No bien lo ve
Psaménito, cuando prorrumpe en gran llanto, y llamando por su propio
nombre al amigo mendicante, empieza a desgreñarse dándose con los puños
en la frente y en la cabeza. De cuanto hacia el prisionero en cada una
de aquellas salidas o espectáculos, las guardias persianas que estaban
por allí apostadas iban dando cuentas a Cambises. Admirado éste de lo
que se le relataba por medio de un mensajero, manda hacerle una
pregunta: -«Cambises, vuestro soberano, dícele el enviado, exige de
vos, Psaménito, que le digáis la causa por qué al ver a vuestra hija
tan maltratada y el hijo llevado al cadalso, ni gritasteis ni
llorasteis, y acabando de ver al mendigo, quien según se le ha
informado en nada os atañe ni pertenece, ahora por fin lloráis y
gemís.» A esta pregunta que se le hacía respondió Psaménito en éstos
términos: «Buen hijo de Ciro, tales son y tan extremados mis males
domésticos que no hay lágrimas bastantes con qué llorarlos; pero la
miseria de este mi antiguo valido y compañero es un espectáculo para mí
bien lastimoso, viéndole ahora al cabo de sus días y en el linde del
sepulcro, pobre pordiosero, de rico y feliz que poco antes le veía.»
Esta respuesta, llevada por el mensajero, pareció sabia y acertada a
Cambises; y al oírla, dicen los egipcios que lloró Creso, que había
seguido a Cambises en aquella jornada, y lloraron asimismo los persas
que se hallaban presentes en la corte de su soberano; y este mismo
enternecióse por fin, de modo que dio orden en aquel mismo punto para
que sacasen al hijo del rey de la cadena de los condenados a muerte,
perdonándole la vida, y desde los arrabales condujesen al padre a su
presencia.
XV. Los que fueron al cadalso con el perdón no hallaron ya vivo al
príncipe, que entonces mismo, por primera víctima, acababa de ser
decapitado. A Psaménito se le alzó en efecto del vergonzoso poste y fue
en derechura presentado ante Cambises, en cuya corte, lejos de hacerle
violencia alguna, se le trató desde allí en adelante con esplendor,
corriendo sus alimentos a cuenta del soberano; y aun se la hubiera dado
en feudo la administración del Egipto, si no se le hubiera probado que
en él iba maquinando sediciones, siendo costumbre y política de los
persas el tener gran cuenta con los hijos de los reyes, soliendo
reponerlos en la posesión de la corona aun cuando sus padres hayan sido
traidores a la Persia. Entre otras muchas pruebas de esta costumbre, no
es la menor haberlo practicado así con diferentes príncipes, con
Taniras, por ejemplo, hijo de Inaro el Libio (11),
el cual recobró de ellos el dominio que había tenido su padre; y
también con Pausiris, que recibió de manos de los mismos el estado de
su padre Amirteo, y esto cuando quizá no ha habido hasta ahora quien
mayores males hayan causado a los persas que Inaro y Amirteo. Pero el
daño es tuvo en que no dejando Psaménito de conspirar contra su
soberano, le fue forzoso llevar por ello su castigo; pues habiendo
llegado a noticia de Cambises que había sido convencido de intentar la
sublevación de los egipcios, Psaménito se dio a sí mismo una muerte
repentina, bebiendo la sangre de un toro: tal fue el fin de este rey.
XVI. De Merilfis partió Cambises para Sais con ánimo resuelto de
hacer lo siguiente: Apenas entró en el palacio del difunto Amasis,
cuando sin más dilación mandó sacar su cadáver de la sepultura, y
obedecido con toda prontitud ordena allí mismo que azoten al muerto,
que le arranquen las barbas y cabellos, que le puncen con púas de
hierro, y que no le ahorren ningún género de suplicio. Cansados ya los
ejecutores de tanta y tan bárbara inhumanidad, a la que resistía y daba
lugar el cadáver embalsamado, sin que por esto se disolviera la momia,
y no satisfecho todavía Cambises, dio la orden impía y sacrílega de que
el muerto fuera entregado al fuego, elemento que veneran los persas por
dios. En efecto, ninguna de las dos naciones persa y egipcia tienen la
costumbre de quemar a sus difuntos; la primera por la razón indicada,
diciendo ellos que no es conforme a razón cebar a un dios con la carne
cadavérica de un hombre; la segunda por tener creído que el fuego es un
viviente animado y fiero, que traga cuanto se le pone delante, y
sofocado de tanto comer muere de hartura, juntamente con lo que acaba
de devorar (12). Por lo
mismo guárdanse bien los egipcios de echar cadáver alguno a las fieras
o a cualesquiera otros animales, antes bien los adoban y embalsaman al
fin de impedir que, enterrados, los coman los gusanos. Se ve, pues, que
lo que obró Cambises con Amasis era contra el uso de entrambas
naciones. Verdad es que si hemos de creer a los egipcios, no fue Amasis
quien tal padeció, sino cierto egipcio de su misma edad, a quien
atormentaron los persas creyendo atormentar a aquél; lo que, según
cuentan, sucedió en estos términos: Viviendo aun Amasis, supo por aviso
de un oráculo lo que le esperaba después de su muerte; prevenido, pues,
quiso abrigarse antes de la tempestad, y para evitar la calamidad
venidera, mandó que aquel hombre muerto que después fue azotado por
Cambises fuese depositado en la misma entrada de su sepulcro, dando
juntamente orden a su hijo de que su propio cuerpo fuese retirado en un
rincón el más oculto del monumento. Pero a decir verdad, estos encargos
de Amasis y su oculta sepultura, y el otro cadáver puesto a la entrada,
no me parecen sino temerarias invenciones con que los vanos egipcios se
pavonean.
XVII. Vengado ya Cambises de su difunto enemigo, formó el designio
de emprender a un tiempo mismo tres expediciones militares, una contra
los Carchedonios o cartagineses, otra contra los Amonios, y la tercera
contra los etíopes Macrobios, pueblos que habitan en la Libia sobre las
costas del mar Meridional (13).
Tomado acuerda, le pareció enviar contra los Carchedonios sus armadas
navales, contra los Amonios parte de su tropa escogida, y contra los
etíopes unos exploradores que de antemano se informasen del estado de
la Etiopía, y procurasen averiguar particularmente si era verdad que
existiese allí la mesa del sol, de que se hablaba; y para que mejor
pudiesen hacerlo quiso que de su parte presentasen sus regalos al rey
de los etíopes.
XVIII. Lo que se dice de la mesa del sol es, que en los arrabales de
cierta ciudad de Etiopía hay un prado que se ve siempre lleno de carne
cocida de toda suerte de cuadrúpedos; y esto no es algún portento, pues
todos los que se hallan en algún empleo público se esmeran cada cual
por su parte en colocar allí de noche aquellos manjares. Venido el día,
va el que quiere de los vecinos de la ciudad a aprovecharse de la mesa
pública del prado, divulgando aquella buena gente que la tierra misma
es la que produce de suyo tal opulencia. Esta es, en suma, la tan
celebrada mesa del sol.
XIX. Volviendo a Cambises, no bien tomó la resolución de enviar sus
espías a la Etiopía, cuando hizo venir de la ciudad de Elefantina a
ciertos hombres de los Ictiófagos (14),
bien versados en el idioma etiópico; y en tanto que llegaban, dio orden
a su armada naval que se hiciera a la vela para ir contra Carchedon o
Cartago. Representáronle los fenicios que nunca harían tal, así por no
permitírselo la fe de los tratados públicos, como por ser una impiedad
que la madre patria hiciera guerra a los colonos sus hijos. No
queriendo concurrir, pues, los fenicios a la expedición, lo restante de
las fuerzas no era armamento ni recurso bastante para la empresa; y
esta fue la fortuna de los Carchedonios, que por este medio se libraron
de caer bajo el dominio persiano; pues entonces consideró Cambises por
una parte que no sería razón forzar a la empresa a los fenicios, que de
buen grado se habían entregado a la obediencia de los persas, y por
otro vio claramente que la fuerza de su marina dependía de la armada
fenicia, no obstante de seguirle en la expedición contra el Egipto los
naturales de Chipre, vasallos asimismo voluntarios de la Persia.
XX. Apenas llegaron de Elefantina los Ictiófagos, los hizo partir
Cambises para Etiopía, bien informados de la embajada que debían de
dar, y encargados de los presentes que debían hacer, que consistían en
un vestido de púrpura, en un collar de oro, unos brazaletes, un bote de
alabastro lleno de ungüento, y una pipa de vino fenicio. En cuanto a
los etíopes a quienes Cambises enviaba dicha embajada, la fama que de
ellos corre nos los pinta como los hombres más altos y gallardos del
orbe, cuyos usos y leyes son muy distintos de los de las demás
naciones, en especial la que mira propiamente a la corona, conforme a
la cual juzgan que el más alto de talla entre todos y el que reúna el
valor a su estatura debe ser el elegido por rey.
XXI. Llegados a esta nación los Ictiófagos de Cambises al presentar los regalos al soberano (15)
le arengaron en esta forma: «Cambises, rey de los persas, deseoso de
ser en adelante vuestro buen huésped y amigo, nos mandó venir para que
en su nombre os saludemos, y al mismo tiempo os presentemos de su parte
los dones que aquí veis, que son aquellos géneros de que con particular
gusto suele usar el mismo soberano para el regalo de su real persona.»
El etíope, conociendo desde luego que los embajadores no eran más que
espías, les dijo: -«Ni ese rey de los persas os envía con esos
presentes para honrarse de ser mi amigo y huésped, ni vosotros decís
verdad en lo que habláis; pues vosotros, bien lo entiendo, venís por
espías de mi estado y él nada tiene por cierto de príncipe justo y
hombre recto, pues a serlo, no deseara más imperio que el suyo, ni
metiera en sujeción a los pueblos que en nada le han ofendido. Por
abreviar, entregarle de mi parte este arco que aquí veis, y le daréis
juntamente esta mi formal respuesta: El rey de los etíopes, aconseja
por bien de paz al rey de las persas, que haga la guerra a los
Macrobios, fiado en el número de vasallos en que es superior a aquél;
entonces cuando vea que sus persas encorvan arcos de este tamaño con
tanta facilidad como yo ahora doblo este a vuestros ojos; y mientras no
vea hacer esto a los suyos, de muchas gracias a los dioses, porque no
inspiran a los etíopes el deseo de nuevas conquistas para dilatar más
su dominio.»
XXII. Dijo el etíope, y al mismo punto aflojando su arco lo entrega
a los enviados. Toma después en sus manos la púrpura regalada, y
pregunta qué venía a ser aquello y cómo se hacía: dícenle los
Ictiófagos la verdad acerca de la púrpura y su tinte; y él entonces les
replica: -«Bien va de engaño; tan engañosos son ellos como sus vestidos
y regalos.» Pregunta después qué significa lo del collar y brazaletes;
y como se lo declarasen los Ictiófagos diciendo que eran galas para
mayor adorno de la persona, rióse el rey, y luego: -«No hay tal, les
replica; no me parecen galas sino grillos, y a fe mía que mejores y más
fuertes son los que acá tenemos.» Tercera vez preguntó sobre el
ungüento; e informado del modo de hacerlo y del uso que tenía, repitió
lo mismo que acerca del vestido de púrpura había dicho. Pero cuando
llegó a la prueba del vino, informado antes cómo se preparaba aquella
bebida, y relamiéndose con ella los labios, continuó preguntando cuál
era la comida ordinaria del rey de Persia y cuánto solía vivir el persa
que más vivía. Respondiéronle a lo primero que el sustento común era el
pan, explicándole juntamente qué cosa era el trigo de que se hacía; y a
lo segundo, que el término más largo de la vida de un persa era de
ordinario 80 años. A lo cual repuso el etíope que nada extrañaba que
hombres alimentados con el estiércol que llamaban pan vivieran tan
poco, y que ni aun duraran el corto tiempo que vivían, a no mezclar
aquel barro con su tan preciosa bebida, con lo cual indicaba a los
Ictiófagos el vino, confesando que en ello les hacían ventaja los
persas.
XXIII. Tomando de aquí ocasión los Ictiófagos de preguntarle también
cuál era la comida y cuán larga la vida de los etíopes, respondióles el
rey, que acerca de la vida, muchos entre ellos había que llegaban a los
120 años, no faltando algunos que alcanzaban a más; en cuanto al
alimento, la carne cocida era su comida y la leche fresca su bebida
ordinaria. Viendo entonces el rey cuanto admiraban los exploradores una
vida de tan largos años, los condujo él mismo a ver una fuente muy
singular, cuya agua pondrá al que se bañe en ella más empapado y
reluciente que si se untara con el aceite más exquisito, y hará
despedir de su húmedo cuerpo un olor de viola finísimo y delicado.
Acerca de esta rara fuente referían después los enviados ser de agua
tan ligera que nada sufría que sobrenadase en ella, ni madera de
especie alguna, ni otra cosa más leve que la madera, pues lo mismo era
echar algo en ella, fuese lo que fuese, que irse a fondo al momento. Y
en verdad, si tal es el agua cual dicen, ¿no se pudiera conjeturar que
el uso que de ella hacen para todo los etíopes, hará que gocen los
Macrobios de tan larga vida? Desde esta fuente, contaban los
exploradores que el rey en persona los llevó en derechura hasta la
cárcel pública, donde vieron a todos los presos aherrojados con grillos
de oro, lo que no es extraño siendo el bronce entre los etíopes el
metal más raro y más apreciado. Vista la cárcel, fueron a ver asimismo
la famosa mesa del sol, según la llaman.
XXIV. Desde ella partieron hacia las sepulturas de aquella gente,
que son, según decían los que las vieron, una especie de urnas de
vidrio, preparadas en la siguiente forma: Adelgazado el cadáver y
reducido al estado de momia, sea por el medio con que lo hacen los
egipcios, sea de algún otro modo, le dan luego una mano de barniz a
manera de una capa de yeso, y pintan sobre ella con colores la figura
del muerto tan parecida como pueden alcanzar, y así le meten dentro de
un tubo hecho de vidrio en forma de columna hueca, siendo entre ellos
el vidrio que se saca de sus minas muy abundante y muy fácil de labrar (16).
De este modo, sin echar de sí mal olor, ni ofrecer a los ojos un
aspecto desagradable, se divisa al muerto cerrado en su columna
transparente, que lo presenta en la apariencia como si estuviera vivo
allí dentro. Es costumbre que los deudos más cercanos tengan en su casa
por un año estas urnas o columnas, ofreciéndoles entre tanto las
primicias de todo, y haciéndoles sacrificios, y que pasado aquel
término legítimo las saquen de casa y las coloquen alrededor de la
ciudad.
XXV. Vistas y contempladas estas cosas extraordinarias, salieron por
fin los exploradores de vuelta hacia Cambises, el cual, apenas acabaron
de darle cuenta de su embajada, lleno de enojo y furor emprende de
repente la jornada contra Etiopía (17).
Príncipe de menguado juicio y de ira desenfrenada, no manda antes hacer
provisión alguna de víveres, ni se detiene siquiera en pensar que lleva
sus armas al extremo de la tierra; oye a los Ictiófagos, y sin más
espera, emprende desde luego tan larga expedición, da orden a las
tropas griegas de su ejército que allí le aguardan, y manda tocar a
marcha a lo restante de su infantería. Cuando estuvo ya de camino,
dispuso que un cuerpo de 50.000 hombres, destacado del ejército,
partiera hacia los Amonios, que al llegar allí los trataran como a
esclavos, y pusiesen fuego al oráculo de Júpiter Amon; y él mismo en
persona, al frente del grueso de sus tropas, continuó su marcha hacia
los etíopes. No habían andado todavía una quinta parte del camino que
debían hacer, cuando al ejército se lo acababan ya los pocos víveres
que traía consigo, los que consumidos, se le iban después acabando los
bagajes, de que echaban mano para su necesario sustento. Si al ver lo
que pasaba desistiera entonces, ya que antes no, de su porfía y
contumacia el insano Cambises, dando la vuelta con su ejército,
hubiérase portado como hombre cuerdo que si bien puede errar, sabe
enmendar el yerro antes cometido; pero no dando lugar aun a ninguna
reflexión sabia, llevando adelante su intento, iba prosiguiendo su
camino. Mientras que la tropa halló hierbas por los campos, mantúvose
de ellas. Mas llegando en breve a los arenales, algunos de los
soldados, obligados de hambre extrema, tuvieron que echar suertes sobre
sus cabezas, a fin de que uno de cada diez alimentase con su carne a
nueve de sus compañeros. Informado Cambises de lo que sucedía, empezó a
temer que iba a quedarse sin ejército si aquel diezmo de vidas
continuaba; y al cabo, dejando la jornada contra los etíopes, y
volviendo a deshacer su camino, llegó a Tebas con mucha pérdida de su
gente. De Tebas bajó a Menfis y licenció a los griegos, para que
embarcándose se restituyesen a su patria. Tal fue el éxito de la
expedición de Etiopía.
XXVI. De las tropas que fueron destacadas contra los Amonios, lo que
de cierto se sabe es, que partieron de Tebas y fueron conducidas por
sus guías hasta la ciudad de Oasis, colonia habitada, según se dice,
por los samios de la Fila Escrionia, distante de Tebas siete jornadas,
siempre por arenales, y situada en una región a la cual llaman los
griegos en su idioma Isla de los Bienaventurados (18).
Hasta este paraje es fama general que llegó aquel cuerpo de ejército;
pero lo que después le sucedió, ninguno lo sabe, excepto los Amonios o
los que de ellos lo oyeron: lo cierto es que dicha tropa ni llegó a los
Amonios, ni dio atrás la vuelta desde Oasis. Cuentan los Amonios que,
salidos de allí los soldados, fueron avanzando hacia su país por los
arenales: llegando ya a la mitad del camino que hay entre su ciudad y
la referida Oasis, prepararon allí su comida, la cual tomada, se
levantó luego un viento Noto tan vehemente e impetuoso, que levantando
la arena y remolinándola en varios montones, los sepultó vivos a todos
aquella tempestad, con que el ejército desapareció: así es al menos
como nos lo refieren los Amonios.
XXVII. Después que Cambises se hubo restituido a Menfis, se apareció
a los egipcios su dios Apis, al cual los griegos suelen llamar Epafo, y
apenas se dejó ver, cuando todos se vistieron de gala y festejáronle
públicamente con grandes regocijos. Al ver Cambises tan singulares
muestras de contento y alegría, sospechando en su interior que nacían
de la complacencia que tenían los egipcios por el mal éxito de su
empresa, mandó comparecer ante sí a los magistrados de Menfis, y
teniéndolos a su presencia, les pregunta por qué antes, cuando estuvo
en Menfis, no dieron los egipcios muestra alguna de contento, y ahora
vuelto de su expedición, en que había perdido parte de su ejército,
todo eran fiestas y regocijos. Respondiéronle llanamente los
magistrados que entonces puntualmente acababa de aparecérseles su buen
dios Apis, quien no se dejaba ver de los egipcios sino alguna vez muy
de tarde en tarde, y que siempre que se dignaba visitarles su dios
solían festejarle muy alegres y ufanos por la merced que les hacía.
Pero Cambises, no bien oída la respuesta, les echó en rostro que
mentían, y aun más, los condenó a muerte por embusteros.
XXVIII. Ejecutada en los magistrados la sentencia capital, llama
Cambises otra vez a los sacerdotes, quienes te dieron cabalmente la
misma respuesta y razón acerca de su dios. Replicóles Cambises que si
alguno de los dioses visible y tratable se apareciera a los egipcios,
no debía escondérsele a él, ni había de ser el último en saberlo; y
diciendo esto, manda a los sacerdotes que le traigan al punto al dios
Apis, que al momento le llevaron. Debo decir aquí que este dios, sea
Apis o Epafo, no es más que un novillo cumplido, hijo de una ternera,
que no está todavía en la edad proporcionada de concebir otro feto
alguno ni de retenerlo en el útero: así lo dicen los egipcios, que a
este fin quieren que baje del cielo sobre la ternera una ráfaga de luz
con la cual conciba y para a su tiempo al dios novillo. Tiene este Apis
sus señales características, cuales son el color negro con un cuadro
blanco en la frente, una como águila pintada en sus espaldas, los pelos
de la cola duplicados y un escarabajo remedado en su lengua.
XXIX. Volvamos a los sacerdotes, que apenas acabaron de presentar a
Cambises su dios Apis, cuando aquel monarca, según era de alocado y
furioso, saca su daga, y queriendo dar al Apis en medio del vientre,
hiérele con ella en uno de los muslos (19),
y soltando la carcajada, vuelto a los sacerdotes: -«Bravos embusteros
sois todos, les dice: reniego de vosotros y de vuestros dioses
igualmente. ¿Son por ventura de carne y hueso los dioses y expuestos a
los filos del hierro? Bravo dios es ese, digno de serlo de los egipcios
y de nadie más. Os juro que no os congratularéis de esa mofa que hacéis
de mí, vuestro soberano.» Dicho esto, mandó inmediatamente a los
ministros ejecutores de sentencias, que dieran luego a los sacerdotes
doscientos azotes sin piedad; y ordenó también que al egipcio, fuese el
que fuese, que sorprendieran festejando al dios Apis se le diera muerte
sin demora. Así se les turbó la fiesta a los egipcios, quedaron los
sacerdotes bien azotados, y el dios Apis, mal herido en un muslo,
tendido en su mismo templo, no tardó en espirar, si bien no le faltó el
último honor de lograr a hurto de Cambises sepultura sagrada que le
procuraron los sacerdotes viéndole muerto de la herida.
XXX. En pena de este impío atentado, según nos cuentan los egipcios,
Cambises, antes ya algo demente, se volvió al punto loco furioso. Dio
principio a su violenta manía persiguiendo al príncipe Esmerdis (20),
hermano suyo de padre y madre, al cual desterró de su corte de Egipto
haciéndole volver a Persia, movido de envidia por haber sido aquél el
único que llegó a encorvar cerca de dos dedos el arco etíope traído por
los Ictiófagos, lo que nadie de los persas había podido lograr.
Retirado a Persia el príncipe Esmerdis, tuyo Cambises entre sueños una
visión en que le parecía ver un mensajero venido de la Persia con la
nueva de que Esmerdis, sentado sobre un regio trono, tocaba al cielo
con la cabeza. No necesitó más Cambises para ponerse a cubierto de su
sueño con un temerario fratricidio, receloso de que su hermano no
quisiese asesinarle con deseos de apoderarse del imperio. Envía lucero
a Persia, con orden secreta de matar a su hermano, al privado que tenía
de su mayor satisfacción, llamado Prejaspes, y en efecto, habiendo éste
subido a Susa, dio muerte a Esmerdis, bien sacándolo a caza, según
unos, o bien, según otros, llevándole al mar Eritreo y arrojándole allí
al profundo de las aguas.
XXXI. Este fratricidio quieren que sea la primera de las locuras y
atrocidades de Cambises. La segunda la ejecutó bien pronto en una
princesa que le había acompañado al Egipto, siendo su esposa, y al
mismo tiempo su hermana de padre y madre (21).
He aquí cómo sucedió este incestuoso casamiento. Entre los persas no
había ejemplar todavía de que un hermano hubiese casado jamás con su
misma hermana; pero Cambises, criminalmente preso del amor de una de
sus hermanas, a quien quería tomar por esposa, viendo que iba a hacer
en esto una cosa nueva y repugnante a la nación, después de convocar a
los jueces regios les pregunta si alguna de las leyes patrias ordenaba
que un hermano casara con su hermana queriéndola tomar por esposa:
estos jueces regios o consejeros áulicos son entre los persas ciertos
letrados escogidos de la nación, cuyo empleo suele de suyo ser
perpetuo, sino en caso de ser removidos en pena de algún delito personal (22).
Su oficio es ser intérpretes de las leyes patrias y árbitros en sus
decisiones de todas las controversias nacionales. Pero más cortesanos
que jueces en la respuesta dada a Cambises, no protestando menos celo
de la justicia que atendiendo a su propia conveniencia, dijeron que
ninguna ley hallaban que ordenase el matrimonio de hermano con hermana,
pero si hallaban una que autorizaba al rey de los persas para hacer
cuanto quisiese. Dos ventajas lograban de este modo la de no abrogar la
costumbre recibida, temiendo que Cambises no los perdiera por
prevaricadores, y la de lisonjear la pasión del soberano en aquel
casamiento, citando una ley a favor de su despotismo. Casóse entonces
Cambises con su hermana, de quien se había dejado prendar, y sin que
pasara mucho tiempo, tomó también por esposa a otra hermana, que era la
más joven de las dos, a quien quitó la vida habiéndola llevado consigo
en la jornada de Egipto.
XXXII. La muerte de esta princesa, no menos que la de Esmerdis, se
cuenta de dos maneras. He aquí cómo la cuentan los griegos: Cambises se
entretenía en hacer reñir entre sí dos cachorritos, uno de león y otro
de perro, y tenía allí mismo a su mujer que los estaba mirando. Llevaba
el perrillo la peor parte en la pelea; pero viéndolo otro perrillo su
hermano, que estaba allí cerca atado, rota la prisión, corrió al
socorro del primero, y ambos unidos pudieron fácilmente vencer al
leoncillo. Dio mucho gusto el espectáculo a Cambises, pero hizo saltar
las lágrimas a su esposa, que estaba sentada a su lado. Cambises, que
lo nota, pregúntale por qué llora, a lo que ella responde que al ver
salir el cachorro a la defensa de su hermano, se le vino a la memoria
el desgraciado Esmerdis, y que esta triste idea, junto con la reflexión
de que no había tenido el infeliz quien por él volviese, le había
arrancado lágrimas. Esta vehemente réplica, según los griegos, fue el
motivo por qué Cambises la hizo morir. Pero los egipcios lo refieren de
otro modo: sentados a la mesa Cambises y su mujer, iba ésta quitando
una a una las hojas a una lechuga: preguntándole después a su marido
cómo le parecía mejor la lechuga, desnuda como estaba, o vestida de
hojas como antes, y respondiéndole Cambises que mejor le parecía
vestida: -«Pues tú, le replica su hermana, has hecho con la casa de
Ciro lo que a tu vista acabo de hacer con esta lechuga, dejándola
desnuda y despojada.» Enfurecido Cambises, dióle allí de coces, y
subiéndosele sobre el vientre, hizo que abortara y que de resultas del
aborto muriera.
XXXIII. A tales excesos de inhumano furor e impía locura contra los
suyos se dejó arrebatar Cambises, ora fuese efecto de la venganza de
Apis, ora de algún otro principio, pues que entre los hombres suelen
ser muchas las desventuras y varias las causas de donde dimanan. No
tiene duda que se dice de Cambises haber padecido desde el vientre de
su madre la grande enfermedad de gota coral, a quien llaman algunos
morbo sagrado: ¿qué mucho fuera, pues, que de resultas de tan grande
enfermedad corporal hubiera padecido su fantasía y trastornádose su
razón?
XXXIV. Además de sus deudos, enfurecióse también contra los demás
persas el insano Cambises, según harto lo manifiesta lo que, como
dicen, sucedió con Prejaspes, su íntimo privado, introductor de los
recados, mayordomo de sala, cuyo hijo era su copero mayor, empleo de no
poca estima en palacio. Hablóle, pues, Cambises en esta forma: -«Dime,
Prejaspes: ¿qué concepto tienen formado de mí los persas? ¿con qué ojos
me miran? ¿qué dicen de mí? -Grandes son, señor, respondió Prejaspes,
los elogios que de vos hacen los persas; solo una cosa no alaban,
diciendo que gustáis algo del vino.» Apenas hubo dicho esto acerca de
la opinión de los persas, cuando fuera de sí de cólera, replicóle
Cambises: -«¿Y eso es lo que ahora me objetan? ¿eso dicen de mí los
persas, que tomado del vino pierdo la razón? Mentían, pues, en lo que
antes decían.» Con estas palabras aludía Cambises a otro caso antes
acaecido: hallándose una vez con sus ministros y consejeros, y estando
también Creso en la asamblea de los persas, preguntóles el rey cómo
pensaban de su persona y si le miraban los vasallos por igual a su
padre Ciro. Respondiéronle sus consejeros que hacía ventajas aun a
Ciro, cuyos dominios no solo conservaba en su obediencia, sino que les
había añadido las conquistas del Egipto y de las costas del mar. Creso,
presente a la junta y poco satisfecho de la respuesta que oía de boca
de los persas, vuelto hacia Cambises le dijo: -«Pues a mí no me
parecéis, hijo del gran Ciro, ni igual ni semejante a vuestro padre,
cuando todavía no nos habéis sabido dar un hijo tal y tan grande como
Ciro nos lo supo dejar en vos.» Cayó en gracia a Cambises la fina
lisonja de Creso, y celebróla por discreta.
XXXV. Haciendo, pues, memoria de este suceso anterior, Cambises,
lleno entonces de enojo, continuó su diálogo con Prejaspes. -«Aquí
mismo, pues, quiero que veas con tus ojos si los persas aciertan o
desatinan en decir que pierdo la razón. He aquí la prueba que he de
hacer: voy a disparar una flecha contra tu hijo, contra ese mismo que
está ahí en mi antesala: si le diere con ella en medio del corazón,
será señal de que los persas desatinan; pero si no la clavare en medio
de él, yo mismo me daré por convencido de que aciertan en lo que de mí
dicen, y que yo soy el que no atino.» Dice, apunta su arco, y tira
contra el mancebo: cae éste, y mándale abrir Cambises para registrar la
herida. Apenas halló la flecha bien clavada en medio del corazón, dio
una gran carcajada, y habló así con el padre del mancebo, presente allí
a la anatomía del hijo: -«¿No ves claramente, Prejaspes, que no soy yo
quien, perdido el juicio, no atina, sino los persas los que van fuera
de tino y razón? Y si no, dime ahora: ¿viste jamás otro que así sepa
dar en el blanco, como yo he sabido darle en medio del corazón?» Bien
conoció Prejaspes que estaba el rey totalmente fuera de sí, y temeroso
de que no convirtiera contra él mismo su furor: «Señor, le dice, os
juro que la mano misma de Dios no pudo ser más certera.» No hubo más
por entonces; pero después, en otro sitio y ocasión, hizo el furioso
Cambises otra barbarie semejante con doce persas principales,
mandándolos enterrar vivos y cabeza abajo, sin haber ellos dado motivo
en cosa de importancia.
XXXVI. Viendo, pues, Creso el lidio los atroces desafueros que iba
cometiendo Cambises, parecióle sería bien darle un aviso, y así
abocándose con él: -«Señor, le dice, no conviene soltar la rienda a la
dulce ira de la juventud, antes es mejor tirarla, reprimiéndoos a vos
mismo. Bueno es prever lo que pueda llegar, y mejor aun prevenirlo,
vos, señor, dais la muerte a muchos hombres, la dais también a algunos
mozos vuestros, sin haber sido antes hallados reos, ni convencidos de
culpa alguna notable: los persas quizá, si continuáis en esa conducta,
se os podrán sublevar. Me perdonaréis esta libertad que tomo en
atención a que Ciro, vuestro padre, con las mayores veras, me encargó
que cuando lo juzgase necesario os asistiese con mis prevenciones y
avisos.» Aconsejábale Creso con mucho amor y cortesía; pero Cambises le
contestó con esta insolencia: -«Y tú, Creso, ¿tienes osadía de avisar y
aconsejar a Cambises? ¿tú que tan bien supiste mirar por tu casa y
corona; tú que tan buen expediente diste a mi padre, aconsejándole que
pasara el Arixes contra los masagetas cuando querían pasar a nuestros
dominios? Dígote que con tu mala política te perdiste a ti, juntamente
con tu patria, y con tu elocuencia engañaste a Ciro y acabaste con la
vida de mi padre. Pero ya es tiempo que no te felicites más por ello,
pues mucho hace ya que con un pretexto cualquiera debiera yo haberme
librado de ti.» No bien acaba de hablar en este tono, cuando va por su
arco para dispararlo contra Creso; pero éste, anticipándosele, sale
corriendo hacia fuera. Cambises, viendo que no puede alcanzarle ya con
sus flechas, ordena a gritos a sus criados que cojan y maten a aquel
hombre; pero ellos, que tenían bien conocido a su amo, y profundamente
sondeado su variable humor, tomaron el partido de ocultar entretanto a
Creso. Su mira era cauta y doble, o bien para volver a presentar a
Creso vivo y salvo, en caso de que Cambises arrepentido lo echara
menos, esperanzados de ganar entonces albricias por haberle salvado, o
bien de darle muerte después, caso de que el rey, sin mostrar pesar por
su hecho, no deseara que Creso viviese. No pasó, en efecto, mucho
tiempo sin que Cambises deseara de nuevo la compañía y gracia de Creso;
sábenlo los familiares, y le dan alegres la nueva de que tenían vivo a
Creso todavía. «Mucho me alegro, dijo Cambises al oirlo, de la vida y
salud de mi buen Creso; pero vosotros que me lo habéis conservado vivo
no os alegrareis por ello, pues pagareis con la muerte la vida que le
habéis dado.» Y como lo dijo lo ejecutó.
XXXVII. De esta especie de atentados, no menos locos que atroces,
hizo otros muchos Cambises, así con sus persas, como con los aliados de
la corona en el tiempo que se detuvo en Menfis, donde con nota de impío
iba abriendo los antiguos monumentos y diciendo mil gracias insolentes
y donosas contra las momias egipcias. Entonces fue también cuando entró
en el templo de Vulcano, y se divirtió en él, haciendo burla y mofa de
su ídolo, tomando ocasión de su figurilla, muy parecida en verdad a los
dioses Pataicos fenicios que en las proas de sus naves suelen
llevar los de Fenicia. Estos dioses, por si acaso alguno jamás los vio,
voy a dibujarlos aquí en un rasgo sólo, con decir que son unos muñecos
u hombres pigmeos. Quiso asimismo Cambises entrar en el templo de los
Cabiros (23), donde nadie
más que a su sacerdote es lícita la entrada; con cuyas estatuas tuvo
mucho que reír y mofar, haciendo después del escarnio que las quemaran.
Estas estatuas vienen a ser como la de Vulcano, de quien se dice son
hijos los Cabiros.
XXXVIII. Por fin, para hablar con franqueza, Cambises me parece a
todas luces un loco insensato; de otro modo, ¿cómo hubiera dado en la
ridícula manía de escarnecer y burlarse de las cosas sagradas y de los
usos religiosos? Es bien notorio lo siguiente: que si se diera elección
a cualquier hombre del mundo para que de todas las leyes y usanzas
escogiera para sí las que más le complacieran, nadie habría que al
cabo, después de examinarlas y registrarlas todas, no eligiera las de
su patria y nación. Tanta es la fuerza de la preocupación nacional, y
tan creídos están los hombres que no hay educación, ni disciplina, ni
ley, ni moda como la de su patria. Por lo que parece que nadie sino un
loco pudiera burlarse de los usos recibidos de que se burlaba Cambises.
Dejando aparte mil pruebas de que tal es el sentimiento común de los
hombres, mayormente en mira a las leyes y ceremonias patrias, el
siguiente caso puede confirmarlo muy señaladamente. En cierta ocasión
hizo llamar Darío a unos griegos, sus vasallos, que cerca de sí tenía,
y habiendo comparecido luego, les hace esta pregunta: -cuánto dinero
querían por comerse a sus padres al acabar de morir. -Respondiéronle
luego que por todo el oro del mundo no lo harían. Llama inmediatamente
después a unos indios titulados Calatias, entre los cuales es uso común
comer el cadáver de sus propios padres: estaban allí presentes los
griegos, a quienes un intérprete declaraba lo que se decía: venidos los
indios, pregunta Darío cuánto querían por permitir que se quemaran los
cadáveres de sus padres; y ellos luego le suplican a gritos que no
dijera por los dioses tal blasfemia. ¡Tanta es la prevención a favor
del uso y de la costumbre! De suerte, que cuando Píndaro hizo a la
costumbre árbitra y déspota de la vida, habló a mi juicio como filósofo
más que como poeta.
XXXIX. Pero dejando reposar un poco al furioso Cambises, al mismo
tiempo que hacía su expedición contra el Egipto, emprendían otra los
lacedemonios hacia Samos (24)
contra Polícrates, hijo de Eaces, que en aquella isla se había
levantado. Al principio de su tiranía, dividido en tres partes el
estado, repartió una a cada uno de sus dos hermanos; pero poco después
reasumió el mando de la isla entera, dando muerte a Pantagnoto, uno de
ellos, y desterrando al otro, Silosonte, el más joven de los tres.
Dueño ya único y absoluto del estado, concluyó un tratado público de
amistad y confederación con Amasis, rey de Egipto, a quien hizo
presentes y de quien asimismo los recibió. En muy poco tiempo subieron
los asuntos de Polícrates a tal punto de fortuna y celebridad, que así
en Jonia como en lo restante de Grecia, se oía sólo en boca de todos el
nombre de Polícrates, observando que no emprendía expedición alguna en
que no le acompañase la misma felicidad. Tenía, en efecto, una armada
naval de 100 penteconteros, y un cuerpo de mil alabarderos a su
servicio; atropellábalo todo sin respetar a hombre nacido; siendo su
máxima favorita que sus amigos le agradecerían más lo restituido que lo
nunca robado. Apoderóse a viva fuerza de muchas de las islas vecinas, y
de no pocas plazas del continente. En una de sus expediciones, ganada
una victoria naval a los lesbios, los cuales habían salido con todas
sus tropas a la defensa de los de Mileto, los hizo prisioneros, y
cargados de cadenas les obligó a abrir en Samos el foso que ciñe los
muros de la plaza.
XL. Entretanto, Amasis no miraba con indiferencia la gran
prosperidad de Polícrates su amigo, antes se informaba con gran
curiosidad del estado de sus negocios; y cuando vio que iba subiendo de
punto la fortuna de su amigo, escribió en un papel esta carta y se la
envió en estos términos (25):
-«Amasis a Polícrates. -Por más que suelan ser de gran consuelo para el
hombre las felices nuevas que oye de los asuntos de un huésped y amigo
suyo, con todo, no me satisface lo mucho que os lisonjea y halaga la
fortuna, por cuanto sé bien que los dioses tienen su poco de celos o de
envidia. En verdad prefiriera yo para mí, no menos que para las
personas que de veras estimo, salir a veces con mis intentos, y a veces
que me saliesen frustrados, pasando así la vida en una alternativa de
ventura y desventura, que verlo todo llegar prósperamente. Dígote esto,
porque te aseguro que de nadie hasta ahora oí decir que después de
haber sido siempre y en todo feliz, a la postre no viniera al suelo
estrepitosamente con toda su dicha primera. Sí, amigo, créeme ahora, y
toma de mí el remedio que voy a darte contra los engañosos halagos de
la fortuna. Ponte sólo a pensar cuál es la cosa que más estima te
merece, y por cuya pérdida más te dolieras en tu corazón: una vez
hallada, apártala lejos de ti, de modo que nunca jamás vuelva a parecer
entre los hombres. Aun más te diré: que si practicada una vez esta
diligencia no dejara de perseguirte con viento siempre en popa la buena
suerte, no dejes de valerte a menudo de este remedio que aquí te
receto.»
XLI. Leyó Polícrates la carta, y se hizo cargo de la prudencia del
aviso que le daba Amasis; y poniéndose luego a discurrir consigo mismo
cuál de sus alhajas sintiera más perder, halló que sería sin duda un
sello que solía siempre llevar, engastado en oro y grabado en una
esmeralda, pieza trabajada por Teodoro el samio, hijo de Telecles. Al
punto mismo, resuelto ya a desprenderse de su sello querido, escoge un
medio para perderlo adrede, y mandando equipar uno de sus penteconteros,
se embarca en él, dando orden de engolfarse en alta mar, y lejos ya de
la isla, quitase el sello de su mano a vista de toda la tripulación, y
arrojándolo al agua, manda dar la vuelta hacia el puerto, volviendo a
casa triste y melancólico sin su querido anillo.
XLII. Pero al quinto o sexto día de su pérdida voluntaria le sucedió
una rara aventura. Habiendo cogido uno de los pescadores de Samos un
pescado tan grande y exquisito que le parecía digno de presentarse a
Polícrates, va con él a las puertas de palacio, diciendo querer entrar
a ver y hablar a Polícrates su señor. Salido el recado de que entrase,
entra alegre el pescador, y al presentar su regalo: -«Señor, le dice,
quiso la buena suerte que cogiera ese pescado que ahí veis, y mirándolo
desde luego por un plato digno de vuestra mesa, aunque vivo de este
oficio y trabajo de mis manos, no quise sacar a la plaza este pez tan
regalado; tened, pues, a bien recibir de mí este regalo.» Contento
Polícrates con la bella y simple oferta del buen pescador, le respondió
así «Has hecho muy bien, amigo; dos placeres me haces en uno,
hablándome como me hablas, y regalándome como me regalas con ese
pescado tan raro y precioso: quiero que seas hoy mi convidado (26).»
Piénsese cuán ufano se volvería el pescador con la merced y honra que
se le hacía. Entretanto, los criados de Polícrates al aderezar y partir
el pescado, hallan en su vientre el mismo sello de su amo poco antes
perdido. No bien lo ven y reconocen, cuando muy alegres por el
hallazgo, van con él y lo presentan a Polícrates, diciéndole dónde y
cómo lo habían hallado. A Polícrates pareció aquella aventura más
divina que casual, y después de haber notado circunstanciadamente en
una carta cuanto había practicado en el asunto y cuanto casualmente le
había acontecido, la envió a Egipto.
XLIII. Leyó Amasis la carta que acababa de llegarle de parte de
Polícrates, y por su contenido conoció luego y vio estar totalmente
negado a un hombre librar a otro del hado fatal que amenaza su cabeza,
acabándose entonces de persuadir que Polícrates, en todo tan afortunado
que ni aun lo que abandonaba perdía, vendría por fin al suelo consigo y
con toda su dicha. Por efecto de la carta hizo Amasis entender a
Polícrates, por medio de un embajador enviado a Samos, que anulando los
tratados renunciaba a la amistad y hospedaje público que con él tenía
ajustado; en lo cual no era otra su mira sino la de conjurar de
antemano la pesadumbre que sin duda sintiera mucho mayor en su corazón
si viniera a descargar contra Polícrates el último y fatal golpe que la
fortuna le tenía guardado, siendo todavía su huésped y público amigo.
XLIV. Contra este hombre en todo tan afortunado hacían una
expedición los lacedemonios, como antes decía, llamados al socorro por
ciertos samios mal contentos de su tirano, quienes algún tiempo después
fundaron en Creta la ciudad de Cidonia. El origen de esta guerra fue el
siguiente: noticioso Polícrates de la armada que contra el Egipto iba
juntando Cambises, hijo de Ciro, pidióle por favor, enviándole a este
fin un mensajero, que tuviera a bien despachar a Samos una embajada que
lo convidase a concurrir también con sus tropas a la jornada. Recibido
este aviso, Cambises destinó gustoso un enviado a Samos pidiendo a
Polícrates quisiera juntar sus naves con la armada real que se
aprestaba contra el Egipto. Polícrates, que llevaba muy estudiada la
respuesta, entresacando de entre sus paisanos aquellos de quienes
sospechaba estar dispuestos para alguna sublevación, los envió en 40
galeras a Cambises, suplicándole no volviera a remitírselos a su casa.
XLV. Dicen algunos sobre el particular, que no llegaron a Egipto los
samios enviados y vendidos por Polícrates, sino que estando ya de viaje
en las aguas del mar Caspio acordaron no pasar adelante en una reunión
que entre sí tuvieron, recelosos de la mala fe del tirano. Cuentan
otros que llegados ya al Egipto, observando que allí se les ponían
guardias, huyeron secretamente, y que de vuelta a Samos, Polícrates,
saliéndoles a recibir con sus naves, les presentó la batalla, en la
cual, quedando victoriosos los que volvían del Egipto, llegaron a
desembarcar en su isla, de donde se vieron obligados a navegar hacia
Lacedemonia; vencidos por tierra en una segunda batalla. Verdad es que
no falta quien diga que también por tierra salieron vencedores de
Polícrates en el segundo combate los samios recién vueltos del Egipto;
pero no me parece probable, cualquiera que sea quien lo afirme. Pues si
así hubiera sucedido, ¿que necesidad tuvieran los restituidos a Samos
de llamar en su ayuda a los lacedemonios, siendo por sí bastantes para
hacer frente y derrotar a Polícrates? Y por otra parte, ¿qué razón
persuade que por un puñado de gente recién vuelta de su viaje pudiera
ser vencido en campo de batalla un tirano que además de la mucha tropa
asalariada para su defensa tenía gran número de flecheros por guardias
de su casa y persona? tanto más, cuanto al tiempo de darse la batalla,
sábese que Polícrates tenia encerrados en el arsenal a los hijos y
mujeres de los demás samios fieles, estando todo a punto para pegar
fuego al arsenal y abrasar vivas todas aquellas víctimas en él
encerradas, caso de que sus samios se pasaran a las filas y al partido
de los que volvían de la expedición de Egipto.
XCVI. Llegados a Esparta los samios echados de la isla por el tirano
Polícrates, y presentados ante los magistrados como hombres reducidos
al extremo de miseria y necesidad, hicieron un largo discurso pidiendo
se les quisiera socorrer. Respondieron los magistrados en aquella
primera audiencia, más a lo burlesco que a lo lacónico, que no
recordaban ya el principio, ni habían entendido el fin de la arenga. En
otra segunda audiencia que lograron los samios, sin cuidarse de
retórica ni discursos, presentando a vista de todos sus alforjas, sólo
dijeron que estaban vacías y pedían algo por caridad. A lo cual se les
respondió, que harto había con presentar vacías las alforjas, sin ser
menester que pidiesen por caridad; y se resolvió darles socorro.
XLVII. Hechos en efecto los preparativos, emprendieron su expedición
contra Samos, con la mira, según dicen los samios, de pagarles el
beneficio que de ellos habían antes recibido los lacedemonios, cuando
con sus naves les socorrieron contra los Mesenios; aunque si estamos a
lo que los mismos lacedemonios aseguran, no tanto pretendían en aquella
jornada vengar a los que les pedían socorro, como vengarse de dos
presas que se les habían hecho, una de cierta copa grandiosa que
enviaban a Creso (27), otra
de un precioso coselete que les enviaba por regalo Amasis, rey de
Egipto, el cual los samios habían interceptado en sus piraterías un año
antes de robarles la copa regalada a Creso. Era aquel peto una especie
de tapiz de lino entretejido con muchas figuras de animales y bordado
con hilos de oro y de cierta lana de árbol, pieza en verdad digna de
verse y admirarse, así por lo dicho como particularmente por contener
el urdimbre de cada lizo, no obstante de ser muy sutil, 360 hilos,
todos bien visibles y notables (28). Igual a este es el peto que el mismo Arriasis consagró en Lindo a Minerva.
XLVIII. Con mucho empeño concurrieron los corintios a que se
efectuase dicha expedición a Samos, resentidos contra los samios, de
quienes una era antes de esta expedición, y al tiempo mismo en que fue
robada la mencionada copa a los lacedemonios, habían recibido una
injuria con el siguiente motivo. Periandro, hijo de Cipselo, enviaba a
Sardes al rey Aliates 300 niños tomados de las primeras familias de
Corcira, con el destino de ser reducidos a la condición de eunucos.
Habiendo de camino tocado en Samos los corintios que conducían a los
desgraciados niños, informados los samios del motivo y destino con que
se los llevaba a Sardes, lo primero que con ellos hicieron fue
prevenirles que se refugiasen al templo de Diana. Refugiados allí los
niños, no permitiendo, por una parte los samios a los corintios que se
les sacase del asilo con violencia, ni consintiendo, por otra, los
corintios a aquellos que llevasen de comer a los refugiados,
discurrieron los samios para socorrer a los niños instituir cierta
fiesta que se celebra todavía del mismo modo. Consistía en que venida
la noche, todo el tiempo que los niños se mantuvieron allí refugiados,
las doncellas y mancebos de Samos armaban sus coros y danzas,
introduciendo en ellas la costumbre de llevar cada cual su torta hecha
con miel, de forma que pudieran tomarla los niños, que en efecto la
tomaban para su sustento. Dilatóse tanto la fiesta, que al cabo,
cansadas de aguardar en vano las guardias corintias, se retiraron de la
isla, y los samios restituyeron a Corcira aquella tropa de niños sin
castrar (29).
XLIX. Bien veo que si muerto Periandro hubieran corrido los
corintios en buena armonía con los naturales de Corcira, no hubiera
sido bastante la pasada injuria para que tanto favorecieran aquellos la
jornada de Samos. Mas, por desgracia, los dos pueblos desde que la isla
se pobló (30) nunca han
podido tener un día de paz y sosiego: y así es que los corintios
deseaban tomar venganza de los de Samos por la injuria referida. Por lo
que toca a Periandro, el motivo que le movió a enviar a Sardes los
niños escogidos y sacados de entre los principales vecinos de Corcira
para que fuesen hechos eunucos, fue el deseo de vengarse de un atentado
mayor que contra él habían cometido aquellos naturales.
L. Para declarar el hecho, debe saberse que después que Periandro
quitó la vida a su misma esposa Melisa, quiso el destino que tras
aquella calamidad le sucediese también otra doméstica. Tenía en casa
dos hijos habidos en Melisa, los dos aun mancebos, uno de 16 y otro de
18 años de edad. Habiéndolos llamado a su corte su abuelo materno,
Procles, señor de Epidauro (31),
los recibió con mucho cariño y los agasajó como convenía y como suelen
los abuelos a sus nietos. Al tiempo de volverse los jóvenes a Corinto,
habiendo salido Procles acompañándolos por largo trecho, les dijo estas
palabras al despedirse: -«¡Ah, hijos míos, si sabéis acaso quién mató a
vuestra madre!» El mayor no hizo alto en aquella expresión de
despedida; pero al menor, llamado Licofrón, le impresionó de tal modo,
que vuelto a Corinto, ni saludar quiso a su padre, que había sido el
matador, ni responder a ninguna pregunta que le hiciera; llegando a tal
punto, que Periandro, lleno de enojo, echó al hijo fuera de su casa.
LI. Echado su hijo menor, procuró Periandro saber del mayor lo que
les había dicho y prevenido su abuelo materno. El mozo, sin acordarse
de la despedida de Procles, a que no había particularmente atendido,
dio cuenta a su padre de las demostraciones de cariño con que habían
sido recibidos y tratados por el abuelo; pero replicándole Periandro
que no podía menos de haberles aquel sugerido algo más, y porfiando
mucho al mismo tiempo en querer saberlo todo puntualmente, hizo por fin
memoria el hijo de las palabras que usó con ellos el abuelo al
despedirse y las refirió a su padre. Bien comprendió Periandro lo que
significaba aquella despedida; mas con todo nada quiso aflojar del
rigor que usaba con su hijo, sino que, enviando orden al dueño de la
casa donde se había refugiado, le prohibió darle acogida en ella.
Echado el joven de su posada, se acogió de nuevo a otra, de donde por
las amenazas de Periandro y por la orden expresa para que de allí se le
sacara, fue otra vez arrojado. Despedido segunda vez de su albergue,
fuese a guarecer a casa de unos amigos y compañeros suyos, quienes no
sin mucho miedo y recelo, al cabo por ser hijo de Periandro,
resolvieron darle acogida.
LII. Por abreviar la narración, mandó Periandro publicar un bando
para que nadie admitiera en su casa a su hijo ni le hablara palabra, so
pena de cierta multa pecuniaria que en él se imponía, pagadera al
templo de Apolo. En efecto, publicado ya este pregón, nadie hubo que le
quisiera saludar ni menos recibir en su casa, mayormente cuando el
mismo joven por su parte no tenía por bien solicitar a nadie para que
contraviniera al edicto de su padre, sino que sufriendo con paciencia
la persecución paterna, vivía bajo los portales de la ciudad, andando
de unos a otros. Cuatro días habían ya pasado, y viéndole el mismo
Periandro transido de hambre, desfigurado y sucio, no le sufrió más el
corazón tratarle con tanta aspereza; y así, aflojando su rigor, se le
acercó, y le habló de esta manera: -«¡Por vida de los dioses, hijo mío!
¿cuándo acabarás de entender lo que mejor te está, si el verte en la
miseria en que te hallas, o tener parte en las comodidades del
principado que poseo, solo con mostrarte dócil y obediente a tu padre?
¿Es posible que siendo tú hijo mío y señor de Corinto, la rica y feliz,
te afirmes en tu obstinación, y ciego de enojo contra tu mismo padre, a
quien ni la menor seña de disgusto debieras dar en tu semblante,
quieras a pesar mío vivir cual pordiosero? ¿No consideras, niño, que si
alguna desgracia hubo en nuestra casa, de resultas de la cual me miras
sin duda con tan malos ojos, yo soy el que llevé la peor parte de aquel
mal, y que pago ahora con usura la culpa que en ello cometí? Al
presente bien has podido experimentar cuánto más vale envidia que
compasión, tocando a un tiempo con las manos los inconvenientes de
enemistarte con los tuyos y con tus mayores y de resistirles
tenazmente. Ea, vamos de aquí, y al palacio en derechura.» Así se
explicaba Periandro con el obstinado mancebo; pero el hijo no dio a su
padre más respuesta, que decirle pagase luego a Apolo la multa en que
acababa de incurrir por haberle hablado. Con esto vio claramente
Periandro que había llegado al extremo el mal de su hijo, ni admitía ya
cura ni remedio, y determinado desde aquel punto a apartarlo de sus
ojos, embarcándole en una nave le envió a Corcira, de donde era
también, soberano. Pero queriendo vengar la contumacia del hijo en la
cabeza del que reputaba por autor de tanta desventura, hizo la guerra a
su suegro Procles, a quien cautivó después de tomar por fuerza a
Epidauro.
LIII. No obstante lo referido, como Periandro, corriendo el tiempo y
avanzando ya en edad, no se hallase con fuerzas para atender al
gobierno y despacho de los negocios del estado, envió a Corcira un
diputado que de su parte le dijera a Licofrón que viniese a encargarse
del mando; pues en el hijo mayor (32),
a quien tenía por hombre débil y algo menguado, no reconocía talento
suficiente para el gobierno. Pero, caso extraño, el contumaz Licofrón
no se dignó responder una sola palabra al enviado de su padre: y con
todo, el viejo Periandro, más enamorado que nunca del mancebo, hizo que
una hija suya partiese a Corcira, esperando vencer al obstinado
príncipe por medio de su hermana, y conseguir el objeto de sus ansias y
deseos. Llegada allá, hablóle así la hermana: -«Dime, niño, por los
dioses: ¿has de querer que el mando pase a otra familia, y que la casa
de tu padre se pierda, antes que volver a ella para tomar las riendas
del gobierno? Vente a casa conmigo, y no más tenacidad contra tu mismo
bien. No saber ceder es de insensatos; no dejes curarte la uña, y
vendrás a quedar cojo. Más vale comúnmente un ajuste moderado cediendo
cada cual algo de su derecho, que andar siempre en litigios. ¿Ignoras
que muchas veces el ahínco en defender a la madre, hace que se pierda
la herencia del padre? La corona es movediza, y tiene muchos
pretendientes que no la dejarán caer en tierra. Nuestro padre está ya
viejo y decaído; ven y no permitas que se alce un extraño con lo tuyo.»
Tales eran las razones que la hija, bien prevenida y enseñada por su
padre, proponía a Licofrón, y eran, en efecto, las más eficaces y
poderosas; y con todo la respuesta del hijo se ciñó a manifestar que
mientras supiera que vivía en Corinto su padre, jamás seguramente
volvería allá. Después que la hija dio cuenta de su embajada,
Periandro, por medio de un diputado que tercera vez envió a su hijo,
hízole decir de su parte que viniera él a Corinto, donde le sucedería
en el mando, que renunciaba a su favor, queriendo él mismo pasar a
Corcira. Admitido con esta condición el partido, disponíanse entrambos
para el viaje, el padre para pasar a Corcira, el hijo para restituirse
a Corinto. Noticiosos entretanto los Corcirenses de lo concertado,
dieron muerte al joven Licofrón para impedir que viniese a su isla el
viejo Periandro (33). Tal era, pues, el atentado de que este tomaba satisfacción en los Corcirenses.
LIV. Pero volviendo a tomar el hilo de la narración, después que los
lacedemonios desembarcaron en Samos sus numerosas tropas, desde luego
pusieron sitio a la ciudad. Avanzando después hacia los muros y pasando
más allá del frente que está junto al mar en los arrabales de la plaza,
saltó Polícrates contra ellos con mucha gente armada y logró arrojarlos
de aquel puerto. Pero habiendo las tropas, mercenarias y muchas de las
milicias de Samos salido de otro fuerte situado en la pendiente de un
monte vecino, sucedió que sostenido por algún tiempo el ataque de los
lacedemonios, fueron los samios al cabo deshechos y derrotados, y no
pocos quedaros muertos allí mismo en el alcance que seguían los
enemigos.
LV. Y si todos los lacedemonios allí presentes hubieran obrado con
el ardor con que en lo fuerte del alcance obraron dos de ellos, Arquías
y Licopes, Samos hubiera sido tomada sin falta en aquella refriega. Mas
por desgracia no fueron sino los dos los que en la retirada de los
samios tuvieron valor y osadía para seguirles hasta dentro de la misma
plaza; de donde, cerrado después el paso, no pudiendo salir, murieron
con las armas en la mano. No dejaré de notar de paso que hablé yo mismo
con cierto Arquías, nieto de aquel valiente de que arriba hablaba, e
hijo de samio, habiéndole visto en Pitana, su propio pueblo. Con
ningunos huéspedes se esmeraba tanto este Arquías como con los
naturales de Samos, diciendo que por haber muerto en Samos su abuelo
como buen guerrero en el lecho del honor, pusieron a su padre el nombre
de samio; y añadía que estimaba tanto y honraba a los de Samos, porque
honraron a su buen abuelo con pública sepultura.
LVI. Pasado ya 40 días de sitio, viendo los lacedemonios que nada
adelantaban en el cerco, dieron la vuelta al Peloponeso; acerca de lo
cual corre una fábula por cierto vana, ni aun bien tramada, según la
que, habiendo Polícrates acuñado gran cantidad de moneda de plomo con
una capa de oro, la dio a los lacedemonios quienes aceptándola por
legítima y corriente, levantando el sitio se volvieron. Lo cierto es
que esta expedición fue la primera que los lacedemonios, pueblo de
origen dórico, hicieron contra el Asia.
LVII. Cuando los samios sublevados contra Polícrates vieron que iban
a quedar solos y desamparados de los lacedemonios, hiciéronse también a
la vela hacia Sifno (34).
Movíales a este viaje la falta de dinero, y la noticia de que los
vecinos de aquella isla, que se hallaba en el mayor auge a la sazón,
eran sin duda los más ricos de todos los isleños, a causa de las minas
de oro y plata abiertas en su isla, tan abundantes, que del diezmo del
producto que de ellas les resultaba, se ve en Delfos todavía un tesoro
por ellos ofrecido, que no cede a ninguno de los más ricos y preciosos
que en aquel templo se depositaron. Los vecinos de Sifno repartían
entre sí el dinero que las minas iban redituando. Al tiempo, pues, de
amontonar en Delfos las ofrendas de su tesoro, tuvieron la curiosidad
de saber del oráculo si les sería dado disfrutar sus minas por mucho
tiempo, a cuya pregunta respondió así la Pitia:
Cuando sea cándido el pritáneo
¡Oh Sifno! y cándido tu foro,
Llama entonces intérprete que explique
El rojo nuncio y ejército de leño.
Y quiso la suerte que al acabar puntualmente los Sifnios de adornar
su plaza y pritáneo con el blanco mármol de Paros, llegasen allá los
samios en sus naves.
LVIII. Mas los buenos Sifnios nunca supieron atinar el sentido del
oráculo, ni luego de recibido, ni después devenidos los samios, aunque
estos, apenas llegados a la isla, destacaron hacia la ciudad una nave
de su escuadra, que, según se acostumbraba antiguamente en toda
embarcación, venía colorada y teñida de almagre. Esto era cabalmente lo
que la Pitia en su oráculo les prevenía, que se guardasen, recelosos
del rojo nuncio y del ejército de madera. Llegados a la ciudad los
diputados de la armada samia, no pudiendo alcanzar de los Sifnios un
préstamo de diez talentos que les pedían, sin más razones ni altercados
empezaron a saquear la tierra. Corrió luego la voz por toda la isla, y
saliendo armados los isleños a la defensa de sus propiedades, quedaron
en campo de batalla tan deshechos que a muchos se les cerró la retirada
hacia la plaza; y los samios, de resultas de esta victoria, por no
habérseles prestado diez talentos, exigieron ciento de multa y
contribución.
LIX. Con esta suma compraron poco después de los Hermioneos la isla Hidrea (35),
situada en las costas de Peloneso, la cuál entregaron luego en depósito
a los vecinos de Tricena, partiéndose de allí para Creta, en la cual,
aunque solo navegaban hacia esta isla con el designio de arrojar de
ella a los Zacintios, fundaron con todo la ciudad de Cidonia, donde por
el espacio de cinco años que moraron allí de asiento tuvieron tan
próspera la fortuna, que pudieron edificar los templos que al presente
quedan en Cidonia, entre los cuales se cuenta el de Dictina. Llegado el
sexto año de su colonia, sobrevínoles una desgracia, pues habiéndoles
vencido los eginetas en una batalla naval, los hicieron, no menos que a
los de Creta, prisioneros y esclavos; y entonces fue cuando los
vencedores cortados los espolones de las galeras apresadas, hechos en
forma de jabalí, los consagraron a Minerva en su templo de Egina. Tales
hostilidades ejecutaron los eginetas movidos de encono y enemistad
jurada que tenían contra los samios, quienes, en tiempo que Anfícrates
reinaba en Samos, habían hecho y sufrido también iguales hostilidades
en la guerra contra Egina, de donde se originaron tantas otras.
LX. Algo más de lo regular me voy dilatando al hablar de los samios,
por parecerme que son a ello acreedores, atendida la magnificencia de
tres monumentos, a los cuales no iguala ningún otro de los griegos. Por
las entrañas de un monte que tiene 150 orgias de altura abrieron una
mina o camino subterráneo, al cual hicieron dos bocas o entradas.
Empezaron la obra por la parte inferior del monte, y el camino cubierto
que allí abrieron tiene de largo siete estadios, ocho pies de alto, y
otros tantos de ancho. A lo largo de la mina, excavaron después un
conducto de 28 codos de profundidad y de tres pies de anchura, por
dentro de la cual corre acanalada en sus arcaduces el agua, que tomada
desde una gran fuerte, llega hasta la misma ciudad. El arquitecto de
este foso subterráneo, que sirviera de acueducto, fue Eupalino el
megarense, hijo de Naustrafo. Este es uno de los tres monumentos de
Samos. El otro es su muelle, terraplén levantado dentro del mar, que
tendrá 20 orgias de alto y más de dos estadios de largo. El tercero es
un magnífico templo, el mayor realmente de cuantos he alcanzado a ver
hasta ahora, cuyo primer arquitecto fue Reco, natural de Samos e hijo
de Files (36). En atención a estos monumentos me he extendido en referir los hechos de los samios.
LXI. Pero será ya tiempo que volvamos a Cambises, hijo de Ciro,
contra quien, mientras holgaba despacio en Egipto haciendo alentados y
locuras, se levantaron con el mando del imperio dos hermanos magos, a
uno de los cuales, llamado Patizites, había dejado el rey en su
ausencia por mayordomo o gobernador de su palacio. Movió al mago a
sublevarse la cierta noticia que tenía de la muerte del príncipe
Esmerdis, la que se procuraba mantener tan oculta y secreta que, siendo
pocos los sabedores de ella, creían los persas generalmente que el
príncipe vivía y gozaba de salud: valióse, pues, el mago del secreto
tomando las siguientes medidas para alzarse con la corona. Tenía otro
hermano mago con quien se unió para urdir la traición y levantamiento,
y brindábale para la empresa el ver que su hermano era del todo
parecido, no sólo en el semblante, sino aun en el mismo nombre, al hijo
de Ciro, Esmerdis, muerto secretamente por orden de su hermano
Cambises. Soborna, pues, un mago a otro, Patizites a Esmerdi; ofrécele
allanar las dificultades todas, llévalo consigo de la mano y le coloca
en el trono real de Persia. Toma luego la providencia de despachar
correos no sólo a las demás provincias del imperio, sino también
destina uno al Egipto, encargado de intimar públicamente a todo el
ejército que de allí en adelante nadie obedezca ni reconozca por
soberano a Cambises, sino solamente a Esmerdis, hijo de Ciro (37).
LXII. Fueron, en efecto, los otros correos publicando su pregón por
todos los puntos adonde habían sido destinados. El que corría al
Egipto, hallando de camino en Ecbatana, lugar de la Siria (38),
a Cambises, de vuelta ya con toda la gente de armas, y colocándose allí
en medio del campo a vista de todas las tropas, pregonó las órdenes que
de parte del mago traía. Oyó Cambises el pregón de boca del mismo
correo, y persuadido de que sucedía realmente lo que pregonaba, creyó
que Prejaspes, enviado antes a Persia con el encargo de dar muerte a
Esmerdis, su hermano, no cumpliendo sus órdenes, le había hecho
traición. Volviéndose, pues, a Prejaspes, a quien tenía cerca de su
persona: -«¿Así, le dijo, cumpliste, oh Prejaspes, con las órdenes que
te di? -Señor, responde aquél, os juro que es falso y que miente ese
pregonero diciendo que Esmerdis se os ha sublevado. A fe de buen
vasallo, os repito que nada, ni poco ni mucho, tendréis que temer de
él: bien sabe el cielo que yo con mis propias manos le di sepultura,
después de ejecutado lo que me mandasteis. Si es verdad que los muertos
resucitan así, aun del medo Astiages podéis recelar no se os alce con
el imperio, antes suyo; pero si las cosas de los muertos continúan en
ir como han ido hasta ahora, estad bien seguro que no se levantará del
sepulcro para subir al trono vuestro Esmerdis. Lo que debemos hacer
ahora en mi concepto es apoderarnos luego de ese correo, y averiguar de
parte de quién viene a intimarnos que reconozcamos a Esmerdis por
soberano.»
LXIII. Pareció bien a Cambises lo que Prejaspes decía, y apenas
acabó de oirle, llama ante sí al correo, y venido éste, pregúntale
Prejaspes: -«Oh tú, que nos dices venir acá enviado por Esmerdis, hijo
de Ciro, di por los dioses la verdad en una sola cosa y vuélvete en
hora buena. Dinos, pues: ¿fue acaso el mismo Esmerdis quien te dio esas
órdenes cara a cara, o fue alguno de sus criados? -En verdad, señor,
respondióle el correo, que después de la partida del rey Cambises para
Egipto nunca más he visto por mis ojos al príncipe Esmerdis, hijo Ciro.
El que me dio la orden fue aquel mago a quien dejó Cambises por
mayordomo de palacio, diciéndome que Esmerdis, hijo de Ciro, mandaba
que os pregonase las órdenes que traigo.» Así les habló el enviado sin
faltar un punto a la verdad, y vuelto entonces Cambises a su privado:
-«Bien veo, Prejaspes, le dijo, que a fuer de buen vasallo cumpliste
con lo que te mandó tu soberano, y nada tengo de qué acusar de tu
conducta. ¿Pero quién podrá ser ese persa rebelde que alzándose con el
nombre de Esmerdis se atreve a mi reino? -Señor, dijo Prejaspes,
difícil será que no adivine la trama. Los rebeldes, os digo, son dos
magos; uno el mago Patizites, el gobernador que dejasteis en palacio, y
el otro el mago Esmerdis, su hermano, tan traidor como él.»
LXIV. Apenas oyó, Cambises el nombre de Esmerdis, dióle un gran
salto el corazón, herido de repente, así con la sinceridad de la
narración, como con la verdad de aquel antiguo sueño en que durmiendo
le pareció ver a un mensajero que le decía, que sentado Esmerdis sobre
un trono real llegaba al cielo con su cabeza. Entonces fue el ponerse a
llorar muy de veras y lamentar al desgraciado Esmerdis, viendo cuán en
balde y con cuánta sin razón había hecho morir al príncipe su hermano.
Entonces fue también cuando al cesar de plañir y lamentar en tono el
más triste la desventura que con todo su peso le oprimía, montó de un
salto sobre su caballo, como quien no veía la hora de partir a Susa con
su gente para destronar al mago. Pero quiso su hado adverso que al ir a
montar con ímpetu y sin algún miramiento, tirando hacia abajo con su
mismo peso el puño del alfanje, sacase la hoja fuera de la vaina, y que
el alfanje desenvainado por sí mismo hiriese a Cambises en el muslo.
Luego que se vio herido en la parte misma del cuerpo en que antes había
herido al dios de los egipcios, Apis, pareciéndole mortal la herida,
preguntó por el nombre de la ciudad en que se hallaba, y se le dijo
llamarse Ecbatana. No carecía de misterio la pregunta, pues un oráculo
venido de la ciudad de Butona había antes anunciado a Cambises que
vendría a morir en Ecbatana, la cual tomaba este por su Ecbatana de
Media, donde tenía todos sus entretenimientos y delicias, y, en la
cual, se lisonjeaba echando largas cuentas que vendría a morir en una
edad avanzada; pero el oráculo no hablaba sino de otra Ecbatana, ciudad
de la Siria (39). Al
resonar, pues, en sus oídos el nombre fatal de la ciudad, vuelto en sí
Cambises de su locura, aturdido en parte por la desgracia de verse
destronado por un mago, y en parte desesperado por sentirse herido de
muerte, comprendió por fin el sentido del oráculo aciago, y dijo estas
palabras: «¡Aquí quieren los dioses, aquí los hados, que acabe
Cambises, hijo de Ciro!»
LXV. Nada más aconteció por entonces; pero unos veinte días después,
convocados los grandes señores de la Persia que cerca de sí tenía,
hízoles Cambises este discurso: «persas míos, vedme al cabo en el lance
apretado de confesaros en público lo que más que cosa alguna deseaba
encubriros. Habéis de saber que allá en Egipto tuve entre sueños una
fatal visión, que ojalá nunca hubiera soñado, la cual me figuraba que
un mensajero enviado de mi casa me traía el aviso de que Esmerdis,
subido sobre un trono real, se levantaba más allá de las nubes y tocaba
al cielo con su cabeza. Confiésoos, señores, que el miedo que mi sueño
me infundió de verme algún día privado del imperio por mi hermano, me
hizo obrar con más presteza que acuerdo; y así debió suceder, pues no
cabe en hombre nacido el poder estorbar el destino fatal de las
estrellas. ¿Qué hice ¡insensato! al despertar de mi sueño? Envío luego
a Susa a ese mismo Prejaspes con orden de dar muerte a Esmerdis.
Desembarazado ya de mi soñado rival por medio de un hecho impío y
atroz, vivía después seguro y quieto sin imaginar jamás que, muerto una
vez mi hermano, persona alguna pudiera levantarse con mi corona. Mas
¡ay de mí, desventurado! que no afiné con lo que había de sucederme,
porque después de haber sido fratricida y de violar los derechos más
sagrados, me veo con todo destronar ahora de mi imperio. Ese vil era el
mago Esmerdis, aquel que entre sueños no sé qué dios me hizo ver
rebelde. Yo mismo fui el homicida de mi hermano, os vuelvo a confesar,
para que nadie de vosotros imagine que vive y reina el príncipe
Esmerdis, hijo de Ciro. Dos magos son, señores, los que se alzan con el
imperio; uno el mismo a quien dejé en casa de mayordomo, otro su
hermano llamado Esmerdis; y, en esto no cabe duda, pues aquel hermano
mío, el buen príncipe Esmerdis, que en este lance debiera ser y fuera
sin duda el primero en vengarme de los magos, murió ya, os lo juro por
ese mismo dolor de que me siento acabar, y murió el infeliz con una
muerte la más impía que se conozca, procurada por la persona que más
allegada tenía sobre la tierra. Ahora, oh persas míos, en falta de mi
buen, hermano, a vosotros es a quienes debo volverme como a segundos
herederos del imperio persiano, y también de mi legítima venganza, que
quiero toméis después de mi propia muerte. Invoco, pues, a los dioses
tutelares de mi corona, y aquí en presencia de ellos, en esta mi última
disposición, os mando a todos vosotros, oh persas, en común, y a
vosotros, oh mis Aqueménidas que estáis aquí presentes, muy en
particular, que nunca sufráis que vuelva vuestro imperio a los medos:
no, jamás, sino que si con engaño lo han adquirido, con engaño quiero
que se lo quitéis; si con fuerza os lo usurparon, con fuerza os mando
se lo arranquéis. Desde ahora para entonces suplico a les dioses que si
así lo hiciereis os confirmen la libertad junta con la soberanía; la
abundancia en los frutos de la campiña, la fecundidad en los partos de
vuestras mujeres, la abundancia en vuestras crías y rebaños. Pero si no
recobraseis el imperio, o no tomaseis la empresa con la mayor
actividad, desde este momento invoco contra vosotros a todos los dioses
del universo, y convierto todos mis votos primeros en otras tantas
imprecaciones contra la nación persa entera; añadiendo la maldición de
que tenga cada uno de vosotros un fin tan desastroso como el que muy
presto voy a tener (40).» Dijo Cambises, y lamentando después su desventura, abominó todas las acciones de su vida.
LXVI. Los persas circunstantes, al ver a su rey entregado a la
amargura y al más deshecho llanto, rasgan todos sus vestiduras, y
prorrumpen en sollozos y contusos lamentos. Poco después, como la llaga
se fuese encancerando a toda prisa y hubiese ya penetrado hasta el
mismo hueso, se pudrió todo el muslo; y Cambises, hijo de Ciro, acabó
sus días allí mismo, sin dejar prole alguna, ni varón, ni hembra,
después de un reinado de siete años y cinco meses. Muerto Cambises,
apoderóse desde luego del ánimo de los persas allí presentes una
vehemente sospecha de que sería falsa la nueva de que los Magos se
hubiesen alzado con el mando, inclinándose antes a creer que cuanto
Cambises les había dicho sobre la muerte de Esmerdis era una mera
ficción y maliciosa calumnia urdida adrede para enemistar con el
príncipe todo el nombre persiano; de suerte que pensaban que Esmerdis,
hijo de Ciro, y no otro, era en realidad quien había subido al trono,
mayormente viendo que Prejaspes negaba tenazmente haber puesto sus
manos en el príncipe, obligado a ello por conocer bien claro que,
muerto tina vez Cambises, no podía ya buenamente confesar haber sido el
verdugo de un infante de Persia hijo de Ciro.
LXVII. Con esto, el mago intruso en el trono, abusando del nombre
del príncipe Esmerdis, su tocayo, reinó tranquilo los siete meses que
faltaban para que se cumpliera el octavo año del reinado de Cambises (41).
En este corto espacio de tiempo se esmeró en hacer mercedes y gracias a
todos sus vasallos, de modo que los pueblos del Asia en general,
exceptuados solamente los persas, después de su fallecimiento lo
echaron de menos muy de veras y por muchos días. Habíase
particularmente conciliado el mago el amor de los súbditos con escribir
luego de subido al trono a todas las naciones de sus dominios, que por
espacio de tres años concedía generalmente que nadie sirviese en la
milicia ni le pagase tributo alguno.
LXVIII. Llegado el octavo mes de su reinado, descubrióse la
impostura del mago del siguiente modo: Otanes, hijo de Farnaspes, señor
muy principal que ni en nobleza ni menos en riqueza cedía a ninguno de
los grandes de Persia, fue el primero que vino poco a poco a sospechar
dentro de si que el monarca reinante era Esmerdis el Mago, y no el hijo
de Ciro. En dos razones fundaba su sospecha: una en que el rey nunca
salía del recinto de la ciudad; otra en que jamás admitía a su
presencia ningún persa de alguna consideración, y movido de esta idea y
recelo, aplicóse muy de propósito a averiguar la verdad del caso.
Fedima, hija de Otanes, había sido antes una de las mujeres de
Cambises, y continuaba entonces en serlo del mago, encerrada en el
serrallo del rey, con todas las demás que fueron de su antecesor.
Envía, pues, Otanes un mensaje a su hija pidiéndole le diga si el rey
con quien ella duerme es Esmerdis, hijo de Ciro, o algún otro
personaje; a lo cual manda ella contestar que ignora con quien duerme,
puesto que nunca antes había visto al príncipe Esmerdis, ni sabe al
presente quién sea su marido. Envíale Otanes segundo recado en estos
términos: -«Mujer, pues que no conoces al hijo de Ciro, puedes al menos
preguntar a la princesa Atosa con qué marido, así ella como tú, estáis
casadas, pues que Atosa no puede menos de conocer bien a su mismo
hermano, el infante Esmerdis.» -«Pues qué, replicó Fedima a su padre,
¿puedo abocarme con Atosa, ni verme con ninguna de las mujeres del
serrallo? Apenas este rey, sea quien quiera, tomó posesión de la
corona, se nos separó al punto unas de otras, cada cual en su propio
aposento.»
LXIX. Con tales demandas y respuestas, trasluciéndosele más y más la
impostura a Otanes, envía a su hija este tercer recado: -«Hija mía, por
lo que debes a ti misma y a tu cuna, es menester no te excuses, ni te
niegues a entrar en el peligro a que te llama ahora tu padre, pues si
no es ese rey el legítimo Esmerdis, hijo de Ciro, sino hijo de
cualquiera, como imagino, es del todo forzoso que ese impostor soberano
no se alabe por más tiempo de tener a su disposición una princesa de tu
clase, ni de ser el tirano de los persas seducidos, sino que lleve
pronto su castigo. Haz, pues, lo que voy a decirte: la noche que
contigo duerma espera que esté bien dormido, y entonces tiéntale las
orejas: si se las hallares, no hay más que hacer ni vacilar, pues con
esto podrás estar seguro de que eres esposa de Esmerdis, hijo de Ciro;
pero si no las tuviere el malvado impostor, sabe, hija, que has venido
a ser una cortesana del mago Esmerdis.» Respondió Fedima a su padre,
que bien veía el gran peligro a que en ello se iba a exponer, pues
claro estaba que si aquel hombre no tenía orejas y la cogía en el
momento de tentar si las tenía, la haría morir y desaparecer
infaustamente; pero no obstante su riesgo, dábale palabra de hacer sin
falta la prueba que le pedía. Las orejas a que se aludía habíalas hecho
cortar Ciro, padre de Cambises, al mago Esmerdis, no sé por qué delito,
que no debió ser leve, que en su tiempo había cometido. La reina
Fedima, la hija del noble Otanes, cumplió exactamente con la palabra
dada a su padre: cuando le llegó su vez de dormir con el mago, según la
costumbre de las mujeres en Persia, que van por turno a estar con sus
maridos, fue al tálamo real y se acostó con aquél. Coge al mago un
profundo sueño; Fedima a su salvo le va tentando las orejas, y ve desde
luego, sin caberle duda, que carece de ellas el impostor. Apenas, pues,
amanece el día, cuando envía un mensaje a su padre dándole cuenta de lo
averiguado.
LXX. Hecha ya la prueba, llamó Otanes a dos grandes de Persia, el
uno Aspatines y Gobrias el otro, que le parecieron los más a propósito
para guardar el secreto; y no bien acabó de contarles la impostura del
mago, de que no dejaban de tener por sí mismos algunos barruntos,
cuando dieron entero crédito a la narración. Acordaron allí mismo que
cada uno de ellos se asociara para la empresa contra al mago otro
persa, aquel sin duda de quien más confianza tuvieran. En consecuencia
de esta determinación, Otanes escogió por compañero a Intafernes,
Gobrias a Megabizo, Aspatines a Hidarnes. Siendo ya seis los persas
conjurados contra el mago, quiso la suerte que llegase entretanto a
Susa Darío, hijo de Histaspes, venido de Persia, de la cual era su
padre gobernador. Apenas supieron los seis la venida de Darío, les
pareció conveniente unirle a su partido.
LXXI. Júntanse, pues, los siete a deliberar seria y eficazmente
sobre el punto, unidos entre sí con los más sagrados y solemnes
juramentos. Al llegar el turno a Darío, dijo su parecer en esta forma:
-«Estaba persuadido, señores, de que yo era el único en saber que no
vivía Esmerdis, hijo de Ciro, y que un mago nos representaba el papel
de soberano: diré más aun, que no fue otra mi venida sino ver cómo
podría oponerme al mago y procurar la muerte a ese tirano. Ahora, ya
que la suerte ha querido que yo no sea el único dueño del misterio,
sabiendo vosotros también el secreto, mi parecer es que pongamos ahora
mismo manos a la obra sin esperar a mañana, que es lo que más nos
importa. -Oh buen hijo de Histaspes, le replica Otanes, hablas como
quien eres, pues hijo de un gran padre, no te muestras menos grande que
el que te engendró. Pero atiende, Darío, a que lo que propones no sea
antes precipitar la empresa que manejarla con arte y prudencia. La
gravedad del negocio, si queremos llevarlo a cabo, requiere que seamos
más en número los agresores del tirano. -Pues en verdad os aseguro,
replica luego Darío, que si adoptáis el parecer de Otanes, vais desde
este punto, amigos míos, a ser otras tantas funestas víctimas
consagradas a la venganza del mago. ¿No veis que no ha de faltar
alguno, entre muchos, que para hacer fortuna venda con la denuncia
vuestras vidas al furor del intruso? Lo mejor hubiera sido que vosotros
por vuestra propia mano hubierais antes dado el golpe sin llamar a
nadie en vuestro socorro. Pero ya que no lo hicisteis teniendo por
mejor comunicar la empresa con muchos y hacerme entrar en la liga, os
repito que estamos ya al extremo; o llevamos hoy mismo por cabo la
empresa, o si se nos pasa el día de hoy, juro aquí mismo por los dioses
que nadie ha de anticiparse en la delación, pues desde aquí voy en
derechura a delataros al mago.»
LXXII. Cuando Otanes vio a Darío tan resuelto y pronto a la
ejecución, hablóle otra vez así: -«Ahora bien, Darío, ya que nos
obligas, y aun fuerzas, aquí de improviso sin dejarnos respirar un
punto a que emprendamos esta hazaña, dinos asimismo por vida de los
dioses: ¿cómo hemos de penetrar en palacio para dejarnos caer de golpe
sobre ellos? Bien sabes tú o por haberlos visto con tus ojos, o haberlo
mil veces oído, cómo están allí apostados por orden los centinelas.
Dinos, pues: ¿cómo podremos pasar por medio de ellos? -¿Cómo? responde
Darío, ¿no sabes, Otanes, que la intrepidez hace ver ejecutadas muchas
cosas antes que la razón las mire como posibles? ¿Que otras al
contrario da por hechas la razón que no puede cumplir el brazo más
robusto? Creedme, fuera reparos y temores; nada más fácil para nosotros
que penetrar por medio de esos centinelas apostados, parte porque ni
uno de ellos habrá que no nos ceda el paso, siendo los personajes que
somos en la Persia, pues los unos lo harán por respeto, y otros quizá
por miedo; parte por no faltarme un especioso pretexto con que logremos
el paso libre con decir que recién llegado de Persia traigo de parte de
mi padre un importante negocio que tratar de palabra con el soberano.
Mentiré sin duda diciéndolo; pero bueno es mentir si lo pide el asunto,
pues a mi ver el que miente y el que dice verdad van entrambos al mismo
fin de atender a su provecho. Miente el uno porque con el engaño espera
adelantar sus negocios: dice verdad el otro para conseguir algo,
cebando con ella a los demás para que le fíen mejor sus intereses. En
suma, con la verdad y la mentira procuran todos su utilidad; de suerte
que creo que si nada se interesara en ello la gente, todo este aparato
de palabras se lo llevaría el aire, y tan falso fuera el hombre más
veraz, como veraz el más falso del universo. Vamos al caso: al portero
y guardia de palacio que cortés y atento nos ceda el paso, sabremos
después agradecérselo y pagárselo bien; al que haciéndonos frente
tuviere la osadía, de negarnos la entrada, le trataremos allí mismo
como a enemigo; y empezando por él las hostilidades, avanzaremos
animosos al ataque de palacio.
LXXIII. Después de este discurso, toma Gobrias la palabra: -«Amigos,
les dice, trátase ahora de nuestro honor; nada más glorioso a nuestras
personas que recobrar el imperio perdido o morir en la demanda si no
pudiésemos salir con ella. ¿Pues qué, nosotros los persas hemos de ser
vasallos de un medo, súbditos de un mago, siervos de un criminal infame
y con las orejas cortadas? Bien podéis acordaros los que conmigo os
hallasteis presentes al último discurso del enfermo y moribundo
Cambises, no dirá de los encargos y mandas que nos hizo, sino de las
horrendas maldiciones de que nos cargó, si después de su muerte no
procurábamos recobrar el imperio usurpado. Verdad es que nosotros,
temerosos de que no fuera su arenga una calumnia contra Esmerdis, su
hermano, no acabamos de darle el crédito que merecía. Ahora repito que
me conforme con el parecer de Darío, y añado que nadie salga de esta
junta sino para ir en derechura a desocupar el palacio, y a deshacernos
luego del mago.» Dijo, y todos a una voz siguieron el voto de Gobrias.
LXXIV. Entretanto que los coligados estaban en asamblea, sucedió un
caso oportunamente llevado por la fortuna. Los magos dominantes
acordaron como conveniente atraer a Prejaspes a su partido y confianza,
por muchos motivos: uno por saber que había tenido que sufrir de
Cambises las más atroces injurias, habiendo su hijo caído a sus propios
ojos traspasado de una flecha que el rey te disparó; otro por ser
Prejaspes el único o el que mejor que nadie sabía la muerte que con sus
propias manos había dado al príncipe Esmerdis, y tercero, por ser
además uno de los señores de mayor reputación entre los persas. Por
estos motivos, habiendo los magos llamado a palacio a Prejaspes,
procuraron ganárselo por amigo, y le obligaron con los más solemnes
juramentos a darles palabra que les guardaría sumo secreto, sin decir a
hombre nacido ó por nacer el engaño que hablan tramado contra los
persas, prometiéndole por su parte montes de oro y cuanto acertara a
pedir y desear. Promete Prejaspes a los magos hacer cuanto se le
pidiese; y dícenle segunda vez, que estaban resueltos a convocar a los
persas todos bajo los muros de su real alcázar, deseosos de que él,
subido sobre una de las almenas de palacio, les dijese que el soberano
a quien entonces obedecían era realmente el mismo Esmerdis, hijo de
Ciro, y ningún otro Esmerdis; lo cual le mandaban los magos, así por
ser Prejaspes el más acreditado sujeto que tenían los persas, como por
saber muy bien que tanto más crédito se le daría, cuantas habían sido
en número las ocasiones en que Prejaspes había públicamente asegurado
que vivía Esmerdis, hijo de Ciro, negando ser verdad la voz quede su
muerte corría.
CXXV. No se hizo rogar Prejaspes, diciendo estar pronto para ello.
Llaman, pues, los magos a los persas para aquella asamblea del reino, y
mandan a aquél, que puesto sobre una almena les hable desde allí.
Entonces el honrado Prejaspes, olvidándose de propósito de lo que los
magos le habían pedido, toma desde Aquemenes el exordio de su arenga,
va deslindando la ascendencia de Ciro que de él venía, pondera al
llegar aquí lo mucho que debe al gran Ciro la nación de los persas, y,
concluido su elogio, sigue llanamente diciendo la verdad, confesando
que la había antes encubierto por no poder decirla a su salvo y sin que
le costase caro; pero que había llegado ya la hora para declarar, según
lo exigía su conciencia, el gran misterio del palacio de Susa. Confesó,
en efecto, que obligado por Cambises, él mismo había sido antes el
verdugo del príncipe real Esmerdis, hijo de Ciro; y que los magos eran
entonces los soberanos del imperio. Concluyó por fin descargando sobre
los persas las más horrendas imprecaciones, si dejando a los magos sin
la debida venganza no volvían a señorearse del mando. Y diciendo estas
últimas palabras, se arroja desde lo alto del alcázar cabeza abajo.
Así, Prejaspes, honrado en vida, murió como persa bueno y leal.
LXXVI. Mientras que esto sucedía en palacio, los siete grandes de
Persia confederados, en virtud del acuerdo tomado de poner manos a la
obra al momento, sin dilatar la empresa un solo punto, iban a
ejecutarla después de haber llamado a los dioses en su favor y ayuda,
sin que nada hubieran sabido de la reciente aventura de Prejaspes. A la
mitad de su camino oyeron lo que con éste acababa de suceder, y
retirándose de la calle entraron de nuevo en consulta. Era Otanes de
parecer que se difiriera absolutamente la empresa para mejor ocasión,
no siendo oportuna para el intento la presente ocasión del alboroto y
fermentación del estado. Darío decía, al contrario, que convenía ir
luego a palacio y acometer la empresa sin más tardanza. En el calor de
esta contienda, he aquí que aparecen de repente a los septemviros siete
pares de alcones dando caza a dos pares de buitres, arrancándoles las
plumas por el aire, y destrozándoles el cuerpo con los picos. Venlos
los siete conjurados, y dando todos asentimiento a Darío, marchan
derechos a palacio llevados en alas de tan felices agüeros.
LXXVII. Llegan a las puertas de palacio; les sucede puntualmente
como se prometía Darío, pues al instante los centinelas, parte por
respecto a tales grandes y señores de Persia, parte por no pasarles
siquiera por el pensamiento que pudieran venir aquellos personajes con
el objeto que realmente traían, no solo les dieron paso franco, sino
que, como si fueran otros tantos enviados de los mismos dioses, nadie
hubo que les preguntase a qué venían. Pero internados ya dentro de las
salas de palacio, al dar con los eunucos que solían entrar los recados
al soberano, pregúntanles éstos qué pretendían allí dentro, gritando al
mismo tiempo y amenazando a los guardias por haberles admitido en
palacio. Al oírles los conjurados, y al ver la resistencia que se les
hacía, anímanse mutuamente, sacan sus dagas, cosen a puñaladas a
cuantos se les oponen, y éntranse corriendo hacia el aposento de los
magos.
LXXVIII. Hallábanse cabalmente los dos magos dentro de él tomando
sus medidas sobre el reciente caso de Prejaspes. Apenas oyeron aquel
alboroto y repentina gritería de sus eunucos, salieran ambos corriendo,
y al ver lo que dentro pasaba, pensaron en hacer una vigorosa
resistencia: el uno de ellos antes que llegasen los conjurados pudo
coger su arco, y el otro echó mano luego de su lanza. Cierran los
grandes contra los magos; al del arco nada le servían sus flechas no
estando a tiro los enemigos, que le tenían cuerpo a cuerpo rodeado y
oprimido; el otro, blandiendo oportunamente su lanza, se defendía bien
y ofendía a los agresores, hiriendo con ella a Aspatites en un muslo y
a Intafernes en uno de los ojos, del cual toda su vida quedó tuerto,
aunque no murió de la herida. Pero mientras uno de los magos lograba
herir a estos dos, el otro, viendo que no podía hacer uso del arco, iba
retirándose de la sala hacia el retrete contiguo, con ánimo de cerrar
la puerta a los agresores; pero al mismo tiempo dos de los
conspiradores, Darío y Gobrias, arremeten y entran dentro con él.
Cógele Gobrias apretadamente y le tiene bien sujeto entre los brazos;
mas con todo, Darío no usaba de la daga, temeroso de herir a Gabrias en
la oscuridad del aposento, en vez de pasar al mago de parte a parte.
Conociendo Gobrias que estaba detenido, pregúntale qué hace del puñal
en la ociosa mano: -«Téngole aquí suspendido, le dice, y con la mano
levantada por no herirte. -Cóseme con él, amigo, responde Gobrias, como
pases a puñaladas a este mago maldito.» Obedece Darío, da la puñalada y
acierta al mago.
LXXIX. Muertos ya los dos magos y cortadas sus cabezas, los
libertadores de Persia dejan en palacio a sus dos compañeros heridos,
ya porque no podían éstos seguirles, ya también con la mira de que se
quedasen por guardas del alcázar. Los otros cinco, sanos y victoriosos,
salen corriendo de palacio con las dos cabezas en las manos, y lo
llenan todo de tumulto y vocería. Convocando luego a los persas, con
las cabezas pendientes de las manos, les van contando apresuradamente
lo sucedido, y matando juntamente por las calles a cuantos magos les
salen al encuentro. Los demás persas, teniendo a la vista la reciente
hazaña de sus siete héroes, y patente a los ojos el embuste de los
magos, miraban todos como un deber de honor y de justicia ejecutar otro
tanto por su parte, y con el puñal en la mano no dejaban a vida mago
alguno que pudiesen hallar. Tanta fue la carnicería, que si no la
hubiese detenido la noche, no quedara ya raza de magos. Los persas
miran como el mas solemne y memorable este día, en que celebran una
gran fiesta aniversaria, a la que dan el nombre de Magofonía, no permitiendo que en ella comparezcan en público los magos, obligados severamente a mantenerse encerrados en su casa.
LXXX. De allí a cinco días, sosegado ya en Susa el público tumulto,
los septemviros levantados contra los magos empezaron a consultar entre
sí acerca de la situación y arreglo del imperio persiano; y en la
deliberación se dijeron cosas y pareceres que no se harán creíbles a
los griegos, pero que no por esto dejaron realmente de decirse.
Aconsejábales Otanes, en primer lugar, que se dejase en manos del
pueblo la suma potestad del estado, y les hablaba en esta conformidad:
-«Mi parecer, señores, es que ningún particular entre nosotros sea
nombrado monarca de aquí en adelante, pues tal gobierno ni es agradable
ni menos provechoso a la sociedad avasallada. Bien sabéis vosotros
mismos a qué extremos no llegó la suma insolencia y tiranía de
Cambises, y no os ha cabido poca parte en la audacia extremada del
mago. Quisiera se me dijese cómo cabe en realidad, que la monarquía, a
cuyo capricho es dado hacer impunemente cuanto se le antoje, pueda ser
un gobierno justo y arreglado. ¿Cómo no ha de ser por sí misma
peligrosa y capaz de trastornar y sacar de quicio las ideas de un
hombre de índole la más justa y moderada cuando se vea sobre el trono?
Y la razón es, porque la abundancia de todo género de bienes engendra
insolencia en el corazón del monarca, juntándose esta con la envidia,
vicio común nacido con el hombre mismo. Teniendo, pues, un soberano
estos dos males, insolencia adquirida y envidia innata, tiene en ellos
la suma y el colmo de todos. Lleno de sí mismo y de su insolente
pujanza, cometerá mil atrocidades por mero capricho, otras mil de pura
envidia, siendo así que un soberano a quien todo sobra debiera por
justo motivo verse libre de los estímulos de tal pasión. Con todo, en
un monarca suele observarse un proceder contrario para con sus
súbditos: de envidia no puede sufrir que vivan y adelanten los sujetos
de mérito y prendas sobresalientes; gusta mucho de tener a su lado los
ciudadanos más corrompidos y depravados del estado; tiene el ánimo
siempre dispuesto a proteger la delación y apoyar la calumnia. No hay
hombre más receloso y descontentadizo que un monarca. ¿Es uno parco o
contenido en admirar sus prendas y subirlas a las nubes? Se da él por
ofendido de que se falte al acatamiento y veneración debida al
soberano. ¿Es otro, por el contrario, pródigo en dar muestras de su
respeto y admiración? Se te desdeña y mira como a un adulador falso y
vendido. Y no es eso lo peor; lo que no puede sufrírsele de ningún modo
es ver cómo trastorna las leyes de la patria; cómo abusa por fuerza de
las mujeres ajenas; cómo, finalmente, pronuncia sentencia capital sin
oír al acusado. Mas al contrario, un estado republicano, además de
llevar en su mismo nombre de Isonomía la justicia igual para todos y
con ella la mayor recomendación, no da prácticamente en ninguno de los
vicios y desórdenes de un monarca; permite a la suerte la elección de
empleos; pide después a los magistrados cuenta y razón de su gobierno;
admite, por fin, a todos los ciudadanos en la liberación de los
negocios públicos. En resolución, mi voto es anular el estado
monárquico, y sustituirle el gobierno popular, que al cabo en todo
género de bienes siempre lo más es lo mejor.» Tal fue el parecer que
dio Otanes.
LXXXI. Pero Megabizo, en el voto razonado que dio, se declaró por la
oligarquía, favoreciendo a los grandes por estas razones: -«Desde
luego, dijo, me conformo con el voto de Otanes; dando por buenas sus
razones acerca de acabar con la tiranía; mas en cuanto a lo que añadió
de que pasase a manos del vulgo la autoridad soberana, en esto digo no
anduvo acertado. Es cierto que nada hay más temerario en el pensar que
el imperito vulgo, ni más insolente en el querer que el vil y soez
populacho. De suerte que de ningún modo puede aprobarse que para huir
la altivez de un soberano se quiera ir a parar en la insolencia del
vulgo de suyo desatento y desenfrenado; pues al cabo un soberano sabe
lo que hace cuando obra; pero el vulgo obra según le viene a las
mientes, sin saber lo que hace ni por qué lo hace. ¿Y cómo ha de
saberlo, cuando ni aprendió de otro lo que es útil y laudable, ni de
suyo es capaz de entenderlo? Cierra los ojos y arremete de continuo
como un toro, o quizá mejor, a manera de un impetuoso torrente lo abate
y arrastra todo. ¡Haga Dios que no los persas, sino los enemigos de los
persas dejen el Gobierno en manos del pueblo! Ahora debemos nosotros
escoger un consejo compuesto de los sujetos más cabales del estado, en
quienes depositaremos el poder soberano. Vamos a lograr así dos
ventajas, una que nosotros mismos seremos del número de tales
consejeros, otra que las resoluciones públicas serán las más acertadas,
como debe suponerse siendo dictadas por hombres del mayor mérito y
reputación.»
LXXXII. Tal fue el voto dado por Megabizo. Darío, el tercero en hablar, votó en esta forma (42):
-«Bien me parece lo que tocante al vulgo acaba de decir Megabizo, pero
no me parece bien por lo que mira a la oligarquía; porque de los tres
gobiernos propuestos, el del vulgo, el de los nobles, y el de un
monarca, aun cuando se suponga cada cual en un género el mejor, el de
un rey opino que excede en mucho a los demás. Y opino así, porque no
veo que pueda darse persona más adecuada para el gobierno que la de un
varón en todo grande y sobresaliente, que asistido de una prudencia
política igual a sus eminentes talentos, sepa regir el cuerpo entero de
la monarquía de modo que en nada se le pueda reprender; y tenga
asimismo la ventaja del secreto en las determinaciones que fuere
preciso tomar contra los enemigos de la corona. Paso a la oligarquía,
en la cual, siendo muchos en dar pruebas de valor y en granjear méritos
para con el público, es consecuencia natural que la misma emulación
engendre aversión y odio de unos hacia los otros; pues queriendo cada
cual ser el principal autor y como cabeza en las resoluciones públicas,
es necesario que den en grandes discordias y mutuas enemistades, que de
las enemistades pasen a las sediciones de los partidos, y de las
muertes a la monarquía, dando con este último recurso una prueba real
de que es este el mejor de todos los gobiernos posibles. ¿Qué diré del
estado popular, en el cual es imposible que no vayan anidando el
cohecho y la corrupción en el manejo de los negocios? Adoptada una vez
esta lucrativa iniquidad y familiarizada entre los que administran los
empleos en vez de odio no engendra sino harta unión en los magistrados
de una misma gavilla que se aprovechan privadamente del gobierno y se
cubren mutuamente por no quedar en descubierto ante el pueblo. De este
modo suelen andar los negocios de la república, hasta tanto que un
magistrado les aplica el remedio, y logra que el desorden público cese
y acabe. Con esto, viniendo a ser objeto de la admiración del vulgo,
ábrese camino con ella para llegar a ser monarca, dando en esto una
nueva prueba de que la monarquía es el gobierno más acertado. Y, para
decirlo en una palabra, ¿de dónde vino a la Persia, pregunto, la
independencia y libertad pública? ¿Quién fue el autor de su imperio?
¿Fue acaso el pueblo? ¿Fue por ventura la oligarquía? ¿O fue más bien
un monarca? En suma, mi parecer es que nosotros los persas, hechos
antes libres y señores del imperio por un varón, por el gran Ciro,
mantengamos el mismo sistema de gobierno, sin alterar de ningún modo
las leyes y fueros de la patria, lo más útil que contemplo para
nosotros.»
LXXXIII. Dados los tres referidos pareceres, los cuatro votos que
restaban del septemvirato se declararon por el de Darío. Otanes, que
deseaba introducir el gobierno popular y derechos iguales para todos
los persas, no habiendo conseguido sustento, les habló de nuevo en
estos términos: -«Visto está, compañeros míos, que algunos de los que
aquí estamos obtendrá la corona, o bien se la de la suerte, o bien la
elección de la nación a cuyo arbitrio la dejemos, o bien por cualquiera
otra vía que recaiga en su cabeza. Pues yo renuncio desde ahora el
derecho de pretenderla, ni entro en concurso, persistiendo en no querer
ni mandar como rey, ni ser mandado como súbdito. Cedo todo el derecho
que pudiera pretender, pero cedo con la expresa condición de no estar
jamás yo ni alguno de mis descendientes a las órdenes del soberano.»
Hecha tal propuesta, que fue admitida luego por los seis confederados
bajo aquella restricción, salió Otanes del congreso; y en efecto, sola
su familia se mantiene hasta hoy día libre e independiente entre los
persas, pues se lo manda únicamente en cuanto ella no lo rehusa, no
faltando por otra parte a las leyes del estado persiano.
LXXXIV. Los seis grandes restantes de la liga continuaban en sus
conferencias ordenadas a la mejor elección del monarca; y ante todo les
parece establecer, que si la corona venía a recaer en alguno de los
seis, se obligara éste a guardar a Otanes y a toda su descendencia el
perpetuo privilegio de honrarse con la vestidura de los medos, y
enviarle asimismo los legítimos regalos que se miran entre los persas
como distinciones las más honoríficas. La causa de honrar a Otanes con
esta singular prerrogativa fue por haber sido el principal autor y
cabeza de la conjuración contra el Mago, aconsejándola a los demás
compañeros de la liga. Respecto al cuerpo de los siete confederados,
ordenaron: primero, que cualquiera de ellos, siempre que le pareciese,
tuviera franca la entrada en palacio, sin prevención ni ceremonia de
pasar antes recado, a no ser que el rey estuviese en su aposento en
compañía de sus mujeres: segundo, que el rey no pudiera tomar esposa
que no fuese de la familia de dichos confederados: finalmente, por lo
tocante al punto principal de la elección al trono, acordaron tomar el
medio de montar los seis a caballo en los arrabales de Susa, y nombrar
y reconocer por rey a aquel cuyo caballo relinchase el primero a la
salida del sol.
LXXXV. Tenía Darío un caballerizo hábil y perspicaz, por nombre
Ebares, al cual, apenas vuelto a su casa de la asamblea, hace llamar y
habla de este modo. -«Hágote saber, Ebares, que para la elección de
monarca hemos resuelto que sea nuestro rey aquel cuyo caballo, estando
cada uno de nosotros montado en el suyo, fuere el primero en relinchar
al nacer el sol. Tiempo es ahora de que te valgas de tus tretas y
recursos, si algunos tienes, para hacer de todas maneras que yo y
ningún otro arrebate el premio de la corona. -Buen ánimo, señor,
responde Ebares; dadla ya por alcanzada y puesta sobre la cabeza; si
nada más se exige, y si en lo que decís consiste ser rey o no,
albricias os pido, porque ningún otro que vos lo será. Más vale maña
que fuerza, y mañas hay aquí y recursos para todo. -Manos a la obra,
pues, replícale Darío; si algún ardid sabes, tiempo es de usarlo sin
perder un instante, pues mañana mismo ha de decidirse la cuestión.»
Oído lo cual, practica Ebares esta diligencia: venida la noche, toma
una de las yeguas de su amo, aquella cabalmente que movía y alborotaba
más el amor del caballo de Darío, llévala a los arrabales y la deja
allí atada; vuelve después conduciendo el caballo de Darío, hácele dar
mil vueltas y revueltas alrededor de la yegua, permitiéndole solo el
acercarse a ella, hasta que al cabo de largo rato le deja holgar
libremente.
LXXXVI. Apenas empezó a rayar el alba al siguiente día, cuando los
seis grandes de Persia pretendientes de la corona, conforme a lo
pactado, se dejaron ver aparejados y prontos en sus respectivos
caballos, e iban de una a otra parte, paseando por los arrabales,
cuando no bien llegados a aquel paraje donde la yegua había estado
atada la noche anterior, dando una corrida el caballo de Darío empieza
sus relinchos. Al mismo tiempo ven todos correr un rayo por el sereno
cielo y oyen retumbar un trueno, cuyos prodigios sucedidos a Darío
fueron su inauguración para la corona, de modo que los otros
competidores, bajando del caballo a toda prisa y doblando allí mismo la
rodilla, le saludaron y reconocieron por su rey (43).
LXXXVII. Así cuentan algunos el ambicioso artificio usado por
Ebares, si bien otros, pues andan en esto divididas las relaciones de
los persas, lo refieren de otra manera. Dicen que Ebares aplicó antes
su mano al vientre de la yegua, y la mantuvo cubierta entre sus
vestidos, pero al momento de apuntar el sol, cuando debían mover los
caballos, sacando su mano el caballerizo, la llevó a las narices del
caballo, el cual, percibiendo el olor, principió al punto a relinchar.
LXXXVIII. De este modo Darío, hijo de Histaspes, fue no solo
proclamado en Susa, sino reconocido también por rey de todos los
Vasallos del Asia a quienes antes Ciro y después Cambises habían
subyugado. Pero en este número no deben entrar los árabes, que nunca
prestaron vasallaje y obediencia a los persas, si bien como amigos y
aliados quisieron dar paso a Cambises para el Egipto, al cual los
persas no hubieran podido embestir con sus tropas si los árabes se les
hubieran opuesto. Reconocido ya Darío rey de los persas, empezó sus
nuevas alianzas, tomando por esposas de primera clase a las dos hijas
de Ciro, llamada la una Atosa y la otra Aristona, aquella casada
primero con su mismo hermano Cambises, y después con el mago; ésta
doncella todavía. Casó asimismo Darío con otra princesa real llamada
Parmis, hija del infante Esmerdis, y quiso también tener por esposa de
primer orden a la hija de Otanes que había sido la primera en descubrir
al mago impostor (44). Una
vez que tuvo ya Darío seguro y afianzado el imperio en su persona,
mandó lo primero erigir por monumento de su nueva grandeza y fortuna
una estatua ecuestre de mármol con una inscripción grabada en ella que
decía: «Darío, hijo de Histaspes, por el valor de su caballo (al cual
nombraba allí por su propio nombre) y de su caballerizo Ebares,
adquirió el reino de los persas.»
LXXXIX. Establecidas así las cosas entre los persas, señaló Darío 20
gobiernos que llaman satrapías, y nombrando en ellos sus sátrapas o
gobernadores, ordenó los tributos que debían pagársele, tasando cierta
cantidad para cada una de aquellas naciones tributarias. A este fin fue
reuniendo a cada nación algunos pueblos confinantes, que contribuyesen
juntamente con ella, y esta providencia tomada para las provincias más
cercanas la extendió a las gentes más remotas del imperio, encabezando
unas con otras para el reparto de los ingresos de la corona. La forma
guardada en la división de los gobiernos y en la distribución de los
tributos anuales fue la siguiente. Ante todo mandó a los pueblos que
solían contribuir con plata que le pagasen la contribución en talentos
babilónicos, y a los que con oro en talentos euboicos: el talento
babilónico corresponde a 70 minas euboicas (45).
En el reinado de Ciro y en el inmediato de Cambises, no habiéndose
fijado un arreglo todavía ni determinado una tasa individual acerca de
los tributos, solían los pueblos contribuir a la corona con sus
donativos; de suerte que Darío fue el autor de la talla determinada, de
lo cual y de otras providencias de este género nació el dicho de los
persas, que Darío fue un mercader, Cambises un señor y Ciro un padre;
pues aquel de todo hacia comercio, el otro era áspero y descuidado, y
este último muy humano y solícito en hacerlos a todos felices.
XC. Volviendo al asunto, el primer gobierno ordenado por Darío se
componía de los jonios, de los Magnesios del Asia, de los eolios, de
los carios, de los licios, de los Milias y de los panfilios: la
contribución para la cual dichos pueblos juntamente estaban
empadronados subía a 400 talentos de plata. El segundo gobierno,
compuesto de los misios, lidios, Lasonios, Cabalios y los Higeneos,
contribuía con 400 talentos. El tercer gobierno, en que estaban
encabezados los pueblos del Helesponto que caen a la derecha del que
navega hacia el ponto Euxino, a saber, los frigios, los tracios
asiáticos, Paflagonios, los Mariandinos y los Sirios (46),
cargaba con 360 talentos de contribución. El cuarto gobierno, que
comprendía solo los Cilicios, además de 360 caballos blancos que salían
a uno por día (47), pagaba
al rey 500 talentos de plata, de los cuales 140 se quedaban allí para
mantener la caballería apostada en las guarniciones de Cilicia, y los
360 restantes iban al erario real de Darío.
XCI. El quinto gobierno, cargado con 350 talentos de imposición, empezaba desde la ciudad de Posideo (48),
fundada por Anfíloco, hijo de Anfiarao, en los confines de los Cilicios
y Sirios, y llegando hasta el Egipto, comprendía la Fenicia entera, la
Siria que llaman Palestina, y la isla de Chipre, no entrando sin
embargo en este Gobierno la parte confinante de la Arabia, que era
franca y privilegiada. El sexto gobierno se componía del Egipto, de los
Libios sus vecinos, de Cirene y de Barca, agregadas a este partido, y
pagaba al erario real 700 talentos, y esto sin contar el producto que
daba al rey la pesca del lago Meris, ni tampoco el trigo que en
raciones medidas, se daba a 120.000 soldados persas y a las tropas
extranjeras a sueldo del rey en Egipto, que suelen estar de guarnición
en el fuerte blanco de Menfis. En el sétimo gobierno estaban
encabezados los Satágidas, los Gandarios (49),
los Dádicas, y los Aparitas que contribuían todos con la suma de 170
talentos. Del octavo gobierno, compuesto de Sosa y de lo restante del
país de los Cisios, percibía el erario 300 talentos de contribución.
XCII. Del nono gobierno, en que entraba Babilonia con lo restante de
la Asiria, sacaba el rey 1.000 talentos de plata, y además 500 niños
eunucos. Del décimo gobierno, compuesto de Ecbatana con toda la Media,
de los Paricanios y de los Ortocoribancios, entraban en las rentas
reales 450 talentos. El undécimo gobierno componíanlo los Caspios, los
Pansicas, los Pantimatos y los Daritas, pueblos que unidos bajo un
mismo registro tributan al rey 200 talentos. Del duodécimo gobierno,
que desde los bactrianos se extendía hasta los Eglos, se sacaban 300
talentos (50).
XCIII. El décimotercio gobierno, formado de la Pactica, de los
Armenios, y gentes comarcanas hasta llegar al ponto Euxino, redituaba a
las arcas del rey 400 talentos. Del decimocuarto gobierno, al cual
estaban agregados los Sagartios, los Sarangas, los Tamaneos, los Utios,
los Micos y los habitantes de las islas del mar Eritreo, en las cuales
suele confinar el rey a los reos que llaman deportados, se
percibían 600 talentos de contribución. Los sacas y los Caspios,
alistados en el gobierno decimoquinto, contribuían con 250 talentos al
año. Los Partos, los Corasmios, los Sogdos y los Arios, que formaban el
decimosexto, pagaban al rey 300 talentos (51).
XCIV. Los Paricanios y etíopes del Asia empadronados en el
decimosétimo gobierno pagaban al erario real 400 talentos. A los
Matienos, a los Saspires y a los Alarodios, pueblos unidos en el
gobierno decimoctavo, se les había impuesto la suma de 200 talentos. A
los pueblos del decimonono, moscos, Tibarenos, Macrones, Mosinecos y
Mardos, se impusieron 300 talentos de tributo. El gobierno vigésimo, en
que están alistados los indios, nación sin disputa la más numerosa de
cuantas han llegado a mi noticia, paga un tributo más crecido que los
demás gobiernos, que consiste en 360 talentos de oro en polvo (52).
XCV. Ahora, pues, reducido el talento de plata babilónico al talento
euboico, de las contribuciones apuntadas resulta la suma de 6.540
talentos euboicos. Multiplicado después el talento de oro en grano por
13 talentos de plata, dará esta partida la suma de 14.680 talentos: así
que, hecha la suma total de dichos talentos, el tributo anual que
recogía Darío ascendía a 14.560 talentos euboicos, y esto sin incluir
en ella las partidas de quebrados.
XCVI. Estos eran los ingresos que Darío percibía del Asia y de
algunas pocas provincias de la Libia. Corriendo el tiempo, se le añadió
el tributo que después le pagaron, así las islas del Asia menor, como
los vasallos que llegó a tener en Europa, hasta la misma Tesalia. El
modo como guarda el persa sus tesoros en el erario, es derramar el oro
y la plata derretida en unas tinajas de barro hasta llenarlas, y
retirarlas después de cuajado el metal; de suerte que cuando necesita
dinero va cortando de aquellos pilones el oro y plata que para la
ocasión hubiere menester.
XCVII. Estos eran, repito, los gobiernos y las tallas de tributo ordenadas por Darío. No ha contado la Persia propia (53)
entre las provincias tributarias de la corona, por cuanto los persas en
su país son privilegiados e inmunes de contribución. Hablaré ahora de
algunas otras naciones, las cuales, si bien no tenían tributos
impuestos, contribuían al rey, sin embargo, con sus donativos
regulares. Tales eran los etíopes, confinantes con el Egipto, que
tienen su domicilio cerca de la sagrada Nisa, y celebran fiestas a
Dioniso, los cuales, como todos sus comarcanos, siguiendo el modo de
vivir que los indios llamados Caiantias, moran en las habitaciones
subterráneas. Habiendo sido conquistados por Cambises dichos etíopes y
sus vecinos en la expedición emprendida contra los otros etíopes
Macrobios, presentaban entonces cada tercer año y presentan aun ahora
sus donativos, reducidos a dos Chenices de oro no acrisolado, a 200 maderos de ébano, a cinco niños etíopes, y a veinte grandes dientes de elefante (54).
Tales eran asimismo los Colcos que juntamente con sus vecinos hasta
llegar al monte Cáucaso, eran contados entre los pueblos donatarios de
la corona, pues los dominios del persa terminan en el Cáucaso, desde el
cual todo el país que se extiende hacia el viento Bóreas en nada
reconoce su imperio. Los Colcos, aun en el día, hacen al persa sus
regalos de cinco en cinco años, como homenajes concertados, que
consisten en cien mancebos y cien doncellas. Tales eran los árabes,
finalmente, que regalaban al rey cada, año mil talentos de incienso: y
éstos eran, además de los tributos, los donativos públicos que debían
hacerse al soberano.
XCVIII. Volviendo al oro en polvo que los indios, como decíamos,
llevan al rey en tan grande cantidad, explicaré el modo con que lo
adquieren. La parte de la India de la cual se saca el oro, y que está
hacia donde nace el sol, es toda un mero arenal; porque ciertamente de
todos los pueblos del Asia de quienes algo puede decirse con fundamento
de verdad y de experiencia, los indios son los más vecinos a la aurora,
y los primeros moradores del verdadero Oriente o lugar del nacimiento
del sol, pues lo que se extiende más allá de su país y se acerca más a
Levante es una región desierta, totalmente cubierta de arena (55).
Muchas y diversas en lenguaje son las naciones de los indios, unas son
de nómadas o pastores, otras no; algunas de ellas, viviendo en los
pantanos que forman allí los tíos, se alimentan de peces crudos que van
pescando con barcos de caña, pues hay allí cañas tales, que un solo
cañuto basta para formar un barco. Estos indios de las lagunas visten
una ropa hecha de cierta especie de junco, que después de segado en los
tíos y machacado, van tejiendo a manera de estera, haciendo de él una
especie de petos con que se visten.
XCIX. Otros indios que llaman Padeos y que habitan hacia la aurora,
son no sólo pastores de profesión, sino que comen crudas las reses, y
sus usos se dice son los siguientes: Cualquiera de sus paisanos que
llegue a enfermar, sea hombre, sea mujer, ha de servirles de comida.
¿Es varón el infeliz doliente? los hombres que lo tratan con más
intimidad son los que le matan, dando por razón que corrompido él con
su mal llegaría a corromper las carnes de los demás. El infeliz resiste
y niega su enfermedad; mas ellos por eso no le perdonan, antes bien lo
matan y hacen de su carne un banquete. ¿Es mujer la enferma? sus más
amigas y allegadas son las que hacen con ella lo mismo que suelen los
hombres con sus amigos enfermos. Si alguno de ellos llega a la vejez, y
son pocos de este número, procuran quitarle la vida antes que enfermo
de puro viejo, y muerto se lo comen alegremente.
C. Otros indios hay cuya costumbre es no matar animal alguno, no
sembrar planta ninguna, ni vivir en casas. Su alimento son las hierbas,
y entre ellas tienen una planta que la tierra produce naturalmente, de
la cual se levanta una vaina, y dentro de ella se cría una especie de
semilla del tamaño del mijo, que cogida con la misma vainilla van
comiendo después de cocida. El infeliz que entre ellos enferma se va a
despoblado y tiéndese en el campo, sin que nadie se cuide de él, ni
doliente ni después de muerto.
CI. El concúbito de todos estos indios mencionados, se hace en
público, nada más contenido ni modesto que el de los ganados. Todos
tienen el mismo color que los etíopes: el esperma que dejan en las
hembras para la generación no es blanco, como en los demás hombres,
sino negro como lo es el que despiden los etíopes. Verdad es que estos
indios los más remotos de los persas y situados hacia el Noto, jamás
fueron súbditos de Darío.
CII. Otra nación de indios se halla fronteriza a la ciudad de
Caspatiro y a la provincia Pactica, y situada hacia el Bóreas al Norte
de los otros indios, la cual sigue un modo de vivir parecido al de los
bactrianos; y estos indios, los guerreros más valientes entre todos,
son los que destinan a la conducción y extracción del oro citado (56).
Hacia aquel punto no es más el país que un arenal despoblado, y en él
se crían una especie de hormigas de tamaño poco menor que el de un
perro y mayor que el de una zorra, de las cuales cazadas y cogidas allí
se ven algunas en el palacio del rey de Persia. Al hacer estos animales
su hormiguero o morada subterránea, van sacando la arena a la
superficie de la tierra, como lo hacen en Grecia nuestras hormigas, a
las que se parecen del todo en la figura. La arena que sacan es oro
puro molido, y por ella van al desierto los indios señalados, del modo
siguiente: Unce cada uno a su carro tres camellos: los dos atados con
sogas a los dos extremos de las varas son machos, el que va en medio es
hembra. El indio montado sobre ella procura que sea madre y recién
parida y arrancada con violencia de sus tiernas crías, lo que no es
extraño, pues estas hembras son allí nada inferiores en ligereza a los
caballos y al mismo tiempo de robustez mucho mayor para la carga.
CIII. No diré aquí cuál sea la figura del camello por ser bien
conocida entre los griegos; diré, si, una particularidad que no es tan
sabida; a saber, que el camello tiene en las piernas de detrás cuatro
muslos y cuatro rodillas, y que sus partes naturales miran por entre
las piernas hacia su cola.
CIV. Uncidos de este modo al carro los camellos, salen los indios
auríferos a recoger el oro, pero siempre con la mira de llegar al lugar
del pillaje en el mayor punto de los ardores del sol, tiempo en que se
sabe que las hormigas se defienden del excesivo calor escondidas en sus
hormigueros. Es de notar que los momentos en que el sol pica más y se
deja sentir más ardiente, no es a medio día como en otros climas, sino
por la mañana, empezando muy temprano, y subiendo de punto hasta las
diez del día, hora en que es mucho mayor el calor que se siente en la
India que no en Grecia al medio día, y por eso la llaman los indios
hora del baño. Pero al llegar al medio día, el calor que se siente
entre los indios es el mismo que suele sentirse en otros países. Por la
tarde, cuando empieza el sol a declinar, calienta allí del mismo modo
que en otras partes después de recién salido; mas después se va
templando de tal manera y refrescando el día, que al ponerse el sol se
siente ya mucho frío (57).
CV. Apenas llegan los indios al lugar de la presa, muy provistos de
costales, los van llenando con la mayor diligencia posible, y luego
tornan la vuelta por el mismo camino, en lo cual se dan tanta prisa,
porque las hormigas, según dicen ellos, los rastrean por el olor, y
luego que lo perciben salen a perseguirlos, y siendo, como aseguran, de
ligereza tal a que no llega animal alguno, si los indios no cogieran la
delantera mientras ellas se van reuniendo, ni uno solo de los
colectores de oro escapara con vida. En la huida los camellos machos,
siendo menos ágiles, se cansan antes que las hembras, y los van
soltando de la cuerda, primero uno y después otro, haciéndolos seguir
detrás del carro, al paso que las hembras que tiran en las varas con la
memoria y deseo de sus crías nada van alojando de su corrida. Esta, en
suma, según nos lo cuentan los persas, es la manera con que recogen los
indios tanta abundancia de oro, sin faltarles con todo otro oro, bien
que en menor copia, sacado de las minas del país.
CVI. Advierto que a los puntos extremos de la tierra habitada les
han cabido en suerte las cosas más bellas y preciosas, así como a la
Grecia ha tocado la fortuna de lograr para sí las estaciones más
templadas en un cielo más dulce y apacible. Por la parte de Levante, la
primera de las tierras habitadas es la India, como acabo de decir, y
desde luego vemos allí que las bestias cuadrúpedas, como también las
aves, son mucho mayores que en otras regiones, a excepción de los
caballos, que en grandeza quedan muy atrás a los de Media llamados
Niseos (58). En segundo
lugar, vemos en la india infinita copia de oro, ya sacado de sus minas,
ya revuelto por los ríos entre las arenas, ya robado, como dije, a las
hormigas. Lo tercero, encuéntranse allí ciertos árboles agrestes que en
vez de fruta llevan una especie de lana, que no sólo en belleza sino
también en bondad aventaja a la de las ovejas, y sirve a los indios
para tejer sus vestidos (59).
CVII. Por la parte de Mediodía, la última de las tierras pobladas en
la Arabia, única región del orbe que naturalmente produce el incienso,
la mirra, la casia, el cinamomo y ládano, especies todas que no recogen
fácilmente los árabes, si se exceptúa la mirra. Para la cosecha del
incienso sírvense del sahumerio del estoraque, una de las drogas que
nos traen a Grecia los fenicios; y la causa de sahumarle al irlo a
recoger es porque hay unas sierpes aladas de pequeño tamaño y de color
vario por sus manchas, que son las mismas que a bandadas hacen sus
expediciones hacia el Egipto, las que guardan tanto los árboles del
incienso, que en cada uno se hallan muchas de ellas, y sola tan amigas
de estos árboles que no hay medio de apartarlas sino a fuerza de humo
del estoraque mencionado.
CVIII. Añaden los árabes sobre este punto, que todo su país
estuviera a pique de verse lleno de estas serpientes si no cayera sobre
ellas la misma calamidad que, como sabemos, suele igualmente suceder a
las víboras, cosa en que deja verse, segura nos persuade toda buena
razón, un mismo rasgo de la sabiduría y providencia divina, pues vemos
que a todos los animales tímidos a un tiempo por instinto y aptos para
el sustento común de la vida, los hizo Dios muy fecundos, sin duda a
fin de que, aunque comidos ordinariamente, no llegaran a verse del todo
consumidos; mientras los otros por naturaleza fieros y perjudiciales
suelen ser poco fecundos en sus crías (60).
Se ve esto especialmente en las liebres y conejos, los cuales, siendo
presa de las fieras y aves de rapiña, y caza de los hombres, son una
raza con todo tan extremadamente fecunda, que preñada ya concibe de
nuevo, en lo que se distingue de cualquiera otro animal; y a un mismo
tiempo lleva en su vientre una cría con pelo, otra sin pelo aun, otra
en embrión que se va formando, y otra nuevamente concebida en esperma.
Tal es la fecundidad de la liebre y del conejo. Al contrario, la leona,
fiera la más valiente y atrevida de todas, pare una sola vez en su vida
y un cachorro solamente, arrojando juntamente la matriz al parirlo; y
la causa de esto es porque apenas empieza el cachorrito a moverse
dentro de la leona, cuando sus uñas, que tiene más agudas que ninguna
otra fiera, rasga la matriz, y cuanto más va después creciendo, tanto
más la araña con fuerza ya mayor, y por fin, vecino el parto, nada deja
sano en el útero, dejándolo enteramente herido y destrozado.
CIX. Así que si las víboras y sierpes voladoras de los árabes
nacieran sin fracaso alguno por su orden natural, no quedara hombre a
vida en aquel país. Pero sucede que al tiempo mismo del coito, cuando
el macho está arrojando la esperma, la mala hembra, asiéndole del
cuello y apretándole con toda su fuerza, no le suelta hasta que ha
comido y tragado su cabeza. Muere entonces el macho, mas después halla
la hembra su castigo en sus mismos hijuelos, que antes de nacer, como
para vengar a su padre, le van comiendo las entradas, de modo que para
salir a luz se abren camino por el vientre rasgado de su misma madre.
No sucede así con las otras serpientes, en nada enemigas ni
perjudiciales al hombre, las que después de poner sus huevos van
sacando una caterva sin número de hijuelos. Respecto a las víboras,
observamos que las hay en todos los países del mundo; pero las sierpes
voladoras solo en Arabia se ven ir a bandadas, lo que las hace parecer
muchas en número, y es cierto que no se ven en otras regiones.
CX. Hemos referido el modo como los árabes recogen el incienso; he
aquí el que emplean para recoger la casia. Para ir a esta cosecha,
antes de todo se cubren no solo el cuerpo sino también la cara con
cueros y otras pieles, dejando descubiertos únicamente los ojos; porque
la casia, nacida en una profunda laguna, tiene apostados alrededor
ciertos alados avechuchos muy parecidos a los murciélagos, de singular
graznido y de muy gran fuerza, y así defendidos los árabes con sus
pieles los van apartando de los ojos mientras recogen su cosecha de
casia.
CXI. Más admirable es aun el medio que usan para reunir el cinamomo,
si bien no saben decirnos positivamente ni el sitio donde nace, ni la
calidad de la tierra que lo produce; infiriendo solamente algunos por
muy probables conjeturas que debe nacer en los mismos parajes en que se
crió Dioniso. Dícennos de esta planta que llegan al Arabia unas grandes
aves llevando aquellos palitos que nosotros, enseñados por los fenicios
llamamos cinamomo, y los conducen a sus nidos formados de barro encima
de unos peñascos tan altos y escarpados que es imposible que suba a
ellos hombre nacido. Mas para bajar de los nidos el cinamomo han sabido
los árabes ingeniarse, pues partiendo en grandes pedazos los bueyes,
asnos y otras bestias muertas, cargan con ellos, y después de dejarlos
cerca del lugar donde saben que está su manida, se retiran fuego muy
lejos: bajan volando a la presa aquellas aves carniceras, y cargadas
con aquellos enormes cuartos los van subiendo y amontonando en su nido,
que no pudiendo llevar tanto peso, se desgaja de la peña y viene a dar
en el suelo. Vuelven los árabes a recoger el despeñado cinamomo, que
vendido después por ellos pasa a los demás países.
CXII. Aun tiene más de extraño y maravilloso la droga del lédano, o
ládano como los árabes lo llaman, que nacida en el más hediondo lugar
es la que mejor huele de todas. Cosa extraña por cierto; va criándose
en las barbas da las cabras y de los machos de cabrío, de donde se le
extrae a la manera que el moho del tronco de los árboles. Es el más
provechoso de todos los ungüentos para mil usos, y de él muy
especialmente se sirven los árabes para sus perfumes.
CXIII. Basta ya de hablar de estos, con decir que la Arabia entera
es un paraíso de fragancia suavísima y casi divina. Y pasando a otro
asunto, hay en Arabia dos castas de ovejas muy raras y maravillosas que
no se ven en ninguna otra región: una tiene tal y tan larga cola, que
no es menor de tres codos cumplidos (61),
y es claro que si dejaran a las ovejas que las arrastrasen por el
suelo, no pudieran menos de lastimarlas con muchas heridas; mas para
remediar este daño, todo pastor, haciendo allí de carpintero, forma
pequeños carros que después ata a la gran cola, de modo que cada oveja
arrastra la suya montada en su carro: la otra casta tiene tan ancha la
cola, que tendrá más de un codo.
CXIV. Por la parte de Poniente al retirarnos del Mediodía sigue la
Etiopía, última tierra habitada por aquel lado, que tiene asimismo la
ventaja de producir mucho oro, de criar elefantes de enormes dientes,
de llevar en sus bosques todo género de árboles y el ébano mismo, y de
formar hombres muy altos, muy bellos y vividores (62).
CXV. Tales son las extremidades del continente, así en el Asia como
en la Libia; de la parte extrema que en la Europa cae hacia Poniente,
confieso no tener bastantes luces para decir algo de positivo. No puedo
asentir a lo que se dice de cierto río llamado por los bárbaros
Erídano, que desemboca en el mar hacia el viento Bóreas, y del cual se
dice que nos viene el electro (63),
ni menos saldrá fiador de que haya ciertas islas llamadas Casitéridas
de donde proceda el estaño; pues en lo primero el nombre mismo de
Eridano, siendo griego y nada bárbaro, clama por sí que ha sido hallado
y acomodado por alguno de los poetas; y en lo segundo, por más que
procuré averiguar el punto con mucho empeño, nunca pude dar con un
testigo de vista que me informase de cómo el mar se difunde y dilata
más allá de la Europa, de suerte que a mi juicio el estaño y el electro
nos vienen de algún rincón muy retirado de la Europa, pero no de fuera
de su recinto.
CXVI. Por el lado del Norte parece que se halla en Europa
copiosísima abundancia de oro, pero tampoco sabré decir dónde se halla,
ni de dónde se extrae. Cuéntase que lo roban a los Grifos los Monóculos
Arimaspos (64), pero es
harto grosera la fábula para que pueda adoptarse ni creerse que existan
en el mundo hombres que tengan un ojo solo en la cara, y sean en lo
restante como los demás. En suma, paréceme acerca de las partes
extremas del continente, que son una especie de terreno muy diferente
de los otros, y como encierran unos géneros que son tenidos acá por los
mejores, se nos figura también que allí son todo preciosidades.
CXVII. Hay en el Asia, pues tiempo es de volver a ella, cierta
llanura cerrada en un cerco formado por un monte que se extiende
alrededor de ella, teniendo cinco quebradas. Esta llanura, estando
situada en los confines de los Cerasmios, de los Hircanios, de los
Partos, de los Sarasgas y de los Tamaneos, pertenecía antes a los
primeros; pero después que el imperio pasó a los persas, pasó ella a
ser un señorío o patrimonio de la corona. Del monte que rodea dicha
llanura nace un gran río, por nombre Aces (65),
que conducido hacia las quebradas, y sangrado por ellas con canales,
iba antes regando las referidas tierras, derivando su acequia cada cual
de aquellos pueblos por su respectiva quebrada. Mas después que estas
naciones pasaron al dominio de los persas, se les hizo en este punto un
notable perjuicio, por haber mandado el rey que en dichas quebradas se
levantasen otras tantas presas con sus compuertas; de lo cual
necesariamente provino que, cerrado todo desaguadero, no pudiendo el
río tener salida, se difundiera por la llanura y la convirtiera en un
mar. Los pueblos circunvecinos, que solían antes aprovecharse del río
sangrado, no pudiendo ya valerse de su agua, viéronse muy pronto en la
mayor calamidad, pues aunque llueve allí en invierno como suele en
otras partes, echaban menos en verano aquella agua del río para ir
regando sus sementeras ordinarias de panizo y de ajonjolí. Viendo,
pues, aquellos que nada de agua se les concedía y así hombres como
mujeres fueron de tropel a la corte de los persas, y fijos allí todos a
las puertas de palacio, llenaban el aire hasta el cielo de gritos y
lamentos. Con esto el rey mandó que para aquel pueblo que mayor
necesidad tenía del agua, se les abriera la compuerta de su propia
presa, y que se volviera a cerrar después de bien regada la comarca y
harta ya de beber; y así por turno y conforme la mayor necesidad fueran
abriéndose las compuertas de las acequias respectivas. Este, según oigo
y creo muy bien, fue uno de los arbitrios para las arcas reales,
cobrando, además del tributo ya tasado, no pequeños derechos en la
repartición de aquellas aguas.
CXVIII. Pero dejando esto, volvamos a los septemviros de la célebre
conjuración; uno de los cuales, Intafernes, tuvo un fin bien
desastrado, a que su misma altivez e insolencia lo precipitaron. Pues
habiéndose establecido la ley de que fuera concedido a cualquiera de
los siete la facultad de presentarse al rey sin preceder recado,
excepto en el caso de hallarse en el momento en compañía de sus
mujeres, Intafernes quiso entrar en palacio poco después de la
conjuración, teniendo que tratar no sé qué negocio con Darío, y en
fuerza de su privilegio, como uno de los siete, pretendía entrada
franca sin introductor alguno; mas el portero de palacio y el paje
encargado de los recados se la negaban, alegando por razón que estaba
entonces el rey visitando a una de sus esposas. Sospechó Intafernes que
era aquel uno de los enredos y falsedades de los palaciegos, y sin más
tardanza saca al punto su alfanje, corta a entrambos, al paje y al
portero, orejas y narices, ensártalas a prisa con la brida de su
caballo, y poniéndolas luego al cuello de éstos, los despacha adornados
con aquella especie de collar. Preséntanse entrambos al rey, y le
declaran el motivo de su trágica violencia en aquella mutilación.
CXIX. Receló Darío en gran manera que una tal demostración se
hubiese hecho de común acuerdo y consentimiento de los seis conjurados,
y haciéndolos venir a su presencia uno a uno, iba explorando su ánimo
para averiguar si habían sido todos cómplices en aquel desafuero. Pero
viendo claramente que ninguno había tenido en ello participación, mandó
que prendieran no sólo a Intafernes, sino también a sus hijos con todos
los demás de su casa y familia, sospechando por varios indicios que
tramaba aquél con todos sus parientes alguna sublevación (66),
y luego de presos los condenó a muerte. En esta situación, la esposa de
Intafernes, presentándose a menudo a las puertas de palacio, no cesaba
de llorar y dar grandes voces y alaridos, hasta que el mismo Darío se
movió a compasión con su llanto y dolor. Mándale, pues, decir por un
mensajero: -«Señora, en atención y respeto a vuestra persona, accede el
rey Darío a dar el perdón a uno de los presos, concediéndoos la gracia
de que lo escojáis vos misma a vuestro arbitrio y voluntad. -Pues si el
rey, respondió ella después de haberlo pensado, me concede la vida de
uno de los presos, escojo entre todos la vida de mi hermano.» Informado
Darío y admirado mucho de aquella respuesta y elección, le hace
replicar: -«Señora, quiere el rey que le digáis la razón, por qué
dejando a vuestro marido y también a vuestros hijos, preferís la vida
de un hermano, que ni os toca de tan cerca como vuestros hijos, ni
puede serviros de tanto consuelo como vuestro esposo.» A lo cual
contestó la mujer: -«Si quieren los cielos ¡oh señor! no ha de faltarme
otro marido, del cual conciba otros hijos, si pierdo los que me dieron
los dioses. Otro hermano sé bien que no me queda esperanza alguna de
volver a lograrlo, habiendo muerto ya nuestros padres (67);
por este motivo me goberné, señor, en mi respuesta y elección.» Pareció
tan acertada la razón a Darío, que prendado de la discreción de aquella
matrona, no sólo le hizo gracia de su hermano que escogía, sino que
además le concedió la vida de su hijo mayor, por quien no pedía. A
todos los demás los hizo morir Darío, acabando así con todos sus deudos
Intafernes, uno de los siete grandes de la liga, poco después de
recobrado el imperio.
CXX. Volviendo a tomar el hilo de la historia, casi por el mismo
tiempo en que enfermó Cambises sucedió un caso muy extraño. Hallábase
en Sardes por gobernador un señor de nación persa, por nombre Oretes,
colocado por Ciro, en aquel empleo, y se empeñó en ejecutar el atentado
más caprichoso e inhumano que darse puede, cual fue dar muerte a
Polícrates el samio, de quien, ni de obra ni de palabra había recibido
nunca el menor disgusto, y lo que es más, no habiéndole visto ni
hablado en los días de su Vida. Por la que mira al motivo que tuvo
Oretes para desear prender y perder a Polícrates, pretenden algunos que
naciese de lo que voy a referir. Estaba Oretes en cierta ocasión
sentado en una sala de palacio en compañía de otro señor también persa,
llamado Mitrobates, entonces gobernador de la provincia de Dascilio (68),
y de palabra en palabra, como suele, vino la conversación a degenerar
en pendencia. Altercábase en ella con calor acerca de quién tenía mayor
valor y méritos personales, y Mitrobates empezó a insultar a Oretes en
sus barbas, diciendo: -¿Tú, hombre, te atreves a hablar de valor y
servicios personales, no habiendo sido capaz de conquistará la corona y
unir a tu satrapía la isla de Samos, que tienes tan cercana, y es de
suyo tan fácil de sujetar que un particular de ella con solos quince
infantes se alzó con su dominio en que se mantiene hasta el día?»
Pretenden algunos, como dije, que vivamente penetrado Oretes en su
corazón de este insulto, no tanto desease vengarlo en la persona del
que se lo dijo, cuanto borrarlo con la ruina de Polícrates, ocasión
inocente de aquella afrenta.
CXXI. No faltan otros con todo, aunque más pocos, que lo refieren de
otro modo. Dicen que Oretes envió a Samos un diputado para pedir no sé
qué cosa, que no expresan los narradores, a Polícrates, que echado
sobre unos cojines en su gabinete estaba casualmente entreteniéndose
con Anacreonte de Teos (69).
Entra en esto el diputado de Oretes y empieza a dar su embajada.
Polícrates entretanto, ora a propósito quisiera dar a entender cuán
poco contaba con Oretes, ora sucediese por descuido y falta de
reflexión, vuelto como estaba el rostro a la pared, ni lo volvió para
mirar al enviado, ni le respondió palabra.
CXXII. De estos dos motivos que suelen darse acerca de la muerte de
Polícrates, adopte cada cual el que más le acomode, nada me importa. En
cuanto a Oretes, como viviese de asiento en Mignesia, ciudad fundada en
las orillas del río Menandro, y estuviese bien informado del espíritu
ambicioso de Polícrates, envióle a Samos por embajador a Mirso, hijo de
Giges y natural de Lidia. Sabía Oretes que Polícrates había formado el
proyecto de alzarse con el imperio del mar, habiendo sido en este
designio el primero de los griegos, al menos de los que tengo noticia.
Verdad es que no quiero en esto comprender ni al Gnosio Minos, ni a
otro alguno anterior, si lo hubo que en los tiempos fabulosos hubiese
tenido el dominio de los mares (70);
sólo afirmo que en la era humana, que así llaman a los últimos tiempos
ya conocidos, fue Polícrates el primer griego que se lisonjeó con la
esperanza de sujetar a su mando la Jonia e islas adyacentes.
Conociendo, pues, Oretes el flaco de Polícrates, le envía una embajada
concebida en estos términos: «Oretes dice a Polícrates: Estoy informado
de que meditas grandes empresas, pero que tus medios no alcanzan a tus
proyectos. Si quieres, pues, ahora seguir mi consejo, te aseguro que
con ello conseguirás provecho, y me salvarás la vida; pues el rey
Cambises, según sé ciertamente, anda al presente maquinándome la
muerte. En suma, quiero de ti que vengas por mí y por mis tesoros, de
los que tomarás cuanto gustares, dejando el resto para mí. Ten por
seguro que por falta de dinero no dejarás de conquistar la Grecia
entera. Y si acerca de los tesoros no quisieres fiarte de mi palabra,
envíame el sujeto que tuvieres de mayor satisfacción, a quien me
ofrezco a mostrárselos.
CXXIII. Oyó Polícrates con mucho gusto tal embajada, y determinó
complacer a Orales. Sediento el hombre de dinero, envió ante todo para
verlo a su secretario, que era Menandrio, hijo de Menandrio, el mismo
que no mucho después consagró en el Hereo (71)
los adornos todos muy ricos y vistosos que había tenido Polícrates en
su mismo aposento. Sabiendo Oretes que aquel explorador era un
personaje de respeto, toma ocho cofres y manda embutirlos de piedras
hasta arriba, dejando sólo por llenar una pequeña parte la más vecina a
los labios de aquellos, y después cubre de oro toda aquella superficie;
ata muy bien sus cofres, y los deja patentes a la vista. Llegó poco,
después Menandrio, vio las arcas de oro, y dio cuenta luego a
Polícrates.
CXXIV. Informado este del oro, a pesar de sus privados que se lo
aconsejaban, y a pesar asimismo de sus adivinos que le auguraban mala
suerte, no veía la hora de partir en busca de las arcas. Aun hubo más,
porque la hija de Polícrates tuvo entre sueños una visión infausta,
pareciéndole ver en ella a su padre colgado en el aire, y que Júpiter
la estaba lavando y el sol ungiendo. En fuerza de tales agüeros,
deshaciéndose la hija en palabras y extremos, pugnaba en persuadir al
padre no quisiera presentarse a Oretes, tan empeñada en impedir el
viaje, que al ir ya Polícrates a embarcarse en su galera, no dudó en
presentársele cual ave de mal agüero. Amenazó Polícrates a su hija que
si volvía salvo tarde o nunca había de darle marido. -«¡Ojalá, padre,
sea así! responde ella; que antes quisiera tarde o nunca tener marido,
que dejar de tener tan presto un padre tan bueno.»
CXXV. Por fin, despreciando los consejos de todos, embarcóse
Polícrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos
y compañeros, entre quienes se hallaba el médico más afamado que a la
sazón se conocía, Democedes, hijo de Califonte, natural de Cretona. No
bien acabó Polícrates de poner el pie en Magnesia, cuando se le hizo
morir con una muerte cruel, muerte indigna de su persona e igualmente
de su espíritu magnánimo y elevado, pues ninguno se hallará entre los
tiranos o príncipes griegos, a excepción solamente de los que tuvieron
los Siracusanos, que en lo grande y magnífico de los hechos pueda
competir con Polícrates el samio (72).
Pero no contento el fementido persa con haber hecho en Polícrates tal
carnicería que de puro horror no me atrevo a describir, le colgó
después en una aspa. Oretes envió libres a su patria a los individuos
de la comitiva que supo eran naturales de Samos, diciéndoles que bien
podían y aun debían darle las gracias por acabar de librarlos de un
tirano; pero a los criados que habían seguido a su amo los retuvo en su
poder y los trató como esclavos. Entretanto, en el cadáver de
Polícrates en el aspa íbase verificando puntualmente la visión nocturna
de su hija, siendo lavado por Júpiter siempre que llovía, y ungido por
el sol siempre que con sus rayos hacia que manase del cadáver un humor
corrompido. En suma, la fortuna de Polícrates, antes siempre próspera,
vino al cabo a terminar, según la predicción profética de Amasis, rey
de Egipto, en el más desastroso paradero.
CXXVI. Pero no tardó mucho en vengar el cielo el execrable suplicio
dado a Polícrates en la cabeza de Oretes, y fue del siguiente modo:
Después de la muerte de Cambises, mientras que duró el reinado de los
Magos, estuvo Oretes en Sardes quieto y sosegado, sin cuidar nada de
volver por la causa de los persas infamemente despojados del imperio
por los medos; antes bien, entonces fue cuando aprovechándose de la
perturbación actual del estado, entre otros muchos atentados que
cometió, quitó la vida no sólo a Mitrobates, general de Dascilio, el
mismo que le había antes zaherido por no haberse apoderado de los
dominios de Polícrates, sino también a Cranapes, hijo del mismo, sin
atender a que eran entrambos personajes muy principales entre los
persas. Y no paró aquí la insolencia de Oretes, pues, habiéndole
después enviado Darío un correo, y no dándole mucho gusto las órdenes
que de su parte le traía, armóle una emboscada en el camino y le mandó
asesinar a la vuelta, haciendo que nunca más se supiese noticia alguna
ni del posta ni de su caballo.
CXXVII. Luego que Darío se vio en el trono, deseaba muy de veras
hacer en Oretes un ejemplar, así en castigo de todas sus maldades, como
mayormente de las muertes dadas a Mitrobates y a su hijo. Con todo, no
le parecía del caso enviar allá un ejército para acometerle
declaradamente desde luego, parte por verse en el principio del mando,
no bien sosegadas las inquietudes públicas del imperio, parte por
considerar cuán prevenido y pertrechado estaría Oretes, manteniendo por
un lado cerca de su persona un cuerpo de mil persas, sus alabarderos, y
teniendo por otro en su provincia y bajo su dominio a los frigios, a
los lidios y a los jonios. Así que Darío, queriendo obviar estos
inconvenientes, toma el medio de llamar a los persas más principales de
la corte y hablarles en estos términos: -«Amigos, ¿habrá entre vosotros
quien quiera encargarse de una empresa de la corona, que pide maña o
ingenio, y no ejército ni fuerza? Bien sabéis que donde alcanza la
prudencia de la política, no es menester mano armada. Hágoos saber que
deseo muchísimo que alguno de vosotros procure presentarme vivo o
muerto a Oretes, hombre que además de ser desconocido a los persas, a
quienes en nada ha servido hasta aquí, es al mismo tiempo un violento
tirano, llevando ya cometidas muchas maldades contra nos, una la de
haber hecho morir al general Mitrobates, juntamente con su hijo, otra
la de haber asesinado a mis enviados que le llevaban la orden de
presentársenos, mostrando en todo un orgullo y contumacia intolerables.
Es preciso, pues, anticipársele, a fin de impedir con su muerte que
pueda maquinar algún atentado mayor contra los persas.»
CXXVIII. Tal fue la pregunta y propuesta hecha por Darío, al cual en
el punto mismo se le ofrecieron hasta 30 de los cortesanos presentes,
pretendiendo cada cual para sí la ejecución de la demanda. Dispuso
Darío que la suerte decidiera la porfía, y habiendo recaído en Bageo,
hijo de Artontes, toma éste desde luego un expediente muy oportuno.
Escribe muchas cartas que fuesen otras tantas órdenes sobre varios
puntos, luego las cierra con el sello de Darío, y con ellas se pone en
camino para Sardes. Apenas llegado, se presenta a Oretes, y delante de
él va sacando las cartas de una en una, dándolas a leer al secretario
real, pues entre los persas todo gobernador tiene su secretario de
oficio nombrado por el rey (73).
Bageo, al dar a leer y al intimar aquellas órdenes reales, pretendía
sondear la fidelidad de los alabarderos, y tentar si podía sublevarlos
contra su general Oretes. Viendo, pues, que llenos de respeto por su
soberano ponían sobre su cabeza las cartas rubricadas y recibían las
órdenes intimadas con toda veneración, da por fin a leer otro despacho
real concebido en esta forma: «Darío, vuestro soberano, os prohibe a
vosotros, persas, servir de alabarderos a Oretes.» No bien se les
intimó la orden, cuando dejan todos sus picas. Animóse Bageo a dar el
último paso, viendo que en aquello obedecían al rey, entregando al
secretario la última carta en que venía la orden, en estos términos:
«Manda el rey Darío a los persas, sus buenos y fieles vasallos en
Sardes, que maten a Oretes.» Acabar de oír la lectura de la carta,
desenvainar los alfanjes los alabarderos y hacer pedazos a Oretes, todo
fue en un tiempo. Así fue como Polícrates el samio vino a quedar
vengado del persa Oretes.
CXXIX. Después que llegaron a Susa, confiscados los bienes que
habían sido de Oretes, sucedió dentro de pocos días que al bajar del
caballo el rey Darío en una de sus monterías, se le torció un pie con
tanta fuerza que, dislocado el talón, se salió del todo de su encaje.
Echó mano desde luego para la cura de sus médicos quirúrgicos, creído
desde atrás que los que tenía a su servicio traídos del Egipto eran en
su profesión los primeros del universo. Pero sucedió que los físicos
egipcios, a fuerza de medicinar el talón, lo pusieron con la cura peor
de lo que había estado en la dislocación. Siete días enteros habían
pasado con sus noches en que la fuerza del dolor no había permitido al
rey cerrar los ojos, cuando al octavo día, en que se hallaba peor,
quiso la fortuna que uno le diese noticia de la grande habilidad del
médico de Crotona, Democedes, de quien acaso había oído hablar
hallándose en Sardes. Manda al instante Darío que hagan venir a
Democedes, y habiéndole hallado entre los esclavos de Oretes, tan
abyecto y despreciado como el que más, lo presentaron del mismo modo a
la vista del rey, arrastrando sus cadenas y mal cubierto de harapos.
CXXX. Estando en pie el pobre esclavo, preguntóle el mismo Daría en
presencia de todos los circunstantes si era verdad que supiera
medicina. Democedes, con el temor de que si decía llanamente la verdad
no tenía ya esperanza de poder volver a Grecia, no respondía que la
supiese. Trasluciéndose a Darío que aquel esclavo tergiversaba,
hablando sólo a medias palabras, mandó al punto traer allí los azotes y
aguijones. La vista de tales instrumentos y el miedo del inminente
castigo hizo hablar más claro a Democedes, quien dijo que no sabía muy
bien la medicina, pero que había practicado con un buen médico. En una
palabra, dejóse Darío en manos del nuevo médico, y como éste le
aplicase remedios y fomentos suaves, después de los fuertes antes
usados en la cura, logró primero que pudiera el rey recobrar el sueño
perdido, y después de muy breve tiempo lo dejó enteramente sano, cuando
Darío había ya desconfiado de poder andar perfectamente en toda su
vida. Al verse sano el rey, quiso regalar al médico griego con dos
pares de grillos de oro macizo, y al irlos a recibir, pregúntale con
donaire Democedes, si en pago de haberle librado de andar siempre cojo,
le doblaba el mal su majestad, dándole un grillo por cada pierna. Cayó
en gracia a Darío el donaire del médico, y le mandó fuese a visitar sus
esposas. Decían por los salones los eunucos que le conducían: -«Señora,
este es el que dio vida y salud al rey nuestro amo y señor.» Las
reinas, muy alegres y agradecidas, iban cada una por sí sacando del
arca un azafate lleno de oro, y el oro y el azafate del mismo metal
todo lo regalaban a Democedes. La magnificencia de las reinas en aquel
regalo fue tan extremada, que un criado de Democedes, llamado Sciton,
recogiendo para sí únicamente los granos que de los azafates caían,
juntó una grandiosa suma de dinero.
CXXXI. El buen Democedes, ya que de sus aventuras hacemos mención,
dejando a Crotona su patria, como referiré, fue a vivir con Polícrates.
Vivía antes en Crotona en casa de su mismo padre, hombre de condición
áspera y dura, y no pudiendo ya sufrirle por más tiempo, fue a
establecerse en Egina. Allí, desde el primer año de su domicilio,
aunque se hallaba desprovisto y falto todavía de los hierros e
instrumentos de su profesión, dejó con todo muy atrás a los primeros
cirujanos del país por lo que al segundo año los eginetas le
asalariaron para el público con un talento, al tercer año lo condujeron
los atenienses por cien minas, y Polícrates al cuarto por dos talentos (74):
por estos pasos vino Democedes a Samos. La fama de este insigne
profesor ganó tanto crédito a los médicos de Crotona, que eran tenidos
por los más excelentes de toda la Grecia; después de los cuales se daba
el segundo lugar a los médicos de Cirene. En la misma Grecia los
médicos de Argos pasaban a la sazón por los más hábiles de todos.
CXXXII. De resultas, pues, de la cura del rey, se le puso a
Democedes una gran casa en Susa, y se lo dio cubierto en la mesa real,
como comensal honorario de Darío, de suerte que nada le hubiese que
dado que desear, si no lo trajera molestado siempre el deseo de volver
a su querida Grecia. No había otro hombre ni otro privado como
Democedes para el rey, de cuyo favor se valió especialmente en dos
casos; el uno cuando logró con su mediación que el rey perdonase la
vida a sus médicos de Egipto, a quienes por haber sido vencidos en
competencia con el griego había condenado Darío a ser empalados; el
otro cuando obtuvo la libertad para cierto adivino Eleo, a quien veía
confundido y maltratado con los demás esclavos que habían sido de la
comitiva de Polícrates.
CXXXIII. Entre otras novedades no mucho después de dicha cura,
sucedió un incidente de consideración a la princesa Atosa, hija de Ciro
y esposa de Darío, a la cual se le formó en los pechos un tumor que una
vez abierto se convirtió en llaga, la cual iba tomando incremento.
Mientras el mal no fue mucho, la princesa lo ocultaba por rubor sin
hablar palabra; mas cuando vio que se hacía de consideración se
resolvió llamar a Democedes y hacer que lo viese. El médico le dio
palabra de que sin falta la curaría, pero con pacto y condición de que
la princesa jurase hacerle una gracia que él quería suplicarle,
asegurándole de antemano que nada le pediría de que ella pudiera
avergonzarse.
CXXXIV. Sanada ya Atosa por obra de Democedes, estando en cama con
Darío, hablóle así, instruida por su médico de antemano: -«¿No me
diréis, señor, por qué tenéis ociosa tanta tropa sin emprender
conquista alguna y sin dilatar el imperio de Persia? A un hombre grande
como vos, oh Darío, a un príncipe joven, al soberano más poderoso del
orbe, el honor le está pidiendo de justicia que haga ver a todos, con
el esplendor de sus proezas, que los persas tienen a su frente un héroe
que los dirige. Por dos motivos os conviene obrar así; por el honor,
para que conozcan los persas que sois un soberano digno del trono que
ocupáis; y por razón de estado, para que los súbditos afanados en la
guerra no tengan lugar de armaros alguna sublevación. Y ahora que os
veo en la flor de la edad quisiera miraros más coronado de laureles,
pues bien sabéis que el vigor del espíritu crece con la actividad del
cuerpo, y al paso que envejece el último, suele aquel ir menguando
hasta quedar al fin ofuscado o del todo extinguido (75).»
En esta forma repetía Atosa las lecciones de su médico. -«Me hablas,
Atosa, responde Darío, como si leyeras los pensamientos y designios de
mi espíritu; pues quiero que sepas que estoy resuelto ya a emprender
una expedición contra los escitas, haciendo a este fin un puente de
naves que una entre sí los dos continentes de Asia y Europa; y te
aseguro, mujer, que todo lo verás en breve ejecutado. Meditadlo antes,
señor, le replica Atosa; dejad por ahora esos escitas, que ni son
primicias convenientes para vuestras armas victoriosas, y son víctimas
seguras por otra parte siempre que las acometáis. Creedme, caro Darío;
acometed de primer golpe a la Grecia, de la cual oigo hablar tanto y
decir tales cosas, que me han dado deseos de verme pronto rodeada aquí
de doncellas Laconias, Argivas otras, unas Áticas, otras Corintias. Y
no parece sino que lo disponen los dioses, que os han traído un hombre
el más apto de todos para poder iros informando punto por punto de
todas las cosas de la Grecia, el buen médico que tan bien os curó el
pie dislocado. -Mujer, respondió Darío, si te parece mejor acometer
antes a la Grecia, creo sería el caso enviar delante nuestros
exploradores conducidos por el médico que dices, para que, informados
ante todo y aun testigos oculares del estado de la Grecia, puedan
instruirnos después, y con esta ventaja podremos acometer mejor a los
griegos.
CXXXV. Dicho y hecho, pues apenas deja verse la luz del día, cuando
Darío llama a su presencia a quince de sus persas, hombres todos de
consideración, y les ordena dos cosas: una ir a observar las costas de
la Grecia conducidos por Democedes; otra que vigilen siempre para que
no se les escape su conductor, al cual de todos modos manda lo
devuelvan a palacio. Instruidos así los persas, hace Darío venir a
Democedes y pídele que después de haber conducido algunos persas
alrededor de la Grecia, sin dejar cosa que no les haga ver, tenga a
bien dar la vuelta a la corte. Al mismo tiempo le convida a cargar con
todos sus muebles preciosos para regalarlos a su padre y hermanos, en
vez de los cuales le daría después otros más numerosos y mejores, para
lo cual le cedía desde luego una barca bien abastecida de provisiones,
que cargada con aquellos presentes le fuese siguiendo en su viaje. Soy
de opinión que Darío hablaba de este modo con sincero corazón, aunque
el hábil Democedes, recelándose de que fuese aquella una fina tentativa
de su fidelidad, anduvo con precaución, sin aceptar desde luego las
ofertas de su amo, antes cortésmente le replicó que su gusto sería que
su majestad le permitiera dejar alguna parte de sus alhajas para
hallarlas después a su vuelta, y que aceptaría con placer la barca que
su majestad tenía la bondad de ofrecerle para cargar en ella los
regalos para los suyos. Tales, en suma, fueron las órdenes con que
Darío le envió con sus compañeros hacia el mar.
CXXXVI. Habiendo, pues, bajado a Fenicia y llegado a Sidonia, uno de
los puertos de aquel país, equiparon sin pérdida de tiempo tres
galeras, y cargaron de todo género de bastimentos una nave, en que
embarcaron asimismo varios y preciosos regalos. Abastecidos de todo,
siguieron el rumbo hacia la Grecia, que fueron costeando y sacando los
planos de sus costas, sin dejar nada que notar por escrito, y
practicada esta diligencia con la mayor parte de los lugares, y en
especial con los más nombrados, llegaron por fin a Tarento en las
playas de Italia. Aristofilides, rey de los Tarentinos, a quien
Democedes logró fácilmente sobornar, le complació en sus dos
solicitudes, de quitar los timones a las naves de los medos, y de
arrestar por espías a los persas, echando voz de que lo eran sin duda.
Mientras se irrogaba este daño a la tripulación, Democedes llegó a
Crotona y una vez refugiado ya en su patria, suelta Aristofilides a sus
prisioneros, restituyendo los timones a sus naves.
CXXXVII. Hechos a la vela otra vez los persas, parten en seguimiento
de Democedes, y como llegados a Cretona le hallasen paseando por la
plaza, le echaron mano al momento. Algunos de los vecinos de Crotona a
quienes el nombre y poder de los persas tenía amedrentados, no
mostraban dificultad en entregarles el fugitivo; pero otros, saliendo a
la defensa de su paisano, lo sacaron a viva fuerza de las manos de los
extranjeros, contra quienes arremetieron con sus bastones, sin contar
con las protestas que entretanto les hacían los persas. -«Mirad, decían
éstos, mirad lo que hacéis. ¡Cómo, quitarnos de las manos a ese esclavo
y fugitivo del rey! ¿Cómo pensáis que Darío, el gran rey, sufrirá esta
injuria que se le hace? ¿cómo podrá disimularla? ¿cómo podrá dejar de
saliros muy cara la presa que ahora nos arrebatáis? ¿Queréis ser los
primeros a quienes hagamos guerra declarada, los primeros a quienes
hagamos cautivos nuestros?» Pero salieron vanas sus protestas y
amenazas, antes bien, no contentos los Crotoniatas con haberles
arrebatado a Democedes, echáronse sobre la barca del rey que con ellos
venía. Viéronse con esto obligados los persas a tomar su derrotero
hacia el Asia, sin cuidarse de llevar adelante sus observaciones sobre
la Grecia, faltos ya de guía y adalid. Con todo, Democedes al
despedirse de ellos no dejó de pedirles que de su parte dijeran a Darío
que había tomada por esposa a una hija de Milon, sabiendo bien cuánto
significaba para el rey el famoso nombre de aquel luchador de primera
clase, Milon Crotoniata (76).
Y a mi juicio, diose Democedes a fuerza de dinero tanta maña y prisa en
aquel casamiento, con la mira de que Darío le tuviera por hombre de
consideración en su patria.
CXXXVIII. Salidos los persas de Crotona, aportaron con sus naves a la Yapigia (77),
donde quedaron esclavos; lo cual sabido por Gilo Tarentino, desterrado
de su patria, tuvo la generosidad de redimirlos y conducirlos libres al
rey Darío, beneficio que fue tan del agrado del soberano, que se
hallaba pronto a hacer en su recompensa cuanto quisiera pedirle. Gilo,
después de darle cuenta de su desgracia, le suplicó por favor que
negociase su vuelta a Tarento; mas para no poner en agitación toda la
Grecia, como sin falta sucedería si por su causa destinase una poderosa
armada para la Italia, hízole saber que como los Cnidios quisieran
restituirle a su patria, serían bastantes ellos solos para salir con su
intento. Decíalo Gilo persuadido de que los Cnidios, amigos de los
Tarentinos, lograrían su regreso si lo pretendían con eficacia.
Complácele Darío al punto según había ofrecido, mandando a los Cnidios
por medio de un enviado que se empeñasen en restituir su amigo Gilo a
Tarento; pero porque obedientes a Darío procuraron ellos lograr dicha
vuelta pidiéndole buenamente a los Tarentinos, y no teniendo bastantes
fuerzas para obligarles por la violencia, no consiguieron al cabo lo
que pedían. Tal fue, en suma, el éxito de los persas exploradores de la
Grecia, siendo los primeros que pasaron allí desde el Asia con ánimo de
observar la situación del país.
CXXXIX. Después de estas tentativas apoderóse Darío de Samos, la
primera de todas las ciudades así griegas como bárbaras de que se hizo
dueño, y fue con el motivo siguiente: En tanto que Cambises hacía la
expedición al Egipto, muchos griegos, como suele acontecer en tales
ocasiones, pasaban allá, estos con sus géneros y mercaderías, aquellos
con ánimo de sentar plaza entre las tropas mercenarias, y algunos pocos
sin otra mira que la de viajar y ver el país. De estos últimos fue uno
Silosonte, hijo de Eaces y hermano de Polícrates, a la sazón desterrado
de Samos, a quien sucedió allí una rara aventura. Había salido de su
posada con su manto de grana, y vestido así iba paseándose por la plaza
de Menfis. Darío, que a la sazón servía entre los alabarderos de
Cambises, no siendo todavía de grado superior, al ver a Silosonte se
prendó de su manto encarnado, y llegándose a él quería comprárselo con
su dinero. Quiso la buena suerte de Silosonte que se mostrara bizarro
con el joven Darío viéndole perdido por su manto. -«No os lo venderé
por ningún dinero, le dice; os lo regalo sí de buena gana, ya que
mostráis voluntad de tenerlo.» Darío, agradeciéndole la cortesía, tomó
luego el manto de grana tan deseado.
CXL. Silosonte, al ver que le cogía la palabra y el manto, se tuvo a
sí mismo por más simple y sandio que por cortés y caballero. Andando
después el tiempo, muerto ya Cambises, muerto asimismo el Mago a manos
de los septemviros, y nombrado Darío, uno de ellos, por soberano, oyó
decir Silosonte que había recaído el cetro en manos de aquel joven
persa a quien antes allá en Egipto había regalado su manto cuando se lo
pidió. Con esta nueva, anímase a emprender el viaje de Susa, y
presentándose a las puertas de palacio da al portero el recado de que
allí estaba un bienhechor de Darío que deseaba hablarle. Recibido el
recado, empezó admirado el rey a discurrir consigo mismo: -¿Quién puede
ser ese griego, a cuyos servicios ahora ya al principio de mi gobierno
está obligado como a bienhechor mío? No sé que hasta aquí haya llegado
a mi corte griego alguno, ni recordar puedo que nada deba yo a nadie de
aquella nación. Con todo, que entre ese griego, pues quiero saber de él
mismo qué motivo tiene para lo que dice.» El portero introdujo a
Silosonte a la presencia del rey, y puesto en pie, pregúntanle los
intérpretes quién es y cuáles son sus servicios hechos al soberano para
decirse su bienhechor. Refirió Silosonte lo tocante a su manto y que él
era aquel griego afortunado que había tenido el honor de regalarlo a
Darío. A esto responde luego el rey: -«¿Eres tú, amigo, aquel tan
bizarro caballero que me hizo aquel regalo cuando no era yo más que un
moro particular? El don entonces recibido pudo ser de poca monta, pero
no lo será mi recompensa, sino tal como la que daría al que en el
estado actual en que me hallo me ofreciera un magnífico presente. Todos
mis tesoros allí los tienes a tu disposición; toma de ellos el oro y la
plata que quisieres, que no sufrirá que te puedas jamás arrepentir de
haber sido liberal conmigo, con el sucesor de Cambises. -Señor, le
responde Silosonte, agradezco sumamente vuestra liberalidad:
agradézcoos el oro y la plata que de vuestros tesoros me ofrecéis. Otra
es la gracia que de vos deseara: recobrar el dominio de Samos, mi
patria, que me tiene usurpado un criado de nuestra casa, después que
Oretes dio la muerte a mi hermano Polícrates. La merced, pues, que de
vos espero es que me repongáis en el señorío de Samos sin muerte ni
esclavitud de ninguno de mis paisanos.»
CXLI. Oída la petición de Silosonte, envió Darío al frente de un
ejército al general Otanes, uno del famoso septemvirato, con orden de
llevar a cabo las pretensiones y demandas de su bienhechor. Llegado a
los puntos marítimos del reino, Otanes dispuso las tropas para la
expedición de Samos.
CXLII. El mando de Samos estaba a la sazón en manos de aquel
Menandrio, hijo de Menandrio, a quien Polícrates al partirse de la isla
había dejado por regente de ella. Este, dándose por el hombre más
virtuoso y justificado de todos, no tuvo la suerte ni la proporción de
mostrarse tal; porque lo primero que hizo, sabida la muerte de
Polícrates, fue levantar un ara a Júpiter Libertador, dedicando
alrededor de ella un recinto religioso, que se ve al presente en los
arrabales de la ciudad. Erigido ya el sagrado monumento, llamó a la
asamblea a todos los vecinos de Samos y hablóles así: -«Bien veis,
ciudadanos, que teniendo en mis manos el cetro que antes solía tener
Polícrates en las suyas, si quiero puedo ser vuestro soberano. Mas yo
no apruebo en mi persona lo que repruebo en la de otro, pues puedo
aseguraros que nunca me pareció bien que quisiera ser Polícrates señor
de hombres tan nobles como él, ni semejante tiranía podrá jamás
consentirla en hombre alguno nacido o por nacer. Pagó ya Polícrates su
merecido y cumplió su destino fatal. Resuelto yo a depositar la suprema
autoridad en manos del pueblo, y deseoso de que todos seamos libres y
de una misma condición y derecho público, solo os pido dos gracias en
recompensa: una, que del tesoro de Polícrates se me reserven aparte
seis talentos; otra, que el sacerdocio de Júpiter Libertador, investido
desde luego en mi persona, pase a ser en los míos hereditario;
privilegios que con razón pretendo, así por haber erigido esas aras,
como por la resolución en que estoy de restituiros la independencia.»
Esta era la propuesta que bajo tales condiciones hacía Menandrio a los
samios: oída la cual, levantóse uno de ellos y le dijo: -«No mereces
tú, según eres de vil y despreciable, de malvado y ruin, ser nuestro
soberano. ¡Perdiérannos los dioses si tal sucediera! De ti pretendemos
ahora que nos des cuenta del dinero público que has manejado (78).» El que así se expresaba era uno de los ciudadanos más principales, llamado Telesarco.
CXLIII. Previendo Menandrio claramente que no había de faltar alguno
que se alzara con el mando, en caso de que él lo dejase, mudó la
resolución de abandonarlo que tenía antes formada; y para asegurarse
más en el imperio, retirado a la ciudadela, hacia llamar allí uno por
uno a los vasallos, con el pretexto de dar cuenta del dinero, pero en
llegando los mandaba coger y poner en prisiones. En tanto que
permanecían bien custodiados, asaltó a Menandrio una grave enfermedad,
de la cual, creyendo Licareto, uno de los hermanos de Meriandrio, que
iba éste a morir, con la ambiciosa mira de facilitarse la posesión del
señorío de Samos, procuró la muerte a aquellos presos, que pensó no
dejarían de querer en adelante la independencia y libertad del estado.
CXLIV. En esta situación se hallaban los negocios cuando los persas
aportaron a Samos llevando consigo a Silosonte. Entonces no sólo faltó
quien les saliera al encuentro con las armas en las manos, sino que
desde luego que llegaron allá capituló con ellos la tropa misma de
Menandrio, mostrándose pronta a salir de la isla y a hacer que saliera
juntamente su actual señor. Convino Otanes por su parte en firmar el
tratado, y compuestas así las paces, los oficiales mayores de la armada
persiana, haciendo colocar unos asientos junto a la ciudadela, estiban
allí sentados.
CXLV. Sucedió entretanto un caso impensado. Tenía el gobernador
Menandrio un hermano llamado Carilao, hombre algo atolondrado y
furioso, quien no sé por qué delito estaba en un calabozo, desde donde,
como informado de lo que pasaba sacase la cabeza por una reja y viese
delante sentados a los persas en paz y sosiego, púsose a gritar como un
insensato, pidiendo que lo llevasen a Menandrio, a quien tenía que
hablar, lo cual sabido por éste mandó que le sacaran de la cárcel y se
lo presentaran. Llegado apenas a su presencia, principió a echar
maldiciones de su boca y cargar de baldones a su hermano, porque no
caía de improviso sobre aquellos persas allí recostados. -«¡Insensato!
le dice, ¿a mí, que soy tu hermano y que en nada tengo merecida la
cárcel, me tienes aherrojado en un calabozo, y ves ahí a esos persas
que van a sacarte del trono y de tu misma casa, echándote a donde te
lleva tu mala fortuna, y de puro cobarde no te arrojas sobre ellos?
Teniéndolos ahí en tu mano, ¿cómo no los cazas y coges a tu placer? Si
de nada eres capaz, ven acá, cobarde, confíame tus guardias, y con
ellos les pagaré bien la visita que vinieron a hacernos, y a ti te
aseguro que te dejaré salir libre de la isla.
CXLVI. Así dijo Carilao, y aceptó Menandrio el partido que su
furioso hermano le proponía, no porque hubiera perdido de modo el
sentido común que con sus tropas se lisonjeara de salir victorioso del
ejército del rey, sino ciego de envidia, si no me engaño, contra la
dicha de Silosonte, no sufriendo que éste con las manos limpias, sin
pérdida de gente y sin el más mínimo menoscabo, viniera a ser señor de
tan rico estado. Debió, pues, querer irritar antes a los persas para
empeorar y turbar así el estado de Samos y dejarlo revuelto y perdido a
su sucesor, pues bien veía que los samios, cruelmente irritados por su
hermano, vengarían en los persas la injuria recibida. Por su persona
nada tenía que temer, sabiendo que de todos modos tendría libre, y
segura la salida de la isla, siempre que quisiese, pues a este fin
tenía ya prevenida una mina o camino subterráneo que salía al mar desde
la misma ciudadela. Así pues, Menandrio, embarcándose furtivamente,
salió de Samos; y Carilao, haciendo tornar las armas a sus tropas,
abiertas las puertas de la plaza, dejóse caer de repente sobre los
persas, descuidados y seguros de semejante traición, como que estaban
del todo creídos de que la paz quedaba ya concluida y ajustada.
Envisten los guardias de Carilao contra los persas que reposaban en sus
asientos, y fácilmente pasan a cuchillo a todas las cabezas del
ejército persiano, pero acudiendo después lo restante de él a la
defensa de sus caudillos, y cargando sobre las tropas mercenarias de
Carilao, las obligaron a encerrarse de nuevo en la ciudadela.
CXLVII. Cuando el general Otanes vio aquella alevosía, junta con
tanto estrago de sus persas, olvidado muy de propósito de las órdenes
de Darío, quien le había mandado al despedirse para el ejército que
entregase la isla de Samos al dominio de Silosonte, sin muertes, sin
esclavitud, sin otro daño ni agravio de los isleños, dio orden a sus
tropas de que pasasen a cuchillo a todo samio que hallaran, sin
distinción de niños, ni mozos, ni hombres, ni viejos; de suerte que, al
punto, parte de las tropas, pónese a sitiar en forma la ciudadela,
parte va corriendo por uno y otro lado matando a cuantos se les ponen
delante, así dentro como fuera de los templos.
CXLVIII. Entretanto, Menandrio, huyendo de Samos, iba ya navegando
hacia Lacedemonia. Aportado allí felizmente, desembarcó todo el
equipaje e hizo con los muebles preciosos que consigo traía lo que voy
a referir. Coloca en su aparador la copiosa vajilla que tenía de oro y
plata, mandando a sus criados que la limpien y bruñan primorosamente (79).
Mientras esto se hacía en su albergue, entreteníase Menandrio
discurriendo con Cleomenes, hijo de Alexandrides, a quien como rey de
Esparta había ido a cumplimentar. Alargando de propósito la
conversación, de palabra en palabra vinieron los dos hablando hasta la
posada del huésped. Entra en ella Cleomenes, ve de improviso tan rica
repostería, y quédase atónito y como fuera de sí. El cortés Menandrio,
prevenido ya con tiempo, bríndale con ella, insta, porfía que tome
cuanto le agrade. No obstante la suspensión de Cleomenes y la bizarría
de Menandrio en ofrecerle segunda y tercera vez su magnifica vajilla,
el severo espartano, mostrando en su desinterés un ánimo el más entero
y justificado, nada quiso aceptar de todo cuanto se le ofrecía. Aun
más, comprendiendo muy bien que el huésped, regalando a algunos
ciudadanos, como sin duda lo hiciera, no dejaría de hallar protectores
en el cohecho, fue en derechura a verse con los Eforos, y les propuso
que sin duda fuera lo más útil echar luego del Peloponeso al desterrado
de Samos, de quien recelaba mucho que a fuerza de dádivas había de
corromper sin falta o a él mismo, o a algún otro de los espartanos.
Prevenidos así los Eforos, publicaron un bando en que se mandaba salir
de sus dominios a Menandrio.
CXLIX. Mientras esto se hacía en Esparta, los persas no sólo
entregaban al saqueo la isla de Samos, sino que la barrían como con
red, envolviendo a todos sus vecinos y pasándolos a cuchillo, sin
perdonar a ninguno la vida. Así vengados, entregaron a Silosonte la
isla vacía y desierta, aunque el mismo general Otanes la volvió a
poblar algún tiempo después, movido, así de una visión que tuvo en
sueños, como principalmente por motivo de cierta enfermedad vergonzosa
que padeció.
CL. Por el mismo tiempo que se hacía la expedición naval contra
Samos, negaron la obediencia a los persas los babilonios, que muy de
antemano se habían apercibido para lo que intentaban. Habiéndose sabido
aprovechar de las perturbaciones públicas del estado, así en el tiempo
en que reinaba el Mago, como en aquel en que los septemviros coligados
recobraban el imperio, se proveyeron de todo lo necesario para sufrir
un dilatado sitio, sin que se echara de ver lo que iban premeditando.
Cuando declaradamente se quisieron rebelar, tomaron una resolución más
bárbara aun que extraña, cual fue la de juntar en un lugar mismo a
todas las mujeres y hacerlas morir estranguladas, exceptuando solamente
a sus madres y reservándose cada cual una sola mujer, la que fuese más
de su agrado: el motivo de reservarla no era otro sino el de tener
panadera en casa, y el de ahogar a las demás el de no querer tantas
bocas que consumieran su pan.
CLI. Informado el rey Darío de lo que pasaba en Babilonia, parte
contra los rebeldes con todas las fuerzas juntas del imperio, y llegado
allí, emprende desde luego el asedio de la plaza. Los babilonios, lejos
de armarse o de temer por el éxito del sitio, subidos sobre los
baluartes de la fortaleza bailaban alegres a vista del enemigo,
mofándose de Darío con todo su ejército. En una de esas danzas hubo
quien una vez dijo este sarcasmo: -«persas, ¿Qué hacéis aquí tanto
tiempo ociosos? ¿Cómo no pensáis en volveros a vuestras casas? Pues en
verdad os digo que cuando paran las mulas, entonces nos rendiréis.»
Claro está que no creía el Babilonio que tal decía que la mula pudiera
parir jamás.
CLII. Pasado ya un año y siete meses del sitio, viendo Darío que no
era poderoso para tomar tan fuerte plaza, hallábanse él y su ejército
descontentos y apurados. A la verdad no había podido lograr su intento
en todo aquel tiempo, por más que hubiese jugado todas las máquinas de
guerra y tramado todos los artificios militares, entre los cuales no
había dejado de echar mano también del mismo estratagema con que Ciro
había tomado a Babilonia. Pero ni con este ni con otro medio alguno
logró Darío sorprender la vigilancia de los sitiados, que estaban muy
alerta y muy apercibidos contra el enemigo.
CLIII. Había entrado ya el vigésimo mes del malogrado asedio, cuando
a Zópiro, hijo de Megabizo, uno de los del septemvirato contra el Mago,
le sucedió la rara monstruosidad de que pariera una de las mulas de su
bagaje (80). El mismo
Zópiro, avisado del nunca visto parto, y no acabando de dar crédito a
nueva tan extraña, quiso ir en persona a cerciorarse; fue y vio por sus
mismos ojos la cría recién nacida y recién parida la mula. Sorprendido
de tamaña novedad, ordena a sus criados que a nadie se hable del caso;
y poniéndose él mismo muy de propósito a pensar sobre el portento,
recordó luego aquellas palabras que dijo allá un Babilonio al principio
del sitio, que cuando parieran las mulas se tomaría a Babilonia. Esta
memoria, combinada con el parto reciente de su mula, hizo creer a
Zópiro que debía, en efecto, ser tomada Babilonia, habiendo sido sin
duda providencia del cielo, que previendo que su mula había de parir,
permitió que el Babilonio lo dijese de burlas.
CLIV. Persuadióse Zópiro con aquel discurso ciertamente agorero que
había ya llegado el punto fatal de la toma de Babilonia. Preséntase a
Darío y le pregunta si tenía realmente el mayor deseo y empeño en que
se tomase la plaza sitiada, y habiendo entendido del soberano que nada
del mundo deseaba con igual veras, continuó sus primeras meditaciones,
buscando medio de poder ser él mismo el autor de la empresa y ejecutor
de tan grande hazaña, y tanto más iba empeñándose en ello, cuanto mejor
debía ser entre los persas muy atendidos de presente y muy premiados en
el porvenir los extraordinarios servicios hechos a la corona. El fruto
de su meditación fue resolverse a la ejecución del único remedio que
hallaba para rendir aquella plaza: consistía en que él mismo, mutilado
cruelmente, se pasase fugitivo a los babilonios. Contando, pues, por
nada quedar feamente desfigurado por todos los días de su vida, hace de
su persona el más lastimoso espectáculo: cortadas de su propia mano las
narices, cortadas asimismo las orejas, cortados descompuestamente los
cabellos y azotadas cruelmente las espaldas, muéstrase así maltrecho y
desfigurado a la presencia de Darío.
CLV. La pena que Darío tuvo al ver de repente ante sus ojos un persa
tan principal hecho un retablo vivo de dolores, no puede ponderarse:
salta luego de su trono, y le pregunta gritando quién así le ha
malparado y con qué ocasión. -«Ningún otro, señor, sino vos mismo, le
responde Zópiro, pues sólo mi soberano pudo ponerme tal como aquí me
miráis. Por vos, señor, yo mismo me he desfigurado así por mis propias
manos, sin injuria de extraños, no pudiendo ya ver ni sufrir por más
tiempo que los Asirlos burlen y mofen a los persas. -Hombre infeliz, le
replica Darío, ¿quieres dorarme un hecho el más horrendo y negro con el
Color más especioso que discurrirse pueda? ¿Pretextas ahora que por el
honor de la Persia, por amor mío, por odio de los sitiados has
ejecutado en tu persona esa carnicería sin remedio? Dime por los
dioses, hombre mal aconsejado, ¿acaso se rendirán antes los enemigos
porque tú te hayas hecho pedazos? ¿Y no ves que mutilándote no has
cometido sino una locura? -Señor, le responde Zópiro, bien visto tenía
que si os hubiera dado parte de lo que pensaba hacer nunca habíais de
permitírmelo. Lo hice por mí mismo, y con solo lo hecho tenemos ya
conquistada la inexpugnable Babilonia, si por vos no se pierde, como
sin duda no se perderá. Diré, señor, lo que he pensado. Tal como me
hallo, deshecho y desfigurado, me pasará luego al enemigo; les diré que
sois vos el autor de la miseria en que me ven, y si mucho no me engaño,
se lo daré a entender así, y llegaré a tener el mando de su guarnición.
Oíd vos ahora, señor, lo que podremos hacer después. Al cabo de diez
días que yo esté dentro, podréis entresacar mil hombres, la escoria del
ejército, que tanto sirve salva como perdida, y apostármeles allá
delante de la puerta que llaman de Semíramis. Pasados otra vez siete
días, podréis de nuevo apostarme dos mil enfrente de la otra puerta que
dicen de Nino. Pasados veinte días más, podréis tercera vez plantar
otra porción hasta cuatro mil hombres en la puerta llamada de los
Caldeos. Y sería del caso que ni los primeros ni los últimos soldados
que dije tuvieran otras armas defensivas que sus puñales solos, los que
sería bueno dejárselos. Veinte días después podréis dar orden general a
las tropas para que acometan de todas partes alrededor de los muros,
pero a los persas naturales los quisiera fronteros a las dos puertas
que llaman la Bélida y la Cisia. Así lo digo y ordeno todo, por cuanto
me persuado que los babilonios, viendo tantas proezas hechas antes por
mí, han de confiármelo todo, aun las llaves mismas de la ciudad. Por
los demás, a mi cuenta y a la de los persas correrá dar cima a la
empresa.»
CLVI. Concertado así el negocio, iba luego huyendo Zópiro hacia una
de las puertas de la ciudad, y volvía muy a menudo la cabeza con ademán
y apariencia de quien desierta. Venle venir así los centinelas
apestados en las almenas, y bajando a toda prisa, pregúntanle desde una
de las puertas medio abiertas quién era y a qué venía. Respóndeles que
era Zópiro que quería pasárselos a la plaza. Oído esto, condúcenle al
punto a los magistrados de Babilonia. Puesto allí en presencia de todo
el congreso, empieza a lamentar su desventura y decir que Darío era
quien había hecho moverle del modo en que él mismo se había puesto; que
el único motivo había sido porque él le aconsejaba que ya que no se
descubría medio alguno para la toma de la plaza, lo mejor era levantar
el sitio y retirar de allí el ejército. «Ahora, pues, continuó
diciendo, ahí me tenéis, babilonios míos; prometo hacer a vosotros
cuanto bien supiere, que espero no ha de ser poco, y a Darío, a sus
persas y a todo su campo cuanto mal pudiere; que sin duda será
muchísimo, pues voto a Dios que estas heridas que en mí veis les
cuesten ríos de sangre, mayormente sabiendo yo bien todos sus
artificios, los misterios del gabinete y su modo de pensar y obrar.»
CLVII. Así les habló Zópiro, y los babilonios del congreso, que
velan a su presencia, no sin horror, a un grande de Persia con las
narices mutiladas, con las orejas cortadas, con las carnes rasgadas, y
todo él empapado en la sangre que aun corría, quedaron desde luego
persuadidos de que era la relación muy verdadera, y se ofrecieron
aliviar la desventura de su nuevo aliado, dándole gusto en cuanto les
pidiera. Habiendo pedido él una porción de tropa, que luego tuvo a su
mando, hizo con ella lo que con Darío había concertado, pues saliendo
al décimo día con sus babilonios, y cogiendo en medio a los mil
soldados, los primeros que había pedido que apostase Darío, los pasó
todos a filo de la espada. Viendo entonces los babilonios que el
desertor acreditaba con obras lo que les ofreciera de palabra, alegres
sobremanera se declararon nuevamente prontos a servir a Zópiro, o más
bien a dejarse servir de él enteramente. Esperó Zópiro el término de
los días consabidos, y llegado éste, toma una partida de babilonios
escogidos, y hecha segunda salida de la plaza, mita a Darío dos mil
soldados. Con esta segunda proeza de valor no se hablaba ya de otra
cosa entre los babilonios ni había otro hombre para ellos igual a
Zópiro, quien dejando después que pasasen los días convenidos, hace su
tercer salida al puesto señalado, donde cerrando en medio de su gente a
cuatro mil enemigos, acaba con todo aquel cuerpo. vista esta última
hazaña, entonces sí que Zópiro lo era todo para con los de Babilonia,
de modo que luego le nombraron generalísimo de la guarnición,
castellano de la plaza y alcalde de la fortaleza.
CLVIII. Entretanto, llega el día en que, según lo pactado, manda
Darío dar un asalto general a Babilonia, y Zópiro, acredita con el
hecho que lo pasado no había sido sino engaño y doble artificio de un
hábil desertor. Entonces los babilonios apostados sobre los muros iban
resistiendo con valor al ejército de Darío que los acometía, y Zópiro
al mismo tiempo, abriendo a sus persas las dos puertas de la ciudad, la
Bélida y la Cisia, les introducía en ella. Algunos babilonios testigos
de lo que Zópiro iba haciendo se refugiaron al templo de Júpiter Belo;
los demás, que nada sabían ni aun sospechaban de la traición que se
ejecutaba, estuvieron fijos cada cual en su puesto hasta tanto que se
vieron clara y patentemente vendidos y entregados al enemigo.
CLIX. Así fue tomada Babilonia por segunda vez. Dueño ya Darío de
los babilonios vencidos, tomó desde luego las providencias más
oportunas, una sobre la plaza, mandando demoler todos sus muros y
arrancar todas las puertas de la ciudad, de cuyas dos prevenciones
ninguna había usado Ciro cuando se apoderó de Babilonia (81);
otra tomó sobre los sitiados, haciendo empalar hasta tres mil de
aquellos que sabía haber sido principales autores de la rebelión,
dejando a los demás ciudadanos en su misma patria con sus bienes y
haciendas; la tercera sobre la población, tomando sus medidas a fin de
dar mujeres a los babilonios para la propagación, pues que ellos, como
llevamos referido, habían antes ahogado a las que tenían, a fin de que
no les gastasen las provisiones de boca durante el sitio. Para este
efecto ordenó Darío a las naciones circunvecinas, que cada cual pusiera
en Babilonia cierto número de mujeres que él mismo determinaba, de
suerte que la suma de las que allí se recogieron subió a cincuenta mil,
de quienes descienden los actuales babilonios.
CLX. Respecto a Zópiro, si queremos estar al juicio de Darío, jamás
persa alguno, ni antes ni después, hizo más relevante servicio a la
corona, exceptuando solamente a Ciro, pues a este rey nunca hubo persa
que se le osase comparar ni menos igualar. Cuéntase con todo que solía
decir el mismo Darío que antes quisiera no ver en Zópiro aquella
carnicería de mano propia que conquistar y rendir no una, sino veinte
Babilonias que existieran. Lo cierto es que usó con él las mayores
demostraciones de estima y particular honor, pues no solo le enviaba
todos los años aquellos regalos que son entre los persas la mayor
prueba de distinción y privanza con el soberano, sino que dio a Zópiro
por todo el tiempo de su vida la satrapía de Babilonia, inmune de todo
pecho y tributo. Hijo de este Zópiro fue el general Megabizo, el que en
Egipto guerreó con los atenienses y sus aliados, y padre del otro
Zópiro que desertado de los persas pasó a la ciudad de Atenas.
Libro IV.
Melpómene.
Refiere Herodoto en este libro las dos expediciones de
los persas contra los escitas y la Libia. - Origen de los escitas; sus
tradiciones y costumbres. - Descripción geográfica del orbe conocido en
tiempos de Herodoto. - Ríos que bañan la Escitia; sacrificios y
costumbres guerreras de aquellos habitantes; sus adivinos y entierros.
- Expedición de Darío contra los escitas: puentes sobre el Bósforo y el
Danubio. - Cobardía de los aliados de los escitas. Episodio acerca de
los Sauromatas y su casamiento con las Amazonas. - Estratagema de los
escitas y retirada de Darío. - Motivos de la expedición de los persas
contra la Libia. - Fundación de Cirene: reyertas de los Cireneos. -
Descripción de la Libia y de sus habitantes. - Perfidias de los persas
para apoderarse de Barca, y venganzas de Feretima.
«En Libia presto apuntan las astas al cordero.»
I. Después de la toma de Babilonia sucedió la expedición de Darío contra los escitas, de quienes el rey decidió vengarse (1),
viendo al Asia floreciente así en tropas como en copiosos réditos de
tributos; pues habiendo los escitas entrado antes en las tierras de los
medos y vencido en batalla a los que les hicieron frente, habían sido
los primeros motores de las hostilidades, conservando, como llevo
dicho, el imperio del Asia superior por espacio de veintiocho años.
Yendo en seguimiento de los cimerios, dejáronse caer sobre el Asia, e
hicieron entretanto cesar en ella el dominio de los medos: pero al
pretender volverse a su país los que habían peregrinado veintiocho
años, se les presentó después de tan larga ausencia un obstáculo y
trabajo nada inferior a los que en Media habían superado. Halláronse
con un ejército formidable que salió a disputarles la entrada de su
misma casa, pues viendo las mujeres escitas que tardaban tanto sus
maridos en volver, se habían interinamente ajustado con sus esclavos,
de quienes eran hijos los que a la vuelta les salieron al encuentro.
II. Los escitas suelen cegar a sus esclavos (2),
para mejor valerse de ellos en el cuidado y confección de la leche, que
es su ordinaria bebida, en cuya extracción emplean unos cañutos de
hueso muy parecidos a una flauta, metiendo una extremidad de ellos en
las partes naturales de las yeguas, y aplicando la otra a su misma boca
con el fin de soplar, y al tiempo que unos están soplando van otros
ordeñando; y dan por votivo de esto, que al paso que se hinchan de
viento las venas de la yegua, sus ubres van subiendo y saliendo hacia
fuera. Extraída así la leche, derrámanla en una vasijas cóncavas de
madera, y colocando alrededor de ellas a sus esclavos ciegos, se la
hacen revolver y batir y lo que sobrenada de la leche así removida lo
recogen como la flor y nata de ella y lo tienen por lo más delicado,
estimando en menos lo que se escurre al fondo. Para este ministerio
quitan la vista los escitas a cuantos esclavos cogen, muchos de los
cuales no son labradores, sino pastores únicamente.
III. Del trato de estos esclavos con las mujeres había salido
aquella nueva prole de jóvenes, que sabiendo de qué origen y raza
procedían, salieron al encuentro a los que volvían de la Media (3).
Ante todo, para impedirles la entrada tiraron un ancho foso desde los
montes Táuricos hasta la Meotida, vastísima laguna; y luego, plantados
allí sus reales, y resistiendo a los escitas que se esforzaban para
entrar en sus tierras, vinieron a las manos muchas veces, hasta que al
ver que las tropas veteranas no podían adelantar un paso contra aquella
juventud, uno de los escitas habló así a los demás: -«¿Qué es lo que
estamos haciendo, paisanos? Peleando con nuestros esclavos como
realmente peleamos, si somos vencidos quedamos siempre tantos señores
menos cuantos mueran de nosotros; si los vencemos, tantos esclavos nos
quedarán después de menos cuantos fueren sus muertos. Oíd lo que he
pensado que dejando nuestras picas y ballestas, tomemos cada uno de
nosotros el látigo de su caballo, y que blandiéndolo en la mano avance
hacia ellos; pues en tanto que nos vean con las armas en la mano se
tendrán aquellos bastardos miserables por tan buenos y bien nacidos
como nosotros sus amos. Pero cuando nos vieren armados con el azote en
vez de lanza, recordarán que son nuestros esclavos, y corridos de sí
mismos, se entregarán todos a la fuga.»
IV. Ejecutáronlo todos los que oyeron al escita, y espantados los
enemigos por el miedo de los azotes, dejando de pelear, dieron todos a
huir. De este modo los escitas obtuvieron primero el imperio del Asia,
y arrojados después por los medos volvieron de nuevo a su país; y
aquella era la injuria para cuya venganza juntó Darío un ejército
contra ellos.
V. La nación de los escitas es la más reciente y moderna, según
confiesan ellos mismos, que refieren su origen de este modo. Hubo en
aquella tierra, antes del todo desierta y despoblada, un hombre que se
llamaba Targitao, cuyos padres fueron Júpiter y una hija del río
Borístenes (4). Téngolo yo
por fábula, pero ellos se empeñan en dar por hijo de Lipoxais, Arpoxais
y Colaxais el menor de todos. reinando estos príncipes, cayeron del
cielo en su región ciertas piezas de oro, a saber, un arado, un yugo,
una copa y una segur. Habiéndolas visto el mayor de los tres, se fue
hacia ellas con ánimo de tomarlas para sí, pero al estar cerca, de
repente el oro se puso hecho un ascua, apartándose el primero, acercóse
allá el segundo, y sucedióle lo mismo, rechazando a entrambos el oro
rojo y encendido; pero yendo por fin el tercero y menos de todos,
apagóse la llama, y él fuese con el oro a su casa. A lo cual atendiendo
los dos hermanos mayores, determinaron ceder al menor todo el reino y
el gobierno.
VI. Añaden que de Lipoxais desciende la tribu de los escitas
llamados Aucatas; del segundo, Arpoxais, la de los que llevan el nombre
de Catiaros y de Traspies, y del más joven la de los reales que se
llaman los Paralatas. El nombre común a todos los de la nación dicen
que es el de Scolotos, apellido de su rey, aunque los griegos los
nombren escitas (5).
VII. Tal es el origen y descendencia que se dan a sí mismos;
respecto de su cronología, dicen que desde sus principios y su primer
rey Targitao hasta la venida de Darío a su país, pasaron nada más que
mil años cabales. Los reyes guardan aquel oro sagrado que del cielo les
vino con todo el cuidado posible, y todos los años en un día de fiesta
celebrado con grandes sacrificios van a sacarlo y pasearlo por la
comarca; y añaden que si alguno en aquel día, llevándolo consigo,
quedase a dormir al raso, ese tal muriera antes de pasar aquel año, y
para precaver este mal señálase por jornada a cada uno de los que
pasean el oro divino el país que pueda en un día ir girando a caballo.
«Viendo Colaxais, prosiguen, lo dilatado de la región (6),
repartióla en tres reinos, dando el suyo a cada uno de sus hijos, si
bien quiso que aquel en que hubiera de conservarse el oro divino fuese
mayor que los demás.» Según ellos, las tierras de sus vecinos que se
extienden hacia el viento Bóreas son tales, que a causa de unas plumas
que van volando esparcidas por el aire, ni es posible descubrirlas con
la vista, ni penetrar caminando por ellas, estando toda aquella tierra
y aquel ambiente lleno de plumas, que impiden la vista a los ojos.
VIII. Después de oír a los escitas hablando de sí mismos, de su país
y del que se extiende más allá, oigamos acerca de ellos a los griegos
que moran en el Ponto Euxino (7).
Cuentan que Hércules al volver con los bueyes de Gerion llegó al país
que habitan al presente los escitas, entonces despoblado: añaden que
Gerion moraba fuera del Ponto o Mediterráneo en una isla vecina a
Gades, más allá de las columnas de Hércules, llamada por los griegos
Erithrea, y situada en el Océano, y que este Océano empezando al
Levante gira alrededor del continente; todo lo que dicen sobre su
palabra sin confirmarlo realmente con prueba alguna. Desde allá vino,
pues, Hércules a la región llamada ahora Escitia, en donde como le
cogiese un recio y frío temporal, cubrióse con su piel de león y se
echó a dormir. Al tiempo que dormía dispuso la Providencia que
desaparecieran las yeguas que sueltas del carro estaban allí paciendo.
IX. Levantado Hércules de su sueño, púsose a buscar a sus perdidas
yeguas, y habiendo girado por toda aquella tierra, llegó por fin a la
que llaman Hilea (8), donde halló en una cueva a una doncella de dos naturalezas, semivíbora a un tiempo y semivirgen,
mujer desde las nalgas arriba, y sierpe de las nalgas abajo. Causóle
admiración el verla, pero no dejó de preguntarle por sus yeguas sí
acaso las había visto por allí descarriadas. Respondióle ella que las
tenía en su poder; pero que no se las devolvería a menos que no
quisiese conocerla, con cuya condición y promesa la conoció Hércules
sin hacerse más de rogar. Y aunque ella con la mira y deseo de gozar
por más largo tiempo de su buena compañía íbale dilatando la entrega de
las yeguas, queriendo él al cabo partirse con ellas, restituyóselas y
dijo: -«He aquí esas yeguas que por estos páramos hallé perdidas; pero
buenas albricias me dejas por el hallazgo, pues quiero que sepas como
me hallo en cinta de tres hijos tuyos. Dime lo que quieres que haga de
ellos cuando fueren ya mayores, si escoges que les dé habitación en
este país, del que soy ama y señora, o bien que te los remita.» Esto
dijo, a lo que él respondió: -«Cuando los veas ya de mayor edad, si
quieres acertar, haz entonces lo que voy a decirte. ¿Ves ese arco y esa
banda que ahí tengo? Aquel de los tres a quien entonces vieres apretar
el arco así como yo ahora, y ceñirse la banda como ves que me la ciño,
a ese harás que se quede por morador del país; pero al que no fuere
capaz de hacer otro tanto de lo que mando, envíale fuera de él. Mira
que lo hagas como lo digo; que así tú quedarás muy satisfecha, y yo
obedecido.»
X. Habiéndole hablado así, dicen que de dos arcos que Hércules allí
tenía aprestó el uno, y sacando después una banda que tenía unida en la
parte superior una copa de oro, púsole en las manos el arco y la banda,
y con esto se despidió. Después que ella vio crecidos a sus hijos,
primero puso nombre a cada uno, llamando al mayor Agatirso, gelono al
que seguía, y al menor escita, teniendo después bien presentes las
órdenes de Hércules, que puntualmente ejecutó. Y como en efecto no
hubiesen sido capaces dos de sus hijos, Agatirso y gelono, de hacer
aquella prueba de valor en la contienda, arrojados por su misma madre
partieron de su tierra; pero habiendo salido con la empresa propuesta
escita, el más mozo de todos, quedó dueño de la región, y de él
descienden por línea recta cuantos reyes hasta aquí han tenido los
escitas (9). Para memoria de
aquella copa usan los escitas hasta hoy día traer sus copas pendientes
de sus bandas, y esto último fue lo único que de suyo inventó y mandó
la madre a su hijo escita.
XI. Así cuentan esta historia los griegos colonos del Ponto; pero corre otra a la que mejor me atengo, y es la siguiente (10).
Apurados y agobiados en la guerra por los masagetas, los escitas
nómadas o pastores que moraban primero de asiento en el Asia, dejaron
sus tierras y pasando el río Araxes se fueron hacia la región de los
cimerios, de quienes era antiguamente el país que al presente poseen
los escitas. Viéndolos aquellos cimerios venir contra sí, entraron a
deliberar lo que sería bien hacer siendo tan grande el ejército que se
les acercaba. Dividiéronse allí los votos en dos partidos, entrambos
realmente fuertes y empeñados, si bien era mejor el que seguían sus
reyes; porque el parecer del vulgo era que no convenía entrar en
contienda ni exponerse al peligro siendo tantos los enemigos, y que era
menester abandonar el país: el de sus reyes era que se había de pelear
a favor de la patria contra los que venían. Grande era el empeño; ni el
vulgo quería obedecer a sus reyes, ni éstos ceder a aquél: el vulgo
estaba obstinado en que sin disparar un dardo era preciso marchar
cediendo la tierra a los que venían a invadirla: los reyes continuaban
en su resolución de que mejor era morir en su patria con las armas en
la mano, que acompañar en la huida a la muchedumbre, confirmándose en
su opinión al comparar los muchos bienes que en la patria lograban con
los muchos males que huyendo de ella conocían habían de salirles al
encuentro. El éxito de la discordia fue que, obstinándose los dos
partidos en su parecer y viéndose igualas en número, vinieron a las
manos entre sí. El cuerpo de la nación de los cimerios enterró a los
que de ambos partidos murieron en la refriega cerca del río Tiras,
donde ti presente se deja ver todavía su sepultura, y una vez
enterrados salióse de su tierra.
XII. Con esto los escitas se apoderaron al llegar de la región
desierta y desamparada. Existen en efecto aun ahora en Escitia los que
llaman fuertes cimerios (Cimmeria Teichea); un lugar denominado Porthimeia Cimmeria, pasajes cimerios; una comarca asimismo con el nombre de Cimeria (11),
y finalmente, el celebrado Bósforo Cimerio. Parece también que los
cimerios, huyendo hacia el Asia, poblaron aquella península donde ahora
está Sínope, ciudad griega, y que los escitas, yendo tras ellos, dieron
por otro rumbo y vinieron a parar en la Media; porque los cimerios
fueron en su retirada siguiendo siempre la costa del mar, y los
escitas, dejando el Cáucaso a su derecha, los iban buscando, hasta que
internándose en su vieja tierra adentro se metieron en el referido país.
XIII. Otra historia corre sobre este punto entre griegos y bárbaros
igualmente. Aristeas, natural de Proconeso, hijo de cierto Caistrobio y
poeta de profesión, decía que por inspiración de Febo había ido hasta
los Isedones, más allá de los cuales añadía que habitaban los
Arimaspos, hombres de un solo ojo en la cara, y más allá de estos están
los Grifes que guardan el oro del país, y más lejos que todos habitan
hasta las costas del mar los Hiperbóreos. Todas estas naciones, según
él, exceptuados solamente los Hiperbóreos, estaban siempre en guerra
con sus vecinos, habiendo sido los primeros en moverla los Arimaspos,
de cuyas resultas estos habían echado a los Isedones de su tierra, los
Isedones a los escitas de la suya, y los cimerios que habitaban vecinos
al mar del Sur, oprimidos por los escitas, habían desamparado su patria (12).
XIV. He aquí que Aristeas tampoco conviene con los escitas en la
historia de estos pueblos. Y ya que llevo dicho de dónde era natural el
autor de la mencionada relación, referiré aquí un cuento que de él oí
en Proconeso y en Cízico. Dicen, pues, que Aristeas, ciudadano en
nobleza de sangre a nadie inferior, habiendo entrado en Proconeso en la
oficina de un lavandero, quedó allí muerto, y que el lavandero,
dejándole allí encerrado, fue luego a dar parte de ello a los parientes
más cercanos del difunto. Habiéndose extendido por la ciudad como
acababa de morir Aristeas, un hombre natural de Cízico, que acababa de
llegar de la ciudad de Artacia (13),
empezó a contradecir a los que esparcían aquella nueva, diciendo que él
al venir de Cizico había encontrado con Aristeas y le había hablado en
el camino. Manteníase el hombre en negar que hubiera muerto. Los
parientes del difunto fueron a la oficina del lavandero, llevando
consigo lo que hacía al caso para llevar el cadáver; pero al abrir las
puertas de la casa, ni muerto ni vivo compareció Aristeas. Pasados ya
siete años, dejó verse el mismo en Proconeso, y entonces hizo aquellos
versos que los griegos llaman arimaspos, y después de hechos desapareció segunda vez.
XV. Esto nos cuentan aquellas dos ciudades; yo sé aun de Aristeas
otra anécdota que sucedió con los Metapontinos de Italia, 340 años
después de su segunda desaparición, según yo conjeturaba cuando estuve
en Proconeso y en Metaponto. Decían, pues, aquellos habitantes que
habiéndoseles aparecido Aristeas en su tierra, les había mandado erigir
una ara a Apolo y levantar al lado de ella una estatua con el nombre de
Aristeas el de Proconeso, dándoles por razón que entre todos los
Italianos ellos eran los únicos a cuyo territorio hubiese venido Apolo,
a quien él en su venida había seguido en forma de cuervo el que era en
la actualidad Aristeas. Habiéndoles hablado en estos términos, dicen
los Metapontinos que desapareció, y enviando ellos a consultar a Delfos
para saber del dios Apolo lo que significaba la fantasma de aquel
hombre, les había ordenado la Pitia que obedeciesen, que obedecerla era
lo mejor si querían prosperar, con lo cual hicieron lo mandado por
Aristeas. Y en efecto, al lado del mismo ídolo de Apolo está al
presente una estatua que lleva el nombre de Aristeas, y alrededor de
ella unos laureles de bronce. Dicho ídolo se ve en la plaza.
XVI. Baste lo dicho acerca de Aristeas, y volviendo al país de que
antes iba hablando, nadie hay que sepa con certeza lo que más arriba de
él se contiene. Por lo menos no he podido dar con persona que diga
haberlo visto por sus ojos, pues el mismo Aristeas de quien poco antes
hice mención, en hablando como poeta, no se atrevió a decir en sus
versos que hubiese pasado más allá de los Isedones, contentándose con
referir de oídas lo que pensaba más allá, citando por testigos de su
narración a los mismos Isetones. Ahora no haré más que referir todo lo
que de oídas he podido averiguar con fundamento acerca de lo más remoto
de aquellas tierras.
XVII. Empezando desde el emporio de los Boristenitas, lugar que
ocupa el medio de la costa de Escitia, los primeros habitantes que
siguen son los Calípidas, especie de griegos escitas, y más arriba de
estos se halla otra nación llamada los Alazones, que, siguiendo como
los Calípidas todos los usos de los escitas, acostumbran con todo hacer
sementeras de trigo, del cual se alimentan, comiendo también cebollas,
ajos, lentejas y mijo. Sobre los Alazones están los escitas que llaman labradores,
quienes usan sembrar su trigo, no para comerle, sino para venderle. Más
arriba de éstos moran los neuros, cuya región hacia el viento Bóreas
esta despoblada de hombres, según tengo entendido. Estas son las
naciones (14) que viven vecinas al río Hipanis y caen hacia el poniente del Borístenes.
XVIII. Pasando a la otra parte de Borístenes, el primer país,
contando desde el mar, es Hilea, más allá de la cual habitan los
escitas, labradores que viven cerca del Hipanis, a quienes llaman
Baristenitas los griegos, al paso que se llaman a sí mismos
Olbiopolitas. Estos pueblos ocupan la comarca que mira a Levante y se
extiende por tres jornadas confinando con un río que tiene por nombre
Panticapes, y la misma hacia el viento Bóreas tiene de largo once
Jornadas navegando por el Borístenes arriba. Al país de dichos escitas
siguen unos vastos desiertos; pasados éstos, hay una nación llamada los
Andrófagos, que hace cuerpo aparte, sin tener nada común con los
escitas; pero más allá de ella no hay sino un desierto en que no vive
nación alguna.
XIX. Al pasar el río Panticapes, la tierra que cae al Oriente de
dichos escitas labradores está ocupada ya por otros escitas nómadas (15)
que como pastores nada siembran ni cultivan. La tierra que habitan está
del todo rasa sin árbol alguno, excepto la región Hilea, y se extiende
hacia Levante catorce días de camino, llegando hasta el río Gerro.
XX. A la otra parte del Gerro yacen los campos o territorios que se
llaman regios, habitados por los más bravos y numerosos escitas, que
miran como esclavos suyos a los demás escitas: confinan por el Mediodía
con la región Táurica, por Levante con el foso que abrieron los hijos
bastardos de los ciegos y con el emporio de la laguna Meótide, el cual
llaman Cremnoi, y algunos de estos pueblos llegan hasta el río Tanis (16).
En la parte superior de los escitas regios hacia el Bóreas viven los
Melanclenos, nación enteramente diversa de los escitas; pero más arriba
de ella hay unas lagunas, según estoy informado, y el país está del
todo despoblado.
XXI. Del otro lado del Tanais ya no se halla tierra de escitas,
siendo aquel el primer límite del país de los Saurómatas, quienes
empezando desde el ángulo de la laguna Meótis ocupan el viento Bóreas
por espacio de 15 jornadas todo aquel terreno que se ve sin un árbol
silvestre ni frutal. En la región que sigue más arriba de ellos están
situados los budinos, quienes viven en un suelo que llega a ser un
bosque de toda suerte de árboles (17).
XXII. Sobre los budinos hacia el Bóreas se halla ante todo un país
desierto por espacio de ocho jornadas, y después, inclinándose algo
hacia el viento Subsolano, están los Tissagetas, nación populosa e
independiente, que vive de la caza. Confinantes suyos y habitantes de
los mismos contornos son unos pueblos que llaman Yurgas, y viven
también de lo que cazan, lo cual practican del siguiente modo: pónese
en emboscada el cazador encima de un árbol de los muchos y muy espesos
que hay por todo el territorio; tiene cerca a su caballo, enseñado a
agazaparse vientre a tierra a fin de esconder su bulto, y su perro está
a punto juntamente: lo mismo es descubrir la fiera desde su árbol que
tirarle con el arco, montar en su caballo y seguirla acompañado del
perro. Más allá, tirando hacia Oriente, viven otros escitas que
sublevados contra los regios se retiraron hacia aquellos países (18).
XXIII. Toda la región que llevo descrita hasta llegar a la tierra de
estos últimos escitas, es una llanura de terreno grueso y profundo;
pero desde allí empieza a ser áspero y pedregoso (19).
Después de pasado un gran espacio de este fragoso territorio, al pie de
unos altos montes viven unos pueblos de quienes se dice ser todos
calvos de nacimiento así hombres como mujeres, de narices chatas, de
grandes barbas, sin pelo en ellas, y de un lenguaje particular, si bien
su modo de vestir es a lo escita, y su alimento el fruto de los
árboles. El árbol de que viven se llama Pontico, y viene a ser del
tamaño de una higuera, llevando un fruto del tamaño de una haba, aunque
con hueso: una vez maduro, lo exprimen y cuelan con sus paños o
vestidos, de donde va manando un jugo espeso y negro, al cual dan el
nombre de Aschi, bebiéndolo ora chupado, ora mezclado con
leche: de las heces más crasas del jugo forman unas pastillas para
comerlas. No abundan de ganado, por no haber allí muy buenos pastos.
Cada cual tiene su casa bajo un árbol que cubren alrededor en el
invierno con un fieltro blanco y apretado a manera de lana de sombrero,
despojándola de él en el verano. Siendo mirados estos pueblos como
personas sagradas, no hay quien se atreva a injuriarles, en tanto
grado, que aun de armas carecen para la guerra, y son los que componen
las desavenencias entre los vecinos. El que fugitivo se acoge a ellos o
el reo que se refugia, seguro está de que nadie le toque ni moleste. El
nombre de esta gente es el de Argipeos.
XXIV. Hasta llegar a estos calvos son muy conocidas todas aquellas
regiones con sus pueblos intermedios, pues hasta allí llegan, tanto los
escitas de quienes es fácil tomar noticias, como muchos de los griegos,
ya del emporio del Borístenes, ya de los otros emporios del Ponto. Los
escitas que suelen ir a traficar allá, negocian y tratan con ellos por
medio de siete intérpretes de otros tantos idiomas.
XXV. Así que el país hasta dichos calvos es un país descubierto y
conocido; pero nadie puede hablar con fundamento de lo que hay más
allá, por cuanto corta el país una cordillera de montes inaccesibles
que nadie ha traspasado. Verdad es que los calvos nos cuentan cosas que
jamás se me harán creíbles, diciendo que en aquellos montes viven los
Egipodas, hombres con pies de cabra, y que más allá hay otros hombres
que duermen un semestre entero como si fuera un día, lo que de todo
punto no admito. Lo que se sabe y se tiene por averiguado es que los
Isedones habitan al Oriente de los calvos (20);
pero la parte que mira al Bóreas ni los calvos ni los Isedones la
tienen conocida, excepto lo dicho, que ellos quieren darnos por sabido.
XXVI. Dícese de los Isedones que observan un uso singular. Cuando a
alguno se le muere su padre, acuden allá todos los parientes con sus
ovejas, y matándolas, cortan en trozos las carnes y hacen también
pedazos al difunto padre del huésped que les da el convite, y mezclando
después toda aquella carne, la sacan a la mesa. Pero la cabeza del
muerto, después de bien limpia y pelada, la doran, mirándola como una
alhaja preciosa de que hacen uso en los grandes sacrificios que cada
año celebran, ceremonia que los hijos hacen en honor de sus padres, al
modo que los griegos celebran las exequias aniversarias. Por lo demás,
estos pueblos son alabados de justos y buenos, y aun se dice que sus
mujeres son tan robustas y varoniles como los hombres. De ellos al fin
se sabe algo.
XXVII. De la región que está sobre los Isedones dicen estos que es
habitada por hombres monóculos, y que en ella se hallan los Grifes guarda-oros.
Esta fábula la toman de los Isedones los escitas que la cuentan, y de
éstos la hemos aprendido nosotros, usando de una palabra escítica al
nombrarlos Arimaspos (21), pues los escitas por uno dicen arima, y por ojo spu.
XXVIII. Tan rígida y fría es toda la región que recorremos, que por
ocho meses duran en ella unos hielos insufribles, donde no se hace lodo
con el agua derramada, pero sí con el fuego encendido. Hiélase entonces
el mar y también el Bósforo Cimerio. Los escitas que están a la otra
parte del foso pasan a caballo por encima del hielo y conducen sus
carros a la otra ribera hasta los Sindos (22).
En suma, hay allí ocho meses enteros de invierno, y los que restan son
de frío. La estación y naturaleza del invierno es allí muy otra de la
que tiene en otros países. Cuando parece que debía llegar el tiempo de
las lluvias, apenas llueve en el país, pero en verano no cesa de
llover. No se oye un trueno siquiera en la sazón en que truena en otras
partes; y si sucede alguna vez en invierno, se mira como un prodigio,
pero en verano son los truenos frecuentísimos. Por prodigio se tiene
del mismo modo si acaece en la Escitia algún terremoto, ora sea en
verano, ora en invierno. Sus caballos son los que tienen robustez para
sufrir aquel rigor del invierno; los machos y los asnos no lo pueden
absolutamente resistir, cuando en otras partes el hielo gangrena las
piernas a los caballos, al paso que resisten los asnos y mulos.
XXIX. Ese mismo dolor del frío me parece la causa de que haya allí
mismo cierta especie de bueyes mochos, a los cuales no les nacen astas,
y en abono de mi opinión tengo aquel verso de Homero en la Odisea (23):
Bien dicho por cierto, pues en los países calientes desde luego
salen los cuernos; pero en climas muy helados, o nunca los sacan los
animales, o bien los sacan tarde y malo y así me confirmo en que el
frío es la causa de ello.
XXX. Y puesto que desde el principio me tomé la licencia de hacer en
mi historia mil digresiones, dirá que me causa admiración el saber que
en toda la comarca de Elea no puede engendrarse un mulo, no siendo frío
el clima ni dejándose ver otra causa suficiente para ello. Dicen los
Eleos que es efecto de cierta maldición de Enomao el que no se
engendren mulos en su territorio; pero ellos lo remedian con llevar las
yeguas en el tiempo oportuno a los pueblos vecinos, en donde las cubren
los asnos padres hasta tanto que quedan preñadas, y entonces se las
vuelven a llevar.
XXXI. Por lo que mira a las plumas voladoras, de que dicen los
escitas estar tan lleno el aire que no se puede por causa de ellas
alcanzar con la vista lo que resta de continente ni se puede por allí
transitar, imagino que más allá de aquellas regiones debe de nevar
siempre, bien que naturalmente nevará menos en verano que en invierno.
No es menester decir más para cualquiera que haya visto de cerca la
nieve al tiempo de caer a copos, pues se parece mucho a unas plumas que
vuelan por el aire (24).
Esa misma intemperie tan rígida del clima es el motivo sin duda de que
las partes del continente hacia el Bóreas sean inhabitables. Así que
soy de opinión que los escitas y sus vecinos llaman plumas a los copos
de nieve, llevados de la semejanza de los objetos. Pero bastante y
harto nos hemos alargado en referir lo que se cuenta.
XXXII. Nada dicen de los pueblos Hiperbóreos ni los escitas ni los
otros pueblos del contorno, a no ser los Isedones, quienes tampoco creo
que nada digan, pues nos lo repetirían los escitas, así como nos
repiten lo de los Monóculos. Hesíodo, con todo, habla de los
Hiperbóreos, y también Homero en los epígonos, si es que Homero sea realmente autor de tales versos.
XXXIII. Pero los que hablan más largamente de ellos son los Delios,
quienes dicen que ciertas ofrendas de trigo venidas de los Hiperbóreos
atadas en hacecillos, o bien unos manojos de espigas como primicias de
la cosecha (25) llegaron a
los escitas, y tomadas sucesivamente por los pueblos vecinos y pasadas
de mano en mano, corrieron hacia Poniente hasta el Adria, y de allí
destinadas al Mediodía los primeros griegos que las recibieron fueron
los Dodoneos, desde cuyas manos fueron bajando al golfo de Melea y
pasaron a Eubea, donde de ciudad en ciudad las enviaron hasta la de
Caristo, dejando d enviarlas a Andro, porque los de Caristo las
llevaron a Teno, y los de Teno a Delos: con este círculo inmenso
vinieron a parar a Delos las ofrendas sagradas. Añaden los Delios, que
antes de esto los Hiperbóreos enviaron una vez con aquellas sacras
ofrendas a dos doncellas llamadas, según dicen, Hipéroque la una y
Laódice la ora, y juntamente con ellas a cinco de sus más principales
ciudadanos para que les sirviesen de escolta, a quienes dan ahora el
nombre de Perférees, conductores, y son tenidos en Delos en
grande estima y veneración. Pero viendo los Hiperbóreos que no volvían
a casa sus enviados, y pareciéndoles cosa dura tener que perder cada
vez más a sus anuos diputados, pensaron con esta mira llevar sus
ofrendas en aquellos manojos de trigo hasta sus fronteras, y
entregándolas a sus vecinos, pedirles que las pasasen a otra nación, y
así corriendo de pueblo en pueblo dicen que llegaron de Delos a su
destino. Por mi parte, puedo afirmar que las mujeres de Tracia y de la
Peonia cuando sacrifican en honor de Diana la Regia hacen una ceremonia
muy semejante a las mencionadas ofrendas, empleando siempre en sus
sacrificios los mismos hecillos de trigo, lo que yo mismo he visto
hacer.
XXXIV. Volviendo a las doncellas de los Hiperbóreos, desde que
murieron en Delos suelen, así los mancebos como los jóvenes, antes de
la boda cortarse los rizos, y envueltos alrededor de un huso, los
deponen sobre el sepulcro de las dos doncellas, que está dentro de
Artemisio o templo de Diana, a mano izquierda del que entra, y por más
señas en él ha nacido un olivo. Los mozos de Delos envuelven también
sus cabellos con cierta hierba y los depositan sobre aquella sepultura.
Tal es la veneración que los habitantes de Delos muestran con esta
ofrenda a las doncellas Hiperbóreas.
XXXV. Cuentan los Delios asimismo que por aquella misma época en que
vinieron dichos conductores, y un poco antes que las dos doncellas
Hipéroque y Laódice, llegaron también a Delos otras dos vírgenes
Hiperbóreas, que fueron Agra y Opis (26),
aunque con diferente destino, pues dicen que Hipéroque y Laódice
vinieron encargadas de traer a Ilitegia o Diana Lucina el tributo que
allá se habían impuesto por el feliz alumbramiento de las mujeres; pero
que Agra y Opis vinieron en compañía de sus mismos dioses, Apolo y
Diana, y a estas se les tributan en Delos otros
honores, pues en su obsequio las mujeres forman asambleas y celebran su
nombre cantándoles un himno, composición que deben al licio Oten (27),
el cual aprendieron de ellas los demás isleños, y también los jonios,
que reunidos en sus fiestas celebran asimismo el nombre y memoria de
Opis y de Agra. Añaden que Olen, habiendo venido de la Licia, compuso
otros himnos antiguos, que son los que en Delos suelen cantarse.
Cuentan igualmente que las cenizas de los muslos de las víctimas
quemados encima del ara se echan y se consumen sobre el sepulcro de
Agra y Opis que está detrás de Artemisio, vuelto hacia Oriente e
inmediato a la hospedería que allí tienen los naturales de Ceo.
XXXVI. Creo que bastará lo dicho acerca de los Hiperbóreos, pues no
quiero detenerme en la fábula de Abráis, quien dicen era de aquel
pueblo, contando aquí cómo dio vuelta a la tierra entera sin comer
bocado, cabalgando sobre una saeta. Yo deduzco que sí hay hombres
Hiperbóreos, es decir, más allá del Bóreas, los habrá también más allá
del Noto o Hipernotios (28).
No puedo menos de reír en este punto viendo cuántos describen hoy día
sus globos terrestres, sin hacer reflexión alguna en lo que nos
exponen: píntannos la tierra redonda, ni más ni menos que una bola
sacada del torno; hácennos igual el Asia con la Europa. Voy, pues,
ahora a declarar, en breve cuál es la magnitud de cada una de las
partes del mundo y cuál viene a ser su mapa particular o su descripción.
XXXVII. Primeramente, los persas en el Asia habitan cerca del mar
Noto o del Sud, que llamamos Eritreo. Al Norte de ellos hacia el viento
Bóreas están los medos; sobre los medos viven los Sáspires (29),
y sobre éstos los Colcos, que confinan con el mar del Norte o ponto
Euxino, donde desagua el río Fasis; así que estas cuatro naciones
ocupan el trecho que hay de mar a mar.
XXXVIII. Desde allí, tomando hacia Poniente, del centro de aquellos
países salen dos penínsulas o zonas de tierra extendidas hasta el mar,
las que voy a describir. La una por la parte que corresponde al Bóreas,
empezando desde el Fasis, se extiende por la costa del mar, siguiendo
el ponto Euxino y el Helesponto hasta llegar al Sigeo, que es un
promontorio de Troya: la misma comenzando por la parte del Noto desde
el golfo Miriandrico (30),
que está en la costa de Fenicia, corre por la orilla del mar hasta el
promontorio Triopio. Treinta son las naciones que viven en el distrito
de dicha comarca.
XXXIX. Esta es la Primera de las dos zonas de tierra; pasando hablar
de la otra, empieza desde los persas y llega hasta el mar Eritreo. En
ella está la Persia, a la cual sigue la Asiria (31),
y después de ésta la Arabia, que termina en el Golfo Arábigo o mar
Rojo, al cual condujo Darío un canal tomado desde el Nilo, si bien no
concluye allí sí porque así lo han querido. Hay, pues, un continente
ancho y muy grande desde los persas hasta la Fenicia, desde la cual
sigue aquella zona por la costa del mar Mediterráneo, pasando por la
Siria Palestina y por el Egipto, en donde remata, no conteniendo en su
extensión más que tres naciones. Estas son las regiones contenidas
desde la Persia hasta llegar a la parte occidental del Asia.
XL. Las regiones que caen sobre los persas, medos, Saspires y
Colcos, tirando hacia Levante, son bañadas de un lado por el mar
Eritreo, y del lado del Bóreas lo son por el mar Caspio y por el río
Araxes, que corre hacia el Oriente. El Asia es un país poblado hasta la
región de la India, pero desde allí todo lo que cae al Oriente es una
región desierta de que nadie sabe dar seguros indicios.
XLI. Tales son los límites y magnitud del Asia: pasando ya a la
Libia o África, sigue allí la segunda zona, pues la Libia empieza desde
el Egipto, y formando allá en su principio una península estrecha, pues
no hay desde nuestro mar Mediterráneo hasta el Eritreo (32)
más de cien mil orgias, que vienen a componer mil estadios, desde aquel
paraje se va ensanchando por extremo aquel continente que se llama
Libia o África.
XLII. Y siendo esto así, mucho me maravillo de aquellos que así
dividieron el orbe, alindándolo en estas tres partes, Libia, Asia y
Europa, siendo no corta la desigualdad y diferencia entre ellas; pues
la Europa, en longitud, hace ventajas a las dos juntas, pero en latitud
no me parece que merezca ser comparada con ninguna de ellas. La Libia
se presenta a los ojos en verdad como rodeada de mar, menos por aquel
trecho por donde linda con el Asia. Este descubrimiento se debe a Neco,
rey de Egipto, que fue el primero, a lo que yo sepa, en mandar hacer la
averiguación, pues habiendo alzado mano de aquel canal que empezó a
abrirse desde el Nilo hasta el seno arábigo, despachó en unas naves a
ciertos fenicios, dándoles orden que volviesen por las columnas de
Hércules al mar Boreal o Mediterráneo hasta llegar al Egipto. Saliendo,
pues, los fenicios del mar Eritreo, iban navegando por el mar del Noto:
durante el tiempo de su navegación, así que venía el otoño salían a
tierra en cualquier costa de Libia que les cogiese, y allí hacían sus
sementeras y esperaban hasta la siega (33).
Recogida su cosecha, navegaban otra vez; de suerte que, pasados así dos
años, al tercero, doblando por las columnas de Hércules, llegaron al
Egipto, y referían lo que a mí no se me hará creíble, aunque acaso lo
sea para algún otro, a saber, que navegando alrededor de la Libia
tenían el sol a mano derecha. Este fue el modo como la primera vez se
hizo tal descubrimiento.
XLIII. La segunda vez que se repitió la tentativa, según dicen los
cartagineses, fue cuando Sataspes, hijo de Teaspes, uno dc los
Aqueménidas, no acabó de dar vuelta a la Libia, habiendo sido enviado a
este efecto, sino que espantado así de lo largo del viaje como de la
soledad de la costa, volvió atrás por el mismo camino, sin llevar a
cabo la empresa que su misma madre le había impuesto y negociado para
su enmienda; he aquí lo que sucedió: Había Sataspes forzado una
doncella principal, hija de Zópiro, y como en pena del estupro hubiese
de morir empalado por sentencia del rey Jerjes, su madre, que era
hermana de Darío, le libró del suplicio con su mediación, asegurando
que ella le daría un castigo mayor que el mismo Jerjes, pues le
obligaría a dar una vuelta a la Libia, hasta tanto que costeada toda
ella volviese al seno arábigo. Habiéndole Jerjes perdonado la vida bajo
esta condición, fue Sataspes al Egipto, y tomando allí una nave con sus
marineros navegó hacia las columnas de Hércules; pasadas las cuales y
doblado el promontorio de la Libia que llaman Soloente, iba navegando
hacia Mediodía. Pero como después de pasado mucho mar en muchos meses
de navegación viese que siempre le restaba más que pasar, volvió, por
fin, la proa y restituyóse otra vez al Egipto. De allí, habiendo ido a
presentarse al rey Jerjes, díjole cómo había llegado muy lejos y
aportado a las costas de cierta región en que los hombres eran muy
pequeños y vestían de colorado, quienes apenas él arribara con su
navío, abandonando sus ciudades se retiraban al monte; aunque él y su
comitiva no les habían hecho otro daño al desembarcar que quitarles
algunas ovejas de sus rebaños. Añadía que el motivo de no haber dado a
la Libia una entera vuelta por mar, había sido no poder su navío seguir
adelante, quedándose allí como si hubiese varado. Jerjes, que no tuvo
por verdadera aquella relación, mandó que empalado pagase la pena a que
primero le condenó, puesto que no había dado salida a la empresa en que
aquella se le había conmutado. En efecto, un eunuco esclavo de
Sataspes, apenas oyó la muerte de su amo, huyó a Samos cargado de
grandes tesoros, los cuales bien sé quién fue el samio que se los
apropió, aunque de propósito quiero olvidarme de ello.
XLIV. Respecto al Asia, gran parte de ella fue descubierta por orden
de Darío, quien, con deseo de averiguar en qué del mar desaguase el río
Indo, que es el segundo de los ríos en criar cocodrilos, entre otros
hombres de satisfacción que envió en unos navíos esperando saber de
ellos la verdad, uno fue Scilaces el Cariandense. Empezando estos su
viaje desde la ciudad de Caspatiro (34),
en la provincia de Pactyca, navegaron río abajo tirando a Levante hasta
que llegaron al mar. Allí, torciendo el rumbo hacia Poniente,
continuaron su navegación, hasta que después de treinta meses aportaron
al mismo sitio de donde el rey del Egipto había antes hecho salir
aquellos fenicios que, como dije, dieron vuelta por mar alrededor de la
Libia. Después que hubieron hecho su viaje por aquellas costas, Darío
conquistó la India e hizo frecuente la navegación de aquellos mares. De
este modo se vino a descubrir que si se exceptúa la parte oriental de
Asia, lo demás es muy semejante a la Libia. De aquí nació también
señalar por límites de Asia al Nilo, río del Egipto, y al Fasis, río de
la Cólquide, si bien algunos ponen su término en el Tanais, en la
laguna Meotis, y en los Portumeios cimerios.
XLV. Pero respecto de la Europa, nadie todavía ha podido averiguar
si está o no rodeada de mar por el Levante, si lo está o no por el Norte (35);
sábese de ella que tiene por sí sola tanta longitud como las otras dos
juntas. No puedo alcanzar con mis conjeturas por qué motivo, si es que
la tierra sea un mismo continente, se le dieron en su división tres
nombres diferentes derivados de nombres de mujeres, ni menos sé cómo se
llamaban los autores de tal división, ni dónde sacaron los nombres que
impusieron a las partes divididas. Verdad es que al presente muchos
griegos pretenden que la Libia se llame así del nombre de una mujer
nacida en aquella tierra, y que el Asia lleve el nombre de otra mujer
esposa de Prometeo. Pero los lidios se apropian el origen del último
nombre, diciendo que lo tomó de Asias, hijo de Cotis y nieto de Manes,
no de Asia la de Prometeo; añadiendo que de Asias tomó también el
nombre una de las tribus de Sardes que llaman la Asiada. Mas de la
Europa nadie sabe si está rodeada de mar ni de dónde le vino el nombre,
ni quién se lo impuso, a no decir que lo tomase de aquella Europa
natural de Tiro, habiendo antes sido anónima como debieron también de
serlo las otras dos (36).
La dificultad está en que se sabe que Europa no era natural del Asia,
ni pasó a esta parte del mundo que ahora los griegos llaman Europa,
sino que solamente fue de Fenicia a Creta y de Creta a Licia. Pero
basta ya de investigaciones, y sin buscar usanzas nuevas, valgámonos da
los nombres establecidos.
XLVI. La región del Ponto Euxino, contra la que Darío preparaba su
expedición, se aventaja a las restantes del mundo en criar pueblos
rudos y tardos, en cuyo número no quiero incluir a los escitas, en
tanto grado, que de las naciones que moran cerca del Ponto, ninguna
podemos presentar que sea algo hábil y ladina, ni tampoco nombrar de
entre todas un sabio, a no ser la nación de los escitas y el célebre
Anacarsis, porque es menester confesar que la nación escítica ha
hallado cierto secreto o arbitrio en que ninguna otra de las que yo
sepa ha sabido dar hasta ahora, arbitrio verdaderamente el más
acertado, si bien por lo demás no tiene cosa que me dé mucho que
admirar. Y consiste su grande invención en hacer que nadie de cuantos
vayan contra ellos se les pueda escapar, y que si ellos evitaren el
encuentro no puedan ser sorprendidos. Unos hombres, en efecto, que ni
tienen ciudades fundados ni muros levantados, todos sin casa ni
habitación fija, que son ballesteros de a caballo, que no viven de sus
sementeras y del arado, sino de sus ganados y rebaños, que llevan en su
carro todo el hato y familia, ¿cómo han de poder ser vencidos en
batalla, u obligados por fuerza a venir a las manos con el enemigo?
XLVII. Dos cosas han contribuido para este arbitrio y sistema: una
es la misma condición del país apropiada para esto; otra la abundancia
de los ríos, que les ayuda a lo mismo, porque por una parte su país es
una llanura llena de pastos y abundante de agua, y además corren por
ella tantos ríos que no son menos en número que las acequias y canales
en Egipto. Quiero únicamente apuntar aquí los ríos más famosos y
navegables que desde el mar allí se encuentran, los cuales son el
Danubio, río de siete bocas, el Tiras, el Hipanis, el Borístenes, el
Panticapes, el Hipaciris, el Gerro y el Tanais (37), cuyas corrientes voy a describir.
XVIII. El Danubio o Istro, río el mayor de cuantos conocemos, es
siempre el mismo, así en verano como en invierno, sin disminuir nunca
su corriente. La razón de su abundancia es, porque siendo el primero
entre los ríos le la Escitia que llevan su curso desde Poniente, entran
en él otros ríos que lo aumentan, y son los siguientes: cinco que
tienen su corriente dentro de la misma Escitia van a desaguar en el
Danubio: uno es el que los naturales llaman el Pórata y el Pireto; los
otros son el Tiaranto, el Araro, a Náparis y el Odreso (38).
El primero que he nombrado de estos ríos es caudaloso, y corriendo
hacia Oriente desagua al cabo en el Istro: menor que este es el segundo
de los dichos, el Tiaranto, que corre inclinándose algo hacia Poniente:
los otros tres, el Araro, el Náparis y el Odreso, tienen sus corrientes
en el espacio intermedio de los otros dos, y van a dar en el mismo
Danubio, y estos son, como dije, los ríos propios y nacidos de la
Escitia que lo acrecientan.
XLIX. De los Agatirsos baja el río Maris (39)
y va a confundir sus aguas con las del Danubio. Desde las cumbres del
Hemo corren hacia el Norte tres grandes ríos, que son el Atlas, el
Auras y el Tibisis, y van a parar en el Danubio. Por la Tracia y por el
país de los Crobizos, pueblos tracios, pasan tres ríos, que son el
Atris, el Noes, el Artanes, y desaguan también en el Danubio. En el
mismo va a dar el Cio, el cual corriendo desde los Peones y del monte
Ródope pasa por medio del Hemo. El río Angro, que desde los Isirios
corre hacia el viento Bóreas y pasa por la llanura Tribálica, va a
desaguar en el río Brongo; mas el Brongo mismo desemboca después en el
Danubio, el cual recibe así en su lecho aquellos dos grandes ríos. A
más de estos, paran también en el Danubio el Carpis y otro río llamado
Alpis, que salen de la región que está sobre el país de los Ombricos,
encaminando su corriente hacia el Bóreas. En suma, el gran Danubio va
recorriendo toda la Europa, empezando desde los Celtas, que exceptuados
los Cinetas (40), son los
últimos europeos que viven hacia Poniente, y atravesada toda aquella
parte del mundo, viene a morir en los confines y extremidad de la
Escitia.
L. Así que, contribuyendo al Danubio con sus corrientes los
mencionados ríos y otros muchos más, llega aquél a formarse el mayor de
todos; si bien por otra parte el Nilo le hace ventaja, si se comparan
las aguas propias del uno con las propias del otro, sin contar la
advenediza, pues que ni río ni fuente alguna desagua en el Nilo para
ayudarle a crecer. La razón de que el Danubio lleve siempre la misma
agua en verano e invierno paréceme que puede ser la siguiente. En el
invierno se halla en su propio punto de abundancia, y apenas sube un
poco más de lo regular, por razón de ser muy poca la lluvia que cae en
aquellas regiones y por hallarse todas cubiertas de nieve caída antes
en invierno, y entonces deshecha corre de todas partes hacia el
Danubio; de suerte que no solo lleva en su corriente el agua de la
nieve deshelada que va escurriéndose hacia el río, sino también las
muchas lluvias y temporales de la estación, lloviendo allí tanto en el
verano. Y cuanto mayor es la copia de agua que el sol atrae y chupa en
verano que no en invierno, tanto mayor es la proporción la abundancia
de la que acude al Danubio en aquella estación que no es ésta. Por lo
que balanceada entonces la salida del agua como la entrada, vienen a
quedar las aguas del Danubio igualadas en verano con las de invierno.
LI. Además de este gran río poseen los escitas el Tiras, que bajando
del lado del Bóreas tiene su nacimiento en una gran laguna que separa
la región de la Escitia de la tierra de los neuros. En la embocadura
del mismo río habitan los griegos que se llaman los Tiriatas (41).
LII. El tercer río que corre por la Escitia es el Hipanis, salido de una gran laguna (42),
alrededor de la cual pacen ciertos caballos salvajes y blancos, laguna
que se llama con mucha razón la madre del Hipanis, que naciendo de
ella, corre cinco días de navegación, conservándose humilde y dulce,
pero después acercándose al mar es extremadamente amarga por el espacio
de cuatro jornadas. Causa de esto daño es una fuente que le rinde su
agua, en tal grado amarga, aunque por sí nada copiosa, que basta para
inficionar con su sabor todo el Hipanis, río bastante grande entre los
secundarios. Hállase dicha fuente en la frontera que separa la tierra
de los escitas labradores de la de los Alzones; su nombre y el de la
comarca donde brota es en lengua de los escitas Exampeo, que en griego corresponde a Irai Odoi,
vías sacras. En el país de los Alazones poco trecho dejan, intermedio
el Tiras y el Hipanis, pero salidos de allí van en su curso apartándose
uno del otro y dejando más espacio entre sí.
LIII. El cuarto de dichos ríos y el mayor de todos después del Istro
es el Borístenes, río a mi ver el más provechoso, no solo entre los de
Escitia (43), pero aun
entre todos los del mundo, salvo siempre el Nilo del Egipto, con quien
no hay alguno que en esto se lo pueda comparar. Pero de los demás es
sin duda el Borístenes el más feroz y fructuoso; produce los más bellos
y saludables pastos para el ganado; lleva muchísima y muy singular y
escogida pesca; trae un agua muy delicada al gusto y muy limpia, a
pesar de los vecinos ríos que corren turbios. Las campiñas por donde
pasa dan las mejores mieses, y allí donde no siembran crían los prados
una altísima hierba. En su embocadura hay mucha sal, que el agua va
cuajando por sí misma: críanse en él unos grandes pescados sin espina
que llaman Antáceos, a propósito para salarlos; son mil, en
suma, las maravillas que el Borístenes produce. Navégase por el espacio
de 40 días hasta un lugar llamado Gerro, y se tiene sabido que corre
desde el Bóreas; pero de allí arriba nadie sabe porqué lugares pasa;
solo parece que corriendo por sitios despoblados baja a la tierra de
los escitas Georgos o labradores, quienes habitan en sus
riberas el espacio de 10 días de navegación. Las fuentes de este río,
lo mismo que las del Nilo, ni yo las sé, ni creo que las sepa griego
alguno. Al llegar el Borístenes cerca ya del mar, júntasele allí el
Hipanis, entrando los dos en un mismo lago. El espacio entre estos dos
ríos, que es una punta avanzada hacia el mar, se llama el promontorio
de Hipelao, donde está edificado un templo de la Madre (44), y más allá de él, vecinos al Hipanis, habitan los Boristenitas.
LIV. A estos ríos, de los que bastante hemos dicho, sigue el quinto, llamado Panticapes (45),
que baja del Norte saliendo de una laguna; y en medio de éste y del
Borístenes viven los escitas Georgos. Entra en la Hilea, y habiéndola
atravesado, desagua en el Borístenes, con el cual se confunde.
LV. El sexto es el Hipaciris, que saliendo también de una laguna y
corriendo por medio de los escitas nómadas, desagua en el mar cerca de
la ciudad de Carcinitis (46), dejando a su derecha la Hilea y el lugar que llaman el Dromo de Aquiles.
LVI. El sétimo río, el Gerro (47),
empieza a separarse del Borístenes en aquel sitio, desde el cual este
último se halla descubierto y conocido, sitio que se llama también
Gerro, trasmitiendo su nombre al río. Encaminándose hacia el mar,
separa con su corriente la región de los escitas nómadas de la de los
escitas regios, y por último entra en el Hipaciris.
LVII. El Tanais es el octavo río, que saliendo de una gran laguna (48)
en las regiones superiores, va a entrar en otra mayor llamada la
Meótida, que separa los escitas regios de los Sauromatas. En este mismo
río entra otro, cuyo nombre es el Higris.
LVIII. Estos son los ríos de que los escitas están bien provistos y
abastecidos. La hierba que nace en la Escitia para pasto de los ganados
es la más amarga de cuantas se conocen, como puede hacerse la prueba en
las reses abriéndolas después de muertas.
LIX. Los escitas, pues, abundan en las cosas principales o de
primera necesidad; por lo tocante a las leyes y costumbres, se rigen en
la siguiente forma. He aquí los únicos dioses que reconocen y veneran:
en primer lugar y con más particularidad, a la diosa Vesta (49);
luego a Júpiter y a la Tierra, a quien miran como esposa de aquél;
después a Apolo, Venus Celeste, Hércules y Marte; y estos son los
dioses que todos los escitas reconocen por tales; pero los regios hacen
también sacrificios a Neptuno. Los nombres escíticos que les dan son
los siguientes: a Vesta la llaman Tabiti; a Júpiter lo dan un nombre el
más propio y justo a mi entender, llamándole Papeo; a la Tierra la llaman Apia; a Apolo Etosiro; a Venus Celeste Artimpasa; a Neptuno Tamimasadas. No acostumbran erigir estatuas, altares ni templos sino a Marte únicamente.
LX. He aquí el modo y rito invariable que usan en todos sus
sacrificios. Colocan la víctima atadas las manos con una soga; tras de
ella está el sacrificador, quien tirando del cabo de la soga da con la
víctima en el suelo, y al tiempo de caer ella, invoca y la ofrece al
dios a quien la sacrifica. Ya luego a atar con un dogal el cuello de la
bestia, y asiendo de una vara que mete entre cuello y dogal, le da
vueltas hasta que la sofoca. No enciende allí fuego, ni ofrece parte
alguna de la víctima, ni la rocía con licores, sino que ahogada y
desollada va luego a cocerla.
LXI. Siendo la Escitia una región sumamente falta de leña, han hallado un medio para cocer las carnes de los sacrificios (50).
Desollada la víctima, mondan de carne los huesos, y si tienen allí a
mano ciertos calderos del país, muy parecidos a los peroles de Lesbos,
con la diferencia de que son mucho más capaces, meten en ellos la carne
mondada, y encendiendo debajo aquellos huesos limpios y desnudos, la
hacen hervir de este modo; pero si no tienen a punto el caldero, echan
la carne mezclada con agua dentro del vientre de la res, en el cual
cabe toda fácilmente una vez mondada, y encienden debajo los huesos,
que van ardiendo vigorosamente: con esto, un buey y cualquiera otra
víctima se cuece por sí misma. Una vez cocida, el sacrificador corta
por primicias de ella una parte de carne y otra de las entrañas, y las
arroja delante de sí. Y no solo sacrifican los ganados ordinarios, sino
muy especialmente los caballos.
LXII. Este es el rito de sus sacrificios, y estas las víctimas que
generalmente sacrifican a todos sus dioses; pero con su dios Marte usan
de un rito particular. En todos sus distritos, contando por curias,
tienen un templo erigido a Marte, hecho de un modo extraño. Levantan
una gran pira amontonando faginas hasta tres estadios de largo y de
ancho, pero no tanto de alto; encima forman una área cuadrada a modo de
ara, y la dejan cortada y pendiente por tres lados y accesible por el
cuarto. Para la conservación de su hacina, que siempre va menguando
consumida por las inclemencias del tiempo, la van reparando con 150
carros de fagina que le añaden; y encima de ella levanta cada distrito
un alfanje de hierro, herencia de sus abuelos, y éste es el ídolo o
estatua de Marte (51). A
este alfanje levantado hacen sacrificios anuales de reses y caballos, y
aun se esmeran en sacrificar a éste más que a los demás dioses; y llega
el celo a tal punto, que de cada cien prisioneros cogidos en la guerra
le sacrifican uno, y no con el rito que inmolan los brutos, sino con
otro bien diferente. Ante todo derraman vino sobre la cabeza del
prisionero; después le degüellan sobre un vaso en que chorree la
sangre, y subiéndose con ella encima del montón de sus haces, la
derraman sobre los alfanjes. Hecho esto sobre el ara, vuelven al pié de
las faginas y de las víctimas que acaban de degollar, cortan todo el
hombro derecho juntamente con el brazo, y lo echan al aire; por un lado
yace el brazo allí donde cae, por otro el cadáver. En dando fin a las
demás ceremonias del sacrificio, se retiran.
LXIII. A esto, en suma, se reducen sus sacrificios, no acostumbrando
inmolar lechones, y lo que es más, ni aun criarlos en su tierra.
LXIV. Acerca de sus usos y conducta en la guerra, el escita bebe
luego la sangre al primer enemigo que derriba, y a cuantos mata en las
refriegas y batallas les corta la cabeza y la presenta después al
soberano: ¡infeliz del que ninguna presenta! pues no le cabe parte
alguna en los despojos, de que solo participa el que las traiga. Para
desollar la cabeza cortada al enemigo, hacen alrededor de ella un corte
profundo de una a otra oreja, y asiendo de la piel la arrancan del
cráneo, y luego con una costilla de buey la van descarnando, y después
la ablandan y adoban con las manos, y así curtida la guardan como si
fuera una toalla. El escita guerrero ata de las riendas del caballo en
que va montado y lleva como en triunfo aquel colgajo humano, y quien
lleva o posee mayor número de ellos es reputado por el más bravo
soldado: aun se hallan muchos entre ellos que hacen coser en sus
capotes aquellas pieles, como quien cose un pellico. Otros muchos,
desollando la mano derecha del enemigo, sin quitarle las uñas, hacen de
ella, después de adobada, una tapa para su ataba; y no hay que
admirarse de esto, pues el cuero humano, recio y reluciente, sin duda
adobado saldría más blanco y lustroso que ninguna de las otras pieles.
Otros muchos, desollando al muerto de pies a cabeza, y clavando en un
palo aquella momia, van paseándola en su mismo caballo.
LXV. Tales son sus leyes y usos de guerra; pero aun hacen más con
las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos. Toma su sierra
el escita y corta por las cejas la parte superior del cráneo y la
limpia después; si es pobre, conténtase cubriéndolo con cuero crudo de
buey; pero si es rico, lo dora, y tanto uno como otro se sirven después
de cráneo como de vaso para beber (52).
Esto mismo practican aun con las personas más familiares y allegadas;
si teniendo con ellas alguna riña o pendencia, logran sentencia
favorable contra ellas en presencia del rey. Cuando un escita recibe
algunos huéspedes a quienes honra particularmente, les presenta las
tales cabezas convertidas en vasos, y les da cuenta de cómo aquellos
sus domésticos quisieron hacerle guerra, y que él salió vencedor. Esta,
entre ellos, es la mayor prueba de ser hombres de provecho.
LXVI. Una vez al año, cada gobernador de distrito suele llenar una
gran pipa de vino, del cual beben todos los escitas bravos que han
muerto en la guerra algún enemigo; pero los otros, que no han podido
hacer otro tanto, están allí sentados como a la vergüenza, sin poder
gustar del banquete, no habiendo para ellos infamia mayor. Pero los que
hubieren sido muy señalados en las matanzas de hombres, se les da a
cada cual dos vasos a un tiempo, y bebe uno por dos.
LXVII. No faltan a los escitas adivinos en gran cantidad, cuya
manera de adivinar por medio de varas de sauce explicaré aquí: Traen al
lugar donde quieren hacer la función unos grandes haces de mimbres, y
dejándolos en tierra los van después tomando una a una y dejando
sucesivamente las varillas, y al mismo tiempo están vaticinando, y sin
cesar de murmurar vuelven a juntarlas y a componer sus haces; este
género de adivinación es heredado de sus abuelos. Los que llaman Enarees,
que son los hermafroditas o afeminados, pretenden que la diosa Venus
los hace adivinos, y vaticinan con la corteza interior del árbol teia o
tilo, haciendo tres tiras de aquella membranilla, envolviéndolas
alrededor de sus dedos, y adivinando al paso que las van desenvolviendo.
LXVIII. Si alguna vez enferma su rey, hace llamar a los tres
adivinos de mayor crédito y fama, los cuales del modo arriba dicho
vaticinan acerca de aquella enfermedad. Por lo común, salen con decir
que uno u otro, nombrando a los sujetos que les parece, juraron falso
por los lares regios; pues que cuando los escitas quieren hacer el
juramento más grave y más solemne de todos, casi siempre les obligan
las leyes a jurar por los hogares o penates del rey. Al punto, pues
traen preso al sujeto que dicen haber perjurado, y allí le reconvienen
los adivinos, diciendo que el rey está enfermo porque él, como parece
por los vaticinios, fue perjuro violando los hogares y penales regios.
Suele acontecer que, enojado el preso, desmiente a los adivinos,
diciendo que no hubo tal perjurio. Entonces llama el rey otros tantos
adivinos, y si éstos, observando el modo que se guardó en la
adivinación, dan al reo por convicto del perjurio, sin más dilación le
cortan la cabeza, y los primeros adivinos se reparten todos sus
haberes. Pero si los segundos absuelven al pretendido perjuro, llámanse
de nuevo otros, y después otros, y si sucede que los más den al hombre
por inocente, la pena decretada por las leyes es que mueran los
primeros adivinos.
LXIX. El género de muerte es el siguiente: llenan un carro de haces
de leña menuda; atan al yugo los bueyes; luego meten en medio de los
haces a los adivinos con prisiones en los pies, con las manos atadas
atrás y con mordazas en la boca; pegan fuego a la fagina, y espantando
a gritos a los bueyes, les hacen que corran. Sucede que muchos de los
bueyes quedan abrasados en compañía de los falsos profetas, pero muchos
otros, cuando la lanza del carro se acaba de abrasar, escapan vivos,
aunque bien chamuscados. Del mismo modo queman también vivos por otros
delitos a sus adivinos, llamándolos falsos.
LXX. Si el rey manda quitar la vida a alguno de sus vasallos, no la
perdona a sus hijos, obligando a todos los varones a morir con su padre (53),
si bien a las hembras ningún daño se les hace. La solemnidad en los
contratos y alianzas de los escitas con cualquiera que los contraigan,
es la siguiente: colocan en medio una gran copa de barro, y en ella
juntamente con vino mezclan la sangre de entrambos contrayentes, que se
sacan hiriéndose ligeramente el cuerpo con un cuchillo o con la espada (54).
Después de esto, mojan en la copa el alfanje, la segur, las saetas y el
dardo, y hecha esta ceremonia, pasan a sus votos y largas
depredaciones, tras de las cuáles beben del vino ensangrentado, así los
actores principales de la confederación, como las personas más
respetables de su comitiva.
LXXI. La sepultura de los reyes está en el lugar llamado Gerro,
desde donde comienza el Borístenes a ser navegable. Luego que muere un
rey, abren allí un foso cuadrado, y prevenido éste, toman el cadáver,
al cual antes han abierto y purgado el vientre, y llenado después de
juncia machacada, de incienso, de alinea, de semilla de apio y de anís,
y volviendo a coser la abertura lo enceran todo por fuera. Puesto sobre
un carro, lo llevan a otra nación o provincia de su imperio, y los que
en ella reciben el cadáver del rey le hacen el mismo luto que los
escitas regios que se lo condujeron, el cual consiste en cortarse un
poquito de las orejas, en quitarse las puntas de los cabellos, en
abrirse la piel alrededor de sus brazos, en llagarse la frente y
narices, y en traspasarse la mano izquierda con sus saetas. Desde allí
llevan el cadáver en su carro hasta otra nación de su dominio, sin que
dejen de acompañar al muerto aquellos escitas que fueron los primeros
en recibirlo de los regios. Por fin, después que los conductores
pasearon al difunto por todas las provincias, se detienen en los
Gerros, vasallos lo más apartados de todos, al lado de la misma
sepultura. Primero ponen el cadáver dentro de su caja sobre un lecho
que está en aquella hoya; después clavan al uno y al otro lado del
difunto unas lanzas, y sobre ellas suspenden palos para hacerle una
enramada de mimbres. En el contorno espacioso del arca encierran una de
las concubinas reales, sofocándola primero, como también un copero, un
cocinero, un caballerizo, un criado, un paje de antesala para los
recados, unos caballos, las primicias más delicadas de todas las cosas,
y unas copas de oro, pues entre ellos no está introducido el uso de la
plata y del bronce. Después de esto, todos a porfía cubren con tierra
el difunto, empeñados en levantar sobre él un enorme túmulo.
LXXII. Al cabo de un año después del entierro, vuelven de nuevo a
practicar la siguiente ceremonia. Escogen de los criados del difunto
rey los más lindos y bellos, quienes suelen ser escitas libres y bien
nacidos, pues allí son criados del rey los ciudadanos que él mismo
elige, no habiendo entre ellos el uso de comprar esclavos: escogidos,
repito, cincuenta de entre ellos, los ahogan y juntamente cincuenta
caballos de los más hermosos. Sácanles a todos las tripas y les limpian
las entradas llenándolas después de paja y cosiéndoles el vientre.
Toman después un medio cerco, a manera de un aro de cuba, y clavan sus
dos extremas en dos palos que se levantan desde el túmulo; a poca
distancia clavan otro medio aro del mismo modo, y otros muchos así.
Hechos aquellos arcos, desde la cola de cada caballo hasta el cuello
meten un palo recio, y suben el cadáver sobre los aros, de suerte que
los primeros sostienen sus espaldas, y los postreros sus muslos y
vientre, quedando suspenso el caballo sin tocar en el suelo ni con las
manos ni con las piernas, levantado así, le ponen su freno y brida
atada a un palo que está allí delante. Sobre cada uno de los caballos
colocan sendos caballeros, que son los mancebos allí ahogados, metiendo
a cada cadáver un palo recto que penetrando por el espinazo llegue al
pescuezo, clavando la punta inferior de dicho palo que queda fuera del
cuerpo dentro de un agujero que tiene el otro palo que atraviesa el
cuerpo del caballo. Puesta alrededor del túmulo aquella cabalgada de
momias, se retiran todos a sus casas.
LXXIII. Esto sucede en las sepulturas de los reyes, por lo que toca
a las de los particulares se sigue otro estilo. Cuando muere un escita,
los parientes más cercanos le ponen en su carro y le van llevando por
las casas de sus amigos. Cada uno de estos recibe con un gran convite a
toda la comitiva, poniendo también al muerto la misma mesa que a sus
conductores (55); pasados
40 días en tales visitas, al cabo lo entierran. Los escitas que le
dieron sepultura usan de muchas ceremonias para purificarse: primero se
refriegan y lavan la cabeza; y después para la lustración de todo su
cuerpo plantan tres palos en tierra en forma de triángulo, cuyas puntas
se unen por medio de su mutua inclinación; alrededor de los palos
extienden un fieltro o encerado hecho de lana a manera de sombrero
apretándolo lo más que pueden, sin dejar el más mínimo resquicio; y en
medio de aquella estufa de lana tupida meten un brasero en forma de
esquife y dentro unas piedras hechas ascua, todo con el fin de
sahumarse como diré más adelante.
LXXIV. Nace en el país el cáñamo (56),
hierba enteramente parecida al lino, menos en lo grueso y alto, en que
el cáñamo le hace muchas ventajas. Parte de él nace de suyo, parte se
siembra. Los tracios hacen de él telas y vestidos muy semejantes a las
de lino, tanto que nadie que no esté hecho a verlas sabría distinguir
si son de lino o de cáñamo, y quien nunca las haya visto las tendrá por
piezas de Lino.
LXXV. Del mencionado cáñamo toman, pues, la semilla los escitas
impuros y contaminados por algún entierro, echándola a puñados encima
de las piedras penetradas del fuego, y metidos ellos allá dentro de su
estufa. La semilla echada va levantando tal sahumerio y despidiendo de
sí tanto vapor, que no hay estufa alguna entre los griegos que en esto
le exceda. Entretanto, los escitas gritan de placer como si se bañasen
en agua rosada, y esta función les sirve de baño, pues jamás
acostumbran bañarse (57).
Las mujeres escitas componen para sus afeites una especie de emplasto:
preparan una vasija con agua; raspan luego un poco de ciprés, de cedro
y de palo de incienso contra una piedra áspera, y de las raspaduras
mezcladas con agua forman un engrudo craso con que se emplastan el
rostro y aun todo el cuerpo. Dos ventajas logran con esto; oler bien,
cualquiera que sea su mal olor natural, y quedar limpias y relucientes
al quitarse aquella costra al día siguiente.
LXXVI. A nada tienen más aversión que a los usos y modas extrañas,
aun a las de otra provincia de la nació; pero con mucha particularidad
a las de los griegos, como se vio bien una vez en Anacarsis y otra en
Sciles. Anacarsis en primer lugar, habiendo visto muchos países y
mostrádose en todos hombre muy sabio, volvía ya a los aires nativos de
la Escitia. Sucedió que navegando el Helesponto tomase puerto en
Cízico, en donde halló a los vecinos de la ciudad ocupados en hacer a
la madre de los dioses una fiesta magnífica y pomposa, y el buen
Anacarsis con aquella ocasión hizo un voto a la madre, de que si por su
favor y ayuda llegaba salvo a su casa, le haría aquel mismo sacrificio
que entonces veía hacer a los Cizicenos, e introduciría allí aquella
vigilia y fiesta nocturna. Llegado después a Escitia, habiendo
desembarcado en el sitio que llaman Hilea, floresta vecina al Dromo de
Aquiles y poblada de todo género de árboles, celebraba Anacarsis su
fiesta a la diosa, sin omitir ceremonia alguna, tocando sus timbales y
llevando las figurillas pendientes del cuello. Uno de los escitas que
le había visto en aquella función le delató al rey Saulio, el cual,
avisado, y viendo por sus ojos a Anacarsis que continuaba en sus
ceremonias, le mató con una saeta (58).
Y aun ahora, si se pregunta a los escitas por Anacarsis, responderán
que no saben ni conocen tal hombre; tal es la enemiga que con él
tienen, así porque viajó por la Grecia, como porque siguió los usos y
ritos extranjeros. Pero, según supe de Timnes, tutor que era de
Ariapites, fue Anacarsis tío de Idantirso, rey de la Escitia, e hijo de
Gnuro, nieto de Lico y biznieto de Espargapites. Y si es verdad que
Anacarsis fuese de tal familia, ¡triste suerte para el infeliz la de
haber muerto a manos de su mismo hermano, pues Idantirso fue hijo de
Saulio, y Saulio quien mató a Anacarsis!
LXXVII. Es singular lo que oí contar a los del Peloponeso, que
Anacarsis había sido enviado a Grecia por el rey de los escitas, para
que como discípulo aprendiera de los griegos y que vuelto de sus
estudios había informado al mismo que le envió de que todos los pueblos
de la Grecia eran muy dados a todo género de erudición, salvo los
lacedemonios que eran los únicos que en sus conversaciones hablaban con
naturalidad sin pompa ni estudio. Pero esto es a fe mía un cuento con
que los mismos griegos se han querido divertir: lo cierto es que al
infeliz le costó la vida aquella fiesta, como dije, y éste fue el pago
que tuvo de haber querido introducir usos nuevos y seguir costumbres
griegas.
LXXVIII. El mismo fin que éste tuvo largos años después Esciles,
hijo de Ariapites. Sucedió que Ariapites, rey de los escitas, tuvo
entre otros hijos a Esciles, habido en una mujer no del país, sino
natural de Istria, colonia de los Milesios, que instruyó a su hijo en
la lengua y literatura griega (59).
Andando después el tiempo, como su padre Ariapites hubiese sido
alevosamente muerto por el rey de los Agatirsos Spargapites, Esciles
tomó posesión no solo de la corona, sino también de una esposa de su
padre, que se llamaba Opea, señora natural de la Escitia, en quien
Ariapites había tenido un hijo llamado Orico. rey ya de los suyos,
Esciles gustaba poco de vivir a la escítica, y su pasión era seguir
particularmente las costumbres de los griegos conforme a la educación y
usanzas en que se había criado. Para este efecto solía conducir el
ejército escita a la ciudad de los Boristenitas, colonos griegos, y
según ellos pretenden, originarios de Mileto: apenas llegado, dejando
su ejército en los arrabales de la ciudad, se metía en persona dentro
de la plaza, y mandando al punto cerrar las puertas se despojaba de los
vestidos escíticos y se vestía a la griega. En este traje íbase el rey
paseando por la plaza sin alabarderos ni guardia alguna que le
siguiese; pero entretanto tenía centinelas a las puertas de la ciudad,
no fuese que metido dentro alguno de los suyos acertase a verle en
aquel traje. En todo, por abreviar, se portaba como si fuese griego, y
según el ritual de los griegos hacía sus fiestas y sacrificios a los
dioses. Después de pasado un mes o algo más, tomando de nuevo su hábito
escítico se volvía otra vez; y como esta función lo hiciese a menudo,
había mandado edificar, en Borístenes (60) un palacio, y llevado a él por esposa una mujer natural de la ciudad.
LXXIX. Pero estando destinado que tuviese un fin desastroso,
alcanzóle la desventura con la siguiente ocasión. Dióle la gana de
alistarse entre los cofrades de Baco, el dios de las máscaras, y cuando
iba ya a hacer aquella ceremonia y profesión, sucedióle un raro
portento. Alrededor de la magnífica y suntuosa casa que, como acabo de
decir, se había fabricado en la ciudad de los Boristenitas, tenía una
gran plaza circuida toda de estatuas de mármol blanco en forma de
esfinges y de grifos; contra este palacio disparó Dios un rayo que lo
abrasó totalmente. Pero no se dio Esciles por entendido, y prosiguió
del mismo modo su mascarada. Es de saber que los escitas suelen dar en
rostro a tos griegos sus borracheras y bacanales, diciendo que no es
razonable tener por dios a uno que hace volver locos y furiosos a los
hombres. Ahora, pues, cuando Esciles iba hecho un perfecto camarada de
Baco, uno de los Boristenitas dio casualmente con los escitas y les
dijo: -«Muy bien, sabios escitas; vosotros os mofáis de los griegos
porque hacemos locuras cuando se apodera de nosotros el dios Baco; ¿y
qué diríais ahora si vierais a vuestro rey, a quien no sé qué espíritu
bueno o malo arrebata danzando por esas calles, loco y lleno de Baco a
no poder más? Y si no queréis creerme sobre mi palabra, seguidme,
amigos, que mostrároslo he con el dedo.» Siguiéronle los escitas
principales, y el Boristenita los condujo y ocultó en una de las
almenas. Cuando vieron los escitas que pasaba la mojiganga, y que en
ella iba danzando su rey hecho un insensato, no es decible la
pesadumbre que por ello tuvieron, y saliendo de allí dieron cuenta a
todo el ejército de lo que acababan de ver.
LXXX. De aquí resultó que al dirigirse Esciles con sus tropas hacia
su casa, los escitas pusieron a su frente un hermano suyo llamado
Octamasades, nacido de una hija de Teres, y sublevados negaron a aquel
obediencia. Viendo Esciles lo que pasaba, y sabiendo el motivo de
aquella novedad, se refugió a la Tracia, de lo cual informado
Octamasades movió su ejército hacia aquel país, y hallándose ya cerca
del Danubio, saliéronles al encuentro armados los tracios, y estando a
punto de venir a las manos los dos ejércitos, Sitalces envió un heraldo
que habló así a Octamasades: -«¿Para qué probar fortuna y querer medir
las espadas? Tú eres hijo de una de mis hermanas, y tienes en tu poder
un hermano mío refugiado en tu corte: ajustémonos en paz; entrégame tú
a ese hermano y yo te entregaré a Esciles, que lo es tuyo. Así, ni tú
ni yo nos expondremos a perder nuestra gente.» Estos partidos de paz le
envió a proponer Sitalces, quien tenía un hermano retirado en la corte
de Octamasades; convino éste en lo que se le proponía, y entregando su
tío a Sitalces, recibió de él a su hermano Esciles. Habiendo Sitalces
recobrado a su hermano retiróse con sus tropas, y Octamasades en aquel
mismo sitio cortó la cabeza a Esciles. Tan celosos están los escitas de
sus leyes y disciplina propia, y tal pago dan a los que gustan de
introducir novedades y modas extranjeras.
LXXXI. Por lo que mira al número fijo de población de los escitas,
no encontré quien me lo supiese decir precisamente, hallando en los
informes mucha divergencia. Unos me decían que eran muchísimos en
número, otros que había muy pocos escitas puros y de antigua raza.
Referiré la prueba de su población que me pusieron a la vista. Hay
entre los ríos Borístenes e Hipanis cierto lugar con el nombre de
Exampeo, del cual poco antes hice mención, cuando dije que había allí
una fuente de agua amarga, que mezclándose con el Hipanis impedía que
se pudiese beber de su corriente. Viniendo al asunto, hay en aquel
lugar un caldero tan descomunal, que es seis veces más grande, que
aquella pila que está en la boca del Ponto, ofrenda que allí dedicó
Pausanias, hijo de Cleombroto. Mas para quien nunca vio esta pila,
describiré en breve el caldero de los escitas, diciendo que podrá
recibir sin duda unos 600 cántaros, y que su canto tiene seis dedos de
recio. Decíanme, pues, los del país, que este caldero se había hecho de
las puntas de sus saetas; porque como su rey Aríantas, que así se
llamaba, quisiese saber a punto fijo cuánto fuese el número de sus
escitas, dio orden de que cada uno de ellos presentase una punta de
saeta, imponiendo pena capital al que no la presentase (61).
Habiéndose recogido, pues, un número inmenso de puntas, parecióle al
rey dejar a la posteridad una memoria de ellas, y mandó hacer aquel
caldero, lo dejó en Exampeo como un público monumento, y he aquí lo que
oía decir de aquella población.
LXXXII. Nada de singular y maravilloso ofrece aquella región, si
exceptuamos la grandeza y el número de los ríos que posee. No dejaré
con todo de notar una maravilla, si es que lo sea, que a más de los
ríos y de lo dilatado de aquella llanura, allí se presenta, y es el
vestigio de la planta del pie de Hércules que muestran impreso en una
piedra, el cual en realidad se parece a la pisada de un hombre: no
tiene menos de dos codos y está cerca del río Tiras. Pero basta lo
dicho de cuentos y tradiciones, volvamos a tomar el hilo de la historia
que antes íbamos contando.
LXXXIII. Al tiempo que Darío hacía sus preparativos contra los
escitas, enviando sus comisarios con orden de intimar a unos que le
aprontasen la infantería, a otros la armada naval, a otros que le
fabricasen un puente de naves en el Bósforo de Tracia, su hermano
Artabano, hijo también de Histaspes, de ningún modo aprobaba que se
hiciese la guerra a los escitas, dando por motivo que era una nación
falta de todo y necesitada; pero viendo que sus consejos no hacían
fuerza al rey, siendo en realidad los mejores, cesó en ellos y dejó
correr los negocios. Cuando todo estuvo aprontado, Darío partió con su
ejército desde Susa.
LXXXIV. Entonces sucedió que uno de los persas llamado Eobazo, el cual tenía tres hijos y los tres partían para aquella jornada (62),
suplicó a Darío que de tres le dejase uno en casa para su consuelo.
Respondióle Darío, que siendo él su amigo y pidiéndole un favor tan
pequeño, quería darle el gusto cumplido dejándole a los tres. Eobazo no
cabía en sí de contento, creyendo que sus hijos quedaban libres y
desobligados de salir a campaña; pero Darío dio orden que los
ejecutores de sus sentencias matasen a todos los hijos de Eobazo, y de
este modo, degollados, quedaron con su padre.
LXXXV. Luego que Darío salió de Susa llegó al Bósforo de Calcedonia,
lugar donde se había construido el puente; entrando en una nave, fuese
hacia las islas Cianeas, como las llaman; de las cuales dicen los
griegos que eran en lo antiguo vagas y errantes. Sentado después en el
templo de Júpiter Urio (63),
estuvo contemplando el Ponto, pues es cosa que merece ser vista, no
habiendo mar alguno tan admirable. Tiene allí de largo 11.100 estadios,
y de ancho por donde lo es más 3.300. La boca de este mar tiene en su
entrada cuatro estadios de ancho; pero a lo largo en todo aquel trecho
y especie de cuello que se llama Bósforo, en donde se había construido
el puente, cuenta como 120 estadios. Dicho Bósforo se extiende hasta la
Propóntide, que siendo ancha de 500 estadios y larga de 1.400 va a
terminar en el Helesponto (64),
el cual cuenta siete estadios a lo angosto y 400 a lo largo, y termina
después en una gran anchura de mar, que es la llamada Mar Egeo.
LXXXVI. Ved ahí como se han medido estas distancias. Suele una nave
en un largo día hacer comúnmente 7.000 orgias de camino a lo más; de
noche, empero, 6.000 únicamente: ahora bien, el viaje que hay desde la
boca del Ponto, que es su lugar más angosto, hasta el río Fasis, es una
navegación de nueve días y ocho noches, navegación que comprende, por
tanto, 110.100 orgias, que hacen 11.200 estadios. La navegación que hay
desde el país de los Siudos hasta Temiscira, que está cerca del río
Termodonte (65), siendo
aquella la mayor anchura del Ponto, es de tres días y dos noches, que
componen 330 orgias, a que corresponde la suma de 3.300 estadios.
Repito, pues, que en estos términos he calculado la extensión del
Ponto, del Bósforo y del Helesponto, cuya situación natural es conforme
la llevo declarada. Tiene el Ponto además de lo dicho una laguna que
desagua en él, y que no es muy inferior en extensión, la cual lleva el
nombre de Meótida (66), y se dice ser la madre del Ponto.
LXXXVII. Vuelvo a Darío, quien después de contemplado el Ponto,
volvióse atrás hacia el puente, cuyo ingeniero o arquitecto había sido
Mandrocles, natural de Samos. Habiendo el rey mirado también
curiosamente el Bósforo, hizo levantar en él dos columnas de mármol
blanco, y grabar en una con letras asirias y en otra con griegas el
nombre de todas las naciones que en su ejército conducía, y conducía
todas aquellas de quienes era soberano. El número de dichas tropas de
infantería y caballería subía a 70 miríadas, o al de 700.000 hombres,
sin incluir en él la armada naval en que venían juntas 600
embarcaciones. Algún tiempo después cargaron los Bizantinos con dichas
columnas, y llevándolas a su ciudad se valieron de ellas para levantar
el ara de Diana Ortosia, exceptuando solamente una piedra llena de
caracteres asirios, que fue dejada en Bizancio en el templo de Baco. El
sitio del Bósforo en que el rey Darío fabricó aquel su puente, es
puntualmente, según mis conjeturas, el que está en medio de Bizancio y
del templo de Júpiter situado en aquella boca.
LXXXVIII. Habiendo Darío mostrado mucho gusto y satisfacción por lo
bien construido que le parecía el puente de barcas, tuvo la generosidad
de pagar a su arquitecto Mandrocles de Samos todas las partidas a razón
de diez por uno. Separando después Mandrocles las primicias de aquel
regalo, hizo con ellas pintar aquel largo puente echado sobre el
Bósforo, y encima de él al rey Darío sentado en su trono, y al ejército
en el acto de pasar; y dedicó este cuadro en el Hereo o templo de Juno,
en Samos, con esta inscripción: Mandrocles, que subyugó con su
puente al Bósforo, fecundo en pesca, colocó aquí su monumento, corona
suya, gloria de Samos, pues que supo agradar al rey, al gran Darío. Tal fue la memoria que dejó el constructor de aquel puente.
LXXXIX. Después que Darío dio con Mandrocles aquella prueba de
liberalidad, pasó a la Europa, habiendo ordenado a los jonios que
navegasen hacia el Ponto, hasta entrar en el Danubio, donde les mandó
que le aguardasen, haciendo un puente de barcas sobre aquel río, y esta
orden se dio a los jonios, porque ellos con los eolios y los
helespónticos eran los que capitaneaban toda la armada naval. Pasadas
las Cianeas, la armada llevaba su rumbo hacia el Danubio, y habiendo
navegado por el río dos días de navegación desde el mar, hicieron allí
un puente sobre las cervices del Istro, esto es, en el paraje desde
donde empieza a dividirse en varias bocas. Darío con sus tropas, que
pasaron el Bósforo por encima de aquel tablado hecho de barcas, iba
marchando por la Tracia, y llegando a las fuentes del río Tearo (67), dio tres días de descanso a su gente allí atrincherada.
XC. Los que moran vecinos al Tearo dicen que es el río más saludable
del mundo, pues sus aguas, además de ser medicinales para muchas
enfermedades, lo son particularmente contra la sarna de los hombres y
la roña de los caballos. Sus fuentes son 38, saliendo todas de una
misma peña, pero unas frías y otras calientes. Vienen a estar a igual
distancia, así de la ciudad de Hereo, vecina a la de Perinto. como de
la Apolonia, ciudad del ponto Euxino (68),
a dos jornadas de la una y a dos igualmente de la otra. El Tearo va a
desaguar en el río Contadesdo, éste en el Agrianes, el Agrianes en el
Hebro, y el Hebro en el mar vecino a la ciudad de Eno.
XCI. Habiendo, pues, Darío llegado al Tearo, y fijado allí su campo,
contento de haber dado con aquel río, quísole honrar poniendo una
columna con esta inscripción: Las fuentes del río Tearo brotan el
agua mejor y más bella de todos los ríos; a ellas llegó conduciendo su
ejército contra los escitas el hombre mejor y más bello de todos los
hombres, Darío, el hijo de Histaspes y rey del Asia y de todo el
continente. Esto era lo que en la columna estaba escrito.
XCII. Partió, Darío de aquel campo, dio con otro río que lleva el nombre de Artisco (69),
y corre por el país de las Odrisas. Junto a aquel río, habiendo
señalado cierto lugar, se le antojó dar orden a sus tropas de que al
pasar dejase cada cual su piedra en aquel mismo sitio, y habiéndolo
cumplido todos, continuó marchando con su gente, dejando allí grandes
montones de piedra.
XCIII. Antes de llegar al Istro, los primeros pueblos que por fuerza rindió Darío fueron los Getas Atanizontes (70),
o defensores de la inmortalidad, pues los tracios que habitan en
Salmideso, puestos sobre las ciudades de Apolonia y de Mesambria,
llamados los Smicirdas y los Nipseos, sin la menor resistencia se lo
entregaron. Pero los Getas, nación la más valiente y justa de todos los
tracios, resueltos con poca cordura a disputarle el paso, fueron sobre
la marcha hechos esclavos por Darío.
XCIV. Respecto a la inmortalidad, están muy lejos de creer que
realmente mueran; y su opinión es que el que acaba aquí la vida va a
vivir con el dios Zamolxis, a quien algunos hacen el mismo que Gebeleizi (71).
De cinco en cinco años sortean uno de ellos, al cual envían por
mensajero a Zamolxis, encargándole aquello de que por entonces
necesitan. Para esto, algunos de ellos, puestos en fila, están allí con
tres lanzas; otros, cogiendo de las manos y de los pies al mensajero
destinado a Zamolxis, lo levantan al aire y le tiran sobre las picas.
Si muere el infeliz traspasado con ellas, ¡albricias! porque les parece
que tienen aquel dios de su parte, pero si no muere el enviado sobre
las picas, se vuelven contra él diciéndole que es un hombre malo o
ruin, y acusándole así, envían otro, a quien antes de morir dan sus
encargos. Estos tracios, al ver truenos y relámpagos, disparan sus
flechas contra el cielo, con mil bravatas y amenazas a Júpiter, no
teniéndole por dios, ni creyendo en otro que en su propio Zamolxis.
XCV. Este Zamolxis, según tengo entendido de los griegos
establecidos en el Helesponto y en el mismo Ponto, siendo hijo de mujer
y mero hombre, sirvió esclavo en Samos, pero tuvo la suerte de servir a
Pitágoras el hijo de Mnesarco. Habiendo salido libre de Samos, supo con
su industria recoger un buen tesoro, con el cual se retiró a su patria.
Como hallase a los tracios sus paisanos sin cultura y sin gusto ni
instrucción, el prudente Zamolxis, hecho a la civilización o molicie de
la Jonia y a un modo de pensar y obrar mucho más fino y sagaz que el
que corría entre los tracios, como hombre acostumbrado al trato de los
griegos y particularmente al de Pitágoras, no el último de los sabios,
con estas luces y superioridad mandó labrarse una sala en donde,
recibiendo a sus paisanos de mayor cuenta y dándoles suntuosos
convites, comenzó a dogmatizar, diciendo que ni él, ni sus camaradas,
ni alguno de sus descendientes acabarían muriendo, sino que pasarían a
cierto paraje donde eternamente vivos tuviesen a satisfacción todas sus
comodidades y placeres. En tanto que así platicaba y trataba con los
tracios, íbase labrando una habitación subterránea (72);
y lo mismo fue quedar concluida, que desaparecer Zamolxis de la vista
de sus paisanos, metiéndose bajo de tierra en su sótano, donde se
mantuvo por espacio de tres años. Los tracios, que lo echaban menos, y
sentían la falta de su buena compañía, llorábanle ya por muerto, cuando
llegado ya el cuarto año, ve aquí que se les aparece de nuevo Zamolxis,
y con la obra les hace creer lo que les había dicho de palabra.
XCVI. Esto cuentan que hizo Zamolxis: yo en realidad no tomo partido
acerca de esta historia y de la subterránea habitación; ni dejo de
creerlo, ni lo creo tampoco ciegamente; si bien sospecho que nuestro
Zamolxis viviría muchos años antes que hubiese nacido Pitágoras. Así
que si era Zamolxis un hombre meramente, o si es un dios Geta, y el
dios principal para los Getas, decídanlo ellos mismos; pues sólo es de
este lugar decir que los Getas vencidos por Darío lo iban siguiendo con
lo demás del ejército.
XCVII. Darío, después de llegado al Danubio con todo su ejército de
tierra, habiendo pasado todas sus tropas por el nuevo puente, mandó a
los jonios que lo deshicieran y que con toda la gente de las naves
fuese por tierra siguiendo el grueso de sus tropas. Estaban ya los
jonios a punto de obedecer, y el puente a pique de ser deshecho, cuando
el general de los de Mitilene, Cóes, hijo de Erxandro, tomóse la
licencia de hablar a Darío, habiéndole antes preguntado si llevaría a
mal el escuchar una representación o consejo que se le quisiese
proponer, y le habló en estos términos: -«Bien sabéis, señor, que vais
a guerrear en un país en que ni se halla campo labrado ni ciudad alguna
habitada. ¿No sería mejor que dejareis en pie el puente como ahora
está, y apostaseis para su defensa a los mismos que lo construyeron?
Dos ventajas hallo en esto; una es que si tenemos el buen éxito que
pensamos hallando y venciendo a los escitas, tendremos en el puente
paso para la vuelta; otra que si no los hallamos, tendremos por él
retirada segura; pues bien veo que no tenemos que temer el que nos
venzan los escitas en batalla; antes temiera yo que han de evitar ser
hallados, y que perdidos acaso en busca de ellos, tengamos algún
tropiezo. Tal vez se podría decir que hago en esto mi negocio con la
esperanza de quedarme aquí sosegado: no pretendo tal; no hago más,
señor, que poner en vuestra consideración un proyecto que me parece el
más ventajoso; por lo que a mí me toca, estoy pronto a seguiros, ni
pretendo que me dejéis aquí.» No puede explicarse cuán bien pareció a
Darío la propuesta, a la cual respondió así: «Amigo y huésped lesbio,
no dejaré sin premio esa tu fidelidad; cuando esté de vuelta sano y
salvo en mi palacio, quiero y mando que te dejes ver y que veas cómo sé
corresponder con favores al que me sirve con buenos consejos.»
XCVII. Habiendo hablado estas pocas palabras y mandado hacer sesenta nudos en una correa (73),
mandó llamar ante sí a los señores de las ciudades de la Jonia y
hablóles así: -«Ciudadanos de Jonia, sabed que he tenido a bien revocar
mis primeras órdenes acerca del puente; ahora os ordeno que tomada esta
correa hagáis lo que voy a deciros. Desde el punto que me viereis
marchar contra los escitas, empezaréis a desatar diariamente uno de
estos nudos. Si en todo el tiempo que fuere menester para irlos
deshaciendo uno a uno, yo no compareciese, al cabo de él os haréis a la
vela para vuestra patria; pero entretanto que llegue este término,
puesto que lo he pensado mejor, os mando que conservéis entero el
puente, y pongáis en su defensa y custodia todo vuestro esmero, pues en
ello me daré por muy bien servido y satisfecho.» Dadas estas órdenes,
emprendió Darío su marcha hacia la Escitia.
XCIX. La parte marítima de la Tracia se avanza mar adentro frontera
de la Escitia, la cual empieza desde un seno que aquella forma, donde
va a desaguar el Danubio, que en sus desembocaduras se vuelve hacia el
Euro o Levante. Empezando del Danubio, iré describiendo ahora con sus
medidas la parte marítima del país de la Escitia: en el Danubio
comienza, pues, Escitia la antigua, que mira hacia el Noto o Mediodía y
llega hasta una ciudad que llaman Carcinitis; desde cuyo punto,
siguiendo las costas del Poniente por un país montuoso situado sobre el
Ponto, es habitada por la gente Táurica hasta la Quersoneso Traquea (74),
ciudad confinante con un seno de mar que mira hacia el viento Apeliota
o Levante. Porque es de saber que las fronteras de la Escitia se
dividen en dos partes que terminan ambas en el mar, la una mira al
Mediodía y la otra a Levante (75),
en lo que se parece al país del Ática; pues los Táuricos, en efecto,
vienen a ocupar una parte de la Escitia, a la manera que si otra nación
ocupase una parte del Ática, suponiendo que no fueran realmente
atenienses, como lo son los que ahora ocupan el collado Suníaco y la
costa de aquel promontorio que da con el mar, empezando desde el demo Tórico, hasta el demo
Anaflisto; entendiendo con todo esta comparación como la de un enano a
un gigante. Tal es la situación de la Táurica; pero a quien no ha
navegado las costas del Ática, quiero especificársela de otro modo:
está la Táurica, repito, de manera como si otra nación que no fueran
los Yapiges ocupase aquella parte de la Yapigia (76)
que empezando desde el puerto de Brindis llega hasta aquel cabo,
quedando, empero, separada de los confines de Tarento. Con estos dos
ejemplos que expreso, indico al mismo tiempo otros muchos lugares, a
los cuales es la Táurica parecida.
C. Desde la Táurica habitan ya los escitas, no sólo todo el país que
está sobre los Táuricos, y el que confina con el mar por el lado de
Levante, sino también la parte occidental así del Bósforo Cimerio como
de la laguna Meotis hasta dar con el río Tanais, que viene a desaguar
en la punta misma de dicha laguna (77).
Pero hacia los países superiores que se van internando por tierra desde
el Istro, acaba la Escitia, confinando primero con los Agatirsos,
después con los neuros, con los Andrófagos y finalmente con los
Melanclenos (78).
CI. Viniendo, pues, la Escitia a formar como un cuadro (79),
cuyos dos lados confinan con el mar, su dimensión tirando tierra
adentro es del todo igual a sus dimensiones tomadas a lo largo de las
costas marítimas; porque por las costas desde el Danubio hasta el
Borístenes se cuentan diez jornadas, y desde el Borístenes hasta la
laguna Meotis otras diez; y penetrando tierra adentro desde el mar
hasta llegar a los Melanclenos situados sobre los escitas, hay el
camino de 20 jornadas, previniendo que en cada jornada hago entrar el
número de 200 estadios (80).
Así que la travesía de la Escitia tendrá unos 4.000 estadios, y otros
4.000 su latitud, internándose tierra arriba, y estos son los límites y
extensión de todo aquel país.
CII. Volviendo a la historia, como viesen los escitas, consultando
consigo mismos, que sus solas fuerzas no eran poderosas para habérselas
cuerpo a cuerpo con el ejército entero de Darío, enviaron embajadores a
las naciones comarcanas para pedirles asistencia. Reunidos, en efecto,
los reyes de ellas, sabiendo cuán grande ejército se les iba acercando,
deliberaban sobre el consejo que tomarían en aquel apuro. Dichos reyes,
unidos en asamblea, eran el de los Táuricos, el de los neuros, el de
los Andrófagos, el de los Melanclenos, el de los gelonos, el de los
budinos y el de los Saurómatas.
CIII. Para decir algo de estas naciones, los Táuricos tienen leyes y
costumbres bárbaras: sacrifican a su virgen todos los náufragos
arrojados a sus costas, e igualmente todos los griegos que a ellas
arriban, si pueden haberlos a las manos. Ved ahí el bárbaro sacrificio:
después de la auspicación o sacrificio de la víctima, dan con una clava
en la cabeza del infeliz, y, según algunos dicen, desde una peña
escarpada, encima de la cual está edificado el templo, arrojan el
cadáver decapitado y ponen en un palo su cabeza. Otros dicen lo mismo
acerca de lo último, pero niegan que sea el cuerpo precipitado, antes
pretenden que se le entierra. La diosa a quien sacrifican dicen los
mismos Táuricos ser Ifigenia, hija de Agamemnon (81).
Acerca de los enemigos que llegan a sus manos, cada cual corta la
cabeza a su respetuoso prisionero, y se va con ella a su morada, y
poniéndola después en la punta de un palo largo, la coloca sobre su
casa y en especial sobre la chimenea, de modo que sobresalga mucho,
diciendo con cruel donaire que ponen en aquella atalaya quien les
guarde la casa. Estos viven de sus presas y despojos de la guerra.
CIV. Los Agatirsos son unos hombres afeminados y dados al lujo,
especialmente en los ornatos de oro. El comercio y uso de las mujeres
es común entre ellos, con la mira de que siendo todos hermanos y como
de una misma casa, ni tengan allí lugar la envidia ni el odio de unos
contra otros. En las demás costumbres son muy parecidos a los tracios.
CV. Las leyes y usos de los neuros son como los de los escitas. Una
edad o generación antes que Darío emprendiese aquella jornada,
sobrevino tal plaga o inundación de sierpes, que se vieron forzados a
dejar toda la región (82);
muchas de ellas las crió el mismo terreno, pero muchas más fueron las
que bajaron hacia él de los desiertos comarcanos, y hasta tal punto les
incomodaron, que huyendo de su tierra pasaron a vivir con los budinos.
Es mucho de temer que toda aquella caterva de neuros sean magos
completos, si estamos a lo que pos cuentan tanto los escitas como los
griegos establecidos en la Escitia, pues dicen que ninguno hay de los
neuros que una vez al año no se convierta en lobo por unos pocos días,
volviendo después a su primera figura. ¿Qué haré yo a los que tal
cuentan? Yo no les creo de todo ello una palabra, pero ellos dicen y
aun juran lo que dicen.
CVI. Los andrófagos son en sus costumbres los más agrestes y fieros
de todos los hombres, no teniendo leyes algunas ni tribunales. Son
pastores que visten del mismo modo que los escitas, pero que tienen su
lenguaje propio.
CVII. Los Melanclenos van todos vestidos de negro, de donde les ha venido el nombre que tienen, como si dijéramos capas negras. Entre todas estas gentes son los únicos que comen carne humana, y en lo demás siguen los usos de los escitas.
CVIII. Los budinos, que forman una nación grande y populosa, tienen
los ojos muy azules y rubio el color. La ciudad que poseen, toda de
madera, se llama gelono (83);
son tan grandes sus murallas, que cada lado de ellas tiene de largo 30
estadios, siendo al mismo tiempo muy altas, por más que todas sean de
madera; las casas y los templos son asimismo de madera. Los templos
están dedicados a los dioses de la Grecia, y adornados a lo griego, con
estatuas, con aras y nichos de madera; aun más, cada tercer año
celebran en honor de Baco sus trietéridas o bacanales, lo que no es de
admirar, siendo estos gelonos originarios de unos griegos que retirados
de los emporios plantaron su asiento entre los budinos y conservan una
lengua en parte griega.
CIX. Los budinos propios ni hablan la misma lengua que dichos
gelonos, ni siguen el mismo modo de vivir, pues siendo originarios o
naturales del país, siguen la profesión de pastores y son los únicos en
aquella tierra que comen sus piojos. Pero los gelonos cultivan sus
campos, comen pan, tienen sus huertos plantados, son de fisonomía y
color diferente. Verdad es que a los gelonos les llaman también
budinos; haciéndoles en esto injuria los griegos que tal nombre les
dan. Todo el país de los budinos está lleno de arboledas de toda
especie, y en el paraje donde es más espesa la selva hay una laguna
grande y dilatada, y alrededor de ella un cañaveral. En ella se cogen
nutrias, castores y otras fieras cuyas pieles sirven para forrar los
pellicos y zamarras, y cuyos testículos sirven de remedio contra el mal
de madre.
CX. Acerca de los Saurómatas cuéntase la siguiente historia. En
tiempo de la guerra entro los griegos y las Amazonas, a quienes los
escitas llaman Eorpata, palabra que equivale en griego a Androctonoi (mata hombres), compuesta de Eor que significa hombre y de pata
matar; en aquel tiempo se dice que, vencedores los griegos en la
batalla del río Termodonte, se llevaban en tres navíos cuantas Amazonas
habían podido coger prisioneras, pero que ellas, habiéndose rebelado en
el mar, hicieron pedazos a sus guardias. Mas como después que acabaron
con toda la tripulación ni supiesen gobernar el timón, ni servirse del
juego de las velas, ni bogar con los remos, se dejaban llevar a
discreción del viento y de la corriente. Hizo la fortuna que aportasen
a un lugar de la costa de la laguna Meótis llamado Cremnoi (84),
que pertenece a la comarca de los escitas libres. Dejadas allí las
naves, se encaminaron hacia el país habitado, y se alzaron con la
primera piara de caballos que casualmente hallaron, y montadas en ellos
iban talando y robando el país de los escitas.
CXI. No podían éstos atinar qué raza de gente y qué violencia fuese
aquella, no entendiendo su lengua, no conociendo su traje, ni sabiendo
de qué nación eran, y se admiraban de dónde les había podido venir
aquella manada de bandoleros. Teníanlas, en efecto, por hombres todos
de una misma edad, contra quienes habían tenido varias refriegas (85);
pero apoderados después de algunas muertas en el combate, al cabo se
desengañaron conociendo ser mujeres aquellos bandidos. Habiendo con
esto tomado acuerdo sobre el caso, parecióles que de ningún modo
convenía matar en adelante a ninguna, y que mejor fuera enviar sus
mancebos hacia ellas en igual número al que podían conjeturar que sería
el de las mujeres, dándoles orden de que plantando su campo vecino al
de las enemigas, fuesen haciendo lo mismo que las viesen hacer, y que
en caso de que ellas les acometieran no admitiesen el combate sino que
huyesen, y cuando vieran que ya no les perseguían, se acampasen de
nuevo cerca de ellas. La mira que tenían los escitas en estas
resoluciones era de poder tener en ellas una sucesión de hijos
belicosos.
CXII. Los jóvenes destinados a la pacífica expedición cumplían las
órdenes que traían de no intentar nada. Cuando experimentaron las
Amazonas que aquellos enemigos venían de paz sin ánimo de hacerles
hostilidad alguna los dejaban estar en hora buena sin pensar en ellos.
Los jóvenes iban acercando más y más de cada día su campo al campo
vecino, ni llevaban consigo cosa alguna sino sus armas y caballos,
yendo tan ligeros como las mismas Amazonas, e imitando el modo de vivir
de éstas, que era la caza y la pesca.
CXIII. - Solían las Amazonas cerca del medio día andar vagando ya de una en una (86),
ya por parejas, y retiradas una de otra acudían a sus necesidades
mayores y menores. Los escitas, que lo habían ido observando, se dieron
a ejecutar lo mismo, y hubo quien se abalanzó licenciosamente hacia una
de ellas que iba sola: ni lo esquivó la Amazona, sino que le dejó hacer
de sí lo que el mancebo quiso. Por desgracia, no podía hablarle porque
no se entendían; pero con señas se ingenió y le dio a entender que al
día siguiente acudiese al mismo lugar, y que llevase compañía y
viniesen dos, pues ella traería otra consigo. Al volver el mancebo a
los suyos dio cuenta a todos de lo sucedido, y al otro día no faltó a
la cita llevando un compañero, y halló a la Amazona que con otra ya los
estaba esperando.
CXIV. Cerciorados los demás jóvenes de lo que pasaba, animáronse
también a amansar a las demás Amazonas, y llegó a tal punto, que unidos
ya los reales, vivían en buena compañía, teniendo cada cual por mujer
propia a la que primero había conocido. Y por más que los maridos no
pudieron alcanzar a hablar la lengua de sus mujeres, pronto supieron
éstas aprender la de los maridos. Habiendo, pues, vivido juntos algún
tiempo, dijeron por fin los hombres a sus Amazonas: -«Bien sabéis que
nosotros tenemos más lejos a nuestros padres y también nuestros bienes:
basta ya de esta situación; no vivamos así por más tiempo, sino vámonos
de aquí y viviremos en compañía de los nuestros, y no temáis que os
dejemos por otras mujeres algunas. -Jamás, respondieron ellas; a
nosotras no nos es posible vivir en compañía de vuestras hembras, pues
no tenemos la misma educación y crianza que ellas. Nosotras disparamos
el arco, tiramos el dardo, montamos un caballo, y esas habilidades
mujeriles de hilar el copo, enhebrar la aguja, atender a los cuidados
domésticos, las ignoramos (87):
vuestras mujeres, al contrario, nada saben de lo que sabemos nosotras,
sino que sentadas en sus carros cubiertos hacen sus labores sin salir a
caza ni ir a parte alguna. Ya veis con esto que no podríamos avenirnos.
Si queréis obrar con rectitud, y estar casados con nosotras como es
justicia y razón, lo que debéis hacer es ir allá a veros con vuestros
padres, pedirles que os den la parte legítima de sus bienes, y
volviendo después, podremos vivir aparte formando nuestros ajuares.»
CXV. Dejáronse los jóvenes persuadir por estas razones, y después
que hechas las reparticiones de los bienes paternos volvieron a vivir
con sus Amazonas, ellas les hablaron de nuevo en esta forma: -«Mucha
pena nos da y nos tiene en continuo miedo pensar que hemos de vivir por
esos vecinos contornos, viendo por una parte que hemos privado a
vuestros padres de vuestra compañía, y acordándonos por otra de las
muchas correrías que hicimos en vuestra comarca. Ahora bien; ya que nos
honráis y os honráis a vosotros mismos con querernos por esposas,
hagamos lo que os proponemos. Vámonos de aquí, queridos; alcemos
nuestros ajuares, y dejando esta tierra, pasemos a la otra parte del
Tanais, donde plantaremos nuestros reales.
CXVI. También en esto les dieron gusto los jóvenes, y pasado el río
se encaminaron hacia otra parte, alejándose tres jornadas del Tanais
hacia Levante, y tres de la laguna Meotis hacia el Norte (88),
y llegados al mismo paraje en que moran al presente, fijaron allí su
habitación. Desde entonces las mujeres de los sármatas han seguido en
vivir al uso antiguo, en ir a caballo a la caza con sus maridos y
también sin ellos, y en vestir con el mismo traje que los hombres.
CXVII. Hablan los sármatas la lengua de los escitas, aunque desde
tiempos antiguos corrompida y llena de solecismos, lo que se debe a las
Amazonas, que no la aprendieron con perfección. Tienen ordenados los
matrimonios de modo que ninguna doncella se case si primero no matase
alguno de los enemigos, con lo que acontece que muchas de ellas, por no
haber podido cumplir con esta ley, mueren doncellas, sin llegar
siquiera a ser matronas.
CXVIII. Para volver a nuestro intento, habiendo ido a verse los
embajadores de los escitas con los reyes de las naciones que acabo de
enumerar, y hallándoles ya juntos, les dieron cuenta de que el persa,
después de haber conquistado todo el continente del Asia, había pasado
al de la Europa por un puente de barcas construido sobre las cervices
del Bósforo; que después de haber pasado por él y subyugado a los
tracios, estaba formando otro puente sobre el Danubio, pretendiendo
avasallar el mundo y hacerlos a todos esclavos. «Ahora, pues, continuó,
os pedimos que no evitéis tornar partido en este negocio, ni permitáis
que quedemos perdidos, antes bien que unidos con nosotros en una liga,
salgamos juntos al encuentro. ¿No queréis convenir en ello? pues sabed
que nosotros, forzados de la necesidad, o bien dejaremos libre el país,
o quedándonos allí ajustaremos paces con él. Decid si no, ¿qué otro
recurso nos queda, si no queréis acceder a socorrernos? No debéis
pensar que por esto os vaya mejor a vosotros, no; que el persa no
intenta más contra nosotros que contra vosotros mismos. Cierto que se
dará por satisfecha su ambición con nuestra conquista, y que a vosotros
no querrá tocaros un cabello. En prueba de lo que decimos, oíd esta
razón que es convincente: Si las miras del persa en su expedición no
fuesen otras que querer vengarse de la esclavitud en que antes le
tuvimos, lo que debiera hacer en este caso era venir en derechura
contra nosotros, dejando en paz a las otras naciones, y así haría ver a
todos que su expedición es contra los escitas, y contra nadie más. Pero
ahora está tan lejos de ello, que lo mismo ha sido poner el pie en
nuestro continente, que arrastrar en su curso y domar a cuantos se le
pusieron por delante; pues debéis saber que tiene bajo de su dominio no
sólo a los tracios, sino también a los Getas nuestros vecinos.»
CXIX. Habiendo perorado así los embajadores escitas, entraron en
acuerdo los reyes unidos de aquellas naciones, pero en él estuvieron
discordes los pareceres. El Gerono, el budino y el Saurómata votaron,
de común acuerdo, que se diese ayuda y socorro a los escitas. Pero el
Agatirso, el neuro, el Andrófago, con los reyes de los Melanclenos y de
los Táuricos, les respondieron en estos términos: -«Si vosotros,
escitas, no hubierais sido los primeros en injuriar y guerrear contra
los persas y vinierais con las pretensiones con que ahora venís, sin
duda alguna nos convencieran vuestras razones, y nosotros a vista de
ellas estaríamos en esa confederación a que nos convidáis. Pero es el
caso que vosotros, entrando antes por las posesiones de los persas,
tuvisteis el mando sobre ellos sin darnos parte de él en todo tiempo
que Dios os lo dio, y ahora el mismo Dios vengador los mueve y conduce
contra vosotros, queriendo que os vuelvan la visita y que os paguen en
la misma moneda. Ni entonces hicimos nosotros agravio ninguno a esos
pueblos, ni tampoco ahora queremos ser los primeros en injuriarles. Mas
si a pesar de nuestra veneración el persa nos acometiere dentro de casa
y fuere invasor no siendo provocado, no somos tan sufridos que
impunemente se lo queramos permitir y tolerar. Sin embargo, hasta tanto
que lo veamos, nos mantendremos quietos y neutrales, persuadidos de que
los persas no vienen contra nosotros, sino contra sus antiguos
agresores, que dieron principio a la discordia.»
CXX. Después que los escitas oyeron la relación y la respuesta que
les traían sus enviados, resolvieron ante todo que, puesto que no se
les juntaban aquellas tropas auxiliares, de modo convenía entrar en
batalla a cara descubierta y de poder a poder, sino que se debía ir
cediendo poco a poco, y al tiempo mismo de la retirada cegar los pozos
y las fuentes por donde quiera que pasasen, sin dejar forraje en todo
el país que no quedase gastado y perdido. Determinaron en segundo lugar
dividir el ejército en dos cuerpos, y que se agrupasen los Saurómatas
al uno de ellos, a cuyo frente iría Scopatis; cuyo cuerpo, en caso de
que el persa se echase sobra él, iríase retirando en derechura hacia el
Tanais, por la orilla de la laguna Meotis, y que si el persa volviere
atrás le picase la retaguardia. Este camino estaba encargada de seguir
una partida de las tropas de los regios: en cuanto al segundo cuerpo,
acordaron que se formase de dos brigadas de los escitas regios, de la
mayor mandada por Idantirso, y de la tercera mandada por Taxacis (89),
uniéndoseles los gelonos y los budinos; que este cuerpo marchase
delante de los persas a una jornada de distancia sin dejarse alcanzar
ni ver en su retirada, cumpliendo con lo que se había decretado: lo
primero, que llevasen en derechura al enemigo que les fuera siguiendo
hacia las tierras de aquellos reyes que habían rehusado su alianza a
fin de enredarlos también con el persa, de manera que, a pesar suyo,
entrasen en aquella guerra, ya que de grado no la quisieron; lo
segundo, que después de llegados allá tomasen la vuelta para su país, y
si les pareciese del caso, mirando bien en ello cargasen sobre el
enemigo.
CXXI. Tomadas así sus medidas, encaminábanse los escitas hacia el
ejército de Darío, enviando delante por batidores los piquetes de sus
mejores caballeros. Pero antes hicieron partir no sólo sus carros
cubiertos, en que suelen vivir sus hijuelos con todas sus mujeres, sino
también sus ganados todos y demás bienes en la comitiva de sus carros,
dándoles orden de que sin parar caminasen hacia el Norte, y solamente
se quedaron con los rebaños que bastasen para su diaria manutención. Lo
demás lo enviaron todo delante.
CXXII. Los batidores enviados por los escitas hallaron a los persas
acampados a cosa de tres jornadas del Danubio. Una vez hallados, les
ganaron la delantera un día de camino, y plantando diariamente sus
reales, iban delante talando la tierra y cuanto producía. Los persas,
habiendo visto asomar la caballería de los escitas, dieron tras ellos,
siguiendo siempre las pisadas de los que se les iban escapando; y como
se encontrasen en derechura con el primer cuerpo mencionado, íbanle
siguiendo después hacia Levante, acercándose al Tanais. Pasaron el río
los escitas, y tras ellos lo pasaron los persas, que les iban a los
alcances, hasta que pasado el país de los Saurómatas, llegaron al de
los budinos.
CXXIII. Mientras que marcharon los persas por la tierra de los
escitas y por la de los Saurómatas nada hallaban que arruinar en un
país desierto y desolado. Pero venidos a la provincia de los budinos (90),
encontrando allí una ciudad de madera que habían dejado vacía sus
mismos vecinos, la pegaron fuego. Hecha esta proeza, continuaban en ir
adelante, siguiendo la marcha de los escitas, hasta que, atravesada ya
aquella región, se hallaron en otra desierta, totalmente despoblada y
falta de hombres, que cae mas allá de la de los budinos y tiene de
extensión siete días de camino. Mas allá de este desierto viven los
Tisagetas, de cuyo país van bajando cuatro ríos llamados el Lico, el
Oaro, el Tanais y el Sirgis, que corren por la tierra de los Meotas y
desaguan en la laguna Meotis.
CXXIV. Viéndose Darío en aquella soledad, mandando a sus tropas
hacer alto, las atrincheró en las orillas del Oaro. Estando allí hizo
levantar ochos fuertes, todos grandes y a igual distancia unos de
otros, que sería la de 60 estadios, cuyas ruinas y vestigios aun se
dejaban ver en mis días (91).
En tanto que Darío se ocupaba en aquellas fortificaciones, aquel cuerpo
de escitas en cuyo seguimiento él había venido, dando una vuelta por la
región superior, fue retirándose otra vez a la Escitia. Habiendo, pues,
desaparecido de manera que ni rastro de escita quedaba ya, tomó Darío
la resolución de dejar sus castillos a medio construir; y como tuviese
creído que en aquel ejército, cuya pista había perdido, iban todos los
escitas tomando la vuelta de Poniente, emprendió otra vez sus marchas,
imaginando que todos sus enemigos fugitivos iban escapándosele hacia
aquella parte. Así que moviendo cuanto antes todas sus tropas, apenas
llegó a la Escitia, dio con los dos cuerpos de los escitas otra vez
unidos, y una vez hallados iba siguiéndoles siempre a una jornada de
distancia, mientras ellos de propósito cedían.
CXXV. Y como no cesase Darío de irles a los alcances, conforme a su
primera resolución, iban retirándose poco a poco hacia las tierras de
aquellas naciones que les habían negado socorros contra los persas. La
primera donde les guiaron fue la de los Melanclenos, y después que con
su venida y con la invasión de los persas los tuvieron conmovidos y
turbados, continuaron en guiar al enemigo hacia el país de los
Andrófagos. Alborotados también éstos, fueron los escitas llevándole
hacia los neuros, poniéndoles asimismo en grande agitación, e iban
adelante huyendo hacia los Agatirsos, con los persas en su seguimiento.
Pero los Agatirsos, como viesen que sus vecinos, alborotados con la
visita delos escitas, abandonaban su tierra, no esperando que éstos
penetrasen en la suya, enviáronles un heraldo con orden de prohibirles
la entrada en sus dominios, haciéndoles saber que si la intentaban, les
sería antes preciso abrirse paso por medio de una batalla. Después de
esta previa íntima salieron armados los Agatirsos a guardar sus
fronteras, resueltos a defender el paso a los que quisiesen
acometerles. Acaeció que los cobardes Melanclenos, Andrófagos y neuros,
cuando vieron acercarse a los escitas arrastrando a los persas en su
seguimiento, olvidados de sus amenazas, en vez de tomarlas armas para
su defensa, echaron todos a huir hacia el Norte y no pararon hasta
verse en los desiertos. Noticiosos los escitas de que los Agatirsos no
querían darles paso, no prosiguieron sus marchas hacia ellos, sino que
desde la comarca de los neuros fueron guiando a los persas a la Escitia.
CXXVI. Viendo Darío que se dilataba la guerra y que nunca cesaba la
marcha, determinó enviar un mensajero a caballo que alcanzase al rey de
los escitas Idantirso y le diese esta embajada: -«¿Para qué huir y
siempre huir, hombre villano? ¿No tienes en tu mano escoger una de dos
cosas que voy a indicarte? Si te crees tan poderoso que seas capaz de
hacerme frente, aquí estoy, detente un poco, déjate de tantas vueltas y
revueltas, y frente a frente midamos las fuerzas en campo de batalla.
Pero si te tienes por inferior a Darío, cesa también por lo mismo de
correr, préstame juramento de fidelidad, como a tu soberano, ofreciendo
a mi discreción haciendas y personas, con la única fórmula de que me
dais la tierra y el agua, y ven luego a recibir mis órdenes.»
CXXVII. A esta embajada dio la siguiente respuesta el rey de los
escitas Idantirso: -«Sábete, persa, que no es la que piensas mi
conducta. Jamás huí de hombre nacido porque le temiese, ni ahora huyo
de ti, ni hago cosa nueva que no acostumbre a hacerla del mismo modo en
tiempo de paz. Quiero decirte por qué sobre la marcha no te presento la
batalla: porque no tenemos ciudades fundadas, ni campos plantados, cuya
defensa nos obligue a venir luego a las manos con sólo el recelo de que
nos las toméis o nos las taléis. ¿Sabes cómo nos viéramos luego
obligados del todo a una acción? Nosotros tenemos los sepulcros de
nuestros padres: allí, oh persa, si tienes ánimo de descubrirlos y
osadía de violarlos, conocerás por experiencia si tenemos o no valor de
volver por ellos cuerpo a cuerpo contra todos vosotros. Pero antes de
recibir esta injuria, si no nos conviene, no entraremos contigo en
combate. Basta lo dicho acerca del encuentro que pides; por lo tocante
a soberanos, no reconozco otros señores que lo sean míos que Júpiter,
de quien desciendo, y Vesta la reina de los escitas. En lugar de los
homenajes de tierra y agua, y del despotismo que pretendes sobre
personas y haciendas, le enviaré unos dones que más te convengan. Mas
para responder a la arrogancia con que te llamas mi soberano, te digo,
a modo de escita, que vayas en hora mala con tu soberanía.» Tal fue la
respuesta de los escitas que llevó a Darío su mismo enviado.
CXXVIII. Los reyes de los escitas (92),
que se veían llamar esclavos en la embajada del persa, montaron en
cólera, y llevados de ella despacharon hacia el Danubio el cuerpo de
sus tropas, a cuyo frente iba Scopatis con orden de abocarse con los
jonios que guardaban él puente allí formado. Pero a los otros que
quedaban les pareció no hostigar más a los persas, llevándolos de una a
otra parte, sino cargar sobre ellos siempre que se detuviesen a comer.
Como lo determinaron así lo practicaron, esperando y atisbando el
tiempo de la comida. En efecto, la caballería de los escitas en todas
aquellas escaramuzas desbarataba a la de los persas, la cual, vueltas
las espaldas, era apoyada por su infantería, que salía luego a la
defensa de los fugitivos. Los escitas, puesta en huida la caballería
enemiga, por no dar con la infantería volvían a su campo, si bien al
venir la noche tornaban a molestar con sus embestidas al enemigo.
CXXIX. Voy a referir un incidente extraño y singular que en aquellos
ataques contra el campo de Darío aprovechó mucho a los persas, y a los
escitas les incomodó sobremanera. Tal fue, ¡quién lo creyera! el
rebuzno de los asnos y la figura de los mulos, pues la Escitia, como
antes dije, es una tierra que no produce burros, ni cría mulos, ni se
deja ver en todo el país asno ni macho alguno a causa del rigor del
frío. Sucedía, pues, que rebuznando aquellos jumentos alborotaban la
caballería de los escitas, y no pocas veces al tiempo mismo de embestir
contra los persas y en la fuga de sus escaramuzas, oyendo los caballos
el rebuzno de los burras volvíanse de repente perturbados, y les
entraba tal miedo y espanto, que se paraban con los orejas, levantadas,
como quienes nunca habían oído aquel sonido ni visto aquella figura. No
dejaba esto de tener alguna parte en el éxito de las refriegas.
CXXX. Mas como viesen los escitas que los persas turbados empezaban
a desmayar y no sabían qué hacerse, se valieron de un artificio que les
convidase a detenerse más en la Escitia, y aumentase de este modo su
trabajo viéndose faltos de todo. Dejaron, pues, allí cerca una porción
de ganados juntamente con sus pastores (93), y se fueron hacia otra parte. Los persas, encontrando aquel ganado, se lo llevaban muy ufanos y contentos con su presa.
CXXXI. Después de haber entretenido muchas veces al enemigo con
aquel ardid, no sabía ya Darío qué partido tomar. Entendíanlo bien los
reyes de los escitas, y determinaron enviarle un heraldo que le
regalase de su parte un pájaro, un ratón, una rana y cinco saetas. Los
persas no hacían sino preguntar al portador les explicase qué
significaban aquellos presentes; pero él les respondió que no tenía más
orden que la de regresar con toda prontitud, una vez entregados los
dones, y que bien sabrían los persas, si eran tan sabios como lo
presumían, descifrar lo que significaban los regalos.
CXXXII. Oído lo que el enviado les decía, pusiéronse los persas a
discurrir sobre el enigma. El parecer de Darío era que los escitas con
aquellos dones se rendían a su soberanía, entregándose a sí mismos,
entregándole la tierra y entregándole el agua, en lo cual se gobernaba
por sus conjeturas; porque el ratón, decía, es un animal que se cría en
tierra y se alimenta de los mismos frutos que el hombre, porque la rana
se cría y vive en el agua, porque el pájaro es muy parecido al caballo,
y en fin, porque entregando las saetas venían ellos a entregarle toda
su fuerza y poder. Tal era la interpretación y juicio que Darío
profería; pero, Gobrias, uno de los septemviros que arrebataron al Mago
trono y vida, dio un parecer del todo diferente del de Darío, pues
conjeturó que con aquellos presentes querían decirles los escitas: si
vosotros, persas, no os vais de aquí volando como pájaros, o no os
metéis bajo de tierra hechos unos ratones, o de un salto no os echáis,
en las lagunas convertidos en ranas, no os será posible volver atrás,
sino que todos quedareis aquí traspasados con estas saetas. Así
explicaban los persas la alusión de aquellos presentes.
CXXXIII. Volviendo a aquel cuerpo de escitas encargado primero de ir
a cubrir el país vecino a la laguna Meotis, y después de pasar hacia el
Danubio para conferenciar con los jonios, habiendo llegado al puente
les hablaron en estos términos: -«¿Qué hacéis aquí, jonios? Para
traeros la libertad hemos venido, con tal que nos queráis escuchar.
Tenemos entendido que Daría os dio la orden de que solo guardaseis este
puente por espacio de 60 días, y que si pasado este término no
compareciese, os volvieseis a vuestras casas. Ahora, pues, bien podéis
hacerlo así en ello no ofenderéis a Darío ni tampoco a nosotros. Así
que, habiéndole esperado hasta el día y plazo señalado, desde ahora os
mandamos que partáis de ahí.» Habiéndoles prometido los jonios que así
lo harían, se volvieron los escitas al punto sin más aguardar.
CXXXIV. Los demás escitas, después de los regalos enviados a Darío,
puesta al cabo en orden de batalla toda su infantería y caballería,
presentáronse al enemigo como determinados a una acción general.
Formados así en filas, pasó casualmente por entre ellos una liebre, y
apenas la vieron cuando corrieron todos tras ella; viéndolos Darío
agitados con esto y gritando todos a una contra el animal, preguntó qué
alboroto era aquel de los enemigos, y oyendo que perseguían a una
liebre, vuelto a aquellos con quienes solía comunicar todas las cosas:
-«Verdaderamente, les dijo, que nos tienen en vilísimo concepto esas
hordas atrevidas, y que ahora nos están zumbando, de suerte que me
parece que Gobrias atinaba con el sentido de sus dones. Puesto que
también me conformo yo con la interpretación de Gobrias, es preciso
discurrir el medio mejor para podernos retirar de aquí con toda
seguridad.» A lo cual Gobrias respondió: -«Señor, si bien estaba yo
antes casi asegurado por la fama de que estos escitas eran unos
bárbaros infelices, con todo, llegado aquí lo he visto por mis ojos, y
estoy viendo aun que ellos se burlan de nosotros como de niños,
tomándonos por juguete. Mi parecer sería que luego que cierre la noche,
la primera digo que llegue, encendidos en el campo los mismos fuegos
que solíamos antes, y dejando en él, so color de alguna sorpresa, las
tropas de menor resistencia para la fatiga, y atados allí todos los
asnos, nos partiéramos del país, primero que, o los escitas corran en
derechura al Danubio para deshacernos, el puente, o los jonios nos
intenten algún daño tal, que nos acabe de perder y arruinar.»
CXXXV. Este fue el parecer que dio Gobrias, y del cual venida apenas
la noche se valió Darío, quien dejó en su campo los inválidos y
achacosos y a todos aquellos cuya pérdida era de poquísima cuenta, y
con ellos también atados todos sus burros. El motivo verdadero de dejar
aquellos a animales era para que rebuznasen entretanto con todas sus
fuerzas, y el de dejar a los inválidos no era otro realmente que la
misma falta de salud y de robustez, si bien de esa misma se valió de
pretexto, como si él con la flor de su ejército meditara alguna
sorpresa contra el enemigo, durante la cual debieran ellos quedarse
para resguardo y defensa de sus reales, conforme lo pedía el estado de
su salud. Así que habiendo Darío hecho entender esto a los que dejaba y
mandado hacer los fuegos ordinarios, se apresuró a tomar la vuelta del
Danubio. Los jumentos que se vieron allí sin la muchedumbre de antes,
quejosos también y resentidos, empezaron a rebuznar aun más de lo
acostumbrado, y los escitas que oían aquel estrepitoso concierto
estaban sin el menor recelo de la partida, muy creídos que los persas
quedaban allí al par que sus asnos.
CXXXVI. No bien había amanecido, cuando los inválidos, viéndose allí
solos, y conociéndose malamente vendidos por Darío, comienzan a alzar
las manos al cielo y extenderlas hacia los escitas y darles cuenta de
lo que pasaba. Luego que estos lo oyeron, juntas de repente sus
fuerzas, que consistían en los dos cuerpos de tropas nacionales y en un
tercer cuerpo formado de saurómatas, de budinos y gelonos, se ponen en
movimiento para perseguir a los persas, camino derecho del Danubio.
Pero sucedió que siendo muy numerosa por una parte la infantería
persiana, que no sabía las veredas en un país donde no hay caminos
abiertos y hollados, y marchando por otra a la ligera la caballería
escítica, muy práctica en los atajos de su viaje, sin encontrarse unos
con otros, los escitas llegaron al puente mucho antes que los persas.
Informados allí de cómo éstos no habían llegado todavía, hablaron a los
jonios que estaban sobre sus naves: -«¿No veis, jonios, que se pasó ya
el plazo y número de los días, y que no hacéis bien en esperar aquí por
más tiempo? Si antes el temor del persa os tuvo aquí clavados, ahora
por lo menos echad a pique el puente y marchad luego libres a vuestras
tierras, dando gracias por ello a los dioses y también a nosotros los
escitas; que bien podéis estar seguros que vamos a escarmentar a ese
que fue vuestro señor, de modo que no le dé más la gana de hacer otra
expedición contra pueblo ni hombre viviente.»
CXXXVII. Consultaron los jonios lo que había de hacerse sobre este
punto. El parecer de Milcíades el ateniense, que se hallaba allí de
general, como señor que era de los moradores del Quersoneso cercano al
Helesponto, era de complacer a los escitas y restituir la libertad a la
Jonia. Mas el parecer de Histieo el Milesio fue del todo contrario,
dando por razón que en el estado presente, cada uno de ellos debía a
Darío el ser señor de su ciudad, que arruinando el poder e imperio del
rey, ni él mismo estaría en posición de mandar a los Milesios, ni
ninguno de ellos a su respectiva ciudad, pues claro estaba que cada una
de estas prefería un gobierno popular al dominio absoluto de un
príncipe. Apenas acabó Histieo de proferir su voto, cuando todos los
demás lo adoptaron, por más que antes hubiesen sido del parecer de
Milcíades.
CXXXVIII. Los jefes allí discordes en la votación, señores todos de
consideración en la estima de Darío, eran en primer lugar los tiranos
(o príncipes) de las ciudades del Helesponto, Dafnis príncipe de
Ábidos, Hipodo el de Lámpsaco, Herofanto el pario, Metrodoro el de
Proconeso, Aristágoras de Cízico, y Ariston de Bizancio, todos ellos
príncipes en el Helesponto: estaban en segundo lugar los señores de las
ciudades de Jonia, Estratis el de Quío y Eaces de Samos, Laodamas de
Focea, e Histieo el de Mileto, cuyo voto fue el que prevaleció contra
Milcíades. Por fin, de la Eolia solo se hallaba presente un príncipe
que fuese de cuantía, y éste era Aristágoras, señor de Cima.
CXXXIX. Resueltos, pues, estos señores a seguir el parecer de
Histieo, determinaron al mismo tiempo medir por él así las obras como
las razones: las obras, con deshacer la parte del puente que estaba del
lado de los escitas, pero no más allá de un tiro de ballesta, con la
mira de darles a entender que ponían manos a la obra, cuando su
intención era no tocar nada, y también para impedir que los escitas se
abriesen paso por el puente a despecho de los jonios queriendo penetrar
a la otra parte del Danubio: las razones, con decirles que ya empezaban
por el lado de ellos la maniobra para llevar a cabo todo lo que
pretendían. Esto resolvieron hacer en consecuencia del parecer de
Histieo, el cual después de este acuerdo respondió así a los escitas en
nombre de todos: -«Buenas son las nuevas, oh escitas, que nos acabáis
de traer, y en buena sazón nos dais prisa a que nos valgamos de la
ocasión. No puede ser más oportuno el aviso que nos dais, y la
ejecución de nuestra parte no cabe que sea más obsequiosa para con
vosotros ni más diligente. ¿No veis con vuestros ojos cómo ya vamos
deshaciendo el puente y cuánto empeño mostramos en volverá recobrar la
libertad? En tanto, pues, que acabamos de disolver estas barcas, no
perdáis vosotros el tiempo que os convida a que busquéis a esos
enemigos comunes, y hallados os venguéis de ellos y nos venguéis a
nosotros como bien merecido lo tienen.»
CXL. Los simples y crédulos escitas creyeron por segunda vez que los
jonios trataban verdad con ellos, y dieron luego la vuelta en busca de
los persas (94), pero se
desviaron totalmente del rumbo y camino que estos traían. De esta
equivocación tenían la culpa los mismos escitas, por haber gastado
antes los forrajes a la caballería y haber cegado los manantiales de
las aguas; pues si así no lo hubieran ejecutado, tuvieran en su mano
hallar desde luego a los persas, si hallarles quisieran; de suerte que
en aquella resolución que tuvieron antes por la más acertada, en esa
misma erraron completa mente. Porque sucedió que los escitas iban en
busca de los enemigos por los parajes de su país donde había heno o
hierba para los caballos y agua para el ejército, creídos de que los
persas vendrían huyendo por ellos, mientras que los persas en su
retirada iban deshaciendo el mismo camino que antes habían llevado, y
aun así volviendo atrás sobre sus mismas pisadas, a duras penas
hallaron al cabo la salida. Y como llegasen de noche al Danubio y
encontrasen deshecha la parte inmediata de su puente, cayeron en la
mayor consternación, temiendo sobremanera que los jonios no se hubieran
vuelto, dejándoles a ellos entre los enemigos.
CXLI. Había un egipcio en el ejército de Darío, que superaba con su
grito a otro hombre cualquiera, al cual mandó Darío que puesto en el
borde mismo del Danubio llamase por su nombre a Histieo el Milesio.
Voceando estaba el egipcio cuando Histieo, oído el primer grito, arrimó
todas sus naves para pasar el ejército, y volvió a unir las barcas para
la formación del puente.
CXLII. De este modo los persas se escaparon huyendo, y los escitas
quedaron segunda vez burlados, buscando en balde a los enemigos. De
aquí, hablando los escitas de los jonios, suelen con gracia atribuirles
dos propiedades; una, que los jonios para libres son los hombres más
viles, ruines y cobardes del mundo; otra, que para esclavos son los más
amantes de sus amos que darse pueden y los menos amigos de huir. Tales
son las injurias que contra ellos suelen lanzar los escitas.
CXLIII. Continuando Darío sus marchas por la Tracia, llegó a Sesto (95),
ciudad del Quersoneso, desde donde pasó en sus naves al Asia, dejando
por general de sus tropas en Europa al persa Megabazo, sujeto a quien
dio aquel rey un grande elogio en presencia de la corte con la
siguiente ocasión: Iba Darío a abrir unas granadas que quería comer, y
al punto que tuvo abierta la primera, preguntóle su hermano Artabano
cuál era la cosa de que el rey deseara tener tanta abundancia cuanta
era la de los granos de aquella granada. A lo que respondió Darío, que
prefiriera tantos Megabazos cuantos eran aquellos granos, más bien que
tener bajo de su dominio, a toda la Grecia; palabra con que entre los
persas le honró y distinguió muchísimo. A este, pues, dejó por
generalísimo de sus tropas, que subían a 80.000 hombres.
CXLIV. Este mismo Megabazo, por un chiste que dijo, dejó entre las
gentes del Helesponto memoria y fama inmortal. Como estando en Bizancio
oyese decir que los calcedonios habían fundado su ciudad 17 años antes
que fundasen allí cerca de la suya los Bizantinos: -«Sin duda, dijo con
esta ocasión, debían entonces de estar ciegos los calcedonios, que a no
estarlo no hubieran edificado en un suelo infame, pudiendo edificar en
otro excelente.» Megabazo, dejado por general en la provincia de los
helespónticos, conquistó con sus tropas a todos los pueblos que no medizaban (96) (es decir, no eran partidarios del medo o del persa), a todo lo cual dio cima Megabazo.
CXLV. Por el mismo tiempo fue cuando pasó a Libia una grande armada,
de cuya ocasión hablaré después de haberla preparado con esta previa
narración. Aquellos pelasgos, infames piratas, que se llevaron las
mujeres atenienses del pueblo de Braunon, echaron también violentamente
de Lemnos a los descendientes de los campeones da la nave Argos.
Viéndose estos echar de casa, navegaron para Lacedemonia; allá
arribados y atrincherados en el monte Taigeto, encendieron allí fuego
para dar señal de su venida, lo cual observado por los lacedemonios,
les preguntaron por medio de un mensajero quiénes eran y de dónde
venían. Respondieron ellos al enviado, que eran los Minias,
descendientes de aquellos héroes de la nave Argos que, aportando a Lemnos, los habían allí engendrado (97).
Oída esta relación, y viendo los lacedemonios que eran sus huéspedes de
la raza de los Minias, pregúntanles de nuevo a qué fin habían venido a
su tierra y dado aviso de su arribo con las hogueras; a lo que dijeron
que echados de su casa por los pelasgos volvían a las de sus padres,
cosa que les parecía muy puesta en razón; que lo que pedían era ser sus
vecinos, tenor parte así en los empleos públicos como en las suertes y
reparticiones de las tierras. Los lacedemonios tuvieron a bien dar la
naturaleza a los minias con las condiciones mencionadas, a lo que les
movió sobre todo el saber que sus Tindáridas (98) habían navegado en la nave Argos; así que, habiéndoles naturalizado, les dieron sus suertes en las tierras, y se les repartieron en sus filas
o distritos. Los minias tomaron desde luego mujeres hijas del país, y
casaron con los hijos del mismo a las que consigo traían de Lemnos.
CXLVI. No pasó, empero, mucho tiempo sin que los minias,
levantándose a mayores, no sólo anhelasen el derecho a la corona, sino
que cometiesen muchos desafueros e insolencias capitales, tanto que los
lacedemonios dieron contra ellos sentencia de muerte, y después presos
los metieron en la cárcel. Es uso de los lacedemonios ejecutar de noche
la sentencia de muerte en los condenados a ella, sin efectuarlo jamás
de día. Sucedió, pues, que habiendo resuelto que murieran los Minias,
sus mujeres, que no sólo eran ciudadanas, pero hijas aun de las
principales casas de Esparta, lograron con sus empeños el permiso de
entrar en la cárcel y de hablar cada una con su marido, permiso que se
les otorgó sin recelar de ellas la menor sombra de engaño ni de
perjuicio. ¿Qué intentan ellas una vez dentro? cada cual da al marido
sus propios vestidos, y se visten con los de su marido, y así los
Minias con el traje de sus mujeres, haciéndose pasar por ellas,
saliéronse de la cárcel, y otra vez por este medio se refugiaran al
Taigeto (99).
CXLVII. En aquella misma sazón salió de Lacedemonia para hacer un
nuevo establecimiento un hombre principal llamado Teras, hijo de
Autesion, nieto de Tisameo, biznieto de Tersandro, y tercer nieto de
Polinices. Siendo Teras de la familia Cadmea (100),
era tío por parte de madre de los dos hijos de Aristodemo, llamados el
uno Eurístenes y el otro Procles, en cuya menor edad tuvo la regencia
del reino en Esparta. Pero cuando los príncipes, sus sobrinos, llegados
ya a la mayor edad, quisieron encargarse del gobierno, a Teras, que
había tomado gusto al mandar, se le hacía tan intolerable el haber de
ser mandado, que dijo no poder vivir más en Lacedemonia, sino que
quería volverse por mar a vivir con los suyos. Eran estos los
descendientes de Membliaro, hijo de Peciles, de nación fenicio, quienes
se habían establecido en la isla que al presente se llama Tera (101),
y antes se llamaba Calista. Porque como Cadmo el hijo de Agenor, yendo
en busca de Europa hubiese llegado a esa isla, ora fuese por parecerle
buena la tierra, ora por algún otro motivo que para ello tuviera, lo
cierto es que dejó en ella en compañía de otros muchos fenicios a
Membliaro, que era de su misma familia. Ocho generaciones habían ya
transcurrido desde que estos fenicios habitaban la isla Calista, cuando
Teras fue allá desde Lacedemonia.
CXLVIII. Vino Teras con una colonia de hombres que había reclutado
entre las tribus de Lacedemonia, con ánimo de avecindarse en la isla
con ellos y no de echarles de casa, antes bien de hacerles muy
familiares y amigos. Viendo a los Minias huidos de la cárcel y
refugiados, pidió a los lacedemonios, empeñados en quitarles la vida,
que se la quisiesen perdonar, pues él se encargaba de sacárselos del
país. Habiendo condescendido con su súplica los lacedemonios, Teras se
hizo a la vela con tres naves de cincuenta reinos, para irse a juntar
con los descendientes de Membliaro, llevando consigo no a todos los
Minias, sino a unos pocos que quisieron seguirle, pues la mayor parte
de ellos habían partido para echarse contra los Paroreatas y los
Caucones (102); y habiendo
logrado en efecto arrojarles de su patria, se quedaron allí repartidos
en seis ciudades, que fueron la de Lepreo, la de Macisto, la de Frixas,
la de Pireo, la de Epio, y la de Nudio, muchas de las cuales fueron en
mis días asoladas por los Eleos. Llegado Teras a la isla, llamóse esta
Tera, del nombre del conductor de la nueva colonia.
CXLIX. Tenía Teras un hijo que no quiso embarcarse con su padre,
quien resentido le dijo que si no le seguía le dejaría allí como una
oveja entre los lobos, de donde vino a quedarle después al mancebo, sin
caérsele jamás, el nombre de Eólico (oveja-lobo). Tuvo Eólico después
por hijo a Egeo, del cual lleva el nombre de Egidas una de las tribus
de Esparta más numerosa. Como a los naturales de aquel distrito se les
muriesen los hijos siendo aun niños, por aviso de un oráculo se edificó
un templo, y se dedicó a las furias de Layo y de Edipo. Esto mismo
aconteció después a los originarlos de la misma tribu cuando fueron a
establecerse en Tera.
CL. Hasta aquí van acordes en la historia los lacedemonios con los
naturales de Tera; pero acerca de lo que pasó después, sólo los Tereos
son los que nos refieren lo siguiente: Grino, hijo de Esanio, uno de
los descendientes de Teras y rey de la isla de Tera, partió para Delfos
llevando consigo una hecatombe (o sacrificio de cien bueyes).
Entre otros vecinos que le acompañaban iba Bato, hijo de Polimnesto, el
cual era de la familia de los Eutimidas, una de las Minias.
Consultando, pues, Grino, rey de los Tereos, acerca de otros asuntos,
la Pitia le dio en respuesta un oráculo que le mandaba fundar una
colonia en Libia. Pero Grino le replicó diciendo: -«Oh señor, me hallo
muy viejo y tan agobiado que no puedo sostenerme. Os suplico que eso lo
mandéis más bien a alguno de estos mozos que aquí tengo.» Y al decir
estas palabras apuntó con el dedo a Bato. Por entonces no hubo más:
vueltos a su casa, no contaron ya con el oráculo, parte por no saber
hacia dónde caía la tal Libia, parte por no atreverse a enviar una
colonia a la ventura.
CLI. Después de este caso, durante siete años no llovió gota en
Tera, y cuantos árboles había en la isla, todos, salvo uno solo,
quedaron secos. Consultaron los Toreos sobre esta calamidad al mismo
Apolo, y la Pitia les respondió con el oráculo de enviar una colonia a
la Libia. Viendo que no cesaba el azote ni se les daba otro remedio,
enviaron unos diputados a Creta con orden de informarse si alguno o
natural del país o habitante en él había ido a la Libia. Yendo los
diputados de ciudad en ciudad llegaron a la de Itano (103),
donde hallaron un mercader de púrpura llamado Corobio, quien les dijo
que llevado de una tempestad había aportado a Libia, y tocado en una
isla de ella llamada Platea. Haciendo, al mercader ventajosos partidos,
se lo llevaron a Tera, de donde salieron en una nave unos descubridores
de la Libia que no fueron muchos al principio, quienes gobernados por
el piloto Corobio aportaron a la isla Platea (104),
donde habiendo dejado a su conductor con víveres para algunos meses,
dieron prontamente la vuelta a Tera para llevar noticias a los suyos
del descubrimiento de la nueva isla.
CLII. Íbanse acabando las provisiones al infeliz Corobio, porque los
Tereos dilataban la vuelta por más tiempo del que tenían ajustado; pero
entre tanto una nave Samia, cuyo capitán era coleo, fletada para
Egipto, fue llevada por los temporales a la misma Platea. Los samios
que en ella venían, informados por Corobio de todo lo sucedido, le
proveyeron de víveres para un año, y levando ancla deseosos de llegar
al Egipto, partiéronse de la isla, por más que soplaba el viento
Subsolano, el cual, como no quisiese amainar, les obligó a pasar más
allá de las columnas de Hércules, y aportar por su buena suerte a
Tarteso. Era entonces Tarteso para los griegos un imperio virgen y
reciente que acababan de descubrir. Allí negociaron también con sus
géneros, que ninguno les igualó jamás en la ganancia del viaje, al
menos de aquellos de quienes puedo hablar con fundamento, exceptuando
siempre a Sostrato, natural de Egina, hijo de Laodamante, con quien
nadie puede apostárselas en lucro. Los samios, poniendo aparte la
décima de su ganancia, que subió a seis talentos, hicieron con ella un
caldero de bronce a manera de pila argólica; alrededor de él había unos
grifos mirándose unos a otros, y era sostenido por tres colosos puestos
de rodillas, cada uno de siete codos de alto: fue dedicado en el Hereo.
CLIII. La humanidad de los samios para con Corobio fue el principio
de la grande armonía que sucedió después entre Cireneos y samios. Pero
volviendo a los descubridores Tercos, dejado que hubieron en aquella
isla a Corobio y vueltos a Tera, dieron razón de la isla de la Libia
hallada por ellos, y de la posesión que de ella habían tomado. Con esta
noticia determinaron los Tereos que se enviase allá una colonia, que en
los siete distritos de que se componía Tera, uno de dos hermanos de
cada familia entrase en cántaro para ella, y que Bato fuese allí por su
rey y conductor. Así enviaron a Platea dos penteconteros cargados de colonos.
CLIV. Esto cuentan los Tercos: en todo lo demás van conformes con
los Cireneos, los cuales sólo discuerdan de los Tereos por lo que mira
a Bato, pues nos refieren así la historia: Hay, dicen, en Creta una
ciudad llamada Axo, donde era rey Etearco, el cual, viudo ya, y
teniendo en casa una hija de su primera mujer, por nombre Frónima, casó
de segundas nupcias con otra. La nueva esposa dio muchas pruebas de que
era realmente madrastra: no contenta con el odio que llevaba consigo el
nombre, no perdía ocasión de maltratar a Frónima y de maquinar contra
ella cuanto podía, hasta el punto de ponerla tacha en su honor, e
inducir al marido a creer que tenía en su hija una ramera. Engañado así
el padre, tomó contra ella una extraña resolución. Había un natural de
Tera y negociante en Axo, por nombre Temison, a quien Etearco, después
de recibirle por huésped suyo, le conjuró por los fueros más sagrados
de la hospitalidad que le concediese una merced que le quería pedir; y
habiéndole aquél jurado que se la haría, preséntale Etearco a su misma
hija, y le manda que la arroje al mar. Quejoso Temison de la mala fe de
su huésped en arrancarle el juramento, y renunciando a la carta del
hospedaje, tomó el expediente de embarcar consigo a la hija de Etearco,
y estando en alta mar, para cumplir con la formalidad del juramento, la
echó al agua sostenida con unas cuerdas, y sacándola otra vez con
ellas, la llevó a Tera.
CLV. Allí un ciudadano ilustre entre los Tereos, llamado Polimnesto,
tomó a Frónima por concubina, y de ella tuvo a su tiempo un hijo de voz
trabada y balbuciente, a quien se la dio el nombre de Bato, según dicen
los Cireneos, a lo que imagino se le daría algún otro nombre, pues no
fue llamado Bato sino después de haber ido a la Libia; nombre que se le
dio, así por causa del oráculo que en Delfos se le profirió, como por
la dignidad honrosa que después tuvo, acostumbrando los Libios dar al
rey el nombre de Bato. Este creo fue el motivo por que la Pitia en su
oráculo le dio tal nombre, como que entendía la lengua líbica, y sabía
que él vendría a ser rey en Libia; pues es cierto que él, llegado a la
mayor edad, había ya ido a Delfos a consultar el oráculo sobre el
defecto de su lengua, y que a su consulta había respondido así la Pitia:
Te trajo, oh Bato, aquí tu voz trabada;
a poblar en la Libia, madre de reses,
Apolo manda que de jefe vayas.
A este oráculo repitió el consultante: -«Mi amo y señor, acá vine
para pediros remedio de mi voz trabada y defectuosa, y vos me dais
oráculos diferentes para mí imposibles, ordenándome que funde ciudades
en la Libia. ¿Qué medios y qué poder tengo yo para ello?» Por más que
así representó, no pudo lograr otra respuesta del oráculo; y viendo
Bato que se le inculcaba siempre lo mismo que antes, dejando sus cosas
en tal estado, regresó a Tera.
CLVI. Mas como en adelante no sólo a él sino también a los otros
vecinos de Tera todo continuase en salirles mal, no pudiendo dar estos
con la causa de tanta desgracia, enviaron a Delfos a saber cuál fuese
la ocasión de semejante calamidad. La respuesta de la Pitia fue, que
como fueran con Bato a fundar una colonia en Cirene de la Libia, todo
les iría mejor. Por esta respuesta resolvieron los Tereos enviar allá a
Bato con dos galeras de 50 remos. Estos colonos aventureros, como no
pudiesen dejar de partir, se hicieron a la vela como para ir en busca
de la Libia; pero vueltos atrás se restituyeron a Tera. A su regreso
les echaron de allá los Tereos, sin dejarlos arribar a tierra,
mandándoles que otra vez emprendiesen la navegación. Obligados a ello,
emprendieron de nuevo su viaje, y poblaron cerca de la Libia una isla,
que según dije se llamaba Platea, y que pretenden no es mayor que la
sola ciudad actual de Cirene.
CLVII. Después de haberla habitado ya dos años y de ver que no por
esto mejoraban sus negocios, dejando en ella un hombre solo, partieron
todos los demás para Delfos. Presentándose allí al oráculo, le
propusieron que a pesar de ser ya moradores de la Libia no por eso
experimentaban alivio en sus calamidades. A lo que la Pitia respondió:
Sin ir a Libia, que en ganado abunda,
pretendes saber más acerca de ella
que yo mismo que allí a verla estuve:
admírame, pues, tu gran talento.
Oída tal respuesta, viendo Bato que Apolo no les dejaría parar
con su colonia si primero no fueran a colocarla en el mismo continente
de Libia, volvióse a embarcar con su comitiva. Vuelto con los suyos a
su isla, y tomado consigo al que allí dejaron, hicieron una población
en un sitio de la Libia llamado Aziris (105), situado enfrente de la isla, rodeado de hermosísimas colinas y bañado a un lado por un río.
CLVIII. Seis años enteros estuvieron en este paraje, pero llegado el
séptimo, los mismos Libios lograron de ellos que lo desamparasen,
prometiendo trasportarles a otro sitio mejor; y en efecto, los
condujeron hacia Poniente a una región la más bella del universo. Pero
a fin de que los griegos no atinasen dónde venía a caer el nuevo
establecimiento los llevaron allá de noche, no fuese que viajando de
día midiesen por las horas el sitio y la distancia. El nombre del país
adonde fueron es el de Irasa. Habiéndoles, pues, llevado a una fuente
que se dice ser de Apolo: -«Amigos griegos, les dijeron, aquí sí que
estaréis bien; este lugar es un encanto; aquí vienen a caer las mismas
cataratas del cielo.»
CLIX. Durante el tiempo de la vida de Bato (106),
el conductor de la colonia, que reinó 40 años, y el de Arcesilao su
hijo, que reinó 16, se mantuvieron allí los Cireneos tantos en número
cuantos al principio de la fundación habían sido a ella destinados.
Pero en tiempo del tercer rey, llamado Bato el Feliz, la Pitia con sus
oráculos movió a todos los griegos a navegar a Libia para incorporarse
en la colonia de los Cireneos que les convidaban con la repartición de
las posesiones y campos. El oráculo que profirió fue el siguiente:
Quien al reparto de la fértil Libia
tarde acuda, no poco ha de pesarle.
El efecto fue, que se juntó en Cirene mucho griego; pero viendo los
Libios circunvecinos que se les iba cercenando mucho el terreno, y no
pudiendo sufrir Adieran, que este era el nombre de su rey, ni el
perjuicio de verse privado de aquella comarca, ni la insolencia que con
él usaban los Cireneos, por medio de unos enviados al Egipto, se
entregaron a sí mismos con todos sus bienes al rey de los egipcios
Apries. Juntó éste un numeroso ejército de egipcios, y le hizo marchar
a Cirene. Concurrieron armados los Cireneos al lugar llamado Irasa y a
la fuente Testa (107),
donde venidos a las manos con los egipcios, quienes no sabiendo por
experiencia qué tropa era la Griega la tenía en bajo concepto, los
vencieron y derrotaron de manera que pocos pudieron volver sanos a
Egipto, cuya pérdida fue la causa de que, irritados por ella los
egipcios, se rebelasen contra Apries.
CLX. El mencionado Bato tuvo por hijo a Arcesilao, quien le sucedió
en el mando, si bien desde el principio reinó entre él y sus hermanos
la discordia y sedición, hasta el punto de separarse éstos y de partir
hacia otra parte de la Libia. Allí, habiendo tomado acuerdo entre
ellos, fundaron la ciudad que entonces llamaron Barca, como se llama
todavía. No contentos con su rebelión, al tiempo que la fundaban
hicieron que los Libios se alzasen contra los Cireneos. Arcesilao hizo
después una expedición contra los Libios, tanto los que habían acogido
a los rebeldes, como contra los que se le habían rebelado; pero estos,
por miedo que de él tuvieron, dejando sus tierras huyeron hacia los
Libios Orientales. Fueles siguiendo Arcesilao, hasta que llegados los
fugitivos a un lugar de la Libia llamado Leucon, se resolvieron a
cargar contra el enemigo. En la refriega fueron los Libios tan
superiores, que allí quedaron muertos 7.000 hoplitas (108)
Cireneos. Después de esta desgracia, cayó enfermo Arcesilao, y estando
en cama y habiendo tomado una medicina, fue ahogado por su hermano
Learco, a quien mató después a traición la viuda de Arcesilao, que
tenía por nombre Erixo.
CLXI. En vez de Arcesilao entró a reinar su hijo Bato, que era cojo
y de pies contrahechos. Por razón del destrozo padecido en la guerra,
los Cireneos destinaron unos diputados a Delfos para saber del oráculo
de qué medio se podrían valer para poner su ciudad en mejor estado.
Mandóles la Pitia que tomasen en Mantinea (109)
de la Arcadia un reformador, para cuyo empleo, a petición de los
Cireneos, fue nombrado por los de Mantinea, Demonacte, el hombre de
mayor crédito que había en la ciudad. Habiendo después partido el nuevo
visitador a Cirene, e informándose puntualmente de todo, hizo en ella
dos innovaciones: la una fue distribuir en tres partidos a sus vecinos,
señalando para el uno a los Tereos con los pueblos fronterizos; para el
otro a los peloponesios con los Cretenses; para el tercero a todos los
demás Isleños: la segunda fue pasar todos los derechos y regalías que
habían tenido antes los reyes al cuerpo de la república, dejando al rey
Bato la prerrogativa del sacerdocio y la inspección de los templos con
sus ingresos.
CLXII. Duró tal estado de cosas todo el tiempo que vivió Bato; pero
en el de su hijo Arcesilao nació una gran contienda y porfía acerca de
los puestos y magistraturas. Autor de ella fue dicho Arcesilao, hijo de
Bato el cojo y de Feretima, el cual no quería estar a lo ordenado por
Demonacte de Mantinea, sino que pretendía recobrar todas las regalías y
derechos de sus antepasados. El éxito de la sedición y discordia fue,
que perdida por Arcesilao la batalla hubo de escapar a Samos, y su
madre a Salamina de Chipre. Era entonces señor de Salamina Evelton, el
que dedicó en Delfos aquel incensario tan digno de verse que se
conserva allí en el tesoro de los corintios (110).
Llegada a la corte de éste, Feretima pidióle un ejército que lo
restituyese a Cirene: esmerábase Evelton en hacerle mil regalos, menos
lo que ella le pedía; mas la princesa al recibirlos decíale que buenas
eran aquellas dádivas y que mucho las agradecía, pero que fuera mejor y
que mucho más le agradeciera el favor del ejército que le había pedido;
y ésta era la arenga que a cada regalo repetía. Regalóle, por último,
Evelton un huso de oro y una rueca armada con su copo de lana, y como
también entonces Feretima repitiese las mismas palabras, respondióle
aquel: -«Con estos dijes se obsequia a una mujer y no con el mando de
un ejército.»
CLXIII. Por aquel mismo tiempo Arcesilao, refugiado en Samos, no
hacía sino reclutar a cuantos podía, con la promesa de repartirles
campos en Cirene. Recogido ya un grande ejército, fuese él mismo a
Delfos a consultar aquel oráculo sobre su vuelta, a lo que respondió la
Pitia: -«Apolo os da el reino en Cirene hasta el cuarto Bato y el
cuarto Arcesilao por espacio de ocho generaciones; pero él mismo os
exhorta a que no penséis en prolongarlo más allá. Vuélvete tú, y
manténte tranquilo en casa; y si acaso hallares el horno lleno de
cántaros no te dé la gana de cocerlos, antes déjalos muy enhorabuena.
Pero si cocieres la hornada, no entres en la rodeada de agua, pues de no hacerlo así morirás tú mismo, y contigo el más bravo toro.»
CLXIV. Este oráculo dio la Pitia a Arcesilao, quien llevando consigo
las tropas que tenía en Samos, fuese a Cirene. Apoderado allí del
mando, no se acordaba ya de la profecía de la Pitia, sino que procuraba
vengarse de los que se le habían levantado, obligándoles a la fuga.
Algunos de sus contrarios, sin querer exponerse al peligro, se habían
ausentado del país; a algunos otros, caídos en manos de Arcesilao, se
les envió a Chipre para que se les hiciese perecer, si bien quiso la
fortuna que habiendo aportado a Cnido (111),
los Cnidios les librasen de la muerte, y les enviasen a Tera: algunos
otros, por fin, se refugiaron a una gran torre de un particular llamado
Aglomaco la cual mandó rodear de fajina Arcesilao y quemar vivos en
ella a dichos Cireneos. Como reflexionase después sobre lo hecho, y
entendiese que a esto aludía lo que la Pitia le decía en el oráculo,
que si hallaba los cántaros en el horno no quisiese cocerlos, temiendo
la muerte que se le había profetizado, e imaginando que Cirene era la rodeada de agua
del oráculo, no quiso de propósito entrar más en la ciudad de los
Cireneos. Estaba casado con una parienta hija del rey de los Barceos
llamada Alacir: refugióse, pues, a la corte de su suegro. Allí, algunos
de los ciudadanos, junto con aquellos Cireneos que vivían en ella
desterrados, habiéndole acechado al tiempo que paseaba por la plaza, le
asesinaron juntamente con su suegro. Así Arcesilao vino a encontrar con
su destino fatal, habiéndose desviado o de propósito o por descuido del
aviso del oráculo.
CLXV. En tanto que Arcesilao se detenía en Barca preparando su misma
ruina, Feretima su madre cumplía con todas las funciones honrosas de
gobernadora del reino en lugar de su hijo, acudiendo al despacho de los
negocios y presidiendo en el consejo de estado. Pero apenas supo que su
hijo habla sido asesinado en Barca, huyó sin más dilación al Egipto, a
lo que la movieron los servicios que Arcesilao tenía hechos a Cambises,
hijo de Ciro (112),
habiendo sido el que puso a Cirene bajo la protección del persa, y se
la hizo tributaria. Llegada Feretima al Egipto, imploró la protección
de Ariandes, suplicándole quisiese ampararla y vengarla de los
rebeldes, valiéndose del pretexto de decir que por adicto a los medos
había muerto su hijo.
CLXVI. Era Ariandes el virrey de Egipto nombrado por Cambises, y
andando el tiempo quiso apostárselas con Darío, temeridad que pagó con
la cabeza; pues habiendo oído, y visto que Darío quería dejar de sí una
memoria sin igual que ningún otro monarca hubiese dejado antes, quiso
Ariandes imitarle por su parte, hasta que por esta competencia llevó su
merecido. Acuñó Darío una moneda de oro el más puro y acendrado que
darse pudiese (113); y
Ariandes el virrey de Egipto hizo otro tanto en una moneda de plata
finísima que mandó batir, de donde aún ahora no hay plata más acendrada
y pura que la Ariandica. Informado Darío de lo que hacía Ariandes, so
color de que se le había sublevado, le hizo morir.
CLXVII. Lleno entonces Ariandes de compasión por Feretima, dióle en
su socorro toda la armada de Egipto, así la de tierra como la de mar,
señalando por general de tierra a Amasis, de patria Marafio, y de mar a
Bardes, que era de la familia de los Pasagardas. Pero antes de hacer
partir el ejército envió Ariandes a Barca un heraldo que preguntase
quién había sido el que mató a Arcesilao, a lo que respondieron los
Barceos, que todos a una le habían dado la muerte por haber recibido de
él muchas injurias. Con tal respuesta acabóse Ariandes de resolver, y
envió todo su ejército juntamente con Feretima.
CLXVIII. Tal era el pretexto que se hacía valer para aquella
expedición; pero a lo que entiendo, el motivo verdadero no era sino el
deseo de conquistar a los de la Libia; porque siendo muchas y varias
las naciones de los Libios, muy pocas eran las que entro ellas
obedecían al persa, y la mayor parte en nada contaban con Darío.
Explicaré la situación de los Libios, comenzando desde el Egipto. Los
primeros vecinos a este reino son los Adirmáquidas (114),
que tienen sus propias leyes y costumbres, aunque por la mayor parte
son las mismas que las de Egipto. En el vestido siguen el trajo de los
otros Libios; sus mujeres llevan en una y otra pierna ajorcas de
bronce, y los insectos que al peinarse cogen los muerden luego, y
vengadas así de sus picaduras los arrojan, cosa que solo se usa en esta
nación. Son los únicos asimismo entro los Libios que presentan al rey
todas las doncellas que están para casarse, y si alguna le agrada, él
es el primero en conocerla. Estos Adirmáquidas se extienden desde el
Egipto hasta el puerto que llaman Pleuno.
CLXIX. Confinan con estos los Giligamas, situados hacia Poniente hasta la isla Afrodisiada (115).
Frontera del medio de este país viene a caer la isla Platea, que
poblaron los Cireneos. En su continente se halla el puerto de Menalao y
también la región de Miris en que los Cireneos habitaban. Desde allí
comienza el Silfio, que desde la isla de Platea se extiende basta la
boca o entrada de la Sirte. El modo de vivir de estos pueblos es el
mismo que el de los primeros.
CLXX. Por la parte de Poniente los Asbistas, son confinantes con los
Giligamas; están sobre Cirene, y no llegan hasta el mar, cuya costa
ocupan los Cireneos. Son entre los Libios los más aficionados a
gobernar una carroza de dos tiros. En los más de sus usos y modales
imitan a los de Cirene.
CLXXI. Siguiendo hacia Poniente, tras los Asbistas vienen los
Ausquisas, que caen sobre Barca y confinan con el mar cerca de las
Evespéridas (116). En
medio de la región de los Ausquisas viven los Cebales, nación poco
populosa, los cuales lindan con el mar cerca de una ciudad de los
bárceos llamada Tauquira (117). Su modo de vivir es el mismo que usan los pueblos que están sobre Cirene.
CLXXII. Los Nasamones, nación muy numerosa, son los comarcanos de
los Ausquisas, tirando hacia Poniente. Dejando en verano sus ganados a
las costas del mar, suben a un territorio que llaman Augila (118)
para recoger la cosecha de los dátiles, pues allí hay muchas, muy
grandes palmas y todas fructíferas. Van a caza de langostas, las que
muelen después de secas al sol, y mezclando aquella harina con leche se
la beben. Es allí costumbre tener cada uno muchas mujeres, haciendo que
el uso de ellas sea común a todos, pues del mismo modo que los
masagetas, plantando delante de la casa su bastón, están con la que
quieren. Acostumbran asimismo que cuando un Nasamon se casa la primera
vez, todos los convidados a la boda conozcan aquella primera noche a la
novia, y que cada uno de los que la conocieren la regale con alguna
presea traída de su casa. En su modo de jurar y adivinar, juran por
aquellos hombres que pasan entre ellos por los más justos y mejores de
todos, y en el acto mismo de jurar tocan sus sepulcros; adivinan yendo
a las sepulturas de sus antepasados, donde después de hechas sus
deprecaciones se ponen a dormir, y se gobiernan por lo que allí ven
entre sueños. En sus contratos y promesas usan de la ceremonia de dar
el uno de beber al otro con su mano, y tomando mutuamente de él, y si
no tienen a punto cosa que beber, tomando del suelo un poco de polvo lo
lamen.
CLXXIII. Con los Nasamones confinan los Psilos, aunque todos ellos
ya perecieron: el viento Noto se fue absorbiendo toda el agua, y
secando los manantiales, balsas y charcos del país, que estando todo
entre las sirtes, era de suyo muy falto de agua. Resolvieron los Psilos
de común acuerdo hacer una expedición contra su enemigo el maligno
Noto: si ello fue así o no, no me meto en averiguarlo; solo soy eco de
los Libios (119).
Habiendo, pues, llegado a los desiertos arenales, el Noto soplando los
sepultó allí a todos, y su región la poseen ahora los Nasamones,
después de tan fatal ruina.
CLXXIV. Los Garamantas (120)
son los que hacia el Mediodía estaban sobre los Psilos, en un país
agreste y lleno de fieras: son rudos e insociables, huyendo la
comunicación con cualquier hombre; no tienen armas marciales, ni saben
ofender a los otros ni defenderse a sí mismos. Viven, como dije, más
allá de los Nasamones.
CLXXV. Pero hacia Poniente, siguiendo la costa del mar, los que
vienen después son los Macas, los cuales se cortan el pelo de manera
que, rapándose a navaja la cabeza de una y otra parte, se dejan crecer
un penacho en la coronilla (121).
En la guerra llevan para su defensa unos como escudos hechos de la piel
del avestruz, ave de tierra. El río Cinipe, bajando de la colina que
llaman de las Gracias, pasa por su país y desagua en el mar. Dicha
colina es un montecillo poblado de espesos árboles, al paso que las
otras tierras de Libia de que acabo de hablar están del todo rasas; y
desde él hay al mar 200 estadios.
CLXXVI. Comarcanos de los Macas son los Gindanes, cuyas mujeres
llevan cerca de los tobillos sus ligas de pieles, y las llevan, según
corre, porque por cada hombre que las goza, se ciñen en su puesto la
señal indicada, y la que más ligas ciñe esa es la más celebrada por
haber tenido más amantes.
CLXXVII. La parte marítima de dichos Gindanes es habitada por los lotófagos, hombres que se alimentan sólo con el fruto del loto (122),
fruto que es del tamaño de los granos del lentisco, pero en lo dulce
del gusto parecido al dátil de la palma: de él sacan su vino los
lotófagos.
CLXXVIII. Por las orillas del mar siguen a los lotófagos los
Maclíes, que comen también el loto, si bien no hacen tanto uso de él
como los primeros. Extiéndense hasta el Triton, que es un gran río que
desagua en la gran laguna Tritónida, donde hay una isla llamada Fla (123), la cual dicen que los lacedemonios, según un oráculo, deben ir a poblar.
CLXXIX. Corre asimismo la siguiente tradición. Después que Jasón hubo construido su nave Argos
a la raíz del monte Pelio, embarcó en ella una hecatombe de cien bueyes
y una trípode de bronce, y queriendo ir a Delfos daba la vuelta
alrededor del Peloponeso; pero al llegar con su nave cerca de Malea, se
levantó un viento Norte que le llevó a la Libia. No había aun
descubierto tierra, cuando se vio metido en los bajíos de la laguna
Tritónida. Allí, como no hallase camino ni medio para salir, se dice
que apareciéndole Triton le pidió que le diese aquella trípode,
prometiéndole en pago mostrarle paso para la salida y sacarle sin
pérdida alguna. Habiendo venido en ello Jasón, logró por este medio que
Triton le mostrase por donde salir de entre aquellos bancos de arena.
El mismo Triton, habiendo puesto aquella trípode en su templo, comenzó
desde ella a profetizar y declarar a Jasón y a sus compañeros un gran
misterio, a saber: que era una disposición totalmente inevitable del
hado, que cuando alguno de los descendientes de aquellos Argonautas
llevase la trípode, entonces hubiese alrededor de la laguna Tritónida
cien ciudades griegas. Venido este oráculo a noticia de los naturales
de Libia, fue ocasión para que escondiesen la trípode.
CLXXX. Son fronterizos de los Maclíes los Ausées (124),
pues ambos habitaban en las orillas de la laguna Tritónida divididos
entre sí por el río Triton. Los Maclíes se dejan crecer el pelo en la
parte posterior de la cabeza, y los Ausées en la parte anterior de
ella. Las doncellas del país hacen todos los años una fiesta a Minerva,
en la cual, repartidas en dos bandas, hacen sus escaramuzas a pedradas
y a garrotazos, y dicen que practican aquellas ceremonias, propias de
su nación, en honra de aquella diosa su paisana a la cual llamamos
Atenea. Tienen creído que las doncellas que mueren de aquellas heridas,
no lo eran más que las madres que las parieron, y así las llaman las
falsas vírgenes. Antes de dar fin a aquel combate, cogen siempre a la
doncella que por votos de todas se ha portado mejor en el choque;
ármanla con un capacete corintio y con un arnés griego, y puesta encima
de un carro llévanla en triunfo alrededor de la laguna. Ignoro con qué
armadura adornasen a sus doncellas antes de tener por vecinos a los
griegos, si bien me inclino a pensar que con la armadura egipcia, pues
siento y digo que los griegos tomaron de los egipcios el yelmo y el
escudo. Por lo que toca a Minerva, dicen ellos que fue hija de Neptuno
y de la laguna Tritónida, pero que enojada por cierto motivo contra su
padre se entregó a Júpiter, el cual se la apropió por hija: así lo
cuentan al menos. Estos pueblos, sin cohabitar particularmente con sus
mujeres, usan no sólo promiscuamente de todas, sino que se juntan con
ellas en público, como suelen las bestias. Después que los niños han
crecido algo en poder de sus madres, se juntan en un lugar los hombres
cada tercer mes, y allí se dice que tal niño es hijo de aquel a quien
más se asemeja.
CLXXXI. Estos de que hemos hablado son los Libios Nómadas de la
costa del mar. La Libia interior y mediterránea, que está sobre ellos,
es una región llena de animales fieros (125).
Pasada esta tierra, hay una cordillera o loma de arenales que sigue
desde la ciudad de Tebas de Egipto hasta las columnas de Hércules, en
la cual se hallan, mayormente en las diez primeras jornadas, unos
grandes terrones de sal, que están en unos cerros que allí hay. En la
cima de cada cerro brotan de la sal unos surtidores de agua fría y
dulce, cerca de la cual habitan unos hombres, que son los últimos hacia
aquellos desiertos, situados mas allá de la región de las fieras. A las
diez jornadas de Tebas se hallan primero los Amonios, que a imitación
de Júpiter el Tebeo tienen un templo de Júpiter caricarnero,
pues como ya llevo dicho de antemano, la estatua de Júpiter que hay en
Tebas tiene el rostro de carnero. Hay allí una fuente cuya agua por la
madrugada está tibia; dos horas antes del mediodía está algo fría; mas
a mediodía friísima; en cuyo tiempo riegan con ella los huertos: desde
mediodía abajo va perdiendo de su frialdad, tanto, que al ponerse el
sol está ya tibia, y desde aquel punto vase calentando hasta acercarse
la medía noche, a cuya hora hierve a borbotones; pero al bajar la media
noche gradualmente se enfría hasta la aurora siguiente. Esta agua lleva
el nombre de fuente del Sol.
CLXXXII. Alas allá de los Amonios, a diez días de camino siguiendo
la loma de arena, aparece otra colina de sal semejante a la de
aquellos, donde hay la misma agua con habitantes que la rodean. Llámase
Auguila, y allí suelen ir los Nasamones a hacer su cosecha de dátiles.
CLXXXIII. Desde Auguila, después de un viaje de diez jornadas, se
encuentra otra colina de sal con su agua y con muchas palmas frutales
como lo son las otras, y con hombres que viven en aquel cerro que se
llaman los Garamantes, nación muy populosa, quienes para sembrar los
campos cubren la sal con una capa de tierra (126).
Cortísima es la distancia desde ellos a los lotófagos, pero desde allí
hay un viaje de treinta días hasta llegar a aquellos pueblos donde los
bueyes van paciendo hacia atrás, porque teniendo las astas retorcidas
hacia delante, van al parecer retrocediendo paso a paso, pues si fueran
avanzando, no pudieran comer, porque darían primero con las astas en el
suelo; fuera de lo dicho y en tener el cuero más recio y liso, en nada
se diferencian de los demás bueyes. Van dichos Garamantes a caza de los
etíopes Trogloditas (127),
montados en un carro de cuatro caballos, lo cual se hace preciso por
ser estos etíopes los hombres más ligeros de pies de cuantos hayamos
oído hablar. Comen los Trogloditas serpientes, lagartos y otros
reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque
puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos.
CLXXXIV. Mas allá de los Garamantes, a distancia también de diez
leguas de camino, se ve otro cerro de sal, otra agua y otros hombres
que viven en aquellos alrededores, a quienes dan el nombre de Atlantes;
son los hombres anónimos que yo conozca, pues si bien a todos en
general se les da el nombre de Atlantes, cada uno de por sí no lleva en
particular nombre alguno propio. Cuando va saliendo el sol le cargan de
las más crueles maldiciones e improperios, porque es tan ardiente allí,
que abrasa a los hombres y sus campiñas. Tirando adelante otras diez
jornadas, se hallará otra colina de sal y en ella su agua; cerca del
agua, gentes que allí viven. Con esta cordillera de sal está pegado un
monte que tiene por nombre Atlante, monte delgado, por todas partes
redondo, y a lo que se dice tan elevado, que no alcanza la vista a su
cumbre por estar en verano como en invierno siempre cubierta de nubes.
Dicen los naturales que su monte es la columna del cielo; de él toman
el nombre sus vecinos, llamándose los Atlantes, de quienes se cuenta
que ni comen cosa que haya sido animada, ni durmiendo sueñan jamás (128).
CLXXXV. Hasta dichos Atlantes llegan mis noticias para poder dar los
nombres de las naciones que viven en la cordillera de sal; pero de allí
no pasan, si bien se extiende la loma hasta las columnas de Hércules, y
aun más allá. Hay en esta cordillera cierta mina de sal tan dilatada,
que tiene diez días de camino; y en aquel espacio viven unos hombres
cuyas casas son hechas generalmente de grupos o piedras de sal. Ni hay
que admirarlo, pues por aquella parte de la Libia no llueve jamás; que
si lloviera, no pudieran resistir aquellas paredes salinas (129).
De aquellas minas sácase sal, así de color blanco como de color
encarnado. Más allá de la referida loma, para quien va hacia el Noto
tierra adentro de la Libia, el país es un desierto, un erial sin agua,
un páramo sin fiera viviente, sin lluvia del cielo, sin árbol ninguno,
sin humedad ni jugo.
CLXXXVI. Así que, desde el Egipto hasta la laguna Tritónida, los
Libios que allí viven son nómadas o pastores, que comen carne y beben
leche, si bien se abstienen de comer vaca, siguiendo en esto a los
egipcios; lechones, ni los crían ni los comen. Aun las mujeres de
Cirene tienen también escrúpulo de comer carne de vaca por respeto a la
diosa Isis de Egipto, en cuyo honor hacen ayunos y fiestas, pero aun
hacen más las mujeres de Barca, que ni vaca ni tocino comen.
CLXXXVII. Más allá de la laguna Tritónida, hacia Poniente, ni son ya
pastores los Libios, no siguen los mismos usos, ni practican con los
niños lo que suelen los Nómadas; pues que éstos, ya que no todos, que
no me atrevo a decirlo absolutamente, por lo menos muchísimos de ellos,
cuando sus niños llegan a la edad de cuatro años, toman un copo de lana
sucia y con ella les van quemando y secando las venas de la coronilla,
y algunos asimismo las de las sienes: el fin que en esto tienen es
impedir que en toda la vida no les molesten las fluxiones que suelen
bajar de la cabeza, y a esto atribuyen la completa salud de que gozan.
Y a decir verdad, son los Libios los hombres más sanos que yo sepa (130);
esto afirmo, pero sin atribuirlo a la causa referida. Si acontece que
al tiempo de hacer la operación del fuego les den convulsiones a los
niños, tienen a mano un remedio eficaz, a saber, echan sobre ellos la
orina de un macho cabrío y vedlos ahí sanos; de lo cual tampoco salgo
fiador, sino que cuento simplemente lo que dicen.
CLXXXVIII. Los nómadas en la Libia hacen del siguiente modo sus
sacrificios: ante todo cortan como primicias del sacrificio la oreja de
la víctima y la arrojan sobre su casa; después de esta ceremonia
hácenle volver hacia atrás la cerviz. El sol y la luna son las únicas
deidades a quienes ofrecen sacrificio todos los Libios, aunque los que
viven en los contornos de la laguna Tritónida sacrifican también a
Minerva con mucha particularidad, y en segundo lugar a Triton y a
Neptuno.
CLXXXIX. Parece sin duda que los griegos tomaron de las mujeres
Libias así el traje y vestido en las estatuas de Minerva, como también
las égidas, pues el trajo de aquella es enteramente el mismo que el de
Minerva, sólo que su vestido es de badana, y las franjas que llevan en
sus égidas no son unas figuras de sierpes, sino unas correas a modo de
borlas. Aun más, el nombre mismo de égida dice que de la Libia vino el
traje de nuestros Paladios (estatuas de Minerva), pues las
Libias acostumbran meterse encima de su vestido en vez de mantilla unas
egeas o marroquías adobadas (131),
teñidas de colorado con franjas, de suerte que los griegos del nombre
de estas egeas formaron el de égidas. Soy asimismo de opinión de que la
algazara usada en los sacrificios griegos tuvo su origen en la Libia,
donde es muy frecuente entre las Libias, que son excelentes plañideras.
Del mismo modo los griegos aprendieron de los Libios el tiro de cuatro
caballos en la carroza.
CXC. En los entierros siguen los Nómadas las ceremonias que los
griegos, aunque deben exceptuarse los Nasamones, pues estos entierran
sentado el cadáver, y a este fin observan al enfermo cuando va a morir,
y lo sientan entonces en la cama, para que no espire boca arriba. Son
las casas de los Nómadas unas cabañas hechas de varillas de gamon
entretejidas con juncos, casas portátiles de un lugar a otro (132). Tales son sus usos en resumen.
CXCI. Por la parte de Poniente del río Triton confinan con los
Ausées otros pueblos de la Libia, de profesión labradores, que llevan
el nombre de Maxies, y usan levantar sus casas con regularidad. Críanse
el polo en la parte derecha de la cabeza, y se lo cortan en la
siniestra; píntanse el cuerpo de bermellón y pretenden ser
descendientes de los Troyanos (133).
Esta región de la Libia, como también lo restante de ella hacia
Poniente, es mucho más abundante en fieras y bosques que la de los
Nómadas, pues que la parte oriental de la Libia, que estos habitan, es
una tierra baja y arenosa hasta llegar al río Triton; pero la que desde
este río se dilataba hacia Poniente, que es la parte que habitan los
libios labradores, es ya un país en extremo montuoso, y muy poblado de
árboles y de fieras. Hay allí serpientes de enorme grandeza; hay
leones, elefantes, osos y áspides. Vénse allí asnos con astas; se ven
hombres cinéfalos, y otros, si creemos a lo que nos cuentan, acéfalos,
de quienes se dice que tienen los ojos en el pecho, y otros hombres
salvajes, así machos como hembras; vénse, en fin, muchas otras fieras
reales y no fingidas (134).
CXCII. Pero ninguna de las que acabo de decir se cría entre los
Nómadas, aunque se hallan entre ellos otras castas de animales, los pigargos (135),
las cabras monteses, los búfalos, los asnos que no beben jamás, pero no
los asnos cornudos, loories o unicornios, de cuyas astas hacen los
fenicios sus varas de medir, siendo estos animales del tamaño de un
buey; las basarias, especie de vulpeja, las hienas, los
puercos espines, los carneros salvajes, los dicties, los lobos
silvestres, las panteras, los bories (136),
los cocodrilos terrestres de tres codos de largo muy parecidos a los
lagartos, los avestruces de tierra, y unas sierpes pequeñas cada una
con su cuernecillo. Estos son los animales propios de dicho país, donde
hay asimismo los que producen los otros, a excepción del ciervo y del
jabalí (137), pues ni de uno ni de otro se halla raza en Libia. Vénse allí tres castas de ratones; unos se llaman dípodes, de dos pies; otros zegeries, palabra líbica que equivale a collados;
los terceros erizos: críanse también unas comadrejas muy semejantes a
las de Tarteso. Esta es, según he podido alcanzar con mis informaciones
las más diligentes y prolijas, la suma de los animales que cría la
región de los Nómadas en la Libia.
CXCIII. Con los Maxies están confinantes los Zaveces, cuyas mujeres sirven de cocheras a sus maridos en los carros de guerra.
CXCIV. Con estos confinan los Gizantes, en cuyo país, además de la
mucha miel que hacen las abejas, es fama que los hombres la labran aun
en mayor copia con ciertos ingenios o artificios (138).
Todos los Gizantes se pulen tiñéndose de bermellón. Comen la carne de
los monos, de los cuales hay en aquellos montes grandísimos rebaños.
CXCV. Cerca del país de dichos Gizantes, según cuentan los cartagineses, está la isla Ciraunis (139),
de 206 estadios de largo, pero muy angosta, a la cual se puede pasar
desde el continente. Muchos olivos hay en ella y muchas vides, y se
halla en la misma una laguna tal, que de su fondo sacan granitos de oro
las doncellas del país, pescándolos y recogiéndolos con plumas de ave
untadas con pez. No salgo fiador de la verdad de lo que se dice,
solamente lo refiero; aunque puede muy bien suceder, pues yo mismo he
visto cómo en Zacinto se saca del agua la pez en cierta laguna. Hay,
pues, una laguna entre otras muchas de Zacinto, y la mayor de todas,
que cuenta por todas partes 60 pies de extensión, y tiene de hondo
hasta dos orgias: dentro de ella meten un chuzo, a cuya punta va atado
un ramo de arrayán; apégase al amo la pez, la cual sacada así huele a
betún, y en todo lo demás hace ventaja a la pez Pieria. Al lado de la
laguna abren un hoyo, donde van derramando la pez que, recogida ya en
gran cantidad, sacan del hoyo y la ponen en unos cántaros. Todo lo que
cayere en esta laguna va al cabo pasando por debajo de tierra a salir
al mar, distante de ella cosa de cuatro estadios. Esto digo para que se
vea que no carece de probabilidad lo que se cuenta de la isla que hay
en Libia.
CXCVI. Otra historia nos refieren los cartagineses, que en la Libia,
más allá de las columnas de Hércules, hay cierto paraje poblado de
gente donde suelen ellos aportar y sacar a tierra sus géneros, y luego
dejarlos en el mismo borde del mar, embarcarse de nuevo, y desde sus
barcos dan con humo la señal de su arribo. Apenas lo ve la gente del
país, cuando llegados a la ribera dejan al lado de los géneros el oro,
apartándose otra vez tierra adentro (140).
Luego, saltando a tierra los cartagineses hacia el oro, si les parece
que el expuesto es el precio justo de sus mercaderías, alzándose con él
se retiran y marchan; pero sí no les parece bastante, embarcados otra
vez se sientan en sus llaves, lo cual visto por los naturales vuelven a
añadir oro hasta tanto que con sus aumentos les llegan a contentar,
pues sabido es que ni los unos tocan al oro hasta llegar al precio
justo de sus cargas, ni los otros las tocan hasta que se les tome su
oro.
CXCVII. Estas son, pues, las naciones de la Libia que puedo nombrar,
muchas de las cuales ni se cuidaban entonces ni se cuidan ahora del
gran rey de los medos. Algo más me atrevo a decir de aquel país: que
las naciones que lo habitan son cuatro y no más, según alcanzo; dos
originarias del país, y dos que no lo son; originarios son los Libios y
los etíopes, situados aquellos en la parte de la Libia que mira al
Bóreas, estos en la que mira al Noto; advenedizas son las otras dos
naciones, la de los fenicios y la de los griegos.
CXCVIII. Por lo que toca a la calidad del terreno, no me parece que pueda compararse la Libia ni con el Asia ni con la Europa (141),
salva, empero, una región que lleva el mismo nombre que su río Cinipe,
pues ésta ni cede a ninguna de las mejores tierras de pan llevar, ni es
en nada parecida a lo restante de la Libia; es de un terruño negro y de
regadío por medio de sus fuentes, ni está expuesta a sequías, ni por
sobrada agua suele padecer, si bien en aquel paraje de la Libia llueve
a menudo, y en cuanto al producto, da por cada uno, tanto como la
campiña de Babilonia. Y por más que sea feraz la tierra que cultivan
allí los Evesparitas, la cual cuando acierta la cosecha llega a rendir
ciento por uno, no iguala con todo a la comarca de Cinipe, que puede
dar trescientos por uno.
CXCIX. La región Cirenaica, que esta tierra más elevada que hay en
la parte de la Libia poseída por los Nómadas, logra todos los años tres
estaciones muy dignas de admiración, pues viene primero la cosecha de
los frutos vecinos a la marina, que piden ser antes que los demás
segados y vendimiados: acabados de recoger estos tempranos frutos,
están ya sazonados y a punto de ser cogidos los de las campiñas o
colinas, como dicen, que caen en medio del país; y al concluir esta
segunda cosecha, los frutos de la tierra más alta han madurado ya y
piden ser cogidos: de suerte que al acabarse de comer o de beber la
primera cosecha del año, entonces cabalmente es cuando se recoge la
última; con lo cual se ve que los Cireneos siegan durante ocho meses.
CC. Bastará ya lo dicho en este punto; y volviendo por fin a los
persas, los vengadores de Feretina partidos de Egipto por orden de
Ariandes, pusieron sitio a Barca, pidiendo luego que llegaron se les
entregasen los autores de la muerte de Arcesilao, demanda a que los
sitiados, que habían sido comúnmente cómplices en aquel homicidio, no
querían consentir. Nueve meses duraba ya el asedio de la plaza, en cuyo
espacio hicieron los persas minas ocultas hasta las mismas murallas, y
dieron asimismo varios asaltos a la plaza, todos muy vivos y
obstinados. Iba descubriendo las minas un herrero que se valía para dar
con ellas de un escudo de bronce, el cual iba pasando y aplicando por
la parte interior del muro: el escudo aplicado donde el suelo no se
minaba, no solía resonar; pero cuando daba sobre un lugar que minasen
los enemigos, correspondía el bronce con su sonido a los golpes
internos de los minadores; y entonces eran perdidos los persas, a
quienes con una contramina mataban los Barceos en las entrañas de la
tierra. Hallado esto remedio contra las minas, se valían los Barceos
del de su valor para rebatir sus asaltos.
CCI. Pasado mucho tiempo en el asedio y muertos muchos de una y otra
parte, y no menor número de persas que de Barceos, Amasis, el general
del ejército, acude a cierto ardid, persuadido de que no podría ver
rendida la plaza con fuerza, sino con engaño y astucia. Manda, pues,
abrir de noche una hoya muy ancha, encima de la cual coloca unos
maderos de poca resistencia, y sobra ellos pone una capa de tierra en
la superficie, procurando igualarla por encima con lo demás del campo.
Apenas amanece otro día, cuando Amasis convida por su parte a los
Barceos con una conferencia, y los Barceos por la suya, como quienes
deseaban mucho la paz, la admiten gustosísimos. Entran, pues, a
capitular estando encima de la hoya disimulada y se conciertan en estos
términos: que se estaría a lo pactado y jurado mientras aquel suelo
donde se hallaban fuese el mismo que era (142);
que los Barceos se obligaban a satisfacer al rey pagando lo que fuese
justo en razón, y los persas a no innovar cosa contra los Barceos.
Viendo estos firmadas así las paces y llenas de confianza en fuerza de
ellas, abiertas de buena fe las puertas de par en par, no sólo salían
con ansia fuera de la ciudad, sino que permitían también a los persas
acercarse a sus murallas. Válense los persas de la ocasión, y
derribando repentinamente aquel puente o tablado falaz y oculto, corren
dentro de la plaza y hacia los muros, de que se apoderan. Movióles a
arruinar dicho suelo de tablas la especiosa calumnia y pretexto de
poder decir que no faltaban a la fe del tratado, por cuanto habían
capitulado con los Barceos que las paces durasen todo el tiempo que
durase el mismo aquel suelo que había al capitular, pero que arruinado
y roto el oculto tablado ya no les obligaba el tratado solemne de paz.
CCII. Feretima, a cuya disposición y arbitrio dejaron los persas la
ciudad, no contenta con empalar alrededor de sus muros a los Barceos
que más culpables habían sido en la muerte de Arcesilao, hizo aún que
cortados los pechos de sus mujeres fuesen de trecho en trecho clavados.
Quiso además que en el botín se llevasen los persas por esclavos a los
demás Barceos, exceptuando a los Batiadas todos y a los que en dicho
asesinato no habían tenido parte alguna, a quienes ella encargó la
ciudad.
CCIII. Al retirarse los persas con sus esclavos los Barceos,
llegados de vuelta a la ciudad de Cirene, los moradores, para cumplir
con cierto oráculo, dieron paso por medio de ella a las tropas
egipcias. Bares, el general de la armada, era de parecer que al pasar
se alzasen con aquella plaza; pero no venía en ello Amasis, general del
ejército, dando por razón que había sido únicamente enviado contra
Barca y no contra alguna colonia griega. Con todo, después que pasó el
ejército y se acampó allí cerca en el collado de Júpiter licio,
arrepentidos los persas de no haberse aprovechado de la ocasión,
procuraron, entrando de nuevo en la plaza, apoderarse de ella; pero no
se lo permitieron los de Cirene. Hubo en esto de extraño y singular que
cayese de repente sobre los persas, contra quienes nadie tomaba las
armas, un miedo tal y tan grande, que les hiciera huir por el espacio
de 60 estadios antes de atreverse a plantar sus tiendas (143).
Al cabo, después que allí se acampó el ejército, llególe un correo de
parte de Ariandes con orden de que se le presentaran; para cuya vuelta,
provistos los persas de víveres, que a su ruego les suministraron los
Cireneos, continuaron sus marchas hacia el Egipto. Durante aquel viaje,
lo mismo era quedarse algún persa fuera de la retaguardia, que caer
sobre él los Libios y quitarle la vida para despojarle de su vestido y
apoderarse del bagaje; persecución que duró hasta que estuvieron ya en
Egipto.
CCIV. Este es el ejército persiano que se haya internado más en la Libia, habiendo sido el único que llegó hasta las Evespéridas (144).
Los prisioneros Barceos, traídos como esclavos al Egipto, fueron desde
allí enviados al rey Darío, quien les dio un lugar después para su
establecimiento de la región Bactriana. Dieron ellos a su colonia el
nombre de Barca, población que hasta hoy día subsiste en la Bactriana.
CCV. Pero Feretima no tuvo la dicha de morir bien; pues vengada ya,
salida de la Libia, y refugiada en Egipto, enfermó bien presto, de
manera que hirviéndole el cuerpo en gusanos, y comida viva por ellos,
acabó mala y desastrosamente sus días, como si los dioses quisieran
hacer ver a los hombres con aquel horroroso escarmiento cuán odioso les
es el exceso y furor en las venganzas. De tal modo se vengó de los
Barceos Feretima, la esposa de Bato.
Libro V.
Terpsícore.
Los generales de Darío principian a conquistar varias plazas en Europa. - Costumbres de los tracios. - Traslación de los peones al Asia. Véngase Alejandro de los embajadores persas enviados a Macedonia. - Política de Darío con Histieo, señor de Mileto. Sublévanse los jonios contra los persas por instigación de Histieo y Aristágoras, y piden socorro a los atenienses: situación de estos, sus guerras y, revoluciones. Muerte de Hiparco, tirano de Atenas y expulsión de su hermano Hipias: los lacedemonios tratan de favorecer a éste para recobrar el dominio de Atenas, pero se opone el corintio Sosicles refiriendo el origen de la tiranía en su patria y los males que acarreaba en ella. Irritado Hipias incita a los persas contra los atenienses, y Aristágoras por su parte persuade a éstos que se alíen con los jonios contra los persas. - Ataque e incendio de Sardes por los griegos coligados. - Jura Darío vengarse de ellos, y sus generales principian a sujetar varios pueblos de los insurgentes.
I. Los primeros a quienes avasallaron a la fuerza las tropas
persianas dejadas por Darío en Europa al mando de su general Megabazo,
fueron los perintios, que rehusaban ser súbditos del persa y que antes
habían ya tenido mucho que sufrir de los peones, habiendo sido por
éstos completamente vencidos con la siguiente ocasión. Como hubiesen
los peones, situados más allá del río Estrimón, recibido un Oráculo de
no sé qué dios, en que se les provenía que hicieran una expedición
contra los de Perinto (1) y
que en ella les acometieran en caso de que éstos, acampados, les
desafiaran a voz en grito, pero que no les embistieran mientras los
enemigos no les insultasen gritando, ejecutaron puntualmente lo
prevenido; pues atrincherados los perintios en los arrabales de su
ciudad, teniendo enfrente el campo de los peones, hiciéronse entre
ellos y sus enemigos tres desafíos retados de hombre con hombre, de
caballo con caballo, y de perro con perro. Salieron vencedores los
perintios en los dos primeros, y al tiempo mismo que alegres y ufanos
cantaban victoria con su himno Pean, ofrecióseles a los peones que aquella debía ser la voz de triunfo
del oráculo, y diciéndose unos a otros: «el oráculo se nos cumple, esta
es ocasión, acometámosles,» embistieron con los enemigos en el acto
mismo de cantar el Pean, y salieron tan superiores de la refriega, que pocos perintios pudieron escapárseles con vida.
II. Y aunque tal destrozo hubiesen experimentado ya de parte de los
peones, no por eso dejaron de mostrarse después celosos y bravos
defensores de su independencia contra el persa, quien al cabo los
oprimió con la muchedumbre de su tropa. Una vez que Magabazo hubo ya
domado a Perinto, iba al frente de sus tropas corriendo la Tracia,
domeñando las gentes y ciudades todas que en ella había y haciéndolas
dóciles al yugo del persa en cumplimiento de las órdenes de Darío, que
le había encargado su conquista.
III. Los tracios de que voy a hablar son la nación más grande y numerosa de cuantas hay en el orbe (2),
excepto solamente la de los indios, de suerte que si toda ella fuese
gobernada por uno, o procediese unida en sus resoluciones, sobre ser
invencible, sería capaz de vencer por la superioridad de sus fuerzas a
todas las demás naciones; ahora por cuanto, esta unión de sus fuerzas
les es, no difícil, sino del todo imposible, viene a ser un pueblo
débil y desvalido. Por más que cada uno de los pueblos de que la nación
se compone tenga sus propios nombres en sus respectivos distritos,
tienen sin embargo todos unas mismas leyes y costumbres, salvo los
Getas, los Trausos y los que moran más allá de los Crestoneos.
IV. Llevo dicho de antemano qué modo de vivir siguen los Getas atanizontes
(o defensores de la inmortalidad). Los Trausos, si bien imitan en todo
las costumbres de los demás tracios, practican no obstante sus usos
particulares en el nacimiento y en la muerte de los suyos (3);
porque al nacer alguno, puestos todos los parientes alrededor del
recién nacido, empiezan a dar grandes lamentos, contando los muchos
males que lo esperan en el discurso de la vida, y siguiendo una por una
las desventuras y miserias humanas; pero al morir uno de ellos, con
muchas muestras de contento y saltando de placer y alegría, le dan
sepultura, ponderando las miserias de que acaba de librarse y los
bienes de que empieza a verse colmado en su bienaventuranza.
V. Los pueblos situados más arriba de los Crestoneos practican lo
siguiente: Cuando muere un marido, sus mujeres, que son muchas para
cada uno, entran en gran contienda, sostenidas con empeño por las
personas que les son más amigas y allegadas, sobre cuál entre ellas fue
la más querida del difunto. La que sale victoriosa y honrada con una
sentencia en su favor, es la que, llena de elogios y aplausos de
hombres y mujeres, va a ser degollada por mano del pariente más cercano
sobre el sepulcro de su marido, y es a su lado enterrada, mientras las
demás, perdido el pleito, que es para ellas la mayor infamia, quédanse
doliendo y lamentando mucho su desventura.
VI. Otro uso tienen los demás tracios: el de vender sus hijos al que
se los compra, para llevárselos fuera del país. Lejos de tener
guardadas a sus doncellas, les permiten tratar familiarmente con
cualquiera a quien les dé gana de usar licenciosamente, a pesar de ser
ellos sumamente celosos con sus esposas, de cuyos padres suelen
comprarlas a precio muy subido. Estar marcados es entre ellos señal de
gente noble; no estarlo es de gente vil y baja. La mayor honra la ponen
en vivir sin fatiga ni trabajo alguno, siendo de la mayor infamia el
oficio de labrador: lo que más se estima es el vivir de la presa, ya
sea habida en guerra o bien, en latrocinio. Estas son sus costumbres
más notables.
VII. No reconocen otros dioses (4)
que Marte, Dioniso y Diana, si bien es verdad que allí los reyes, a
diferencia de, los otros ciudadanos, tienen a Mercurio una devoción tan
particular, que sólo juran por este dios, de quien pretenden ser
descendientes.
VIII. En los entierros la gente rica y principal tiene el cadáver
expuesto por espacio de tres días, durante los cuales, sacrificando
todo género de víctimas y plañendo antes de ir a comer, hacen con ellas
sus convites: después de esto dan sepultura al cadáver, o quemándolo o
enterrándolo solamente. Después de haber levantado sobre él un túmulo
de tierra, proponen toda suerte de certamen fúnebre, destinando los
mayores premios a los que salen victoriosos en la monomaquía, o duelo
singular.
IX. Muy vasta y despoblada debe de ser, según parece, aquella región
que está del otro lado del Danubio; por lo menos sólo he podido tener
noticia de ciertos pueblos que más allá moran, llamados Sigines,
quienes visten con el ropaje de los medos. De los caballos de aquel
país dícese que son tan vellosos, que por todo su cuerpo llevan cinco
dedos de pelo, que son chatos y tan pequeños que no pueden llevar un
hombre a cuestas, aunque son muy ligeros uncidos al carro, por lo que
los naturales se valen mucho de ellos para sus tiros. Los límites de
dichos pueblos tocan con los Enetos, situados en las costas del mar
Adriático, y colonos de los bledos, según ellos se dicen, de quienes no
alcanzo a fe mía cómo puedan serlo, si bien veo que con el largo andar
del tiempo pasado, todo cabe que haya acaecido (5).
Lo que no tiene duda es, que los Ligires situados sobre Marsella llaman
Sigines a los revendedores, y los de Chipre dan el mismo nombre a los
dardos.
X. Al decir los tracios que del otro lado del Danubio no puede
penetrarse tierra adentro por estar el país hirviendo de abejas,
paréceme que no hablan con apariencia siquiera de verdad, no siendo
para los climas fríos aquella especie de animales (6).
Mi juicio es que el Norte, por exceso de frío, es inhabitable. Esto es
cuanto se dice de la región de Tracia, cuyas costas y comarca marítima
iba Megabazo agregando a la obediencia del persa.
XI. Luego que Darío pasado velozmente el Helesponto llegó a Sardes,
hizo memoria así del servicio que había recibido de Histieo, señor de
Mileto, como del aviso que Coes de Mitilene le había dado. Llamados,
pues, los dos a su presencia, díjoles que pidiera cada uno la merced
que más quisiera. No pidió Histieo el dominio de alguna ciudad, puesto
que tenía ya el de Mileto, pero si pretendió que se le diera un lugar
de los Edonos llamado Mircirio (7)
para fundar allí una colonia. Pero Coes, no siendo todavía señor de
ningún estado, sino mero particular, pidió y obtuvo el dominio de
Mitilene. Así que los dos salieron contentos de la corte, lograda la
gracia que habían pretendido.
XII. Vínole a Darío en voluntad, por un espectáculo que se le
presentó casualmente estando en Sardes, el ordenar a Megabazo que
apoderado de los peones los trasplantase de Europa al Asia. Después que
Darío estuvo de vuelta en Asia, dos peones, llamados el uno Pirges y el
otro Manties, llevados de la ambición de lograr el dominio sobre sus
ciudadanos, pasaron a Sardes, llevando en su compañía a una hermana,
mujer de buen talle y estatura bizarra, y al mismo tiempo muy linda y
vistosa. Como observasen en Sardes que Darío solía dejarse ver en
público sentado en los arrabales de la ciudad, echaron mano de un
artificio para su intento. Vestida la hermana del mejor modo que
pudieron, enviáronla por agua con un cántaro en la cabeza, con el
ronzal del caballo en el brazo conduciéndolo a beber, y con su rueca y
copo de lino hilando al mismo tiempo. La ve pasar Darío, y mucho le
sorprende lo nuevo del espectáculo, mirando en lo que ella hacía, que
ni era mujer persiana (8),
ni tampoco lydia, ni menos hembra alguna asiática. Picado, pues, de la
curiosidad, manda a algunos de sus alabarderos que vayan y observen lo
que con su caballo iba a ejecutar aquella mujer. Ella, en llegando al
río, abreva primero su caballo, llena luego su cántaro y da la vuelta
por el mismo camino con el cántaro encima de la cabeza, con el caballo
tirado del brazo, y con los dedos moviendo el huso sin parar.
XIII. Admirado Darío, así de lo que oía de sus exploradores como de
lo que él mismo estaba viendo, da orden luego de que se la hagan
presentar. Los hermanos de ella, como quienes allí cerca observaban lo
que iba pasando, comparecen ante Darío luego que la ven conducida a su
presencia. Pregunta el rey de qué nación era la mujer, y dícenle los
dos jóvenes que eran peones de nación, y que aquella era su hermana.
Tórnales Darío a preguntar qué nación era la de los peones, y dónde
estaba situada, y con qué mira o motivo habían ellos venido a Sardes:
responden que habían ido allí con ánimo de entregarse a su arbitrio
soberano; que la Peonia, región llena de ciudades, caja cerca del río
Estrimón, el cual no estaba lejos del Helesponto, y que los peones eran
colonos de Troya. Esto punto por punto respondieron a Darío, el cual
les vuelve a preguntar si eran allí todas las mujeres tan hacendosas y
listas como aquella; y ellos, que le vieron picar en el cebo que adrede
le habían prevenido, respondieron al instante que todas eran así.
XIV. Escribe, pues, entonces Darío a Megabazo, general que había
dejado en Tracia, una orden en que le mandaba ir a sacar a los peones
de su nativo país y hacérselos conducir a Sardes a todos ellos con sus
hijos y mujeres. Parte luego un posta a caballo corriendo hacia el
Helesponto, pasa al otro lado del estrecho y entrega la carta a
Megabazo, quien no bien acaba de leerla, cuando toma conductores
naturales de Tracia y marcha con sus tropas hacia la Peonia.
XV. Habiendo sido avisados los peones de que venían marchando contra
ellos las tropas persianas, juntan luego sus fuerzas, y persuadidos de
que el enemigo los acometería por las costas del mar, acuden hacia
ellas armados. Estaban en efecto prontos y resueltos a no dejar entrar
el ejército de Megabazo, el daño estuvo en que, informado el persa de
que juntos y apostados en las playas querían impedirle la entrada,
sirvióse de los guías que llevaba para mudar de marcha, y tomó por la
vía de arriba hacia la Peonia. Con esto los persas, sin ser sentidos de
los peones, se dejaron caer de repente sobre sus ciudades, de las
cuales, hallándolas vacías de hombres que las defendiesen, se
apoderaron con facilidad y sin la menor resistencia. Apenas llegó a
noticia de los peones salidos a esperar al enemigo que sus ciudades
habían sido sorprendidas, cuando luego separados fueron cada cual a la
suya y se entregaron todos a discreción y al dominio del persa. Tres
pueblos de los peones, a saber, el de los Siropeones, el de los Peoplas
y el de los vecinos de la laguna Prasiada, sacados de sus antiguos
asientos, fueron transportados enteramente al Asia.
XVI. Pero a los demás peones, los que moran cerca del monte Pangeo, los Doberes, los Agrianes, los Odomantos (9)
y los habitantes en la misma laguna Prasiada, no los subyugó de ningún
modo Megabazo, por más que a los últimos procuró rendirles sin llevarlo
a cabo, lo cual pasó del siguiente modo. En medio de dicha laguna vense
levantados unos andamios o tablados sostenidos sobre unos altos pilares
de madera bien trabados entre sí, a los cuales se da paso bien angosto
desde tierra por un solo puente. Antiguamente todos los vecinos ponían
en común tos pilares y travesaños sobre que carga el tablado; pero
después, para irlos reparando, hanse impuesto la ley de que por cada
una de las mujeres que tome un ciudadano (y cada ciudadano se casa con
muchas mujeres) ponga allí tres maderos, que acostumbran acarrear desde
el monte llamado Orbelo. Viven, pues, en la laguna, teniendo cada cual
levantada su choza encima del tablado donde mora de asiento, y habiendo
en cada choza una puerta pegada al tablado que da a la laguna: para
impedir que los niños, resbalando, no caigan en el agua, les atan al
pié cuando son pequeños una soga de esparto. Dan a sus caballos y a las
bestias de carga pescado en vez de heno (10);
pues es tan grande la abundancia que tienen de peces, que sólo con
abrir su trampa y echar al agua su espuerta pendiente de una soga,
pronto la sacan llena de pescado, del cual dos son las especies que
hay; a los unos llaman papraces y, a los otros tilones.
XVII. Eran entretanto conducidos al Asia los peones de que se había
apoderado Megabazo. Transportados aquellos infelices prisioneros,
escoge Megabazo los siete persas más, principales que en su ejército
tenía, y que a él solo le eran inferiores en grado y reputación, y los
envía por embajadores a Macedonia, destinados al rey de ella, Amintas,
con el encargo de pedirle la tierra y el agua para el rey
Darío, pues tal es la forma del homenaje entre los persas. Muy breve es
realmente el camino que hay que pasar yendo desde la laguna Prasiada a
la Macedonia, pues dejando la laguna, lo primero que se halla es la
famosa mina que algún tiempo después no redituaba menos de un talento
de plata diario al rey Alejandro (11), y pasada la mina, sólo con atravesar el monte llamado Disoro, nos hallamos ya en Macedonia.
XVIII. Luego que los embajadores persas enviados a Amintas (12)
llegaron a presencia de éste, cumpliendo con su comisión, pidiéronle
con su fórmula de homenaje que diese la tierra y el agua al rey Darío,
a quien no sólo convino Amintas en prestar obediencia, sino que hospedó
públicamente a los enviados, preparándoles un magnífico, banquete con
todas las demostraciones de amistad y confianza. Al último del convite,
cuando se habían sacado ya los vinos a la mesa, los persas hablaron a
Amintas en esta Conformidad: -«Uso y moda es, amigo Macedon, entre
nosotros los persas, que al fin de un convite de formalidad vengan a la
sala y tomen a nuestro lado asiento nuestras damas, no sólo las
concubinas, sino también las esposas principales con quienes siendo
doncellas casamos en primeras nupcias. Ahora, pues, ya que nos recibes
con tanto agrado, nos tratas con tanta magnificencia, y lo que es más,
entregas al rey nuestro amo la tierra y el agua, razón será que quieras
seguir nuestro estilo tratándonos a la Persiana.» -«En verdad, señores
míos, les responde Amintas, que nosotros no lo acostumbramos así, no
por cierto; antes el uso es tener en otra pieza bien lejos del convite
a nuestras mujeres (13);
pero pues que las echáis menos, vosotros, que sois ya nuestros dueños,
quiero que también en esto seáis luego servidos.» Así dijo Amintas, y
envía al punto por las princesas, las cuales llamadas, entran en la
sala del convite, y toman allí asiento por su orden enfrente de los
persas. Al ver presentes aquellas bellezas, dicen a Amintas los
embajadores que no andaba a la verdad muy discreto en lo que con ellas
hacía, pues mucho más acertado fuera que no viniesen allí las mujeres,
que no dejarlas sentarse al lado de ellos una vez venidas al convite,
pues el verlas fronteras era quererles dar con ellas en los ojos, que
es lo que más irrita los afectos. Forzado, pues, Amintas, manda a las
mujeres que se sienten al lado de los persas, quienes habiendo ellas
obedecido, no supieron contener sus manos con la licencia que les daba
el vino, sino que las llevaron a los pechos de las damas, y no faltó
entre ellos quien se desmandase en la lengua.
XIX. Estábalo Amintas mirando quieto, por más que mirase de mal ojo,
aturdido de miedo del gran poder, de los persas. Hallábase allí
presente su hijo Alejandro, príncipe, joven, no hecho a disimular para
acomodarse al tiempo, quien siendo testigo ocular de aquélla infamia de
su real casa, de ninguna manera quiso ni pudo contenerse. Penetrado,
pues, de dolor y vuelto a su padre: -«Mejor será, padre mío, le dice,
que tengáis ahora cuenta de vuestra avanzada de edad; idos por vida
vuestra a dormir, sin tomaros la larga molestia de esperaros a que esos
señores se levanten de la mesa, pues aquí me quedo yo hasta lo último
para servir en todo a nuestros huéspedes.» Amintas, que desde luego dio
en que su hijo Alejandro, llevado del ardor de su juventud, podría
pensar en obrar como quien era y como pedía su honor, replicóle así:
«Mucho será, hijo mío, que me engañe, pues leo en tus ojos encendidos y
estoy viendo en esas tus cortadas palabras, que con la mira de intentar
algún fracaso me pides que me retire. No, hijo mío; por Dios te pido
que, sí no quieres perdernos a todos, nada intentes contra esos
hombres. Ahora importa sufrir disimulando, presenciar lo que no puede
mirarse y coser los labios. Por lo que me pides, me retiro sin embargo,
y quiero en ello complacerte.»
XX. Después que Amintas, dados estos avisos, salió de la pieza,
vuelto Alejandro a los persas: -«Aquí tenéis, amigos, les dice, esas
mujeres a vuestro talante, o bien queráis estar con todas ellas, o bien
escoger las que mejor os parezcan; que esto pende de vuestro arbitrio.
Entretanto, señores, lo mejor fuera, pues me parece hora de levantarnos
de la mesa, mayormente viéndoos ya hartos de esas copas, que esas
mujeres con vuestra buena gracia pasarán al baño, y luego de lavada y
aseadas, volvieran otra vez para haceros buena compañía. Dicho esto, a
lo cual accedieron los persas con mucho gusto y aplauso, haciendo
Alejandro que salieran las mujeres, las envió a su departamento
particular. Él entretanto parte luego, y cuantas eran las mujeres,
otros tantos donceles o mancebos escoge en palacio, todos sin pelo de
barba; disfrázales con el mismo traje y gala de aquéllas, les da a cada
uno su daga, y los conduce dentro de la sala de los persas, a quienes
al entrar con ellos habló en estos términos: -Paréceme, señores míos,
que hemos hecho nuestro deber en daros un cumplido convite, al menos
con cuanto teníamos a mano y con cuanto hemos podido hallar; con todo,
digo, os hemos procurado regalar y servir como era razón. Mas para
coronar la fiesta, queremos echar el resto: aquí os entregamos, a
discreción y a todo vuestro placer, nuestras mismas madres y hermanas.
Bien echareis de ver en esto que sabemos serviros y queremos respetaros
como pide vuestro valor, y con toda verdad podréis decir después al
soberano, que el rey de Macedonia, príncipe griego, su feudatario y
subalterno, os agasajó como correspondía en la mesa y en el lecho.» Al
hacer este cumplido, iba Alejandro con sus mancebos Macedones y hacía
sentar uno disfrazado de mujer al lado de cada persa. Por abreviar,
luego que los persas iban a abusar de dichos jóvenes, los cosían ellos
con su daga.
XXI. Por fin concluyó la fiesta en que los persas, y toda la
comitiva de sus criados, quedaron allí para no volver jamás, pues los
carruajes que les habían seguido, los servidores con su bagaje y
aparato entero, todo en un punto desapareció. No pasó mucho tiempo
después de este atentado de Alejandro (14),
sin que los persas del ejército hiciesen las más vivas diligencias en
busca de sus embajadores; pero el joven príncipe supo darse tan buena
maña, que por medio de grandes sumas logró sobornar al persa Bubares,
caudillo de los que venían en busca de los enviados, dándole asimismo
por esposa a una princesa real hermana suya, por nombre Cigea. Así
murieron los embajadores persas, y así se echó una losa encima de su
muerte para que no se hablase más de ella.
XXII. Estos reyes Macedones, descendientes de Perdicas (15),
pretenden ser griegos, y yo sé muy bien que realmente lo son; pero lo
que insinúo aquí, lo haré después evidente con lo que referiré de
propósito a su tiempo y lugar (16).
Además, es este ya asunto decidido por los presidentes de los juegos de
Grecia que en Olimpia se celebran; porque, como deseoso Alejandro en
cierta ocasión, de concurrir a aquel público certamen, hubiese bajado a
la arena con esta mira y pretensión, los aurigas sus competidores en la
justa le quisieron excluir poniéndole tacha y diciendo que no eran
aquellas fiestas para unos antagonistas bárbaros, sino únicamente para
competidores griegos. Pero como probase Alejandro ser de origen argivo,
fue declarado en juicio griego, y habiendo entrado en concurso con los
demás en la carrera del estadio, su nombre salió el primero en el
sorteo, juntamente con el de su antagonista.
XXIII. Volviendo a Megabazo, llegó entretanto al Helesponto,
llevando consigo a sus prisioneros de la Peonia, y pasando de allí al
Asia, se presentó en Sardes. Por este mismo tiempo estaba Histieo el
Milesio levantando una fortaleza en el sitio llamado Mircino, que está
cerca del río Estrimón, y que en premio de haber conservado el puente
de barcas sobre el Danubio, como dijimos, había obtenido de Darío.
Había visto por sus propios ojos Megabazo lo que Histieo iba haciendo,
y apenas llegó a Sardes con los peones, habló así al mismo Darío: -«Por
Dios, señor, ¿qué es lo que habéis querido hacer dando terreno en
Tracia y licencia para fundar allí una ciudad a un griego, a un bravo
oficial, y a un hábil político? Allí hay, señor, mucha madera de
construcción, allí mucho marinero para el remo, allí mucha mina de
plata; mucho griego vive en aquellos contornos y mucho bárbaro también,
gente toda, señor, que si logra ver a su frente a aquel jefe griego,
obedecerle ha ciegamente noche y día en cuanto les ordene. Me tomo la
licencia de deciros que procuréis que él no lleve a cabo lo que está ya
fabricando, si queréis precaver que no os haga la guerra en casa: puede
hacerse la cosa con disimulo y sin violencia alguna, como vos le
enviéis orden de que se presente, y una vez venido hagáis de modo que
nunca más vuelva allá, ni se junte con sus griegos.
XXIV. Viendo, pues, Darío que las razones de Megabazo eran
providencias discretas de un político sagaz y prevenido en lo futuro,
se persuadió fácilmente con ellas, y por un mensajero que destinó a
Mircino hizo decir de su parte a Histieo: -«El rey Darío me dio para
ti, Histieo, este recado formal (17):
Habiéndolo pensado mucho, no hallo persona alguna que mire, mejor que
tú por mi corona, cosa que tengo más experimentada con hechos positivos
que crecida por buenas razones. Y pues estoy ahora meditando un gran
proyecto, quiero que vengas luego sin falta a estar conmigo para
poderte dar cuenta cara a cara de lo que pienso hacer.» Con esta orden
Histieo se fue luego hacia Sardes, bien persuadido por una parte de que
eran sinceras dichas expresiones, y por otra muy satisfecho y ufano de
verse consejero de estado elegido por el rey. Habiéndose, pues,
presentado a Darío, hablóle éste en tales términos: -«Voy a decir
claramente, Histieo, por qué motivo te he llamado a mi corte. Quiero,
pues, que sepas, amigo, que lo mismo fue volverme de la Escitia y
retirarte tú de mi presencia, que sentir luego en mí un vivo deseo de
tenerte cerca de mi persona, y poder libremente comunicar contigo todas
mis cosas, tanto, que empecé al punto a echar de menos tu compañía,
sabiendo que no hay bien alguno que pueda compararse con la dicha de
lograr por amigo y apasionado a un hombre sabio y discreto: estas dos
prendas bien sé que posees en mi servicio, y nadie mejor testigo de
ellas que yo mismo. De ti he de merecer, amigo, que te dejes por ahora
de Mileto, ni pienses en nuevas ciudades de Tracia. Vente en mi
compañía a mi corte de Susa, disfruta conmigo a tu placer de todos mis
bienes y regalos, siendo mi comensal y consejero.»
XXV. Así le habló Darío, y dejando en Sardes por virrey a
Artafernes, su hermano de parte de padre, dirigióse luego a Susa,
llevando en su corte a Histieo. Al partir nombró asimismo por general
de las tropas que dejaba en los fuertes de las costas a Otanes, hijo de
Sisamnes, uno de los jueces regios a quien, por haberse dejado sobornar
en una sentencia inicua, había mandado degollar Cambises, y no
satisfecho con tal castigo, cortando por su orden en varias correas el
cuero adobado de Sisamnes, había hecho vestir con ellas el mismo trono
en que fue dada aquella sentencia: además, en lugar del ajusticiado,
degollado y rasgado Sisamnes, había Cambises nombrado por juez a
Otanes, su hijo, haciéndole subir sobre aquellas correas a tan fatal
asiento, con el triste recuerdo quo al mismo tiempo le hizo, de que
siempre tuviera presente el tribunal en que estaba sentado cuando diera
sus sentencias.
XXVI. Este mismo Otanes, que antes había sido colocado en aquella
funesta silla de juez regio, elegido entonces por sucesor de Megabazo
en el mando de general, rindió al frente de sus tropas a los Bizantinos
y calcedonios, tomó la plaza de Antandro, situada en el territorio de
Tróada, y conquistó a Lamponio (18). Con la armada naval le dieron los lesbios, apoderóse de Lemnos y de Imbro, islas hasta entonces ocupadas de los pelasgos.
XXVII. Por que si bien es verdad que los Lemios, haciendo al enemigo
una resistencia muy vigorosa, se defendieron muy bien por algún tiempo,
con todo vinieron al cabo a ser arruinados y deshechos. Los persas
victoriosos señalaron por gobernador de los que en Lemnos habían
sobrevivido a su ruina, a Licareto, hermano de aquel célebre Menandrio
que había sido señor de Samos; y como gobernador de Lemnos, Licoreto
acabó allí sus días (19).....
La causa que contra este (Otanes) se intentaba, era por que prendía
indistintamente y asolaba todo el país: a unos acusaba de haber sido
desertores del ejército en sus marchas contra los escitas; a otros de
haber perseguido las tropas de Darío en su retirada y vuelta de la
Escitia. Tales eran las tropelías que había cometido Otanes siendo
general.
XXVIII. Hubo después, aunque duró poco, algún descanso y sosiego,
porque dos ciudades de Jonia, la de Naxos y la de Mileto, como contaré
después, dieron de nuevo principio a los males y calamidades. Era Naxos
por una parte la Isla que por su riqueza y poder descollaba sobre las
otras asiáticas y por otra veíase Mileto en aquella época en el mayor
auge de poder que jamás hubiese logrado, viniendo a ser como la reina y
capital de toda la Jonia, a cuya prosperidad llegó después de haberse
visto tiempos atrás, cerca de dos generaciones antes, en el estado más
deplorable a causa de sus partidos y sediciones, hasta tanto que los
parios, a quienes había elegido Mileto entre todos los griegos por
árbitros y conciliadores, lograron restituir en ella la concordia y el
buen orden.
XXIX. Tomaron los parios un expediente para sosegar aquellos
disturbios, pues venidos a la ciudad de Mileto los sujetos más
acreditados de Paros, como viesen que en ella andaba todo sin orden,
así los hombres como las cosas dijeron desde luego que por sí mismos
querían ir a visitar lo restante de aquel estado y señorío. Al hacer su
visita discurriendo por todo el territorio de Mileto, apenas daban con
una posesión bien cultivada en aquellas campiñas, que por lo común
estaban muy descuidadas, tomaban por escrito el nombre de su dueño.
Acabada ya la visita de aquel país, donde pocos fueron los campos que
hallaron bien conservados y florecientes, y estando ya de vuelta en la
ciudad, reunieron un Congreso general del estado, y en él declararon
por gobernadores y magistrados de la república a los particulares cuyas
heredades habían encontrado bien cultivadas, dando por razón de su
arbitrio que aquellos sabrían cuidar del bien público como habían
sabido cuidar del propio: a los demás ciudadanos de Mileto, a quienes
antes se les pasaba todo en partidos y tumultos, precisóseles a que
estuvieran bajo la obediencia de aquellos buenos padres de familia. Con
esto los parios pusieron en paz a los Milesios, restituyendo a la
ciudad el buen orden y concierto.
XXX. Estas dos ciudades de Naxos y Mileto fueron, pues, como decía,
las que dieron entonces nuevo principio y ocasión a la desventura de la
Jonia. Sucedió que, habiendo la baja plebe desterrado en Naxos (20)
a ciertos ricos y principales señores, refugiáronse los proscritos a
Mileto. Era en aquella sazón gobernador de Mileto Aristágoras, hijo de
Molpágoras, quien era yerno y primo juntamente del célebre Histieo el
hijo de Liságoras, a quien Darío tenía en Susa; pues por aquel mismo
tiempo puntualmente en que Histieo, señor de Mileto, se hallaba
detenido en la corte, sucedió el caso de que vinieran a Mileto dichos
naxios, amigos ya de antes y huéspedes de Histieo. Refugiados, pues,
allí aquellos ilustres desterrados, suplicaron a Aristágoras que
procurase darles alguna tropa, si se hallaba en estado de poder
hacerlo, a fin de que pudieran con ella restituirse a su patria. Pensó
Aristágoras dentro de sí, que si por su medio volviesen a Naxos los
desterrados, lograría él mismo la oportunidad de alzarse con el señorío
de aquel estado: con este pensamiento, disimulando por una parte sus
verdaderas intenciones, y por otra pretextando la buena amistad y
armonía de ellos con Histieo, les hizo este discurso: -«No me hallo yo,
señores, en estado de poderos dar un número de tropas que suficiente
para que a pesar de los que mandan en Naxos podáis volver a la patria,
teniendo los naxios, como he oído, además de 8.000 infantes, una armada
de muchas galeras. Mas no quiero con esto deciros que no piense con
todas veras en auxiliaros para ello, antes bien se me ofrece ahora un
medio muy oportuno para serviros con eficacia. Sé que Artafernes es mi
buen amigo y favorecedor, y sin duda sabéis quién es Artafernes, hijo
de Histaspes, hermano carnal de Darío, virrey de toda la marina general
de los grandes ejércitos de mar y tierra: este personaje, pues, sino me
engaña el amor propio, dígoos que hará por mí lo que pidamos.» Al oír
esto los naxios dejaron todo el negocio en manos de Aristágoras, para
que lo manejara como mejor le pareciese, añadiéndole que bien podía de
su parte decir al virrey que no favorecería a quien no lo supiera
agradecer, y que los gastos de la empresa correrían de su propia
cuenta, pues no podían dudar que lo mismo había de ser presentarse en
Naxos que rendirse, no solamente los naxios, sino aun los demás
isleños, y hacer cuanto se les pidiese, no obstante que basta allí
ninguna de las Cícladas reconociese por soberano a Darío.
XXXI. Emprende Aristágoras su viaje a Sardes, donde da cuenta y
razón a Artafernes de cómo la isla de Naxos, sin ser una de las de
mayor extensión, era con todo de las mejores, muy bella, muy cercana a
la Jonia, muy rica de dinero, y muy abundante de esclavos. -«¿No
haríais, continuó, una expedición hacía allá para volver a Naxos unos
ciudadanos que de ella han sido echados? Dos grandes ventajas veo en
ello para vos: usa que además de correr de nuestra cuenta los gastos de
la armada, como es razón que corran, ya que nosotros los ocasionamos,
cuento aun con grandes sumas de dinero para poderos pagar el beneficio:
la otra es que aprovechándoos de esta ocasión, no, sólo podréis añadir
a la corona la misma Naxos, sino también las islas que de ella penden,
la de Paros, la de Andros, y las otras que llaman Cícladas. Y dado este
paso, bien fácil os será acometer desde allí a Eubea, isla grande y
rica, nada inferior a la de Chipre, y lo que más es, fácil de ser
tomada. Soy de opinión de que con una armada de cien naves podréis
conseguir todas estas conquistas amigo, le respondió Artafernes,
muestras bien en lo que me dices el celo del público servicio, y tu
afición a la casa real, proponiéndome, no sólo proyectos tan
interesantes a la corona, sino dándome al mismo tiempo medios tan
oportunos para el intento. En una sola cosa veo que andas algo corto,
en el número de naves: tú no pides más que ciento, pues yo te prometo
aprestarte doscientas al abrir la primavera; pero es menester ante todo
informar al rey, y que nos dé su aprobación.
XXXII. Aristágoras, que tan atento halló al virrey en su respuesta,
sobremanera alegre y satisfecho dio la vuelta, para Mileto: Artafernes,
después que obtuvo para la expedición el beneplácito de Darío, a quien
envió un mensajero dándole cuenta del proyecto de Aristágoras,
tripuladas doscientas naves, previno mucha tropa, así persiana como
aliada. Nombró después para comandante de la armada al persa Megabates,
que siendo de la casa de los Aqueménidas era primo de Darío. Era
Megabates aquel con cuya hija, si es que sea verdad lo que corre por
muy válido, contrajo esponsales algún tiempo después el lacedemonio
Pausanias, hijo de Cleombroto, más enamorado del señorío de la Grecia
que prendado de la princesa persiana (21). Luego que estuvo Megabates nombrado por general, dio Orden, Artafernes de que partiera el ejército a donde Aristágoras estaba.
XXXIII. Después de tomar en Mileto las tropas de la Jonia los
desterrados de Naxos y al mismo Aristágoras, dióse a la vela Megabates,
haciendo correr la voz de que su rumbo era hacia el Helesponto. Llegó a
la isla de Quío y dio fondo en un lugar llamado Caúcasa, con la mira de
esperar que se levantase el viento Bóreas, para dejarse caer desde allí
sobre la isla de Naxos. Anclados en aquel puerto, como que los hados no
permitían la ruina de Naxos por medio de aquella armada, sucedió un
caso que la impidió. Rondaba Megabates para inspeccionar la vigilancia
de los centinelas, y en una nave mindiana (22)
halló que ninguno bahía apostado. Llevó muy a mal aquella falta, y
enojado dio orden a sus alabarderos que le buscasen al capitán de la
nave, que se llamaba Scilaces, y hallándolo, mandóle poner atado en la
portañola del remo ínfimo, en tal postura, que estando adentro el
cuerpo sacase hacia fuera la cabeza. Así estaba puesto a la vergüenza
el Scilaces, cuando va uno a avisar a Aristágoras y decirle cómo aquel
Mindio su amigo y huésped le tenía Megabates cruelmente atado y puesto
al oprobio. Al instante se presenta Aristágoras al persa, y se empeña
muy de veras a favor del capitán; nada puede alcanzar de lo que pide,
pero va en persona a la nave y saca a su amigo de aquel infame cepo.
Sabida la libertad que Aristágoras se había tomado, se dio Megabates
por muy ofendido, y puso en él la lengua baja y villanamente. -«¿Y
quién eres tú, le replicó Aristágoras, y qué tienes que ver en eso? ¿No
te envió Artafernes a mis órdenes, para que vinieras donde quisiere yo
conducirte? ¿para qué te metes en otra cosa?» Quedó Megabates tan
altamente resentido de la osadía con que Aristágoras le hablaba, que
venida la primera noche, despachó un barco para Naxos con unos
mensajeros que descubrieran a los naxios el secreto de cuanto contra
ellos se disponía.
XXXIV. Ni por sombra había pasado a los naxios por la mente que
pudiera dirigirse contra ellos tal armada; pero lo mismo fue recibir el
aviso que retirar a toda prisa lo que tenían en la campiña, y,
acarreando a la plaza (23)
todas las provisiones de boca, prepararse para poder sufrir un sitio
prolongado, no dudando que se hallaban en vísperas de una gran guerra.
Con esto cuando los enemigos salidos de Quío llegaron a Naxos con toda
la armada, dieron contra hombres tan bien fortificados Y prevenidos,
que en vano fue estarles sitiando por cuatro meses enteros. Al cabo de
este tiempo, como a los persas se les fuese acabando el dinero que
consigo habían traído, y Aristágoras hubiese ya gastado mucho de su
bolsillo, viendo que para continuar el asedio se necesitaban todavía
mayores sumas, tomaron el partido de edificar unos castillos en que se
hiciesen fuertes aquellos desterrados, y resolvieron volverse al
continente con toda la armada, malograda de todo punto la expedición.
XXXV. Entonces fue cuando Aristágoras, no pudiendo cumplir la
promesa hecha a Artafernes, viéndose agobiado con el gasto de las
tropas que se le pedía, temiendo además las consecuencias de aquella su
desgraciada expedición, mayormente habiéndose enemistado en ella con
Megabates, sospechando, en suma, que por ella seria depuesto del
gobierno y dominio de Mileto; amedrentado, digo, con todas estas
reflexiones y motivos, empezó a maquinar una sublevación para ponerse
en salvo. Quiso a más de esto la casualidad que en aquella agitación le
viniera desde Susa, de parte de Histieo, un enviado con la cabeza toda
marcada con letras, que significaban a Aristágoras que se sublevase
contra el rey. Pues como Histieo hubiese querido prevenir a su deudo
que convenía rebelarse, y no hallando medio seguro para posarle el
aviso por cuanto estaban los caminos tomados de parte del rey, en tal
apuro había rasurado a navaja la cabeza del criado que tenía de mayor
satisfacción, habíale marcado en ella con los puntos y letras que le
pareció, esperó después que le volvieran a crecer el cabello, y crecido
ya, habíalo despachado a Mileto sin más recado que decirle de palabra
que puesto en Mileto pidiera de su parte a Aristágoras que, cortándole
a navaja el pelo, le mirara la cabeza. Las notas grabadas en ella
significaban a Aristágoras, como dije, que se levantase contra el
persa. El motivo que para tal intento tuvo Histieo, parte nacía de la
pesadumbre gravísima que su arresto en Susa le ocasionaba, parte
también de la esperanza con que se lisonjeaba de que en caso de tal
rebelión sería enviado a las provincias marítimas, estando al mismo
tiempo convencido de que a menos que se rebelara Mileto, nunca más
tendría la fortuna de volver a verla. Con estas miras despachó Histieo
a dicho mensajero.
XXXVI. Tales eran las intrigas y acasos que juntos se complicaban a
un tiempo alrededor de Aristágoras, quien convoca a sus partidarios,
les da cuenta así de lo que él mismo pensaba como de lo que Histieo le
prevenía, y empieza muy de propósito a deliberar con ellos sobre el
asunto. Eran los más del parecer mismo de Aristágoras acerca de negar
al persa la obediencia; pero no así Hecateo el historiador, quien
haciendo una descripción de las muchas naciones que al persa obedecían
y de sus grandes fuerzas y poder, votó desde luego que no les cumplía
declarar la guerra a Darío, el gran rey de los persas; y como viese que
no era seguido su parecer, votó en segundo lugar que convenía hacerse
señores del mar, pues absolutamente no veía cómo pudieran, a menos de
serlo, salir al cabo con sus intentos; que no dejaba de conocer cuán
cortas eran las fuerzas de los Milesios, pero sin embargo, con tal que
quisieran echar mano de los tesoros que en el templo de Bránquidas
había ofrecido el lidio Creso, tenía fundamento de esperar que en
fuerzas navales podrían ser superiores al enemigo; que en el medio que
les proponía contemplaba doble ventaja para ellos, pues a más de
servirse de dicho dinero en favor del público, estorbarían que no lo
sacase el enemigo en daño de ellos. Ciertamente, como llevo dicho en mi
primer libro, eran copiosos los mencionados tesoros. Por desgracia,
tampoco fue seguido este segundo parecer, sino que quedó acordada la
rebelión, añadiendo que uno de ellos se embarcase luego para Miunte,
donde aun se mantenía la armada vuelta de Naxos, y procurase poner
presos a los capitanes que se hallaban a bordo de sus respectivas naves.
XXXVII. Enviado, pues, allá Yatragortas con esta comisión, apoderóse
con engaño de la persona de Oliato el Melaseo, hijo de Ibánolis, de la
de Histieo el Termerense (24),
hijo de Timnes, de la de Coes, hijo de Exandro, a quien Darío había
hecho gracia del señorío de Mitilene, de la de Aristágoras el Cimeo,
hijo de Heráclides, y otros muchos jefes. Levantado ya abiertamente,
contra Darío y tomando contra él todas sus medidas, lo primero que hizo
Aristágoras fue renunciar, bien que no más de palabra y por apariencia,
el dominio de Mileto, fingiendo restituir a los Milesios la libertad,
para lograr de ellos por este medio que de buena voluntad le siguieran
en su rebelión. Hecho esto en Mileto, otro tanto hacía en lo restante
de la Jonia, de cuyas ciudades iba arrojando algunos de sus tiranos:
aun más, a los caudillos que había prendido sobre las naves de la
armada que acababa de volver de Naxos, fue entregándolos a sus
respectivas ciudades, cuyo dominio poseían, y esto con la dañada
intención de ganárselas a todas para su partido.
XXXVIII. Resultó de ahí que los mitileneos, apenas tuvieron a Coes
en su poder, sacándole al campo le mataron a pedradas, si bien los
cimeos dejaron que se fuese libre su tirano, sin usar con él de otra
violencia. Otro tanto hicieron con sus respectivos señores las más de
las ciudades, y cesó por entonces en todas ellas la tiranía o el
dominio de un señor. Quitados ya los tiranos, dio orden el Milesio
Aristágoras a todas aquellas ciudades, que cada cual nombrase un
general de su propia milicia, y practicada esta diligencia, viendo que
necesitaba absolutamente hallar algún aliado poderoso para su empresa,
fuese él mismo para Lacedemonia en su galera en calidad de enviado de
la Jonia.
XXXIX. No reinaba ya en Esparta Anaxandrides, hijo de Leon, sino
Cleomenes su hijo, el cual en atención a sus prendas y valor, si no al
derecho de su familia, muerto su padre, había sido colocado sobre el
trono. Para manifestar el origen y nacimiento de Cleomenes, se debe
saber que se hallaba primero casado Anaxandrides con una hija de su
hermana, a quien por más que no le diera sucesión amaba tierna y
apasionadamente. Viendo los Eforos lo que a su rey acontecía, le
reconvinieron hablándole en esta forma: -«Visto tenemos cuán poco
cuidas de tus verdaderos intereses: nosotros, pues, que ni debemos
despreciarlos, ni podemos mirar con indiferencia que la sangre y
familia de Euristenes acaben en tu persona, hemos tomado sobre ello
nuestras medidas. Tú mismo ves por experiencia que no te da hijos esa
mujer con quien estás casado; nosotros queremos que tomes otra esposa,
asegurándote de que si así lo hicieres, darás mucho gusto a los
espartanos.» A tal amonestación de los Efopos respondió resuelto,
Anaxandrides que ni uno ni otro haría, pues ellos exhortándole a tomar
otra mujer dejando la presente, que no lo tenía en verdad merecido, le
daban un consejo indiscreto, que jamás pondría por obra, por más que se
cansasen en inculcárselo.
XL. Tomando los Eforos y los Gerontes (o senadores) de Esparta su
acuerdo acerca de la respuesta y negativa del rey, de nuevo así le
representan: -«Ya que tan apegado estás a la mujer con quien te hallas
ahora casado, toma por los menos estotro consejo que te vamos a
proponer, y guárdate de porfiar en rechazarlo, ni quieras exponerte a
que tomen los espartanos alguna resolución que no te traiga mucha
cuenta. No pretendemos ya que te divorcies, ni que eches de tu a esa tu
querida esposa; vive con ella, en adelante, como has vivido hasta aquí,
no te lo prohibimos; mas absolutamente queremos de ti que a más de esa
estéril tomes otra mujer que sepa concebir.» Cediendo por fin
Anaxandrides a esta representación, y casado con dos mujeres, tuvo
desde entonces dos habitaciones establecidas, yendo en ello contra la
costumbre de Esparta.
XLI. No pasó mucho tiempo, después del segundo matrimonio, hasta que
la nueva esposa dio a luz a Cleomenes, al mismo tiempo hizo la fortuna
que la primera mujer, antes por largos años infecunda, se sintiera
preñada: los parientes de la otra esposa a cuyos oídos llegó el nuevo
preñado, alborotaban sin descanso, y gritaban que aquella se fingía en
cinta con la mira de suponerse por hijo un parto ajeno; pero en
realidad se hallaba la princesa embarazada. Quejándose, pues, altamente
de aquella preñez simulada, movidos los Eforos de la sospecha de algún
engaño, llegado el tiempo quisieron asistir en persona a la mujer en el
acto mismo de parir. En efecto, parió ella la primera vez a Dorleo, y
de otro parto consecutivo a Leonidas, y de otro tercero a Cleombroto,
aunque algunos quieren decir que estos dos últimos fueron gemelos; y
por colmo de singularidad, la quejosa madre de Cleomenes, la segunda
esposa de Anaxandrides, hija de Prinetades y nieta de Demarmeno, nunca
más volvió a parir de allí adelante.
XLII. De su hijo Cleomenes corre por muy valido que, nacido con vena
de loco, jamás tuvo cumplido el seso, al paso que Dorieo salió un joven
el más cabal que se hallase entre los de su edad, lo que le hacía vivir
muy confiado de que la corona recaería en su cabeza. En medio de esta
creencia, vio por fin que a la muerte de su padre Anaxandrides,
atenidos los lacedemonios a todo el rigor de la ley, nombraron por rey
al primogénito Cleomenes, de lo cual dándose Dorieo por muy resentido y
desdeñándose de tener tal soberano, pidió y obtuvo el permiso de llevar
consigo una colonia de espartanos. En la fuga de su resentimiento, ni
se cuidó Dorieo de consultar en Delfos al oráculo hacia qué tierra
debería conducir la nueva colonia, ni quiso observar ceremonia alguna
de las que en tales circunstancias solían practicarse, sino que ligera
y prontamente se hizo a la vela para Libia, conduciendo sus naves unos
naturales de Tera. Llegó a Cinipe, y cerca de este río, en el lugar más
bello de la Libia, plantó luego su nueva ciudad, de donde arrojado tres
años después por los Macas, naturales de la Libia, auxiliado por los
cartagineses, volvióse al Peloponeso.
XLIII. Allí un tal Anticares, de patria Eleorio, le sugirió la idea
de que, ateniéndose a los oráculos de Layo, fundase a Heraclea en
Sicilia, diciéndole que todo el territorio de Eris, por haberlo antes
poseído Hércules, era propiedad de los Heráclidas (25).
Oída esta relación, hace Dorieo un viaje a Delfos a fin de saber del
oráculo si lograría en efecto: apoderarse del país adonde se le sugería
que fuese, y habiéndole respondido la Pitia afirmativamente, toma de
nuevo aquel convoy que había primero conducido a la Libia, y parte con
él para Italia.
XLIV. Estaban cabalmente los Sibaritas en aquella sazón, según cuentan ellos mismos, para emprender, con su rey Telis (26)
al frente, una expedición contra la ciudad de Crotona, cuyos vecinos
con sus ruegos, nacidos del gran miedo en que se hallaban, alcanzaron
de Dorieo que fuera socorrerles; y fue el socorro tan poderoso, que
llevando sus armas el espartano contra la misma Sibaris, rindió con
ellas la plaza, hazaña que los Sibaritas atribuyen a Dorieo y a los de
su comitiva. No así los Crotoniatas, quienes aseguran y porfían que en
dicha guerra contra los Sibaritas no vino a socorrerles ningún
extranjero más que uno solo, que fue Calias el Adivino, natural de
Elida y de la familia de los Yamidas; y de este dicen que se les agregó
de un modo singular, pues estando antes con Telis, señor de los
Sibaritas, y viendo que ninguno de los sacrificios que éste hacía para
ir contra Cretona le salía con buen auspicio, pasó fugitivo a los
Crotoniatas, al menos como ellos lo cuentan.
XLV. Y es extraño que entrambas ciudades pretendan tener pruebas y
monumentos de lo que dicen, pues afirman los sibaritas, que, tomada ya
la ciudad, consagró Dorieo un recinto, y edificó un templo cerca del
río seco que llaman Crastis, y lo dedicó a Minerva, por sobrenombre
Crastia. Pretenden además ser la muerte de Dorieo manifiesta prueba de
lo que dicen, queriendo que por haber obrado aquél contra el intento y
prevención del oráculo muriese de muerte desgraciada, pues si en nada
se hubiera desviado Dorieo del aviso y promesa del oráculo, marchando a
poner por obra la empresa para él destinada, sin duda, según arguyen,
se hubiera apoderado de la comarca Ericina y la hubiera disfrutado
después, sin que ni él ni su ejército hubiera allí perecido. Pero los
Crotoniatas, por su parte, en el campo mismo de Crotona enseñan muchas
heredades que se dieron entonces privativamente a Calias el Eleo en
premio de sus servicios, cuyos nietos las gozan aun al presente, cuando
no consta haberse hecho merced ni gracia alguna a Dorieo ni a sus
descendientes. ¿Y quién no ve que si en la guerra sibarítica les
hubiera asistido Dorieo, era consecuencia que se desprendía del asunto
haber dado muchos más premios a aquél que al adivino Calias? Tales son
las pruebas que una y otra ciudad alegan a su favor; en mi opinión,
puede cada uno asentir la que más fuerza le hiciere.
XLVI. Vuelvo a Dorieo, en cuya comitiva se embarcaron otros
espartanos, como conductores de dicha colonia, que eran Tésalo,
Parebates, Celeés y Eurileon. Habiendo, pues, arribado estos a Sicilia
con toda su armada y convoy, acabaron allí sus días a manos de los
fenicios y de los Egestanos (27),
que les vencieron en campo de batalla, pudiéndose librar de la
desgracia común uno solo de los conductores, que fue Eurileon. Este
jefe, recogidos los restos que del ejército quedaban salvos, se apoderó
con ellos de Minoa, colonia de los selinusios, y unido con éstos, les
libró del dominio que sobre ellos tenía su soberano Pitágoras.
Desgraciadamente, el mismo Eurileon, después de haber acabado con aquel
monarca, se apoderó de Selinunte, donde por algún tiempo reinó como
soberano; motivo por el cual los Selinusios amotinados le quitaron la
vida, sin que le valiese haberse refugiado al ara de Júpiter Agoreo.
XLVII. Iba en la comitiva de Dorieo un ciudadano de Cortona, por
nombre Filipo, hijo de Butacides, y le acompañó asimismo en la muerte.
Después de haber contraído esponsales con una hija de Telis, rey de los
Sibaritas, como no hubiese logrado Filipo casarse con dama tan
principal, fuese de Crotona fugitivo corrido de la repulsa, y se
embarcó para Cirene, de donde en una nave propia y con tripulación
mantenida a su costa salió siguiendo a Dorieo. Había él llegado a ser olimpionica
(vencedor en los juegos olímpicos), tanto que su gentileza y bizarría
obtuvo de los Egestanos lo que ningún otro logró jamás, pues le alzaron
un templo en el lugar de su sepultura, y como a un héroe le hacían
sacrificios.
XLVIII. Tan desgraciado fin tuvo Dorieo, quien si quedándose en
Esparta hubiera sabido obedecer a Cleomenes, llegara a ser rey de
Lacedemonia, donde éste no reinó largo tiempo, muriendo sin sucesión
varonil, y dejando solamente una hija llamada Gorgo.
XLIX. Pero volviendo ya al asunto, Aristágoras el tirano de Mileto
llegó a Esparta, teniendo en ella el mando Cleomenes, a cuya presencia
compareció según cuentan los lacedemonios, llevando en la mano una
tabla de bronce (a manera de mapa) (28),
en que se veía grabado el globo de la tierra, y descritos allí todos
los mares ríos; y entrando a conferenciar con Cleornenes, forma: -«No
tienes que extrañar ahora, oh Cleomenes, el empeño que me tomo en esta
visita que en persona te hago, pues así lo pide sin duda la situación
pública del estado, siendo para nosotros los jonios la mayor infamia y
la pena más sensible, de libres vernos hechos esclavos, no siéndolo
menos, por no decir mucho más, para vosotros el permitirlo, puesto que
tenéis el imperio de la Grecia. Os pedimos, pues, ahora, oh
lacedemonios, así os valgan y amparen los Dioses tutelares de la
Grecia, que nos saquéis de esclavitud a nosotros los jonios, en quienes
no podéis menos de reconocer vuestra misma sangre: porque en primer
lugar os aseguro que para vosotros no puede ser más fácil y hacedera la
empresa, pues que no son aquellos bárbaros hombres de valor, y vosotros
sois en la guerra la tropa más brava del mundo. ¿Queréis ver claramente
lo que afirmo? En las batallas las armas con que pelean son un arco y
un dardo corto, y aun más, entran en combate con largas túnicas y
turbantes en la cabeza. Mira cuán fácil cosa será vencerles. Quiero que
sepas, en segundo lugar, cómo los que habitan aquel continente del Asia
poseen ellos solos más riquezas y conveniencias que los demás de la
tierra juntos, empezando a contar del oro, plata, bronce, trajes y
adornos varios, y siguiendo después por sus ganados y esclavos,
riquezas todas que como de veras las queráis, podéis ya contarlas por
vuestras. Quiero ya declararte la situación y los confines de las
naciones de que hablo. Con estos jonios que ahí ves (esto iba diciendo
mostrando los lugares en aquel globo de la tierra que en la mano tenía,
grabado en una plancha de bronce), con estos jonios confinan los
lidios, pueblos que poseyendo una fertilísima región no saben qué
hacerse de la plata que tienen: con esos lidios, continuaba el geógrafo
Aristágoras, confinan por el Levante los frigios, de quienes puedo
decirte que son los hombres más opulentos en ganados, en granos y en
frutos de cuantos sepa. Pasando adelante, confinan ahí con los frigios
los Capadocios a quienes llamamos Sirios, cuyos vecinos son los
Cílices, pueblos que se extienden hasta las costas del mar, en que cae
la isla de Chipre que ahí ves, los cuales quiero que sepas que
contribuyen al rey con 500 talentos ánuos: confinan con los Cílices
esos Armenios, riquísimos ganaderos con quienes alindan los Matienos,
cuya es esa región. Sígueles inmediatamente esa provincia de la Cisia,
y en ella a las orillas del río Coaspes está situada la capital de
Susa, que es donde el gran rey tiene su corte, y donde están los
tesoros de su erario; y me atrevo a asegurarte que como toméis la
ciudad que ahí ves, bien podéis apostároslas en riquezas con el mismo
Júpiter. ¿No es bueno, Cleomenes, que vosotros los lacedemonios, a fin
de conquistar dos palmos más de tierra, y esa no más que mediana, os
empeñéis así contra los mesinos, que bien os resisten, como contra los
arcades y los argivos, pueblos que no tienen en casa ni oro ni plata,
que son conveniencias y ventajas por cuyo alcance puede uno con razón y
suele morir con las armas en la mano, al paso que pudiendo con
facilidad, sin esfuerzos ni trabajo, haceros dueños desde luego del
Asia entera, no queráis correr tras esta presa sino ir en busca de no
sé qué bagatelas y raterías?»
L. Así terminó Aristágoras su discurso, a quien brevemente respondió
Cleomenes: -«Amigo Milesio, pensará sobre ello: después de tres días,
volverás por la respuesta.» En estos términos quedó por entonces el
negocio. Llega el día aplazado; concurre Aristágoras al lugar destinado
para saber la respuesta, y le pregunta desde luego Cleomenes cuántas
eran las jornadas que había desde las costas de Jonia hasta la corte
misma del rey. Cosa extraña: Aristágoras, aquel hombre por otra parte
tan hábil y que también sabía deslumbrar a Cleomenes, tropezando aquí
en su respuesta, destruyó completamente su pretensión; porque no
debiendo decir de ningún modo lo que realmente había, si quería en
efecto arrastrar al Asia a los espartanos, respondió con todo
francamente que la subida a la corte del rey era viaje de tres meses.
Cuando iba a dar razón de lo que tocante al viaje acababa de decir,
interrúmpele Cleomenes el discurso empezado, y le replica así: -«Pues
yo te mando, amigo Milesio, que antes de ponerse el sol estés ya fuera
de Esparta. No es proyecto el que me propones que deban fácilmente
emprender mis lacedemonios, queriéndomelos apartar de las costas a un
viaje no menos que de tres meses.» Dicho esto, le deja y se retira a su
casa.
LI. Viéndose Aristágoras tan mal despachado y despedido, toma en las
manos en traje de suplicante un ramo de olivo, y refugiándose con él al
hogar mismo de Cleomenes, le ruega por Dios que tenga a bien oirle a
solas, haciendo, retirar de su vista aquella niña que consigo tenía,
pues se hallaba casualmente con Cleomenes su hija Gorgo, de edad de 8 a
9 años, única prole que tenía. Respóndele Cleomenes que bien podía
hablar sin detenerse por la niña de cuanto quisiera decirle. Al primer
envite ofrécele, pues, Aristágoras hasta 10 talentos, si consentía en
hacerle la gracia que le pidiera: rehúsalos Cleomenes, y él, subiendo
siempre de punto la promesa, llega a ofrecerle hasta 50 talentos.
Entonces fue cuando la misma niña que lo oía: -«Padre, le dijo, ese
forastero, si no le dejáis presto, yéndoos de su presencia, logrará al
cabo sobornaros por dinero.» Cayéndole en gracia a Cleomenes la simple
prevención de la niña, se retiró de su presencia pasando a otro
aposento. Precisado con esto Aristágoras a salir de Esparta, no tuvo
lugar de hablarle otra vez para darle razón del largo camino que había
hasta la corte del rey.
LII. Voy a explicar lo que hay en realidad acerca de dicho viaje.
Por toda aquella carrera, caminando siempre por lugares poblados y
seguros, hay de orden del rey distribuidas postas y bellos paradores;
las postas para correr la Lidia y la Frigia son veinte, y con ellas se
corren noventa y cuatro parasangas y media. Al salir de la Frigia se
encuentra el río Halis, que tiene allí sus puertas, y en ellas hay una
numerosa guarnición de soldados, siendo preciso que transite por allí
el que quiera pasar aquel río. Entrado ya en Capadocia, el que la
quisiere atravesar toda hasta ponerse en los confines de la Cilicia,
hallará veintiocho postas y correrá con ella ciento cuatro parasangas.
En las fronteras de Cilicia se pasa por dos diferentes puertas y por
dos cuerpos de guardia en ellas apostados. Saliendo de estos estrechos
de Capadocia y caminando ya por la misma Cilicia, hay tres postas que
hacer y quince parasangas y media que pasar. El término entre Cilicia y
Armenia es un río llamado Eufrates, que se pasa con barca. Encuéntranse
en Armenia quince mesones con sus quince postas, con las cuales se
hacen de camino cincuenta y seis parasangas y media. Cuatro son los
ríos que por necesidad han de pasarse con barca, recorriendo la
Armenia: el primero es el Tigris propiamente dicho; el segundo y
tercero llevan también el nombre de Tigris, no siendo unos mismos con
el primero, ni saliendo de un mismo sitio, pues el primer Tigris baja
de la Armenia, al paso que los otros dos que se hallan después de él
bajan de los Matienos; el cuarto río, que lleva el nombre de Gindes, es
el mismo que sangró Giro en 370 canales (29).
Dejando la Armenia, hay en la provincia Matiena, donde se entra
inmediatamente, cuatro postas que correr. Pasando de esta a la región
Cisia, se encuentran en ella once postas, y se corren cuarenta y dos
parasangas y media, hasta que por fin se llega al río Coaspes, que se
pasa con barca, y en cuyas orillas está edificada la ciudad de Susa. En
suma, suben a ciento once todas las postas, a las que corresponden
otros tantos mesones y paradores al viajar de Sardes a Susa (30).
LIII. Ahora, pues, si se tomaron bien las medidas de dicha carrera o
camino real, contando por parasangas y dando a cada una treinta
estadios, que son los que realmente contiene, se hallará que hay
cuatrocientos cincuenta parasangas, y en ellas trece mil quinientos
estadios, yendo de Sardes hacia los palacios Memnonios, que así llaman
a Susa, de donde haciendo uno por día el camino de ciento cincuenta
estadios, se ve que deben contarse para aquel viaje noventa días
acbales.
LIV. Así que muy bien dijo Aristágoras el Milesio en la respuesta
dada al lacedemonio Cleomenes, que era de tres meses el viaje para
subir a la corte del rey. Mas por si acaso desea alguno una cuenta aun
más precisa y exacta, voy a satisfacer luego a su curiosidad: añádame
éste, como debe sin falta añadir a la cuenta de arriba, el viaje que
hay que hacer desde Éfeso hasta Sardes; digo, pues, ahora que desde el
mar de la Grecia Asiática, o desde las costas de Éfeso, hay catorce mil
cuarenta estadios hasta la misma Susa, o llámese ciudad Memnonia,
siendo quinientos cuarenta estadios los que realmente se cuentan de
Éfeso a Sardes, y con estos alargaremos tres días más el citado viaje
de tres meses.
LV. Volvamos a Aristágoras, que saliendo de Esparta aquel mismo día,
tomó el camino para Atenas, ciudad libre ya entonces, habiendo sacudido
el yugo de sus tiranos del modo siguiente: Aristogitón y Harmodio, dos
ciudadanos descendientes de una familia Gerifea, habían dado muerte a
Hiparco, hijo de Pisístrato y hermano del tirano Hipias, el cual entre
sueños había tenido una clarísima visión del desastre que le esperaba.
Después de tal muerte sufrieron los atenienses por espacio de cuatro
años el yugo de la tiranía, no menos que antes, o por decir mejor,
sufrieron mucho más que nunca.
LVI. He aquí cómo pasó lo que empecé a decir de la visión que tuvo
Hiparco entre sueños. Parecíale en la víspera misma de las fiestas
Panateneas, que poniéndosele cerca un hombre alto y bien parecido, le
decía estas enigmáticas palabras: -«Sufre, leon, un azar insufrible; súfrelo mal que te pese; nadie haga tal, o nadie deje de pagarlo.»
No bien amaneció al otro día, cuando Hiparco consultó públicamente con
los intérpretes de sueños su nocturno visión; pero sin cuidarse de
conjurarla desde luego, fuese a la procesión de aquella fiesta y en
ella pereció.
LVII. Acerca de los gerifeos, de cuya ralea fueron los, asesinos de
Hiparco, dicen ellos mismos tener de Eritrea su origen y alcurnia,
pero, según averigüé por mis informes, no son sino fenicios de
prosapia, descendientes de los que en compañía de Cadmo vinieron al
país que llamamos al presente Beocia, donde fijaron su asiento y
habitación, habiéndoles cabido en suerte la comarca de Tanagra (31).
Echados los Cadmeos de dicho país por los argivos, fueron después los
gerifeos arrojados del suyo por los beocios, y con esto se refugiaron
al territorio de los atenienses, los cuales concediéronles
naturalización entre sus ciudadanos, si bien con algunos pactos y
condiciones, intimándoles que se abstuviesen de ciertas cosas, que no
eran pocas, pero que no merecen la pena de ser referidas.
LVIII. Ya que hice mención de los fenicios venidos en compañía de
Cadmo, de quienes descendían dichos gerifeos, añado que entre otras
muchas artes que enseñaron a los griegos establecidos ya en su país,
una fue la de leer y escribir, pues antes de su venida, a mi juicio, ni
aun las figuras de las letras corrían entre los griegos (32).
Eran éstas, en efecto, al principio las mismas que usan todos los
fenicios, aunque andando el tiempo, según los Cadmeos fueron mudando de
lenguaje, mudaron también la forma de sus caracteres. Los jonios,
pueblo griego, eran comarcanos por muchos puntos en aquella sazón con
los Cadmeos, de cuyas letras, que habían aprendido de estos fenicios,
se servían, bien que mudando la formación de algunas pocas, y según
pedía toda buena razón, al usar de tales letras las llamaban letras
fenicias, como introducidas en la Grecia por los fenicios. A los biblos
(o libros de papel) los llamaba asimismo los jonios anticuadamente difteras
(o pergaminos), porque allá en tiempos antiguos, por ser raro el biblo
o papel, se valían de pergaminos de pieles de cabra y de oveja, y aun
en el día son muchas las naciones bárbaras que se sirven de difteras.
LIX. Yo mismo vi por mis propios ojos en Tebas de Beocia, en el
templo de Apolo el Ismenio, unas letras, cadmeas grabadas en unas
trípodes y muy parecidas a las letras jonias: una de las trípodes
contiene esta inscripción: -«Aquí me colocó Anfitrión, vencedor de los Teloboas.» La dedicación de ella sería hacia los tiempos de Layo, hijo de Lábdaco, nieto de Polidoro y biznieto de Cadmo.
LX. Otra de las mencionadas trípodes dice así en verso hexámetro: -«A ti, sagitario Febo, me consagró Scéo, luchador victorioso por lucidísima joya.» Debió de ser dicho Scéo el hijo de Hipócrates (33),
a no ser que hiciese tal ofrenda algún otro del mismo nombre de Scéo,
hijo de Hipócrates, que vivía en tiempo de Edipo, hijo de Layo.
LXI. He aquí lo que dice otra tercera trípode, también en verso hexámetro: -«reinando solo Laodamante, regaló al Dios Apolo, certero en sus tiros, esta trípode, linda presea.»
En tiempo de este Laodamante, hijo de Eteocles, que mandaba solo entre
los Cadmeos, fue cabalmente cuando éstos, echados de su patria por los
argivos, se refugiaron a los pueblos llamados Euqueleas (34),
si bien quedando por entonces los gerifeos en su país, sólo algún
tiempo después fueron obligados por los beocios a retirarse a Atenas.
Tienen los gerifeos construidos en Atenas templos particulares en que
nada comunican con ellos los demás atenienses, siendo santuarios de
ritos separados, de los cuales es uno el templo de Céres Acaica con sus
orgías o misterios propios.
LXII. Hasta aquí llevo dicho cuál fue la visión que tuvo Hiparco
entre sueños, y de dónde los gerifeos, de cuya raza fueron los
matadores de Hiparco, eran oriundos en lo antiguo. Ahora será bien
volver a tomar ya el hilo de la narración comenzada, y acabar de
declarar lo que decía sobre el modo con que se libraron por fin los
atenienses del yugo de sus tiranos. Sucedió, pues, que siendo Hipias
tirano en Atenas, y estando muy irritado contra aquel pueblo a causa
del asesinato cometido en Hiparco su hermano, procuraban en tanto con
todas veras y por todos los medios posibles volver a su patria los
Alcmeónidas, familia de Atenas echada de allí por los hijos de
Pisístrato, y lo mismo procuraban con ellos otros desterrados. Viendo
los Alcmeónidas cuán mal les había salido la tentativa, a fin de volver
a la patria y procurar la libertad de Atenas, fortificados en un lugar
llamado Lipsidrio, sobre el monte Parnetes, no dejaban piedra por mover
para dañar a los Pisistrátidas. En tal estado, concertándose con los
anfictiones, tomaron a su cargo levantar el templo que al presente hay
en Delfos y que entonces no existía: siendo, pues, hombres opulentos y
de una familia de tiempo atrás muy ilustre, hicieron el templo mucho
más bello y lucido de lo que requería ajustado al modelo, así en las
partes de la fábrica, como en el frontispicio singularmente, pues
estando en la contrata que el templo debería ser de mármol Porino,
hicieron la fachada de mármol pario.
LXIII. Estando, pues, de asiento en Delfos estos hombres, según
cuentan los mismos atenienses, obtuvieron de la Pitia, sobornada a
fuerza de dinero (35), que
siempre que vinieran los espartanos a consultar el oráculo, ya fuera
privada, ya pública la consulta, les diera por respuesta que la
voluntad de los dioses era que libertasen a Atenas. Viendo los
lacedemonios cómo siempre se les inculcaba aquel recuerdo de parte del
oráculo, enviaron por fin al frente de un ejército a uno de los
principales personajes de su ciudad, llamado Anquimolio, hijo de
Astero, y le dieron orden de que echase de Atenas a los hijos de
Pisístrato, aunque fueran éstos sus mayores amigos y aliados, teniendo
más cuenta con la voluntad de Dios que con la amistad de los hombres.
Enviado por mar con su escuadra dicho general, y dando fondo en Falero,
desembarcó allí sus tropas. Informados a tiempo los Pisistrátidas de la
expedición contra ellos prevenida, llamaron las tropas auxiliares de la
Tesalia, con las cuales tenían contraída alianza. Implorados los
tésalos, enviaron allá de común acuerdo del estado mil caballos
conducidos por su rey Cineas, que era de patria Cónieo (36).
Recibido, pues, dicho socorro, tomaron los Pisistrátidas el expediente
de arrasar cuantos árboles había en las llanuras de los Falereos, con
la mira de dejar aquel campo libre y expedito para que pudiese obrar en
él la caballería, la cual, en efecto, habiendo embestido después por
aquel paraje y dejándose caer sobre el campo del enemigo, entre otros
estragos que hizo en los lacedemonios fue muy considerable el dar
muerte al general de éstos, Anquimolio, obligando juntamente al resto
de la armada a refugiarse en sus naves; y con esto hubo de retirarse de
Atenas la primera armada enviada allá por los lacedemonios. El sepulcro
de Anquimolio se ve al presente en Alopecas, uno de los pueblos del
Ática, cerca del Heraclio (o templo de Hércules), situado en Cinosartes.
LXIV. De resultas de este destrozo enviaron los lacedemonios contra
Atenas segunda armada, más numerosa que la primera, conducida por su
rey Cleomenes, hijo de Anaxandrides, embistiendo a los enemigos no por
mar como antes, sino por tierra. Fue entonces también la caballería
tésala la primera en trabar el choque con los lacedemonios, apenas
entrados en el Ática; pero sin hacerles mucha resistencia volvió luego
las espaldas, y dejando caídos en el campo a más de cuarenta de los
suyos, volvieron los demás en derechura a Tesalia. Llevando consigo
Cleomenes a los atenienses que se declaraban por la libertad de la
república, y llegándose a la ciudad de Atenas, empezó a sitiar a los
tiranos, que se habían retirado al fuerte Pelásgico.
LXV. No era natural que fueran los Pisistrátidas en aquella sazón
echados de la patria por los lacedemonios, así porque éstos no llevaban
ánimo por su parte de emprender un largo sitio, como por hallarse
aquellos por la suya bien apercibidos de víveres para resistirlo; antes
era sin duda lo más probable, que después de unos pocos días de asedio
partieran otra vez hacia Esparta: entonces cierto caso ocasionó la
ruina a los sitiados y dio justamente a los sitiadores la victoria,
porque quiso la fortuna que los tiernos hijos de los Pisistrátidas, al
tiempo de ser llevados fuera del país para su resguardo y seguridad,
diesen en manos de los enemigos. Este acaso de tal manera desconcertó
las miras de los sitiados y abatió sus bríos, que vinieron en ajustar
el rescate y libertad de sus hijos con las condiciones que quisieron
imponerles los atenienses, las cuales fueron que dentro del término de
cinco días salieran del Ática los sitiados. Habiendo, pues, reinado en
Atenas por espacio de 36 años, salieron de ella y se retiraron a Sigeo,
ciudad situada sobre el río Escamandro. Eran los Pisistrátidas oriundos
de Pilo y descendientes de los Nélidas, de quienes vinieron asimismo
Codro y Melanto, primeros reyes extranjeros que hubo en Atenas (37):
de suerte que el motivo de que Hipócrates pensase en poner a su hijo el
nombre de Pisístrato fue la memoria de que se llamó Pisístrato el hijo
de Néstor, queriendo que del mismo modo se llamase también el suyo. En
suma, del modo referido se vieron libres los atenienses de la tiranía;
pero quiero añadir cuanto este pueblo, puesto ya en libertad, hizo o
padeció digno de la historia, antes que la Jonia se sublevase contra
Darío y viniera con esta ocasión a Atenas Aristágoras el milesio para
pedirles ayuda y socorro.
LXVI. Después que Atenas, ciudad ya de antes muy grande, arrojó de
sí a sus tiranos, vino a hacerse mucho mayor. Dos eran en ella los
jefes y partidarios que más poder y mando tenían: uno Clisternes, de la
familia de los Alcmeónidas, de quien dice la fama que supo sobornar a
la Pitia; el otro Iságoras, hijo de Tisandro, sujeto de una casa
verdaderamente ilustre, aunque ignoro de qué raza saliesen sus
antepasados: sé únicamente que suelen los de su parentela sacrificar a
Júpiter el cario, de quien son muy devotos (38).
Estos dos eran, pues, los caudillos de dos facciones en la república.
Hallábase Clístenes abatido; mas habiendo sabido ganarse después a la
plebe, logró formar diez philas (o tribus) de cuatro que sólo había primero en todo el estado. Quitó, pues, los nombres que tenían antes las cuatro philas tomadas da los hijos de Yon, que eran antes los de los Geleontas, de los Egíconis, de los Ergadas y de los Opletes (39), y en lugar de ellos introdujo los nombres de otros héroes patrios con que distinguir sus nuevas philas, a excepción de Eanté solo, cuyo nombre añadió a los demás por haber sido vecino y aliado de los atenienses.
LXVII. Mucho habría de engañarme sino quiso nuestro Clístenes imitar
en esta parte a su abuelo materno Clístenes, que había sido señor de
Sición (40). Después de
haber guerreado con los argivos, el viejo Clístenes procuró dos cosas
en descrédito de sus enemigos, una quitar de Sición un certamen que
hacían en ella los rapsodas (41)
recitando los versos de Homero, a causa de ser en tales versos los
argivos los que se llevaban entre todos la palma de los elogios del
poeta; la otra ver cómo podría acabar al fin con el culto que daban los
sicionios a Adrasto, hijo de Talao, cuyo templo tenían levantado en su
misma plaza por ser argivo. Consultó, pues, en un viaje que hizo a
Delfos, -«si sería razón echar a Adrasto de la ciudad;»- pero tuvo la mortificación de oír de boca de la Pitia esta respuesta en tono de oráculo: -«Que Adrasto había sido rey de los sicionios y él era el verdugo de ellos.»
Viendo que no condescendía Apolo con su pretensión, vuelto de su
romería empezó a discurrir de qué medio se valdría para lograr que el
héroe Adrasto se fuese por sí mismo de la ciudad. Después que la
pareció haber dado ya con un buen arbitrio para salir con su intento,
dirige enviados a Tebas de Beocia, y manda decir a aquellos ciudadanos,
que su deseo sería poder restituir a Sición al hijo de Acasto, llamado
Menalipo. Obtiene tal gracia de los tebanos (42),
y habiendo restituido a Menalipo erigió para él un templo en el mismo
Pritaneo, y fijó allí su estancia en un sitio muy fortificado. El
motivo que tenía Clístenes para restituir a Menalipo, puesto que es
preciso que aquí se declare, no era otro que el haber sido éste el
mayor enemigo de Adrasto, a cuyo hermano Mecistes y a su yerno Tides
había dado la muerte. Luego que tuvo edificado su nuevo templo, quitó
Clístenes los sacrificios y fiestas que solían hacerse a Adrasto y los
apropió a Menalipo. Era antes realmente grande la solemnidad y culto
con que solían los sicionios venerar a Adrasto, movidos a ello por
saber que su región en lo antiguo había sido de Polibo, de cuya hija
habiendo nacido Adrasto, fue declarado heredero del reino, por haber
muerto Polibo sin sucesión varonil. Entre otras honras que tributaban a
Adrasto los de Sición, una era la representación de sus desgracias en
unos coros o danzas trágicas (43),
de modo que sin tener coros consagrados a Baco festejaban ya con ellos
a su Adrasto: manda, pues, Clístenes que se conviertan aquellos coros
en cantos de Baco, y lo demás de la fiesta y de los sacrificios en
honra de Menalipo, en lo cual vinieron a parar todas las maquinaciones
de Clístenes contra Adrasto.
LXVIII. Hizo aun más contra los argivos. Mantenían los sicionios en sus philas los mismos nombres que tenían los argivos en las suyas: muda, pues, Clístenes el nombre a las philas sicionias, de suerte que las puso muy en ridículo; porque sacando aparte a los de su misma phila, a quienes dando un nombre tomado de la voz Arque (principado) llamó arquelaos (príncipes del pueblo), dio a las otras philas nombres sacados de las palabras His (puerco) y Onos (asno), añadiéndoles únicamente la terminación derivada, de modo que a los unos llamó los Hiatas, a otros los Oneatas, y a los restantes los Eoireatas (porquerizos), nombres que los buenos sicionios mantuvieron en sus philas,
no sólo en el reinado de Clístenes, pero aun unos 60 años después de su
muerte, hasta tanto que volvieron en si, y trocando tales apodos, se
llamaron los Hileas, los Panfilos, los Dimanatas, y los de la cuarta phila, tomando el nombre de Egialeo, hijo de Adrasto, hicieron llamarse los Egialeas (44).
LXIX. Como Clístenes el sicionio hubiese, pues, introducido esta novedad en las philas,
Clístenes el ateniense, que siendo por su madre nieto del sicionio
llevaba su mismo nombre, a lo que se me alcanza, quiso imitar en este
punto a su abuelo y tocayo, haciendo en descrédito y mengua de los
jonios que las philas de Atenas no retuviesen un nombre común con el de las suyas (45). Atraído, pues, a su bando todo el vulgo de los atenienses, que antes le era muy contrario, aumentó el número de las philas trocándoles a todas el nombre; así que en lugar de cuatro que antes eran los philarcas (jefes de las tribus), instituyó diez, y a más de esto en cada phila señaló diez demos (46) (o distritos). De donde resultó que su partido, habiéndose ganado así al pueblo bajo, fuera muy superior al de sus contrarios.
LXX. Pero Iságoras, su rival político, viéndose inferior a Clístenes
supo urdirla una buena. Acudió, pues, a la protección de Cleomenes, su
antiguo huésped, y amigo ya desde el tiempo del sitio que éste puso
contra los hijos de Pisístrato: ni faltaban malignos que decían de
Cleomenes haber sido buen compadre de Iságoras, a cuya mujer solía
visitar a menudo. Cleomenes, por medio de un heraldo que destinó a
Atenas, intimó a Clístenes que en compañía de otros muchos atenienses
salieran de la ciudad, por ser así él como los demás que nombraba unos enageas
(o malditos y excomulgados), color que daba a su edicto por insinuación
de Iságoras, pues los Alcmeónidas con los de su facción eran mirados en
Atenas corno reos de cierta muerte sacrílega, de la cual no habían sido
cómplices Iságoras ni su bando.
LXXI. La acción por la que merecieron los Alcmeónidas la nota de
malditos fue la siguiente: Había entre los atenienses un tal Cilon,
famoso vencedor en los juegos olímpicos, convencido de haber procurado
levantarse, con la tiranía de Atenas, pues, habiendo reunido una
facción de hombres de su misma edad, intentó apoderarse del alcázar de
la ciudad. Pero como le hubiese salido mal la tentativa, refugióse
Cilon a sagrado, cerca de la estatua de Minerva. Los privasen de los
Naucranos (los presidentes de los magistrados) que a la sazón mandaban
en Atenas, sacaron de aquel asilo a los refugiados bajo la fe pública
de que no se les daría muerte: mas no obstante esta promesa se les hizo
morir, de cuyo atentado se culpaba a los Alcmeónidas (47). Este caso era antiguo y anterior a la época de Pisístrato.
LXXII. No contento Cleomenes con haber mandado echar de Atenas a
Clístenes y a los demás proscritos, por más que éstos se hubiesen ya
ausentado, se presentó allá en persona con un pequeño cuerpo de tropas.
Llegado a Atenas, exterminó luego de ella a 700 familias atenienses,
las que Iságoras le fue sugiriendo: después de este primer paso
emprendió abolir el Senado, y dar el mando y magistraturas a 300
sujetos partidarios todos de Iságoras. Amotinado de resultas de esta
violencia el Senado y no queriendo estar a las órdenes de Cleomenes,
ayudado esto por Iságoras y por los de su partido apoderóse de la
ciudadela, donde los atenienses de la facción contraria, habiéndole
tenido sitiado por espacio de dos días, capitulando el tercero,
convinieron en que los lacedemonios todos de la ciudadela salieran de
allí bajo la fe pública del salvo conducto. Cumplióse a Cleomenes en
esta salida el agüero que voy a referir: luego que subió al alcázar con
ánimo de apoderarse de él, se fue en derechura al mismo camarín de la
diosa (Minerva), como para visitarla pía y religiosamente. Al punto
mismo que lo ve la sacerdotisa, levantada de su asiento, y antes que
pasara el umbral del santuario, con tono fatídico: «Vuélvete atrás, le
dice, lacedemonio forastero, vuélvete: ni pretendas entrar en este
sagrario, donde no es lícito que entren los dorios.» «Pues sábete,
mujer, le responde Cleomenes, que yo no soy dorio sino aqueo (48).»
De suerte que, por no haber contado entonces con aquella mal augurada
palabra «vuélvete atrás», tuvo después Cleomenes que dar la vuelta
desgraciadamente con sus lacedemonios. A los demás de la ciudadela
puestos luego en prisión, los condenaron a muerte los atenienses, y
entre ellos a un ciudadano de Delfos llamado Timesites, de cuyo talento
y primor en varias obras de manos habría muchísimo que decir. Todos
murieron en la cárcel.
LIXIII. Llamados a su patria después de tales turbulencias Clístenes
y las 700 familias perseguidas por Cleomenes, despacharon los
atenienses sus embajadores a Sardes con la mira de hacer un tratado de
alianza con los persas, previendo claramente la guerra que de parte de
Cleomenes y de sus lacedemonios les amenazaba. Llegados, pues, a Sardes
los diputados, y habiendo declarado la comisión de que venían
encargados, preguntó el virrey de ella, Artafernes, hijo de Hitaspes,
quiénes eran aquellos hombres que pretendían ser aliados del rey y en
qué parte moraban. Habiendo los embajadores satisfecho a la pregunta,
respondióles el virrey, en suma, que concluiría con los atenienses el
tratado de alianza que se le pedía, con tal que, quisieran darse a
discreción al rey Darío, entregándole tierra y agua; pero que si no
querían hacerlo les mandaba partir de allí. Tomando entonces acuerdo
entre sí los embajadores sobre la respuesta, llevados del deseo de
aquella alianza, le respondieron que se entregaban a Darío, motivo por
el que a su regreso a la patria fueron mal vistos y murmurados.
LXXIV. En tanto que esto pasaba, sabiendo Cleomenes que los
atenienses iban haciéndole por obra y de palabra todo el daño que
podían, mandó juntar las milicias del Peloponeso entero, sin decir a
qué fin las juntaba, el cual no era otro en realidad que el deseo de
vengarse del pueblo de Atenas, dándole por señor a Iságoras que en su
compañía había salido de la ciudadela. En efecto, a un mismo tiempo
embistió Cleomenes a Eleusina con un ejército numeroso (49),
y los beocios de concierto con él tomaron a los últimos pueblos del
Ática, que eran Enoa e Hisias, y los calcedones iban por otro lado
talando el país de los de Atenas. Estos, si bien no sabían dónde acudir
primero, salieron con todo armados contra los peloponesios que se
hallaban en Eleusina, dejando para después la venganza de los beocios y
calcidenses.
LXXV. Estaban a la vista los dos ejércitos prontos ya piara venir a
las manos, cuando los corintios, que habían conocido la injusticia de
aquella guerra, fueron los primeros que, mudando de parecer, comenzaron
a dar la vuelta hacia su patria (50);
después de ellos retiróse también el rey de los lacedemonios que
conducía el ejército, Demarato, hijo de Aristón, por más que antes
nunca hubiese sido de parecer contrario al de Cleomenes, y siendo así
que hasta entonces solían los dos reyes juntos salir al frente de sus
tropas: con esta ocasión y por dicha discordia hízose en Esparta una
ley de que al salir el ejército nunca marchasen con él entrambos reyes,
sino que exonerado uno de ellos de ir a campaña, se quedase en Esparta
con uno también de los Tindaridas (51),
pues antes ambos Tindaridas, como patronos y dioses tutelares de sus
reyes, iban siguiéndoles en el ejército. El éxito de la campaña fue,
que viendo los aliados que no venían los dos reyes de Lacedemonia y que
los corintios habían ya desamparado el puesto, empezaron a desertar.
LXXVI. Era la cuarta vez que los dorios armados entraban en el
Ática, pues dos veces fueron allá como enemigos, y dos como amigos en
bien de la república de Atenas; pudiéndose contar con razón por la
primera jornada hacia esta ciudad la expedición que hicieron los dorios
cuando condujeron a Megara una colonia en tiempo que Codro reinaba en
Atenas. La segunda, y la tercera fue cuando con el designio de echar a
los hijos de Pisístrato pasaron allá desde Esparta con gente armada; la
cuarta es la que acabo de referir, cuando con las tropas del Peloponeso
se dejó caer Cleomenes sobre Eleusina. Bien afirmé, por tanto, que
entonces por cuarta vez acometían los dorios a Atenas.
LXXVII. Desbaratado y deshecho tal ejército, sin haber obtenido
resultado importante contra los atenienses, con ánimo de vengarse de
sus enemigos, llevaron desde luego las armas contra los calcidenses, en
cuya ayuda y defensa habían ya los beocios salido hacia el Euripo (52).
Ven los atenienses a los beocios puestos en armas y resuelven
acometerles antes que a los calcidenses; y fue tal el ímpetu con que
cargaron sobre ellos, que logrando una completa victoria, además de los
muchos enemigos que dejaron tendidos en el campo, hicieron 700
prisioneros. Victoriosos, pasan a Eubea aquel mismo día, y dada una
segunda batalla, segunda vez triunfan de sus enemigos. Fruto de esta
victoria fue dejar en Eubea 4.000 colonos atenienses, repartiendo entro
estos las suertes y heredados de los Hipobotas de Cálcide; y los que
entre los calcidenses se llamaban con este nombre, que equivale al de
caballeros, venían a ser los ciudadanos más ricos y opulentos. Por lo
que mira a los prisioneros de guerra, así los de Cálcide como los de
Beocia, aunque luego de presos los tuvieron aherrojados, algún tiempo
después los soltaron, recibiendo en rescate dos minas por cabeza. No
obstante, suspendieron los cautivos en la ciudadela los grillos en que
les habían tenido, y aun hoy día se ven colgados en aquellas paredes
chamuscadas después por el medo, enfrente del camarín, por la parte que
mira a Poniente. De la décima de dicho rescate, dedicada en el templo,
hicieron una cuadriga de bronce, que al entrar en los portales de la fuerza se deja ver luego hacia mano izquierda con este epígrafe: «La
gente de Cálcide con la gente de Beocia, presa por mano ática con
belicoso brío, paga su merecido en calabozo y en férreas cadenas: de su
diezmo logra Palas este carro.»
LXXVIII. Iban por fin los atenienses libres creciendo en poder de
cada día, pues cosa probada es, no una sino mil veces, por experiencia,
que el estado por sí más próspero y conveniente es aquel en que reina
la isegoría o derecho y justicia igual para todos los ciudadanos. Vióse
bien esto en los atenienses, que no siendo antes, cuando vivían bajo el
yugo de un señor, superiores en las armas a ninguna de las naciones,
sus vecinas, apenas se vieron libres e independientes en un gobierno
republicano, que se mostraron los más bravos y sobresalientes de todos
en sus negocios y empresas de guerra. De donde aparece bien claro que
cuando trabajaban avasallados en pro de un señor despótico, huían de
propósito el hombro a la carga, y que viéndose una vez libres y señores
mismos, se esforzaban todos, cada cual por su parte, en acrecentar sus
intereses y ventajas propias: en una palabra, no podían portarse mejor
de lo que lo hacían.
LXXIX. Pero los tebanos, después de aquella pérdida, deseosos de
volver el daño a los atenienses y de tomar de ellos venganza, enviaron
consulta al dios Apolo, a la cual respondióles la Pitia «que no
pensasen poder por sí solos tomarse la satisfacción que deseaban, sino
que les encargaba que, consultando primero el asunto con Polifemo (53),
pidiesen ayuda a los más vecinos.» Luego que los tebanos, a cuya
asamblea los consultantes, vueltos ya de Delfos, daban razón de la
citada respuesta, oyeron que era menester acudir a los más vecinos, se
pusieron a discurrir de este modo: «Pues si ello es así, siendo
nuestros más inmediatos vecinos los tenagreos, coroneos y tespienses,
pueblos siempre hechos a seguir nuestras banderas y prontos a ser
nuestros compañeros de armas, ¿a qué viene la prevención del oráculo de
que les pidamos su asistencia y ayuda? ¿Quizá no será esto sino otra
cosa la que quiere significar el oráculo?»
LXXX. Detenidos en su junta entre tales dudas y razones, uno que las
oye, salta con este discurso: «Pues ahora me parece haber dado con el
sentido de nuestro oráculo. Tengo entendido que fueron dos las hijas de
Asopo, Teva y Egina (54);
paréceme, pues, que habiendo sido hermanas las dos, nos querrá decir
Apolo en su respuesta, que acudamos los tebanos a los eginetas,
pidiendo que quieran ser nuestros vengadores.» Al punto los tebanos de
la junta, a quienes pareció que no cabía interpretación más adecuada
del oráculo, enviaron a los eginetas unos diputados que les pidieran su
asistencia, convidándoles a la presa de orden del oráculo, pues que
ellos eran sus más cercanos parientes. La respuesta que a los enviados
dieron los eginetas, fue que los Eácidas irían allá en compañía de
ellos.
LXXXI. Con el socorro de dichos Eácidas anímanse los tebanos a
probar fortuna en la guerra; pero viéndose de nuevo mal parados en ella
por los atenienses, envían otra vez diputados a Egina, que restituyendo
a los eginetas sus Eácidas, en vez de ellos les pedían soldados.
Implorados segunda vez los eginetas, llenos en parte de sí mismos y
engreídos con su opulencia, y en parte no olvidados de su antiguo
rencor contra los de Atenas, se resuelven a hacerles la guerra antes de
declararla; y, en efecto, estando las tropas atenienses ocupadas contra
los beocios, pasando de repente los eginetas al Ática en sus galeras,
saquearon a Falero y a muchos otros pueblos de las costas, causando
mucho perjuicio a los atenienses.
LXXXII. Bien será que diga ahora de qué principio nació la
inveterada enemistad a que acabo de aludir entre atenienses y eginetas.
Sucedió, pues, que negándose la campiña de los epidaurios a producir
fruto y cosecha alguna, consultaran estos al oráculo de Delfos acerca
de aquella calamidad y desventura. Respondió la Pitia a la consulta que
como erigiesen dos estatuas nuevas, una a Damia y otra a Auxesia (55),
verían presto mejorar sus negocios. Instaron los epidaurios si sería
bien hacerlas de bronce o de mármol: -«Ni de bronce ni de mármol, dijo
la Pitia, sino de dulce olivo.» De resultas de este oráculo pidieron
los epidaurios a los atenienses que les permitieran cortar en su tierra
algunos olivos, persuadidos de que los olivos del Ática eran los más
divinos y prodigiosos de todos, y aun se añade que en aquella época
solo en Atenas y en ningún otro paraje se encontraban olivos. Vinieron
gustosos los atenienses en conceder el permiso que se les pedía, pero
con la condición de que ellos se obligasen a hacer todos los años sus
ofrendas a Minerva la Políada (56),
y asimismo a Erecteo. Obligáronse a ello los epidaurios, lograron lo
que pedían, hicieron los ídolos de olivo, y dedicados ya, volvió a dar
fruto su campiña, y prosiguieron ellos en cumplir a los atenienses lo
ofrecido.
LXXXIII. En el tiempo de que voy hablando obedecían todavía, como
solían antes, los de Egina a los epidaurios, así en todo lo político
como en la jurisdicción de los tribunales; de suerte que los eginetas
acudían al foro de Epidauro en sus pleitos y acciones para pedir y
responder en justicia. Pero desde aquella época (57),
viéndose los eginetas con gran número de naves, fueron levantándose a
mayores, y negando sin razón alguna la obediencia a los epidaurios,
empezaron a hacerles cuanto mal cabía como a sus mayores enemigos; y
siéndoles superiores en la marina, sucedió que pudieron robar a los
epidaurios aquellos ídolos de Damia y de Auxesia, los cuales,
transportados a la isla, fueron colocados en medio de ella en un lugar
llamado Ea, que viene a distar como veinte estadios de la misma ciudad
de Egina. En este sitio, puestas las dos diosas epidaurias, íbanles
haciendo sacrificios los de Egina y festejándolas con unos coros
satíricos o danzas libres de mujeres, nombrando para cada una de las
diosas diez prefectos que corrieran con el gasto de la fiesta. Era uso
de dichas danzas y como ceremonia religiosa, practicada antes por los
de Epidauro, decir a las mujeres del país mil insolencias y baldones,
aunque sin meterse con los hombres. Usaban también sacrificios ocultos.
LXXXIV. Una vez robadas dichas estatuas, como cesasen los epidaurios
de hacer las ofrendas que antes solían a los de Atenas, enviáronles
éstos por aquella falta a dar quejas mezcladas con amenazas. Probaron
los epidaurios con buenas razones que ninguna injusticia les hacían en
aquello; que en tanto que habían tenido en casa a las diosas, habían
sido puntuales en cumplirles lo prometido; que después de habérselas
quitado con violencia, no les parecía puesto en razón continuar en
aquel antiguo tributo, y que lo exigiesen de los eginetas, pues que
estos al presente poseían aquellas. Oído tan justo descargo, enviaron
los atenienses a Egina unos diputados que pidiesen dichas estatuas, a
los cuales respondieron los de Egina que nada tenían que ver ni hacer
con los de Atenas.
LXXXV. Lo que pasó después de esta solemne declaración lo refieren
así los atenienses, diciendo que de parte de la república pasaron a
Egina en una galera algunos de sus ciudadanos, quienes saltando en
tierra y echándose sobre las estatuas, cuya madera miraban como cosa
propia, procuraban ver cómo las moverían de sus pedestales; y no
pudiendo salir con su maniobra, con unas sogas atadas alrededor de las
diosas, las iban arrastrando. Estando en aquella fatiga, oyóse de
repente un trueno, y al trueno siguió un terremoto. Aturdidos con el
nuevo portento los marineros que arrastraban a sus diosas, y saliendo
de repente fuera de sí, empezaron entre ellos mismos, como si fueran
enemigos mortales, una desaforada matanza, cuyo estrago pasó tan allá
que no quedó de todos sino uno que volviese a pasar al Falero.
LXXXVI. Así refieren esta historia los de Atenas; mas no dicen los
eginetas que fueran allá en una sola nave los atenienses, pues que a
una, y a algunas más, bien hubieran ellos resistido aun en el caso de
no tener naves propias sino que los enemigos, con una buena armada,
hicieron un desembarco en Egina, cediéndoles por entonces la entrada
los del país sin exponerse a una batalla naval; bien que ni los
eginetas mismos saben asegurar si el motivo de cederles el paso sería
por reconocerse inferiores en el mar, o con la pretensión de poner por
obra lo que después con los invasores ejecutaron. Afirman, empero, que
viendo los atenienses que nadie les presentaba batalla, saliendo de sus
naves se fueron en derechura hacia las estatuas, y no pudiéndolas
arrancar de sus pedestales, atadas al cabo con fuertes maromas,
empezaron a tirar de ellas, no parando, en la maniobra hasta tanto que
las dos estatuas a un tiempo hicieron una misma demostración que ellos
cuentan y que yo jamás creeré por más que la quiera creer alguno.
Cuentan, pues, los eginetas que las dos estatuas se hincaron de
rodillas, postura que han conservado siempre desde entonces. Esto
hacían los atenienses; los de Egina, por su parte, informados de
antemano de que se disponían sus enemigos a venir contra ellos, habían
negociado con los argivos que estuviesen prontos y apercibidos para
irles a socorrer; y, en efecto, a un mismo tiempo desembarcaban los
atenienses en Egina, y los argivos, pasando a la misma isla desde
Epidauro, venían ya sin ser sentidos a dar auxilio a los naturales, y
al llegar se dejaron caer de improviso sobre los atenienses apartados
de sus naves y del todo seguros de aquel encuentro y refuerzo de que ni
la menor sospecha habían antes tenido. En aquel mismo punto, añaden,
acaecieron el trueno y el terremoto.
LXXXVII. Esta es, pues, la historia que nos cuentan argivos y
eginetas, y en un punto convienen con los de Atenas, a saber, que uno
sólo volvió salvo al Ática; bien que los argivos quieren que de sus
manos se salvase aquel individuo, dándose ellos por los que echaron a
pique toda aquella armada; y los atenienses pretenden que no se libró
aquél sino de la venganza de algún numen exterminador, aunque no por
esto logró verse libre de su ruina el hombre que escapó, sino que
pereció también desgraciadamente. Porque vuelto a Atenas el infeliz,
como anduviese cantando aquella gran calamidad y destrozo, oyéndole las
mujeres de los muertos en la jornada referir el estrago común, y no
pudiendo sobrellevar que perdidos todos los demás se hubiera salvado él
solo, le fueron rodeando, y cogido en medio, le iban dando tanto golpe
y picazo de hebilla, preguntándole cada una dónde estaba su marido, que
acabaron allí mismo con el infeliz, después que se había ya librado de
la común ruina de sus compañeros. Los atenienses, a quienes esta
venganza y furia mujeril pareció más sensible que la pérdida total de
su armada, no hallando otro modo de castigar a las mujeres, tomaron la
resolución de hacerlas mudar de traje, obligando a todas a que
vistieran a la jónica, pues antes las Áticas vestían a la dórica, traje
muy semejante al vestido corintio (58). De allí adelante las obligaron a llevar túnica de lino para que no se sirvieran más de hebillas.
LXXXVIII. Verdad es que, hablando en rigor, el traje a que las
obligaron no fue en los tiempos antiguos propio de las mujeres jónicas,
sino de las carias; pues antiguamente el vestido de toda mujer griega
era el mismo que al presente llamamos dórico. Pero los argivos por su
parte y los eginetas en sus respectivas ciudades hicieron una ley que
las hebillas de sus mujeres fuesen un tercio mayores de lo que eran
antes, que las mujeres en los templos de sus dioses ofreciesen hebillas
más bien que otra presea alguna, y que en ellos nada venido del Ática
pudiese ofrecerse ni presentarse; tanto que en adelante no se sirviesen
de vajilla procedente de allá, sino que fuese ceremonia legítima beber
en los sacrificios con vasijas del país: y se puso en práctica dicha
ley, pues desde entonces hasta mis días las Argivas y las eginetas, a
despecho de las Áticas, solían llevar sus hebillas mayores de lo que
primero acostumbraban.
LXXXIX. De los sucesos que acabo de referir nació, repito, el
principio de la enemistad de los atenienses con los de Egina.
Renovando, pues, entonces los eginetas la memoria de dichas estatuas y
de los sucesos a ellas concernientes, vinieron gustosos en enviar a los
beocios el socorro que les pedían, talando con sus tropas auxiliares
las costas del Ática. Al ir los atenienses a emprender la expedición
contra los de Egina, vínoles de Delfos un oráculo en que se les
prevenía que por espacio de treinta años, a contar desde la injuria que
acababan de recibir, se abstuviesen de combatir con los eginetas; pero,
que venido el año 31 y fabricado un templo a Éaco, empezasen contra
ellos las hostilidades; pues haciéndolo así, sucederíales la cosa como
deseaban. Mas si desde luego emprendían aquella guerra, entendiesen que
durante aquel tiempo tendrían ellos y darían mucho que llorar al
enemigo; bien que al cabo darían con él en tierra. Oído, pues, el nuevo
oráculo, determinaron los atenienses levantar a Eaco aquel templo mismo
que al presente se deja ver en su plaza; pero en la demora de treinta
años no pudieron convenir, oyéndose clamar que no debían disimular por
tanto tiempo la injuria, después de verse tan maltratados con la
invasión de los eginetas.
XC. Con tal resentimiento, al tiempo en que se disponían para tomar
venganza de aquellos enemigos, un nuevo contratiempo de parte de los
lacedemonios les cerró el paso de la jornada. Porque como en aquella
sazón hubiese llegado a oídos de los lacedemonios, así el artificio que
usaron los Alcmeónidas para sobornar a la Pitia, como el embuste con
que ésta les alarmó contra los hijos de Pisístrato, sintieron con tal
aviso doblada pesadumbre, viendo por una parte que habían echado de la
patria a sus mayores amigos y aliados, y por otra que los atenienses,
recibida aquella merced, no se les mostraban obligados ni agradecidos.
Añadíase a estas reflexiones la congoja que ciertas profecías les
ocasionaban de nuevo, pronosticándoles muchos agravios y desafueros que
de parte de los atenienses las aguardaban. Habían antes estado del todo
ignorantes de dichas predicciones, y entonces habían empezado a oírlas,
habiéndolas traído consigo Cleomenes volviendo de Atenas a Esparta.
Sucedió que Cleomenes, estando en la ciudadela de Atenas, pudo haber a
las manos ciertos oráculos escritos que habían estado primero en poder
de los Pisistrátidas y habían sido dejados allí por los mismos en el
templo de Minerva (59) cuando fueron echados de la ciudad. Cleomenes al salir de la fortaleza quiso llevárselos consigo a Esparta.
XCI. Recibidos dichos oráculos, viendo por una parte los
lacedemonios que los atenienses, libres ya y de cada día más poderosos,
en nada menos pensaban que en obedecerles y previendo por otra que la
gente ática si quedaba en el estado republicano se los igualaría en el
poder, al paso que si volvía a verse oprimida con la tiranía se
mantendría débil y pronta a dejarse gobernar por ellos (60),
como esto previesen, pues, los lacedemonios, llamaron a Esparta a
Hipias, el hijo de Pisístrato, desde Sigeo, ciudad del Helesponto,
adonde con los suyos se había refugiado. Después que llamado Hipias se
les presentó, convocan para un congreso de la nación los diputados de
las ciudades aliadas y les hablan así los espartanos: -«Amigos y
aliados: Conocemos y confesamos al presente nuestra falta de justicia y
de política: mal hicimos, alucinados con falsos oráculos, en echar de
su patria a unos señores que, sobre sernos buenos amigos y aliados, nos
tenían prometido mantener en nuestra devoción y obediencia a la ciudad
de Atenas. Cometida esta injusticia, tuvimos la imprudencia de dejar
aquel estado en manos de un pueblo ingrato, el cual, apenas se vio
libre y suelto por nuestra mano, cuando empezó luego a erguir su cabeza
e insolente quiso atrevérsenos, echándonos de su casa a nosotros y a
nuestro rey, y desde aquel punto lleno de arrogancia va tomando nuevos
espíritus. Lo que digo empiezan ya a llorar, particularmente sus
vecinos los beocios y Calcidenses, y quizá todos los demás lo iréis
sintiendo por turno si les tocareis en un sólo cabello. Ya, pues, que
nos engañamos antes en lo que con ellos hicimos, procurando ahora
tomarnos con vuestra asistencia la satisfacción correspondiente, lo
iremos remediando. Este ha sido, señores, el motivo, así de hacer que
viniera Hipias, a quien veis aquí presente, como de convocaros a
vosotros de las ciudades. Nuestras miras consisten en volver a Hipias a
Atenas, y restituirle de común acuerdo, y con un ejército común, el
dominio que antes le quitamos.»
XCII. Tal era la propuesta de los lacedemonios, a la cual ni se
acomodaban los más de los diputados, ni se atrevían con todo a
contradecirla, guardando todos los aliados un profundo silencio.
Rompiólo al cabo Sosicles el corintio con un tono sublime (61).
-«Ahora sí, exclamó, que están todas las cosas a pique de revolverse y
trastornarse; el cielo para caer bajo la tierra, la tierra para subirse
sobre lo más alto del cielo; van a fijar los hombres su morada en los
mares, los peces a morar donde vivían primero los hombres, cuando
llegamos a ver ya, que empeñados vosotros, oh lacedemonios, en arruinar
una república justa y bien ordenada, procuráis tan de veras reponer en
las ciudades libres el despotismo y la tiranía, no pudiendo dejar de
ver con los ojos ser ésta la cosa más inicua, más cruel, más
sanguinaria de cuantas pueden verse entre los mortales. Y si no,
decidme ahora, lacedemonios: si tan conveniente os parece que las
riendas del gobierno estén en mano de un tirano, ¿por qué no sois los
primeros en colocar un déspota sobre vuestras cabezas? ¿Por qué con
vuestro ejemplo no animáis a los demás a que sufran un señor absoluto?
Vemos empero todo lo contrario: vosotros, siempre libres hasta aquí de
tiranos domésticos, y muy prevenidos siempre para que jamás los sufra
Esparta, vais recetándolos a los otros, y procuráis encajarlos a
vuestros confederados. A fe mía, espartanos, si hubierais probado lo
que es un tirano, como nosotros los corintios lo probamos, pensarais
ahora muy de otro modo y serian mejores de lo que son vuestras
propuestas. Oíd, pues, lo que nos sucedió (62).
La antigua Constitución del estado era en Corinto la oligarquía,
gobernando la ciudad unos pocos ciudadanos llamados los Baquíadas, que
nunca en sus matrimonios contraían alianza sino entre ellos mismos.
Acaeció entonces que a uno de aquellos principales y magnates, por
nombre Anfión, nació una hija coja llamada Labda, y como ninguno de los
Baquíadas, la quisiese por mujer, casó al fin con ella cierto Eecion,
hijo de Equécrates, natural del lugar de Petra, bien que Lapita de
origen y descendiente de la familia Cénida (63).
Viendo después Eecion que no tenía hijos de Labda ni de otra mujer
alguna, emprendió una romería a Delfos para consultar el oráculo sobre
la desventura de no tener sucesión. No bien hubo entrado en el templo,
cuando encarándose con él la Pitia, le recita de repente estos versos:
Eecion, digno de gloria, nadie te honra
cual mereces tú: Labda ya grávida
parece tina gran rueda que cayendo
sobre monarcas, mandará a Corinto.
Ignoro cómo llegó este oráculo dado a Eecion a oídos de los
príncipes Baquíadas, a quienes antes se había dado acerca de las costas
de Corinto otro oráculo oscuro, pero dirigido al mismo punto que el de
Eecion, en estos términos: «Águila grávida sobre altos peñascos dará
a luz un valiente león que corte las rodillas: atiende a ello,
corintio, vecino de la linda Pirene, que moras en torno de la
encumbrada Corinto.» (64)
Y si bien este oráculo era antes para los Baquíadas, a quienes se había
proferido, un misterio impenetrable, apenas oyeron el otro dado
entonces a Eecion, cayeron de pronto en la cuenta, y dieron de lleno en
el sentido del primero, que concordaba mucho y se enlazaba con el del
último. Entendiendo, pues, que se les pronosticaba su ruina, con la
mira de conjurada dando la muerte al hijo de Eecion que estaba ya para
nacer, llevaban su intriga con sumo secreto. En efecto, luego que parió
dicha mujer destinan al pueblo en que vivía Eecion diez de su mismo
gremio o clase, con orden de quitar la vida al niño recién nacido.
Llegados a Petra, entran en el patio de la casa de Eecion y preguntan
por el chiquillo. Labda la coja, que estaba lejos de imaginar que
vinieran con ánimo dañado, antes se lisonjeaba de que aquella visita de
los magnates se le hacía en atención a su padre, para congratularse con
ella por su feliz alumbramiento, se lo presenta y lo pone en brazos de
uno de los diez, y si bien ellos al venir hablan entre sí concertado
que el primero que al niño cogiera le estrellara luego contra el suelo,
quiso con todo la buena suerte, cuando Labda dejó a su hijo en brazos
de aquél, que se sonriese el niño, mirando blandamente al que iba a
recibirle, sonrisa que atentamente observada movió a ternura al primero
que le había recibido; y le hizo tal impresión, que en vez de dar con
el niño en el suelo, lo entregó al segundo y éste al tercero, de suerte
que fue pasando de mano en mano por los diez infanticidas, sin que
ninguno se atreviera a ensangrentar las suyas en aquella víctima de la
ambición. Vuelto, pues, el hijo a la madre y salidos del atrio, se
pararon ante la puerta misma de la casa, y empezaron a culparse unos a
otros, pero sobre todo al primero que la recibió, por no haber
ejecutado la orden que traían. No pasó mucho rato sin que se
resolviesen a entrar de nuevo en la casa y concurrir todos aunados a la
muerte del niño. Mas todo en vano, que el destino fatal de Corinto era,
señores, que le viniera el azote de la casa de Eceion: porque Labda iba
entretanto escuchando detrás de la puerta todo aquel discurso de
muerte, y recelando luego que mudando de parecer y entrando segunda vez
le matasen la infeliz criatura, tórnala solicita, y va afanada a
esconderla donde se le ofrece que nadie lo había de sospechar, que fue
bajo un celemín (65), bien
persuadida que vueltos los diez nobles sayones no dejarían sin duda
arca, ni rincón, ni escondrijo que registrar. En efecto, así fue:
entran segunda vez, y todo era buscar por una y otra parta el niño;
pero viendo que no podían dar con él, resolviéronse por fin a regresar
y decir a los que les enviaban que todo se había hecho conforme a las
órdenes dadas, y vueltos a los suyos, así realmente se lo dijeron,
íbase criando después el niño, que de tal riesgo a dicha se había
escapado, en casa de su padre Eecion, y por ya buena suerte de haberse
librado del peligro debajo del celemín, en griego Cipsele,
quedósele en adelante el nombre de Cipselo. Llegado ya a la mayor edad,
diósele a una consulta que en Delfos hacía una respuesta ambigua y
enrevesada, por la cual gobernándose después y esperanzado mucho en
ella, logró salir con su empresa y apoderarse del dominio de Corinto.
La respuesta era de este tenor: «¿>i>Veis el gran varón que llega
dentro de mi atrio, Cipselo el Eecida? rey será de la esclarecida
Corinto con su prole, pero no con la prole de su prole.» (66)
Tal fue el oráculo: Cipselo llegó a ser señor de Corinto, y con esto un
tirano que a muchos corintios desterró, a muchos quitó los bienes,
patria y vida, después de un gobierno de treinta años, habiendo tenido
la fortuna de morir en paz y en su cama: sucedióle en la tiranía su
hijo Periandro, quien aunque en los principios de su gobierno se
mostraba más humano y blando que su padre, con todo, por haber después
comunicado por medio de unos mensajeros con el otro tirano de Mileto,
el célebre Trasíbulo, llegó a hacerse mucho más cruel y sanguinario que
el mismo Cipselo. Es preciso saber que envió Periandro un embajador a
Trasíbulo con la comisión de preguntarle de qué medios se podría valer
para estar más seguro en su dominio y para gobernar mejor su estado:
pues bien, saca Trasíbulo al enviado de Periandro a paseo fuera de la
ciudad, y éntrase con él por campo sembrado, y al tiempo que va pasando
por aquellas sementeras le pregunta los motivos de su venida, y vuelve
a preguntárselos una, y otra, y muchas veces. Era empero de notar que
no paraba entretanto Trasíbulo de descabezar las espigas que entre las
demás veía sobresalir (67),
arrojándolas de sí luego de cortadas, durando en este desmoche hasta
que dejó talada aquella mies, que era un primor de alta y bella.
Después de corrido así todo aquel campo, despachó al enviado a Corinto
sin darle respuesta alguna. Apenas llegó el mensajero, cuando le
preguntó Periandro por la respuesta; pero él le dijo: -«¿Qué respuesta,
señor? ninguna me dio Trasíbulo;» y añadió que no podía acabar de
entender cómo te hubiese enviado Periandro a consultar un sujeto tan
atronado y falto de seso como era Trasíbulo, hombre que sin causa se
entretenía en echar a perder su hacienda; y con esto dióle cuenta al
cabo de lo que vio hacer a Trasíbulo. Mas Periandro dio al instante en
el blanco, y penetró toda el alma del negocio, comprendiendo muy bien
que con lo hecho le prevenía Trasíbulo que se desembarazase de los
ciudadanos más sobresalientes del estado; y desde aquel punto no dejó
ni maldad ni tiranía que no ejecutase en ellos, o manera que a cuantos
había el cruel Cipselo dejado vivos o sin expatriar, a todos los mató o
los desterró Periandro, aun más, despojó en un solo día por causa de su
mujer Melisa, ya difunta, a las mujeres todas de Corinto.
Había hecho
que unos mensajeros enviados hacia los Tesprotos, allá cerca del río
Aqueronte (68), consultasen al oráculo nigromántico
acerca de cierto depósito de un huésped. Aparecióseles la difunta
Melisa; les respondió que no manifestaría, al menos claramente, el
lugar de aquel depósito, que les decía únicamente que por hallarse
desnuda padecía mucho frío, pues de nada lo servían los vestidos en que
la enterraron, no habiendo sido abrasados, y que buena prueba de ser
verdad lo que decía podía ser para Periandro haber él mismo metido el
pan en un horno frío. Después que se dio razón a Periandro de dicha
respuesta, de cuya verdad le pareció ser prueba convincente esta última
indicación, por cuanto había conocido a Melisa después de muerta, sin
más tardanza hace publicar luego un bando que todas las mujeres de
Corinto concurran al Hereo o templo de Juno. Como si fueran ellas a
celebrar alguna fiesta, iban allá con sus mejores adornos y vestidos,
mientras que por medio de las guardias que tenía apostados en el templo
iba despojándolas a todas, tanto a las amas como a las criadas, y
acarreando después todas las galas a una grande hoya, las entregó a la
hoguera el tirano, rogando e invocando a su Melisa, cuya fantasma,
aplacada con este sacrificio, declaró el lugar del depósito a los
diputados que segunda vez le envió Periandro. He aquí, oh lacedemonios,
lo que es y lo que en una ciudad suele hacer la tiranía. Con toda
verdad os digo que si antes quedamos los corintios confusos y admirados
al saber que llevabais a ese Hipias, al oír ahora esa vuestra demanda
nos hallamos aquí suspensos y atónitos. En suma, conjurándoos por los
dioses de la Grecia, os pedimos y suplicamos, oh lacedemonios, que no
intentéis autorizar la tiranía ni introducir el despotismo en las
ciudades. Y si obstinados contra las leyes divinas y humanas porfiareis
en restituir a Atenas a ese vuestro Hipias, protestando desde ahora
solemnemente nosotros los de Corinto, os declaramos que no consentimos
en ello.»
XCIII. Esto dijo Socicles, el diputado de los corintios, a quien
Hipias el tirano, invocando a los mismos dioses griegos y poniéndoles
por testigos de lo que iba a decir, le respondió, que tiempo vendría,
presto y sin falta alguna, en que los mismo corintios echaran de menos
y desearan en Atenas a los hijos de Pisístrato cuando les llegara y
sobreviniera el plazo fatal de verse oprimidos por los atenienses
libres e independientes; lo que decía Hipias aludiendo a aquellos
oráculos escritos que nadie mejor que él tenía sabidos. Pero los demás
diputados del Congreso, que no habían hasta allí despegado sus labios,
después de oír a Socicles, que tanto había perorado a favor de la
libertad común, rompiendo el silencio cada uno por su parte, votaban
todos libremente a favor del corintio, y protestando altamente, pedían
a los lacedemonios que nada innovasen en aquella ciudad griega. Así,
pues, terminó la conferencia.
XCIV. Al irse después Hipias de Lacedemonia, aunque Amintas, rey de
Macedonia, le ofrecía la ciudad de Antemunte, y los tésalos le
convidaban con los Yoleos (69),
sin querer aceptar ninguna de las dos, dio la vuelta a Sigeo. Era esta
una plaza que a punta de lanza había tomado Pisístrato a los de Mitilene (70),
en la cual una vez ganada puso por señor un hijo bastardo, habido en
una mujer argiva, por nombre Egesístrato: ni éste pudo jamás, sino con
las armas en la mano, gozar de la ciudad que de Pisístrato había
recibido. Con motivo de Sigeo duraron largo tiempo las hostilidades
entre mitileneos y atenienses: salían aquellos de la ciudad de Aquileo,
y éstos de la misma Sigeo a guerrear; los mitileneos pretendían
recobrar aquella tierra que reputaban ser suya; los atenienses les
negaban el derecho sobre ella, dando por razón que el dominio de la
región troyana no tocaba más a los eolios que a los atenienses y demás
griegos que en compañía de Menelao habían salido a vengar el robo de
Helena.
XCV. Entre varias cosas que acontecieron en el curso de dicha
guerra, sucedió que viniendo los enemigos a las manos en una refriega
en que la victoria empezaba a declararse por los atenienses, pudo
escapárseles el célebre poeta Alceo, huyendo listo y veloz, pero no
supo salvar sus armas, las cuales, cayendo en poder de los atenienses,
fueron después suspendidas por ellos en el Ateneo (o templo de Minerva)
en la misma Sigeo, caso sobre que compuso Alceo unos versos dando en
ellos cuenta de su desgracia a Menalipo su camarada (71)
y los envió a Mitilene. Ajustó, por fin, estas diferencias entre los de
Mitilene y los de Atenas, Periandro, el hijo de Cipselo, en cuyo
arbitrio se habían comprometido las partes; y lo verificó decidiendo y
ordenando que cada una se quedase en la pacífica posesión de lo que
tenía, con lo que vino Sigeo a quedar por los atenienses.
XCVI. Restituido Hipias de Lacedemonia a Sigeo, no dejaba piedra por
mover contra los atenienses, a quienes acriminaba maliciosamente ante
Artafernes, resuelto a echar mano de cuantos medios alcanzase, a fin de
lograr que Atenas, recayendo bajo su poder, entrase en el imperio de
Darío. Informados entretanto los de Atenas de lo que Hipias iba
tramando, procuraban desimpresionar a Artafernes por medio de unos
embajadores enviados a Sardes para que no quisiera dar crédito a las
calumnias y artificios de aquellos desterrados. No salieron con su
intento los enviados, a quienes hizo entender Artafernes, clara y
precisamente, que para la salud de su patria un solo medio les quedaba:
el de recibir de nuevo a Hipias por señor. Con esta declaración, en que
de ninguna manera consentían los atenienses, resolviéronse éstos a
mostrarse abiertamente enemigos de los persas.
XCVII. Volviendo ya al Milesio Aristágoras, después que Cleomenes el
lacedemonio le había mandado salir de Esparta, presentóse en Atenas,
ciudad la más poderosa de todas, en el punto crítico en que sus
ciudadanos, viéndose gravemente calumniados para con los persas,
estaban resueltos a declararles la guerra. Allí, en una asamblea del
pueblo, dijo en público Aristágoras lo mismo que en Esparta había dicho
por lo tocante a las grandes riquezas y bienes del Asia, y también a la
milicia y arte de la guerra entre los persas, tropa débil y fácil de
ser vencida, no usando ni de escudo ni de lanza en el combate. Esto
decía por lo concerniente a los persas; pero respecto a los griegos,
añadía que siendo los Milesios colonos de Atenas, toda buena razón
pedía que los atenienses, a la sazón tan poderosos, les librasen del
yugo indigno de la Persia. En una palabra, tanto supo decirles
Aristágoras y tanto se atrevió a prometerles, como quien se hallaba en
el mayor apuro, que al cabo les hizo condescender con lo que pedía; y
lo que había imaginado que más fácil le sería deslumbrar con buenas
palabras a muchos juntos que a uno sólo, esto fue lo que logró allí
Aristágoras, pues no habiéndole sido posible engañar al lacedemonio
Cleomenes, le fue entonces muy hacedero arrastrar de una vez con su
artificio a treinta mil atenienses (72).
Ganado, pues, el pueblo de Atenas, conviene en hacer un decreto público
en que ordena que vayan al socorro de los jonios 20 naves equipadas, y
se declara por general de la armada a Melantie, sujeto el más cabal y
de mayor reputación que en Atenas había. ¡Ominosas veinte naves, y
armada fatal, que fueron el principio de la común ruina de los griegos
y de los bárbaros! (73).
XCVIII. Aristágoras, que volvió por mar a Mileto antes que llegase
la armada, tomó luego un arbitrio del cual ningún provecho habían de
sacar los jonios: verdad es que ni él mismo pretendía sacarlo, sino dar
únicamente que sentir al rey Darío con aquella idea. Despacha, pues, un
mensajero que vaya de su parte a tratar con aquellos peones que,
llevados prisioneros por Megabazo desde el río Estrimón, se hallaban
colocados en cierto sitio de la Frigia, viviendo en una aldea separados
de los del país. Llegado el mensajero, dijoles así: -«Aquí vengo,
amigos peones, comisionado por Aristágoras, señor de Mileto, a
proponeros un medio seguro y eficaz para el logro de vuestra libertad,
con tal que queráis practicarlo. Al presente, cuando toda la Jonia se
ha levantado contra el rey, abiértoseos ha la puerta para que salvos os
volváis a vuestra patria. A vuestra cuenta correrá, pues, el viaje
hasta el mar; desde las costas dejadlo todo a nuestro cuidado.» No bien
los peones acabaron de oír el recado, cuando alegres como si el cielo
se les abriera, cargando los más con sus hijos y mujeres, se fueron
huyendo luego hacia las playas, bien que unos pocos, sobrecogidos de
miedo, se quedaron en su aldea. Llegados al agua, se embarcaron para
Quío, donde estaban ya seguros, cuando la caballería persa les iba
siguiendo las pisadas a fin de cogerles. Viendo, pues, que no habían
podido darles alcance, envíanles una orden a Quío para que vuelvan otra
vez; pero los peones, no haciendo caso de los persas, fueron conducidos
por los de Quío hasta Lesbos, y por los de Lesbos hasta Dorisco, desde
donde, caminando por tierra, dieron la vuelta a Peonia.
XCIX. Entretanto, los atenienses llegan a Mileto con sus veinte
naves, llevando en su armada cinco galeras de Eretria, las que no
militaban en atención a los de Atenas, sino en gracia de los mismos
Milesios, a quienes volvían entonces su vez los eretrios, pues antes
habían éstos sido socorridos por los de Mileto en la guerra que
tuvieron contra los ucidenses, a quienes asistían los samios contra
Eretrios y Milesios. Llegados a Mileto los mencionados, y juntos
asimismo los demás de la confederación jónica, emprende Aristágoras una
jornada hacia Sardes, no yendo él allá en persona, sino nombrando por
sus generales a otros Milesios, los cuales fueron dos, uno su mismo
hermano Caropino y el otro Hermofanto, uno de los ciudadanos de Mileto.
C. Llegó a Éfeso la armada, donde dejando las naves en un lugar de
aquella señoría llamado Coposo, iban desde allí los jonios subiendo
tierra adentro con un ejército numeroso, al cual servían de guías los
Efesios. Llevaban su camino por las orillas del río Caistro, y pasado
el monte Tmolo, se dejaron caer sobre Sardes (74),
de la cual de cuanto en ella había se apoderaron sin la menor
resistencia; pero no tomaron la fortaleza, que cubría con no pequeña
guarnición el mismo Artafernes.
CI. Tomada ya la ciudad, un acaso estorbó que se entregara al
saqueo. Eran hechas de caña la mayor parte de las casas de Sardes, y de
cañas estaban cubiertas aun las construidas de ladrillo. Quiso, pues,
la fortuna que a una de ellas pegase fuego un soldado. Prendiendo luego
la llama, fue corriendo el incendio de casa en casa hasta apoderarse de
la ciudad entera. Ardía ya toda, cuando los Libios y cuantos persas se
hallaban dentro, viéndose cerrados por todas partes con las llamas que
tenían rodeados ya los extremos de la ciudad, y no dándoles el fuego
lugar ni paso para salirse fuera, fuéronse retirando y recogiendo hacia
la plaza y orillas del Pactolo (75),
río que llevando en sus arenas algunos granitos de oro, y pasando por
medio de la plaza, va a juntarse con el Hermo, que desagua en el mar.
Sucedió, pues, que la misma necesidad forzó a lidios y persas, juntos
allí cerca del Pactolo, a defenderse de los enemigos; y como viesen los
jonios que algunos de aquellos les hacían ya, en efecto, resistencia, y
que otros en gran número venían contra ellos, poseídos de miedo fueron
retirándose en buen orden hacia el monte que llaman Tmolo, y de allí,
venida ya la noche, partieron de vuelta hacia sus naves.
CII. En el incendio de Sardes quedó abrasado el templo de Cibele,
diosa propia y nacional; pretexto de que se valieron los persas en lo
venidero para pegar fuego a los templos de la Grecia (76).
Los otros persas que moraban de estotra parte del Halis, al oír lo que
en Sardes estaba pasando, unidos en cuerpo de ejército, acudieron al
socorro de los lidios; pero no hallando ya a los jonios en aquella
capital y siguiendo sus pisadas, los alcanzaron en Éfeso. Formáronse
los jonios en filas y admitieron la batalla que los persas les
presentaban; pero fueron de tal modo rotos y vencidos, que muchos
murieron en el campo a manos del enemigo. Entre otros guerreros de
nombre que allí murieron, uno fue el jefe de los Eretrios, llamado
Euálcides, aquel atleta que en las justas Coronarias había ganado en
premio público la corona y había por ello merecido que Simónides Ceio
lo subiera a las nubes. Los otros jonios que debieron la salvación a la
ligereza de sus pies, se refugiaron a varias ciudades.
CIII. Tal fue el éxito de aquel combate, después del cual los
atenienses desampararon de tal manera a los jonios, que a pesar de los
repetidos ruegos e instancias que les hizo después Aristágoras por
medio de sus diputados, se mantuvieron siempre constantes en la
resolución de negarles su asistencia. Pero los jonios, aunque se vieron
destituidos del socorro de Atenas, no por eso dejaron, según a ello les
obligaba el primer paso dado ya contra Darío, de prevenirse del mismo
modo para la guerra comenzada. Dirígense ante todo con su armada hacia
el Helesponto, y a viva fuerza logran hacerse señores de Bizancio y de
las demás plazas de aquellas cercanías. Salidos del Helesponto, unieron
luego a su partido y confederación una gran parte de la Caria, pues
entonces lograron que se declarase por ellos la ciudad de Cauco, que no
había querido antes aliarse cuando quemaron a Sardes.
CIV. Aun más, lograron que se agregasen a su parcialidad todas las
ciudades de Chipre, menos la de Amatonta, las que se habían sublevado
contra el medo con la siguiente ocasión: Vivía en Chipre un tal
Onésilo, hijo de Quersis, nieto de Siromo, biznieto de Evelton y
hermano menor de rey de los salaminios (77),
llamado Gorgo, a quien habiendo ya tiempo antes hablado repetidas veces
Onésilo, hombre inquieto, aconsejándole que se rebelase contra el
persa; oyendo entonces la sublevación de los jonios, lo estaba haciendo
las mayores instancias sobre lo mismo. Pero viendo Onésilo que no podía
salir con sus intentos, espió el tiempo en que Gorgo había salido fuera
de la ciudad y le cerró las puertas, acompañado de los de su facción.
Arrojado Gorgo y excluido de su plaza, se refugia a los medos, y
Onésilo, señor ya de Salamina, logra con sus diligencias que los
pueblos todos de Chipre, fuera de los Amatontios, le imiten en la
rebelión, y por no querer seguirle en esta los de Amatonta pone sitio a
la plaza.
CV. En tanto que Onésilo apretaba el cerco, llegó al rey Darío la
nueva de que Sardes, tomada por los atenienses, unidos con los jonios,
había sido entregada a las llamas, siendo el autor de aquella trama y
también de toda la confederación el Milesio Aristágoras. Corre la fama
de que al primer aviso, no cargando Darío de manera alguna la
consideración en sus jonios, de quienes seguro estaba que pagarían cara
su rebeldía, la primera palabra en que prorrumpió fue preguntar quienes
eran aquellos atenienses, y que oída sobre esto la respuesta, pidió al
punto su arco, tomóle en sus manos, puso en el una flecha y
disparándole luego hacia el cielo (78):
«Dame, oh Júpiter, dijo al soltarle, que pueda yo vengarme de los
atenienses.» Y dicho esto, dio orden a uno de sus criados que de allí
en adelante, al irse a sentar a la mesa, siempre por tres veces se
repitiera este aviso: Señor, acordaos de los atenienses.
CVI. Dada esta orden, llama Darío ante sí al milesio Histieo, a
quien hacía tiempo que detenía en su corte, y le habla en estos
términos: -«Acabo ahora de recibir la nueva, Histieo, de que aquel
regente tuyo a quien confiaste el gobierno de Mileto ha maquinado
grandes novedades contra mi corona. Sábete que habiendo él juntado
tropas que llamó del otro continente, y persuadido a que con ellas se
coligasen los jonios (a quienes doy mi real palabra de que no se
alabarán de una traición que bien caro ha de costarles), han intentado
arrebatarme a Sardes. ¿Qué te parece de toda esta maquinación? Dime tú:
¿cabe que esto se haya urdido sin que tú anduvieras en el asunto? Mucho
sentiría hallarte después cómplice de tal atentado.» A lo que respondió
Histieo: ¿Es posible, señor que eso de mí sospechéis y digáis? ¿Había
yo de intentar cosa alguna que ni mucho ni poco pudiera daros que
sentir? Pues eso que receláis ¿a qué fin, o con qué mira lo había yo de
procurar? ¿Qué cosa me falta al presente? ¿No gozo de los mismos
placeres y gozos que vos? ¿no tengo la honra de tener parte en vuestros
secretos y resoluciones? Si mi regente, señor, maquina algo de lo que
me decís, estad seguro que sin saberlo yo obra por sí mismo. Pero yo no
puedo absolutamente persuadirme de que sea verdadera la nueva de que mi
regente ni tampoco los Milesios intentasen novedad alguna. Mas si han
dado en realidad ese mal paso y vos estáis del todo cerciorado de su
alevosía, permitidme, señor, que os diga no haber sido acertado vuestro
consejo en quererme tener lejos de aquella nación; pues, no teniéndome
a su vista los jonios, quizá se habrán animado a ejecutar lo que tiempo
ha deseaban; que si en la Jonia me hubiera hallado ya presente,
paréceme que ninguna ciudad hubiera osado mover contra vos un dedo de
la mano. Lo que al presente puede hacerse en este caso es permitirme
que con toda mi diligencia me parta para Jonia, donde pueda reponer los
asuntos en el mismo pie de antes y os entregue preso en vuestras manos
a mi regente, si tales cosas maquinó. Aun os añado, y os lo juro,
señor, por los dioses tutelares de vuestro imperio, que después de
ajustadas estas turbulencias a toda vuestra satisfacción, no he de
parar ni quitarme la misma túnica con que bajaré a la Jonia antes de
conquistaros a Cerdeña (79), la mayor de las islas, haciéndola tributaria de la corona.
CVII. Era tan falsa esta arenga como el alma y fe griega de Histieo,
y con todo se dejó persuadir de ella Darío, dándole licencia para
partirse de la corte y ordenándole al mismo tiempo que una vez cumplido
lo que acababa de ofrecerle, diese la vuelta y se le presentase de
nuevo en Susa.
CVIII. Mientras que llegaba al rey aviso de lo sucedido, en Sardes
y, hecho el alarde del arco, hablaba Darío con Histieo, y éste,
licenciado por el rey, marchaba hacia las provincias marítimas, iba
sucediendo en este intermedio lo que voy a referir (80).
Estaba Onésilo, el de Salamina, apretando el sitio de los de Amatonta,
cuando le llega el aviso de que en breve se espera en Chipre al persa
Artibio, a donde venía conduciendo en sus naves una poderosa armada.
Habida esta noticia, pide Onésilo a la Jonia por medio de unos
diputados que vengan en su ayuda y socorro los jonios, y éstos, sin
gastar mucho tiempo en resolverse, hácense a la vela con una gruesa
armada. En un tiempo mismo sucedió, pues, que los jonios aportasen a
Chipre, que los persas recién venidos de la Cilicia desembarcados en la
isla marchasen ya por tierra la vuelta de Salamina, y que los fenicios
doblasen el cabo que llaman las Llaves de Chipre (81).
CIX. En tal estado de cosas, convocan los señores de las ciudades de
Chipre a los jefes jonios y entablan con ellos este discurso:
-«Nosotros los Cipriotas, amigos jonios, dejamos a vuestro arbitrio la
elección de salir al encuentro o bien a los persas o bien a los
fenicios. El tiempo insta: si escogéis venir a las manos con los persas
en campo de batalla, saltad luego a tierra y formar vuestras filas, que
en este caso embarcándonos en vuestras naves vamos a cerrar con los
fenicios. Pero si preferís combatir por mar con los fenicios, menester
es poner manos a la obra. Escoged una de dos, para que así contribuyáis
por vuestra parte a la libertad de Jonia y de Chipre.» -«A nosotros,
replican los jonios, nos mandó venir el estado de la Jonia con orden de
defender estos mares y no de acometer por tierra a las tropas persianas
cediendo nuestras naves a los de Chipre. En el puesto señalado
procuraremos, pues, desempeñar nuestro deber con todo el esfuerzo
posible: ved vosotros de obrar en el vuestro como gente de valor,
teniendo presente las indignidades que esos medos, vuestros señores, os
han hecho sufrir.»
CX. Tal fue la respuesta de los jonios, después de la cual, como
hubiesen llegado ya los persas al campo de Salamina, los reyes de
Chipre ordenaron contra ellos su gente en esta disposición: Enfrente de
los soldados del enemigo, que no eran persas de nación, ordenaron una
parte de sus tropas Cipriotas;delante de los persas mismos pusieron la
flor de su gente escogida entre las milicias de Salamina y de Soli (82): Onésilo por su voluntad escogió el puesto que correspondía al que enfrente ocupaba Artibio, general de los persas.
CXI. El caballo en que Artibio venía montado estaba enseñado a
empinarse contra el enemigo armado. Advertido de esto Onésilo, habló
así con un escudero cariano (83)
que tenía, hombre muy diestro en lo que mira a los encuentros de armas,
y en todo lo demás muy sagaz y advertido: -«Oigo decir, amigo, que ese
caballo de Artibio tiene la habilidad de alzarse sobre los pies y
embestir al que delante tiene con las manos y con la boca. Piénsalo tú,
y dime luego a cuál de los dos quieres que apuntemos y derribemos
antes, si al caballo, o bien a su jinete Artibio. -Pronto estoy, señor,
le responde el escudero, para ambas cosas; pronto para cualquiera de
las dos y para todo lo que me ordenéis. Diré sin embargo lo que me
parece hacer más al caso para vuestra reputación. Lo más propio y
decoroso es que un rey cierre contra otro rey, y un general contra otro
general, pues si en tal encuentro diereis en tierra con aquel jefe,
haréis una regia hazaña, y aun cuando él, lo que no querrán los dioses,
os echare al suelo, el morir en tales manos aliviaría en la mitad el
peso de la desventura. A nosotros escuderos corresponde medirnos con
otros escuderos. No os dé trabajo, señor, el caballo empinado con
aquella habilidad, que a fe mía no vuelva jamás a empinarse.»
CXII. Dijo, y en aquel punto mismo cerraron las dos armadas por
tierra y por mar. En la batalla naval vencieron los jonios a los
fenicios, haciendo aquel día prodigios de valor, y los que mejor se
portaron en la función fueron los samios. En la tierra, después que
estuvieron ya a tiro los dos ejércitos, he aquí lo que pasó entre los
dos generales: Embiste Artibio montado en su marcial caballo contra
Onésilo; vele éste venir; dispara contra él, según lo prevenido por su
escudero, y acierta bien el tiro; iba el vecino caballo a dar con las
manos contra el adarga de Onésilo, cuando el escudero cario le da listo
un golpe de hoz, y se las siega entrambas. El caballo, manco ya y
encabritado, da consigo en el suelo, y con él Artibio, el general
persiano.
CXIII. Encarnizadas en tanto las otras tropas, se hallaban en el
calor del combate, cuando Stesenor, el tirano de Curio, entregó
alevosamente a los persas una gran división del ejército, que cerca de
sí tenia. Pasados al enemigo los Curianos, colonos, a lo que se dice,
de los argivos, siguieron inmediatamente su mal ejemplo los carros
guerreros de los salaminios (84),
y de resultas de estas deserciones, como empezasen los persas a llevar
la ventaja en el combate, el ejército de los Cipriotas volvió las
espaldas al enemigo. Entre otros muchos que perecieron en la huida,
quedaron rendidos en el campo dos generales, el uno Onésilo, hijo de
Queris, autor que había sido de la sublevación de Chipre; el otro
Aristócipro, rey de los Solios, hijo de Filócipro, de aquel célebre
Filócipro a quien sobre todos los demás príncipes ensalzó en sus versos
el ateniense Solón, cuando estuvo viajando en Chipre (85).
CXIV. Los Amatontios victoriosos, para vengarse del asedio que
Onésilo les había puesto, le cortaron la cabeza, y se la llevaron,
colgándola después sobre las puertas de su ciudad. Sucedió, pues, que
estando allí suspensa y ya del todo hueca, entró dentro un enjambre de
abejas y fabricó en ella sus panales. Vista aquella novedad, tuvieron
por conveniente los Amatontios consultar al oráculo acerca de aquel
raro fenómeno, y la respuesta fue que se diera sepultura a la cabeza
descolgada, y se hicieran a Onésilo sacrificios anuos como a un héroe,
y que con esto todo les iría mejor. Y en efecto, así lo hacían hasta
mis días los de Amatonta con el héroe Onésilo.
CXV. Los marinos jonios, que gloriosamente acababan de dar en Chipre
su batalla naval, viendo ya perdida la causa de Onésilo, y cercadas al
mismo tiempo todas las ciudades de la isla, menos la de Salamina, que
los mismos Salaminios habían restituido a Gorgo, su antiguo rey,
haciéndose luego a la vela, bien informados del mal estado de Chipre,
dieron la vuelta hacia Jonia. Entre todas las ciudades de la isla, fue
la de Soli la que por más tiempo resistió al cerco, logrando rendirla
los persas, pasados cinco meces de sitio, con las minas que alrededor
de los muros abrieron.
CXVI. Los Cipriotas, en suma, sacudido el yugo de los persas por el
breve espacio de un año, cayeron de nuevo bajo el mismo dominio. En
cuanto a aquellos jonios que habían hecho sus correrías hasta la misma
Sardes, persiguiéronles los generales persas, especialmente Daurises,
casado con una hija de Darío, y en su compañía otros dos yernos del
rey, Himeas y Otanes, y habiéndoles derrotado en campo de batalla, les
obligaron a refugiarse a sus naves: repartidas las tropas enseguida
contra las plazas del país iban tomándolas con las armas.
CXVII. Echándose, pues, Daurises hacia el Helesponto, rindió las plazas de Dardano, Abido, Pércota, Lampsaco y Peso (86),
y la toma de ellas le salió a plaza por día. Dirigíase desde Peso hacia
la ciudad de pario, cuando llegó aviso de que unidos los carios al
partido jonio acababan de levantarse contra el persa, novedad que le
obligó a que, dejando el Helesponto, marchase con sus tropas hacia
Caria.
CXVIII. Ignoro como tuvieron los carios aviso de que contra ellos
venia marchando Daurises, primero que éste llegase con su ejército.
Dióles lugar esta noticia adelantada a que se juntasen en cierto sitio
llamado las Columnas Blancas (Leucas Stelas), cerca del río
Martias, que bajando de la región Idriada va a confundirse con el
Meandro. En la junta que allí tuvieron los carios, el mejor de los
varios pareceres que hubo fue, a mi entender, el que dio Pixodaro, hijo
de Mausolo y natural de Cindio, quien estaba casado con una princesa
hija de Sieunesis, rey de los Cilicios. Era de parecer este varón que
pisando el Meandro y dejando este río a las espaldas, entrasen los
carios en batalla con el persa, pues así dispuesto y viendo cerrado el
paso a la fuga, la misma necesidad de no poder desamparar su puesto les
haría, sin duda, mucho más valientes y animosos de lo que eran
naturalmente. Pero rechazado este voto, se siguió el contrario, de que
no los carios, sino los persas, tuvieran a sus espaldas el Meandro,
claro está que con la mira de que los persas, si quisieran huir perdida
la batalla, no pudieran volver atrás dando luego con el río.
CXIX. No tardaron en aparecer los persas, y pasando el Meandro
vinieron a las manos con el enemigo cerca del río Marsias. En la
batalla, si bien los carios por largo tiempo resistieron al persa
haciendo los mayores esfuerzos de valor, su menor número, con todo,
cedió al fin al mayor de los enemigos. Los muertos en el choque de
parte de los persas fueron como 2.000 y hasta 10.000 de la de los
carios. Los que de estos quedaron salvos con la fuga, se vieron en la
necesidad de refugiarse a Labranda (87), en el templo de Júpiter el Estratio
o guerrero, cerca del cual había un gran bosque de plátanos consagrado
a aquella divinidad; y de paso no quiero dejar de observar que de
cuantas naciones tengo noticia, la de los carios es la única que
sacrifica a Júpiter bajo aquel título. Refugiados allí los carios,
empiezan a deliberar de qué manera podrían quedar salvos, si acaso
sería bien entregarse al persa a discreción o mejor abandonar de todo
punto el Asia menor.
CXX. Estando, pues, los carios en lo mejor de su consulta, ven
llegar hacia ellos a los Milesios, juntos con sus demás confederados,
con el objeto de darles asistencia y socorro: y al momento, dejándose
de arbitrios para salvarse, se disponen de nuevo a continuar la guerra
comenzada. Así que, acometidos segunda vez por los persas, hiciéronles
los carios una resistencia más viva y larga aún que la pasada, aunque
habiendo al cabo sido rotos y vencidos, murieron en la acción muchos de
ellos, y padecieron en ella más que nadie los auxiliares Milesios.
CXXI. Recobráronse los carios de su pérdida después de este
destrozo, volviendo de nuevo a pelear. Saben que los persas se disponen
a llevar las armas contra sus plazas, y les arman una emboscada en el
camino que va a Pedaso. Salióles bien el artificio, porque habiendo
dado de noche los persas en la celada, fueron pasados a filo de espada,
y con sus tropas perecieron desgraciadamente los generales Daurises,
Amorges y Sisímaces, y con ellos así mismo Mirso, hijo de Giges. El
adalid y autor principal de la emboscada fue un ciudadano de Milasa,
llamado Heraclides, hijo de Inabolis.
CXXII. Así murieron aquellos persas. Himeas, otro de los generales
empleado en llevar las armas contra los jonios que invadieron a Sardes,
se apoderó de Cio (88),
ciudad de Misia, echándose con su gente hacia la Propóntide. Mas dueño
ya de la mencionada plaza, apenas supo que Daurisis, dejando el
Helesponto partía con sus tropas para Caria, condujo su gente al mismo
Helesponto, donde además de todos los eolios situados en la región de
la Ilíada, logró rendir a los Gergitas (89),
que son las reliquias de los antiguos Teucros. Pero no sobrevivió
Himeas a las conquistas de estas naciones, muerto de una enfermedad que
en su curso lo arrebató.
CXXIII. El virrey mismo de Sardes, Artafernes, y en su compañía
Otanes, que era el tercero entre los generales ocupados en hacer la
guerra en la Jonia y en la Eolida comarcana con ella, tomaron dos
ciudades, la de Clazomene en la Jonia, y la de Cima (90), plaza de los eolios.
CXXIV. Al tiempo que caían dichas ciudades en poder del enemigo, el
milesio Aristágoras, que sublevando la Jonia había llevado las cosas al
último punto de perturbación, mostróse hombre de corazón poco constante
en as adversidades, pues al ver lo que pasaba, pareciéndole ser
enteramente imposible que pudiese ser vencido el rey Darío, sólo pensó
cómo podría escapando poner en salvo su persona. Llamando, pues, a
consulta sus partidarios, les dice: que juzgaba por lo más acertado
procurar ante todo tener prevenida y pronta una buena retirada a donde
se refugiaran, si acaso la necesidad les obligase a desamparar a
Mileto; que decidieran si sería mejor conducir una colonia de Milesios
a Cerdeña, o bien a Mircino, plaza situada en las Edonos, que había
fortificado Histieo después de recibirla de mano y gracia de Darío. Tal
era la propuesta sobre que consultaba Aristágoras.
CXXV. Hallábase en la consulta el docto historiador Hecateo, hijo de
Hegesandro, cuyo parecer era de no enviar la colonia a ninguna de las
dos partes propuestas, sino de que Aristágoras levantase antes u
fortaleza en la isla de Lero, y en caso de ser echado de Mileto,
estuviese quieto entretanto en aquella guarida, desde cuya fortaleza
pudiese salir después para recobrar su patria: éste fue el parecer de
Hecateo.
CXXVI. Mas el partido a que más se inclinaba Aristágoras era al de
llevar una colonia a Mircino. Encargando con esto el gobierno de Mileto
a uno de los sujetos más acreditados de la ciudad, por nombro
Pitágoras, él mismo en persona toma consigo a los ciudadanos todos que
se ofrecen a seguirle, y se hace con ellos a la vela para la Tracia,
donde se apoderó del país deseado. Después de esta conquista, como
salido de su plaza con su gente de armas, estuviese sitiando a otra
ciudad de los tracios (91),
pereció allí Aristágoras con toda su tropa a manos de los bárbaros, por
más que pretendiera salvarse por medio de una capitulación.
Libro VI.
Erato.
Histieo continúa induciendo a los jonios a batirse
contra los persas, pero estos procuran dispersar su armada por medio de
las instigaciones de sus antiguos señores: derrota de la armada jonia:
toma de Mileto. - Histieo hecho pirata cae en poder de los medos, los
cuales se apoderan de las ciudades jónicas y del Quersoneso, abandonado
por Milcíades, que se había alzado con su dominio. - La armada persa se
dirige contra Atenas y naufraga al pie del Atos. - Los de Egina se
entregan a los persas, por cuyo motivo trata el rey de Esparta de
castigarlos. - Origen de los reyes de Esparta, y deposición del rey
Demarato: artificios de Cleomenes contra éste, descubiertos los cuales
huye de Esparta. - Los eginetas hacen nuevos insultos a los atenienses,
los cuales consiguen derrotarlos en una batalla naval. - Atacan los
persas a Eretria, y se apoderan de ella por traición. - Continúan los
persas contra Atenas y avanzan hasta Maratón. - Los atenienses les
salen al encuentro, al mando de diez generales. Batalla de Maratón.
Dudas acerca de la lealtad de los Alcmeónidas y aventuras de esta
familia. - Milcíades, célebre desde la batalla de Maratón, es acusado
por no haber tomado a Paros, y absuelto de la pena capital por la
conquista de Lemnos, que hiciera en otro tiempo.
I. Tal fue el fin que tuvo Aristágoras, el que había sublevado la
Jonia. Durante estos sucesos había ya vuelto a Sardes, conseguida
licencia de Darío, Histieo, señor de Mileto, a quien apenas acabado de
llegar de Susa preguntó Artafernes, virrey de Sardes, qué le parecía
aquella rebelión y cuál habría sido el motivo de ella. Fingiendo
Histieo que nada sabía, y maravillándose del estado presente de las
cosas, respondióle que todo le cogía de nuevo. Pero bien enterado
Artafernes del principio y trama del levantamiento, y viendo la malicia
y disimulo con que respondía aquel: -«Histieo, le replicó, esos zapatos
que se calzó Aristágoras, se los cortó y cosió Histieo,» -aludiendo en
esto y zahiriendo al primer móvil de aquella revolución.
II. Histieo, pues, no asegurándose de Artafernes como de quien
estaba ya sabedor de la verdad, venida apenas la noche se fue huyendo
hacia el mar y dejó burlado al rey Darío; porque bien lejos de
conquistará la corona la isla de Cerdeña, la mayor de cuantas hay en el
mar, según lo tenía prometido, marchó a ponerse al frente de los
jonios, como generalísimo en la guerra contra el persa. Con todo, los
de Quío, a donde pasó luego, teniéndole por espía doble de Darío,
enviado con la oculta mira de intentar contra ellos alguna novedad, lo
pusieron preso; aunque poco después, informados mejor de la verdad, y
sabiendo cuán grande enemigo era del rey, le dejaron otra vez libre y
suelto.
III. Reconvenido entonces Histieo por los jonios por qué con tantas
veras había mandado decir a Aristágoras que se levantase contra el rey,
sublevación que tanto estrago y desventura había acarreado a la Jonia,
se guardó muy bien de descubrirles el motivo verdadero que en aquello
había tenido, sino que con un engaño procuró alarmarles de nuevo,
diciéndoles que lo habla hecho por haber sabido que el rey Darío estaba
resuelto a que los fenicios pasasen a ocupar la Jonia, y los jonios
fuesen trasplantados a la Fenicia (1),
y que ésta había sido la causa de habérselo así mandado. Al rey no le
había pasado tal cosa por la cabeza; más con aquel terror imaginario
turbaba Histieo a la Jonia.
IV. Poco después de esto envió Histieo a Sardes un mensajero de
nación atarnaita, llamado Hermipo, con cartas dirigidas a ciertos
persas con quienes tenía de antemano tramada una sublevación (2).
Hermipo, en vez de entregar las cartas a aquellos a quienes iban
destinadas, se presentó en derechura a Artafernes y se las puso en las
manos. Cerciorado éste de la oculta conjuración, manda a Hermipo que,
tomando otra vez sus cartas, las entregue a quien van de parte de
Histieo, pero que recogidas las respuestas de los persas a éste, las
vuelva a poner en sus manos antes de partir con ellas. Descubierta de
este modo la secreta conspiración, ajustició el virrey Artafernes a
muchos persas.
V. Luego que sucedió en Sardes esta novedad, viendo Histieo
desvanecidas sus esperanzas, logró de los de Quío con sus ruegos e
instancias que le llevasen a Mileto. Los Milesios, que con particular
gusto y satisfacción poco antes se habían visto libres de Aristágoras,
estaban muy ajenos a la sazón de recibir en casa y de voluntad propia a
ningún otro señor, mayormente después de haber gustado lo dulce y
sabroso de la libertad. Habiendo, pues, Histieo intentado entrar de
noche y a viva fuerza en Mileto, salió herido en un muslo de mano de un
Milesio, sin lograr el objeto de su tentativa. Echado de su ciudad este
antiguo señor, da la vuelta a Quío, de donde no pudiendo inducir a
aquellos naturales a que le confiasen sus fuerzas de mar, pasó a
Mitilene, y allí pudo lograr de los lesbios que le dieran su armada.
Llevando, pues, estos a bordo a Histieo, fuéronse hacia Bizancio con
ocho galeras bien tripuladas y armadas. Apostados con sus naves en
aquel estrecho, íbanse apoderando de cuantas embarcaciones venían del
Ponto, si no se declaraban de su voluntad prontas a seguir el partido
de Histieo.
VI. En tanto que guiados por Histieo se ocupaban en esto los de
Mitilene, hallábanse los Milesios amenazados de un poderoso ejército
por mar y tierra que de día en día allí se esperaba, sabiéndose que los
jefes principales de los persas, unidas ya sus tropas en un solo
cuerpo, sin curarse de las demás pequeñas ciudades enemigas, se
dirigían hacia Mileto. La mayor fuerza de la armada naval del persa
consistía en los fenicios, con quienes concurrían armados los de
Chipre, poco antes subyugados, como también los de Cilicia y los de
Egipto, cuyas fuerzas de mar venían todas contra Mileto y lo restante
de la Jonia.
VII. Informados los jonios de la expedición prevenida, enviaron al
Panionio sus respectivos diputados para tener en él su congreso.
Después de bien deliberado el asunto, acordaron allí reunidos, que no
sería del caso juntar tropas de tierra para resistir al persa; que lo
mejor era que defendiendo los Milesios por sí mismos aquella plaza,
armasen los jonios sus escuadras todas, sin dejar una sola nave ociosa,
y que así armados lo mas pronto que posible fuera se juntasen para
cubrir y proteger a Mileto en la pequeña isla de Lada (3), que viene a estar frontera a la misma ciudad.
VIII. De resultas de dicha resolución, los jonios, a quienes se
habían unido los eolios de Lesbos, se juntaron allí con sus naves bien
armadas. El orden con que se formaron fue el siguiente: por la punta de
Levante dejábanse ver los Milesios con 80 naves propias; seguíanles los
de Priena con 12 naves, y los de Miunte con 3 solamente; a estos se
hallaban contiguos con sus 17 naves los Tieos, y a estos los de Quío
con 400 embarcaciones. Venían después por su orden los eritreos y los
focenses, estos con solas 3 galeras, aquellos con 80; a los de Focea
estaban los lesbios inmediatos con 70 naves, y los lamios con 60
cerraban la extremidad de Poniente (4). De suerte que la suma de naves recogidas en la armada jonia subió a 353 galeras.
IX. El número de las naves bárbaras era de 600, y luego que
aparecieron en las costas de Mileto, al oír los generales persas, que
tenían allí cerca reunido el ejército de tierra, el gran número de
galeras en la armada jonia, se llenaron de pavor y espanto,
desconfiando de poder salir victoriosos contra ellas, y sumamente
temerosos de que no siendo superiores en el mar no podían llegar a
rendir a Mileto, y de que no rindiendo la plaza se verían en peligro de
ser por ello castigados por orden de Darío. Llevados, pues, de estos
temores, determinaron juntar los señores de la Jonia que echados de sus
respectivos dominios por el Milesio Aristágoras, y refugiados antes a
los medos, venían entonces en la armada contra Mileto, y juntos todos
los que en ella se hallaron, les hablaron así los generales persas:
-«Este el tiempo, señores jonios, en que acredite cada uno de vosotros
su fidelidad al soberano, y su amor a la real casa: es menester que
cada cual por su parte procure apartar a sus vasallos del cuerpo y liga
de los conjurados en esta guerra. Para esto debéis ante todo ganarles
con buenas razones, prometiéndoles que por su rebelión no tienen que
temer castigo ni disgusto alguno, y asegurándoles que ni entregaremos
al ruego sus templos, ni al saco sus cosas profanas y particulares, ni
los gravaremos con nuevos pechos diferentes de los que ahora tienen.
Pero si viereis que no quieren separarse de los rebeldes, empeñados de
todo punto en entrar a la parte en la batalla, en tal caso les
amenazareis en nuestro nombre, pintándoles lo que se les espera de
nuestra ira y venganza; que cogidos prisioneros de guerra, serán
vendidos por esclavos que sus hijos serán hechos eunucos, sus doncellas
transportadas a Bactra, y su país entregado a otros habitantes.»
X. Prevenidos por los persas los tiranos de la Jonia, luego que vino
la noche envió cada uno de ellos a sus antiguos vasallos quien de su
parte con el referido aviso les solicitase a separarse. Pero los
jonios, a cuyos oídos llegó aquella prevención, persuadidos de que a
ellos solos y no a los demás pueblos de la liga la dirigían los persas,
mirando la cosa con desprecio no se movían a consentir en la traición
propuesta. Esto fue lo primero que intentaron los persas llegados a
Mileto.
XI. Juntos ya en Lada los jonios, empezaron desde luego sus
asambleas, en las cuales uno de los muchos oradores que hablaban en
público, fue el general de los focenses llamado Dionisio, que así les
arengó: -«La balanza está ya al caer, jonios míos; anda en ella
suspensa nuestra suerte, y de su caída dependerá el que nosotros
quedemos independientes y libres, o que nos veamos tratados como
esclavos, y como esclavos fugitivos. Si queréis, pues, al presente
poneros en movimiento por un poco de tiempo, será necesaria de contado
alguna mayor molestia, pero el fruto de vuestro breve trabajo será sin
duda la victoria del enemigo, y el premio de la victoria vuestra
libertad. Pero si en esta ocasión queréis economizaros demasiado,
viviendo sin orden y a vuestras anchuras, en verdad os digo que no
espero hallar medio alguno, ni aun alcanzo cuál pudiera darse para
librarnos después de las garras del rey y de la pena debida a unos
rebeldes. Esto no, amigos, nunca; creedme mejor a mí, teniendo por bien
dejaros en mis manos; que yo con el favor del cielo os aseguro en tal
caso una de dos, o que el enemigo no osará entrar en batalla con
vosotros, o que si entra saldrá muy descalabrado y roto.
XII. Dóciles a estas razones los jonios, se pusieron a las órdenes
de Dionisio, quien con la mira de ejercitará los remeros, formando la
escuadra en dos alas, la sacaba de continuo en alta mar, y a fin de
tener en armas a la tropa naval, hacia asimismo que arremetiesen unas
galeras con otras. Lo restante del día después de dichas escaramuzas
obligaba a las tropas a pasarlo a bordo, ancladas las naves, de suerte
que los días enteros tenía a los jonios en continuo ejercicio y fatiga.
Como por espacio de siete días hubiesen ellos hecho a las órdenes de
Dionisio lo que les mandaba, viéndose ya molidos al octavo con tanto
trabajo, y acosados de los rayos del sol, como gente no hecha a la
fatiga, empezaron unos a otros a decirse: -«¿Qué fatalidad es esta, o
qué crimen tan enorme hemos cometido para darnos a tan desastrada vida?
¿Y no somos unos insensatos que perdido el juicio nos entregamos a
merced de un focense fanfarrón, que por tres naves que conduce se nos
levanta con el mando, entregándonos a intolerables afanes? Visto está
que no ha de dejarnos aliento, pues ya muchos de la armada han
enfermado de puro cansancio, y muchos más, según toma el sesgo, vamos
en breve a hacer lo mismo. Por vida de Plutón, antes que pasar por esto
vale más sufrirlo todo. Menor mal será aguantar la servidumbre del
persa, venga lo que viniere, que estamos aquí luchando con esta miseria
y muerte cotidiana. Vaya en hora mala el focense, y ruin sea quien a
ese ruin de hoy más le obedeciere.» Esto iban diciendo, y en efecto
desde aquel punto ni uno solo se halló que quisiese darle oídos, sino
que todos, plantadas sus tiendas en dicha isla al modo de un ejército
acampado, sin querer subir a bordo ni volver al ejercicio, descansaban
a la sombra.
XIII. Entretanto, los generales samios, viendo lo que los jonios
hacían, se decidieron a aceptar el partido que Eaces, hijo de
Silosonte, de orden de los persas les había hecho proponer, pidiéndoles
por medio de un enviado que se apartasen de la alianza de los jonios.
Viendo, pues, los samios el gran desorden que reinaba en la armada
jonia, y pareciéndoles al mismo tiempo imposible que las armas del rey
no saliesen al cabo victoriosas, por cuanto Darío, aun en caso de que
su armada presente fuese derrotada, tendría en breve a punto otra cinco
veces mayor, resolviéronse a admitir la mencionada propuesta. Estando
en este ánimo, apenas vieron que no querían los jonios hacer su deber
en aquella fatiga, cuando valiéndose de la ocasión echaron mano de
aquel pretexto a fin de poder conservar, separándose de la liga, sus
templos y bienes propios. Era este Eaces, cuya proposición aceptaron
los de Samos, un príncipe hijo de Silosonte (5)
y nieto de Eaces, señor de Samos, que había sido privado de sus estados
por manejo del Milesio Aristágoras, del mismo modo que los otros
señores de la Jonia.
XIV. Cuando los fenicios presentaron la batalla, saliéronles a
recibir los jonios formados en dos alas. Llegadas a tiro las armadas y
empezada la acción, no puedo de fijo decir cuáles fueron los jonios que
se portaron bien, y cuáles los que obraron mal en la refriega, pues los
unos culpan a los otros, y todos se disculpaban a sí mismos. Es fama
que entonces los samios, según con Eaces lo tenían concertado,
saliéndose de la línea a velas tendidas, se fueron navegando hacia
Samos, no quedando más que once naves de su escuadra. Los capitanes de
estas últimas, no habiendo querido obedecer a sus generales y
manteniéndose en su puesto, entraron en batalla; y el común de los
samios, en atención a este hecho, les honró después haciendo que se
grabasen en una columna los nombres de los mismos capitanes y los de
sus padres, queriendo dar en aquel monumento un público testimonio de
que fueron hombres de bien y de mucho valor. Viendo los lesbios que los
que tenían inmediatos huían de la batalla, hicieron lo mismo que los
samios, imitándoles la mayor parte de los jonios.
XV. Los que más padecieron de cuantos quedaron peleando fueron los
de Quío, haciendo proezas de valor, sin perdonar esfuerzos contra el
enemigo, ni desmayar un punto en el combate, siendo 100 sus galeras, y
llevando cada una 40 ciudadanos de tropa escogida para la pelea. Bien
veían que muchos de los aliados les vendían pérfidamente; pero no
queriendo parecérseles en la cobardía y ruindad, por más que se viesen
desamparados, con todo, con los pocos aliados que les quedaban
continuaron en avanzar, embistiendo contra las naves enemigas,
prendiendo muchas de ellas, pero perdiendo el mayor número de las
suyas, hasta que se hicieron a la vela con las que les quedaban,
huyendo hacia su patria.
XVI. Perseguidas por el enemigo algunas naves de su escuadra, que
por destrozadas no se hallaban en estado de huir, tomaron la derrota
hacia Micale (6); allí,
varando en la playa y dejando en ella las galeras, salva ya la
tripulación, íbase a pie por tierra firme. Caminaban los marineros de
Quío por la señoría de Éfeso, y llegados ya del noche cerca de la dicha
ciudad, quiso su desgracia que las mujeres del país estuviesen allí
ocupadas en celebrar a Ceres legisladora un sacrificio llamado
Tesmoforia. Los efesios, que nada habían oído todavía de lo sucedido a
los de Quío, y que viendo aquella tropa entrada por su tierra, la
tenían por una cuadrilla de salteadores que venían a robarles las
mujeres, saliendo luego todos levantados en masa a socorrerlas,
acabaron con los pobres marineros de Quío: ¡tanta fue su desventura!
XVII. Pero volviendo al bravo Dionisio el focense, después que vio
los asuntos de los jonios de todo punto perdidos en la batalla,
habiéndose en ella apoderado de tres naves enemigas, se partió de allí
con ánimo de no volver a Focea, su patria, pues bien visto tenía que
ella con toda la Jonia sería al cabo hecha esclava de los persas.
Resolvió, pues, tomar desde allí el rumbo hacia la Fenicia, donde como
se hubiese apoderado de muchas naves de carga, rico ya con tantos
despojos, las echó a fondo y se hizo a la vela para Sicilia. Allí se
dio a la piratería, saliendo a mentido de aquellos puertos, sin tocar
empero a ningún barco griego, y apresando a todos los cartagineses y
toscanos que podía coger.
XVIII. Vencedores los persas de los jonios en la batalla naval, bien
presto sitiaron por mar y tierra a Mileto, plaza que al sexto año de la
sublevación de Aristágoras tomaron a viva fuerza, combatiéndola con
todo género de máquinas y arruinando las murallas con sus minas. Una
vez rendida la ciudad, hicieron esclavos a sus vecinos, viniendo con
esto a descargar sobre Mileto la calamidad que el oráculo les había
pronosticado.
XIX. Es de saber que consultando en cierta ocasión los argivos en
Delfos acerca de la conservación de su propia ciudad, se les había dado
un oráculo, no peculiar a ellos únicamente, sino perteneciente también
a los de Mileto, pues dirigido en parte a los de Argos, a lo último
llevaba una adición para los Milesios. Referiré la parte del oráculo
que tocaba a los argivos, cuando en su propio lugar diera razón de sus
asuntos: la parte que miraba a los Milesios, que no se hallaban allí
presentes, estaba concebida en estos términos: «Entonces, oh Mileto,
máquina llena de maldad, serás cena y espléndida presa para no pocos,
cuando tus damas laven los pies de cabelluda raza; ni faltarán otros
que adornen en Dídimo mi templo.»- Todos estos males vinieron
entonces, en efecto, sobre los Milesios, cuando los más de los hombres
de la ciudad murieron a manos de los persas, que solían criar su pelo
largo; cuando las mujeres e hijos de aquellos fueron reducidos a la
condición de esclavos; cuando, finalmente, el templo de Apolo en
Dídimo, de cuya riqueza llevo ya hecha mención en diferentes puntos de
mi historia, fue con su capilla y con su oráculo dado al saco y a las
llamas (7).
XX. Hechos, pues, prisioneros los Milesios, fueron desde su patria
llevados a Susa. El rey Darío, sin ejecutar en ellos otro castigo
diferente, los colocó cerca del mar Eritreo en Ampa, ciudad por la cual
pasa el río Tigris, que desagua en el mar. Las heredades suburbanas de
Mileto las tomaron para sí los persas, dando las tierras altas del país
a los carios de Pedaso.
XXI. No hallaron los Milesios en su desventura recibida de manos de
los persas la debida compasión y correspondencia en los Sibaritas que
habitan al presente las ciudades de Leo y de Seidro (8),
después que fueron privados de su antigua patria, la ciudad misma de
Sibaris; pues habiendo sido ésta tomada por los de Crotona tiempos
atrás, mostraron tanta pena los Milesios de aquella desventura, que los
adultos todos se cortaron el pelo, siendo dichas ciudades las más
amigas y las más unidas en buenos oficios de cuantas tenga yo noticia
hasta aquí. Muy diferentemente obraron en este punto los de Atenas,
quienes, además da otras muchas pruebas de dolor que les causaba la
pérdida de Mileto, dieron una muy particular en la representación de un
drama compuesto por Frínico, cuyo asunto y título era la toma de
Mileto; pues no sólo prorrumpió en un llanto general todo el teatro.
sino que el público multó al poeta en mil dracmas por haberle renovado
la memoria de sus males propios, prohibiendo al mismo tiempo que nadie
en adelante reprodujera semejante drama.
XXII. Así Mileto quedóse, en una palabra, sin Milesios. Por lo que
mira a los samios que tenían en casa algo que perder, estuvo tan lejos
de parecerles bien la resolución de sus generales a favor de los medos,
que luego después del combate naval tomaron entre ellos el acuerdo de
salirse de su patria para ir a fundar una nueva colonia, antes que
volviera Eaces a entrar en la isla, sin duda por no verse precisados en
caso de quedarse en sus casas a servirá los medos y obedecer a un
tirano La ocasión era la más oportuna, pues entonces los Zancleos (9),
pueblo de Sicilia, por medio de unos mensajeros enviados a la Jonia,
instaban a los jonios a que vinieran a apoderarse de Calacta, muy
deseosos de que se fundase en esta ciudad jonia. Es la que llamaban
Calacta una hermosa playa poseída entonces por los Sicelios (o
Sicilianos, originarios del país), la cual mira hacia Tirsenia.
Mientras los Zancleos convidaban a los jonios a formar dicha colonia,
los samios fueron entre éstos los únicos que, en compañía de los
Milesios que habían podido escaparse de la ruina universal, partieron
para Sicilia, donde su empresa tuvo el éxito siguiente.
XXIII. Quiso la suerte que al llegar los samios en su viaje a los Locros, por sobrenombre Epicefirios (10),
se hallasen actualmente los Zancleos, conducidos por su rey llamado
Escites, sitiando cierta ciudad de los Sicilianos con ánimo de
apoderarse de ella a viva fuerza. Anaxilao, señor de Regio y grande
enemigo de los Zancleos, informado del designio de los samios, procuró
insinuarse con ellos, y supo persuadirles que a la sazón les convenía
más bien olvidarse de Calactas y de las hermosas playas hacia donde
llevaban el rumbo, y apoderarse en vez de ellas de la misma ciudad de
Zancla, que se hallaba sin soldados que pudiesen defenderla. Caen los
samios en la tentación, y hácense dueños de Zancla. Apenas los Zancleos
ausentes de su patria oyeron que había sido sorprendida, cuando fueron
corriendo a socorrerla, llamando al mismo tiempo en su ayuda a
Hipócrates, señor de la Gela (11)
y aliado suyo. Viniendo éste para auxiliarles con su gente de armas,
obró tan al contrario, que privando a Escites, monarca de los Zancleos,
de su ciudad, le mandó poner preso, y en su compañía a Pitógenes su
hermano, enviándolos así atados a la ciudad de Inico (12).
Entró después a capitular con los samios de la plaza, e interpuesta la
fe mutua del juramento, vendió alevosamente a los Zancleos; pues de la
paga de su traición en que convino con los samios fue que de los
esclavos y muebles que se hallaban dentro de la ciudad tomaría la mitad
para sí, y que cargaría con cuanto mueble y esclavo se hallase en la
campiña. Para más iniquidad, valiéndose de la ocasión, mandó atar la
mayor parte de los Zancleos y se quedó con ellos como si fueran
esclavos; y no contento con esto, entregó a los samios los 300 Zancleos
principales para que les cortasen la cabeza, maldad que no quisieron
ejecutar.
XXIV. Escites, el señor de los Zancleos, huido de Inico, pasó a Himera (13),
de donde navegó al Asia y llegó a la corte de Darío, quien vino a
tenerle por el griego mejor y más justificado de cuantos de la Grecia
habían subido a su corte; pues habida licencia del soberano para ir a
Sicilia, volvió otra vez a su presencia, y entre los persas, acabó su
vida felizmente en edad muy avanzada.
XXV. De este modo los samios que se habían escapado del dominio de
los medos, lograron sin ningún trabajo hacerse dueños de Zancla, una de
las más bellas ciudades (14).
Después de la batalla naval que se dio por causa da Mileto, los
fenicios, por orden de los persas, restituyeron a Samos a Eaces el hijo
de Silosonte, en atención a lo bien que con ellos se había portado. Los
samios, en efecto, por haber retirado sus naves del combate naval de
los jonios, lograron ser los únicos entre los que se habían sublevada
contra Daría que librasen del incendio sus templos y ciudades. Tomada
ya Mileto, nada tardaron los persas en recobrar la Caria, cuyas
ciudades, parte entregadas a discreción, parte rendidas por fuerza,
iban de nuevo agregando al imperio.
XXVI. Tiempo es ya de volver a Histieo, que se hallaba en las
cercanías de Bizancio apresando las naves mercantiles de los jonios que
procedían del Ponto, cuando le llegó la nueva de lo que acababa de
suceder en Malo. Apenas la recibió, hízose a la vela con sus lesbios
hacia Quío, dejando el cuidado de la piratería en el Helesponto a
Bisaltes, natural de Abido e hijo de Apolofanes; y llegada ya a aquella
isla, tuvo una refriega con la guarnición de un fuerte llamado Cela que
no quería admitirle en aquel lugar, y mató en ella no pocos de aquellos
defensores. Con esta logró hacerse dueño de una pequeña ciudad de la
isla, de cuyo puerto salía con los lesbios de su comitiva y se iba
apoderando de las galeras maltratadas de los de Quío, que escapadas de
la batalla naval se volvían a su patria.
XXVII. A estos vecinos de la isla de Quío habían antes acontecido ya
notables prodigios, según suelen los dioses por ley ordinaria dar de
antemano ciertos pronósticos de las grandes desventuras que amenazan a
alguna ciudad o nación. Uno había sido que de cien mancebos enviados en
un coro o danza desde Quío a Delfos, sólo dos habían vuelto a la
patria, habiendo perecido los otros 98 de una peste que les sobrevino:
otro fue que cayéndose en Quío el techo de una casa sobre los niños de
la escuela poco antes que se diese la batalla naval, de 420 que ellos
eran, sólo uno se salvó. Estas fueron las señales previas que el cielo
les enviaba: después vino la batalla naval que destruyó aquella
república, y después de la rota fatal de las naves, el pirata Histieo
con sus lesbios se dejó caer sobre los quíos destrozados, y acabó de
dar en tierra con todo el poder de aquel estado.
XXVIII. Teniendo ya Histieo en su escuadra no pocos combatientes,
jonios y eolios, desde Quío se fue contra Taso. Estaba ya sitiando esta
plaza, cuando por el aviso que le vino de que los fenicios, dejando a
Mileto, salían contra las otras ciudades de la Jonia, dióse mucha prisa
en partir con toda su gente hacia Lesbos, sin llevar a cabo la
expugnación de Taso. Entretanto, la falta de víveres que padecía su
ejército, le obligó a pasar al continente con ánimo de segar las
mieses, así del territorio Atarneo como del campo Caico que pertenece a
los misios. Pero quiso entonces la fortuna que se hallase en aquellas
cercanías con un numeroso ejército Hárpago, general de los persas, el
cual, en una batalla que allí se dio, muerta la mayor parte de las
tropas enemigas, logró apoderarse de la persona de Histieo, que fue
hecho prisionero del modo siguiente:
XXIX. En Malena, lugar de la comarca Atarnea, trabóse el choque
entre persas y griegos, en que por largo tiempo quedó dudosa la
victoria, hasta que al fin, arremetiendo la caballería persiana, hizo
suya la acción con tal viveza, que puso en fuga a los griegos. Al huir
con los suyos Histieo, persuadido como estaba de que por aquella su
culpa no le condenaría el rey a perder la vida, se le avivó tanto el
deseo de conservarla, que alcanzado ya por un soldado persa y viendo
que iba con un golpe a pasarle de parte a parte, le habló en lengua
persiana y se le descubrió diciendo ser el milesio Histieo.
XXX. Si Histieo, puesto que fue cogido vivo, hubiera sido presentado
asimismo a Darío, éste, a mi modo de entender, le hubiera perdonado la
ofensa pasada, y aquél nada hubiera tenido que sufrir de parte del
ofendido (15). El daño
estuvo en que el virrey de Sardes Artafernes y Hárpago, el general de
las tropas, a fin de impedir que perdonado Histieo volviera de nuevo a
la gracia y privanza del soberano, luego que llegó a Sardes prisionero,
pusieron su cuerpo en un palo y enviaron a Susa su cabeza embalsamada
para que la viera Darío. Sabedor, en efecto, el monarca de aquel hecho,
desaprobando la resolución, reprendió a los ministros autores de ella,
porque no le habían presentado vivo el prisionero de guerra. Respecto a
la cabeza de Histieo, ordenó que lavada y decorosamente amortajada se
le diese honrosa sepultura, siendo de un varón singularmente
benemérito, así de su real persona como del imperio de los persas. Así
vino a terminar Histieo.
XXXI. La armada de los persas que había invernado en las cercanías
de Mileto, saliendo al mar al año siguiente, iba de paso apoderándose
de las islas adyacentes al continente del Asia Menor, a saber: la de
Quío, la de Lesbos, y la de Ténedos. Para mayor desgracia, posesionados
los bárbaros de alguna isla, lo primero que hacían era barrer y acabar
con todos los moradores que en ella había, en la forma que sigue: iban
formando un cordón de persas cogidos uno de la mano del otro, y
empezando así de la playa del Norte seguían con aquella red barredera
cazando los hombres por toda la isla. En el continente, asimismo fueron
apoderándose de las ciudades jonias, reduciéndolas a la esclavitud,
dejando solo de tender allí su red por no permitirlo la situación del
país.
XXXII. Así que los generales persas no quisieron que se dijese de
ellos que no cumplían las amenazas que antes habían hecho los jonios,
cuando todavía estaban armados, pues como lo amenazaron, así lo iban
ejecutando. Porque no bien se veían dueños de alguna de las plazas,
cuando escogidos los niños más gallardos, hacían de ellos otros tantos
eunucos para su servicio, entresacando del mismo modo a las doncellas
mejor parecidas para enviarlas a la corte; y no contentos con esto,
entregaban a las llamas todos los edificios de las ciudades, así
profanos como consagrados a los dioses. Esta fue la tercera vez que los
jonios se vieron hechos esclavos, pues una les subyugaron los lidios, y
dos consecutivamente los persas.
XXXIII. Aquella misma armada, habiendo dejado la Jonia, fue
sujetando todas las plazas que caen a la izquierda del que va navegando
por el Helesponto, pues las que están a mano derecha en el continente
habían ya sido rendidas por los persas. En dicha costa del Helesponto,
que pertenece a la Europa, se halla el Quersoneso, en que se cuentan
bastantes ciudades; se halla la ciudad de Perinto; se hallan los
fuertes de la Tracia, como también las ciudades de Salibria y de
Bizancio. Los Bizantinos, pues, y del mismo modo los calcedonios,
situados en la ribera opuesta, dejando sus pueblos antes de que llegase
la armada fenicia y retirados a lo interior del Ponto Euxino, fundaron
la ciudad de Mesambria. Llegados después los fenicios, incendiadas las
dos citadas plazas, se dejaron caer sobre Proconeso y Artace, y desde
ellas, después que las hubieron abrasado, hiciéronse a la vela otra vez
hacia el Quersoneso con ánimo de arruinar las ciudades que antes habían
respetado, cuando por primera vez se echaron sobre aquella península. A
Cízico no se acercaron absolutamente los fenicios, a causa de que los
naturales, ya antes de su llegada, capitulando con el virrey de
Dascilio, Ebares, hijo de Megabazo, se habían entregado al rey; pero en
el Quersoneso rindieron las demás ciudades, excepto la de Cardia.
XXXIV. Hasta este tiempo, Milcíades, hijo de Cimón y nieto de
Esteságoras, conservaba el dominio en dichas ciudades, sobre las cuales
lo había adquirido antes aquel otro Milcíades que fue hijo de Cipselo,
de la manera que referiré. Los dolongos, pueblos de origen tracio, eran
los que antiguamente habitaban en el Quersoneso, quienes viéndose
agobiados en la guerra por los apsintios (16),
enviaron a Delfos sus reyes para que consultasen acerca de ella. Dióles
por respuesta la Pitia que se llevaran a su país por fundador de una
colonia al primero que salidos del templo les acogiera en su casa como
huéspedes y amigos. Los dolongos, pues, tomaron su camino por la vía
sacra (17), pasaron por la
señoría de los focenses y por la de los beocios, y desde allí, sin que
nadie les convidase con su casa, se entraron por la de los atenienses.
XXXV. En aquella sazón, si bien era Pisístrato quien tenía en Atenas
el poder absoluto, no dejaba con todo de tener algún mando cierto señor
llamado Milcíades, hijo de Cipselo, sujeto de familia principal que
mantenía tiros de cuatro caballos para concurrir a los juegos olímpicos (18).
Era éste descendiente remoto de Egina y de Eaco, y después, andando el
tiempo, se hallaba naturalizado entre los atenienses, siendo de la casa
de Fileo, hijo de Eante, que fue el primero de dicha familia que se
inscribió por ciudadano de Atenas. Estábase, pues, Milcíades sentado a
la puerta de su casa, cuando viendo pasar a los dolongos con un traje
peregrino y armados con sus picas, los saludó y llamó hacia sí.
Acercáronsele luego y fueron de él convidados con su casa y posada, y
admitido el agasajo, danle cuenta los nuevos huéspedes del oráculo
recibido, exhortándolo al mismo tiempo a que obedezca al dios Apolo.
Milcíades, como quien estaba mal con el dominio de Pisístrato, ansioso
de salirse de su jurisdicción, dejóse persuadir muy fácilmente, y luego
envió a Delfos unos diputados encargados de consultar de su parte el
oráculo sobre si haría o no lo que le pedían aquellos dolongos.
XXXVI. Con el nuevo mandato de la Pitia acabóse de resolver a la empresa Milcíades, hijo de Cipselo (19),
sujeto ya famoso por haber llevado el primer premio en las justas de
Olimpia entre los aurigas de cuatro caballos. Alistando, pues, para la
nueva colonia a todos los atenienses que quisieron seguirle en su
viaje, con ellos y con los dolongos se hizo a la vela y logró después
apoderarse de la región que pretendía, de la cual le nombraron señor
los que le habían llamado. La primera providencia que tomó Milcíades en
su dominio fue la de cerrar el istmo del Quersoneso, tirando una
muralla desde la ciudad de Cardia hasta la de Pactia, con cuya defensa
impedía las invasiones y correrías de los Apsintios en toda la tierra.
Dicho istmo tiene de mar a mar 36 estadios, y el Quersoneso, contando
del istmo hacia lo interior del país, se extiende a lo largo 420
estadios.
XXXVII. Fortalecida ya la garganta del Quersoneso con aquel nuevo
pertrecho que impedía la entrada y tenía lejos de él a los Apsintios,
los primeros a quienes hizo la guerra Milcíades fueron los Lampsacenos,
quienes en ara emboscada le hicieron prisionero. Al saber Creso el
lidio aquella prisión, por la grande estima que hacía de la persona de
Milcíades, intimó a los Lampsacenos por medio de un mensajero que
pusiesen en libertad al prisionero, que de no hacerlo les aseguraba que
los quebrantaría como quien quebranta un pino. Pónense luego los
Lampsacenos a deliberar sobre el sentido de la enigmática amenaza, no
alcanzando la fuerza de aquel quebrantar a manera de un pino,
hasta que al cabo de un buen rato de demandas y respuestas, dio un
viejo en el blanco de la amenaza diciendo ser el pino el único entre
los árboles que desmochado una vez no vuelve a retoñar, sino que
totalmente acaba y muere. Con el temor en que con tal amenaza entraron
los de Lampsaco dieron libertad a Milcíades, debiendo éste a Creso el
verse libre de sus prisiones.
XXXVIII. Restituido Milcíades a sus estados, viéndose sin hijos,
hizo al morir heredero del mando y de sus bienes a su sobrino
Steságoras, hijo de Cimón su hermano uterino. En el día los pueblos del
Quersoneso, según suele practicarse con los fundadores de alguna
ciudad, hacen sacrificios en honor de Milcíades, en cuya memoria tienen
establecidos unos juegos así ecuestres como gímnicos, en los cuales no
es permitida a ningún Lampsaceno la competencia. Duraba todavía la
guerra con los de Lampsaco, cuando quiso la mala suerte que también
Steságoras muriera sin sucesión, recibiendo un golpe de segur que
descargó sobre su cabeza el mismo Pritaneo, uno que se vendía por
desertor, y era realmente un enemigo enconado y furioso.
XXXIX. Los Pisistrátidas, sabida la muerte de Steságoras, enviaron
al Quersoneso en una galera a Milcíades, hijo de Cimón y hermano del
difunto, para que tomase el mando del estado. Mucho se habían ya
esmerado antes los hijos de Pisístrato en favorecer a este Milcíades
estando aún en Atenas, como si no hubieran tenido parte alguna en la
muerte de Cimon su padre, la cual diré del modo que sucedió en otro
lugar de mi historia. Llegado, pues, Milcíades al Quersoneso, se
mantuvo algún tiempo sin salir de casa, queriendo, a lo que parecía,
honrar con aquel luto y retiro la muerte de Steságoras. Corrió así la
voz entre los vecinos del Quersoneso, y en fuerza de ella, juntos todos
los señores principales de aquellas ciudades en diputación común,
vinieron a dar el pésame a Milcíades, quien valiéndose de la ocasión
los puso presos a todos y se alzó con el dominio del Quersoneso entero,
manteniendo en su servicio 500 hombres de guardia y tornando después
por esposa a la princesa Hegesipila, hija de Oloro, rey de los tracios.
XL. No sólo tuvo que tomar estas medidas Milcíades, hijo de Cimon,
recién llegado al Quersoneso, sino que hubo de sufrir en lo sucesivo
otros contratiempos mucho más crueles; porque tres años después (20)
túvose que ausentar del Quersoneso huyendo de los escitas llamados
Nómadas, quienes, irritados por el rey Darío y unidos en cuerpo de
ejército, avanzaron con sus correrías hasta el Quersoneso. Milcíades,
no teniendo ánimos ni fuerzas para hacerles frente, huyóse por esta
causa de sus dominios, donde después que los escitas se volvieron otra
vez a su país, le restituyeron de nuevo los dolongos. Esta adversidad
le había acontecido tres años antes que le sucediera otra desventura
que a la sazón de que voy hablando la sobrevino, y fue la siguiente:
XLI. Informado Milcíades de que los fenicios se hallaban ya en
Ténedos, cargando luego cinco galeras de cuantas riquezas y
preciosidades tenía a mano, hízose con ellas la vela para Atenas (21).
Salido, pues, de la ciudad de Cardia, iba navegando por el golfo Melas,
costeando el Quersoneso, cuando con sus galeras se dejaron caer sobre
él los fenicios. Por más caza que le daban, pudo Milcíades escaparse
con cuatro de sus naves y acogerse a Imbro; pero fue apresada la
quinta, en la que iba por capitán Metíoco, su hijo mayor, habido, no en
la hija del rey de Tracia Oloro, sino en otra esposa. Sabedores los
fenicios de que el capitán de la nave apresada era hijo de Milcíades,
le presentaron al rey creídos de que iban a hacerle en ello el más
grato obsequio, por cuanto Milcíades había sido el que dio a los
señores de la Jonia el voto de que lo mejor era condescender con los
escitas, cuando éstos los pedían que disuelto el puente de barcas
diesen la vuelta a su patria. Darío, después que tuvo en su poder a
Metíoco, hijo de Milcíades, presentado por los fenicios, no sólo no le
trató como enemigo, sino que la colmó de tantas mercedes que le dio
casa y bienes, casándolo con una señora persiana, y los hijos que en
ella tuvo son reputados como persas.
XLII. Partido Milcíades de Imbro, llegó salvo hasta Atenas. Los
persas no hicieron en aquel año otra hostilidad ni violencia en castigo
de los jonios, antes tomaron acerca de ellos, unas providencias muy
útiles y humanas, pues aquel año fue cuando Artafernes, virrey de
Sardes, convocando a los diputados de las ciudades de la Jonia, les
obligó a que hiciesen entre ellos sus estatutos y tratados a fin de
ajustar en juicio las diferencias mutuas y no valerse en adelante del
derecho de las armas unos contra otros pasándolo todo a sangre y fuego (22).
Obligado que los hubo a convenir en estos pactos, mandó Artafernes
medir sus tierras por parasangas, medida persa así llamada que contiene
30 estadios. Medido así todo el país, señaló en particular los
tributos, que se han mantenido hasta mis días en aquella regulación de
Artafernes, la misma casi que ya de antes estaba impuesta.
XLIII. Todo estaba, pues, en Jonia tranquilo y sosegado. Al principio de la siguiente primavera (23),
retirados; por orden del rey los demás generales, bajó Mardonio, hacia
las provincias marítimas conduciendo un gran ejército de mar y tierra.
Era este joven general hijo de Gobrias, y estaba recién casado con una
princesa hija da Darío, llamada Artozostra. En Cilicia, adonde había
llegado al frente de su ejército, entró a bordo de una nave y navegó
con toda la escuadra, señalando otros caudillos que condujesen las
tropas de tierra al Helesponto. Después que costeada el Asia Menor se
halló Mardonio en la Jonia, siguió en ella una conducta tal, que bien
sé que, referida aquí, ha de parecer una cosa sorprendente a aquellos
griegos que no quieren persuadirse que Ojanes, uno de los septenviros
confederados contra el Mago, fuese de parecer que entre los persas
debiese instituirse un estado republicano; porque lo que hizo allí
Mardonio desde luego fue deponer a todos los señores de la Jonia y
sustituir en todas las ciudades la democracia o gobierno popular (24).
Tomadas estas providencias, se dio mucha prisa en llegar al Helesponto.
Después que en él se hubo juntado una prodigiosa armada y asimismo un
ejército numeroso, pasaron las tropas embarcadas al otro lado del
Helesponto, y de allí continuaron marchando camino de Eretria y de
Atenas.
XLIV. Era, en efecto, el pretexto de aquella expedición el hacer la
guerra a las dos ciudades mencionadas; pero el intento principal no era
menos que el de conquistar para la corona todas las ciudades de la
Grecia que pudiesen. Desde luego con la armada sujetaron a los de Taso,
los cuales ni aun osaron levantar un dedo contra los persas: con el
ejército de tierra agregaron a los Macedones (25)
a los vasallos que allí cerca tenían; pues ya antes les reconocía por
señores todas aquellas naciones vecinas que moran más acá de la
Macedonia. Dejando vencida a Taso, iba la armada naval costeando el
continente que está frontero, hasta que aportó en Acanto (26).
Salida después de allí, y procurando vencer el cabo del monte Atos, se
levantó contra las naves el viento Bóreas con tal ímpetu y vehemencia,
que arrojó un gran número de ellas contra dicho promontorio, donde es
fama que trescientas fueron a estrellarse, pereciendo en ellas más de
veinte mil personas; pues como aquellos mares abundan de monstruos
marinos, muchos de los náufragos cerca de Atos fueron de ellos
arrebatados y comidos; muchos perecieron arrojados contra las peñas;
algunos por no saber nadar se ahogaban, y otros morían de puro frío.
Tal desventura cargó sobre aquella armada.
XLV. El ejército de tierra se hallaba a la sazón atrincherado en Macedonia, cuando los Brigos (27),
pueblos de la Tracia, embistieron en la oscuridad de la noche contra
las tropas de Mardonio, logrando matar mucho número de ellas, y aun
herir al mismo general, bien que esta sorpresa nocturna no pudo
librarlos del yugo y servidumbre de los persas, no habiéndose retirado
Mardonio de aquellos contornos hasta tanto que hubo rendido y domado a
los Brigos. Vencidos éstos, pensó luego, con todo en volver atrás con
su ejército entero, obligado a ello así por la pérdida que sus tropas
terrestres habían sufrido en la pasada refriega con los Brigos, como
por el gran naufragio que la armada había padecido en el promontorio
Atos. Malograda con esto Lía la jornada, se retiró al Asia todo el
ejército con mengua y pérdida de su reputación.
XLVI. Lo primero que Darío hizo al otro año fue enviar un mensajero
a Taso mandando a los naturales de la isla, quienes habían sido
delatados por los pueblos vecinos de que intentaban levantarse contra
los persas, que demoliesen por sí mismos sus murallas y pasasen sus
naves a Abdera. Los tasios, en efecto, así por haberse visto sitiados
antes por Histieo, como por hallarse con grandes entradas de dinero,
procuraban aprovecharlas bien en su, defensa, parte construyendo naves
largas para la guerra, parte levantando muros más fuertes para su
resguardo. Percibían los tasios esos réditos públicos que decía, así
del continente (28) como
también de las minas, pues las de oro que poseían en Scaptesila, lugar
de tierra firme, les redituaban por lo común 80 talentos, y las de la
misma isla de Taso, dado que no llegaran a rendirles tanto, les
producían con todo una suma tal, que el total de las rentas públicas de
los tasios percibidas, ya de tierra firme, ya de las minas, cada uno
subía ordinariamente a 200 talentos, y esto sin tener ninguna
contribución impuesta sobre los frutos de la tierra; y el año que los
negocios les iban muy bien, llegaba la suma de sus entradas a componer
300 talentos.
XLVII. Yo mismo quise ir a ver por mis ojos dichas minas, entre las
cuales las que más me sorprendieron y mayor maravilla me causaron
fueron aquellas que habían sido descubiertas por los antiguos fenicios,
cuando poblaron dicha isla venidos a ella en compañía del fenicio Taso (29),
de cuyo nombre tomó el suyo la isla. Estas minas Fenicias se ven en
Taso situadas entre el territorio llamado Enira y el que llaman Cenira,
donde se halla un gran monte abierto, arruinado y minado con varias
excavaciones que viene a corresponder enfrente de Samotracia.
XLVIII. Los tasios, pues, en fuerza de aquella real orden, demolidas
sus mismas fortificaciones, pasaron todas sus naves a Abdera (30).
Tomada dicha providencia, como Darío quisiese tomar el pulso a los
griegos y ver si se hallaban en ánimo de guerrear contra él o de
entregarse más bien a su dominio, despachó hacia las ciudades de Grecia
sus respectivos heraldos encargados de exigirles la obediencia para el
rey con pedirles la tierra y el agua. Al mismo tiempo envió
orden a las ciudades marítimas de sus dominios que construyesen naves
largas para la guerra, y, otras asimismo de carga para el transporte de
la caballería.
XLIX. Mientras que los vasallos de la marina preparaban estas naves,
muchos pueblos de la Grecia situados en el continente se mostraban
prontos para dará los embajadores destinados a sus ciudades lo que se
les pedía de parte de Darío; y todos los isleños donde aquellos
aportaron, y con mucha particularidad los de Egina, prestaron al rey la
obediencia ofreciéndole la tierra y el agua. Sabida esta
entrega de los eginetas, sospechando los atenienses, que ellos se
habían entregado al persa por la enemistad que les tenían y con la mira
de hacerles la guerra unidos con el bárbaro, diéronse desde luego por
muy resentidos o injuriados; y alegres por tener un motivo tan
especioso de queja contra los mismos, pasaron a Esparta y dieron allí
cuenta de aquella novedad, acusando a los eginetas de traidores y
enemigos de la Grecia.
L. En efecto, de resultas de esta acusación, el rey de los
espartanos Cleomenes, hijo de Anaxandrides, pasó a Egina queriendo
prender a los particulares que hubiesen sido los principales promotores
de la traición. Entre otros muchos eginetas que le hicieron frente al
ir a ejecutar tales prisiones, el que más se señaló en la resistencia
fue Crio (31), hijo de
Policrito, diciéndole claramente que mirase bien lo que hacía, si no
quería que le costase bien caro, pues bien se echaba de ver que no
venía a ejecutar aquella comisión de orden del común de los espartanos,
sino que obraba sobornado con las dádivas de los atenienses, pues a no
ser así, hubiera venido acompañado del otro rey su colega para hacer
aquella captura. Esta representación y resistencia la hacía Crio de
concierto o inteligencia con Demarato. Cleomenes, pues, que se veía
echar de Egina por la oposición de Crio, preguntóle cómo se llamaba:
dióle Crio su nombre, y al despedirse le replicó Cleomenes: -«Ahora
bien, ya puede ese Crio (o carnero) (32) forrar bien sus astas con puntas de bronce y de acero para topetar contra un gran desastre que le va a suceder.»
LI. Por aquel mismo tiempo en Esparta armaba a Cleomenes grandes
intrigas un hijo de Ariston, llamado Demarato, rey asimismo de los
espartanos, pero de una familia inferior a la de Cleomenes, no en la
calidad de la sangre, siendo los dos de una misma cepa, sino en el
derecho de primogenitura; pues sabido es que en atención a ella se da
en Esparta la preferencia a la descendencia y casa de Eurístenes.
LII. Sobre este particular es preciso decir aquí que los lacedemonios, a pesar de todos los poetas (33),
pretenden que no fueron los hijos de Aristodemo los que le condujeron
al país que al presente poseen, sino que su conductor fue el mismo
Aristodemo, siendo su rey al propio tiempo. Aristodemo, hijo de
Aristómaco, nieto de Cleodeo y biznieto de Hillo, tenía por mujer a una
señora llamada Argia, hija, según dicen, de Autesion, nieta de
Tisamenes, biznieta de Tersandro y tataranieta de Polinices; y esta
mujer, no mucho después de llegados al país, parió a Aristodemo dos
gemelos. Aristodemo apenas los vio nacidos cuando murió de una
enfermedad. En aquella época los lacedemonios, conformándose con sus
leyes o costumbres, decretaron que fuera rey el mayor de dichos
gemelos; pero como les veían a entrambos tan parecidos o iguales en
todo, no pudiendo por sí mismos averiguar cuál de los dos fuese el
primogénito, para salir de la duda lo preguntaron entonces a la madre
que los había parido, o quizá antes ya se lo habían preguntado. Ella,
aunque bien lo sabía, sin embargo, con la mira de hacer que fueran
reyes los dos gemelos, afirmábase en asegurarles que ni ella misma
podía absolutamente decir cuál de los dos niños fuese el mayor. Los
lacedemonios, metidos en aquella confusión, enviaron su consulta a
Delfos para salir de duda e incertidumbre. La Pitia les dio por
respuesta que a entrambos los tuvieran por reyes, dando empero la
preferencia al mayor de los gemelos. Con este oráculo de la Pitia
quedaron los lacedemonios tan confusos corno antes, no hallando la
manera de averiguar cuál de los niños fuese el que primero había
nacido. Mas un tal Panites, que este era su nombre, natural de Messena,
sugirió entonces a los lacedemonios un buen medio para salir de duda, a
saber: avisarles que fuesen observando cuál de los gemelos fuese
siempre el primero a quien limpiara y diera la teta la madre que los
había parido; y si notaban que ella constante en esto nunca variase, no
les quedaba ya más que hacer ni averiguar a fin de saber lo que
pretendían; pero que si la madre fuese en ello alternando, se
cercioraran de que ni la misma madre que parió a los mellizos les
distinguía ni acababa de conocerles, y en tal caso les sería preciso
tomar otro rumbo para salir de duda. Gobernados los espartanos por el
aviso del Mesenio, pusiéronse muy de propósito a observar lo que hacía
la madre con los hijos de Aristodemo, y sin que ella entendiera a qué
fin la iban observando, vieron cómo siempre, así en alimento como en el
aseo, daba el primer lugar a uno de los niños, que era el mayor de sus
hijos. Con estas luces toman los lacedemonios al gemelo a quien la
madre prefería, del todo persuadidos que era el primogénito, y
mandándole criar y educar por cuenta del estado, le pusieron por nombre
Eurístenes, llamando Procles al otro menor. De estos dos niños cuentan
que por más que fuesen gemelos, llegados a la mayor edad, nunca fueron
buenos hermanos, sino émulos entre sí y contrarios sempiternos, en lo
que les imitaron siempre sus descendientes (34).
LIII. Los que así nos cuentan esta historia son únicamente los
lacedemonios entre los griegos, como antes decía; lo que voy a referir
es conforme con lo que dicen los demás griegos. Hasta subir a Perseo,
hijo de Dánae, está bien seguida y deslindada la ascendencia de los
reyes que tuvieron los dorios (35),
y añadiré que si no se incluye en tal genealogía al dios que fue padre
de Perseo, todos aquellos ascendientes fueron griegos de nación, puesto
que por tales eran ya reputados en aquella época estos progenitores. La
razón de que no queriendo subir más en esta genealogía dijera que no
incluía en ella al dios padre de Perseo, es porque este héroe no lleva
apellido de familia tomado de un padre que fuese hombre mortal, como
vemos que lo lleva Hércules tomado de Anfitrión; de suerte, que con
mucha razón me detuve en Perseo sin subir más arriba. Mas si dejando
los padres de Perseo quisiera uno desde Dánae, hija de Acrisio, ir
contando los progenitores de aquella real familia, se verá que son
oriundos de Egipto los primeros príncipes ascendientes de los reyes
dorios.
LIV. Esta es su genealogía, según la deslindan los griegos; pero si
queremos escuchar en este punto a los persas, Perseo, siendo asirio,
fue quien pasó a ser griego, pues cierto que no habían sido griegos sus
progenitores. respecto a los padres de Acrisio, que nada tienen que ver
con la ascendencia de Perseo, convienen los persas en que fueron
egipcios, como pretenden los griegos.
LV. Mas baste lo dicho sobre este punto, que no quiero expresar aquí
cómo siendo egipcios aquellos progenitores, ni por qué medios y
proezas, llegaron a ser reyes de los dorios, pues otros lo han referido
primero, y yo quiero solamente decir lo que otros no dijeron.
LVI. Tienen, pues, los espartanos ciertos derechos y prerrogativas
reservadas para sus reyes, corno son: dos sacerdocios principales, uno
el de Júpiter lacedemonio, otro el de Júpiter Uranio, como también el
arbitrio de hacer la guerra y llevar las armas al país que quisieren,
con tan amplias facultades que ningún espartano, so pena de incurrir en
el más horrendo anatema, se lo pueda estorbar, igualmente el ser los
primeros en salir acampada y los últimos en retirarse, y, en fin, tener
en la milicia cien soldados escogidos (36)
para su guardia, tomar en tiempo de sus expediciones todas las reses
que para víctimas quisieren, y apropiarse las pieles y también los
lomos de las víctimas ofrecidas.
LVII. Estos son sus privilegios y gajes militares: los honores que
les fueron concedidos en tiempo de paz son los siguientes: Cuando
alguno hace un sacrificio público se guarda para los reyes el primer
asiento en la mesa y convite; las viandas no solo deben presentárseles
primero, sino que de todas debe darse a cada uno de los reyes doble
ración comparada con la que se da a los denlas convidados, debiendo ser
ellos los que den principio a las libaciones religiosas; a ellos
pertenecen también las pieles de las víctimas sacrificadas. En todas
las neomenias y hebdomas de cada mes (en los días 1º y 7º) debe darse a
cada uno de los reyes en el templo de Apolo una víctima mayor, un
medimno (37) de harina y un
cuartillo lacedemonio de vino. En los juegos y fiestas públicas los
primeros asientos están reservados a sus personas. A ellos pertenece el
nombramiento de sus ciudadanos para próxenos (38)
(agentes o procuradores públicos de las ciudades); y cada uno de ellos
tiene la elección de dos Pythios o consultores religiosos diputados
para Delfos, personas alimentadas en público en compañía de los mismos
reyes. El día que estos no asisten a la mesa y comida pública (39), se debe pasarles en sus casas dos chenices
de harina y una cotila de vino para cada uno en particular: el día en
que asisten a la mesa común, debe doblárseles toda la ración. En los
convites que hacen los particulares deben los reyes ser tratados y
privilegiados del mismo modo que en las comidas públicas. La custodia
de los oráculos relativos al estado corre a cuenta de los reyes; bien
que de ellos deben ser sabedores los Pythios o consultores sacros. El
conocimiento de ciertas causas está reservado a los reyes; si bien
estas son únicamente: 1º. Con quién debe casar la pupila heredera que
no hubiere sido desposada con nadie por su padre: 2º. Todo lo que mira
al cuidado de los caminos públicos: 3º. Toda adopción siempre que uno
quiera tomar por hijo a otra persona, debe celebrarse en presencia de
ellos: 4º. El poder asistir y tomar asiento entre los Gerontes o
senadores reunidos de oficio, que son 28 consejeros del estado; y
cuando los reyes no quieren concurrir a la junta, hacen en ella sus
veces los senadores más allegados a los mismos, de suerte que añaden a
su propio voto dos mas, a cuenta de los dos reyes.
LVIII. Ni son las únicas demostraciones de honor hechas en vida a
los reyes, sino que en muerte hacen con ellos estás y otras los
espartanos. Lo primero, unos mensajeros a caballo van dando la noticia
de la muerte por toda la Laconia, y por la ciudad van unas mujeres
tocando por todas las calles su atabal. Al tiempo que esto pasa, es
forzoso que de cada familia dos personas libres, un hombre y una mujer,
se desaliñen y descompongan en señal de luto, so graves penas si dejan
de hacerlo; de suerte que la moda de este luto entre los lacedemonios
en la muerte de sus reyes, es muy parecida o idéntica a la que usan los
pueblos bárbaros en el Asia, donde estilan hacer otro tanto cuando
mueren sus reyes. Porque cuando muere el rey de los lacedemonios, no
solo los espartanos mismos, sino los naturales o vecinos de toda
Lacedemonia, es necesario que concurran en cierto número al entierro.
Juntos, pues, en un mismo lugar y en determinado número, ya los dichos
vecinos, ya los Ilotas, ya las mismos espartanos, todos en compañía de
las mujeres, se dan golpes muy de veras en la frente, moviendo un gran
llanto y diciendo siempre que el rey que acaban de perder era el mejor
de los reyes. Si acontece que muera el rey en alguna campaña,
acostumbran formar su imagen y llevarla en un féretro ricamente aseado.
Por los diez días primeros consecutivos al entierro real, como en días
de luto público, se cierran los tribunales y cesan asimismo los
comicios.
LIX. En otra cosa se asemejan los espartanos a los persas: en que el
nuevo rey y sucesor del difunto, al tomar posesión de la corona,
perdona las deudas que todo espartano tuviese con su predecesor o con
el estado mismo, cosa parecida a lo que pasa entre los persas, donde el
rey nuevamente subido al trono hace gracia a todos sus vasallos de los
tributos ya vencidos y no pagados.
LX. En otra costumbre se parecen a los egipcios los lacedemonios,
que consiste en que los pregoneros de oficio, los trompeteros y los
cocineros sucedan siempre en las artes a sus padres (40);
de suerte que allí siempre es trompetero el hijo de trompetero,
cocinero el hijo de cocinero y pregonero el hijo de pregonero,
reteniendo siempre la herencia de las artes paternas, sin que otra de
mejor calidad les saque de su oficio. Esto es, en suma, lo que pasa en
Esparta.
LXI. Hallábase, pues, en Egina Cleomenes, como antes iba diciendo,
empleado en procurar el bien común de la Grecia, y Demarato en tanto le
estaba malamente calumniando en Esparta, no tanto por favorecer a los
eginetas, como por el odio y envidia que le tenía. Pero vuelto de Egina
Cleomenes, llevado de espíritu de venganza, maquinó el medio cómo
privar del reino a Demarato, contra quien intentó la acción que voy a
referir. Siendo Ariston rey de Esparta y viendo que de ninguna de dos
mujeres que tenía le nacían hijos, se casó con una tercera de un modo
muy singular. Un gran amigo de Ariston, de quien él se servía más que
de ningún otro espartano, tenía a dicha por esposa una mujer la más
hermosa de cuantas en Esparta se conocían, y era lo más notable que
había venido a ser la más hermosa después de haber sido la más fea del
mundo, mudanza que sucedió en estos términos: viendo el ama de la niña
cuán deforme era su cara, y compadecida por una parte de que siendo
hija de una casa tan rica y principal fuese desgraciada, y por otra de
la pena que en ello recibían sus padres, empezó a cargar mucho la
consideración sobre cada cosa de las referidas, y para remediarlas tomó
la resolución de ir todos los días con la niña fea al templo de Helena
en Esparta, situado en un lugar que llaman Terapua, más arriba de
Febeo. Lo mismo era llegar el ama con su niña, que presentarse delante
de aquella estatua y suplicar a la diosa Helena que tuviese a bien
librar a la pobre niña de aquella fealdad. Es fama que al volverse un
día del templo se apareció al ama cierta mujer y le preguntó qué era lo
que en brazos tenía; dícele el ama que tenía en ellos una niña, y la
mujer le pide que se la deje ver. Resistíase el ama, dando por razón
que de orden de los padres de la niña a nadie podía enseñarla; pero
como la mujer porfiase siempre en verla, vencida por fin el ama de la
instancia que le hacía, se la enseñó. Ve la mujer a la niña, y
pasándole la mano por la cara y cabeza, iba diciendo que sería la más
bella de las mujeres de Esparta. ¡Cosa extraña! Desde aquel punto fue
poniéndosele otro el semblante. A esta niña, pues, cuando hubo llegado
a la flor de su edad, tomóla por mujer Aleto, hijo de Alcides, aquel
amigo de Ariston a quien antes aludía.
LXII. Ariston, herido fuertemente y aun vencido de la pasión por
aquella mujer, maquinó el siguiente artificio y engaño para salir con
su antojo. Entra en un convenio con aquel amigo cuya era la hermosa
mujer, de darle una prenda, la que más le gustase de cuanto poseía;
pero con pacto y condición de que el amigo por su parte prometiera
darle otra del mismo modo. Ageto, que veía casado a Ariston con otra
mujer, no recelando remotamente que pudiera pedirle la suya, convino en
el pacto y trueque de las prendas, que ambos confirmaron con juramento.
Apresuróse luego Ariston a cumplir la palabra empeñada dando la presea
que escogió Ageto de entre las de su tesoro, con la mira impaciente de
recibir otra tal de parte de su amigo, declarándole al punto su
pretensión y queriendo quitarlo la esposa. Protestábale Ageto que a
todo menos a su mujer se extendía el pacto de la promesa; pero obligado
al cabo con la fe del juramento y cogido en un escrupuloso lazo
permitió que Ariston se fuese con su esposa.
LXIII. De esta manera Ariston, divorciándose con su segunda esposa,
se casó con esta tercera mujer, la cual dentro de breve tiempo, aun
antes del décimo mes, le parió aquel Demarato de que íbamos hablando.
Puntualmente se hallaba Ariston en una junta con los Éforos, cuando uno
de sus criados vino a darle la nueva de que acababa de nacerle un hijo.
Al oír el aviso, pónese Ariston a recordar el tiempo que había desde
que estaba casado con su tercera mujer, contando los meses por los
dedos; y luego: -«¡Por Júpiter! exclama, que no puede ser mío el hijo
de mi mujer;» juramento de que todos los Éforos fueron testigos, si
bien nada contaron con él en aquella sazón. Fue después creciendo el
niño, y persuadido Ariston de que, sin falta era hijo suyo,
arrepentíase mucho de que antes se le hubiera deslizado la lengua en
aquel dicho precipitado. Respecto al niño, la causa de ponerle por
nombre Demarato (el deseado del pueblo) había sido los votos y
rogativas públicas a Dios que antes habían hecho de común acuerdo los
espartanos, pidiendo que naciera un hijo a Ariston, rey el más cumplido
y estimado de cuantos jamás hubiese habido en Esparta, y por esta razón
se dio al recién nacido el nombre de Demarato.
LXIV. Andando el tiempo, sucedió Demarato en el reino a su difunto
padre Ariston, si bien parece ser disposición de los hados que aquel
dicho de Ariston, sabido de todos, hubiese al cabo de ser ocasión para
que se depusiese del trono a su hijo. De esta mala estrella, según
creo, provendría que Demarato se declarase tan contrario a Cleomenes,
así antes cuando se retiró desde Eleusina con sus tropas, como entonces
cuando Cleomenes se dirigía contra los eginetas declarados partidarios
del medo.
LXV. Formado, pues, por Cleomenes el proyecto de vengarse de
Demarato, lo primero que hizo para lograrlo fue concertar con
Leotiquides, hijo de Menares y nieto de Agis (41),
príncipe de la misma familia que Demarato, que en casó de ser nombrado
por rey en lugar de éste, le seguiría sin falta en el viaje que
meditaba contra Egina. Quiso además la suerte cabalmente, que fuese
Leotiquides por un motivo particular el enemigo mayor que tenía
Demarato, porque habiendo aquél contraído esponsales con una señora
principal llamada Pércalo, hija de Quilon y nieta de Demarmeno, robóle
Demarato maliciosamente dicha esposa, adelantándosele en contraer con
ella matrimonio y continuando en tenerla por su mujer, motivo que
ocasionó grande odio y enemistad entre Leotiquides y Demarato. Por
manejo, pues, de Cleomenes, depone Leotiquides en juicio, con
juramento, que no siendo Demarato hijo de Ariston, como no lo era en
efecto, no tenía derecho legítimo para reinar en Esparta. Jurada una
vez la delación, llevaba adelante la causa, reproduciendo las mismas
palabras que Ariston había proferido cuando, avisado por su criado de
que le había nacido un hijo, sacada allí mismo la cuenta de los meses
de matrimonio, juró que tal hijo no era suyo; de cuyas palabras
asiéndose Leotiquides, porfiaba en que no era Demarato hijo de Ariston,
y que no siéndolo, no reinaba en Esparta legítimamente; en prueba de
todo lo cual citaba por testigos a los mismos Eforos, que hallándose
entonces en una junta con Ariston, de boca de éste lo habían oído.
LXVI. Divididos, pues, los ánimos y pareceres en tan grave
contienda, pareció a los espartanos que se consultase sobre el punto al
oráculo en Delfos si era o no Demarato hijo de Ariston. Bien informada
quedó la Pitia del asunto por la maña que se dio Cleomenes en
prevenirla, pues en aquella sazón supo ganarse a un cierto Cobon, hijo
de Aristofanto, el sujeto que más podía en Delfos, por cuyo medio logró
sobornar a la Promantida, que se llamaba Periala, para hacer decir al
oráculo lo que Cleomenes quería que dijese. En una palabra: la Pitia
respondió a la consulta de los diputados religiosos que Demarato no era
hijo de Ariston; si bien algún tiempo después, descubierta la trama y
publicada la calumnia, ausentóse Cobon de Delfos, y la Promantida
Periala fue privada de su empleo.
LXVII. He aquí lo sucedido en la causa de deposición del trono
contra Demarato, quien después, por motivo de una nueva afrenta que se
le hizo, huyendo de Esparta se refugió a la corte de los medos, porque
depuesto ya de su dignidad, fue después nombrado para un empleo, que
era la presidencia de una danza de niños. Sucedió que estando Demarato
viendo y presidiendo aquella función en tiempo de las Gimnopedias
(juegos públicos de niños desnudos) (42),
Leotiquides, que ocupaba ya su silla de rey, hizo que un criado le
preguntase de su parte, por mofa y escarnio, qué tal le parecía
presidir de corifeo después de haber mandado como rey. A cuya injuriosa
pregunta respondió lleno de resentimiento Demarato, que bien sabía por
experiencia lo que uno y otro venía a ser, al paso que Leotiquides aun
lo ignoraba; pero que entendiese bien que aquella su insolente pregunta
sería para los lacedemonios origen de gran dicha o de miseria suma.
Dijo, y embozado, salióse luego del teatro para su casa, y sin dilación
alguna prepara un sacrificio y ofrece al dios Júpiter un buey,
concluido lo cual hace llamar a su madre.
LXVIII. Apenas llega ésta, cuando toma el hijo las asaduras de la
víctima, póneselas en las manos y le habla en estos términos: -«Por los
dioses todos del cielo, y en especial por este nuestro Júpiter Herceo (43),
cuyas aras toco con mis propias manos, os suplico, madre mía, y os
conjuro que, confesando ingenuamente la verdad, me digáis precisamente
quién fue mi padre. Sabéis como Leotiquides depuso en juicio contra mi
corona que, estando vos embarazada del primer marido, vinisteis a casa
de Ariston. No faltan aún otros que hacen correr otra fábula más
desatinada, diciendo de vos que, solíais tratar mucho con uno da
vuestros criados, y por más señas dicen que con el arriero de casa, de
manera que me hacen pasar por hijo de vuestro arriero. Por Dios,
señora, que me digáis ahora la verdad sin empacho ni embozo, que al
cabo, si algo hubo de esto, no habéis sido la primera, ni seréis la
última en ello: ejemplos y compañeras se encuentran para todo. Por fin,
lo que corre en Esparta por más válido es que Ariston era de su
naturaleza infecundo, pues de otro modo hubiera tenido sucesión de sus
primeras mujeres.» Así se explicó el hijo con la madre; la madre le
replicó así:
LXIX. «Ya que con tus palabras me obligas, hijo mío, a que te hable
claro, voy a decírtelo todo sin encubrirte cosa alguna. Has de saber
que la tercera noche a punto después que me llevó a su casa Ariston,
acercóseme un fantasma, en figura de él mismo, durmió conmigo y púsome,
después en la cabeza una guirnalda que llevaba: hecho esto, me dejó y
vino luego a mi lecho Ariston. Al verme con aquella, corona, pregúntame
quién me la había dado, y respondiéndole yo que él mismo, díceme que no
hay tal. Yo no hacía más que jurar una y mil veces que él había sido en
efecto, y que muy mal hacía en querérmelo negar, sabiendo que muy poco
antes había venido, estado conmigo y puéstome aquella misma corona.
Como vio Ariston cuánto me afirmaba en ello y cuán de veras se lo
juraba, cayó en la cuenta y persuadióse de que sería aquella cosa
misteriosa y de orden sobrenatural, a lo cual hubo dos motivos que
mucho le inclinaron: uno, porque se veía haber sido tomada la corona de
aquel heroo (44)
que cerca de la puerta del patio de nuestra casa está levantado en
honor de Astrabaco; otro, que consultados sobre el caso los adivinos,
respondieron no haber sido otro el que vino a verme que el mismo héroe
Astrabaco. He aquí, hijo, cuanto deseas saber; no hay medio: o eres
hijo de un héroe, y entonces tu padre es Astrabaco, o cuando no lo
seas, eres hijo do Ariston, pues de uno de los dos aquella noche te
concebí. Y por lo que mira a la razón con que mayor guerra te hacen tus
enemigos, alegando contra tu legitimidad que el mismo Ariston al
recibir el aviso de tu nacimiento dijo delante de muchos que tú no
podías ser suyo por no haber pagado diez meses, entiende, hijo, que se
le deslizaron, aquellos palabras por no saber lo que suele pasar en
tales asuntos, pues las mujeres paren unas a los nueve, otras a los
siete meses, no esperando siempre a que se cumplan los diez, y yo
cabalmente parí sietemesino; de suerte que no mucho después de su dicho
conoció el mismo Ariston haber sido muy simple en lo que había hablado.
Créeme a mí y déjales decir esas otras necedades acerca de tu
generación, pues lo que has oído es la pura verdad. Esotro de arrieros,
guárdelo para sí Leotiquides y para los que hacen correr tal patraña, y
quiera Dios que sus mujeres no paran sino de sus arrieros.» Hasta aquí
habló la madre.
LXX. Demarato, oído lo que quería saber, preparó lo necesario para
el viaje que meditaba. Esparce la voz que va a Delfos para consultar al
oráculo y encaminase en derechura hacia Hélida. Los lacedemonios,
recelándose de que pretendía huírseles, le siguieron los alcances; pero
llegados a Hélida, hallaron que se les había adelantado hacia Zacinto (45).
Pasan luego allá y pretenden echarse sobre Demarato, y en efecto, le
quitan todos sus criados; pero como los Zacintios se opusiesen a
aquella prisión no queriendo entregar al fugitivo, pasó éste al Asia y
se refugió a la corte del rey Darío, quien acogiéndole con real
magnificencia, le señaló estados, dándole algunas ciudades para su
dominio. Tal fue el motivo y la forma de la retirada que hizo al Asia
Demarato y tal la buena acogida que la suerte le procuró: varón ilustre
entre los lacedemonios, así por sus muchos hechos y dichos memorables,
como en especial por haber alcanzado la palma en la carrera de las
carrozas de Olimpia; gloria que entre todos los reyes de Esparta él
solo había logrado.
LXXI. Volviendo a Leotiquides, hijo de Menares, que ocupó el trono
de que había sido depuesto Demarato, tuvo un hijo por nombre
Zeuxidemos, a quien algunos espartanos suelen llamar Cinisco, el cual
por haber muerto primero que su padre no llegó a reinar en Esparta,
dejando al morir un hijo llamado Aquidemo. Muerto Zeuxidemo, casó
Leotiquides, su padre, en segundas nupcias con Euridama, hija de
Diactorides y hermana de Menio. En ella no tuvo hijo alguno varón, pero
sí una hija con el nombre de Lampito, la que el mismo Leotiquides dio
por esposa a su nieto Arquidemo, el hijo de Zeuxidemo.
LXXII. Leotiquides, en castigo sin duda de la injuria cometida
contra Demarato, no logró la fortuna de tener en Esparta una dichosa
vejez. Su desventura procedió de que, capitaneando las tropas
lacedemonias contra Tesalia, aunque tuvo en su mano subyugar todo el
país, se dejó corromper con una gran suma de plata. Cogido, pues, en
sus mismos reales con el hurto en las manos, pues lo habían hallado
sentado encima de una gran valija llena de dinero, fue por ello acusado
en Esparta, y citado a comparecer allí en juicio, huyóse a Tegea (46),
donde acabó sus días, habiendo sido arruinada su casa en Esparta por
sentencia del tribunal: sucesos que, por más que los note aquí,
acaecieron algún tiempo después.
LXXIII. Pasemos a Cleomenes, quien al ver que le había salido bien
su intriga contra Demarato, tomando consigo a Leotiquides, su nuevo
colega y partidario, encaminóse luego contra Egina, poseído del enojo y
del ardiente deseo de vengar el desacato que allí se le había hecho. No
osaron los de Egina, viendo venir contra ellos a los dos reyes,
hacerles resistencia, con lo cual los reyes entresacaron a su salvo
diez sujetos de Egina, los de mayor consideración, ya por lo rico, ya
por lo noble de sus familias, e incluidos en este número Crio, el hijo
de Polícrito, y Casambo, hijo de Aristócrates, los dos sujetos de mayor
crédito y poder en la isla, se llevaren presos a los diez, y pasando
con ellos al Ática, los confiaron en depósito y custodia a los
atenienses, los mayores enemigos que tuviesen los eginetas.
LXXIV. Pero Cleomenes, después de lo que llevo referido, temiendo
mucho el resentimiento de los espartanos, entre quienes se había ya
divulgado la calumnia y negra trama de que se había valido para la
ruina de Demarato, se retiró a Tesalia. De allí pasando a la Arcadia y
sublevados los arcades por su medio e influjo, empezó a maquinar
novedades contra Esparta, a la cual queriendo hacer la guerra, no sólo
obligaba a jurar a los arcades que lo seguirían donde quiera que les
condujese como general, sino que además tenía resuelto llevar consigo
los magistrados de Arcadia a la ciudad de Eonacris, donde quería
tomarles el juramento de fidelidad por la laguna Estigia, a lo cual le
movería la opinión de los mismos arcades de que en dicha ciudad se
halla el agua de la Estigia. Es cierto en realidad que se ve allí cómo
va goteando de una peña una poca agua que de allí se encamina hacia un
valle circuido con una pared seca: Nonacris, donde se encuentra esta
fuente, es una de las ciudades de Arcadia vecina a Feneo (47).
LXXV. Informados en tanto los lacedemonios del manejo de Cleomenes y
temerosos de lo que de allí podría resultarles, llamáronle a Esparta
con la promesa de mantenerle en la posesión de sus antiguos derechos a
la corona. Apenas volvió allá Cleomenes, cuando se apoderó de él, algo
propenso de antes a la demencia, una locura declarada, pues apenas
encontraba entonces con algún espartano, dábale luego en la cara con el
cetro; de suerte que sus mismos parientes, viendo que se propasaba a
tales extremos de locura, le ataron a un cepo. Preso allí, cuando vio
que un hombre solo le estaba guardando, pidióle que le diese su sable,
y si bien el guardia se lo negó al principio, oídos con todo los
castigos con que le amenazaba para algún día, dióselo al cabo de puro
miedo; ni es de admirar que temiera siendo uno de los Ilotas. El
furioso Cleomenes, al verse con la cuchilla en la mano, empezó por sus
piernas una horrorosa carnicería, haciendo desde el tobillo hasta los
muslos unas largas incisiones; continuólas después del mismo modo desde
los muslos hasta las ijadas y lomos, ni paró hasta acabar consigo
llevando su destrozo sobre el vientre. Así murió Cleomenes con fin tan
desastrado, bien fuese aquel un castigo del soborno con que cohechó a
la Pitia en la causa de Demarato, como dicen muchos griegos; bien fuese
en pena de haber talado el bosque sacro de las diosas, cuando acometió
contra Eleusina, como aseguran solos los atenienses; bien fuese aquella
la paga de la violación del templo de Argos, de donde sacó a los
argivos refugiados después de la rota del ejército y los hizo pedazos,
incendiando al mismo tiempo el bosque sagrado sin el menor escrúpulo ni
reparo, como pretenden los mismos argivos, cuyo hecho pasó en los
términos siguientes:
LXXVI. Consultando Cleomenes en cierta ocasión al oráculo en Delfos,
fuele respondido que lograría rendir a Argos; condujo, pues, contra
Argos a sus espartanos, y llegando al frente de ellos al río Erasino,
el cual, según se dice, tiene su origen en la laguna Estinfalia, pues
sumiéndose ésta en una abertura oculta y subterránea, aparece otra vez
en Argos, desde donde lleva ya aquella corriente el nombre de río
Erasino que le dan los argivos; llegado, repito, Cleomenes a aquel río,
hízole sacrificios como para pedirle paso. En ninguna de sus víctimas
se presentaba al lacedemonio algún agüero propicio en prueba de que
Erasino le diera paso por su corriente. Dijo Cleomenes que le parecía
muy bien que no quisiera el Erasino ser traidor a sus vecinos, pero que
no por eso se felicitarían mucho por tal fidelidad los argivos. En
efecto, partióse de allí con sus tropas hacia Tirea (48), donde, hechos al mar sus sacrificios, pasó en naves con su gente a los confines de Tirinto y de Nauplia.
LXXVII. Sabido esto por los argivos, salieron armados hacia las
costas a la defensa del país, y llegados cerca de Tirinto, plantaron
sus trincheras enfrente de las de los lacedemonios, en un lugar llamado
Sipia, dejando un corto espacio ente los dos reales. Los argivos, muy
alentados y animosos para entrar en batalla campal, sólo se recelaban
de alguna sorpresa insidiosa, pues a algunas asechanzas aludía un
oráculo que, contra ellos y contra los Milesios juntamente había
proferido antes la Pitia en estos términos: -«Cuando la mujer
victoriosa repela en Argos al hombre y lleve la gloria de valiente,
hará que corran las lágrimas a muchas Argivas, hará que alguno pasada
tal época diga: horrible yace la triple serpiente, domada por la lanza» (49).
Como viesen, pues, los argivos que todo lo del oráculo se les había
puntualmente cumplido, les ponía esto mismo en grandes temores; así que
para su mayor seguridad les pareció seguir en su campo las órdenes que
diese en el de los enemigos el pregonero de éstos, y lo practicaron tan
puntualmente, que lo mismo era hacer la señal el pregonero espartano,
que poner por obra los argivos lo mismo que intimaba aquél a los suyos.
LXXVIII. Cuando Cleomenes estuvo ya bien seguro de que los argivos
iban ejecutando lo que su pregonero indicaba a sus tropas, dio orden a
los suyos de que, cuando el pregonero les toque a comer, al punto
tomando las armas embistan a los argivos. Con aquella orden los
lacedemonios se dejaron caer de repente sobre los argivos en el momento
que estaban comiendo según la voz del pregonero enemigo, y llevaron a
cabo con tal éxito su artificio, que muchos de los contrarios quedaron
tendidos en el campo, y muchos más se refugiaron al bosque sagrado de
Argos, donde luego se los sitió cerrándoles el paso para la salida.
LXXIX. Entonces fue cuando Cleomenes echó mano del ardid más
alevoso, pues informado por ciertos fugitivos que consigo tenía del
nombre de los retraídos, mandó a su pregonero que se acercase al bosque
y llamase afuera por su propio nombre a algunos de los refugiados,
diciendo que les daba libertad como a prisioneros cuyo rescate ya
tenía, pues sabido es que entre los peloponesios el rescate está tasado
y convenido en dos minas por prisionero. Llamando, pues, Cleomenos a
los argivos uno a uno, había ya hecho morir a 50 de ellos, sin que los
refugiados del bosque hubiesen imaginado lo que pasaba por afuera con
los que salían, pues por lo espeso de la arboleda no alcanzaban a verlo
los de dentro. Pero al cabo, subiendo uno de ellos encima de un árbol,
observó lo que allá sucedía a los llamados, y desde entonces llamaba
Cleomenes y nadie más salía.
LXXX. Visto lo cual por Cleomenes, dio orden a los Ilotas que
rodeasen el bosque de fagina, unos por una parta y otros por otra, y
hecho esto, le mandó dar fuego. Ardía ya todo en llamas, cuando
preguntando Cleomenes a uno de los desertores de qué dios era el bosque
sagrado, y oyendo responder que era del dios de Argos, con un gran
gemido: -«Cruelmente, dijo, me has burlado, adivino Apolo, al decirme
que rendiría a Argos; concluido está todo, a lo que veo, y cumplido tu
oráculo.»
LXXXI. Desde aquel punto da licencia Cleomenes al grueso del
ejército para que se vuelva a Esparta, y tomando en su compañía mil
soldados de la tropa más escogida, va a sacrificar con ellos en el Hereo (50).
Luego que el sacerdote de Juno le ve ir a sacrificar en aquella ara, se
le opone, alegando no ser lícito tal sacrificio a ningún forastero; mas
Cleomenes, mandando a sus Ilotas que aparten del ara y azoten al
sacerdote, lleva adelante su sacrificio, el cual concluido, da la
vuelta hacia Esparta.
LXXXII. Vuelto allí de su expedición, citáronle sus enemigos a
comparecer delante de los Eforos, acusándole de soborno por no haber
tomado la ciudad de Argos, pudiendo con toda seguridad hacerlo; a
quienes respondió así Cleomenes, no sé si mintiendo o si diciendo
verdad: que una vez apoderado del templo de Argos, habíale parecido
quedar ya verificado el oráculo de Apolo, y que por tanto había juzgado
no deber hacer la tentativa de rendir la misma ciudad de Argos, hasta
que de nuevo hiciera la prueba si el dios permitiría que la tomase, o
si antes bien se opondría a ello; que como a este fin sacrificase en el
Hereo con agüeros propicios, vio que del pecho del ídolo de Juno salía
una llama, prodigio que le hizo pensar no estaba reservada para él la
toma de la plaza de Argos, porque si la llama de fuego, en vez de salir
del pecho de la estatua, le hubiera salido de la cabeza, hubiera creído
en tal caso poder rendir a fuerza la ciudad; pero saliendo del pecho,
entendió que estaba ya hecho allí cuanto Dios quería que se hiciera. Lo
cierto es que esta apología pareció a los espartanos tan justa y
razonable, que en fuerza de ella la mayor parte de votos dio por
absuelto a Cleomenes.
LXXXIII. Quedó Argos de resultas de aquella guerra tan huérfana de
ciudadanos, que los esclavos que en ella había, apoderados del estado,
se mantuvieron en los empleos públicos hasta que los hijos de los
argivos allí muertos llegaron a la edad varonil, pues entonces
recobraron el dominio, quitando a los esclavos el mando y echándolos de
la ciudad, si bien los expulsos lograron con las armas en la mano
hacerse dueños de Tirinto. Por algún tiempo quedaron así los negocios
en paz y sosiego, hasta tanto que quiso la desventura que cierto
adivino Cleandro, natural de Figalia (51),
pueblo de la Arcadia, juntándose con los esclavos dominantes en
Tirinto, lograse alarmarles con sus razones contra los de Argos, sus
señores. Encendióse con esto una guerra entre señores y esclavos que
duró bastante tiempo, y de que a duras penas salieron al cabo
vencedores los argivos.
LXXXIV. En pena de tan funestas violencias, pretenden los argivos,
como decía, que acabó furioso Cleomenes, cuya desastrada muerte niegan
los espartanos que haya sido castigo ni venganza de ningún dios, antes
aseguran que por el trato que tuvo Cleomenes con los escitas se hizo un
gran bebedor, y de bebedor y borracho vino a parar en loco furioso.
Cuentan que los escitas nómadas, después que Darío invadió sus tierras,
concibieron un vehemente deseo de tomar venganza del persa, y con esta
mira por medio de sus embajadores formaron con los espartanos una liga
concertada en estos términos: que los escitas, siguiendo el río Fasis,
debiesen invadir la Media, y que los espartanos, acometiendo desde
Éfeso al enemigo, hubiesen de subir tierra adentro hasta juntarse con
los escitas. Con esto pretenden los lacedemonios que por el sobrado
trato que tuvo Cleomenes con los embajadores venidos con el fin
mencionado, aprendió a darse al vino y a la bebida, de manera que de
allí le nació después su furiosa manía. Añaden aún más, en prueba de lo
dicho: que de esta venida de los escitas tomó principio la frase que
usan los espartanos al querer beber larga y copiosamente: Vaya a la Escítica.
Pero, por mas que así piensen y hablen los espartanos, creo que el fin
de Cleomenes no fue sino castigo del cielo por lo que hizo contra
Demarato.
LXXXV. Apenas los de Egina supieron la muerte de Cleomenes, cuando
por medio de sus diputados en Esparta resolvieron afear a Leotiquides
la prisión de los suyos, detenidos como rehenes en Atenas. En la
primera audiencia pública que delante del tribunal se dio a los
diputados, decretaron los lacedemonios ser un atentado lo que
Leotiquides había ejecutado con los eginetas, condenándole a que, en
recompensa del agravio padecido por los que en Atenas quedaban
prisioneros, fuese llevado preso a Egina. En efecto, estaban ya los
eginetas a punto de llevarse preso a Leotiquides, cuando un personaje
de mucho crédito en Esparta, por nombre Teásides, hijo de Leoprepes,
les reconvino con estas palabras: -«¿Qué es lo que tratáis de hacer
ahora, oh eginetas? ¿Al rey mismo de los espartanos, que ellos entregan
a vuestro arbitrio, pretendéis llevar prisionero? Creedme, y pensadlo
bien antes; pues aunque llevados del enojo y resentimiento presente así
acabáis de resolverlo, si vosotros lo ejecutáis, corre mucho peligro de
que, arrepentidos los espartanos y corridos de lo hecho, maquinen
después vuestra total ruina en alguna expedición.» Palabras fueron
estas que, haciendo desistir a los eginetas de la prisión ya resuelta
de Leotiquides, les persuadieron a la reconciliación con tal que él les
acompañase a Atenas y les hiciese restituir sus rehenes.
LXXXVI. Pasando, en efecto, Leotiquides a Atenas, pedía su antiguo
depósito; pero los atenienses, obstinados en no restituirlo, no hacían
sino buscar excusas y pretextos, saliéndose con decir que, puesto que
los dos reyes de Esparta les habían a una confiado aquellos rehenes, no
les parecía justo ni conveniente restituirlos a uno de ellos y no a los
dos juntos (52). Oídas
estas razones y viendo Leotiquides que no querían volverlos, les habló
de este modo: «Ahora bien, atenienses, allá os avengáis; escoged el
partido que mejor os parezca: sólo os diré que en volver ese depósito
haréis una obra justa y buena, y en no volverlo no haréis sino todo lo
contrario. A este propósito quiero contaros lo que acerca de un
depósito sucedió en Esparta. Cuéntase, pues, entre nosotros los
espartanos que vivía en Lacedemonia, hará tres generaciones, un varón
llamado Glauco, hijo de Epicides, el cual es fama que, a más de ser en
las demás prendas el sujeto más excelente de todos, muy particularmente
en punto a justicia y entereza, era reputado por el más cabal y
cumplido de cuantos tenía Lacedemonia. En cierta ocasión, pues, sucedió
a éste, como solemos contar los espartanos, un caso muy singular, y fue
que desde Mileto vino a Esparta un forastero Jonio, sólo con ánimo de
tratarle y de hacer prueba de su entereza, y llegado, le habló en esta
conformidad: -«Quiero que sepas, amigo Glauco, como yo, siendo un
ciudadano de Mileto, vengo muy de propósito a valerme de tu equidad y
hombría de bien; porque viendo yo que en toda la Grecia y mayormente en
la Jonia tenias la fama de ser un hombre justo y concienzudo, empecé a
pensar y ponderar dentro de mí cuán expuestas están a perderse allá en
Jonia las riquezas y cuán seguras quedan aquí en el Peloponeso, pues
jamás los bienes se mantienen allá largo tiempo en las manos y poder de
unos mismos dueños (53).
Hechos, pues, tales discursos y sacadas conmigo estas cuentas, me
resolví a vender la mitad de todos mis haberes y a depositar en su
poder la suma que de ellos sacase, bien persuadido de que en tus manos
estaría todo salvo y seguro. Allí tienes, pues, ese dinero; tómalo
juntamente con el símbolo que aquí ves; guárdalo, y al que te lo pida
presentándote esa contraseña; harásme el gusto de entregárselo.» Estas
razones pasaron con el forastero de Mileto, y Glauco, en consecuencia,
se encargó del depósito bajo la palabra de volverlo. Pasado mucho
tiempo, los hijos del Milesio que había hecho el depósito, venidos a
Esparta y avistados con Glauco, pedían su dinero presentándole la
consabida contraseña. Sobrecogido el hombre con aquella visita, les
despacha brusca y descomedidamente. -Yo, les decía, ni me acuerdo de
tal cosa, ni me queda la menor idea que haga venirme ahora en
conocimiento de eso que decís. Con todo, os afirmo que si al cabo hago
memoria de ello, estoy aquí pronto para hacer con vosotros cuanto fuere
razón. Si lo recibí, quiero volvéroslo sin defraudaros en un óbolo;
pero si hallo que nunca toqué tal dinero, tened entendido que con
vosotros haré lo que hubiere lugar en justicia, según las leyes de
Grecia. A este fin me tomo, pues, cuatro meses de tiempo para salir de
duda.» Con tal respuesta, llenos de pesadumbre los Milesios, como
quienes creían no ver más su dinero, dieron la vuelta a su casa.
Entretanto, nuestro Glauco para consultar el punto hace a Delfos su
peregrinación, y preguntando allí al oráculo si haría bien en
apropiarse la presa jurando no haber recibido tal depósito, recibió la
respuesta de la Pitia en estos versos: «Glauco, hijo de Epicides, por
de pronto hará tu fortuna el perjurar y robar el oro pérfidamente:
júralo; un hombre de fe llega al término en su muerte. Mas al juramento
queda un hijo anónimo (54)
que, sin mover pies ni manos, llega velocísimo y acaba con el nombre y
con la familia toda del perjuro, al paso que mejora la prole póstuma
del hombre leal.» Por más que Glauco al oír tales documentos pidiese
perdón al dios de sus intenciones, oyóse con todo de boca de la Pitia
que lo mismo era ante Dios tentarle para que aprobase una ruindad, que
cometerla realmente. La cosa paró en que Glauco, llamados los Milesios,
les restituyó su dinero. Ahora voy a deciros, atenienses, a qué fin os
he contado esta historia. Sabed, pues, que en el día no queda rastro de
aquel Glauco; no hay descendiente ninguno, ni casa ni hogar que se sepa
ser de Glauco, tan de raíz pereció en Esparta su raza; y tanto como
veis importa el dejarse de supercherías en punto a depósitos,
volviéndolos fiel y puntualmente a sus dueños cuando los exijan.»
Habiendo hablado así Leotiquides, como viese que no le daban oídos los
atenienses, regresó de nuevo.
LXXXVII. Era mucho el encono entre los de Atenas y los eginetas,
quienes antes de satisfacer a las injurias que declarados a favor de
los tebanos habían hecho a los primeros, les hicieron un nuevo insulto;
pues llevados de cólera y furor contra los atenienses, de quienes se
daban por ofendidos, preparándose a la venganza, tomaron la siguiente
resolución: Tenían los atenienses en Sunio una nave capitana de cinco
remos, que era la famosa Teorida (55),
y estando llena de los personajes principales de la ciudad, apresáronla
los eginetas apostados en una celada, y tomada la nave, retuvieron en
prisión a todos aquellos ilustres pasajeros. Los atenienses, recibida
tan insigne injuria, pensaron que no convenía dilatar la venganza de
ella, procurándola tomar por todos los medios posibles.
LXXXVIII. En aquella sazón vivía en egineta un sujeto principal, por
nombre Nicodromo, hijo de Eneto, el cual resentido de sus conciudadanos
por haberle antes desterrado de su patria, al ver entonces a los
atenienses deseosos de venganza y prontos a invadir su país, entendióse
con ellos, ajustando el día en que él acometería la empresa y ellos
vendrían a su socorro. Concertadas así las cosas, apoderóse ante todo
Nicodromo, según antes se convino con los atenienses, de la ciudad
vieja, que así la llamaban en Egina.
LXXXIX. Quiso la desgracia que los atenienses, por no haber tenido a
punto una armada que pudieran oponer a la de los eginetas, no acudieron
al plazo señalado; de suerte que entretanto que negociaban con los de
Corinto para que les dieran sus buques, pasada la ocasión, se malogró
la empresa. En efecto, aunque los corintios, que eran a la sazón los
mayores amigos de Atenas, dieron a los atenienses veinte naves que les
pedían so color de vendérselas a cinco dracmas por nave, y esto por no
faltar a la ley que les prohibía dárselas regaladas, los atenienses con
todo, formando con estas naves cedidas y con las suyas bien armadas una
escuadra de setenta naves y navegando hacia Egina, no pudieron llegar a
ella sino un día después del término convenido.
XC. Cuando vio, pues, Nicodromo que al tiempo prefijado no parecían
los atenienses, tomó entonces un barco y escapóse de Egina en compañía
de los paisanos que seguirle quisieron. A todos estos desertores dieron
los atenienses casa y acogida en Sunio, lugar de donde solían ellos
salir a talar y saquear la isla de Egina; bien que esto sucedió algún
tiempo después.
XCI. Los aristócratas do Egina, vencido en ella el vulgo que en
compañía de Nicodromo se les había levantado, tomaron la resolución de
hacer morir a todos aquellos de quienes acababan de apoderarse, y
entonces puntualmente fue cuando cometieron aquella acción tan impía y
sacrílega, que jamás pudieron expiar por más recursos y medios que a
este fin practicaron, en tanto grado, que antes se vieron arrojados de
su isla, que no aplacado y propicio el numen de Céres profanado. He
aquí el caso: llevaban de una vez al suplicio a 700 de sus paisanos
cogidos prisioneros de guerra, cuando uno de ellos, rompiendo sus
prisiones y refugiándose al atrio de Céres la Legisladora, asió con las
dos manos las aldabas de la puerta. Procuran a viva fuerza arrancarle
de las aldabas, y no pudiendo conseguirlo, cortan al infeliz los Puños,
y quedando las dos manos asidas de la puerta de Céres, llévanle así
arrastrando al matadero. Tan inhumana fue la impiedad que por su daño
cometieron los eginetas.
XCII. Entran después en un combate naval con los atenienses, los
cuales con 70 naves se habían acercado a la isla. Vencidos los de
Egina, por más que llamaron después en su socorro a los argivos, antes
sus aliados, nunca quisieron éstos venir en su ayuda; y el motivo de
queja de su parte era porque la tripulación de las naves eginetas, a
las que Cleomenes obligó a seguirle al ir a acometer las costas de
Argólida, había allí desembarcado en compañía de los lacedemonios,
ocasión en que asimismo saltó a tierra la gente que venía en las naves
sicionias; y de aquí resultó después que los argivos impusieron a las
dos naciones 1.000 talentos de multa, 500 a cada una. Los Sibilinos,
confesando su culpa en el desembarco, ajustaron la enmienda en 100
talentos, pago con que redimieron la multa por su parte. Los eginetas,
al contrario, altivos y presumidos, ni reconocieron la injuria, ni
excusaron la culpa; motivo por el cual, cuando pedían ser socorridos,
ninguno de orden del común de los argivos les dio asistencia ni favor;
bien es verdad que mil sujetos particulares de su propia voluntad les
socorrieron. Un luchador famoso en el pentatlon,(36-libro-9) por nombre
Euribates, condujo a Egina estos aventureros en calidad de general;
pero los más de ellos, muertos a manos de los atenienses, no vieron más
a Argos, y aun el valiente Euribates, por más que en tres duelos mató a
tres competidores, en el cuarto quedó vencido y muerto por Sófanes,
hijo de Deceles.
XCIII. Durante la guerra, como lograsen los eginetas en un lance
hallar la armada de Atenas desordenada, cogiendo cuatro naves con toda
la tripulación, alcanzaron una victoria naval. De este modo los
atenienses continuaban la guerra con los de Egina.
XCIV. Entre tanto el persa Darío, ya porque su criado le estuviese
inculcando cada día que se acordase de los atenienses, ya porque los
Pisistrátidas que tenía cerca de su persona nunca paraban de enconarle
más y más contra Atenas, ya porque él mismo, echando mano de aquel
pretexto ambiciosamente, aspirase de suyo a rendir con la fuerza a
cuanto griego no se le sujetase de grado, entregándole al modo persiano
la tierra y el agua; por todos estos motivos, repito, llevaba adelante
sus designios primeros. Viendo, pues, cuán poco adelantaba Mardonio al
frente de su armada, quitóle el cargo de general y nombró de nuevo dos
jefes para ella, el uno Datis, de nación medo, el otro Artafernes, su
sobrino, hijo del virrey Artafernes. Destinándolos contra Eretria y
contra Atenas, dióles orden al partir de su presencia de que,
arruinadas entrambas ciudades, le presentasen a su vista esclavos y
presos a los ciudadanos de ellas.
XCV. Partidos los dos generales de la presencia del rey y llegados
al campo Alcio en Cilicia, conduciendo un grueso ejército bien
apercibido y abastecido de todo, asentaron allí sus reales en tanto que
acababa de juntarse toda la armada naval, cuyo contingente se habla
antes distribuido y exigido a cada ciudad marítima, como también el
convoy de las naves destinadas al transporte de la caballería, las que
un año antes había mandado Darío que lo tuviesen a punto sus vasallos
tributarios. Luego que en las costas estuvieron aprontadas las naves,
embarcando la caballería y tomando la infantería a bordo del convoy,
hiciéronse a la vela navegando con seiscientas (56)
galeras hacia la Jonia. Desde allí no siguieron su rumbo costeando la
tierra firme y tirando en derechura hacia el Helesponto y la Tracia,
sino que salidos de Samos, tomaron la derrota por cerca del Icario,
pasando entre aquellas islas circunvecinas. El miedo que les causaba el
promontorio Atos, difícil de doblar, hizo, según creo, que siguieran
aquel nuevo curso, por cuanto el año anterior, siguiendo por él su
rumbo, habían allí experimentado un gran infortunio y naufragio; a lo
cual les precisaba además la isla de Naxos, no domada todavía por los
persas.
XCVI. Desde las aguas del mar Icario, intentando los persas en su
expedición dar el primer golpe contra la citada Naxos, dejáronse caer
sobre ella; pero los naxios, que bien presentes tenían las muchas
hostilidades cometidas antes contra los persas, huyendo hacia los
montes, ni aun quisieron esperar la primera descarga del enemigo: así
que los persas, incendiados los templos con la ciudad toda de Naxos, se
hicieron a la vela contra las demás islas, llevándose a cuantos
prisioneros pudieron haber a las manos.
XCVII. Los Delios, en tanto que los persas se ocupaban en dichas
hostilidades, desamparando por su parte a Delos, iban huyendo hacia Teno (57).
Llevaban la proa de las naves con dirección a Delos, cuando el general
Datis, adelantándose en su capitana a todas ellas, no les permitió
echar ancla cerca de aquella isla, sino más allá, en Renea; aun hizo
más, pues informado del lugar adonde los Delios se habían refugiado,
quiso que de su parte les hablara, así un heraldo a quien hizo pasar
allá: -«¿Por qué, oh Delios, siendo personas sagradas, movidos de una
sospecha, para mi indecorosa, vais huyendo de Delos? Quiero que sepáis
que así por mi modo mismo de pensar, como por las órdenes que tengo del
rey, estoy totalmente convencido de que no debe ejecutarse la más
mínima hostilidad ni contra el suelo en que nacieron los dos dioses
vuestros, ni menos contra vosotros, vecinos de ese país. Abora, pues,
volveos a vuestras casas y vivid quietos en vuestra isla.» Y no
contento Datis con la embajada que por su heraldo envió a los Delios,
mandando él mismo acumular sobre al ara de Delos hasta 300 talentos de
incienso, los quemó en honor de los dioses.
XCVIII. Dadas estas pruebas de su religión, Eretria fue la primera
ciudad contra quien partió Datis con toda la armada, en la que llevaba
a los jonios y a los eolios. Apenas había levantado ancla, cuando en
Delos se sintió un terremoto (58),
el primero que se hubiera allí sentido, según dicen los Delios, y el
último hasta mis días: singular prodigio con que significaba Dios a los
mortales el trastorno y calamidades que iban a oprimirles. Así fue en
realidad que bajo los reinados de Darío, hijo de Histaspes, de Jerjes,
hijo de Darío, y de Artajerjes, hijo de Jerjes, tuvo la Grecia más
daños que sufrir por el espacio de tres generaciones que no había
sufrido antes en las veinte edades continuas que habían precedido a
Darío; daños ya causados en ella por las armas de los persas, ya
también sucedidos por la ambición de los jefes de partido y corifeos de
la nación, que con las armas se disputaban entre sí el imperio de la
patria común. Por donde no podrá parecer inverosímil que entonces
Delos, no sujeta antes al terremoto, se pusiera por primera vez a
temblar, mayormente estando ya escrito de ella en un oráculo: «A Delos la innoble a último la moveré.»
Los nombres mismos de los dichos reyes parecían ominosos para los
griegos, en cuyo idioma Darío equivale al que llamamos refrenador;
Jerjes, el guerrero, y Artajerjes, el gran guerrero; de suerte que
razón tendrían los griegos para llamar así en su lengua a aquellos tres
reyes el Refrenador, el Guerrero y el Gran Guerrero.
XCIX. Los bárbaros partidos de Delos iban acometiendo las islas
circunvecinas, a cuya gente de guerra obligaban a seguir su armada,
tomando al mismo tiempo en rehenes a los hijos de aquellos isleños.
Continuando su curso, aportaron los persas a la ciudad de Caristo (59),
donde viendo que los caristios no querían dar rehenes y que se
resistían a tomar las armas contra las ciudades sus vecinas, designando
con este nombre a la de Eretria y la de Atenas, puesto sitio a la plaza
y talando al mismo tiempo la campiña, obligáronles por fin a declararse
por su partido.
C. Informados los moradores de Eretria de que venía contra ellos la
armada de los persas, pidieron a los de Atenas les enviasen tropas
auxiliares. No se resistieron los atenienses a enviarles socorro, antes
bien les destinaron 4.000 colonos suyos que habían sorteado entre sí el
país que antes había sido de los caballeros Calcidenses. Pero los de
Eretria, aunque llamasen en su ayuda a los atenienses, no procedían con
todo de muy buena fe en su resolución, vacilantes entre dos partidos y
aun encontrados en sus pareceres, queriendo unos desamparar la ciudad y
retirarse a los riscos y escollos de Eubea, y maquinando otros vender
su patria con la mira de sacar del persa ventajas particulares. Viendo
Esquines, hijo de Noton, uno de los principales de la ciudad, aquella
disposición de ánimo en los de entrambos partidos, dio cuenta de lo que
pasaba a los atenienses que ya se les habían juntado, pidiéndoles que
tomasen la vuelta de sus casas si no querían acompañarles en la ruina.
Por este medio lograron salvarse los atenienses, siguiendo el aviso y
pasando de allí a Oropo.
CI. Llegando los persas con su armada, abordaron en las playas de Eretria contra su bosque sagrado (60),
contra Quereas y contra Egilia. Aportados a estos lugares,
desembarcaron desde luego sus caballos, formándose ellos mismos en
escuadrones como dispuestos a entrar en acción con los enemigos. Habían
resuelto los Eretrios no salirles al encuentro ni cerrar con el
enemigo, antes ponían todo su cuidado en fortificar y guardar sus
muros, pues había prevalecido el parecer de los que no querían
desamparar la plaza. Hacíase con la mayor actividad el ataque de los
persas y la defensa de los sitiados; de suerte que durante seis días
cayeron muchos de una y otra parte. Pero llegado el séptimo, dos
sujetos principales, Euforbo, hijo de Alcímaco, y Filargo, hijo de
Cineas, entregaron alevosamente la ciudad a los persas, quienes,
entrando en ella, primeramente pegaron fuego a los templos, vengando
las llamas con que habían ardido los de Sardes, y después, conforme las
órdenes de Darío, redujeron al estado de cautivos a sus moradores.
CII. Rendida ya Eretria, interpuestas unos pocos días de descanso,
navegaron hacia el Ática, donde, talando toda la campiña, pensaban que
los atenienses harían lo mismo que habían hecho los de Eretria; y
habiendo en el Ática un campo muy a propósito para que en él obrase la
caballería, al cual llamaban Maratón, lugar el más vecino a Eretria,
allí los condujo Hipias, hijo de Pisístrato.
CIII. Sabido el desembarco por los atenienses, movieron las armas
para o ponerse al persa, conducidos por diez generales. Tenía entro
éstos el décimo lugar Milcíades, cuyo padre Cimon, hijo de Esteságoras,
se había visto precisado a huir de Atenas en el gobierno de Pisístrato,
hijo de Hipócrates. En el tiempo que Cimon se hallaba desterrado de
Atenas tuvo la dicha de alcanzar la palma en Olimpia con su carroza, y
quiso ceder la gloria de aquel primer premio a Milcíades, su hermano
uterino; y habiendo salido él mismo vencedor con las mismas yeguas en
los juegos olímpicos inmediatos, concedió a Pisístrato que fuese
aclamado por vencedor a voz pública de pregonero, cuya victoria le
reconcilió con él e hizo restituirlo a su patria. Pero habiendo tercera
vez logrado el premio en Olimpia con el mismo tiro de yeguas, tuvo la
desgracia de que los hijos de Pisístrato, que ya no vivía por entonces,
le maquinasen la ruina; y en efecto, acabaron con él haciendo que de
noche le acometiesen unos asesinos en el Pritaneo. Cimon fue sepultado
en los arrabales de la ciudad, más allá del camino que llaman de Cela,
y enfrente de su sepulcro fueron enterradas sus yeguas, tres veces
vencedoras en los juegos olímpicos; proeza que si bien habían hecho ya
las yeguas de Exágoras el Lacon, ningunas otras hallaron que en ello
les igualasen. Siendo Esteságoras, de quien hablé, el hijo primogénito
de CImon, a la sazón se hallaba en casa de su tío Milcíades, que le
tenía consigo en el Quersoneso; el menor estaba en Atenas en casa de
Cimon, y en atención a Milcíades el poblador de Quersoneso, se llamaba
con el mismo nombre.
CIV. Era entonces general de los atenienses este mismo Milcíades
llegado del Quersoneso y dos veces librado de la muerte; pues una vez
los fenicios le dieron caza hasta Imbro, muy deseosos de haberle a las
manos y poderle llevar prisionero a la corte del rey; y otra vez,
escapado de ellas y llegado ya a su casa, cuando se tenía por salvo y
seguro, tomándole sus émulos por su cuenta, le llamaron a juicio
acusándole de haberse alzado con la tiranía o dominio del Quersoneso.
Pero habiendo sido absuelto, fue nombrado entonces por elección del
pueblo general de los atenienses.
CV. Lo primero que hicieron dichos generales, aun antes de salir de
la ciudad, fue despachar a Esparta por heraldo a Fidípides, natural de
Atenas, hemorodromo (o correo de profesión). Hallándose este,
según el mismo decía y lo refirió a los atenienses cerca del monte
Partenio, que cae cerca de Tegea, apareciósele el dios Pan, el cual
habiéndole llamado con su propio nombre de Fidípides, le mandó dar
quejas a los atenienses, pues en nada contaban con él, siéndoles al
presente propicio, habiéndoles sido antes muchas veces favorable y
estando en ánimo de serles amigo en el porvenir (61).
Tuvieron los de Atenas por tan verdadero este aviso, que estando ya sus
cosas en buen estado, levantaron en honor de Pan un templo debajo de la
fortaleza, y continuaron todos los años en hacerle sacrificios desde
que les envió aquella embajada, honrándole con lámparas y luminarias.
CVI. Despachado, pues, Fidípides por los generales, y haciendo el
viaje en que dijo habérsele aparecido el dios Pan, llegó a Esparta el
segundo día de su partida (62),
y presentándose luego a los magistrados, hablóles de esta suerte:
-«Sabed, lacedemonios, que los atenienses os piden que los socorráis,
no permitiendo que su ciudad, la más antigua entre las griegas, sea por
unos hombres bárbaros reducida a la esclavitud; tanto más, cuando
Eretria ha sido tomada al presente y la Grecia cuenta ya de menos una
de sus primeras ciudades.» Así dio Fidípides el recado que traía: los
lacedemonios querían de veras enviar socorro a los de Atenas, pero les
era por de pronto imposible si querían faltar a sus leyes; pues siendo
aquel el día nono del mes, dijeron no poder salir de la empresa, por no
estar todavía en el plenilunio, y con esto dilataron hasta él la salida.
CVII. El que conducía a los bárbaros a Maratón era aquel Hipias,
hijo de Pisístrato, que la noche antes tuvo entre sueños una visión en
que le parecía dormir con su misma madre, de cuyo sueño sacaba por
conjetura, que vuelto a Atenas y recobrado el mando de ella, moriría
después allí en edad avanzada: tal era la interpretación que daba al
sueño. Este, pues, sirviendo de guía a los persas, hizo primeramente
pasar luego los esclavos de Eretria a la isla de los Stirios (63),
llamada Egilia; lo segundo señalar a las naves aportadas a Maratón el
lugar donde anclasen; lo tercero colocar en tierra a los bárbaros
salidos de sus naves. Al tiempo, pues, que andaba en estas
providencias, vínole la gana de estornudar y toser con más fuerza de lo
que tosía el anciano; y fue tal la tos, que los más de los dientes mal
acondicionados se le movieron, y aun hubo uno que le saltó de la boca.
Todo fue luego buscar el diente que le había caído en la arena, y como
este no pareciese, dio un gran suspiro, diciendo a los que cerca de sí
tenía: -«Adiós, amigos; ya rehusa ser nuestra esta tierra; no podremos,
no, otra vez poseerla; lo poco que de ella para mí quedaba, de eso mi
diente tomó ya posesión.»
CVIII. En esto, como Hipias infería, había venido a parar todo su
sueño. Estaban los atenienses formados en escuadrones en el templo de
Hércules, cuando vinieron a juntarse en su socorro todos los de Platea (64)
que podían tomar las armas, como hombres que se habían entregado los
atenienses, y por quienes los atenienses, puestos a peligro repetidas
veces, mucho habían sufrido. La ocasión de entregarse a Atenas fue la
siguiente: hallábanse los plateenses acosados por los tebanos, y desde
luego quisieron ponerse bajo el imperio de Cleomenes, hijo de
Anaxandrides, dándose a los lacedemonios que casualmente se les habían
presentado, pero no queriendo éstos admitirles, les dijeron: -«Nosotros
vivimos muy lejos; sería nuestro socorro un triste consuelo para
vosotros: muchas veces os veríais presos antes que nosotros pudiéramos
saber lo que pasase. El consejo que os damos es que os entreguéis a los
atenienses; son vuestros vecinos, y no desaventajados para
protectores.» Este consejo de los lacedemonios no tanto nacía de afecto
que tuviesen a los de Platea, cuanto del deseo de inquietar a los
atenienses, enemistándoles con los beocios. No fue vano el aviso de los
lacedemonios, porque gobernados por él los de Platea, esperando el día
en que los atenienses sacrificaban a los doce dioses, presentáronseles
en traje de suplicantes a las mismas aras, e hiciéronles donación de
sus haciendas y personas. Habida esta noticia, movieron los tebanos sus
armas contra los de Platea, y los atenienses acudieron a su defensa.
Estando ya a punto de acometerse los ejércitos, impidiéronselo los
corintios, quienes interponiéndose por medianeros, y comprometiéndose a
su arbitrio los dos partidos, señalaron los límites de la región de
manera que los de Tebas no pudieran obligar a ser alistados o
incorporados en los dominios de Beocia a los beocios que no quisiesen
serlo: así lo determinaron los corintios, y se volvieron. Al tiempo que
los atenienses retiraban sus tropas, dejáronse caer sobre ellas los
beocios, pero fueron vencidos en la refriega: de donde resultó que los
atenienses, pasando más allá de los términos que los corintios habían
señalado a los de Platea, quisieron que el mismo río Asopo sirviese de
límites a los tebanos por la parte que mira a Hisias y a Platea. Tal
fue la manera como los plateenses se alistaron entre los vasallos de
los atenienses, a cuyo socorro vinieron entonces a Maratón.
CIX. No convenían en sus pareceres los generales atenienses: decían
unos que no era apropósito entrar en batalla, siendo pocos para
combatir con el ejército de los medos; los otros, con quienes asentía
Milcíades, exhortaban el combate. Viendo los votos encontrados, y que
iba a prevalecer el partido peor, entonces Milcíades tomó el expediente
de hablar aparte al Polemarco. Era él Polemarco, (o general de armas)
un magistrado que había sido nombrado en Atenas a pluralidad de votos (65)
para que diese su parecer en el undécimo lugar después de los diez
generales, y al cual daban antiguamente los atenienses la misma voz en
las decisiones que a los estrategos o generales: ocupaba
entonces aquella dignidad Calímaco Afidneo, a quien habló así
Milcíades: -«En tu mano está ahora, Calímaco, o el reducir a Atenas a
servidumbre, o conservarla independiente y libre, dejando con esto a
toda la posteridad un monumento igual al que dejaron Harmodio y
Aristogitón. Bien ves que es este el mayor peligro en que nunca se
vieron hasta aquí los atenienses: si caen bajo de los medos, conocido
es lo que tendrán que sufrir entregados a Hipias; pero si la ciudad
vence, llegará con esto a ser la primera y principal de las ciudades
griegas. Voy a decirte cómo cabe muy bien que suceda lo que dije, y
cómo la suma de todo ello viene a depender de tu arbitrio. Los votos de
los generales, que aquí somos diez, están encontrados y empatados:
quieren los unos que se dé la batalla; los otros lo resisten. Si no la
damos, temo no se levante en Atenas alguna gran sedición que pervierta
los ánimos y nos obligue a entregarnos al medo; pero si la damos antes
que algunos atenienses se dejen corromper, espero en los dioses y en la
justicia de la causa, que podremos salir del combate victoriosos.
Dígole, pues, que todo al presente estriba en ti, y depende de tu voto:
si votas a mi favor, por ti queda libre tu patria, y por ti vendrá a
ser la ciudad primera y la capital de la Grecia; pero si sigues el
parecer de los que no aprueban el choque, sin duda serás el autor de
tanto mal cuanto es el bien contrario que acabo de expresarte.»
CX. Con este discurso Milcíades trajo a Calímaco a su partido, con
la adición de cuyo voto quedó decretado el combate. Los generales cuyo
parecer había sido que se diese la batalla, cada cual en el día en que
les tocaba la Pritania (o mando del ejército) cedían sus veces a
Milcíades, quien, aunque lo aceptaba, no quiso con todo cerrar con el
enemigo hasta el día mismo en que por su turno la tocaba de derecho la
Pritania.
CXI. Al tocarle empero su legítimo turno, formó para la batalla las
tropas atenienses del siguiente modo: en el ala derecha mandaba
Calímaco el Polemarco, pues es costumbre entre los atenienses que su
Polemarco dirija esta ala; tras aquel jefe seguían las filas (o
tribus), según el orden con que vienen numeradas; y los últimos de
todos eran los platenses, colocados en el lado izquierdo. De esta
batalla se originó que siempre que los atenienses ofrecen en sus panegires (o juntas generales) los sacrificios que se celebran en cada Pentetérida
(o quinquenio), el pregonero ateniense pida a los dioses la prosperidad
para los atenienses y juntamente para los de Platea. Ordenados así en
Maratón los escuadrones de Atenas, resultaba que constando de pocas
líneas, el centro de estos, a fin de igualar la frente de los medos con
la de los atenienses, quedaba débil, mientras las dos alas tenían
muchos de fondo.
CXII. Dispuestos en orden de batalla y con los agüeros favorables en
las víctimas sacrificadas, luego que se dio la señal, salieron
corriendo los atenienses contra los bárbaros, habiendo entre los dos
ejércitos un espacio no menor que de ocho estadios. Los persas, que les
veían embestir corriendo, se dispusieron a recibirles a pie firme,
interpretando a demencia de los atenienses y a su total ruina, que
siendo tan pocos viniesen hacia ellos tan de prisa, sin tener
caballería ni ballesteros. Tales ilusiones se formaban los bárbaros;
pero luego que de cerca cerraron con ellos los bravos atenienses,
hicieron prodigios de valor dignos de inmortal memoria, siendo entre
todos los griegos los primeros de quienes se tenga noticia que usaron
embestir de carrera para acometer al enemigo (66),
y los primeros que osaron fijar los ojos en los uniformes del medo y
contemplar de cerca a los soldados que los vestían, pues hasta aquel
tiempo sólo oír el nombre de medos espantaba a los griegos.
CXIII. Duró el ataque con vigor, por muchas horas en Maratón, y en
el centro de las filas en que combatían los mismos persas y con ellos
los sacas, llevaban los bárbaros la mejor parte, pues rompiendo
vencedores por medio de ellas, seguían tierra adentro al enemigo. Pero
en las dos alas del ejército vencieron los atenienses y los de Platea,
quienes viendo que volvía las espaldas el enemigo no la siguieron los
alcances, sino que uniéndose los dos extremos acometieron a los
bárbaros del centro, obligáronles a la fuga, y siguiéndoles hicieron en
los persas un gran destrozo, tanto que llegados al mar, gritando por
fuego, iban apoderándose de las naves enemigas.
CXIV. En lo más vivo de la acción, uno de los que perecieron fue
Calímaco el Polemarco, habiéndose portado en ella como bravo guerrero:
otro de los que allí murieron fue Estesilao, uno de los generales, hijo
de Trasilao. Allí fue cuando Cinegiro, hijo de Euforion, habiéndose
asido de la proa de una galera, cayó en el agua, cortada la mano con un
golpe de segur. A más de estos, quedaron allí muertos otros muchos
atenienses de esclarecido nombre.
CXV. En efecto, los de Atenas con esta acometida se apoderaron de
siete naves. Los bárbaros, haciéndoles retirar desde las otras, y
habiendo otra tomado a bordo los esclavos de Eretria que habían dejado
en una isla, siguieron su rumbo la vuelta de Sunio, con el intento de
dejarse caer sobre la ciudad, primero que llegasen allá los atenienses.
Corrió por válido entre los atenienses, que por artificio de los
Alcmeónidas formaron los persas el designio de aquella sorpresa,
fundándose en que estando ya los persas en las naves levantaron ellos
el escudo, que era la señal que tenían concertada.
CXVI. Continuaban los persas doblando a Sunio, cuando los atenienses
marchaban ya a todo correr al socorro de la plaza, y habiendo llegado
antes que los bárbaros, atrincheráronse cerca del templo de Hércules en
Cinosarges, abandonando los reales que cerca de otro templo de Hércules
tenían en Maratón. Los bárbaros, pasando con su armada más allá de
Falero, que era entonces el arsenal de los atenienses, y mantenidos
sobra las áncoras, dieron después la vuelta hacia el Asia.
CXVII. Los bárbaros muertos en la batalla de Maratón subieron a 6.400; los atenienses no fueron sino 192 (67);
y este es el número exacto de los que murieron de una y otra parte. En
aquel combate sucedió un raro prodigio: en lo más fuerte de la acción,
Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras, peleando como buen soldado cegó
de repente sin haber recibido ni golpe de cerca, ni tiro de lejos en
todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por todo el tiempo de
su vida. Oí contar lo que él mismo decía acerca de su desgracia, que le
pareció que se le ponía delante un infante elevado, cuya barba le
asombró y le cubrió todo el escudo, y que pasando de largo aquel
fantasma mató al soldado que a su lado tenía: tal era, según me
contaban, la narración de Epicelo.
CXVIII. Volviéndose Datis al Asia con toda su armada, cuando estaba ya en Micono (68)
tuvo entre sueños una visión, la que no se dice cuál fuese, si bien el
efecto de ella fue que apenas amaneció hiciese registrar todas sus
naves, y habiendo hallado en una de los fenicios una estatua dorada de
Apolo, preguntó de dónde había sido robado, y noticioso del templo de
donde procedía, fuese a Delos en persona con su capitana. Ya entonces
los Delos se habían, restituido a su isla. Depositó Datis dicha estatua
en aquel templo, y encargó a los Delios que volviesen aquel ídolo a
Delio (69), lugar de los
tebanos que cae en la playa enfrente de Cálcide. Dada la orden,
volvióse Datis en su nave; pero los Delios no restituyeron la estatua,
la cual 20 años después fueron a recobrar los tebanos, avisados por un
oráculo, y la volvieron a Delio.
CXIX. Después que aportaron al Asia Datis y Artafernes vueltos de su
expedición, hicieron pasar a Susa los esclavos hechos en Eretria. El
rey Darío, aunque gravemente enojado contra los Eretrios antes de
tenerlos prisioneros, por haber sido los primeros en cometer las
hostilidades, con todo, después que los tuvo en su presencia y los vio
hechos sus esclavos, no tomó contra ellos resolución alguna violenta;
antes bien les dio habitación en un albergue suyo, situado en la región
Cicia, que tiene por nombre Arderica (70),
distante de Susa 210 estadios y 40 solamente de aquel pozo que produce
tres especies de cosas bien diferentes, pues de él se saca betún, sal,
y también aceite, del modo que expresaré. Sírvense para sacar el agua
de una pértiga, en cuya punta en vez de cubo atan la mitad de en odre
partido por medio. Métenlo de golpe, y luego derraman lo que viene
dentro en una pila, de la cual lo pasan a otra, en donde, derramado, se
convierte en las tres especies dichas: el betún y la sal al punto
quedan allí cuajados, el aceite lo van recogiendo en unas vasijas, y le
dan los persas el nombre de radímica, siendo un licor negro que despide
un olor ingrato. Allí fueron colocados los Eretrios por orden del rey
Darío, cuya habitación, juntamente con su idioma antiguo, conservan
hasta el presente, y a esto se reduce la historia de sus sucesos.
CXX. Los lacedemonios en número de 2.000 llegaron al Ática después
del plenilunio, y tan grande era el deseo de hallarse con el enemigo,
que al tercer día después de salidos de Esparta se pusieron en el
Ática. Habiendo llegado después de la batalla (71),
y no queriendo dejar de ver de cerca a los medos, fuéronse a Maratón
para contemplarlos allí muertos. Colmaron de alabanzas a los atenienses
por aquellas hazañas, y se despidieron para volverse a su patria.
CXXI. Volviendo a los Alcmeónidas, mucha admiración me causa, y no
tengo por verdadero lo que de ellos se cuenta, que de concierto con los
persas les mostrasen el escudo en señal de querer que Atenas fuese
presa de los bárbaros y entregada al dominio de Hipias; pues ellos se
mostraron más enemigos de los tiranos, o tanto por lo menos, como
Calias, hijo de Fenipo y padre de Hipónico, quien fue el único entre
todos los atenienses que después de echado Pisístrato de Atenas se
atrevió a comprar sus bienes confiscados y vendidos a voz de pregonero,
fuera de que en otras mil cosas más dio un público testimonio del odio
que le tenía.
CXXII. De este Calias (72)
es mucha razón que todos a menudo se acuerden no sin elogio, ya por
haber sido, como llevo dicho, un hombre señalado particularmente en
libertar a su patria; ya por la gloria que adquirió en Olimpia, donde
logró como vencedor el primer premio en la corrida de un caballo
singular, y el segundo en la de la cuadriga, ya por que en los juegos
Pythios, habiendo sido declarado vencedor, se mostró muy magnífico en
el banquete que dio a los griegos; ya por lo bien que se portó con sus
hijas, que fueron tres, con las cuales, luego que tuvieron edad
proporcionada al matrimonio, usó la bizarría y generosidad de que cada
cual escogiese entre los ciudadanos el marido que mejor le pareciese, y
las casó, en efecto, con quien quiso cada cual.
CXXIII. Ahora pues, habiendo sido los Alcmeónidas igualmente o nada
menos enemigos de los tiranos que Calias, paréceme un error monstruoso
y una calumnia indigna de fe el que para llamar a los persas levantasen
sus escudos unos hombres que vivieron desterrados por todo el tiempo
del gobierno de los tiranos, y que no cesaron con sus intrigas hasta
obligar a los hijos de Pisístrato a desamparar su dominio, con lo cual,
a mi entender, lograron tener más parte en la libertad de Atenas que
Harmodio y Aristogitón, pues estos con dar la muerte a Hiparco nada
adelantaron contra los otros que tiranizaban a la patria, antes bien
irritaron más contra ella a los demás hijos de Pisístrato. Pero, los
Alcmeónidas sin la menor disputa fueron los libertadores de Atenas, si
fueron ellos realmente los que ganaron a la Pitia para que diese a los
lacedemonios el oráculo, que les decidió a libertarla, según tengo
antes declarado.
CXXIV. Podrá decirse que quizá por algún disgusto y ofensa recibida
del gobierno popular de Atenas quisieron entregar la patria; pero esto
no lleva camino, porque no hubo en Atenas hombres más aplaudidos ni más
honrados, por el pueblo. Así que contra toda buena crítica es el decir
que levantasen el escudo con esta mira. Es cierto que hubo quien lo
levantó, ni otra cosa puede decirse, porque así es la verdad; pero
quién fuese el qué lo verificó lo ignoro, ni tengo más que añadir sobre
ello de lo que llevo dicho.
CXXV. La familia de los Alcmeónidas, si bien desde mucho tiempo
atrás era ya distinguida en Atenas, se hizo notablemente más ilustre en
la persona de Alcmeon, no menos que en la de Megacles. El caso fue, que
cuando los lidios de parte de Creso fueron enviados de Sardes a Delfos
para consultar aquel oráculo, no sólo les sirvió en cuanto pudo
Alcmeon, hijo de Megacles, sino que se esmeró particularmente en
agasajarles. Informado Creso por los lidios que habían hecho aquella
romería de cuán bien por su respeto había obrado con ellos Alcmeon,
convidóle a que viniera a Sardes, y llegado, le ofreció de regalo tanto
oro cuanto de una vez pudiese cargar y llevar encima. Para poderse
aprovechar mejor de lo grandioso de la oferta, fue Alcmeon a
disfrutarla en este traje: púsose una gran túnica, cuyo seno hizo que
prestase mucho dejándolo bien ancho, calzóse unos coturnos los más
holgados y capaces que hallar pudo, y así vestido fuese al tesoro real
adonde se la conducía. Lo primero que hizo allí fue dejarse caer encima
de un montón de oro en polvo, y henchir hasta las pantorrillas aquellos
sus borceguíes de cuanto oro en ellos cupo. Llenó después de oro todo
el seno; empolvóse con oro a maravilla todo el cabello de su cabeza;
llenóse de oro asimismo toda la boca: cargado así de oro iba saliendo
del erario, pudiendo apenas arrastrar los coturnos, pareciéndose a
cualquier otra cosa menos a un hombre, hinchados extremadamente los
mofletes y hecho todo él un cubo. Al verle así Creso no pudo contener
la risa, y no sólo le dio todo el oro que consigo llevaba, sino que le
hizo otros presentes de no menor cuantía, con lo cual quedó muy rica
aquella casa, y el mismo Alcmeon, pudiendo criar sus tiros para las
cuadrigas, fue vencedor con ellos en los juegos Olímpicos (73).
CXXVI. En la edad inmediata a esta, Clístenes, señor de Sición,
subió hasta tal punto el nombre de la misma familia, que la hizo mucho
más célebre todavía. Esto Clístenes, hijo de Aristonimo, nieto de
Mirón, y biznieto de Andreo, tuvo una hija llamada Agarista, a quien
quiso casar con el griego que hallase más sobresaliente de todos; y
así, en el tiempo en que se celebraban las fiestas olímpicas en las
cuales alcanzó la palma con su cuadriga el mismo Clístenes, hizo
pregonar que cualquiera de los griegos que se tuviese por digno de ser
yerno de Clístenes, pasados sesenta días o bien antes, se presentase al
concurso en Sición; pues que él había determinado celebrar las bodas de
su hija dentro del término de un año, que se empezaría a contar desde
allí a sesenta días. Entonces todos los griegos que se picaban de
notables, ya por sus prendas y linaje, ya por la nobleza de su patria,
concurrieron allá como pretendientes, a quienes estuvo Clístenes
entreteniendo para ver quién era el más digno pretendiente en la
carrera y en la palestra.
CXXVII. De la Italia concurrió el sibarita Smindirides (74),
hijo de Hipócrates, que había llegado a ser el hombre más sobresaliente
de todos en las delicias del lujo, en un tiempo en que Sibaris florecía
sobremanera; concurrió asimismo el sirita Damas, hijo de Samiris, el
que llamaban el sabio: ambos vinieron de la Italia. Del golfo
Adriático, es decir, del seno Jonio, se presentó Anfimnesto, hijo de
Epistrofo, natural de Epidamno (75).
Vino también un Etolo, por nombre Males, hermano del famoso Titormo,
que superó en valentía a todos los griegos, y vivió retirado en un
rincón de la Eolia (76)
huyendo del comercio de los hombres. Del Peloponeso llegó Leocedes,
hijo de Fidon, tirano de los argivos, quien descendía de aquel Fidon (77)
ordenador de los pesos y medidas de los peloponesios, hombre el más
violento e inicuo de todos los griegos, que habiendo quitado a los
Eleos la presidencia en los juegos Olímpicos, se alzó con el empleo de Agonoteta (o prefecto de aquel certamen). vino de Trapezunte (78)
el árcade Amianto, hijo de Licurgo; vino asimismo Lafanes Azeno,
natural de la ciudad de Peo, hijo de aquel Euforion de quien es fama en
la Arcadia que recibió en su casa a los Dioscuros Castor y Pólux, y
desde aquel tiempo solía hospedar a todo hombre que se le presentase:
vino por fin el eleo Onomasto, hijo de Ageo; todos los cuales vinieron
del mismo Peloponeso. De Atenas fueron a la pretensión Megacles, hijo
de aquel Alcmeon que había hecho la visita a Creso, y otro llamado
Hipóclides, hijo de Tisandro, el sujeto más rico y gallardo de todos
los atenienses. De Eretria, ciudad entonces floreciente, concurrió
Lisanias, el único que se presentó venido de Eubea. De Tesalia acudió
Diactórides el Craconio, de la familia de los Scópadas; y de los
Molosos, vino Alcon: estos fueron los aspirantes a la boda.
CXXVIII. Habiéndose, pues, presentado los amantes al día señalado,
desde luego se iba Clístenes informando de qué patria y de qué familia
era cada uno. Después, por espacio de un año, los fue entreteniendo a
su lado, haciendo pruebas de la bizarría, del valor, de la educación y
de las costumbres de todos, ya tratando con cada uno en particular, ya
con todos ellos en común; y aun a los más jóvenes los conducía a los
gimnasios, donde ejercitasen desnudos sus fuerzas y habilidades. Pero
con especialidad procuraba observarles en la mesa, pues todo el tiempo
que los tuvo cerca de su persona, era quien llevaba el coste y el que
les daba un magnífico hospedaje. Hecha la prueba, los que más le
satisfacían eran los pretendientes venidos de Atenas, y entre estos
nadie le placía tanto como Hipóclides, el hijo de Tisandro,
gobernándose en este aprecio tanto por el valor que en él veía, como
por ser de una familia emparentada con la de los Cipsélidas que
antiguamente hubo en Corinto.
CXXIX. Cuando llegó el día aplazado así para el festín de la boda,
como para la publicación del yerno que Clístenes hubiese escogido entre
todos, mató éste cien bueyes y dio un magnífico convite, no sólo a los
pretendientes, sino también a los moradores de Sición. Allí sobre mesa,
apostábanselas los pretendientes en la música, y a quién descifraría
algún acertijo o enigma propuesto. Iban adelante los brindis después de
la comida, cuando Hipóclides, que era el héroe y bufón de la fiesta,
mandó al flautero que le tocase la emmelia (79),
y empezada ésta, la bailó con mucha gracia y mayor satisfacción propia;
si bien Clístenes, observando todas aquellas fruslerías, la miraba ya
de mal ojo. No paró aquí Hipóclides: descansó un poco, e hizo que le
trajesen una mesa, la cual puesta allí, bailó primero sobre ella a la
Lacónica, después danzó a la Ática con gestos muy ajustados; finalmente
dio sus tumbos encima de la mesa, la cabeza abajo y los pies en alto,
haciendo manos de las piernas para los gestos. Clístenes, si bien
viéndole bailar la primera y segunda danza se desdeñaba ya en su
interior de tomar por yerno a Hipóclides, a un bailarín tal y
sinvergüenza, reprimíase con todo no queriendo desconcertarse contra
él; pero al cabo cuando le vio dar tumbos y vueltas y zapatetas en el
aire, no pudiendo ya mas consigo, lanzóle estas palabras: -«Ahora sí,
hijo de Tisandro, que como saltimbanquis acabas de escamotearte la
novia.» Y replicóle el mozo: -«¿Qué se le da a Hipóclides de la novia?
cuyo dicho quedó desde entonces en proverbio.
CXXX. Clístenes, haciendo que todos en silencio le oyesen, hablóles
así: -«Pretendientes de mi hija, muy pagado estoy de las prendas de
todos vosotros, y si posible me fuera, a cada uno de vosotros daría con
gusto la novia sin elegir en particular a ninguno y sin desechar a los
demás. Pero bien veis que tratándose de una doncella sola, no cabe
contentaros a todos: mi ánimo es regalar a cada uno de los que no
alcanzéis la novia un talento de plata en prueba de lo mucho que me
honro con haberla todos pretendido, como también en atención a la
ausencia que habéis hecho de vuestras casas. Por lo demás, doy por
mujer mi hija Agarista a Megacles, hijo de Alcmeon, al uso de los
atenienses.» Aceptóla por tal Megacles, y quedó contraído solemnemente
el matrimonio.
CXXXI. Así se terminó la competencia de los pretendientes, y de ella
dimanó la gran rama y celebridad de los Alcmeónidas por toda la Grecia.
De este matrimonio nació aquel Clístenes que ordenó las filas y la
democracia en Atenas, llamado así en memoria de su abuelo materno
Clístenes el sicionio. Nacióles también Hipócrates, quien tuvo por
hijos otro Megacles y otra Agarista, llevando ésta el nombre de la
Agarista hija de Clístenes. La segunda Agarista habiendo casado con
Jantipo, hijo de Arifon, tuvo un sueño estando en cinta, en que le
pareció que había parido un león; y poco después parió a Pericles, hijo
de Jantipo.
CXXXII. Volviendo a Milcíades, después de la derrota de los persas
en Maratón creció mucho su crédito entre los atenienses, de quienes era
antes ya muy estimado. Entonces, pues, pidió Milcíades a sus
conciudadanos que le confiasen 70 naves con la tropa y estipendios
correspondientes, sin declararles contra quiénes meditaba aquella
expedición, asegurándoles solamente que si querían seguirle, iba a
enriquecerles, pues pensaba conducirles a cierta provincia, de donde
sin el menor daño ni peligro podrían volver cargados de oro. En estos
términos pidió la armada, y los atenienses, confiados en lo que les
prometía, se la cedieron.
CXXXIII. Teniendo aquella tropa embarcada ya a su mando, partió
Milcíades contra Paros, dando por razón que iba a castigar a los parios
por haber antes hecho la guerra con sus galeras asistiendo al persa en
Maratón. Pero este era un mero pretexto, y lo que en realidad le movía
era el encono contra los parios, nacido de que Liságoras, hijo de
Tisias y natural de Paros, le había acusado y puesto mal con el persa
Hidarmes. Llegado allá Milcíades con su armada, puso sitio a la ciudad
en que se habían encerrado los parios, a quienes envió un pregonero
pidiéndoles le diesen cien talentos, con la amenaza de que en caso de
negarlos no levantaría el sitio antes de rendirla plaza. Los parios,
lejos de discurrir cómo darían a Milcíades aquella suma, sólo pensaban
en el modo de defender bien su ciudad, fortificándola más y más y
alzando de noche otro tanto aquella parte de los muros por donde la
plaza estaba más expuesta a ser combatida.
CXXXIV. Hasta aquí concuerdan en la narración del hecho todos los
griegos: lo que después sucedió lo cuentan los parios del siguiente
modo: Dicen que Milcíades, falto de consejo, consultó con una
prisionera natural de la misma Paros, que se llamaba Timo y era la
sacerdotisa de las diosas infernales Ceres y Proserpina. Habiéndose
ésta presentado a Milcíades, aconsejóle que si tanto empeño tenía en
tomar a Paros, hiciera lo que ella misma dijese; y en efecto,
habiéndole confiado el expediente, subió Milcíades a un cerro que está
enfrente de la ciudad, y no pudiendo abrir las puertas del templo de
Céres Legisladora, quiso saltar la pared de aquel cercado; y saltada
ya, íbase, ignoro con que mira, dentro del santuario de la diosa, ya
fuese con ánimo de quitar algo de las cosas que no es lícito quitar, ya
con algún otro designio. Al ir a pasar aquel umbral, sobrevínole un
terror religioso que le obligó a volver atrás por el mismo camino; y al
pasar otra vez la cerca, se dislocó un muslo, o, como quieren otros,
hirió malamente en tierra con una rodilla.
CXXXV. Mal parado, pues, Milcíades por la caída, determinó volverse
de allí sin haber conquistado a Paros, a la cual había tenido sitiada
26 días, talando durante ellos toda la isla. Llegó a noticia de los
parios que Timo, la sacerdotisa de la diosa, había dado a Milcíades los
medios para la toma de la plaza, y queriendo tomar venganza de ella por
la traición, apenas se vieron libres del asedio enviaron a Delfos
consultores encargados de preguntar si harían bien en castigar a la
sacerdotisa de las diosas, así por haber ella declarado cómo podría ser
tomada su patria, como también por haber mostrado a Milcíades aquellos
sagrados misterios que a ningún varón era lícito ver ni saber. No se lo
permitió la Pitia, diciendo que la culpa no era de Timo, sino que
siendo el destino fatal de Milcíades que tuviese un mal éxito, ella le
había servido de guía para la ruina: tal fue el oráculo que la Pitia
dio en respuesta a los de Paros.
CXXXVI. Vuelto ya Milcíades de aquella isla, no hablaban de otra
cosa los atenienses que de su infeliz expedición; pero quien sobre
todos le acriminaba era Jantipo, el hijo de Arifrón, quien inventándole
ante el pueblo causa capital, le acusaba por haber engañado a los
atenienses (80). Milcíades
no respondió en persona a la acusación, hallándole imposibilitado por
causa de su muslo enconado con la herida; pero estando él en cama allí
mismo, defendiéronle sus amigos con el mayor esfuerzo, haciendo valer
mucho sus servicios en el combate de Maratón, como también en la toma
de Lemnos, la cual rindió y cedió a los atenienses, habiéndose vengado
de los pelasgos. Absolvióle el pueblo de la pena capital; mas por aquel
perjuicio del estado le multó en 50 talentos. Después de este juicio,
como se le encancerase y pudriese el muslo, falleció Milcíades, y su
hijo Citrión pagó la multa de su padre.
CXXXVII. He aquí cómo pasé lo que insinué de la toma de Lemnos, de
que se apoderó Milcíades el hijo de Cimon: habían sido los pelasgos
expelidos del Ática por los atenienses, no sabré decidir si con razón o
sin ella; podré referir tan sólo lo que sobre ello se dice, si bien
noto que Hecateo, hijo de Egesandro, afirma en su historia que sin
razón fueron aquellos arrojados, contando así los hechos: «Viendo los
atenienses, dice, que una campiña suya situada al pie del monte Himeto,
que habían cedido a los pelasgos para que la habitasen en pago y
recompensa del muro que estos les habían edificado alrededor de la
fortaleza, viendo, pues, bien cultivada aquella campiña, que antes era
muy estéril y de ninguna estima, tuvieron envidia a los pelasgos, y
codiciosos de aquel territorio, sin otro motivo ni razón arrojaron de
él a los agricultores.» Pero si creemos lo que dicen los atenienses,
razón les sobraba para echarlos de allí; porque situados los pelasgos
bajo el Himeto, salían desde allí a cometer mil insolencias; pues como
acostumbrasen las doncellas y los niños también de los atenienses ir
por agua al Enea Crunon (a las nueve fuentes) por no tener
esclavos en aquel tiempo ni los atenienses ni los demás griegos,
sucedía que al ir ellas por agua, con desvergüenza y desprecio las
violentaban los pelasgos; y no contentos aun con proceder tan indigno,
determinaron al cabo apoderarse de Atenas y fueron cogidos con el
delito en las manos. Añaden aún los atenienses, que ellos se portaron
mucho mejor de lo que merecían los pelasgos, porque estando en su mano
quitarles justamente la vida como a gente que maquinaba contra el
estado, no quisieron hacerlo, contentos con intimarles la orden de que
saliesen de sus dominios. En fuerza de esta orden, salidos de allí, una
de las varias tierras que ocuparon fue la isla de Lemnos. En suma, lo
primero es lo que dice Hecateo; lo segundo lo que cuentan los
atenienses.
CXXXVIII. Después que habitaban ya en Lemnos los mismos pelasgos,
llevados del deseo de venganza contra los de Atenas y bien prácticos e
impuestos en qué días caían las fiestas de los atenienses, recogidas
sus fallucas pasaren al continente y armaron una emboscada en Braunon,
donde solían las mujeres atenienses celebrar una fiesta a Diana.
Habiendo aprovechado el lance, y robadas muchas de ellas, embarcáronlas
consigo para Lemnos y las tuvieron allí por concubinas. viéndose ya con
muchos hijos estas mujeres, íbanles enseñando la lengua ática y les
daban una educación propia de atenienses, de donde nacía que los niños
se desdeñaban de juntarse con los hijos de los pelasgos, y si veían que
uno de ellos era maltratado de alguno de los otros niños, acudían todos
a su defensa y se socorrían mutuamente. Llegó la cosa a tal punto, que
los niños de las Áticas pretendían dominar sobre los otros; y en
efecto, su partido era el que más podía. Viendo los pelasgos lo que
pasaba, entraron en cuenta consigo, y consultando entre sí, parecióles
ser el caso de mucho peso y consideración. Si estos niños, decían,
tienen ya la advertencia de ayudarse contra los hijos de las matronas
de primer orden y aun pretenden ser ya los señores que manden, ¿qué no
harán salidos de la menor edad? Parecióles con esto que convenía dar
muerte a los hijos de las mujeres áticas; y no contentos con esta
barbarie, añadieron después la de matar a sus madres. De este hecho
inhumano, como también de aquel otro anterior cuando las mujeres
quitaron la vida a sus maridos juntamente con Toante (81), se originó el llamar por toda la Grecia maldades lemnias a cualquiera maldad enorme.
CXXXIX. Después que los pelasgos dieron la muerte a sus hijos y
mujeres, sucedió que ni la tierra les rendía los frutos de antes, ni
sus mujeres ni sus rebaños eran fecundos, como solían primero.
Fatigados, pues, del hambre y de aquella esterilidad, enviaron a Delfos
para ver cómo librarse de las calamidades en que se hallaban. Mandóles
la Pitia que se presentasen a los atenienses y les diesen la
satisfacción que tuvieran éstos por justa. En efecto, fueron a Atenas
los pelasgos y se ofrecieron de su voluntad a pagar la pena
correspondiente a su injuria. Los atenienses, preparando en su pritáneo
unas camas las más ricas que pudieron para recibir a los convidados, y
poniendo una mesa llena de todo género de comidas, mandaron a los
pelasgos que les entregasen su país tan ricamente abastecido como lo
estaba aquella mesa; a lo que respondieron los pelasgos: -«Siempre que
una nave de vuestro país con el viento Bóreas llegue al nuestro en un
día, prontos estaremos para verificar la entrega que pretendéis.» (82) Respuesta astuta y capciosa, sabiendo ser imposible la condición, por estar el Ática hacia el Mediodía más acá de Lemnos.
CXL. Por entonces quedó así el negocio; pero muchísimos años
después, cuando el Quersoneso del Helesponto vino a ser de los
atenienses, Milcíades, hijo de Cimon, salido de Eleunte, ciudad del
Quersoneso, con los vientos etesios, púsose en Lemnos e intimó a los
pelasgos que dejasen la isla, haciéndoles memoria del oráculo, que
ellos estaban lejos de creer que pudiese jamás cumplírseles.
Obedecieron entonces los de Efestia; pero los de Mirina (83),
que no conocían en qué el Quersoneso fuese lo mismo que el Ática,
hicieron resistencia, hasta tanto que, viéndose sitiados se entregaron.
Este fue el artificio con que los atenienses por medio de Milcíades se
apoderaron de Lemnos.
Libro VII.
Polimnia.
Muere Darío haciendo contra la Grecia aprestos
militares, que continúa su hijo Jerjes: con este objeto hace abrir un
canal en el Atos y echar un puente sobre el Helesponto. Orden de marcha
del ejército persa de mar y tierra; su número y aumento; naciones que
lo componían y generales encargados del mando. - Disputa de Jerjes con
el lacedemonio Demarato acerca del valor y resistencia de los griegos.
- Pasa revista Jerjes a su ejército en Dorisco y se pone en marcha. -
Envían los lacedemonios a Jerjes dos heraldos en compensación de los
que ellos habían muerto. - Prepáranse los atenienses a resistir, a
pesar de los infaustos oráculos de Delfos. - Los argivos se niegan a
entrar en la confederación de los griegos, y Gelón, tirano de Sicilia,
lo rehusa igualmente si no se le da el mando. Los isleños de Corfú
tratan de alucinar con promesas a los embajadores, y los de Creta
rehusan también entrar en la confederación. - Abandonan los griegos la
defensa del paso del Olimpo, y se deciden a defender las Termópilas.
Número prodigioso de hombres que componían el ejército persa de mar y
tierra. - Tempestad que sufre su escuadra. - Ataque de las Termópilas y
muerte de Leonidas con los espartanos. - Decide Jerjes continuar su
marcha, y avanza contra la Grecia despreciando los consejos de Demarato.
I. Cuando llegó al rey Darío, hijo de Histaspes, la nueva de la
batalla dada en Maratón, hallándole ya altamente prevenido de antemano
contra los atenienses a causa de la sorpresa con que habían entrado en
Sardes, acabó entonces de irritarle contra aquellos pueblos,
obstinándose más y más en invadir de nuevo la Grecia. Desde luego,
despachando correos a las ciudades de sus dominios a fin de que le
aprontasen tropas, exigió a cada una un número mayor del que antes le
habían dado de galeras, caballos, provisiones y barcas de transporte.
En la prevención de estos preparativos se vio agitada por tres años el
Asia; y como de todas partes se hiciesen levas de la mejor tropa en
atención a que la guerra había de ser contra los griegos, sucedió que
al cuarto año de aquellos, los egipcios antes conquistados por Cambises
se levantaron contra los persas, motivo que empeñó mucho más a Darío en
hacer la guerra a entrambas naciones.
II. Estando ya Darío para partir a las expediciones de Egipto y
Atenas, originóse entre sus hijos una gran contienda sobre quién había
de ser nombrado sucesor o príncipe jurado del Imperio, fundándose en
una ley de los persas que ordena que antes de salir el rey a campaña
nombre al príncipe que ha de sucederle. Había tenido ya Darío antes de
subir al trono tres hijos en la hija de Gobrias, su primera esposa, y
después de coronado tuvo cuatro más en la princesa Atosa, hija de Ciro.
El mayor de los tres primeros era Artobazanes, y el mayor de los cuatro
últimos era Jerjes: no siendo hijos de la misma madre, tenían los dos
pretensiones a la corona. Fundaba las suyas Artobazanes en el derecho
de primogenitura recibido entre todas las naciones, que daba el imperio
al que primero había nacido: Jerjes, por su parte, alegaba ser hijo de
Atosa y nieto de Ciro, que habla sido el autor de la libertad e imperio
de los persas.
III. Antes que Darío declarase su voluntad, hallándose en la corte
por aquel tiempo Demarato, hijo de Ariston, quien depuesto del trono de
Esparta y fugitivo de Lacedemonia se había refugiado a Susa para su
seguridad, luego que entendió las desavenencias acerca de la sucesión
entre los príncipes hijos de Darío, como hombre político fue a verse
con Jerjes, y, según es fama, le dio el consejo de que a las razones de
su pretensión añadiese la otra de haber nacido de Darío siendo ya éste
soberano y teniendo el mando sobre los persas, mientras que al nacer
Artobazanes Darío no era rey todavía, sino un mero particular; que por
tanto, a ningún otro mejor que a él tocaba de derecho y razón el
heredar la soberanía. Añadíale Demarato al aviso que alegase usarse así
en Esparta, donde si un padre antes de subir al trono tenía algunos
hijos y después de subido al trono le nacía otro príncipe, recaía la
sucesión a la corona en el que después naciese. En efecto, valióse
Jerjes de las razones que Demarato le suministró; y persuadido Darío de
la justicia de lo que decía, declaróle por sucesor al imperio; bien es
verdad, en mí concepto, que sin la insinuación de Demarato hubiera
recaído la corona en las sienes de Jerjes, siendo Atosa la que todo lo
podía en el estado.
IV. Nombrado ya Jerjes sucesor del imperio persiano, sólo pensaba
Darío en la guerra; pero quiso la fortuna que un año después de la
sublevación del Egipto, haciendo sus preparativos, le cogiese la
muerte, habiendo reinado 36 años, sin que tuviese la satisfacción de
vengarse ni de los egipcios rebeldes, ni de los atenienses enemigos.
V. Por la muerte de Darío pasó el cetro a las manos de su hijo
Jerjes, quien no mostraba al principio de su reinado mucha propensión a
llevar las armas contra la Grecia, preparando la expedición solamente
contra el Egipto. Hallábase cerca de su persona, y era el que más
cabida tenía con él entre todos los persas, Mardonio, el hijo de
Gobrias, primo del mismo Jerjes por hijo de una hermana de Darío, quien
le habló en estos términos: -«Señor, no parece bien que dejéis sin la
correspondiente venganza a los atenienses, que tanto mal han hecho
hasta aquí a los persas. Muy bien haréis ahora en llevar a cabo la
expedición que tenéis entre manos; pero después de abatir el orgullo de
Egipto que se nos levantó audazmente, sería yo de parecer que movieseis
las armas contra Atenas, así para conservar en el mundo la reputación
debida a vuestra corona, como para que en adelante se guarden todos de
invadir vuestros dominios.» Este discurso de Mardonio se ordenaba a la
venganza, si bien no dejó de concluirlo con la insinuante cláusula de
que la Europa era una bellísima región, poblada de todo género de
árboles frutales, sumamente buena para todo, digna, en una palabra, de
no tener otro conquistador ni dueño que el rey.
VI. Así hablaba Mardonio, ya por ser amigo de nuevas empresas, ya
por la ambición que tenía de llegar a ser virrey de la Grecia. Y en
efecto, con el tiempo logró su intento, persuadiendo a Jerjes a entrar
en la empresa; si bien concurrieron otros accidentes que sirvieron
mucha para aquella resolución del persa. Uno de ellos fue el que
algunos embajadores de Tesalia, venidos de parte de los Alévadas (1),
convidaban al rey a que viniera contra la Grecia, ofreciéndose de su
parte a ayudarle y servirle con todo celo y prontitud, lo que podrían
ellos hacer siendo reyes de Tesalia. El otro era que los Pisistrátidas
venidos a Susa no sólo confirmaban con mucho empeño las razones de los
Alévadas, sino que aún añadían algo más de suyo, por tener consigo al
célebre ateniense Onomácrito, que era adivino y al mismo tiempo
intérprete de los oráculos de Museo, con quien antes de refugiarse a
Susa habían ellos hecho las paces. Había sido antes Onomácrito echado
de Atenas por Hiparco, el hijo de Pisístrato, a causa de que Laso
Hermionense le había sorprendido en el acto de ingerir entre los
oráculos de Museo uno de cuño propio, acerca de que con el tiempo
desaparecerían sumidas en el mar las islas circunvecinas a Lemnos;
delito por el cual Hiparco desterró a Onomácrito, habiendo sido antes
gran privado suyo. Entonces, pues, habiendo subido con los
Pisistrátidas a la corte, siempre que se presentaba a la vista del
monarca, delante de quien lo elevaban ellos al cielo con sus elogios,
recitaba varios oráculos, y si en alguno veía algo que pronosticase al
bárbaro algún tropiezo, pasaba éste en silencio, mientras que, por el
contrario, al oráculo que profetizaba felicidades lo escogía y
entresacaba, diciendo ser preciso que el Helesponto llevase un puente
hecho por un varón persa, y de un modo semejante iba declarando la
expedición.
VII. Así, pues, él adivinando y los hijos de Pisístrato aconsejando,
se ganaban al monarca. Persuadido ya Jerjes a la guerra contra Grecia,
al segundo año de la muerte de Darío dio principio a la jornada contra
los sublevados, a quienes, después que hubo rendido y puesto en mucha
mayor sujeción el Egipto entero de la que tenía en tiempo de Darío, les
dio por virrey a Aquemenes, hijo de aquél y hermano suyo; y éste es
aquel Aquemenes que, hallándose con el mando del Egipto, fue muerto
algún tiempo después por Inario, hijo de Psamético, natural de la Libia.
VIII. Después de la rendición del Egipto, cuando Jerjes estaba ya
para mover el ejército contra Atenas, juntó una asamblea extraordinaria
de los grandes de la Persia, a fin de oír sus pareceres y de hablar él
mismo lo que tenía resuelto. Reunidos ya todos ellos, díjoles así
Jerjes: -«Magnates de la Persia, no penséis que intente ahora
introducir nuevos usos entre vosotros; sigo únicamente los ya
introducidos; pues según oigo a los avanzados en edad, jamás, desde que
el imperio de los medos vino a nuestras manos, habiendo Ciro despojado
de él a Astiages, hemos tenido hasta aquí un día de sosiego. No parece
sino que Dios así lo ordena echando la bendición a las empresas a que
nos aplicamos con empeño y desvelo. No juzgo del caso referiros ahora
ni las hazañas de Ciro, ni las de Cambises, ni las que hizo mi propio
padre Darío, ni el fruto de ellas en las naciones que conquistaron. De
mí puedo decir que, desde que subí al trono, todo mi desvelo ha sido no
quedarme atrás a los que en él me precedieran con tanto honor del
imperio; antes bien, adquirir a los persas un poder nada inferior al
que ellos te alcanzaron. Y fijando la atención en lo presente, hallo
que por una parte hemos añadido lustre a la corona conquistando una
provincia ni menor ni inferior a las demás, sino mucho más fértil y
rica, y por otra hemos vengado las injurias con una entera satisfacción
de la majestad violada. En atención, pues, a esto, he tenido a bien
convocaros para daros parte de mis designios actuales. Mi ánimo es,
después de construir un puente sobre el Helesponto, conducir mis
ejércitos por la Europa contra la Grecia, resuelto a vengar en los
atenienses las injurias que tienen hechas a los persas y a nuestro
padre. Testigos de vista sois vosotros, cómo Darío iba en derechura al
frente de sus tropas contra esos hombres insolentes, si bien tuvo el
dolor de morir antes de poder vengarse de sus agravios. Mas yo no
dejaré las armas de la mano, si primero no veo tomada y entregada al
fuego la ciudad de Atenas, que tuvo la osadía de anticipar sus
hostilidades, las más inicuas, contra mi padre y contra mí. Bien sabéis
que ellos, conducidos antes por Aristágoras el Milesio, aquel esclavo
nuestro, llegaron hasta Sardes y pegaron fuego a los bosques sagrados y
a los templos; y nadie ignora cómo nos recibieron al desembarcar en sus
costas, cuando Datis y Artafernes iban al frente del ejército. Este es
el motivo que me precisa a ir contra ellos con mis tropas: y además de
esto, cuando me detengo en pensarlo, hallo sumas ventajas en su
conquista, tales en realidad que si logramos sujetarles a ellos y a sus
vecinos que habitan el país de Pélope el frigio, no serán ya otros los
confines del imperio persiano que los que dividen en la región del aire
el firmamento del suelo. Desde aquel punto no verá el mismo sol otro
imperio confinante con el nuestro, porque yo al frente de mis persas, y
en compañía vuestra, corriendo vencedor por toda la Europa, de todos
los estados de ella haré uno sólo, y este mío; pues a lo que tengo
entendido, una ves rotas y allanadas las provincias que llevo dichas,
no queda ya estado, ni ciudad, ni gente alguna capaz de venir a las
manos en campo abierto con nuestras tropas. Así lograremos, en fin,
poner bajo nuestro dominio, tanto a los que nos tienen ofendidos, como
a los que ningún agravio nos han ocasionado. Yo me prometo de vosotros
que en la ejecución de estos mis designios haréis que me dé por bien
servido, y que en el tiempo que aplazaré para la concurrencia y reseña
del ejército, os esmerareis todos en la puntualidad cumpliendo con
vuestro deber. Lo que añado es, que honraré con dones y premios, los
más preciosos y honoríficos del estado, al que se presente de vosotros
con la gente mejor ordenada y apercibida. Esto es lo que tengo resuelto
que se haga; mas para que nadie diga que me gobierno por mis dictámenes
particulares, os doy licencia de deliberar sobre la empresa, diciendo
su parecer cualquiera de vosotros que quisiere decirlo.» Con esto dio
fin a su discurso.
IX. Después del rey tomó Mardonio la palabra: -«Señor, dice, vos
sois el mejor persa, no digo de cuantos hubo hasta aquí, sino de
cuantos habrá jamás en lo porvenir. Buena prueba nos da de ello ese
vuestro discurso en que campean por una parte la elocuencia y la
verdad, y por otra triunfan el honor y la gloria del imperio, no
pudiendo mirar vos con indiferencia que esos jonios europeos, gente vil
y baja, se burlen de nosotros. Insufrible cosa fuera en verdad que los
que hicimos con las armas vasallos nuestros a los sacas, a los indios,
a los etíopes, a los asirios, a tantas otras y tan grandes naciones, no
porque nos hubiesen ofendido en cosa alguna, sino por querer nosotros
extender el imperio, dejásemos sin venganza a los griegos que han sido
los primeros en injuriarnos. ¿Por qué motivo temerles? ¿Qué número de
tropas pueden juntar? ¿Qué abundancia de dinero recoger? Bien sabemos
su modo de combatir; bien sabemos cuán poco ninguno es su valor. Hijos
suyos son esos que llevamos vencidos; esos que viven en nuestros
dominios; esos, digo, que se llaman jonios, eolios y dorios. Yo mismo
hice ya la prueba de ellos cuando por orden de vuestro padre conduje
contra esos hombres un ejército; lo cierto es que internándome hasta la
Macedonia y faltándome ya poco para llegar a la misma Atenas, nadie se
me presentó en campo de batalla. Oigo decir de los griegos, que son en
la guerra la gente del mundo más falta de consejo, así por la
impericia, como por su cortedad. Decláranse la guerra unos a otros,
salen a campaña, y para darse la batalla escogen la llanura más hermosa
y despejada que pueden encontrar, de donde no salen sin gran pérdida
los mismos vencedores, pues de los vencidos no es menester que hable yo
palabra, siendo sabido que quedan aniquilados. ¿Cuánto mejor les fuera,
hablando todos la misma lengua, componer sus diferencias por medio de
heraldos y mensajeros y venir antes a cualquier convención, que no dar
la batalla? Y en caso de llegar a declararse la guerra por precisión,
les convendría ver por dónde unos y otros estarían más a cubierto de
los tiros del enemigo y acometer por aquel lado. Repito que por este
pésimo modo de guerrear, no hubo pueblo alguno griego, cuando penetré
hasta la Macedonia, que se atreviese a entrar conmigo en batalla. Y
contra vos, señor, ¿quién habrá de ellos que armado os salga al
encuentro, cuando os vean venir con todas las fuerzas del Asia por
tierra y con todas las naves por agua? No, señor; no ha de llegar a
tanto, si no me engaño, el atrevimiento de los griegos. Pero demos que
me engañe en mi opinión, y que faltos ellos de juicio y llenos de su
loca presunción no rehusen la batalla: peleen en mal hora, y aprendan
en su ruina que no hay sobre la tierra tropa mejor que la persiana.
Menester es hacer prueba de todo, si todo queremos conseguirlo. Las
conveniencias no entran por sí mismas en casa de los mortales: premio
suelen ser de los que todo lo experimentan.» Calló Mardonio, habiendo
adulado y hablado así al paladar de Jerjes.
X. Callaban después los demás persas, sin que nadie osase proferir
un sentimiento contrario al parecer propuesto, cuando Artabano, hijo de
Histaspes y tío paterno de Jerjes, fiado en este vínculo tan estrecho,
habló en los siguientes términos: -«Señor, en una consulta en que no se
propongan dictámenes varios y aun entre sí opuestos, no queda al
arbitrio medio de elegir el mejor, sino que es preciso seguir el único
que se dio; sólo queda lugar a la elección cuando son diversos los
pareceres. Sucede en esto lo que en el oro: si una pieza se mira de por
sí, no acertamos a decir si es oro puro; pero si la miramos al lado de
otra del mismo metal, decidimos luego cuál es el más fino. Bien
presente tengo lo que dije a Darío, vuestro padre y hermano mío, que no
convenía hacer la guerra a los escitas, hombres que no tienen morada
fija ni ciudad edificada. Mi buen hermano, muy confiado en que iba a
domar a los escitas nómadas, no siguió mi consejo; y lo que sacó de la
jornada fue volver atrás, después de perdida mucha y buena tropa de la
que llevaba. Vos, señor, vais a emprender ahora la guerra contra unos
hombres que en valor son muy otros que los escitas, y que por mar y por
tierra se dice no tener otros que les igualen. Debo deciros, a fuerza
de quien soy, lo que puede temerse de su bravura. Decís que, construido
un puente sobre el Helesponto, queréis conducir el ejército por la
Europa hacia la Grecia; pero reflexionad, señor, que pues los griegos
tienen fama de valientes, pudiera suceder fuésemos por ellos
derrotados, o bien por mar, o bien por tierra, o bien por entrambas
partes. No lo digo de ligero, que bien nos lo da a conocer la
experiencia; pues que solos los atenienses derrotaron un ejército tan
numeroso como el que, conducido por Datis y Artafernes entró en el
Ática. Peligra, pues, que no tengamos éxito ni por tierra ni por mar. Y
¿cuál no sería nuestra fatalidad, señor, si acometiéndonos, con sus
galeras y victoriosos en una batalla naval se fuesen al Helesponto y
allí nos cortasen el puente? Este peligro, ni yo lo imagino sin razón,
ni lo finjo en mi fantasía, sino que este es el caso en que por poco no
nos vimos perdidos cuando vuestro padre, hecho un puente sobre el
Bósforo tracio y otro sobre el Danubio, pasó el ejército contra los
escitas. Entonces fue cuando ellos no perdonaron diligencia alguna,
empeñándose con los jonios, a cuya custodia se había confiado el puente
del Danubio, para que se nos cortase el paso con deshacerlo. Y en
efecto, si Histieo, señor de Mileto, siguiera el parecer de los otros,
o no se opusiera a todos con el suyo, allí se acabara el imperio de los
persas. Y ¿quién no se horroriza sólo de oírque la salud de toda la
monarquía llegó a depender de la voluntad y arbitrio de un hombre sólo?
No queráis, pues, ahora, ya que no os fuerza a ello necesidad alguna,
poner en consulta si será del caso arriesgarnos a un peligro tan grande
como este. Mejor haréis en seguir mi parecer, que es el de despachar
ahora, sin tomar ningún acuerdo, este congreso; y después, cuando a vos
os pareciere, echando bien, la cuenta a vuestras solas, podéis
mandarnos aquello que mejor os cuadre. No hallo cosa más recomendable
que una resolución bien deliberada, la cual, aun cuando experimente
alguna contrariedad no por eso deja de ser sana y buena igualmente;
síguese tan sólo que pudo más la fortuna que la razón. Pero si ayuda la
fortuna al que tomó una resolución imprudente, lo que logra éste es dar
con un buen hallazgo, sin que deje por ello de ser verdad que fue mala
su resolución. ¿No echáis de ver, por otra parte, cómo fulmina Dios
contra los brutos descomunales a quienes no deja ensoberbecer, y de los
pequeños no pasa cuidado? ¿No echáis de ver tampoco, cómo lanza sus
rayos contra las grandes fábricas y elevados árboles? Ello es que suele
y se complace Dios en abatir lo encumbrado; y a este modo suele quedar
deshecho un grande ejército por otro pequeño, siempre que ofendido Dios
y mirándolo da mal ojo, le infunde miedo o truena sobre su cabeza;
accidentes todos que vienen a dar con él miserablemente en el suelo. No
permite Dios que nadie se encumbre en su competencia: él sólo es grande
de suyo; él sólo quiere parecerlo. Vuelvo al punto y repito que una
consulta precipitada lleva consigo el desacierto, del cual suelen nacer
grandes males, y que al revés un consejo cuerdo y maduro contiene mil
provechos, los cuales por más que desde luego no salten a los ojos, los
toca después uno con las manos a su tiempo. Este es, señor, en
resolución mi consejo. Pero tú, Mardonio mío, buen hijo de Gobrias,
créeme y déjate ya de desatinar contra los griegos; que no merecen que
los trates con tanto desprecio. Tú con esas calumnias y patrañas
incitas al rey a la expedición, y todo tu empeño, a lo que parece, está
en que se verifique. Esto no va bien; ningún medio más indigno que el
de la calumnia en que dos son los injuriadores y uno el injuriado:
injuriador es el que la trama, porque acusa al que no está presente;
injuriador asimismo el que te da crédito antes de tenerla bien
averiguada. El acusado en ausencia, ese es el injuriado, así por el que
le delata reo, como por el que le cree convicto sobre la fe del
enemigo. ¿Para qué más razones? Hagamos aquí una propuesta, si tan
indispensable sé nos pinta la guerra contra esos hombres. Pidamos al
rey que se quiera quedar en palacio entre los persas. Escoge tú las
tropas persianas que quieras, y con un ejército cuan grande le escojas,
haz la expedición que pretendes. Aquí están mis hijos, ofrece tú los
tuyos, y hagamos la siguiente apuesta: si fuere el que pretendes el
éxito de la jornada, convengo en que mates a mis hijos y a mí después
de ellos; pero si fuere el que yo pronostico, oblígate tú a que los
tuyos pasen por lo mismo, y con ellos tú también si vuelves vivo de la
expedición. Si no quisieres aceptar el partido y de todas maneras
salieres con tu pretensión de conducir las tropas contra la Grecia,
desde ahora para entonces digo que alguno de los que por acá quedaren
oirá contar de ti, oh Mardonio, que después de una gran derrota de los
persas nacida de tu ambición, has sido arrastrado y comido de los
perros y aves de rapiña, o en algún campo de los atenienses, o cuando
no, de los lacedemonios, si no es que antes de llegar allá te salga la
muerte al camino, para que aprendas por el hecho contra qué hombres
aconsejas al rey que haga la guerra.»
XI. Irritado allí Jerjes y lleno de cólera: -«Artabano, le responde,
válgate el ser hermano de mi padre; este respeto hará que no lleves tu
merecido por ese tu parecer necio e injurioso; si bien desde ahora te
hago la gracia ignominiosa de que por cobarde y fementido no me sigas
en la jornada que voy a emprender yo contra la Grecia, antes te quedes
acá de asiento en compañía de las mujeres, que yo sin la tuya daré fin
a la empresa que llevo dicha. Renegara yo de mí mismo y me corriera de
ser quien soy, hijo de Darío y descendiente de mis abuelos Histaspes,
Arsamenes, Armnes, Telspis y Aquemenes, si no pudiera vengarme a ellos
y a mí de los atenienses; y tanto más por ver bien claro que si los
dejamos en paz nosotros los persas, no dejarán ellos vivir a los persas
en paz, sino que bien pronto nos invadirán nuestros estados, según nos
podemos prometer de sus primeros insultos, cuando moviendo sus armas
contra el Asia nos incendiaron a Sardes. En suma, ni ellos ni nosotros
podemos ya volver atrás del empeño que nos obliga o a la ofensa o a la
defensa, hasta que o pase a los griegos nuestro imperio, o caigan bajo
nuestro imperio los griegos: el odio mutuo no admito ya conciliación
alguna. Pide, pues, nuestra reputación que nosotros, antes ofendidos,
no dilatemos la venganza, sino que nos adelantemos a ver cuál es la
bravura con que nos amenazan, acometiendo con nuestras tropas a unos
hombres a quienes Pélope el frigio, vasallo de nuestros antepasados, de
tal manera domó, que hasta hoy día, no sólo los moradores del país,
sino aun el país domado, llevan el nombre del domador.» Así habló
Jerjes.
XII. Vino después la noche y halló a Jerjes inquieto y desazonado
por el parecer de Artabano, y consultando con ella sobre el asunto,
absolutamente se persuadía de que en buena política no debía dirigirse
contra la Grecia. En este pensamiento y contraria resolución le cogió
el sueño, en que, según refieren los persas, tuvo aquella noche la
siguiente visión: Parecíale a Jerjes que un varón alto y bien parecido
se le acercaba y le decía: -«Conque, persa, ¿nada hay ya de lo
concertado? ¿No harás ya la expedición contra la Grecia después de la
orden dada a los persas de juntar un ejército? Sábete, pues, que ni
obras bien en mudar de parecer, ni yo te lo apruebo. Déjate de eso y no
vaciles en seguir rectamente el camino como de día lo habías resuelto.»
XIII. Luego que amaneció otro día, sin hacer caso ninguno de su
sueño, llamó a junta a los mismos persas que antes había convocado, y
les habló en estos términos: -«Os pido, persas míos, que disimuléis
conmigo si tan presto me veis mudar de parecer. Confieso que no he
llegado aún a lo sumo de la prudencia, y os hago saber que no me dejan
un punto los que me aconsejan lo que ayer propuse. Lo mismo fue oír el
parecer de Artabano que sentir en mis venas un ardor juvenil que me
hizo prorrumpir en expresiones insolentes, que contra un varón anciano
no debía yo proferir. Reconozco ahora mi falta, y en prueba de ello
sigo su parecer. Así que estaos quietos, que yo revoco la orden de
hacer la guerra a la Grecia.» Los persas, llenos de gozo al oír esto,
le hicieron una profunda reverencia.
XIV. Otra vez en la noche próxima aconteció a Jerjes en cama aquel
mismo sueño, hablándole en estos términos: -«Vos, hijo de Darío, parece
que habéis retirado ya la orden dada para la jornada de los persas, no
contando más con mis palabras que si nadie os las hubiera dicho. Pues
ahora os aseguro, y de ello no dudéis, que si luego no emprendéis la
expedición, os va a suceder en castigo que tan en breve como habéis
llegado a ser un grande y poderoso soberano, vendréis a parar en hombre
humilde y despreciable.»
XV. Confuso y aturdido Jerjes con la visión, salta el punto de la
cama y envía un recado a Artabano llamándole a toda prisa, a quien
luego de llegado habló en esta forma: -«Visto has, Artabano, cómo yo,
aunque llevado de un ímpetu repentino hubiese correspondido a un buen
consejo con un ultraje temerario y necio, no dejé pasar con todo mucho
tiempo sin que arrepentido te diera la debida satisfacción, resuelto a
seguir tu aviso y parecer. ¿Creerás ahora lo que voy a decirte? Quiero
y no puedo darte gusto en ello. ¡Cosa singular! después de mudar de
opinión, estando ya resuelto a todo lo contrario, vínome un sueño que
de ningún modo aprobaba mi última resolución; y lo peor es que entre
iras y amenazas acaba de desaparecer ahora mismo. Atiende a lo que he
pensado: si Dios es realmente el que tal sueño envía poniendo todo su
gusto y conato en que se haga la jornada contra la Grecia, te acometerá
sin falta el mismo sueño ordenándote lo que a mí. Esto lo podremos
probar del modo que he discurrido: toma tú todo mi aparato real,
vístete de soberano, sube así y siéntate en mi trono, y después vete a
dormir en mi lecho.»
XVI. A estas palabras que acababa Jerjes de decir, no se mostraba al
principio obediente Artabano, teniéndose por indigno de ocupar el real
solio; pero viéndose al fin obligado, hizo lo que se le mandaba,
después de haber hablado así: -«El mismo aprecio, señor, se merece para
mí el que por sí sabe pensar bien, y el que quiere gobernarse por un
buen pensamiento ajeno, cuyas dos prendas de prudencia y docilidad las
veo en vuestra persona; pero siento que la cabida y el valimiento de
ciertos sujetos depravados os desvíen del acierto. Sucédeos lo que al
mar, uno de los elementos más útiles al hombre, al cual suele agitar de
modo la furia de los vientos, a lo que dicen, que no le dan lugar a que
use de su bondad natural para con todos. Por lo que a mí toca, no tuve
tanta pena de ver que me trataseis mal de palabra, como de entender
vuestro modo de pensar, pues siendo dos los pareceres propuestos en la
junta de los persas, uno que inflamaba la soberbia y violencia del
imperio persiano, el otro que la reprimía con decir que era cosa
perjudicial acostumbrar el ánimo a la codicia y ambición perpetua de
nuevas conquistas, os declarábais a favor de aquel parecer que de los
dos era el más expuesto y peligroso, tanto para vos, como para el
estado de los persas. Sobre lo que añadís que después de haber mejorado
de resolución no queriendo ya enviar las tropas contra la Grecia, os ha
venido un sueño de parte de algún dios que no os permite desarmar a los
persas enviándoles a sus casas, dadme licencia, hijo mío, para deciros
la verdad, que esto de soñar no es cosa del otro mundo. ¿Queréis que
yo, que en tantos años os aventajo, os diga en qué consisten esos
sueños que van y vienen para la gente dormida? Sabed que las especies
de lo que uno piensa entre día esas son las que de noche comúnmente nos
van rodando por la cabeza. Y nosotros cabalmente el día antes no
hicimos más que hablar y tratar de dicha expedición. Pero si no es ese
sueño como digo, sino que anda en él la mano de alguno de los dioses,
habéis dado vos en el blanco, y no hay más que decir; del mismo modo se
me presentará a mí que a vos con esa su pretensión. Verdad es que no
veo por qué deba venir a visitarme si me visto yo vuestro vestido, y no
sí me estoy con el mío; que venga si me echo a dormir en vuestra cama,
y no si en la mía,una vez que absolutamente quiera hacerme la visita;
que al cabo no ha de ser tan lerdo y grosero ese tal, sea quien se
fuere el que se os dejó ver entre sueños, que por verme a mí con
vuestros paños se engañe y me tome por otro. Pero si de mí no hiciere
caso, no se dignará venirme a visitar, ora vista yo vuestras ropas, ora
las mías, sino que guardará para vos su visita. Mas bien presto lo
sabremos todo; hasta yo mismo llegaré a creer que procede de arriba ese
sueño si continuase a mentido sus apariciones. Al cabo estamos, si vos
así lo tenéis resuelto y no hay lugar para otra cosa; aquí estoy,
señor; voyme luego a dormir en vuestra misma cama; veamos si con esto
soñaré a lo regio, que sola esta esperanza pudiera inducirme a daros
gusto en ello.»
XVII. Pensando Artabano hacer ver a Jerjes que nada había en aquello
de realidad, después de este discurso, hizo lo que se le decía.
Vistióse, en efecto, con el aparato de Jerjes, sentóse en el trono
real, de allí se fue a la cama, y he aquí que el mismo sueño que había
acometido a Jerjes carga sobre Artabano, y plantado allí, le dice:
-«¿Conque tú eres el que con capa de tutor detienes a Jerjes para que
no mueva las armas contra la Grecia? ¡Infeliz de ti! que ni ahora ni
después te alabarás de haber querido estorbar lo que es preciso que se
haga. Bien sabe Jerjes lo que le espera si no quisiere obedecer.»
XVIII. Así le pareció a Artabano que te amenazaba el sueño y que en
seguida con unos hierros encendidos iba a herirle en los ojos. Da luego
un fuerte grito, salta de la cama, y vase corriendo a sentar al lado de
Jerjes, le cuenta el sueño que acaba de ver, y añádele después: -«Yo,
señor, como hombre experimentado, teniendo bien presente que muchas
veces el que menos puede triunfa de un enemigo superior, no era de
parecer que os dejaseis llevar del ardor impetuoso de la juventud,
sabiendo cuan perniciosos son en un príncipe el espíritu y los pujos de
conquistador, acordándome, por una parte, del infeliz éxito de la
expedición de Ciro contra los masagetas; y también, por otra la que
hizo Cambises contra los etíopes, y habiendo sido yo mismo testigo y
compañero de la de Darío contra los escitas. Gobernado por estas
máximas, estaba persuadido de que vos en un gobierno Pacífico ibais a
ser de todos celebrado por el príncipe más feliz. Pero, viendo ahora
que anda en ello la mano de Dios, que quiere hacer algún ejemplar
castigo ya decretado contra los griegos, varío yo mismo de opinión y
sigo vuestro modo de pensar. Bien haréis, pues, en dar cuenta a los
persas de estos avisos que Dios os da, mandándoles que estén a las
primeras órdenes tocantes al aparato de la guerra: procurad que nada
falte por vuestra parte con el apoyo del cielo.» Pasados estos
discursos y atónitos y suspensos los ánimos de entrambos con la visión,
apenas amaneció dio Jerjes cuenta de todo a los persas, y Artabano que
había sido antes el único que retardaba la empresa, entonces en
presencia de todos la apresuraba.
XIX. Empeñado ya Jerjes en aquella jornada, tuvo entre sueños una
tercera visión, de la cual informados los magos resolvieron que
comprendía aquella a la tierra entera, de suerte que todas las naciones
deberían caer bajo el dominio de Jerjes. Era esta la visión: soñábase
Jerjes coronado con un tallo de olivo, del cual salían unas ramas que
se extendían por toda la tierra, si bien después se le desaparecía la
corona que le ceñía la cabeza. Después que los magos y los persas
congregados aprobaron la interpretación del sueño, partió cada uno de
los gobernadores a su respectiva provincia, donde se esmeró cada cual
con todo conato en la ejecución de los preparativos, procurando
alcanzar los dones y premios propuestos.
XX. Jerjes por su parte hizo tales levas y reclutas para dicha
jornada, que no dejó rincón en todo su continente que no escudriñase;
pues por espacio de cuatro años enteros, contando desde la toma del
Egipto, se estuvo ocupando en prevenir la armada y todo lo necesario
para las tropas. En el discurso del año quinto, emprendió sus marchas
llevando un ejército numerosísimo, porque de cuantas armadas se tiene
noticia, aquella fue sin comparación la que excedió a todas en número.
De suerte que en su cotejo en nada debe tenerse la armada de Darío
contra los escitas; en nada aquella de los escitas, cuando persiguiendo
a los cimerios y dejándose caer sobre la región de la Media, subyugaron
a casi toda el Asia superior dueños de su imperio, cuyas injurias
fueron las que después pretendió vengar Darío; en nada la que tanto se
celebra de los Atridas contra Ilión; en nada, finalmente, la de los
misios y Teucros, anterior a la guerra troyana, quienes después de
pasar por el Bósforo a la Europa, conquistados los tracios, todos
bajaron victoriosos hasta el seno Jonio, y llevaron las armas hasta el
río Peneo (2), que corre hacia el Mediodía.
XXI. Todas estas expediciones juntas, añadidas aun las que fuera de
estas se hicieron en todo el mundo, no son dignas de compararse con
aquella sola. Porque ¿qué nación del Asia no llevó Jerjes contra la
Grecia? ¿Qué corriente no agotó aquel ejército, si se exceptúan los más
famosos ríos? Unas naciones concurrían con sus galeras, otras venían
alistadas en la infantería, otras añadían su caballería a los peones, a
estas se les ordenaba que para el transporte de los caballos prestasen
sus navíos a las que juntamente militaban, a aquellas que aprontasen
barcas largas para la construcción de los puentes, a estas otras que
dieron víveres y bastimentos para su conducción. Y por cuanto habían
padecido los persas años atrás un gran naufragio al ir a doblar el cabo
de Atos empezóse además, cosa de tres años antes de la presente
expedición, a disponer el paso por dicho monte, practicándose del
siguiente modo: tenían sus galeras en Eleunte, ciudad del Quersoneso, y
desde allí hacían venir soldados de todas naciones, y les obligaban con
el látigo en la mano a que abriesen un canal; los unos sucedían a los
otros en los trabajos, y los pueblos vecinos al monte Atos entraban
también a la parte de la fatiga. Los jefes de las obras eran dos persas
principales, el uno Bubares, hijo de Megabazo, y el otro Artaquees,
hijo de Arteo.
XXII. Es el Atos un gran monte y famoso promontorio que se avanza
dentro del mar, todo bien poblado y formando una especie de península,
cuyo istmo donde termina el monte unido con el continente viene a ser
de 12 estadios. Este istmo es una llanura con algunos no muy altos
cerros, que se extiende desde el mar de los acantios hasta el mar
opuesto de Torona (3), y
allí mismo donde termina el monte Atos se halla Sana, ciudad griega.
Las ciudades mas acá de Sana que están situadas en lo interior del
Atos, y que los persas pretendían hacer isleñas en vez de ciudades de
tierra firme, son Dio, Olofizo, Acrotoon, Tiso, Cleonas, ciudades todas
contenidas en el recinto del Atos.
XXIII. El orden y modo de la excavación era en esta forma:
repartieron los bárbaros el terreno por naciones, habiéndole medido con
un cordel tirado por cerca de la ciudad de Sana. Cuando la fosa abierta
era ya profunda, unos en la parte inferior continuaban cavando, otros
colocados en escaleras recibían la tierra que se iba sacando, pasándola
de mano en mano hasta llegar a los que estaban más arriba de entrambos,
quienes la iban derramando y extendiendo. Así que todas las naciones
que turnaban con el trabajo, excepto sólo los fenicios, tenían doble
fatiga, nacida de que la fosa en sus márgenes se cortaba a nivel;
porque siendo igual la medida y anchura de ella en la parte de arriba a
la de abajo, les era forzoso que el trabajo se duplicase. Pero los
fenicios, así en otras obras, como principalmente en la de este canal,
mostraron su ingenio y habilidad; pues habiéndoles cabido en suerte su
porción, abrieron el canal en la parte superior, de una anchura dos
veces mayor de la que debía tener la excavación; pero al paso que
ahondaban en ella, íbanla estrechando, de suerte que al llegar al suelo
era su obra igual a la de los otros (4). Allí cerca había un prado en donde tenían todos su plaza y mercado: les venía también del Asia abundancia de trigo molido.
XXIV. Cuando me paro a pensar en este canal, hallo que Jerjes lo
mandó abrir para hacer alarde y ostentación de su grandeza, queriendo
manifestar su poder y dejar de él un monumento; pues pudiendo sus
gentes a costa de poco trabajo transportar sus naves por encima del
istmo, mandó con todo abrir aquella fosa que comunicase con el mar, de
anchura tal que por ella al par navegaban a remo dos galeras. A estos
mismos que tenían a su cuenta el abrir el canal, se les mandó hacer un
puente sobre el río Estrimón.
XXV. Al tiempo que se ejecutaban estas obras como mandaba, íbanse
aprontando los materiales y cordajes de biblo y de lino blanco para la
construcción de los puentes. De ello estaban encargados los fenicios y
egipcios, como también de conducir bastimentos y víveres al ejército,
para que las tropas y también los bagajes que iban a la Grecia no
pereciesen de hambre. Informado, pues, Jerjes de aquellos países, mandó
que se llevasen los víveres a los lugares más oportunos, haciendo que
de toda el Asia saliesen urcas y naves de carga, cuáles en una, cuáles
en otra dirección. Y si bien es verdad que el almacén principal se
hacía en la Tracia en la que llaman Leuca Acta (5)
(blanca playa), con todo tenían otros orden de conducir los bastimentos
a Tirodiza de los Perintios, otros a Dorisco, otros a Eyona sobre el
Estrimón, otros a Macedonia.
XXVI. En tanto que estos se aplicaban a sus respectivas tareas,
Jerjes, al frente de todo su ejército de tierra, habiendo salido de
Crítalos, lugar de la Capadocia, donde se había dado la orden de que se
juntasen todas las tropas del continente que habían de ir en compañía
del rey, marchaba hacia Sardes. Allí en la reseña del ejército no puedo
decir cuál de los generales mereció los dones del rey en premio de
haber presentado la mejor y más bien arreglada milicia, ni aun sé si
entraron en esta competencia los generales. Después de pasar el río
Halis continuaba el ejército sus marchas por la Frigia, hasta llegar a
Celenas (6), de donde brotan
las fuentes del río Meandro y de otro río no inferior que lleva el
nombre de Catarractas, el cual, nacido en la plaza misma de Celenas, va
a unirse con el Meandro. En aquella plaza y ciudad se ve colgada en
forma de odre, la piel de Marsias, quien, según cuentan los frigios,
fue desollado por Apolo, que colgó después allí su pellejo.
XXVII. Hubo en esta ciudad un vecino llamado Pitio (7)
hijo de Atis, de nación lidio, quien dio un convite espléndido a toda
la armada del rey y al mismo Jerjes en persona, ofreciéndose a más de
esto a darle dinero para los gastos de la guerra. Oída esta oferta de
Pitio, informóse Jerjes de los persas que estaban allí presentes sobre
quién era Pitio, y cuántos eran sus haberes, que se atreviese a hacerle
tal promesa. -«Señor, le respondieron, este es el que regaló a vuestro
padre Darío un plátano y una vid de oro, hombre en efecto que sólo a
vos cede en bienes y riqueza, ni conocemos otro que lo iguale.»
XXVIII. Admirado de esto último que acababa Jerjes de oír, preguntó
él mismo a Pitio cuánto vendría a ser su caudal. -«Señor, le responde
Pitio, os hablaré con toda ingenuidad sin ocultaros cosa alguna, y sin
excusarme con decir que yo mismo no sé bien lo que tengo sabiéndolo con
toda puntualidad. Y lo sé, porque al punto que llegó a mi noticia que
os disponíais a bajar hacia las costas del mar de la Grecia, queriendo
yo haceros un donativo para los gastos de la guerra, saqué mis cuentas,
y hallé que tenía 2.000 talentos en plata, y en oro 4 millones, menos
7.000 de estateres dáricos, cuya suma está toda a vuestra disposición;
que para mi subsistencia me sobra con lo que me reditúan mis posesiones
y esclavos.»
XXIV. Así se explicó Pitio, y muy gustoso y complacido Jerjes con
aquella respuesta, -«Amigo lidio, le dice, después que partí de la
Persia, no he hallado hasta aquí ni quien diera el refrigerio que tú a
todo mi ejército, ni quien se me presentara con esa bizarría,
ofreciéndose a contribuir con sus donativos a los gastos de la guerra.
Tú sólo has sido el vasallo generoso que después de ese magnífico
obsequio que has hecho a mis tropas te me has ofrecido con tus copiosos
haberes. Ahora, pues, en atención a esos tus beneficios, te hago la
gracia de tenerte por amigo y huésped, y después quiero suplirte de mi
erario lo que te falta para los 4 millones cabales de estateres, pues
no quiero la mengua de 7.000 estateres en esa suma que por mi parte ha
de quedar entera y completa. Mi gusto mayor es que goces de lo que has
allegado, y procura portarte siempre como ahora, que esa tu conducta no
te estará sino muy bien, ahora y después.»
XXX. Habiendo así hablado y cumplido su promesa, continuó su viaje.
Pasado que hubo por una ciudad de los frigios llamada Anaya, y por
cierta laguna de donde se extrae sal, llegó a Colosas (8),
ciudad populosa de la Frigia, donde desaparece el río Lico metido por
unos conductos subterráneos, y salido de allí a cosa de cinco estadios,
corre también a confundirse con el Meandro. Moviendo el ejército desde
Colosas hacia los confines de la Frigia y de la Lidia, llegó a la
ciudad de Cidrara, en donde se ve clavada una columna mandada levantar
por Creso, en que hay una inscripción que declara dichos confines.
XXXI. Luego que dejando la Frigia entró el ejército por la Lidia,
dio con una encrucijada donde el camino se divide en dos, el uno a mano
izquierda lleva hacia la Caria, el otro a mano derecha tira hacia
Sardes, siguiendo el cual es forzoso pasar el río Meandro y tocar en la
ciudad de Calatebo, donde hay unos hombres que tienen por oficio hacer
miel artificial sacada del tamariz y del trigo. Llevando Jerjes este
camino, halló un plátano tan lindo, que prendado de su belleza, le
regaló un collar de oro, y lo señaló para cuidar de él a uno de los
guardias que llamaban los Inmortales; y al día siguiente llegó a la
capital de la Lidia.
XXXII. Lo primero que hizo Jerjes llegado a Sardes fue destinar
embajadores a la Grecia, encargados de pedir que le reconociesen por
soberano con la fórmula de pedirles la tierra y el agua y con
la orden de que preparasen la cena al rey, cuyos embajadores envió
Jerjes a todas las ciudades de la Grecia menos a Atenas y Lacedemonia.
El motivo que tuvo para enviarles fue la esperanza de que atemorizados
aquellos que no se habían antes entregado a Darío cuando les pidió la
tierra y el agua, se le entregarían entonces; y para salir de esta duda
volvió a repetir las embajadas.
XXXIII. Después de estas previas diligencias, disponíase Jerjes a
mover sus tropas hacia Ábidos, mientras que los encargados del puente
sobre el Helesponto lo estaban fabricando desde el Asia a la Europa.
Corresponde enfrente de Ábidos, en el Quersoneso del Helesponto entre
las ciudades de Sesto y Madito (9),
una playa u orilla áspera y quebrada confinante con el mar. Allí fue
donde no mucho tiempo después, siendo general de los atenienses
Jantipo, hijo de Arisfrón, habiendo hecho prisionero al persa
Artaictes, gobernador de Sesto, le hizo empalar vivo, así por varios
delitos, como porque llevando algunas mujeres al templo de Protesilao,
que está en Eleunte, profanaba con ellas aquel santuario.
XXXIV. Empezando, pues, desde Ábidos los ingenieros encargados del
puente, íbanle formando con sus barcas, las que por una parte
aseguraban los fenicios con cordaje de lino blanco, y por otra los
egipcios con cordaje de biblo. La distancia de Ábidos a la ribera
contraria es de siete estadios. Lo que sucedió fue que unidas ya las
barcas se levantó una tempestad, que rompiendo todas las maromas
deshizo el puente.
XXIXV. Llenó de enojo esta noticia el ánimo de Jerjes, quien
irritado mandó dar al Helesponto trescientos azotes de buena mano, y
arrojar al fondo de él, al mismo tiempo, un par de grillos. Aun tengo
oído más sobre ello, que envió allá unos verdugos para que marcasen al
Helesponto (10). Lo cierto
es que ordenó que al tiempo de azotarle le cargasen de baldones y
oprobios bárbaros e impíos, diciéndole: -«Agua amarga, este castigo te
da el Señor porque te has atrevido contra él, sin haber antes recibido
de su parte la menor injuria. Entiéndelo bien, y brama por ello; que el
rey Jerjes, quieras o no quieras, pasará ahora sobre ti. Con razón veo
que nadie te hace sacrificios, pues eres un río pérfido y salado.» Tal
castigo mandó ejecutar contra el mar; mas lo peor fue que hizo cortar
las cabezas a los oficiales encargados del puente sobre el Helesponto.
XXXVI. Y esta fue la paga que se dio a aquellos ingenieros a quienes
se había confiado la negra honra de construir el puente: otros
arquitectos fueron señalados, los que lo dispusieron en esta forma:
iban ordenando sus penteconteros y también sus galeras vecinas
entre sí, haciendo de ellas dos líneas: la que estaba del lado del
Ponto Euxino se componía de 360 naves, la otra opuesta del lado
Helesponto, de 314; aquella las tenía puestas de travesía, ésta las
tenía según la corriente, para que las cuerdas que las ataban se
apretasen con la agitación y fluctuación. Ordenados así los barcos,
afirmábanlos con áncoras de un tamaño mayor, las unas del lado del
Ponto Euxino para resistir a los vientos que soplaran de la parte
interior del mismo, las otras del lado de Poniente y del mar Egeo para
resistir al Euro y al Noto. Dejaron entre los penteconteros y galeras
paso abierto en tres lugares para que por él pudiera navegar el que
quisiera con barcas pequeñas hacia el Ponto, y del Ponto hacia fuera.
Hecho esto, con unos cabrestantes desde la orilla iban tirando los
cables que unían las naves, pero no como antes, cada especie de maromas
por sí y por lados diferentes, sino que a cada línea de las naves
aplicaban dos cuerdas de lino adobado y cuatro de biblo. Lo recio de
ellas venía en todas a ser lo mismo a la vista, si bien por buena razón
debían de ser más robustas las de lino, de las cuales pesaba cada codo
un talento. Una vez cerrado el paso con las naves unidas, aserrando
unos grandes tablones, hechos a la medida de la anchura del puente,
íbanlos ajustando sobre las maromas tendidas y apretadas encima de las
barcas: ordenados así los tablones, trabáronlos otra vez por encima, y
hecho esto, los cubrieron de fagina y encima acarrearon tierra. Tiraron
después un parapeto por uno y otro lado del puente, para que no se
espantaran las acémilas y caballos viendo el mar debajo.
XXXVII. Después de haber dado fin a la maniobra de los puentes, y de
llegar al rey el aviso de que estaban hechas todas las obras en el
monte Atos, acabada ya la fosa y levantados unos diques a una y otra
extremidad de ella, para que cerrado el paso a la avenida del mar,
impidieran que se llenasen las bocas del canal, entonces, al empezar la
primavera, bien provisto todo el ejército partió de Sardes, en donde
había invernado, marchando para Ábidos. Al partir la hueste, el sol
mismo, dejando en el cielo su asiento, desapareció de la vista de los
mortales, sin que se viera nube alguna en la región del aire, por
entonces serenísima, de suerte que el día se convirtió en noche. Jerjes
que lo vio y reparó en ello, entró en gran cuidado y suspensión, y
preguntó a sus magos qué significaba aquel portento. Respondieron que
aquel dios anunciaba a los griegos la desolación de sus ciudades, dando
por razón que el sol era el pronosticador de los griegos (11) y la luna la Profetisa de los persas. Alegre sobremanera Jerjes con esta declaración, iba continuando sus marchas.
XXXVIII. En el momento de marchar las tropas, asombrado Pitio el
lidio con aquel prodigio del cielo, y confiado en los dones recibidos
del soberano, no dudó en presentarse a Jerjes y hablarle en esta forma:
-«¡Si tuvierais, señor, la bondad de concederme una gracia que mucho
deseara yo lograr!... El hacérmela os es de poca consideración y a mí
de mucha cuenta el obtenerla.» Jerjes, que nada menos pensaba que
hubiese de pedirle lo que Pitio pretendía, díjole estar ya concedida la
gracia y que dijera su petición. Con tal respuesta animóse Pitio a
decirle: -«Señor, cinco hijos tengo, y a los cinco les ha cabido la
suerte de acompañaros en esa expedición contra la Grecia. Quisiera que,
compadecido de la avanzada edad en que me veis, dieseis licencia al
primogénito para que, exento de la milicia, se quedase en casa a fin de
cuidar de mí y de mi hacienda. Vayan en buen hora los otros cuatro;
llevadlos en vuestro ejército; así Dios, cumplidos vuestros deseos, os
dé una vuelta gloriosa.»
XXXIX. Mucho fue lo que se irritó Jerjes con la súplica, y le
respondió en estos términos: -«¿Cómo tú, hombre ruin, viendo que yo en
persona hago esta jornada contra la Grecia, que conduzco a mis
hermanos, a mis familiares y amigos, te has atrevido a hacer mención de
ese tu hijo que, siendo mi esclavo, debería en ella acompañarme con
toda su familia y aun su misma esposa? Quiero que sepas, si lo
ignorabas todavía, que es menester mirar cómo se habla, pues en los
oídos mismos reside el alma, la cual, cuando se habla bien, da parte de
su gusto a todo el cuerpo, y cuando mal, se entumece e irrita. Al
mostrarme tú liberal, hablando como debías, no te pudiste alabar de
haber sido más bizarro de palabra de lo que tu soberano fue magnífico
por obra. Mas ahora que te me presentas con una súplica desvergonzada,
si bien no llevarás todo tu merecido, no dejarás con todo de pagar
parte de tu castigo. Agradécelo a los servicios con que de huéspedes
nos trataste, que ellos son los que a ti y a cuatro de tus hijos os
libran de mis manos: sólo te condeno a perder ese solo por quien
muestras tanto cariño y predilección.» Acabada de dar esta respuesta,
dio orden a los ejecutores ordinarios de los suplicios que fuesen al
punto a buscar al hijo primogénito de Pitio, y hallado le partiesen por
medio en dos partes, y luego pusiesen una mitad del cuerpo en el camino
público a mano derecha, y la otra a mano izquierda, y que entre ellas
pasase el ejército.
XL. Ejecutada así la sentencia, iba desfilando por allí la armada.
Marchaban delante los bagajeros con todas las recuas y bestias de
carga; detrás de estos venían sin separación alguna las brigadas de
todas las naciones, las que componían más de una mitad del ejército. A
cierta distancia, puesto que no podían acercarse al rey dichas
brigadas, venían delante del soberano mil soldados de a caballo, la
flor de los persas: seguíanles mil alabarderos, gente asimismo la más
gallarda del ejército, que llevaban las lanzas con la punta hacia
tierra. Luego se veían diez caballos muy ricamente adornados, a los que
llaman los sagrados Niseos; y la causa de ser así llamados es porque en
la Media hay una llanura conocida por Nisa (12),
de la cual toman el nombre los grandes caballos que en ella se crían.
Inmediato a estos diez caballos se dejaba ver el sagrado carro de
Júpiter, tirado de ocho blancos caballos, en pos de los cuales venía a
pie el cochero con las riendas en la mano, pues ningún hombre mortal
puede subir sobre aquel trono sacro. Venía en seguida el mismo Jerjes
sentado en su carroza tirada de caballos Niseos, a cuyo lado iba a pié
el cochero, el cual era un hijo de Otanes, persa principal, llamado
Patirampes.
XLI. De este modo salió Jerjes de Sardes, pero en el camino, cuando
le venía en voluntad, dejando su carro pasaba a su carroza o harmamaxa (13):
a sus espaldas venían mil alabarderos, los más valientes y nobles de
todos los persas, que traían sus lanzas, según suelen, levantadas.
Seguíase luego otro escuadrón de caballería escogida compuesto de mil
persas, y detrás de él marchaba un cuerpo de la mejor infantería, que
constaba de diez mil. Mil de ellos iban cerrando alrededor todo aquel
cuerpo, los cuales en vez de puntas de hierro llevaban en su lanza unas
granadas de oro, los restantes nueve mil, que iban dentro de aquel
cuadro llevaban en las lanzas granadas de plata. Granadas de oro traían
asimismo los que dijimos que iban con las lanzas vueltas hacia tierra y
los más inmediatos a Jerjes. Seguíase a este cuerpo de diez mil, otro
cuerpo también de diez mil de caballería persiana; quedaba después un
intervalo de dos estadios.
XLII. En esta forma marchó el ejército desde la Lidia hacia el río Caico (14),
en la provincia de la Misia, desde el cual, llevando a mano derecha el
monte Canes, se encaminó pasando por Atarnes a la ciudad Carina, y de
allí haciendo su camino por la llanura de Teba, por la ciudad de
Tramitio y por Antandro, ciudad de los pelasgos, y dejando a su mano
izquierda al Ida, llegó a la región Ilíada. Lo primero que allí le
sucedió fue que, haciendo noche a las raíces del monte Ida,
sobrevinieron al ejército tantos truenos y rayos que dejaron allí mismo
mucha gente muerta. Moviendo después el ejército hacia el Escamandro,
que fue el primer río con quien dieron en el camino después de salidos
de Sardes, secaron sus corrientes, no bastando el agua para la gente y
bagaje.
XLIII. Habiendo llegado Jerjes a dicho río, movido de curiosidad
quiso subir a ver a Pérgamo, la capital de Príamo. Registróla y se
informó particularmente de todo, y después mandó sacrificar mil bueyes
a Minerva Ilíada. No dejaron sus magos de hacer libaciones en honor de
los héroes del lugar (15).
Apoderóse del ejército aquella noche un gran terror. Al hacerse de día
emprendió su camino dejando a la izquierda las ciudades de Retio y
Dárdano, que está confinante con Ábidos; y a la derecha la de Gergitas,
colonia de los Teucros.
XLIV. Estando ya Jerjes en Ábidos, quiso ver reunido a todo su
ejército. Habían levantado los abidenos encima de un cerro, conforme a
la orden que les había dado, un trono primorosamente hecho de mármol
blanco, allí cerca de la ciudad. Sentado en él Jerjes, estaba
contemplando todo su ejército de mar y tierra esparcido por aquella
playa. Este espectáculo despertó en él la curiosidad de ver un remedo
de una batalla naval, y se hizo allí una naumaquia en que vencieron los
fenicios de Sidon. Quedó el rey tan complacido por el simulacro del
combate como por la vista de la armada.
XLV. Sucedió, pues, que viendo Jerjes todo el Helesponto cubierto de
naves, y llenas asimismo de hombres todas las playas y todas las
campiñas de los abidenos, aunque primero se tuvo por el mortal más
feliz y de tal se alabó, poco después prorrumpió él mismo en un gran
llanto.
XLVI. Viendo aquello Artabano, su tío paterno, el mismo que antes
con un parecer franco e ingenuo había desaconsejado al rey la
expedición contra la Grecia; viendo, pues, aquel gran varón que lloraba
Jerjes, -«Señor, le dijo, ¿qué novedad es esta? ¿cuánto va de lo que
hacéis ahora a lo que poco antes hacíais? ¡Poco ha feliz en vuestra
opinión, al presente lloráis!- No lo admires, replicóle Jerjes, pues al
contemplar mi armada me ha sobrecogido un afecto de compasión,
doliéndome de lo breve que es la vida de los mortales, y pensando que
de tanta muchedumbre de gente ni uno sólo quedará al cabo de cien
años.» A lo cual respondió Artabano: -«Aun no es ello lo peor y lo más
digno de compasión en la vida humana; pues, siendo tan breve como es,
nadie hubo hasta ahora tan afortunado, ni de los que ahí veis, ni de
otros hombres algunos, que no haya deseado, no digo una sino muchas
veces, la muerte antes que la vida; que las calamidades que a esta
asaltan y las enfermedades que la perturban, por más breve que ella
sea, nos la hacen parecer sobrado duradera; en tanto grado, señor, que
la muerte misma llega a desearse como un puerto y refugio en que se dé
fin a vida tan miserable y trabajosa. No sé si diga que por la aversión
que Dios nos tiene nos da una píldora venenosa dorada con esa dulzura
que nos pone en las cosas del mundo.»
XLVII. A todo esto replicóle Jerjes: -«Lo mejor será, Artabano, que
pues nos vemos ahora en el mayor auge de la fortuna, nos dejemos de
filosofar acerca de la condición y vida humana tal como la pintas, sin
que hagamos otra mención de sus miserias. Lo que de ti quiero saber es,
si a no haber tenido antes entre sueños aquella visión tan clara, te
afirmarías aun en tu primer sentimiento, disuadiéndome la guerra contra
la Grecia, o si mudaras de opinión: dímelo, te ruego, francamente.
-Señor, le responde Artabano, ¡quiera Dios que la visión entre sueños
tenga el éxito que ambos deseamos! De mí puedo deciros que me siento
hasta aquí tan lleno de miedo, que me hallo fuera de mí mismo, no sólo
por mil motivos que callo, sino principalmente porque veo que dos cosas
de la mayor importancia nos son contrarias en esta guerra.»
XLVIII. «¡Hombre singular! interrumpióle Jerjes, ¿qué significas con
esa salida? ¿No me dirías qué cosas son esas dos que tan contrarias me
son? Dime: ¿acaso el ejército por corto te parece despreciable,
creyendo que el de los griegos ha de ser sin comparación mucho más
numeroso? ¿o acaso nuestra armada será inferior a la suya? ¿o en una y
otra nos han de dar ellos ventaja? Si nuestras fuerzas que ahí ves te
parecen escasas para la empresa, voy a dar orden al punto que se
levante un ejército mayor.»
XLIX. A esto repuso Artabano: -«¿Quién, señor, sino un hombre
insensato podrá tener en poco ni ese número sinnúmero de tropas, ni esa
multitud infinita de naves? No es eso lo que pretendía; antes digo que
si acrecentáis el número, añadiréis peso y valor a aquellas dos cosas
que mayor guerra nos hacen: y ya que os empeñáis en saberlo, son estas:
la tierra y el mar. No hay en todo el mar, a lo que imagino, un puerto
que en caso de tempestad sea capaz de abrigar tan grande armada y de
poner tanta nave fuera de peligro; y lo peor que de nada nos sirviera
un puerto tal, si lo hubiera únicamente en alguna parte, pues nosotros
lo necesitáramos en todas las playas de tierra firme donde nos
encaminásemos. Ved, pues, señor, cómo por falta de puertos capaces
están nuestras fuerzas al arbitrio de la fortuna enemiga y no la
fortuna al arbitrio de nuestras fuerzas. Dicha la una de las cosas
contrarias, voy a mostraros la otra. La misma tierra os hará una guerra
tal, que aun cuando no os oponga fuerzas ningunas, se os mostrará tanto
más enemiga, cuanto más os internareis en ella, conquistando siempre
más y más países al modo de los hombres que nunca saben moderar su
ambición poniendo limites a la próspera fortuna. Con esto significo que
al paso que se aumente la tierra subyugada empleando más largo tiempo
en las conquistas, a ese mismo paso se nos irá introduciendo el hambre.
Esto bueno es tenerlo previsto; pues claro está que aquel debe pasar
por mejor político, a quien en la consulta impone temor todo lo que
prevé que podría salirle mal y a quien en la ejecución nada le
acobarda.»
L. Respondió Jerjes por su parte: -«No puede negarse, Artabano, que
hablas en todo con juicio, si bien no debe temerse todo lo que puede
suceder, ni contar igualmente con ello, pues el que en la deliberación
de todos los casos que se van ofreciendo quisiese siempre atenerse a
cualquier razón en contrario, ese tal jamás haría cosa da provecho.
Vale más que, lleno siempre de ánimo, se exponga uno a que no lo salgan
bien la mitad de sus empresas, que no el que lleno siempre de miedo y
sin emprender cosa jamás, no tenga mal éxito en nada. Aun hay más: que
si uno porfía contra lo que otro dice y no da por su parte una razón
convincente que asegure su parecer, éste no se expone menos a errar que
su contrario, pues corren los dos parejos en aquello. Soy de opinión
que ningún hombre mortal es capaz de dar un expediente que nos asegure
de lo que ha de suceder. En suma, la fortuna por lo común se declara a
favor de quien se expone a la empresa, y no de quien en todo pone
reparos y a nada se atreve. ¿Ves a qué punto de poder ha llegado
felizmente el imperio de los persas? Pues dígote que si los reyes mis
predecesores hubieran pensado como tú, o al menos se hubieran dejado
regir por unos consejeros de tu mismo, humor, jamás vieran el estado
tan floreciente y poderoso. Pero ellos se arrojaron a los peligros, y
su osadía engrandeció el imperio; que con grandes peligros se acaban
las grandes empresas. Emulo yo, pues, de sus proezas, emprendo la
expedición en la mejor estación del año; yo, conquistada toda la
Europa, daré la vuelta sin haber experimentado en parte alguna los
rigores del hambre, sin haber sentido desgracia ni disgusto alguno.
Nosotros, por una parte, llevamos mucha provisión de bastimentos, y por
otra tendremos a nuestra disposición el trigo de las provincias y
naciones adonde entraremos; que por cierto no vamos a guerrear contra
unos pueblos nómadas, sino contra pueblos labradores.»
LI. Después de este debate movió otro Artabano. «Señor, le dice, ya
que no dais lugar al miedo, ni queréis que yo se lo dé, seguid siquiera
mi consejo en lo que voy a añadir, pues como son tantos los negocios,
es preciso que sea mucho lo que haya que decir. Ya sabéis que Ciro,
hijo de Cambises, fue quien con las armas hizo tributario de los persas
a toda la Jonia, menos a los atenienses. Soy de parecer que en ninguna
manera conviene, que llevéis en vuestra armada a los jonios contra su
madre patria, pues sin ellos bien podremos ser superiores a nuestros
enemigos. Una de dos, soñar; o han de ser ellos una gente la más
perversa si hacen esclavo a su madre patria, o la más justa si procuran
su libertad. Poco vamos a ganar en que sean unos malvados; pero si
quisieren obrar como hombres de bien, muy mucho serán capaces de
incomodarnos y aun de perder vuestra armada. Bueno será, pues, que
hagáis memoria de un proverbio antiguo y verdadero, que «hasta el fin
no se canta victoria.»
LII. «Artabano, le responde Jerjes, de cuanto hasta aquí has
filosofado en nada te alucinaste más que en ese tu temor de que los
jonios puedan volverse contra nosotros. A favor de su fidelidad tenemos
una prueba la mayor, de la cual eres tú mismo buen testigo, y pueden
serlo juntamente los que siguieron a Darío contra los escitas; pues
sabemos que en mano de ellos estuvo el perder o salvar todo aquel
ejército, y que dieron entonces muestra de su hombría de bien y de su
mucha lealtad no dándonos nada que sentir. Además, ¿qué novedades han
de maquinar ellos dejando ahora en nuestro poder y dominio a sus hijos,
a sus mujeres y a sus bienes? Déjate ya de temer tal cosa, guarda en
todo buen ánimo; ve y procura cuidar bien de mi palacio y de mi reino,
que a ti sólo fío yo la regencia de mis dominios.»
LIII. Así dijo, y enviando a Susa a Artabano, convoca segunda vez a
los grandes de la Persia, a quienes reunidos habló de esta conformidad:
-«El motivo que para juntaros aquí he tenido, nobles y magnates, ha
sido el exhortaros a que continuéis en dar pruebas de vuestro valor, no
degenerando de hijos de aquellos persas que tantas y tan heroicas
proezas hicieron, sino mostrando cada uno de por sí y todos en común
vuestros ánimos y bríos varoniles. La gloria y provecho de la victoria
que vamos a lograr será común a todos: esto me mueve a encargaros que
toméis con todo empeño esta guerra, pues vamos a hacerla contra unos
enemigos, a lo que oigo decir, valientes, a quienes si venciéremos, no
nos restará ya nación en el mundo que se atreva, a salir en campaña
contra nosotros. Ahora, pues, con el favor de los dioses tutelares de
la Persia e implorada su protección, pasemos hacia la Europa.»
LIV. Aquel día lo emplearon en disponerse para el tránsito: al día
siguiente esperaban que saliera el sol, al cual querían ver salido
antes de emprender el paso, ocupados entretanto en ofrecerle encima del
puente toda especie de perfumes, cubriendo y adornando con arrayanes
todo aquel camino. Empieza a dejarse ver el sol, y luego Jerjes,
haciendo al mar con una copa de oro sus libaciones, pide y ruega al
mismo tiempo a aquel su dios que no le acontezca ningún encuentro tal,
que lo obligue a detener el curso de sus victorias antes de haber
llegado a los últimos términos de la Europa. Acabada la súplica, arrojó
dentro del Helesponto, juntamente con la copa, una pila de oro y un
alfanje persiano llamado acinaces. No acabo de entender si
estos dones echados al agua los consagró en honor del sol, o si
arrepentido de haber mandado azotar al Helesponto, los ofreció al mar a
fin de aplacarle.
LV. Acabada esta ceremonia religiosa, empezó a desfilar el ejército:
la infantería y toda la caballería por el puente que miraba hacia el
Ponto, y por el que estaba a la parte del Egeo los bagajes y gente de
la comitiva (16). Iban en
la vanguardia diez mil persas, todos ellos con sus coronas, y después
les seguían los cuerpos de todas aquellas tan varias naciones sin
separación alguna. Estos fueron los que pasaron aquel primer día: al
siguiente fueron los primeros en verificarlo los caballeros y los que
llevaban sus lanzas inclinadas hacia abajo, coronados también todos
ellos: pasaban después los caballos sagrados y el carro sacro, al que
seguía el mismo Jerjes y los alabarderos y los mil soldados de a
caballo, después de los cuales venía lo restante del ejército. Al mismo
tiempo fueron pasando las galeras de una a otra orilla; si bien a
ninguno he oído que el rey pasó el último de todos.
LVI. Pasado Jerjes a la Europa, estuvo mirando desfilar a su
ejército compelido de los oficiales con el azote en la mano, paso en
que se emplearon siete días enteros con sus siete noches, sin parar un
instante sólo. Dícese que después que acabó Jerjes de pasar el
Helesponto, exclamó uno de los del país: «¡Oh Júpiter! ¿a qué fin tú
ahora en forma de persa, tomado el nombre de Jerjes en lugar del de
Jove, quieres asolar a la Grecia conduciendo contra ella todo el linaje
humano, pudiendo por ti sólo dar en el suelo con toda ella?»
LVII. Pasado ya todo el ejército, al ir a emprender la marcha,
sucedióles un portento considerable, si bien en nada lo estimó Jerjes,
y eso siendo de suyo de muy interpretación. El caso fue que de una
yegua le nació una liebre, se ve cuán natural era la conjetura de que
en efecto conduciría Jerjes su armada contra la Grecia con gran
magnificencia y jactancia, pero que volvería pavoroso al mismo sitio y
huyendo más que de paso de su ruina. Y no fue sólo este prodigio, pues
otro le había ya acontecido hallándose en Sardes, donde una mula parió
otra, y ésta monstruo hermafrodita, con las naturas de ambos sexos,
estando la de macho sobre la de hembra.
LVIII. Jerjes, sin atender a ninguno de los dos prodigios,
continuaba su camino conduciendo consigo el ejército. La armada naval,
fuera ya del Helesponto, navegaba costeando la tierra con dirección
contraria a las marchas del ejército, dirigiendo el rumbo a Poniente
hacia el promontorio Sarpedonio, donde tenía orden de hacer alto. El
ejército marchaba por el Quersoneso hacia Levante, dejando a la derecha
el sepulcro de Hele, hija de Atamante, y a la izquierda la ciudad de
Cardia (17). Pero después
de atravesar por medio de cierta ciudad llamada Agora, torció hacia el
golfo Melas, como se llama, y al río llamado también Melas, cuyos
raudales no fueron bastantes para satisfacer al ejército y quedaron
agotados. Y habiendo vadeado dicho río, del cual toma su nombre aquel
seno, dirigióse a Poniente, y pasada Eno, ciudad de los eolios, como
también la laguna Estentórida, continuó su viaje hasta Dorisco.
LIX. Es Dorisco una gran playa de la Tracia, término de una vasta llanura por donde corre el gran río Hebro (18),
sobre el cual está fabricada una fortaleza real, a la que llaman
Dorisco, en donde había una guarnición de persas colocada allí por
Darío desde cuando hizo allí su jornada contra los escitas.
Pareciéndole, pues, a Jerjes que el lugar era a propósito para la
revista y reseña de sus tropas, empezó a ordenarlas allí y a contarlas.
Y habiendo llegado así mismo a Dorisco todas las naves por orden de
Jerjes, arrimáronlas los capitanes a la playa inmediata a Dorisco,
donde están Sala, ciudad de los Samotracios, y Zona, terminando en
Perrio, promontorio bien conocido; lugar que pertenecía antiguamente a
los cicones (19). En esta
playa, pues, arrimadas las naves y sacadas después a la orilla,
respiraron los marineros por todo aquel tiempo en que Jerjes pasaba
revista a sus tropas en Dorisco.
LX. No puedo en verdad decir detalladamente el número de gente que
cada nación presentó, no hallando hombre alguno que de él me informe.
El grueso de todo el ejército en la reseña ascendió a un millón y
setecientos mil hombres; el modo de contarlos fue singular: juntaron en
un sitio determinado diez mil hombres apiñados entre sí lo más que fue
posible y tiraron después una línea alrededor de dicho sitio, sobre la
cual levantaron una pared alrededor, alta hasta el ombligo de un
hombre. Salidos los primeros diez mil, fueron después metiendo otros
dentro del cerco, hasta que así acabaron de contarlos a todos, y
contados ya, fuéronlos separando y ordenando por naciones.
LXI. Los pueblos que militaban eran los siguientes: Venían los
persas propios llevando en sus cabezas unas tiaras, como se llaman,
hechas de lana no condensada a manera de fieltro; traían apegadas al
cuerpo unas túnicas con mangas de varios colores, las que formaban un
coselete con unas escamas de hierro parecidas a las de los pescados (20); cubrían sus piernas con largas bragas; en vez de escudos usaban de gerras;
traían astas cortas, arcos grandes, saetas de caña y colgadas sus
aljabas, y de la correa o cíngulo les pendían unos puñales hacia el
muslo derecho. Llevaban al frente por general a Otanes, padre de
Amestris, la esposa de Jerjes. Estos pueblos eran en lo antiguo
llamados por los griegos los Cefenes, y se daban ellos mismos el nombre
de Arteos. Pero después que Perseo, hijo de Dánae y de Júpiter, pasó a
casa de Cefeo, hijo de Belo, y casó con la hija de éste, llamada
Andrómeda, como tuviese en ella un hijo, le puso el nombre de persa y
lo dejó allí en poder de Cefeo, quien no había tenido la suerte de
tener prole masculina. De este persa tomaron, pues, el nombre aquellos
pueblos.
LXII. Venían también los bledos armados del mismo modo, pues aquella
armadura es propia en su origen de los bledos y no de los persas. El
general que los conducía era Tigranes, príncipe de la familia de los
Aqueménidas. Eran estos pueblos en lo antiguo llamados generalmente
Arios, pero después que Medea desde Atenas pasó a los Arios, también
éstos mudaron el nombre, según refieren los mismos medos. Los Cisios (21),
excepto en las mitras que llevaban en lugar de tiara a manera de
sombrero, en todo lo demás de la armadura imitaban a los persas: su
general era Anafes, hijo de Otanes. Los Hircanios, armados del mismo
modo que los persas, eran conducidos por Megapano, el mismo que fue
después virrey de Babilonia.
LXIII. Los asirios armados de guerra llevaban cubiertas las cabezas
con unos capacetes de bronce, entretejidos a lo bárbaro de una manera
que no es fácil declarar, si bien traían los escudos, las astas y las
dagas parecidas a las de los egipcios, y a más de esto unas porras
cubiertas con una plancha de hierro y unos petos hechos de lino. A
estos llaman Sirios los griegos, siendo por los bárbaros llamados
asirios, en medio de los cuales habitan los Caldeos. Era el que venía a
su frente por general Otanes, hijo de Artaqueo.
LXIV. Militaban los Batrianos armando sus cabezas de en modo muy
semejante a los medos, con sus lanzas cortas y con unos arcos de caña
según el uso de su tierra. Los sacas o escitas cubrían la cabeza con
unos sombreros a manera de gorro recto y puntiagudo, iban con largos
zaragüelles, y llevaban unas ballestas nacionales, unas dagas y unas
segures o sagares. Siendo estos escitas Amirgios, llamábanlos
sacas porque los persas dan este nombre a todos los escitas. El general
de estas dos naciones de bactrianos y sacas (22) era Histaspes, hijo de Darío y de la princesa Atosa, hija de Ciro.
LXV. Los indios iban vestidos de una tela hecha del hilo de cierto árbol (23),
llevando sus arcos y también las saetas de caña, pero con una punta de
hierro: así armados venían a las órdenes de Farnazatres, hijo de
Artabates. Llevaban ballestas los Arios al uso de la Media, y los demás
aparatos al uso de los bactrianos, y tenían por comandante a Sisamnes,
hijo de Hidarnes.
LXVI. Las mismas armas que las bactrianos llevan los Partos, los Corasmios, los Sogdianos, los Gandarios y los Dadicas (24).
Eran sus respectivos generales: de los Partos y de los Corasmios,
Artabanes, hijo de Farnaces; de los Sogdianos, Azanes, hijo de Artes;
de los Gandarios y de los Dadicas, Artifio, de Artabano.
LXVII. Los Caspianos, vestidos con sus pellicos, venían armados de
alfanjes y de unos arcos de caña propios de su país, y apercibidos así
para la guerra, llevaban a su frente al jefe Arlomarlo, hermano de
Artifio. Los Sarangas, vistosos con sus vestidos de varios colores,
traían unos borceguíes que les llegaban a la rodilla, y unos arcos y
lanzas al uso de los medos, y su general era Ferentes, hijo de
Megabazo. Venían los Pactías con sus zamarras, armados de unos puñales
y de unos arcos al uso de su tierra, conducidos por el jefe Arintas,
hijo de Itamames.
LXVIII. Del mismo modo que los Pactías, se dejaban ver armados los Utios, los Micos y los Paricanios (25).
Tenían éstos dos generales, porque de los Utios y Micos lo era
Arsamenes, hijo de Darío, y de los Paricanias lo era Siromitras, hijo
de Eobazo.
LXIX. Los Arabel, que traían ceñidas sus ziras o marlotas,
llevaban unas arcos largos que de una y otra parte se doblaban,
colgados del hombro derecho. Venían los etíopes, cubiertos con pieles
de pardos y de leones con unos arcos largos por lo menos de cuatro
codos, hechos del ramo de la palma. Llevaban unas pequeñas saetas de
caña, las cuales en vez de hierro tenían unas piedras aguzadas con las
que suelen abrir sus sellos: traían ciertas lanzas cuyas puntas en vez
de hierro eran unos cuernos agudos de cabras monteses, y a más de esto
unas porras con clavos alrededor. Al ir a pelear suelen cubrirse de
yeso la mitad del cuerpo y la otra mitad de almagre. El general que
mandaba a los árabes y a los etíopes situados sobre el Egipto era
Arsames, hijo de Darío y de Aristona, hija de Ciro, a la cual como
Darío amase más que a sus otras mujeres, hizo una estatua de oro
trabajado a martillo.
LXX. De los etíopes que caen sobre el Egipto, como también de los
árabes, era, repito, el jefe Arsames; pero los etíopes o negros del
Oriente, pues dos eran las naciones de etíopes que en el ejército
había, estaban agregados al cuerpo de los indios, en el color nada
diferentes de los otros, pero mucho en la lengua y en el pelo, porque
los etíopes del Oriente tienen el cabello lacio y tendido, y los de la
Libia lo tienen más crespo y ensortijado que los demás hombres. Los
etíopes asiáticos de que hablaba iban por lo demás armados como los
indios, sólo que en lugar de visera traían el cuero de las cabezas de
los caballos con sus orejas y crines, de suerte que la crin les servía
de penacho, y llevaban las orejas levantadas. En vez de escudos con que
cubrirse, usaban de las pieles de las grullas.
LXXI. Venían los libios defendidos con una armadura de cuero, y
usaban de unos dardos tostados al fuego: era su general Masages, hijo
de Oarizo.
LXXII. Concurrían los paflagonios a la guerra, armada la cabeza con
unos morriones encajados, con unos pequeños escudos, con unas no muy
largas astas, con sus dardos y puñales. Llevaban unos botines hasta
media pierna al uso del país. Con las mismas armas que los de
Paflagonia concurrían los ligies, los matienos, los mariandinos, y los
siros, que son por los persas llamados capadoces. Conducía a los
paflagones y matienos el general Doto, hijo de Megasirdo, y a los
mariandinos, ligies y siros el general Brias, hijo de Darío y de
Aristone.
LXXIII. Su armadura, muy parecida a la paflagónica, tenían con
cortísima diferencia los frigios, quienes, según cuentan los
macedonios, mientras que fueron europeos y vecinos de aquellos se
llamaban Briges, pero pasados al Asia, juntamente con la región,
mudaron de nombre. Los Armenios, colonos de los frigios, venían armados
como ellos y el adalid de estas dos naciones era Artoemes, casado con
una hija de Darío.
LXXIV. Los lidios tenían unas armas muy parecidas a las griegas:
estos pueblos, llamados antiguamente Meones, mudaron de nombre, tomando
el nuevo de Lido, hijo de Atis. Llevaban los misios en sus cabezas unos
capacetes del país y unos pequeños escudos, usando de ciertos dardos
tostados: son colonos de los lidios y se llaman olimpienos, tomando el
nombre del monte Olimpo. El jefe de entrambos pueblos, lidios y misios,
era Artafernes, hijo de aquel Artafernes que en compañía de Datis dio
la batalla de Maratón.
LXXV. Armábanse los tracios con unas pieles de zorra en la cabeza y
con túnicas alrededor del cuerpo, que cubrían con ziras o marlotas de
varios colores: en los pies, y piernas llevaban borceguíes hechos de
las pieles de los cervatillos: usaban de dardos, de peltas y de
pequeñas dagas. Trasplantados estos al Asia menor, se llamaron
bitinios, siendo antes, como dicen ellos mismos, llamados estrimonios,
porque habitaban a las orillas del Estrimón, de donde pretenden que
fueron arrojados por los Teucros y misios.
LXXVI. Era general de los tracios situados en el Asia, Basaces, hijo
de Artabano. Tenían aquellos unos pequeños escudos de cuero crudo de
buey, y venía cada uno con dos dardos, con que suelen cazar los lobos:
llevaban en la cabeza un casco de bronce, al cual estaban pegadas unas
orejas y cuernos de buey también de bronce, y sobre el casco su
penacho: adornaban las piernas con listones de púrpura. Entre estos
pueblos se halla un oráculo de Marte.
LXXVII. Los Cabeles Meones que llaman Lasonios imitaban a los
Cilicios en la armadura, que describiré cuando llegue a hablar de los
últimos en su lugar. Traían los Milias (26)
unas lanzas cortas, y apretaban sus vestidos con unas hebillas:
llevaban algunos de ellos unos arcos licios y en la cabeza unos
capacetes de cuero. A todos estos capitaneaba Bardes, hijo de
Histaspes. Cubrían los moscos la cabeza con un casco de madera, y
llevaban sus escudos y sus astas pequeñas, pero armadas con una gran
punta.
LXXVIII. Armados como los moscos venían los tibarenos, los macrones y los mosinecos (27),
y eran conducidos por los siguientes caudillos: los moscos y tibarenos
por Ariomardo, que era hijo de Darío, habido en Parmis, hija de
Esmerdis y nieta de Ciro; los macrones y mosinecos por Artaictes, hijo
de Querasmis, el cual era gobernador de Sesto sobre el Helesponto.
LXXIX. Cubrían los Mares la cabeza con unas celadas propias del país
que se podían plegar, y llevaban además unos escudos pequeños de cuero
también con sus dardos. Traían los coleos puestas en la cabeza unas
celadas hechas de madera, y en la mano unos escudos de cuero de buey no
adobado; usaban astas cortas y también espadas. General de los Mares y
de los coleos era un hijo de Teaspes, por nombre Farandates; pero el de
los Alarodios y de los Saspires (28), armados a semejanza de los colcos, era Masistio, hijo de Siromitres.
LXXX. Vestidas y armadas casi como los medos seguían al ejército las
naciones de las islas del mar Eritreo, en donde confina el rey a los
que llaman deportados. De estos isleños era comandante
Mardontes, hijo de Bageo, quien siendo general dos años después quedó
muerto en la batalla de Micale.
LXXXI. Todas estas naciones que por tierra servían, eran las que
venían alistadas en el ejército del continente. Nombrados llevo los
generales mayores de ellas, a cuyo cargo estaba el ordenar y distribuir
en cuerpos menores aquella tropa, nombrando a los oficiales
subalternos, así los que mandaban a mil, como los que a diez mil
hombres, si bien estos últimos eran los que señalaban a los capitanes
para cien hombres, y a los cabos para diez. Verdad es que había otros
prefectos que cuidaban de las brigadas y de las naciones, pero los
generales mayores eran los mencionados.
LXXXII. Sobre estos y sobre todo el ejército de tierra, seis eran
los generalísimos que tenían el mando universal: el uno era Mardonio,
hijo de Gobrias; el otro Tritantecmes, hijo de aquel Artabano que fue
de parecer no se hiciera la expedición contra la Grecia; el tercero
Esmerdomenes, hijo de Otanes, el cual siendo como el anterior hijo de
un hermano de Darío, eran ambos primos del mismo Jerjes; el cuarto era
Masistes, hijo de Darío y de Atosa; el quinto Gergis, hijo de Arizo; el
sexto Megabizo, hijo de Zópiro.
LXXXIII. Estos eran los generalísimos de todo el ejército de tierra,
exceptuados empero los diez mil persas escogidos a quienes mandaba
Hidarnes, hijo de Hidarnes. Llamábanse estos persas los Inmortales,
porque si faltaba alguno de dicho cuerpo por muerte o por enfermedad,
otro hombre entraba luego a suplir el lugar vacante, de suerte que
nunca eran ni más ni menos de diez mil persas. Su uniforme era de todos
el más vistoso, y ellos los mejores y más valientes. Su armadura era la
que dejo antes descrita, y a más de ella se distinguían por la gran
cantidad de oro de que iban adornados. Seguíales la comitiva de muchas
carrozas y en ellas sus concubinas, y una gran compañía de criados con
vistosas libreas. Sus bastimentos, separados de las vituallas del
ejército, eran conducidos por camellos y otros bagajes.
LXXXIV. Todas las naciones dichas suelen servir en la caballería,
pero no todas iban montadas, sino sólo las que voy a decir. Los persas
militaban a caballo con las mismas armas que usaba su infantería; sólo
que algunos llevaban unos yelmos hechos de bronce y de hierro.
LXXXV. Hay a más de estos, ciertos pastores llamados sagartios que,
hablando la lengua de los persas, usan un traje medio entre el de éstos
y el de los pactiyes. Componían, pues, aquellos un cuerpo de 8.000
caballeros, si bien, según su uso, no llevaban armas ni de bronce ni de
hierro, salvo su puñal. Sus armas eran unos ramales hechos de correas,
con los cuales entraban animosos en batalla, en la cual suelen pelear
en esta forma: métense entre los enemigos y les echan sus ramales que
en la extremidad tienen ciertos lazos; al infeliz que enlazan, sea
hombre, sea caballo, le arrastran hacia ellos, y enredado de cerca le
matan. Tal es el modo que tienen de pelear, y son contados entre la
milicia de los persas.
LXXXVI. Iguales armas que la infantería usaban los medos y también
los Cisios de a caballo. Los indios, armados asimismo como sus
infantes, peleaban cada uno, o desde su montura, o desde sus carros
tirados por caballos o por asnos silvestres. Los jinetes bactrianos
iban armados como los peones, no menos que los Caspios e igualmente que
los Libios, quienes venían todos montados en sus carros: los caballeros
Caspios y Paricanios usaban también las armas de sus peones: los
árabes, si bien eran semejantes en la armadura a los de a pie, venían
sobre sus camellos que no ceden en ligereza a los caballos.
LXXXVII. Servían únicamente en la caballería estas naciones, cuyo
número subía a 8.000, exceptuados los carros y los camellos. Todos los
que a caballo servían, estaban distribuidos en sus respectivos
escuadrones; pero los árabes ocupaban aparte el último lugar, por
cuanto los caballos no pueden sufrir la compañía de los camellos, y así
para que éstos no les espantasen venían los postreros.
LXXXVIII. Eran generales de la caballería los dos hijos de Datis, el
uno Armamitres y el otro Titeo, habiendo quedado enfermo en Sardes el
tercer general, Farnuques, quien al partir de aquella ciudad tuvo una
sensible desgracia. Sucedió que al montar a caballo pasó un perro por
debajo del vientre de éste; el caballo, que no lo había visto venir, se
espantó, y empinándose de repente, arrojó a Farnuques. De la caída se
le originó un vómito de sangre que al cabo vino a parar en una tisis.
Sus criados en el acto hicieron con el caballo lo que su amo les mandó,
llevándolo al mismo lugar en donde arrojó al señor y cortándole las
piernas hasta las rodillas. Por este accidente perdió Farnuques su
mando de general.
LXXXIX. El total de las galeras subía a 1.207, las que venían
suministradas por las naciones siguientes: Con 300 concurrían los
fenicios, juntamente con los Sirios de la Palestina, quienes armaban
sus cabezas con unos yelmos muy semejantes a los de los griegos;
cubrían su pecho con unos petos de Lino, llevaban unos dardos y escudos
sin marco en su contorno. Tenían estos fenicios en lo antiguo, conforme
dicen, su asiento en el mar Eritreo, de donde pasaron a vivir en las
costas de la Siria, cuya región y todo lo que hasta el Egipto se
extiende se llama Palestina. Con 200 galeras concurrían los egipcios,
que llevaban en sus cabezas unos capacetes tejidos, unos escudos
cóncavos con grandes cercos que los rodeaban, unas lanzas náuticas y
unas enormes segures. Completaban su armadura unos grandes sables que
llevaba el mayor número de ellos, cubiertos también con sus coseletes.
XC. Venían armados a su modo los Chipriotas con 130 naves: sus reyes
llevaban atados a la cabeza unos turbantes o mitras; los otros traían
túnicas, y en lo demás imitaban la armadura griega. Sus pueblos, parte
son oriundos de Salamina y de Atenas, parte de la Arcadia, parte de
Cidno, parte de la Fenicia y parte de la Etiopía, según los mismos
Chipriotas nos refieren.
XCI. Los Cilicios daban por su parte 100 naves, y traían armadas las
cabezas con celadas de su país; en vez de escudos usaban adargas hechas
de cuero crudo de los bueyes; vestían túnicas de lana; llevaba cada uno
dos dardos y una espada parecida a las de Egipto. Estos pueblos en los
tiempos antiguos se llamaban hipaqueos, y después tomaron el nombre que
tienen de un fenicio llamado Cilix, que era hijo de Agenor. Presentaban
los panfilios 30 naves y usaban de armadura griega, siendo
descendientes de ciertos griegos que, después de la guerra de Troya, se
separaron de los demás en compañía de Anfíloco y Calcante.
XCII. Con 50 naves venían los licios, armados de petos y botines;
tenían arcos de cuerno, saetas de caña sin alas, dardos, y además hoces
y puñales; llevaban pendientes de los hombros, unas pieles de cabra, y
en sus cabezas unos sombreros coronados con plumajes. Los licios,
originarios de Creta, se llamaban antes termiles, y tomaron su nuevo
nombre de Lico, hijo de Pandion, natural de Atenas.
XCIII. Los dorios del Asia, que iban armados a lo griego, siendo
colonos del Peloponeso, venían con 30 galeras. Con 70 se presentaron
los carios, armados en lo demás como los griegos, sólo que tenían sus
hoces y dagas. Llevo ya dicho en lo que antes escribí cómo se llamaban
anteriormente tales pueblos (29).
XCIV. Contribuían con 100 galeras a la amada los jonios, apercibidos
y armados como los griegos. Estos pueblos, todo el tiempo que habitaron
el Peloponeso en la región que al presente se llama Acaya, lo que
sucedió antes que Dánao y Juto viniesen a dicho Peloponeso, se llamaban
pelasgos Eqialees (de la plaga), si estamos a lo que dicen los griegos; pero después, del nombre de Jon, hijo de Juto, se llamaron jonios.
XCV. Los isleños, armados al modo griego, presentaron 47 galeras (30);
eran estos asimismo de nación pelásgisca, y se llamaron jonios por la
misma razón que las doce ciudades, pero jonios venidos de Atenas.
Concurrían los eolios con 60 galeras y con las armas a la griega; los
cuales, según es tradición de los griegos, llevaban también en lo
antiguo el nombre de pelasgos. Los helesponcios, excepto los de Ábidos,
a quienes había el rey mandado que sin dejar su país tomasen a su cargo
la guardia del puente; los restantes pueblos, digo, de las costas del
Helesponto, armados al par de los griegos como colonos de los dorios y
jonios, se presentaron con 100 naves.
XCVI. En todas las galeras dichas iba tropa de persas, de medos y de
Sacas para los combates. Las naves más listas y ligeras eran las de los
fenicios, y entre estas con especialidad la de los sidionios. Así para
estas naves, como, para las tropas de tierra, cada nación había enviado
sus respectivos jefes, de los cuales no haré particular mención, por no
pedirlo necesariamente el designio de mi historia. Ellos eran tantos,
en efecto, cuantas eran las ciudades que enviaban su contingente; pero
no todos tenían mérito particular que los haga dignos de memoria,
mayormente no concurriendo en calidad de comandantes sino de meros
vasallos, pues tengo ya dicho quiénes eran los persas que tenían toda
la autoridad como generales de cada la nación.
XCVII. Los caudillos de la armada naval eran Ariabignes, hijo de
Darío; Prejaspes, hijo de Aspitines; Megabazo, hijo de Megabates; y
Aquemedes, hijo de Darío. De la armada jónica y cariana era jefe
Artabignes, a quien tuvo Darío en una hija de Gobrias; de la egipcia lo
era Aquemenes, por parte de padre y madre hermano de Jerjes; del resto
de la armada lo eran los otros dos. El número de los trieconteros
(naves de 30 remos), de penteconteros (de 50 remos), de cercuros (naves
de carga) y de barcas largas para el transporte de la caballería,
parece que era de tres mil bastimentos.
XCVIII. Los sujetos de mayor nombre después de los generales que
venían embarcados eran el sidonio Tetramnesto, hijo de Amiso; el tirio
Mapen, hijo de Siromo; el aradio Mérbalo, hijo de Agabalo; el cilicio
Sienesis, hijo de Oromedonte (31);
el licio Cibernisco, hijo de Sica; los dos Chipriotas Gorgo, hijo de
Quersis, y Timonax, hijo de Timágoras, y tres carios, Histieo hijo de
Timnes, Pigres hijo de Seldomo, y Damasitimo hijo de Candaules.
XCIX. Y si bien no me veo obligado a hacer mención de los otros
jefes, la haré con todo de Artemisa, mujer que siguió la expedición
contra la Grecia, cuyo valor me tiene lleno de admiración. Muerto su
marido, siendo ella la soberana de su ciudad, y viendo que su hijo era
niño todavía, por más que no la llamase obligación precisa, no le
sufrió con todo su honor y ánimo varonil el no concurrir a la guerra.
Llamábase Artemisa, hija de Ligdamis, por parte de padre, natural de
Halicarnaso, y de Creta por parte de madre: era señora de los
Halicarnasios, de los Coos, de los nisirios y de los calidnios (32);
y concurrió con cinco galeras que eran las más famosas de la armada
después de las sidonias: ella fue la que dio al rey los acertados
pareceres entre los de todos los aliados. La gente de las ciudades que
ella, según dije, gobernaba, noto aquí que era toda Dórica, pues los
halicarnasios son oriundos de Trecena, y los restantes de Epidauro. Y
baste ya lo referido acerca de la armada naval.
C. Hecho el cómputo de las tropas y distribuidas éstas en
escuadrones, tuvo Jerjes la curiosidad de contemplarlas pasando revista
a todas ellas, lo cual así ejecutó. En su carro iba recorriendo cada
nación, y plantado delante de ella hacía sus preguntas, las cuales iban
notando sus escribanos: hízolo de este modo empezando por un cabo, y
acabando por el otro, tanto de la caballería como, de la infantería.
Después de verificada esta diligencia, como las galeras de nuevo
hubiesen sido echadas al agua, dejando Jerjes su carro, se embarcó en
una nave sidonia, y sentado en ella bajo un pabellón de oro, iba
corriendo por delante de las proas de las galeras informándose de cada
una y tomando las respuestas por escrito, del mismo modo que en el
ejército de tierra. A este fin habían apartado sus galeras los
capitanes cosa de cuatro pletros (400 pasos) de la orilla, y vueltas
las proas a tierra habían formado una línea de frente, armados en ellas
todos los combatientes en orden de batalla; de suerte que por entre las
naves y la playa iba Jerjes haciendo la revista.
CI. Acabada ya la reseña de las galeras, saltó Jerjes, de su nave e
hizo comparecer a Demarato, hijo de Ariston, que le acompañaba en la
expedición contra la Grecia, y puesto en su presencia, hablóle en estos
términos: -«Mucho gusto tendría ahora, Demarato, en que me respondieras
a una pregunta que hacerte quiero. A lo que tú mismo dices y a lo que
me aseguran los griegos que se han presentado en mi corte, tú eres
griego y natural de una ciudad que ni es la menor, ni la menos poderosa
de la Grecia. Quiero, pues, que me digas si tendrán valor los griegos
para venir a las manos conmigo. Dígolo porque estoy persuadido de que
ni todos los griegos, ni todos los demás hombres del Occidente, por más
que se juntaran en un ejército, serían capaces de hacerme frente en
campo de batalla, no yendo acordes entre ellos mismos. Mucha
complacencia tendré, pues, en oír sobre esto tu parecer.» Esta fue la
pregunta de Jerjes, y tal la respuesta de Demarato: -«Señor, le dice:
¿queréis que os diga la verdad desnuda, o que la disfrace con la
lisonja?» A lo que respondió Jerjes mandándole decir la verdad
asegurándole que por ella nada perdería de su gracia.
CII. Con esta seguridad en la fe de Jerjes, continuó Demarato: Pues
que mandáis, señor, que hable francamente y os diga la verdad, yo os la
diré de manera que no daré lugar a que después de esto me cojáis en
mentira. La Grecia, señor, es una nación criada siempre sin lujo y con
pobreza, pero hecha a la virtud, fruto de la sabiduría, y de la severa
disciplina. Con la misma virtud que practica remedia su pobreza y se
defiende de la servidumbre. Tal elogio debo darlo a todos los griegos
que moran cerca de la región y países dóricos; pero no hablaré ahora de
todos ellos, sino solamente de los lacedemonios. Y en primer lugar digo
que de ningún modo cabe que den oídos a nuestras pretensiones,
encaminadas a quitar la libertad a la Grecia, de suerte que aunque
todos los demás griegos os presten vasallaje, ellos solos saldrán a
recibiros con las armas en la mano. Ni os toméis el trabajo de
preguntarme acerca del número de ellos para saliros al encuentro,
porque, tened por sabido que si constare su ejército de mil hombres,
con mil os darán la batalla; si menos fueren, con menos os la darán, y
si fueren más, serán más los que la presenten.»
CIII. Al oírle púsose Jerjes a reír: -«Demarato, le replica, ¿qué
absurdo es eso que dices? Vamos al caso: ¿no aseguras haber sido rey de
esos valientes? Pregúntote ahora: ¿quisieras tú solo apostártelas aquí
mano a mano contra diez hombres juntos? Y en verdad que si la
disciplina civil y el buen orden entre vosotros es en todo como me lo
pintas, pide el honor y decoro de la corona, que tú, rey de esos
héroes, puedas habértelas con doblado número de enemigos. De suerte que
si cada uno de ellos es capaz de hacer frente a diez hombres de los
míos, debo a ti solo suponerte bastante para resistir a veinte, pues
así y no de otro modo puedes salvar la verdad de tu respuesta. Pero si
esos hombres son tales en el valor y en el talle de su cuerpo cual eres
tú y cuales son los griegos que vienen a mi presencia, mira no sean
esos elogios que les das una mera baladronada y vana exageración.
Porque, por Dios, ¿qué camino lleva que 1.000 hombres, o sean 10.000, o
sean 50.000, iguales todos ellos e igualmente libres, y no sujetos al
imperio de un soberano, puedan hacer frente a un ejército tan grande
como el mío, especialmente siendo nosotros más de 1.000 por uno de
ellos, si es que subieren a 50.000? Bien pudiera ser que sujetos a las
órdenes de un soberano, como entre nosotros se usa, por miedo de él
sacasen esfuerzo de necesidad, y obligados con el látigo, embistiesen
pocos contra muchos más; pero sueltos como están y dejada su elección a
su arbitrio, no es posible que hagan uno ni otro: antes bien soy de
sentir; que cuando fuese igual el número de entrambos, no se atreverían
los griegos a entrar con los persas solos en batalla. Lo que dices de
tanta bravura y valentía se hallará entre los nuestros, no a cada paso
ciertamente, sino en tal cual soldado, pues alguno habrá de mis
alabarderos persas, que se atreverá a desafiar a tres de los griegos a
un tiempo mismo. Tú empero no lo sabes ni lo conoces; por eso exageras
y encomias a tu salvo.»
CIV. A este discurso respondió Demarato: -«Bien veía señor, desde el
principio que hablando verdad iba a perder vuestra gracia; pero como me
obligabais a que os hablase con toda franqueza y sin lisonja, manifesté
lo que según su deber harían los espartanos. Nadie sabe mejor que vos
cuán apasionado podré estar a favor de unos hombres que me degradaron
del honor y de los derechos a la corona heredados de mis abuelos; que
me desnaturalizaron y me obligaron al destierro: y nadie sabe mejor que
yo cuán obligado estoy a vuestro padre que me amparó, me dio alimentos
con que vivir y casa en que morar. Me haréis la justicia de no pensar
que un hombre de bien como yo, quiera olvidarse de tantos beneficios,
sino que más bien quiere corresponder a ellos. Por lo que mira empero
al valor, ni blasonaré de poder salir solo contra diez, ni solo contra
dos, ni aun por mi gusto quisiera entrar en singular desafío con uno
solo, si bien en caso de necesidad, o si algún empeño mayor a ello me
estimulase, vendría gustosísimo en medir mi espada con la de alguno de
esos persas que le dicen capaces de habérselas cada uno con tres
griegos. Porque los lacedemonios cuerpo a cuerpo no son por cierto los
más flojos del mundo, y en las filas son los más bravos de los hombres.
Libres sí lo son, pero no libres sin freno, pues soberano tienen en la
ley de la patria, a la cual temen mucho más que no a vos vuestros
vasallos. Hacen sin falta lo que ella les manda, y ella les manda
siempre lo mismo: no volver las espaldas estando en acción a ninguna
muchedumbre de armados, sino vencer o morir sin dejar su puesto. Pero
ya que os parecen absurdas mis razones, hago ánimo en adelante de no
hablaros más sobre ello; lo que ahora dije lo dije precisado. Deseo,
señor, que todo os salga a medida de vuestros deseos.»
CV. De la respuesta de Demarato hizo burla Jerjes, y tomándola a
risa no dio muestra ninguna de enojo, sino que le envió enhorabuena y
con mucha paz. Después de este coloquio, habiendo nombrado gobernador
de Dorisco a Mascames, hijo de Megadostes, y depuesto el antecesor que
Darío habla allí dejado, marchando por la Tracia, movió las armas hacia
Grecia.
CVI. Era Mascames el nuevo gobernador un sujeto mérito, que a él
sólo, como al persa más sobresaliente entre todos los gobernadores
nombrados por Jerjes o por Darío, solía el rey hacer todos los años sus
presentes, y aun Artajerjes, su hijo, continuó en hacer la misma
demostración con los descendientes del mismo Mascames: porque habiendo,
antes de la presente expedición, sido nombrados en todas partes
gobernadores persas, así en la Tracia como en el Helesponto, por más
que todos ellos, pasado el tiempo de la expedición, fueron echados por
los griegos del Helesponto y de la Tracia, no lo fue él de Dorisco, no
habiendo podido nadie arrojar a Mascames de aquella plaza, a pesar de
las tentativas que muchos hicieron con este intento. Por tal motivo,
pues, enviaba siempre regalos a aquel gobernador el rey actual de la
Persia.
CVII. De todos los gobernadores que fueron echados, de aquellas
plazas por los griegos, a ninguno tuvo Jerjes por oficial de mérito
sino solamente a Boges el de Eona. A éste jamás acababa de celebrarle,
y en atención a sus méritos honró muy particularmente a los hijos que
de él quedaron entre los persas. Y en efecto, bien mereció Boges tan
grandes elogios, porque viéndose cercado por los atenienses y por
Cimon, hijo de Milcíades, aunque tuvo en su mano el salir capitulando
de la plaza y restituirse salvo al Asia, no quiso hacerlo, porque al
rey no le pareciese que con villanía había comprado su libertad y vida,
sino que aguantó el sitio hasta la extremidad. Y cuando vio que no
tenía ya más víveres en la plaza, lo que hizo fue degollar a sus hijos,
a su mujer, a sus concubinas y a toda la demás familia, y muertos les
pegó fuego: después cuanto oro y cuanta plata había en la ciudad fue
esparciéndolo todo desde el muro en las corrientes del Estrimón, y
concluido esto, arrojóse al cabo a sí mismo en una hoguera. Por tales
hazañas es aun hoy día muy celebrado entre los persas.
CVIII. Desde Dorisco continuaba Jerjes sus marchas camino de la
Grecia, obligando a todos los pueblos que en el viaje hallaba a que le
siguiesen armados, y se lo mandaba como soberano de ellos, habiendo
sido conquistada toda aquella tierra, como tengo ya declarado, hasta la
Tesalia, y hecha tributaria del rey, primero por Megabazo y después por
Mardonio. En el viaje desde Dorisco fue luego pasando Jerjes por las
plazas de los Samotracios, la última de las cuales hacia Poniente es
una ciudad que lleva el nombre de Mesambria: vecina a esta se halla
Estrima, que es otra ciudad de los Tasios; entre las dos corre el río
Liso, cuya agua no bastó para satisfacer al ejército de Jerjes,
quedando agotada. Este país se llamaba antiguamente la tierra Galaica,
y ahora la Briantica, y con toda propiedad debe ser tenida por la
región de los cicones.
CIX. Habiendo atravesado a pie enjuto la madre del Liso, fue
siguiendo Jerjes las ciudades griegas de Maronea, Dicea y Abdera, y al
transitar por ellas pasó igualmente por cerca de unas célebres lagunas
vecinas a dichas ciudades, cual es la laguna Ismarida que cae entre
Maronea y Estrima, y cual es la Bistonida, vecina a Diceas, en la que
van a desaguar dos ríos, el Trayo y el Compsato (33).
Cerca de Abdera no pasó Jerjes por ningún lago notable, pero sí por el
río Néstor, que por allí corre al mar. Continuando las marchas más allá
de estos parajes, recorrió las ciudades mediterráneas, en una de las
cuales hay una gran laguna que tendrá unos 30 estadios de
circunferencia, abundante en pesca y de agua muy salobre, y con todo
quedó seca sólo con haber abrevado allí las bestias de carga del
ejército: la ciudad dicha se llama Pistiro. Dejando las ciudades
marítimas y griegas a mano izquierda, pasó Jerjes adelante.
CX. Los pueblos de los tracios por donde llevó el rey sus marchas
son los petos, los cicones, los bistones, los sapeos, los derseos, los
edonos y los satras (34).
De estos, los que están situados en la costa del mar seguían la armada
en sus naves, y los que viven tierra adentro de quienes acabo de hacer
mención, todos, excepto los satras, eran precisados a acompañar el
ejército de tierra.
CXI. No ha llegado a nuestra noticia que hayan sido hasta aquí los
satras vasallos de ningún señor, habiendo sido los únicos tracios que
hasta mis días han conservado siempre su libertad. El motivo ha sido,
parte por habitar unos altos montes llenos de todo género de arboleda y
maleza y coronados de nieve, parte por ser sumamente guerreros. Tienen
un oráculo de Baco situado en altísimas montañas; los besos (35)
son entre los satras los encargados del santuario, y la Promantida o
sacerdotisa es la que responde, como en Delfos, a las consultas y no
con más ambigüedad.
CXII. Adelantándose Jerjes más allá de la región, pasó por otras
fortalezas que son de los pieres, llamada la una Fagra, y la otra
Pérgamo. Llevando sus marchas por cerca de dichas plazas, dejaba a mano
derecha el Pangeo, monte grande y elevado, en el cual hay minas de oro
y plata que disfrutan los Pieres y Odomantos (36), y más que todos los Satras.
CXIII. Habiendo ya dejado a los que habitan, por la parte de Bóreas
a las faldas del Pangeo, que son los peones, los Deberas y los Peoplas (37),
torció hacia Poniente hasta llegar al Estrimón y a la ciudad de Eiona,
en donde estaba todavía de gobernador aquel Boges de quien poco antes
hice mención. Llámase la Filis esta comarca de las cercanías del
Pangeo, la cual hacia Poniente se extiende hasta el río Angiteo que
entra en el Estrimón, y hacia mediodía hasta el mismo Estrimón. A este
río hicieron los magos un próspero sacrificio, degollando en honra suya
unos caballos blancos.
CXIV. Después de estos sacrificios y otros muchos hechizos con que pretendían encantar al río, pasando por el lugar llamado Enea Odi
(los Nueve Caminos) de los Edonos, marcharon hacia los puentes que
hallaron ya construidos sobre el Estrimón. Oyendo qué aquél lugar se
llamaba los Nueve Caminos (38),
enterraron vivos allí mismo nueve mancebos y nueve doncellas del país.
Costumbre de los persas es enterrar a los vivos, pues oigo decir que
Amestris, esposa de Jerjes, siendo ya de edad, sepultó vivos catorce
hijos de los persas más ilustres, víctimas que sustituía en su lugar
para aplacar a la divinidad que dicen existir debajo de tierra.
CXV. Después que vadeado el Estrimón se puso el ejército en camino,
marchó por una playa qué cae hacia Poniente y pasó cerca de una ciudad
griega allí situada, que se llama Argilo. Aquella región y la que sobre
ella está se llama la Bisaltia. Desde allí, dejando a la izquierda el
golfo que está vecino al templo de Neptuno y marchando por la llanura
llamada Sileo, pasó más allá de Estagiro, ciudad griega, y llegó a
Acanto (39), habiendo
incorporado en el ejército estas naciones y las que antes dije, y todas
las que moran alrededor del monte Pangeo, obligando a las marítimas a
seguir con sus naves la armada, y a las internadas a seguir el
ejército. El camino por donde Jerjes condujo sus tropas tiénenlo los
tracios hasta mis días en gran veneración, no confundiéndolo ni
sembrándolo jamás.
CXVI. Llegado el ejército a Acanto, declaró el persa por amigos y
huéspedes a los acantios y les concedió el uniforme o vestido de los
medos, honrándolos mucho de palabra, así por verlos prontos a la
guerra, como por oír que estaba ya el foso terminado.
CXVII. Estaba Jerjes en Acanto cuando de resultas de una enfermedad
acabó allí sus días Artaqueo, oficial prefecto del canal, muy valido en
la corte de Jerjes y en la casa de los Aqueménidas. Era en su estatura
el mayor de los persas, teniendo cinco codos regios de alto (40)
menos cuatro dedos: nadie le ganaba en lo sonoro y robusto de la voz.
Mostró Jerjes gran sentimiento de su muerte, y le honró con suntuosas
exequias, haciendo que todo el ejército le ofreciese dones sobre el
sepulcro. Hácenle los Acantios los sacrificios debidos a un héroe
conforme cierto oráculo, y en ellos le invocan por su mismo nombre. En
una palabra, reputaba Jerjes por gran pérdida aquella muerte.
CXVIII. Los griegos que daban acogida en sus ciudades al ejército y
recibían con cena a Jerjes, quedaban oprimidos con el excesivo gasto, y
se veían precisados a desamparar sus propias casas. Lo cierto es que
obligados los Tasios, a causa de las poblaciones que poseían en tierra
firme, a dar los utensilios al ejército y la mesa a Jerjes, encargado
de la comisión Antipatro, hijo de Orges, hombre de tanto crédito como
el que más entre sus paisanos, dio al público la cuenta de haber
gastado 400 talentos de plata en aquella cena.
CXIX. Y cuentas muy parecidas a esta dieron los comisarios de las
otras ciudades a este fin escogidos. Hacíase el convite con tanto
aparato, que muy de antemano se daba la orden y señalábase la
suntuosidad con que debía celebrarse. Luego que llegaban los pregoneros
a las ciudades de aquel distrito, intimándoles el hospedaje, los
moradores de ellas, contribuyendo a proporción con el trigo que tenían,
molíanlo ante todo y hacían pan para algunos meses. Buscando a más de
esto las más preciosas reses, íbanlas cebando para regalo del ejército,
como también las aves, así de tierra como de las lagunas, cerradas en
sus caponeras y vivares. En segundo lugar, labraban vasos de oro y
plata, y copas y demás vajilla para la mesa. Esta singularidad se hacía
para el rey y los cortesanos sus comensales; para lo restante del
ejército sólo se prevenían los bastimentos ordenados. Cuando acababa de
llegar el ejército de su marcha, estaba ya preparado en su campo el
pabellón real donde iba a descansar el mismo Jerjes, mientras se
quedaba la tropa al cielo descubierto. Llegada la hora de la cena,
entonces era cuando los huéspedes se hacían todo manos para el
servicio; pero bien comidos y bebidos los hospedados, descansaban allí
aquella noche, y venida la mañana, quitaban a sus huéspedes la fatiga
cargando con la tienda y con todos los muebles y alhajas con que se
iban, sin dejar cosa que no llevasen consigo.
CXX. De aquí nació aquel dicho que a este propósito dijo agudamente
Megacreonte, natural de Abdera, quien aconsejó a sus abderitas que
todos, hombres y mujeres, se fueran a los templos en procesión, y allí
postrados a los pies de sus dioses les suplicasen por una parte con
mucho ardor tuviesen a bien librarles de la otra mitad de sus males que
con la vuelta de Jerjes les amenazaban, y por otra les dieran gracias
muy de veras por lo pasado de que el rey Jerjes no acostumbrase comer
dos veces al día, porque preciso les fuera a los abderitas, si se les
ordenase darle una comida semejante a la cena, o en caso de esperarlo,
caer en una quiebra la mayor del mundo.
CXXI. Así que las ciudades, por más gravadas que quedasen,
ejecutaban del mismo modo lo que se les ordenaba. Allí Jerjes, después
de dar orden a los almirantes que le esperasen con su armada en Terma,
ciudad situada en el seno Termeo, que de ella toma su nombre (41),
licenciólos a fin de que partieran solos con sus galeras. El Motivo que
lo movió a que allí le esperasen, fue por ser el más corto el camino
que iba a tomar lejos de las costas. Desde Dorisco hasta Acanto había
marchado el ejército en el orden siguiente. Habiendo Jerjes dividido
sus tropas en tres cuerpos, ordenó que marchase uno por la playa,
siguiendo la armada naval y llevando a su frente a los generales
Mardonio y Masistes; que el otro cuerpo, ordenado también y conducido
por los jefes Tritantecmes y Gergis, hiciese su camino marchando tierra
adentro; y que el tercero, en el cual iba el mismo Jerjes, pasase por
el camino de en medio, guiado por los caudillos Esmerdomenes y Megabizo.
CXXII. La armada naval, separada ya de Jerjes, navegó por el canal abierto en Atos, canal que llega hasta el golfo (42)
en que se hallan las ciudades de Asa, Piloro, Singo y Santa. Habiendo
tomado a bordo la gente de armas, continuó desde allí su derrota hacia
el seno Termeo. Dobló, pues, el Ampelo, promontorio de Torona (43),
y fue recogiendo las galeras y tropas de las ciudades griegas por donde
pasaba, que eran Torona, Galepso, Sermila, Meciberna y Olinto, las que
caen en la provincia llamada ahora Sitonia.
CXXIII. Torciendo la misma armada desde Ampelo hasta el Canastreo, que es el cabo que más se entra en el mar en la región Palena (44),
iba en todas partes recibiendo naves y milicia, a saber; de Potidea, de
Afitir, de Nápoli, de Egea, de Terambo, de Scione, de Menda y de Sano,
ciudades de la región que al presente se dice Palena y antes se llamaba
Flegra. Costeada esta tierra, continuaba su rumbo al lugar destinado,
incorporando consigo las tropas de las ciudades que confinan con Palena
y están vecinas al golfo Termeo, cuyos nombres son: Lipax, Combria,
Lisas, Gigono, Campsa, Smila y Enea: la región en que están, aun ahora
se llama Crosea. Desde Enea, que es la última de las referidas, tomó el
rumbo la armada hacia el golfo mismo Termeo y al país Migdonio, y
navegando por él, llegó a la misma ciudad de Terma y a las de Sindo y
de Calestra, situada sobre el río Axio, que separa la Migdonia de la
tierra Bateida. En ésta ocupan las ciudades de Yenas y de Pella (45) aquel pequeño distrito que corre hacia la playa.
CXXIV. Aquí, cerca del río Axio, no lejos de la ciudad de Terma y de
las otras ciudades intermedias, plantó sus reales la armada naval,
esperando la llegada del rey. Entretanto, Jerjes, con el objeto de
llegar a Terma, habiendo salido de Acanto con el ejército, venía
marchando por lo interior del continente. Llevaba su camino por la
región peónica y por la crestónica, siguiendo el río Equidoro, el cual
nacido en tierra de los Crestoneos, corre por la Migdonia, y pasando
cerca de una laguna que está sobre el río Axio, desagua en el mar.
CXXV. Caminando el ejército por aquellos parajes, sucedía que los
leones acometían a los camellos del bagaje, con la particularidad que,
dejando de noche sus moradas y escondrijos, solamente en ellos hacían
presa, sin tocar a ninguna otra bestia de carga, ni embestir a hombre
alguno. Confieso que de esto me maravillo, por no saber cuál pudo ser
entonces la fuerza que obligase a los leones a embestir solamente
contra los camellos, animales que nunca antes habían visto, ni sentido,
ni experimentado.
CXXVI. Hállanse por aquellas partes muchos leones y también muchos
búfalos, cuyas astas, de extraordinaria magnitud, suelen llevarse a la
Grecia. Los términos hasta donde llegan dichos leones son, uno el río
Nesto, que pasa por Abdera, y el otro el río Aqueloo, que corre por
Acarnania; pues ni más allá del Nesto, por la parte de Levante, ni por
la de Poniente más allá del Aqueloo, nadie verá león alguno en lo demás
de la Europa ni en lo que resta de tierra firme, de suerte que sólo se
crían en el distrito que cae entre dichos ríos.
CXXVII. Llegado Jerjes a la ciudad de Terma, hizo alto allí con todo
su ejército, el cual, acampado por las orillas del mar, ocupaba toda la
tierra que, empezando de la dicha ciudad de Terma y de la de Migdonia,
se extiende hasta los ríos Lidias y Hahacmon (46),
que sirviendo de límite a la región botieida y macedónica, van a
juntarse en una misma madre. Acampados, pues, los bárbaros en estas
llanuras, se vio que el Equidoro, uno de los ríos mencionados que baja
de la tierra de Crestona, no bastó él sólo para satisfacer el ejército,
sino que se quedó sin agua.
CXXVIII. Como viese Jerjes desde Terma aquellos dos montes altísimos
de la Tesalia, el Olimpo y el Osa, informado de que por un estrecho
valle que media entre ellos corría el río Peneo, y oyendo al mismo
tiempo que por allí había camino para Tesalia, vínole deseo de ir en
una nave a contemplar la desembocadura del Penco. Movióse a ello por
haberse ya resuelto a seguir el otro camino de arriba, que por medio de
la alta Macedonia guía a los Perrebos pasando por la ciudad de Gono,
asegurado de que este viaje sería el más seguro. Lo mismo fue
presentársele tal idea que ponerla por obra. Embárcase en una nave
sidonia, de la que hacía su capitana siempre que le venía en voluntad
alguna de estas excursiones, y levanta bandera para que lo sigan las
otras, dejando allí sus tropas. Llegado a su destino y contemplada la
boca del río, quedó muy maravillado con aquella perspectiva. Llamó
después a los que de guía le servían para el camino, y les preguntó si
podría el río ir por otra parte a desaguar en el mar.
CXXIX. Corre en efecto una tradición que en lo antiguo era la
Tesalia toda una gran laguna cerrada por todas partes con unos muy
elevados montes, porque por la parte que mira a Levante la ciñen dos
montes, el Pelión y el Osa (47),
cuyas raíces están entre sí pegadas; por la parte del Bóreas la rodea
el Olimpo; por la de Poniente el Pindo, y por la de Mediodía y del Noto
el Otris: lo que en medio resta circuido por dichos montes, era la
Tesalia, comarca, de tierra baja. Concurren, pues, hacia ella, dejando
aparte otros ríos, estos cinco muy célebres: el Penco, el Apidaño, el
Onocono, el Enipeo y el Pamiso, los cuales bajando de los mencionados
montes que rodean de todas partes la Tesalia, y juntándose en aquella
llanura, dirigen todos al cabo su curso hacia el mismo valle, y éste
bien angosto confundiendo sus aguas en una corriente. Desde el lugar en
que se juntan álzase el Penco con el nombre de los demás, haciendo
anónimos a los otros. Es fama, pues, que ya en los tiempos antiguos, no
existiendo todavía aquel barranco, ni teniendo el agua salida por él,
concurrían allá con sus aguas los mismos ríos que ahora, y a más de
ellos la laguna Bebeida; de suerte que no teniendo dichos ríos los
mismos nombres que al presente tienen, llevaban la misma agua y hacían
con ella de la Tesalia toda una gran llanura de mar. Los tésalos mismos
dicen que Neptuno fue quien abrió el canal por donde corre el Penco; y
razón tienen en lo que dicen, pues cualquiera que crea a Neptuno el
dios de los terremotos, cuyas obras sean las aberturas que estos
producen, no ha menester más que ver aquella quebrada, para decir que
es cosa hecha por Neptuno, siendo a mi parecer efecto de algún
terremoto, la separación de aquellos montes.
CXXX. Volviendo ya a los conductores de Jerjes, preguntados estos
por él si tenía el Peneo alguna otra salida para el mar, bien seguros
de lo que le decían le respondieron: -«No, señor, no tiene este río
ninguna otra salida que llegue al mar, ésta es la única, estando toda
la Tesalia coronada alrededor de montañas.» A lo cual se dice que
replicó Jerjes: -«Son sin duda los tésalos hombres hábiles y prudentes,
pues muy de antemano han puesto a cubierto sus estados, retirándose del
partido de la Grecia, así por varios motivos, como por ver que su país
era fácil de ser sorprendido y en breve subyugado. Para esto no había
más que hacer sino cerrar con un terraplén este barranco, y cegado el
canal elevar el río sacado de madre, echándolo sobre las campiñas, con
que se lograría anegar todo el llano de la Tesalia, quedando solamente
libres los montes. Con esto aludía Jerjes a los hijos de Alevas, los
primeros entre los griegos que habían entregado la Tesalia al rey,
quien estaba persuadido de que se le entregaban en nombre de toda la
nación. Dicho esto, y observado bien el país, hízose Jerjes a la vela
para volver a Terma.
CXXXI. Cerca de Pieria (48)
detúvose Jerjes algunos días: el motivo fue el aguardar que la tercera
parte de sus tropas desmontase la maleza en las montañas de Macedonia,
abriendo por ellas camino al ejército hacia los Perrebos. En este
intermedio iban volviendo los mensajeros que habían sido destinados a
la Grecia a pedir la entrega del país; unos volvían frustrado su
intento; otros con el ofrecimiento de la tierra y el agua.
CXXXII. Los pueblos que le prestaron vasallaje fueros los tésalos,
los dólopes, los enienes, los perrebos, los maquesianos, los melienses,
los aqueos de Pitia, los tebanos con los demás beocios (49),
exceptuando los tespienses y los platenses. Los otros griegos,
empeñados en hacer la guerra al bárbaro, hicieron un tratado,
solemnemente juramentados contra los que se entregaron, que la décima
parte de los bienes de todo pueblo griego que, sin verse a ello
precisado de su voluntad se hubiese entregado al persa, sería
confiscada después de verse la Grecia fuera ya de aquel apremio, y
sería consagrada en Delfos al dios Apolo. En estos términos estaba
concebido el juramento de los griegos.
CXXXIII. No había Jerjes hecho partir heraldos ni para Atenas ni
para Esparta, escarmentado en los que antes envió allá Darío. Sucedió,
pues, entonces, que habiendo Darío pedido la obediencia de aquellas
ciudades, parte de los enviados a pedirla fueron arrojados en el
báratro, abertura profunda destinada en Atenas a los malhechores, parte
en un pozo, con la insolente zumba de mandarles que ellos mismos del
báratro y del pozo tomaran el agua y la tierra para su Darío. Esto fue
lo que movió a Jerjes a no enviar después otros con la misma demanda.
No sabré decir qué mal les viniese a los atenienses en pena de haber
violado así a los tales heraldos (50), a no ser que por ello digamos que su ciudad fue pasada a sangre y fuego, si bien creo que otra fue la causa.
CXXXIV. Dejóse sentir entre los lacedemonios la ira de Taltibio, que
habla sido el pregonero de Agamenón. Hay en Esparta un templo de
Taltibio, y los descendientes de éste, llamados los Taltibiadas, tienen
el privilegio de ejecutar todas las embajadas que por medio de heraldos
suele hacer Esparta. Sucedió, pues, a los espartanos, que después del
insulto contra los heraldos de Darío no podían en sus sacrificios
lograr una víctima de buen agüero: Llevando los lacedemonios muy de
mala gana aquella desventura, juntáronse muchas veces públicamente a
deliberar sobre ella, y mandaron pregonar un bando en esta forma:
«Quién era aquel lacedemonio que quisiera ofrecerse a la muerte por
Esparta.» No faltaron dos varones en prendas personales y en riquezas
distinguidos, llamado el uno Spertias, hijo de Aheristo, y el otro
Bulis, hijo de Nicolao, quienes de su voluntad se ofrecieron a pagar la
pena a Darío en venganza de la muerte dada a sus heraldos en Esparta:
con esto los espartanos enviaron a los medos estas dos víctimas
destinadas al suplicio.
CXXXV. Ni fue más digno de admiración el ánimo de estos héroes que
el denuedo con que acompañaron su discurso; porque emprendido el viaje
para Susa, presentáronse a Hidarnes, señor persa, que se hallaba de
general en las costas y fuertes del Asia menor, el cual, convidándoles
con su casa y tratándoles tomo a huéspedes y amigos, hablóles así:
-«¿Por qué, oh amigos lacedemonios, mostráis tanta aversión a la
amistad con que el rey os convida? En mi persona y en mi fortuna tenéis
a vista de ojos una prueba, evidente de cómo sabe el rey honrar a los
sujetos de mérito y a los hombres de valor. En vosotros mismos
experimentaríais otro tanto si quisierais declararos por vasallos del
rey, quien, como está de vuestras prendas bien informado, haría sin
falta que fuese cada uno de vosotros gobernador de alguna provincia de
la Grecia.» A lo cual respondieron: -«Este tu aviso, Hidarnes, por lo
que a nosotros mira no tiene igual fuerza y razón que por lo que mira a
ti, tú que nos lo das; sí sabes por experiencia el bien que hay en ser
vasallo del rey, pero no el que hay en ser libre e independiente. Hecho
a servir como criado, no has probado jamás hasta ahora si es o no dulce
la independencia de un hombre libre; si la hubieses alguna vez probado,
seguros estamos que no sólo nos aconsejaríais que la mantuviéramos a
punta de lanza, sino a golpe de segur ofreciendo el cuello al acero.»
Así contestaron a Hidarnes.
CXXXVI. Llegados ya a Susa y puestos en presencia del rey, lo
primero en que mostraron su libertad fue en responder a los
alabarderos, que pretendían obligarles a que postrados adorasen al rey,
que nunca harían tal, por más que diesen con ellos de cabeza en el
suelo, pues ni ellos tenían la costumbre de adorar a hombre ninguno, ni
a tal cosa habían venido; lo segundo, después de haber porfiado en no
quererse postrar, encarándose con el rey lo hablaron en esta sustancia:
-«Monarca de los medos, venimos acá enviados de parte de los
lacedemonios para pagarte la pena que te deben por haber hecho morir en
Esparta a tus heraldos.» A esta declaración y oferta respondió Jerjes,
con gran bizarría de ánimo, que no imitaría en aquello a los
lacedemonios; que ellos en haber puesto las manos en sus heraldos
habían violado el derecho de gentes, pero él, muy ajeno de practicar lo
que en ellos reprendiera, no declararía a los lacedemonios, dándoles la
muerte, por libres y absueltos de su culpa y suplicio merecido.
CXXXVII. Lo que con esto lograron los espartanos fue que se aplacó
por entonces la ira vengativa de Taltibio, no obstante de haberse
restituido a Esparta los dos enviados Spertias y Bulis, si bien dicen
los lacedemonios que se irritó mucho después su furor en la guerra de
los peloponesios y atenienses. Soy de opinión que lo que después contra
ellos sucedió, fue cosa del todo divina; pues así lo pedía la justicia
y disposición de Dios, que una vez declarada contra los enviados la ira
de Taltibio, no cesase hasta salir con su intento. Poro lo que más hace
ver que anduvo en este negocio la mano de Dios, es el haberse
descargado el golpe en los hijos de aquellos dos hombres, que se habían
presentado al rey para aplacar el enojo de Taltibio, esto es, en
Nicolao, hijo de Bulis, y en Aneristo, hijo de Spertias, el último de
los cuales, navegando en una urca bien armada de gente, apresó a los
pescadores de Tirinto. Lo que sucedió respecto de Nicolao y Aneristo
fue que, habiendo sido enviados por mensajeros al Asia de parte de los
lacedemonios, fueron cogidos cerca de Bisante, lugar del Helesponto,
descubiertos a traición por el rey de los tracios Sitalces, hijo de
Tereo, y por cierto Pites, de nación abderita. Conducidos después al
Ática, fueron condenados a muerte por los atenienses, en compañía de
Aristeas, hijo de Adimanto y natural de Corinto: todo lo cual sucedió
muchos años después de la expedición del rey.
CXXXVIII. Mas para volver a tomar el hilo de la historia, el
pretexto de aquella armada del rey era hacer la guerra contra Atenas, y
el fin y motivo verdadero el embestir a toda la Grecia. Informados los
griegos mucho tiempo antes de lo que les aguardaba, no todos miraban
con unos mismos ojos aquel nublado. Los que habían prometido al persa
el homenaje, entregándole la tierra y el agua, vivían muy satisfechos
de que nada tendrían que sufrir de parte del bárbaro; pero los que no
le habían prestado vasallaje, hallábanse llenos de miedo, nacido de ver
que la Grecia carecía de armada naval capaz de contrastar a la que
contra ella venía, y que muchos griegos, prontos a la obediencia de los
medos, no querían tomar parte con ellos en aquella guerra.
CXXXIX. Véome aquí obligado a decir lo que siento, pues aunque bien
veo que en ello he de ofender o disgustar a muchísima gente, con todo,
el amor de la verdad no me da lugar a que la calle y disimule. Afirmo,
pues, que si asombrados los atenienses de ver sobre si el peligro
hubieran desamparado su región, o si quedándose en casa se hubieran
entregado a Jerjes, no se hallara sin duda nación alguna que por mar se
hubiese atrevido a oponerse al rey. Y en caso de que nadie por mar
hubiera podido resistir a Jerjes, creo que por tierra no hubiera podido
menos de suceder que, por más baluartes y rebellines con que cubrieran
y ciñeran el Istmo los peloponesios, con todo, desamparados al cabo los
lacedemonios de sus aliados, que lo habrían hecho, obligados a despecho
suyo al ver sus ciudades tomadas por la armada del bárbaro; viéndose
solos, repito, hubieran sí recibido al enemigo con las armas en la
mano, pero haciendo prodigios de valor quedaran todos en el palenque.
De suerte que por necesaria consecuencia, o hubieran acabado así los
lacedemonios, o viendo antes de este lance que se echaban todos los
demás griegos al partido del medo, hubieran ellos también capitulado
con Jerjes, y así en uno y otro lance quedara la Grecia en poder de los
persas, pues no alcanzo por cierto de qué hubieran podido servir las
fortificaciones construidas sobre el Istmo, si el rey hubiera logrado
la superioridad en el mar. Lo cierto es que, atendido lo que pasó,
quien diga que los atenienses fueron los salvadores de la Grecia, razón
tendrá para decirlo, pues su situación era tal, que debía la fortuna
seguir cualquiera de los dos partidos a que ellos se inclinaran. De
donde habiendo elegido el partido de conservar libre a la Grecia,
fueron sin duda los que impidieron la esclavitud de los que en ella no
se habían entregado al medo, y los que naturalmente hablando arrojaron
de ella a aquel soberano; en lo que mostraron su valor, no pudiendo
recabar de ellos los oráculos espantosos y llenos de terror que de
Delfos les venían, que dejasen los intereses de la Grecia, resueltos a
hacer cara al enemigo que les embestía y quedarse firmes en su patria.
CXL. Enviando, pues, a Delfos sus diputados religiosos, querían
saber lo que el oráculo les prevendría. Practicadas allí todas las
ceremonias legítimas cerca del templo, lo mismo fue entrar con la
súplica en el santuario que vaticinarles lo siguiente la Pitia, por
nombre Aristónica: -«¡Infeliz! ¿qué es lo que pides con tus súplicas?
Deja tu paterna casa, deja la cumbre suma de tu redondo alcázar. No
quedará segura tu cabeza, no tu cuerpo, no la mano, no la ultima
planta, nada resta del medio del pecho: todo caído lo abrasa voraz la
asiria llama, todo lo tala ligero el sirio carro de Marte; mucha almena
cae, y no sola la tuya propia; devora ya la furia de la llama mucho
templo, que miro bañado al presente de sudor líquido y trémulo de
miedo; corre de la cúpula la negra sangre de forzosos azares
vaticinadora. Ea, fuera, digo, de mi cámara; salid en mal hora» (51).
CXLI. Al oír tales cosas, los enviados de Atenas a la consulta
quedaron sorprendidos de tristeza y congoja. Viéndoles en aquella
consternación y abatimiento de ánimo por lo terrible del oráculo,
Timón, hijo de Aristóbulo, uno de los sujetos de primera reputación en
Delfos, dióles el consejo de que en traje de suplicantes, y con un ramo
de olivo en las manos, entrasen de nuevo a consultar el oráculo.
Vinieron en ello los atenienses, y se explicaron en estos términos:
-«No nos negareis, señor y dueño un oráculo mejor a favor de la patria,
en atención siquiera a nuestro dolor, que declara este olivo que
llevamos, insignia de unos infelices refugiados. El caso negativo, no
pensamos en partirnos de este mismo asilo en donde inmobles nos cogerá
antes la muerte.» Habiendo así hablado, respóndeles segunda vez la
Promántida: -«Ni con halago ni con estudio sabe Palas aplacar al Olimpo
Júpiter en tal enojo: firme como un diamante es otro oráculo que
pronunció. Cuanto cierra dentro el muro de Cécrope, cuanto cubre el
sacro retiro del divino Citerón, todo será cogido: ni cede próvido
Júpiter a Tritónida más que un muro de madera nunca tomado, que sirva
de asilo para ti y para la descendencia. No quiero que sufras el ímpetu
del caballo, ni de tanto infante que pasa desde el Asia: cede vuelta la
cara, aunque delante le tengas. ¡Oh Salamina la fausta! ¡oh cuánto hijo
de madre perderás tú, o bien Céres se una o se separe!»
CXLII. Habiendo los enviados tomado por escrito esta segunda
respuesta, que parecía ser y era realmente más blanda y suave que la
primera, dieron la vuelta para Atenas. Luego que regresaron, como en un
congreso del pueblo diesen razón del un oráculo, entre otras varias
interpretaciones de los que lo examinaban, dos había que se miraban por
más fundadas y graves. Era una la de algunos ancianos, diciendo que lo
que aquel dios les significaba a su parecer en el oráculo, era que el
alcázar les quedaría salvo y libre; dando por razón que la fortaleza de
Atenas estaba en lo antiguo defendida con una estacada, y conjeturando
que esta valla debería ser la muralla de que hablaba el oráculo. Otros
decían, por otra parte, que aludía el dios a las naves, y eran de
sentir que dejando lo demás se alistase la armada, si bien estos que
entendían las naves por aquel muro de madera no veían claro el sentido
de los dos últimos versos que decía la Pitia: «¡Oh Salamina la fausta!
¡oh cuánto hijo de madre perderás tú, o bien Céres se una o se separe!»
Estos versos, repito, ponían en confusión a los que tomaban las naves
por aquel muro de leño, por cuarto los intérpretes de esta opinión los
entendían de modo como si fuera necesario que los atenienses dispuestos
a una batalla naval quedasen vencidos cerca de Salamina.
CXLIII. Había entre los atenienses un sujeto que poco Antes había
empezado a ser tenida por uno de los políticos de más alta reputación,
por nombre Temístocles, hijo de Neocles. Decía este insigne varón, que
los intérpretes no daban de lleno en el blanco del oráculo, y alegaba
que si aquel verso recayera de algún modo contra los atenienses, no se
explicara el oráculo con tanta blandura, antes bien dijera, ¡oh fatal
Salamina! en vez de decir ¡oh Salamina la fausta! puesto que los
moradores debiesen perecer cerca de ella, y que tomando el vaticinio
por el verso que les convenía, la verdad era que aquel oráculo lo había
dado Dios contra los enemigos y no contra los de Atenas. Con estas
razones aconsejaba Temístocles a sus conciudadanos que se dispusiesen
para una batalla naval, creyendo que esto significaba el muro de
madera. Este parecer de Temístocles hizo que los atenienses tuvieran
por mejor lo que él les decía, que no lo que juzgaban los demás
consultores, quienes no convenían en que se preparasen para dar la
batalla de mar, antes pretendían que dependiese toda su salud de no
levantar ni un dedo contra el persa, sino de abandonar el Ática o irse
a vivir a otra región.
CXLIV. Antes de este parecer, había dado ya Temístocles otro que en
las circunstancias actuales fue un arbitrio muy oportuno. Había
sucedido que teniendo los atenienses mucho dinero público, producto
sacado de las minas de Laurion, y estando ya para repartirlo a razón de
diez minas por cada uno, supo persuadirles Temístocles que, dejado
aquel reparto, prefiriesen hacer con aquel dinero 200 naves para la
guerra que traían con los de Egina. Y en efecto, emprendida ya dicha
guerra, fue la salud de la Grecia, por haberse visto obligados en ella
los atenienses a hacerse una potencia marítima, habiendo sucedido la
cosa de manera que aquellas naves, sin servir al fin para que se habían
fabricado, pudieron ser muy del caso a la Grecia en la ocasión
presente. Ni se contentaban los atenienses con las naves ya hechas,
sino que al mismo tiempo iban fabricando otras en sus astilleros,
puesto que habían determinado, después de recibido aquel oráculo, salir
al encuentro al bárbaro que contra ellos venía, embarcados todos juntos
con los demás griegos que quisiesen seguirles, persuadidos de que en
aquello obedecían al dios Apolo. He aquí lo tocante a los oráculos
dados a los de Atenas.
CXLV. En un congreso general de los griegos en que se juntaron los diputados de los pueblos que seguían el partido más sano (52),
después de haber conferenciado entre sí y asegurándose mutuamente con
la fe pública, en las sesiones que luego tuvieron, parecióles que lo
que más convenía ante todas cosas era reconciliar los ánimos de todos
aquellos que entonces estaban haciéndose entre sí la guerra; porque a
más de la que se hacían los atenienses y los de Egina, no faltaban
algunos otros pueblos que ya habían empezado sus hostilidades, si bien
eran las de los atenienses las que más sobresalían. Después de este
acuerdo, oyendo decir que Jerjes con su ejército se hallaba ya en
Sardes, resolvieron enviar al Asia menor exploradores que revelasen de
cerca las cosas de aquel soberano; despachar embajadores a Argos para
ajustar una alianza contra el persa; otros a Sicilia para negociar con
Gelón, hijo de Dinomenes; otros a Corcira para animar aquellos isleños
al socorro de la Grecia, y otros finalmente a Creta; todo con la mira
de ver si sería posible hacer una liga de la nación griega en que todos
los pueblos quisiesen ir a una contra aquel enemigo común, que a todos
venía a embestirles. Y por lo que mira a Gelón, la fama hacía tan
grandes sus fuerzas, que de mucho las anteponía a todas las demás de
los griegos.
CXLVI. Tomadas dichas resoluciones y ajustadas entre ellos las
desavenencias, lo primero que por obra pusieron fue enviar al Asia tres
exploradores, quienes llegados a Sardes y bien enterados de lo que al
ejército del rey concernía, como hubiesen sido sentidos y descubiertos,
fueron puestos a cuestión de tormento y encarcelados por los generales
de la infantería, que les condenaron a muerte. Llegado el asunto a
oídos de Jerjes, mereció tal sentencia la indignación del soberano,
quien al punto, enviando allá algunos de sus alabarderos, dio la orden
que si hallaban vivos aquellos espías, los condujeran a su presencia.
Quiso la suerte que no se hubiera aun ejecutado la sentencia, y fueron
con esto conducidos delante del rey; y como él les preguntase a qué fin
habían venido, oída la respuesta, mandó a sus alabarderos que los
guiasen y mostrasen todas sus tropas así de a pie como de a caballo, y
que habiéndolas contemplado a todo su placer y gusto, les dejasen ir
libres y salvos a donde quiera que intentasen partir.
CXLVII. Y la razón que dio Jerjes de ordenarlo así fue, que si
perecían aquellos exploradores, sucedería que ni supieran los griegos
de antemano que él viniese con un ejército mayor de lo que creerse
podía, ni sería grande el perjuicio que recibieran sus enemigos con la
muerte de tres hombres solos; pero que si volvían éstos a la Grecia,
añadía, tenía por cierto que los griegos, sabedores antes de su llegada
de cuán grandes eran sus fuerzas, cederían a las pretensiones de su
misma libertad y lograría con esto sujetarles sin la fatiga de pasar
allá con sus tropas. Este modo de pensar es conforme a lo que en otra
ocasión resolvió Jerjes, cuando hallándose en Ábidos vio que bajaban
por el Helesponto unos bastimentos cargados de trigo que desde el Ponto
llevaban a Egina y al Peloponeso. Apenas oyeron los oficiales de su
comitiva que aquellas eran naves enemigas, disponíanse para salir a la
presa clavando en el rey los ojos a ver si luego se lo mandaba.
Preguntóles entonces Jerjes a dónde iban aquellos bastimentos; y los
oficiales: -«Van, señor, le respondieron, a nuestros enemigos con esa
provisión de trigo. -Pues ¿no vamos nosotros, replicó Jerjes, al mismo
lugar que ellos, abastecidos de víveres y mayormente de trigo? ¿Qué
injuria nos hacen con transportar esos bastimentos?» Volviendo, pues, a
los exploradores, después que todo lo registraron, puestos en libertad,
regresaron a Europa.
CXLVIII. Los griegos confederados contra el persa, después de
vueltos ya los exploradores, enviaron segunda vez embajadores a Argos.
Cuentan los argivos, que supieron desde el principio los Preparativos
del bárbaro contra la Grecia, y como entendiesen y tuviesen por seguro
que los griegos les convidarían a la alianza contra el persa, enviaron
a Delfos diputados para saber del oráculo qué era lo que mejor les
estaría en aquellas circunstancias; que el motivo que a ello les
impulsó fue ver que acababan de perder seis mil ciudadanos que habían
perecido a manos de los lacedemonios capitaneados por Cleomenes, hijo
de Anaxandrides; y que la Pitia dio esta respuesta a sus consultores:
-«¡Oh! tú, odiado de tus vecinos, querido del alto cielo, quédate cauto
dentro tu recinto; guarda bien tu cabeza que ha de salvar tu cuerpo.»
Tal fue la respuesta que les dio la Pitia, según después los diputados
a su regreso entrados en el Senado les dieron cuenta de las órdenes que
de allá traían; y con todo respondieron los de Argos a la propuesta
hecha por los griegos, que entrarían en la liga con dos condiciones:
una la de hacer la paz por treinta años con los lacedemonios; otra que
se les diera por mitad el imperio de todo el ejército aliado, pues por
más que en todo rigor de justicia les tocase el imperio total de las
tropas (53), con todo se contentaban con solo la mitad del mando.
CXLIX. Esta respuesta, dicen los de Argos, dio su Senado, no
obstante que el oráculo les prohibiera entrar en liga contra los
griegos; de suerte que en medio del temor que les causaba el oráculo,
querían hacer seriamente un tratado de paz por treinta años, con la
mira de que creciera entretanto hasta la edad varonil su juventud. Dan
por razón de estas pretensiones que no querían exponerse a quedar en lo
porvenir por vasallos de los lacedemonios, como era de temer que
sucediese, si antes de concertar aquella suspensión de armas con ellos,
se les añadiera a las desgracias anteriores algún nuevo tropiezo en la
guerra contra el persa. Añaden que los embajadores de Esparta
respondieron en su Senado, que por lo tocante al tratado de paz darían
parte a su república; pero que acerca del mando del ejército, venían ya
con el encargo de responder en nombre de los espartanos, que estos
tenían sus dos reyes, no teniendo sino uno los de Argos; que no era
posible despojar del imperio a ninguno de los dos, y que ellos no se
opondrían a que el rey de Argos tuviese un poder y mando igual al de
los suyos (54). Por estas
razones, añaden los argivos que, no pudiendo sufrir la insolencia y
soberbia de los espartanos, antes quisieron ser gobernados de los
bárbaros, que ceder en nada a los lacedemonios, y que en fuerza de esta
resolución, intimaron a los embajadores que antes de ponerse el sol
saliesen de los dominios de Argos, pues de otra manera les mirarían
como enemigos.
CL. He aquí cuanto refieren los argivos sobre este caso; pero corre
por la Grecia otra historia, a saber, que Jerjes, antes de emprender la
expedición contra ellos, envió un heraldo a la ciudad de Argos, quien
llegado allá les habló en estos términos: -«Caballeros argivos, mándame
el rey Jerjes que os diga de su parte lo siguiente: Nosotros los persas
vivimos en la inteligencia de que Perses, de quien somos descendientes,
era hijo de Perseo, el hijo de Dánae, y que Perses tuvo por madre a
Andrómeda, la hija de Cefeo; de donde venimos nosotros a ser
descendientes vuestros. Siendo pues así, no será razón ni que hagamos
nosotros la guerra contra nuestros primogenitores, ni que vosotros,
confederados con los demás, seáis contrarios nuestros. Vuestro deber
será manteneros quietos y neutrales, pues si el negocio me saliese como
deseo y espero, sabed que a nadie pienso hacer mayores mercedes que a
vosotros.» Dícese, pues, que tal propuesta ni la oyeron los argivos de
mala gana, ni les pareció digna de desprecio; si bien nada ajustaron en
el momento con el persa, ni entraron en pretensión alguna; pero cuando
los griegos los solicitaron para la liga, bien persuadidos de que los
lacedemonios no vendrían en concederles el mando de las tropas,
pretendieron entonces parte del mismo pretexto de que se valieron para
mantenerse quietos y neutrales.
CLI. No faltan griegos que en confirmación de lo referido cuentan
otra historia, que pasó muchos años después, de esta manera: Dicen que
sucedió hallarse en Susa la Memnonia los embajadores de Atenas, Calias,
el hijo de Hipomonico, y los que en su compañía habían subido a aquella
corte encargados de un negocio diferente del que traían otros
embajadores enviados allí por los de Argos; que éstos preguntaron a
Artajerjes, hijo y sucesor de Jerjes, si subsistía aun en su vigor la
paz y amistad que tenían ellos concertada con Jerjes, o si les miraba
ya como enemigos, y que les respondió el rey Artajerjes que en verdad
quedaba el tratado en su vigor, y tanto que a ninguna ciudad miraba él
por más amiga de la corona que a la de Argos.
CLII. Pero no me atrevo a asegurar si Jerjes envió o no a Argos al
tal heraldo con aquella embajada, ni si hicieron dicha pregunta a
Artajerjes los embajadores de los argivos subidos a Susa, ni diré sobre
ello otra cosa diferente de la que refieren los mismos argivos. Sé
decir únicamente que si salieran a plaza todos los hombres cargados con
sus males acuestas, con la mira de trocar su hatillo con el de otro,
echando cada cual los ojos y mirando los males de su vecino, tornarían
a toda prisa a cargar con sus mismas alforjas, y se volverían con ellas
de mil amores a su propia casa. De donde digo que no hay por qué notar
con particular infamia a los argivos. Por lo que a mí toca, miro como
un deber de referir lo que se dice, pero no de creerlo todo; y quiero
que esta mi prevención valga en toda mi historia, ya que corre también
otra voz que los argivos fueron los que llamaron al persa contra la
Grecia, por haberles salido muy mal la guerra contra los lacedemonios,
queriendo vengarse por cualquier vía de sus enemigos, antes que sufrir
la pena de verse sujetados y vencidos.
CLIII. Y con esto llevo ya dicho lo que a los argivos, pertenece.
Por lo que mira a Sicilia, a más de los embajadores enviados a negociar
con Gelón de parte de los confederados, fue destinado al mismo fin
Siagro en nombre de los lacedemonios. Para decir algo de Gelón, es de
saber que uno de sus abuelos, colono y morador en Gela, fue natural de
la isla de Telo, situada cerca de Triopio (55);
a éste quisieron tener consigo los Lindios oriundos de Rodas, cuando
fundaron a Gela juntamente con Antifemo. Andando después el tiempo,
sucedió que sus descendientes vinieron a perpetuar en aquella familia
el sacerdocio de las diosas infernales, cuyos hierofantes eran, desde
que uno de ellos, por nombre Telines, se posesionó de aquel ministerio
del modo siguiente: Avino que unos ciudadanos de Gela vencidos en
cierta discordia y sedición, huyendo de su patria, pasaron a Mactorio,
ciudad situada sobre Gela. Telines, sin el socorro de tropas, armado
solamente con el aparato y monumentos sagrados de aquellas diosas (56),
logró restituir a Gela aquellos fugitivos. No sabré decir en verdad
quién fue el que le dio aquellos misterios y ceremonias, o de qué
manera llegaron a sus manos: sé tan sólo que lleno de confianza en
ellas obtuvo la vuelta de los desterrados, con el pacto y condición de
que en el porvenir debiesen ser sus descendientes hierofantes o
sacerdotes de dichas diosas. Lo que de cierto no deja de causarme mucha
admiración, es oír que saliese con tal empresa un hombre como Telines,
pues fue una de aquellas hazañas que no son para cualquiera, sino
propias de un político de talento y soldado de valor; siendo así que
Telines, según es fama entre los vecinos de Sicilia, lejos de tener
ninguna de estas dos prendas, era naturalmente hombre afeminado y
cobarde y dado a las delicias. En resolución, este fue el modo con que
obtuvo aquella dignidad.
CLIV. Muerto ya Cleandro, hijo de Pantareo, al cual, después de
siete años de dominio o tiranía en Gela, quitó la vida Sabilo, de
patria Geloo, se apoderó del mando de la ciudad Hipócrates, hermano del
difunto Cleandro. En el reinado de Hipócrates, como Gelón, descendiente
del hierofante Telines, hubiese sido uno de los que mucho se
distinguieron en valor y prendas, en las que otros particularmente
lucían, y en especial Enesidano, hijo de Patacio y alabardero de
Hipócrates, no pasó mucho tiempo sin que por su virtud y mérito fuera
aquél nombrado general de caballería. Bien merecido tenía Gelón el
empleo, porque sitiando Hipócrates a los calipolitas, a los naxios, a
los zancleos, a los leontinos, a los siracusanos (57),
y además de estos a muchos de los bárbaros, en todas éstas guerras
había hecho brillar muy particularmente su valor y habilidad. Y en
efecto, ninguna de las ciudades que acabo de citar pudo librarse de
caer en manos de Hipócrates, sino es la de los Siracusanos, y aun
éstos, derrotados y vencidos por él cerca del río Eloro, necesitaron de
los ciudadanos de Corinto y de Corcira para librarse de su dominio, y
se libraron por medio de un ajustamiento, en fuerza del cual
obligáronse los Siracusanos a entregar a Hipócrates la ciudad Camarina,
plaza ya que de tiempos antiguos les pertenecía.
CLV. Después de la muerte de Hipócrates, cuyo reinado duró los
mismos años que el de su hermano Cleandro, habiéndole sobrevenido el
fin de sus días cerca de la ciudad de Hibla (59)
en la expedición que hacía contra los sicelos o antiguos sicilianos,
Gelón, so color de volver por Euclides y Cleandro, hijos del difunto
Hipócrates, a quienes sus ciudadanos no querían reconocer por señores,
dio una batalla y venció en ella a los Geloos. Esta victoria le dio
lugar a salir con sus verdaderos intentos, apoderándose del señorío y
despojando de él a los hijos de Hipócrates. Después de logrado este
lance, sucedióle otro igual: los Geomoros (60)
siracusanos, que eran los poseedores de los campos, habiendo sido
arrojados de la ciudad por la violencia de la plebe y de sus mismos
esclavos nombrados los Cilirios, llamaron en su ayuda a Gelón, quien
queriéndolos restituir desde la ciudad de Casmena a la de Siracusa,
logró apoderarse de esta plaza, pues la plebe de los Siracusanos al
venir Gelón se la entregó, entregándose igualmente a sí misma.
CLVI. Viéndose ya Gelón dueño de Siracusa, empezó a contar menos con
Gela, que tenía bajo su dominio, el que encargó a su hermano Hieron,
quedándose con el mando de aquella, poniendo en ella toda su afición,
sin haber para él otra cosa que Siracusa. Con este favor del soberano,
se vio desde luego crecer la ciudad y subir como la espuma, y así
pasando a ella todos los vecinos de Camarina, a los que arruinó,
dándoles la naturaleza y derechos de Siracusanos, como por haber
practicado otro tanto con más de la mitad de los moradores de Gela.
Hizo más aun, pues habiéndosele entregado los megarenses, colonos en
Sicilia a quienes tenían sitiados, entresacó los más ricos, que por
haber sido los motores de la guerra contra él mismo temían de él su
ruina y muerte, y lejos de castigarles, trasladándolos a Siracusa, los
alistó por sus ciudadanos. No lo hizo empero así con el bajo pueblo de
los megarenses, al cual, trasportado a Siracusa, por más que no tuviese
culpa alguna en aquella guerra, ni temiese en nada del vencedor, vendió
Gelón por esclavo, con la expresa condición de que hubiese de ser
sacado de Sicilia, tomando entrambas resoluciones la máxima en que
estaba de que el pueblo bajo era malo para vecino.
CLVII. Con estas artes y mañas vino Gelón a ser un gran señor o
tirano. Entonces, pues, llegados a Siracusa los embajadores de la
Grecia y admitidos a la audiencia de Gelón, le hablaron así: -«Aquí
venimos, oh Gelón, enviados de los lacedemonios, de los atenienses y de
sus aliados, para convidarte a entrar en la liga contra el bárbaro. Sin
duda tendrás entendido cómo el persa viene a invadir la Grecia,
habiendo construido un puente sobre el Helesponto, y conduciendo desde
el Asia todas las fuerzas de Levanle para hacer la guerra a los
griegos. El pretexto de la expedición es la venganza contra Atenas; sus
miras son la conquista de la Grecia toda, que pretendo avasallar. De tí
quisiéramos, oh Gelón, puesto que es mucho el poder que tienes,
poseyendo no pequeña porción de la Grecia, como príncipe y gobernador
que eres de Sicilia, que te unieras para el socorro con los
libertadores de la patria, y por tu parte la libraras de la opresión.
Bien ves que coligada toda la Grecia vendrá a componer un grande
ejército capaz de hacer frente en campo de batalla a sus invasores;
pero si una parte de los griegos se dan a partido; si otra no quiere
salir a la defensa con sus socorros; si en fuerza de esto fuera muy
corta la porción sana de los que sienten bien, corre toda la Grecia el
mayor peligro de venir a caer de su estado y libertad. Ni debes
lisonjearte de que si uno por uno nos avasallare en la batalla el persa
victorioso, no vendrá en derechura contra tu persona. Lo mejor es que
de antemano te pongas a cubierto de sus tiros: unido a nuestra causa,
defenderás la tuya. Basta ya, pues no ignoras que por la ley ordinaria
el buen éxito de un negocio depende del buen consejo previo.»
CLVIII. Así se explicaron: tomó la mano Gelón, y hablóles así con
mucha fuerza y libertad: -«Maravíllome, señores griegos, de que con esa
proposición atrevida e insolente tengáis ahora la osadía de exhortarme
a entrar en liga contra el bárbaro. ¿No os acordáis acaso de lo que
conmigo hicisteis, cuando antes os pedí socorro contra un ejército de
bárbaros, hallándome empeñado en la guerra con los cartagineses?
¿cuando os insté otra vez con muchas veras a tomar venganza de los
Egestanos por la muerte dada a Dorieo, el hijo de Anaxandrides? (61)
¿cuando os ofrecí concurrir con mis tropas a libertar y hacer francos
aquellos puertos y emporios de donde sacáis vosotros grandes provechos
y ventajas? ¿No os acordáis, repito, que ni os dignasteis de venir en
mi socorro, ni de vengar la muerte de Dorieo? Todo esto de Sicilia, por
lo que a vosotros toca, señores míos, pudieran ya poseerlo los bárbaros
a su salvo: gracias a la buena suerte y a mi desvelo, que no nos salió
mal el negocio, antes bien mejoramos de suerte. Ahora que la rueda de
la fortuna os amenaza en casa con la guerra, al cabo os acordáis de
Gelón. Yo por más que me ví antes desatendido y despreciado de
vosotros, no imitaré vuestra conducta volviéndoos la vez: no haré tal,
antes por el contrario estoy pronto a socorreros, ofreciendo daros 200
galeras armadas, 200.000 infantes de tropa reglada, 2.000 soldados de a
caballo, 2.000 ballesteros, 2.000 honderos y 2.000 batidores jinetes a
la ligera (62): aun más,
oblígome a dar a todo el ejército griego el trigo que durante la guerra
necesitare. Pero bien entendido que todo ello ha de ser con la
condición de que sea yo el general y conductor de los griegos contra el
bárbaro; que de otra suerte, protesto que ni concurriré yo mismo, ni
enviaré allá tropa alguna.»
CLIX. Siagro que esto oía, no pudo sufrirlo con paciencia, sin que
le respondiera en esta conformidad: -«¡Pardiez! si tal oyera el
generalísimo Agamenon, aquel hijo de Pélope, ¿no daría un gran gemido,
bañado en lágrimas su rostro, viendo a sus espartanos despojados de su
imperio por Gelón y por los Siracusanos? Gelón, no vuelvas a tomar en
boca esa demanda pretendiendo que te demos el mando del ejército. Si
quieres socorrer a la Grecia, puedes hacerlo, bien entendido que
deberás estar a las órdenes de los lacedemonios; y si te desdeñas de
obedecernos, está muy bien; no vengas en socorro nuestro.» Como oyese
Gelón tal respuesta, y viese tan mal recibida su demanda, replicó por
fin en estos términos:
CLX. «Amigo espartano, eso de echar en cara a un hombre honrado
tantas desvergüenzas suele despertar y encender en todos la cólera,
aunque tú con esa insolencia que conmigo usas no has de poder tanto que
me fuerces a perderte el respeto que tú no has sabido guardarme. Sólo
te diré que si estáis tan hechos y asidos vosotros con el imperio, por
buena razón puedo yo estarlo más, pues soy general de un ejército mayor
y de una escuadra más numerosa. Con todo, ya que se os hace tan ardua y
tan cuesta arriba mi primera propuesta, voy a bajar algo y ceder de mi
pretensión: pido para mí el mando por mar si vosotros lo tuviereis por
tierra; yo me contento de mandar por tierra si mejor os viniese mandar
en los mares. Esta es mi última resolución; escoged, o contentaros con
lo que os digo, o despediros sin esperar tener tales y tan poderosos
aliados.»
CLXI. Tal fue el partido que Gelón les propuso: previniendo el
enviado de Atenas la respuesta del de Lacedemonia, replicóle en esta
forma: -«A vos, señor rey de los Siracusanos, nos envió la Grecia, no
para pediros un general, sino un ejército. Cerrándoos con decir que no
lo enviareis a menos de no capitanear en persona a la Grecia, mostráis
bien claro lo mucho que deseáis veros con el mando de ella y con el
bastón de general. Al oírnosotros los enviados de Atenas vuestra
demanda primera tocante al imperio total de los griegos, tuvimos por
bien de no hablar palabra, bien creídos de que el Lacon sólo sería
bastante para volver por su causa y por la nuestra igualmente. Mas
ahora que vos, rechazado de la pretensión del mando universal, entráis
en la demanda de ser el jefe de la escuadra, queremos sepáis bien que
ni aun en el caso de que el Lacon os lo conceda, convendremos nosotros
en ello, pues nuestro es el imperio del mar si los lacedemonios no se
lo toman, pues a ellos solos lo cederemos si gustaren de tenerlo; fuera
de ellos, a nadie del mundo sufriremos por nuestro almirante. Porque
¿de qué nos sirviera poseer una marina superior a la de los demás
griegos, si cediéramos el mando de las escuadras a los Siracusanos,
siendo nosotros los atenienses la nación más antigua de la Grecia,
siendo a más de esto los únicos griegos nunca vagabundos en busca de
nuevas colonias, siendo un pueblo de quien hace el poeta Homero un
insigne elogio, diciendo que de Atenas fue al Ilión el hombre más hábil
de todos en formar las filas y gobernar un ejército, para que se vea
que no nace de arrogancia lo que a nuestro favor decimos?»
CLXII. «¿Sabes lo que puedo decirte, amigo ateniense? respondió
Gelón: que según parece, teniendo vosotros muchos que manden, no
tendréis a quien mandar. Ahora, pues, ya que sin ceder nada lo queréis
todo para vosotros, tomad al punto la vuelta a casa, y acordaos de
decir a la Grecia que ella quiere pasar el año sin gozar de la
primavera.» Y lo que Gelón quiso con aquella expresión significar bien
se deja entender haber sido, que como el tiempo mejor del año es el de
la primavera, así la flor de los griegos era su propio ejército; por
donde privándose la Grecia de las tropas auxiliares de Gelón, acudía
éste a la comparación de que era aquello como querer quitar al año la
florida primavera.
CLXIII. Sucedió, pues, que embarcados ya los embajadores griegos
para la Grecia, después de estas conferencias, Gelón, receloso por una
parte de que no tendrían los griegos fuerzas bastantes para vencer al
bárbaro, y no pudiendo por otra sufrir la mengua y desdoro de obedecer
a los lacedemonios, siendo soberano de Sicilia, en caso de pasar con
sus tropas al Peloponeso, dejando este medio, echó mano de otro más
seguro (63). Apenas oyó
decir que el persa ya había pasado el HelesPonto, despachó luego con
tres galeotas o penteconteros para Delfos a Cadmo, hijo de Escites, y
natural de Coos, bien provisto de dinero y encargado de una embajada
muy atenta. Mandóle que esperase el éxito de la batalla, y si el
bárbaro salía con la victoria, que le regalase en su nombre aquel
dinero y le entregase el reino de Gelón, dándole la tierra y el agua;
pero si salían victoriosos los griegos, que diese la vuelta Sicilia.
CLXIV. Era este Cadmo un hombre tal, que habiendo heredado de su
padre el principado de Coos, quieto a la Sazón y pacífico sin peligro
de mal alguno, él, con todo, de su voluntad y por amor únicamente de la
justicia, renunció en manos de los Coos el gobierno, y pasó a Sicilia,
donde en compañía de los samios fundó la ciudad de Zancle, que mudó
después este nombre en el de Mesana, en la cual él mismo habitaba (64).
A este Cadmo, repito, venido a Sicilia del modo referido, envió allá
Gelón, movido de su entereza, que en otras ocasiones tenía bien
conocida. Y en efecto, a más de otras muchas pruebas que de su hombría
de bien había dado, dio entonces una de nuevo que no fue de menor
consideración, pues teniendo en su poder tan grandes sumas de dinero
como le había fiado Gelón, no quiso alzarse con ellas pudiendo hacerlo
impunemente, sino que al ver que habían salido victoriosos los griegos
en la batalla naval, de cuyas resultas huía Jerjes con su armada,
púsose luego en viaje para Sicilia, volviendo allá con todos aquellos
tesoros.
CLXV. No obstante lo dicho, es fama entre los vecinos de Sicilia,
que se hubiera Gelón vencido a sí mismo, a pesar de la repugnancia que
sentía en tener que obedecer a los lacedemonios, dando socorro a los
griegos, si por aquel mismo tiempo no hubiera querido la fortuna que el
tirano de Himera (65)
Terilo, hijo de Crinipo, arrojado antes de ella por el señor de los
Agrigentinos, Teron, el hijo de Enesidemo, condujese a Sicilia un
ejército de trescientos mil combatientes, compuesto de fenicios,
Libios, Españoles, Genoveses, Helísicos (66),
Sardos y Corsos, a cuya frente venía Amílcar, hijo de Hanon, rey o
general de los cartagineses. Había Terilo logrado el juntar tan
poderoso ejército, valiéndose así de la alianza y amistad que con
Amílcar tenía, como principalmente del favor y empeño de Anaxilao, hijo
de Cretines y señor de Regio, quien no había dudado en dar sus mismos
hijos en rehenes a Amílcar, con la mira de vengar la injuria hecha a
Terilo su suegro, con cuya hija, llamada Cidipe, había casado Anaxilao.
Con esto, pues, quieren decir que no pudiendo Gelón socorrer a los
griegos, resolvióse enviar a Delfos aquel dinero.
CLXVI. A lo dicho también añaden que en un mismo día sucedió que
vencieran en Sicilia Gelón y Teron al cartaginés Amílcar, y los griegos
al persa en Salamina (67);
y aún oigo decir que Amílcar, hijo de padre cartaginés y de madre
siciliana, a quien su valor y prendas habían merecido la dignidad de
rey de los cartagineses, después de dada la batalla en que fue vencido,
desapareció de todo punto, no habiendo parecido ni vivo ni muerto en
parte alguna, a pesar de las diligencias de Gelón, que por donde quiera
hizo buscarle.
CLXVII. Los cartagineses por su parte, guiados quizá por una
conjetura razonable, cuentan el caso diciendo que aquella batalla de
los bárbaros contra los griegos que en Sicilia se dio, empezó desde la
madrugada, y duró hasta el cerrar de la noche; tan largo quieren que
fuese el combate: que Amílcar, entretanto, estábase en sus reales
ofreciendo de continuo sacrificios, todos de buen agüero, y quemando en
holocausto sobre una gran pira las víctimas enteras; pero que al ver la
derrota de los suyos, así como se hallaba haciendo libaciones sobre los
sacrificios se arrojó de golpe en aquel fuego, y así abrasado y
consumido desapareció. Lo cierto es que ora desapareciese Amílcar del
modo que dicen los fenicios, ora del otro que cuentan los Siracusanos,
es tenido por héroe, a quien hacen sacrificios y a cuya memoria no sólo
en las colonias cartaginesas se han erigido monumentos, pero aun en
Cartago misma se le edificó uno grandísimo. Y baste ya lo dicho de
Sicilia.
CLXVIII. Pero los corcireos, contentos con dar buenas palabras a los
enviados, no pensaban en hacerles obra buena; porque encarados con
ellos los mismos embajadores que fueron a Sicilia y proponiéndoles las
razones mismas que a Gelón propusieron los de Corcira, desde luego se
les ofrecieron a todo, prometiendo enviarles las tropas en su socorro,
añadiendo que bien veían ellos que no les convenía desamparar la Grecia
y dejarla perecer, que perdida ésta cargaría sin la menor dilación
sobre sus cervices el yugo de la esclavitud persiana, que sus mismos
intereses les obligaban a hacer todo esfuerzo posible para defenderla:
tan especiosa fue la respuesta que les dieron. Pero cuando vino el
tiempo critico del socorro, con miras bien contrarias armaron sesenta
naves, y hechos a la vela, floja y pesadamente llegaron al cabo al
Peloponeso. Allí, cerca de Pilos y de Ténaro (68)
echaron ancla en las costas de los lacedemonios, estándose también a la
mira a ver en que pararía la guerra, desconfiados de que pudiesen
vencer los griegos, y persuadidos de que el persa, tan superior en
fuerzas, se apoderaría de toda la Grecia. Así que ellos obraban de modo
que llevaban estudiada ya la arenga pala el persa en estos términos:
-«Nosotros, señor, por más que fuimos solicitados de los griegos para
entrar en la liga y haceros la guerra, no quisimos ir contra vos ni
daros que sentir en cosa alguna, y esto no siendo las más cortas
nuestras fuerzas, ni el número de nuestras naves el menor, antes bien
el más crecido después de los de Atenas.» Con estas razones esperaban
sacar del persa un partido ventajoso y superior al de los otros, ni les
saliera vana su esperanza a mi modo de entender; y para con los griegos
llevaban prevenida también su excusa, de que después en efecto se
valieron; porque como les culpasen los griegos, por no haberles
socorrido, respondieron que de su parte habían hecho su deber armando
sesenta galeras; que el mal había estado en no poder doblar el
promontorio de Malea impedidos de los vientos etesios, y que con esto
no habían arribado a Salamina, donde sin culpa ni engaño alguno habían
llegado algo después de la batalla naval. Con este pretexto procuraron
engañar a los griegos.
CLXIX. Por lo que mira a los de Creta, después que les convidaron
los enviados de la Grecia para la confederación, destinaron ellos de
común acuerdo sus remeros a Delfos, encargados de saber de aquel
oráculo si les sería de provecho socorrerá la Grecia, a quienes
respondió la Pitia: -«¡Simples de vosotros! quejosos de los desastres
que os envió furioso Minos, en pago de la defensa y socorro dado a
Menelao, no acabáis de enjugar vuestras lágrimas. Vengóse Minos porque
no habiendo los griegos concurrido a vengar la muerte que en Camico se
le dio, vosotros con todo salisteis en compañía de ellos a vengar a una
mujer que robó de Esparta un hombre bárbaro» Lo mismo fue oír los
Cretenses el tenor del oráculo traído, que suspender el socorro a favor
de los griegos.
CLXX. Aludía el oráculo a lo que se dice de Minos, quien habiendo
llegado en busca de Dédalo a Sicania, que ahora llamamos Sicilia, acabó
allí sus días con una muerte violenta (69);
que pasado algún tiempo, los Cretenses, a quienes Dios incitaba a la
venganza, todos de común acuerdo, excepto solamente los Policnitanos y
los Presios, pasando a Sicilia con una poderosa armada, sitiaron por
cinco años a la ciudad de Camico que poseen al presente los de
Agrigento; pero como al cabo ni la pudiesen rendir ni prolongar más el
sitio por falta de víveres, la dejaron libre y se volvieron. Que cuando
en su navegación estuvieron en las costas de la Yapigia, les cogió una
tempestad que los arrojó a la playa, y que perdidas en el naufragio o
fracasadas las naves, como les pareciese imposible el regreso a Creta,
se vieron precisados a quedarse allí en la ciudad de Hiria (70),
que fundaron ellos mismos, en donde, mudándose el nombre, en vez de
Cretas se llamaron Yapiges Mesarios, y dejando de ser isleños, se
hicieron moradores de tierra firme. Que desde Hiria salieron a fundar
otras ciudades, de donde como mucho tiempo después quisiesen
desalojarlos los Tarentinos, fueron rotos y deshechos totalmente, de
suerte que la matanza así de los de Regio como de los de Tarento allí
sucedida, fue la mayor de cuantas sepa yo haber padecido los griegos;
pues entonces fue cuando 3.000 ciudadanos de Regio a quienes Micito,
hijo de Quero, obligó a tomar las armas en socorro de los Tarentinos,
perecieron del mismo modo que sus aliados; si bien no pudo hacerse el
cómputo de los Tarentinos que allí murieron. Y este Micito de que hablo
fue aquel que, siendo criado de la familia de Anaxilao, se quedó por
gobernador de Regio, de donde arrojado después pasó a Tegea la de los
arcades, y erigió en Olimpo muchas estatuas.
CLXXI. Pero dejada ya esta digresión que hice de mi historia para
decir algo de las cosas de Regio y de Tarento, volvamos a Creta,
adonde, según cuentan los Presios, pasaron a vivir como en una tierra
despoblada muchos hombres, especialmente de los griegos (71).
En la tercera edad, después de muerto Minos, sucedió la expedición
contra Troya, en la cual no se mostraron los Cretenses los peores
defensores de Menelao, en pena de cuya defensa y del descuido de vengar
a Minos, vueltos ya de Troya, viéronse asaltados del hambre y de la
peste, así hombres como ganados; de suerte que habiendo sido segunda
vez despoblada Creta, son los Cretenses que ahora la habitan los
terceros colonos de ella mezclados con los pocos que allí habían
quedado. La Pitia, al fin, recordando a los Cretenses estas memorias,
les hizo desistir del socorro que deseaban dar a los griegos.
CLXXII. Los tésalos, aunque siguieron por fuerza al principio el
partido de los medos, mostraron después que no les placían las artes y
designios de los Alévadas; porque luego que entendieron estar ya el
persa para pasar a Europa, enviaron sus embajadores al Istmo, sabiendo
que allí se había juntado un congreso de los diputados de la Grecia,
varones escogidos de todos los pueblos que seguían el partido mejor a
favor de la independencia de la misma. Llegados allá los embajadores de
los tésalos, hablaron en esta conformidad: -«Nosotros, oh varones
griegos, sabemos bien que para que la Tesalia, y con ella toda la
Grecia, quede a cubierto de la guerra, es menester guardar bien la
entrada del monte Olimpo, la cual nosotros estamos prontos a custodiar
en compañía vuestra; si bien os prevenimos que a este fin es preciso
enviar allá mucha tropa. Pero una cosa queremos que entendáis: que si
no queréis enviarnos guarnición, nosotros nos compondremos con el
persa; pues no es razón que nosotros solos, apostados en tanta
distancia para la guardia y defensa del resto de la Grecia, seamos las
víctimas de toda ella, mayormente no teniendo vosotros derecho que nos
pueda obligar a tanto, si no queremos nosotros; pues el no poder más,
puede más que el deber. Veremos nosotros, en suma, cómo poder quedar
salvos.»
CLXXIII. Tal fue el discurso de los tésalos, en fuerza de cuya
representación acordaron los griegos enviar a Tesalia por mar un
ejército de infantes que guardase aquellas entradas, el cual, luego de
levantado y junto, navegó allá por el Euripo. Así que la gente hubo
llegado a Alo, ciudad de Acaya (72),
saltó en tierra, y dejadas las naves, marchaba hacia Tesalia, hasta que
en Tempe se apostó en aquella entrada que desde Macedonia la baja lleva
a Tesalia por las riberas del Peneo entre los dos montes Olimpo y Osa.
En aquel puesto atrincheraron los hoplitas o infantes griegos, que
venían a ser 10.000, con quienes se juntó la caballería de los tésalos.
Eran dos sus comandantes: uno el de los lacedemonios, por nombre
Eveneto, hijo de Careno, quien a pesar de no ser de familia real, había
sido nombrado para este mando como uno de los polemarcos u oficiales
mayores; otro el de los atenienses, llamado Temístocles, hijo de
Neocles. Detuviéronse allí las tropas unos pocos días: el motivo de
ello fue que unos enviados allá de parte de Alejandro, soberano de la
Macedonia e hijo de Amintas, les aconsejaron que se retirasen si no
querían ser atropellados y aun pisados en aquel estrecho paso por el
ejército enemigo, significándoles cuán innumerable era el ejército de
tierra y la copia de naves. Al oír el aviso y consejo que les daba el
Macedon, teniéndolo por acertado y mirándolo nacido de un ánimo amigo y
de buen corazón, resolviéronse a seguirlo; aun cuando lo que en efecto
les impelió más a ello, a mi juicio, fue el miedo o desconfianza de
lograr su intento, oyendo decir que a más de aquella entrada había otra
para la Tesalia yendo por los Perrebos en la alta Macedonia y por la
ciudad de Gono (73), que
fue el camino por donde entró cabalmente el ejército de Jerjes. Con
esto, embarcadas de nuevo las tropas griegas, se volvieron al Istmo.
CLXXIV. En esto vino a parar el subsidio destinado a guarnecer la
Tesalia, cuando el rey, que se hallaba ya en Ábidos, estaba para pasar
desde el Asia a la Europa. Viéndose, pues, los tésalos destituidos de
aliados, se entregaron con tanta resolución y empeño al partido de los
bledos, que a juicio del mismo rey fueron los que mejor y con más
utilidad le sirvieron en aquella ocasión.
CLXXV. Vueltos al Istmo los griegos, movidos del aviso que les había
dado Alejandro, entraron de nuevo en consulta dónde sería mejor
oponerse al enemigo y qué región fuese más oportuna para teatro de
aquella guerra. La opinión más seguida fue que convenía ocupar la
entrada en las Termópilas, así por parecerles que era más angosta que
la que da paso a la Tesalia, como también por estar más cercana y
vecina de la Grecia propia. Ayudóles a ello no tener por entonces
noticia de cierta senda de que ni los mismos griegos que después
perecieron cogidos en Termópilas la tuvieron antes que de ella les
informasen los traquinios (74),
hallándose ya en aquellas angosturas. Acordaron, pues, guardar aquel
paso para impedir que el bárbaro entrase en la Grecia, y despachar al
mismo tiempo las escuadras hacia Artemisio y la costa histieótida. Y
así lo resolvieron, por estar tan vecinos aquellos dos puestos que en
cada uno se podía saber lo que en el otro sucediese.
CLXXVI. Explicaré la situación de tales lugares: desde el mar ancho
de la Tracia empieza a encerrarse el dicho Artemisio en un canal
estrecho que corre entre la isla de Esciato y el continente de
Magnesia. Desde el estrecho de Eubea comienza la playa después del
promontorio de Artermisio, en la cual está el templo de Diana. Por lo
que mira a la entrada en Grecia por Traquina, viene a tener un medio
pletro (yugada) donde más se estrecha; si bien esta estrechez suma no
es la misma en todo aquel paso, sino solamente un poco antes de
acercarse y después de dejar las Termópilas; y aun el camino cerca de
los Alpenos que deja a las espaldas, sólo da lugar a un carro; y
pasando adelante al lado del río Fénix, y cerca de la ciudad de Antela,
otra vez sólo hay paso para un carro. Al Poniente de las Termópilas se
levanta un monte alto, inaccesible y escarpado que va hasta el Eta, y
por el Levante de las mismas el mar estrecha aquel camino juntamente
con unas lagunas y cenagales. Hay en aquella entrada unos baños de agua
caliente, que los naturales llaman ollas, y en ellos se deja ver un
altar erigido en honra de Hércules. Antiguamente se había levantado una
muralla en aquel paso y en ella había puertas: sus constructores fueron
los focenses por miedo de los tésalos, viendo que éstos desde la
Tesprocia habían pasado a vivir en la región eólida (75),
que es la que al presente poseen; porque como los tésalos procurasen
sujetar a los focenses, opusiéronle éstos aquel reparo para su defensa,
y entonces fue cuando discurriendo todos los medios para impedir que
pudiesen invadirles su tierra, dieron curso por aquella entrada a las
fuentes de agua caliente. Verdad es que aquel muro viejo desde tan
antiguo edificado, se hallaba ya con el tiempo por la mayor parte
desmoronado y caído; y con todo, resolvieron los griegos que convenía
repararle y cerrar al bárbaro con aquel reparo el paso para la Grecia.
Muy cerca de aquel camino hay una aldea llamada los Alpenos, en donde
pensaron los griegos que podrían proveerse da víveres.
CLXXVII. Estos parajes parecieron a los griegos los más aptos para
su defensa; pues miradas atentamente y pesadas todas las
circunstancias, convinieron en que debían esperar al bárbaro invasor de
la Grecia en un puesto tal, en que no pudiera servirse de la
muchedumbre de sus tropas y mucho menos de su caballería; y luego que
supieron que el persa se hallaba ya en Pieria, partiéndose del Istmo,
unos se fueron por tierra a Termópilas con sus tropas, los otros por
mar a Artemisio con sus galeras.
CLXVIII. Los griegos destinados al socorro de la patria iban a
prestársele con toda puntualidad. Los delfios entretanto, solícitos por
su salvación y por la de la Grecia, consultaron acerca de ella a aquel
su dios. La respuesta del oráculo fue, que se encomendasen muy de veras
a los vientos, que ellos serían los mejores aliados y compañeros de
armas de la Grecia. Recibido este oráculo, diéronse luego prisa los de
Delfos a comunicar con aquellos griegos que querían conservar su
libertad lo que se les había respondido; medio con que se ganaron
sumamente el favor y gracia de los pueblos a quienes el bárbaro tenía
amedrentados. Hecho esto, alzaron los delfios en honor de los vientos
una ara en Tyia, allí donde Tyia (76),
la hija de Cefiso, tiene su recinto sagrado, tomando de ella nombre
aquel lugar, y les hicieron sacrificios; en fuerza de cuyo oráculo aun
hoy día los delfios con sacrificios aplacan a los vientos.
CLXXIX. Para volver a la armada de Jerjes, habiendo salido de la
ciudad de Terma, envió delante diez naves las más ligeras de todas en
derechura hacia Selato, en donde los griegos tenían adelantadas tres
galeras de observación, una de Trecena, otra de Egina, y otra de
Atenas, y al descubrir éstas las naves de los bárbaros entregáronse
luego a la fuga.
CLXXX. Los bárbaros, dando caza a la galera Trecenia en que iba por
capitán Práxino, muy presto la rindieron; y luego, cogiendo al soldado
que hallaron el más gallardo de la tripulación, le degollaron encima de
la proa de la nave, interpretando a buen agüero el que fuera tan bello
y gentil el primero de los griegos que prendieron. Llamábase León el
degollado, nombre que tal vez contribuyó a que fuese la primera víctima
de los persas.
CLXXXI. La galera de Egina, en que iba por capitán Asónides, no dejó
de dar mucho que hacer a los persas, obrando aquel día en su defensa
prodigios de valor un soldado que en ella servía, por nombre Pites,
hijo de Isquenoo. Este, al tiempo de la refriega, al ser apresada su
nave, resistió con las armas en la mano, hasta que todo él quedó
acribado de heridas. Pero como al cabo cayese, los persas que en las
naves servían, viéndole respirar todavía, prendados del valor del
enemigo, procuraron con sumo empeño conservarle la vida, curándole con
mirra las heridas, y atándoselas después con unas vendas cortadas de un
lienzo de biso (holanda muy fina). Cuando volvieron a sus
reales iban mostrándolo a toda la gente, pasmados de su valor y con
mucha estima y humanidad, siendo así que trataban como a viles esclavos
a los otros que en la misma nave habían cogido.
CLXXXII. Así fueron apresadas las dos mencionadas naves; pero la
tercera, cuyo capitán era Formo, ciudadano de Atenas, varó al huir en
la embocadura del Peneo, con lo cual lograron los bárbaros apoderarse
del buque, pero de la gente no; pues lo mismo fue ver encallada la nave
que saltar a tierra los atenienses, y volverse a Atenas a pié,
caminando por la Tesalia. Los griegos apostados con sus naves en
Artemisio, después de entender lo que pasaba por medio de los fuegos,
que para señal y aviso se encendieron en Esciato, llenos de miedo,
desamparada aquella posición, hiciéronse a la vela para Calcide, con
ánimo de cubrir y guardar el Euripo, si bien dejaron en las alturas de
Eubea sus atalayas que de día observasen al enemigo.
CLXXXIII. De las diez naves mencionadas de los bárbaros, tres se
fueron arrimando a aquel escollo que está entre Esciato y Magnesia y se
llama Mirmex (hormiga). Después que los bárbaros levantaron
encima del escollo una columna de piedra que consigo traían, salió de
Terma el grueso de su armada, once días después que de allá había
partido con sus tropas el monarca, y viendo que en aquellas aguas no
parecía enemigo que les disputase el paso, iban navegando con toda la
escuadra. El piloto principal que la conducía, a fin de no dar en aquel
escollo notado con la columna, que se hallaba en la derrota que
seguían, era Pammon el escirio. Habiendo los bárbaros navegado todo
aquel día, pasaron parte de la costa de Magnesia hasta llegar a Sepiada (77) y a la playa que está entre aquella costa y la ciudad de Castanea.
CLXXXIV. Hasta llegar al dicho lugar y a Termópilas no tuvo
contratiempo alguno aquella armada, cuyo número subiría entonces, según
hallo por mis cuentas, a la suma de 1.207 naves venidas del Asia. La
suma de la gente que en las naves venía, tomada desde el principio de
todas aquellas naciones, sería de 241.400 personas, y esto a razón de
200 hombres por nave; pues a más de esta guarnición nacional de las
naves iban en cada una de ellas 30 soldados de tropa, ya persas, ya
medos, ya Sacas, cuya suma de tropa, subía por su parte a 36.210
soldados. A este último número y al otro anterior voy a añadir la suma
de gente que en las galeotas o penteconteros venía a razón de 80
hombres por galeota, pues tantos vendrían a ser poco más o menos. Llevo
de antes dicho ya que eran 3.000 esos buques, de donde se saca que la
suma de su tripulación era de 240.000 hombres. Así que todo el número
del ejército de mar asiático hacía la suma de 517.000 hombres con el
pico de más de 610. El número de la infantería en el ejército de tierra
fue de 1.700.000 y el de la caballería de 80.000: a estos quiero añadir
los árabes que venían en sus camellos, los Libios que acudían en sus
carros, y solamente calculará que fuesen todos 20.000 hombres: ahora,
pues, la suma total que resulta de los dos ejércitos de mar y de tierra
juntamente computadas sube a 2.317.910 hombres; y en este número de
tropas sacadas del Asia no incluyo el número de criados y vivanderos,
como tampoco el de los que venían con las embarcaciones cargadas de
bastimentos.
CLXXXV. Al número ya sumado es preciso añadir ahora las tropas que
le acompañaban tomadas de la Europa, si bien deberemos en esto seguir
un cómputo prudente. Digo pues, que los griegos situados en Tracia y en
las islas a ella adyacentes concurrían con 120 naves, por donde los
hombres que en ellas venían subirían a 24.000. Añado que los que al
ejército juntaban sus tropas por tierra eran los tracios, los peones,
los eordos, los botieos, los colonos oriundos de Cálcide, los brigos,
los pierios, los macedonios, los perrebos, los enienes, los dólopes,
los magnesios, los aqueos, y en un palabra todos los pueblos las castas
de la Tracia, de cuyas naciones pongamos que fuera de 300.000 el número
de soldados. De suerte, que añadidas estas cifras a la suma de tropa
que del Asia venía, el grueso de la gente de guerra se componía de 264
miríadas con el pico de 1.610 hombres, que hacen 2.641.610.
CLXXXVI. Y siendo tan excesivo el número de esta gente de guerra,
para mí tengo que no sería menor, sino mayor aún, la chusma en la
comitiva de criados y de marineros en las embarcaciones de transporte,
en especial en otras naves del convoy que al ejército seguían. Pero
demos que el número de la gente del séquito fuese el mismo ni más ni
menos que el de la guerra, y que compusiese aquella otras tantas
miríadas como esta componía. Así, con este cómputo, la suma total que
Jerjes, el hijo de Darío, condujo hasta Sepiada y Termópilas, subiría a
528 miríadas y 3.220 hombres, que son 5.283.220 hombres.
CLXXXVII. Esta era, pues, la suma mayor del ejército de Jerjes, que
el número cabal de las mujeres panaderas, de las concubinas y de los
eunucos, no será fácil que nadie lo defina, como ni lo será tampoco el
que se nos diga el número de tiros en los carros, bestias de carga y el
de los perros indianos que allí iban. De suerte, que nada me maravilló
que el agua de algunos ríos no bastase a satisfacer la sed de tanta
turba; pero sí me admiro mucho de que hubiese víveres a mano para
abastecer la necesidad de tantos millares de bocas, porque por mis
cuentas hallo que llevando al día cada soldado la ración de un quénice
(o celemín) de trigo, se gastarían diariamente once miríadas, o bien
410.340 medimnos o cargas del mismo grano, sin contar en este número
los víveres para las mujeres, para los eunucos, para los bagajes y para
los perros. Y entre tanta muchedumbre de gente no se hallaba nadie que
en lo gentil de la persona y alto del talle, pareciera más digno y
acreedor al mando soberano que el mismo rey Jerjes.
CLXXXVIII. Esta gran armada, después que emprendido el curso hubo ya
llegado a cierta playa de la costa de Magnesia que está entre la ciudad
de Castanea y la costa Sepiada, sacó a la orilla las primeras naves que
allí arribaron; pero las que después llegaban, dejábanlas ancladas por
su turno, de suerte que por no ser muy grande la playa, anclaron allí
formando una escuadra de ocho naves de fondo, todas con la proa al
agua. En este orden pasaron aquella noche; pero un poco antes del día,
estando el cielo sereno y el mar tranquilo, levantóseles de repente una
gran tempestad, hinchándoseles el agua con la furia del viento
subsolano, al cual suelen los del país llamar helespontias. Sucedió,
pues, que todos los que observaron que el viento crecía y que por el
puesto y orden que anclaban pudieron prevenir la tempestad sacando a
tierra sus naves, todos quedaron salvos con ellas. Pero a todas las
demás naves que el viento halló ancladas, se las fue llevando con
furia, y arrojó las unas a un lugar que está en Pelio llamado Ipnos (hornos), y las otras hacia las playas, de suerte que éstas se estrellaban en Sepiada, aquéllas en la ciudad de Melibea (78), otras naufragaron en Castanea. Tan deshecha y formidable era la tormenta.
CLXXXIX. Es fama común que los atenienses, avisados por un nuevo
oráculo que acababa de venirles, en que les decía que llamasen en su
asistencia y socorro al yerno, invocaron con ruegos al Bóreas;
pues que, según la tradición de los griegos, el viento o dios Bóreas
estaba casado con una dama ática por nombre Oritia, hija de Erecteo.
Movidos, pues, de tal parentesco, que la fama pública dio por valedero,
conjeturaban los atenienses que seria el Bóreas aquel yerno del
oráculo, y hallándose con la armada apostados en Calcida, ciudad de
Eubea, luego que vieron iba arreciando la tormenta, o quizá antes que
la tormenta naciese, invocaban en sus sacrificios al Bóreas y a Oritia
que soplasen en su favor, y que hicieran fracasar las naves de los
bárbaros, como antes lo habían hecho cerca de Atos. Si fue por estos
ruegos y motivos que cargase el Bóreas sobre los bárbaros anclados, no
puedo decirlo; sólo digo que pretenden los atenienses que así como
antes les había socorrido el Bóreas, él mismo fue entonces el que tales
estragos a favor suyo ejecutó. Lo cierto es, que después de partidos de
allí edificaron un templo a Bóreas cerca del río Iliso (79).
CXC. En aquel contratiempo acaecido a los bárbaros, los que más
cortos andan no bajan de 400 las naves que dicen haberse perdido allí,
y con ellas un número infinito de gente, y una inmensidad de dinero y
de cosas de valor. Aquel naufragio, en efecto, fue una mina de oro para
un ciudadano de Magnesia llamado Aminocles, hijo de Cretino, que tenía
en Sepiada una posesión, pues en algún tiempo recogió allí mucho vaso
de oro y mucho asimismo de plata; allí encontró tesoros de los persas,
allí logró infinitas preciosidades y alhajas de oro, de suerte que no
siendo por otra parte hombre afortunado, vino a ser muy rico con tanto
hallazgo; pero con el dolor y pena de ver muertos desastradamente a sus
hijos.
CXCI. Fueron sinnúmero las arcas cargadas de víveres y los otros
buques que entonces perecieron. El destrozo en suma fue tal y tan
grande, que los jefes de la armada, recelosos de que los tésalos,
viéndolos tan abatidos y mal parados, no se dejasen caer sobre ellos,
hicieron de las mismas tablas y reliquias del naufragio unas altas
trincheras alrededor de su campo. Duró la borrasca por el espacio de
tres días: al cuarto los magos, con víctimas humanas con encantamientos
del viento, acompañados de aullidos, con sacrificios hechos a Tetis y a
la Nereidas, lograron que calmase, si no es que calmó de suyo sin la
mediación de los magos. Y la causa que les movió a sacrificar a Tetis
fue haber entendido de los jonios cómo aquella diosa había sido
arrebatada por Peleo de aquel lugar, y que toda la costa Sepiada estaba
bajo la protección y tutela de Tetis y de las demás Nereidas.
CXCII. Las centinelas diurnas de Eubea, bajando de sus eminencias,
fueron corriendo a dar a los griegos la noticia de los estragos del
naufragio el segundo día de la tempestad. Ellos, con este aviso, hechas
sus súplicas y ofrecidas sus libaciones a Neptuno el Salvador,
volviéronse con toda prisa a Artemisio, esperando hallar corto número
de naves enemigas; y llegados segunda vez, anclaron cerca de aquel
promontorio. Esta fue la primera que dieron a Neptuno el nombre de
Salvador.
CXCIII. Luego que cesó el viento y calmaron las olas, los bárbaros,
echando al agua sus naves, iban navegando por la costa del continente,
y doblado el cabo de Magnesia, encaminaron las proas hacia el seno que
lleva a Pagasas (80). Hay
allí en aquel golfo de Magnesia cierto lugar en donde dicen que
Hércules, habiendo sido enviado a hacer aguada, fue abandonado de Jasón
y de sus compañeros, los de la nave Argos, cuando viajaban hacia Ea (81)
de Cólquide, en busca del vellocino de oro; pues desde aquel lugar,
hecha la provisión de agua, habían resuelto hacerse a la vela; y este
fue el motivo por el que se le dio al lugar el nombre de Afetas, o
abandono. Aquí fue donde dio fondo la escuadra de Jerjes.
CXCIV. Pero sucedió que quince naves de la misma que se habían
quedado muy atrás en la retaguardia, como viesen las de los griegos que
estaban en Artemisio, y creyesen aquellos bárbaros que serían de las
suyas, fuéronse hacia ellas y dieron en manos de los enemigos. Era el
comandante Sandoces, hijo de Tamasio y gobernador de Cima la Eólida, a
quien siendo uno de los jueces regios, había el rey Darío condenado
antes a muerte de cruz, convencido del grave delito de haberse dejado
cohechar con dinero en una causa que sentenció. Pendiente ya en la cruz
el reo juez, mirando en ello Darío, halló que eran mayores los
servicios hechos a la casa real por aquel ministro que los delitos
cometidos; y parte por esto, parte por conocer que él mismo había
obrado en aquello con más precipitación que acuerdo, le soltó y dio por
libre. Así escapó con la vida de las manos del rey; pero, entonces,
dando por mar en las de los griegos, no había de tener la dicha de
escapar segunda vez, porque viéndoles navegar los griegos hacia ellos,
entendido luego el error y equivocación en que estaban, saliéndoles al
encuentro, fácilmente los apresaron.
CXCV. En una de dichas naves fue preso Aridolis, señor de los Alabadenses (82)
que moran en Caria, y en otra lo fue asimismo Pentilo, hijo de Demonoo,
jefe de los pafos, de donde, como hubiese conducido doce naves,
perdidas después las once en la tempestad sufrida en la costa Sepiada,
navegando hacia Artemisio en la única que le quedaba, fue hecho
prisionero. A todos estos cautivos, después de tomar lengua de ellos,
de cuanto querían saber tocante al ejército de Jerjes, enviaron los
griegos atados al istmo de los corintios.
CXCVI. Así arribó a Afetas la armada naval de los bárbaros,
exceptuadas las quince naves que, como decía, eran mandadas por el
general Sandoces. Jerjes, con el ejército de tierra, marchando por la
Tesalia y por la Acaya, llegó al tercer día a la ciudad de los
melienses, habiendo hecho en Tesalia la prueba de la caballería tésala,
de la que oía decir que era la mejor de toda la Grecia, ordenando un
certamen ecuestre en que la hizo escaramuzar con la suya propia, y en
el cual aquella caballería griega llevó de mucho la peor parte. Entre
los ríos de Tesalia, el Onocono no dio por sí solo bastante agua al
ejército con toda su corriente; ni entre los de la Acaya pudo el
Apidano, siendo el mayor de todos, satisfacer, sino escasamente, a las
necesidades de aquellas tropas.
CXCVII. Al marchar Jerjes hacia Alo, ciudad de la Acaya, queriéndole
dar cuenta y razón de todo los guías del camino, íbanle refiriendo
cierta historia y tradición nacional acerca del templo de Júpiter el
Lafistio. Decíanle cómo un hijo de Eolo, por nombre Atamante, de
acuerdo y consentimiento con Ino, había maquinado dar la muerte a Frixo (83);
cómo después los aqueos, en fuerza de un oráculo, establecieron contra
los descendientes de Frixo, cierta ley gravosa, que fue prohibir a todo
mayorazgo de aquella familia la entrada en su pritaneo, que llaman leita
los de Argos, colocando allí guardias para no dejarles entrar, y esto
so pena que el que entrase allí no pudiese salir de modo alguno antes
de ser destinado al sacrificio. Añadían también que muchos de aquella
familia, estando ya condenados al sacrificio, por miedo de la muerte se
habían huido a otras tierras, las cuales, si volvían después de pasado
algún tiempo y podían ser cogidos, eran otra vez remitidos al pritaneo.
Decían que la tal víctima, cubierta toda de lazos y guirnaldas y
llevada en procesión, era al cabo inmolada, y que el motivo de ser así
maltratados aquellos descendientes de Citisoro, que era hijo del
mencionado Frixo, fue el siguiente: habían resuelto los aqueos,
conforme cierto oráculo, que Atamante, hijo de Eolo, muriese como
víctima propiciatoria por su país, y cuando estaban ya para
sacrificarle, volviendo dicho Citisoro de Ea, ciudad de la Cólquide,
libróle de sus manos, y en pena de este atentado descargó Júpiter el
Lefistio la ira y furor contra sus descendientes. Jerjes, que tal había
oído, cuando llegó cerca del templo y sagrado recinto, no sólo se
abstuvo de profanarlo, sino que prohibió a todo el ejército que nadie
le violase, y aun a la casa de los descendientes de Atamante tuvo el
mismo respeto con que había venerado aquel santuario.
CXCVIII. Esto es lo que sucedió en Tesalia y en Acaya, de donde
continuó Jerjes sus marchas hacia Málida por la costa de aquel golfo,
en el cual no cesa en todo el día el flujo y reflujo del mar (84).
Hay allí vecino al golfo un terreno llano, en unas partes espacioso y
en otras muy angosto; alrededor de la llanura se levantan unos altos e
inaccesibles montes, que cierran en torno toda la comarca Málida y se
llaman los peñascos traquinios. La primera ciudad que en aquel golfo se
encuentra al venir de Acaya es Anticira (85),
bañada por el río Esperquio, que corre desde los enienes y desagua en
el mar. Después de este río, a distancia de 20 estadios, hay otro que
se llama el Diras, del cual es fama que apareció allí de repente para
socorrer a Hércules mientras se estaba abrasando; pasado éste, cosa de
otros 20 estadios, se da con otro río llamado el Melas.
CXCIX. Distante del Metas por espacio cinco estadios está una ciudad
llamada Traquina, y por aquella parte donde se halla situado es por
donde se extiende más a lo ancho todo el país desde los montes hacia el
mar, pues se cuentan allí 22.000 pletros o yugadas de llanura. En el
monte que ciñe la comarca traquinia se descubre una quebrada que cae al
Mediodía de Traquina, y pasando por ella el río Asopo va corriendo al
pie de la montaña.
CC. Al Mediodía del Asopo corre otro río no grande, llamado el
Fénix, que bajando de aquellos montes va a desaguar en el Asopo. El
paso más estrecho que hay allí es él que está cerca del río Fénix, en
donde no queda más espacio que el de un solo camino de ruedas, abierto
allí por el arte. Desde el río Fénix hasta llegar a Termópilas se
cuentan 15 estadios, y a la mitad de este camino, entre el río Fénix y
Termópilas, se halla una aldea llamada Antela, por donde pasando el
Asopo desemboca en el mar. Ancho es el sitio que hay cerca de dicha
aldea y en donde está edificado el templo de Céres la Anfictiónida (86), los asientos de los anfictiones y el templo también del mismo Anfiction.
CCI. Volviendo a Jerjes, tenía éste su campo en la comarca Traquinia
de Málida, y los griegos el suyo en aquel paso estrecho que es el lugar
al que la mayor parte de los griegos llaman Termópilas, si bien los del
país y los comarcanos le dan el nombre de Pilas. Estaban, pues, como
digo, acampados unos y otros en aquellos lugares: ocupaba el rey todo
el distrito que mira al Bóreas hasta la misma Traquina; los griegos el
que tira al Mediodía en aquel continente.
CCII. Era el número de los griegos apostados para esperar al rey en
aquel lugar: de los espartanos 300 hoplitas; de los tegeos y mantineos
1.000, 500 de cada uno de estos pueblos; de Orcómeno, ciudad de la
Arcadia, 120; de lo restante de la misma Arcadia, 1.000, y este era a
punto fijo el número de los arcades; de Corinto 400; de Fliunte 200, y
de los miceneos 80, siendo estos todos los que se hallaban presentes
venidos del Peloponeso; de los beocios y tespienses 700, y 400 los
tebanos.
CCIII. A más de los dichos, habían sido convocados los Locros opuncios (87)
con toda su gente de armas y mil soldados más de los focenses.
Habíanlos llamado los griegos enviándoles unos mensajeros que les
dijesen cómo ellos se adelantaban ya, precursores de los demás, a
ocupar aquel paso, y que de día en día esperaban allí a los otros
aliados que estaban en camino; que por lo tocante al mar estaba
cubierto y guardado con las escuadras de los de Atenas, de los de Egina
y de los restantes pueblos que tenían fuerzas navales; que no tenían
por qué temer ni desmayar, pues no era ningún dios venido del cielo,
sino un hombre mortal, el enemigo común de la Grecia invadida; que bien
sabían ellos que ni había existido mortal alguno, ni había de haberlo
jamás, que desde el día de su nacimiento no estuviese expuesto a los
reveses de la fortuna, tanto más grandes, cuanto más lo fuese su estado
y condición; en suma, que siendo un hombre de carne y hueso el que
venía a acometerles, no podía menos de tener algún tropiezo en que,
humillado, conociese que lo era. Así les hablaron, y con estas razones
se resolvieron aquellos a enviar sus socorros a Traquina.
CCIV. Tenían dichas tropas, a más del comandante respectivo de cada
una de las ciudades, por general de todo, aquel cuerpo, a quien todos
sobremanera respetaban, al lacedemonio Leonidas, hijo de Anaxandrides y
descendiente de varón en varón de los principales personajes
siguientes: Leon, Euricratides, Anaxandro, Euricrates, Polidoro,
Alcamenes, Teleclo, Arquelao, Egesilao, Doriso, Leobotas, Equestrato,
Agis, Euristenes, Aristodemo, Aristomaco, Clodeo, Hilo y Hércules.
Había el citado general Leonidas sido hecho rey en Esparta del
siguiente modo, fuera de lo que se esperaba:
CCV. Como tuviese dos hermanos mayores, el uno Cleomenes y el otro
Dorieo, bien lejos estaba de pensar que pudiese recaer el cetro en sus
manos. Pero habiendo muerto Cleomenes sin hijo varón y no
sobreviviéndole ya Dorieo, que había acabado sus días en Sicilia, vino
la corona por estos accidentes a sentarse rodando en las sienes de
Leonidas, siendo mayor que su hermano Cleombroto, el menor de los hijos
de Anaxandrides, y estando mayormente casado con una hija que había
dejado el rey Cleomenes. Entonces, pues, se fue a Termópilas el rey
Leonidas, habiendo escogido en Esparta 300 hombres de edad varonil y
militar que ya tenían hijos. Con ellos había juntado el número de
tebanos que llevo dicho, a cuyo frente iba por comandante nacional
Leonciades, hijo de Eurimaco (88).
El motivo que había determinado a Leonidas a que procurase llevar
consigo a los tebanos con tanta particularidad, fue la mala fama que de
ellos, como de partidarios del medo corría muy válida. Bajo este
supuesto les convidó a la guerra, para ver si concurrían a ella con los
demás, o si manifiestamente se apartaban de la alianza de los otros
griegos. Enviaron los tebanos sus soldados, si bien seguían aquel
partido con ánimo discordante.
CCVI. Enviaron delante los espartanos esta tropa capitaneada por
Leonidas con la mira de que los otros aliados quisiesen con aquel
ejemplo salir a campaña y de impedir que se entregasen al medo, oyendo
decir que dilataban en tardanzas aquella empresa. Por su parte estaban
ya resueltos a salir con todas sus fuerzas, dejando en Esparta la
guarnición necesaria, luego de celebradas las Carnias, que eran
unas fiestas ánuas que les obligaban a la detención. Lo mismo que ellos
pensaban hacer los otros griegos sus aliados por razón de concurrir en
aquella misma sazón de tiempo a los juegos olímpicos (89),
y con esto, pareciéndoles que no se vendría tan presto a las manos en
Termópilas, enviaron allá adelantadas sus tropas como precursores suyos.
CCVII. Esto era lo que pensaban hacer aquellos griegos; pero los que
estaban ya en Termópilas, cuando supieron que se hallaba el persa cerca
de la entrada, deliberan llenos de pavor si sería bien dejar el puesto.
Los otros peloponesios, en efecto, eran de parecer que convenía
volverse al Peloponeso y guardar el Istmo con sus fuerzas; pero
Leonidas, viendo a los Locros y focenses irritados contra aquel modo de
pensar, votaba que era preciso mantener el mismo puesto, enviando al
mismo tiempo mensajeros a las ciudades, que las exhortasen al socorro,
por no ser ellos bastantes para rebatir el ejército de los medos.
CCVIII. Entretanto que esto deliberaban, envió allá Jerjes un espía
de a caballo, para que viese cuántos eran los griegos y lo que allí
hacían, pues había ya oído decir, estando aún en Tesalia, que se había
juntado en aquel sitio un pequeño cuerpo de tropas, cuyos jefes eran
los lacedemonios, teniendo al frente a Leonidas, príncipe de la familia
de los Heráclidas. Después que estuvo el jinete cerca del campo, si
bien no pudo observar todo el campamento, no siéndole posible alcanzar
con los ojos a los acampaban detrás de la muralla, que reedificada
guardaban con su guarnición, pudo muy bien observar con todo los que
estaban delante de ella en la parte exterior, cuyas armas yacían allí
tendidas por orden. Quiso la fortuna que fuesen los lacedemonios a
quienes tocase entonces por turno estar allí apostados. Vio, pues, que
unos se entretenían en los ejercicios gimnásticos y que otros se
ocupaban en peinar y componer el pelo: mirando aquello el espía, quedó
maravillado haciéndose cargo de cuántos eran: certificóse bien de todo
y dio la vuelta con mucha paz y quietud, no habiendo nadie que le
siguiese, ni que hiciese caso ninguno de él. A su vuelta dio cuenta a
Jerjes de cuanto había observado.
CCIX. Al oír Jerjes aquella relación, no podía dar en lo que era
realmente la cosa, sino prepararse los lacedemonios a vender la vida lo
más caro que pudiesen al enemigo. Y como tuviese lo que hacían por
sandez y singularidad, envió a llamar a Demarato, el hijo de Ariston,
que se hallaba en el campo; y cuando lo tuvo en su presencia, le fue
preguntando cada cosa en particular, deseando Jerjes entender qué venia
a ser lo que hacían los lacedemonios. Díjole Demarato: -«Señor, acerca
de estos hombres os informé antes la verdad cuando partimos contra la
Grecia. Vos hicisteis burla de mí al oírme decir lo que yo preveía
había de suceder. No tengo mayor empeño que hablar verdad tratando con
vos: oídla ahora también de mi boca: Sabéis que han venido esos hombres
a disputarnos la entrada con las armas en la mano, y que a esto se
disponen; pues este es uso suyo, y así lo practican, peinarse muy bien
y engalanarse, cuando están para ponerse a peligro de perecer. Tened
por seguro que si vencéis a estas tropas y a las que han quedado en
Esparta, no habrá, señor, ninguna otra nación que se atreva a levantar
las manos contra vos; pero reparad bien ahora que vais contra la
capital misma, contra la ciudad más brava de toda la Grecia, contra los
más esforzados campeones de todos los griegos.» Tal respuesta pareció a
Jerjes del todo inverosímil, y preguntóle segunda vez que le dijese
cómo era posible que siendo ellos un puñado de gente y nada más, se
hubiesen de atrever a pelear con su ejército; a lo cual respondió
Demarato: -«Convengo, señor, en que me tengáis por embustero, si no
sucede todo puntualmente como os lo digo.»
CCX. No por esto logró que le diese crédito Jerjes, quien se estuvo
quieto cuatro días esperando que los griegos se entregasen por
instantes a la fuga. Llegado el quinto, como ellos no se retirasen de
su puesto, parecióle a Jerjes que nacía aquella pertinacia de mera
desfachatez y falta de juicio, y lleno de cólera envió contra ellos a
los medos y Cisios, con la orden formal de que prendiesen a aquellos
locos y se los presentasen vivos. Acometen con ímpetu gallardo los
medos a los griegos, caen muchos en la embestida, vanles otros
sucediendo de refresco, y por más que se ven violentamente repelidos,
no vuelven pie atrás. Lo que sin duda logran con aquello es hacer a
todos patente, y mayormente al mismo rey, que tenía allí muchos
hombres, pero pocos varones esforzados. La refriega empezada duró todo
aquel día.
CCXI. Como los medos se retirasen del choque, después de muy mal
parados en él, y fuesen a relevarles los persas entrando en la acción,
hizo venir el rey a los Inmortales, cuyo general era Hidarnes, muy
confiado en que éstos se llevarían de calle a los griegos sin
dificultad alguna. Entran, pues, los Inmortales a medir sus fuerzas con
los griegos, y no con mejor fortuna que la tropa de los medos, antes
con la misma pérdida que ellos, porque se veían precisados a pelear en
un paso angosto, y con unas lanzas más cortas que las que usaban los
griegos, no sirviéndoles de nada su misma muchedumbre. Hacían allí los
lacedemonios prodigios de valor, mostrándose en todo guerreros peritos
y veteranos en medio de unos enemigos mal disciplinados y bisoños, y
muy particularmente cuando al volver las espaldas lo hacían bien
formados y con mucha ligereza. Al verlos huir los bárbaros en sus
retiradas, daban tras ellos con mucho alboroto y gritería; pero al
irles ya a los alcances, volvíanse los griegos de repente y haciéndoles
frente bien ordenados, es increíble cuánto enemigo persa derribaban, si
bien en aquellos encuentros no dejaban de caer algunos pocos
espartanos. Viendo los persas que no podían apoderarse de aquel paso,
por más que lo intentaron con sus brigadas divididas, y con sus fuerzas
juntas, desistieron al cabo de la empresa.
CCXII. Dícese que el rey, que estuvo mirando todas aquellas
embestidas del combate, por tres veces distintas saltó del trono con
mucha precipitación receloso de perder allí su ejército. Tal fue por
entonces el tenor de la contienda: el día después nada mejor les salió
a los bárbaros el combate, al cual volvieron muy confiados de que,
siendo tan pocos los enemigos, estarían tan llenos de heridas que ni
fuerza tendrían para tomar las armas ni levantar los brazos. Pero los
griegos, ordenados en diferentes cuerpos y repartidos por naciones,
iban entrando por orden en la refriega, faltando sólo los focenses, que
habían sido destacados en la montaña para guardar una senda que allí
había. Así que, viendo los persas que tan mal les iba el segundo día
come les había ido el primero, se fueron otra vez retirando.
CCXIII. Hallábase el rey confuso no sabiendo qué resolución tomar en
aquel negocio, cuando Epialtes, hijo de Euridemo, de patria meliense,
pidió audiencia para el rey, esperando salir de ella muy bien premiado
y favorecido. Declaróle, en efecto, haber en los montes cierta senda (90)
que iba hasta Termópilas, y con esta delación abrió camino a la ruina
de los griegos que estaban allí apostados. Este traidor, temiendo
después la venganza de los lacedemonios, huyóse a Tesalia, y en aquella
ausencia fue proscrito por los pilágoras, habiéndose juntado en Pilea
el congreso general de los Anfictiones, y puesta a precio de dinero su
cabeza. Pasado tiempo, habiéndose restituido a Anticira, murió a manos
de Atenades, natural de Traquina; y si bien es verdad que Atenades le
quitó la vida por cierto motivo, como yo en otro lugar explicaré (91), con todo, no se lo premiaron menos los lacedemonios: Epialtes, en suma, pereció después.
CCXIV. Cuéntase también la cosa de otro modo: dícese que los que
dieron aviso al rey y condujeron a los persas por el rodeo de los
montes, fueron Onetes, hijo de Fanágoras ciudadano Ristio, y Coridalo,
natural de Anticira (92).
Pero de ningún modo doy crédito a esta fábula, por dos razones: la una,
porque debemos atenernos al juicio de los Pilágoras, quienes, bien
informados sin duda del hecho como diputados públicos de los griegos,
no ofrecieron premio con su bando de proscripción por la cabeza de
Onetes ni por la de Coridalo, sino solamente por la de Epialtes el
Traquinio; la otra, porque sabemos que Epialtes se ausentó por causa de
este delito pudo muy bien Onetes, por más que no fuese meliense, tener
noticia de aquella senda excusada, si por mucho tiempo había vivido en
el país, no lo niego: solo afirmo que Epialtes fue el guía que les
llevó por aquel rodeo del monte, y en el descubrimiento de la senda le
cargo toda la culpa.
CCXV. Alegre Jerjes sobremanera, luego que tuvo por bien seguir el
aviso y proyecto que Epialtes le proponía, despachó al punto para que
lo pusiese por obra a Hidarnes con el cuerpo de tropas que mandaba.
Salió del campo Hidarnes entre dos luces antes de cerrar la noche. Por
lo que mira a dicha senda, los naturales de Mélida habían sido los
primeros que la hallaron, y hallada, guiaron por ella a los primeros
tesalos contra los focenses, en el tiempo que éstos, cabalmente por
haber cerrado la entrada con aquel muro, se miraban ya puestos a
cubierto de aquella guerra. Y desde que fue descubierta, habiendo
pasado largo tiempo, nunca había ocurrido a los melienses hacer uso
ninguno de aquella senda.
CCXVI. La dirección de ella comienza desde el río Asopo, que pasa
por la quebrada de un monte, el cual lleva el mismo nombre que la
senda, el de Anopea. Va siguiendo, la Anopea por la espalda a la
montaña y termina cerca de Alpeno, que es la primera de las ciudades de
Lócride, por el lado de los melienses, cerca de la piedra que llaman
del Melámpigo, y cerca asimismo de los asientos de los Cercopes, donde
se halla el paso más estrecho.
CCXVII. Habiendo, pues, los persas pasado el Asopo, iban marchando
por la mencionada senda tal cual la describimos, teniendo a la derecha
los montes de los eteos, y a la siniestra los de los traquinios. Al
rayar del alba se hallaron en la cumbre del monte, lugar en que estaba
apostado un destacamento de mil infantes focenses, como tengo antes
declarado, con el objeto de defender su tierra y de impedir el paso de
la senda, pues la entrada por la parte inferior estaba confiada a la
custodia de los que llevo dicho; pero la senda del monte la guardaban
los focenses, que de su voluntad se habían ofrecido a Leonidas para su
defensa.
CCXVIII. Al tiempo de subir los persas a la cima del monte no fueron
vistos, por estar todo cubierto de encinas, pero no por eso dejaron de
ser sentidos de los focenses por el medio siguiente. Era serena la
noche y mucho el estrépito que por necesidad hacían los persas, pisando
tanta hojarasca como allí estaba tendida. Con este indicio vanse
corriendo los focenses a tomar las armas, y no bien acaban de
acomodárselas, cuando se presentan ya los bárbaros a sus ojos. Al ver
estos allí tanta gente armada, quedan suspensos de pasmo y admiración,
como hombres que, sin el menor recelo de dar con ningún enemigo, se
encuentran con un ejército formado, temiendo mucho Hidarnes no fuesen
los focenses un cuerpo de lacedemonios, preguntó a Epialtes de qué
nación era aquella tropa, y averiguada bien la cosa, formó sus persas
en orden de batalla. Los focenses, viéndose herir con una espesa lluvia
de saetas, retiráronse huyendo al picacho más alto del monte, creídos
de que el enemigo venía solo contra ellos sin otro destino, y con este
pensamiento se disponían a morir peleando. Pero los persas conducidos
por Epialtes, a las órdenes de Hidarnes, sin cuidarse más de los
focenses, fueron bajando del monte con suma presteza.
CCXIX. El primer aviso que tuvieron los griegos que se hallaban en
Termópilas, fue el que les dio el adivino Megistias, quien, observando
las víctimas sacrificadas, les dijo que al asomar la aurora les
esperaba la muerte. Llegáronles después unos desertores (93),
que les dieron cuenta del giro que hacían los persas, aviso que
tuvieron aun durante la noche. En tercer lugar, cuando iba ya apuntando
el día, corrieron hacia ellos con la misma nueva sus centinelas
diurnas, bajando de las atalayas. Entrando entonces los griegos en
consejo sobre el caso, dividiéronse en varios pareceres: los unos
juzgaban no convenía dejar el puesto, y los otros porfiaban en que se
dejase; de donde resultó que, discordes entre sí, retiráronse, los unos
y separados se volvieron a sus respectivas ciudades, y los otros se
dispusieron para quedarse a pié firme en compañía de Leonidas.
CCXX. Corre, no obstante, por muy válido, que quien les hizo marchar
de allí fue Leonidas mismo, deseoso de impedir la pérdida común de
todos; añadiendo que ni él ni sus espartanos allí presentes podían sin
faltar a su honor dejar el puesto para cuya defensa y guarda habían una
vez venido. Esta es la opinión a que mucho más me inclino, que como
viese Leonidas que no se quedaban los aliados de muy buena gana, ni
querían en compañía suya acometer aquel peligro, él mismo les
aconsejaría que partiesen de allí, diciendo que su honor no le permitía
la retirada, y haciendo la cuenta de que con quedarse en su puesto
moriría cubierto de una gloria inmortal, y que nunca se borraría la
feliz memoria y dicha de Esparta; y así lo pienso por lo que voy a
notar. Consultando los espartanos el oráculo sobre aquella guerra en el
momento que la vieron emprendida por el persa, respondióles la Pitia,
que una de dos cosas debía suceder: o que fuese la Lacedemonia
arruinada por los bárbaros, o que pereciese el rey de los lacedemonios;
cuyo oráculo les fue dado en versos hexámetros con el sentido
siguiente: -«Sabed, vosotros, colonos de la opulenta Esparta, que o
bien la patria ciudad grande, colmada de gloria, será presa de manos
persas, o bien si dejare de serlo verá no sin llanto la muerte de su
rey el país lacedemonio. Ínclita prole de Hércules, no sufrirá este rey
de toros ni de leones el ímpetu duro, sino ímpetu todo del mismo Jove:
ni creo que alce Júpiter la mano fatal, hasta que lleve a su término
una de dos ruinas.» Contando Leonidas, repito, con este oráculo, y
queriendo que recayese la gloria toda sobre los espartanos únicamente,
creo más bien que licenciaría a los aliados, que no que le desamparasen
tan feamente por ser de contrario parecer los que de él se separaron.
CCXXI. No es para mí la menor prueba de lo dicho la que voy a
referir. Es cierto y probado que Leonidas no solo despidió a los otros,
sino también al adivino Megistias, que en aquella jornada le seguía,
siendo natural da Acarnania y uno de los descendientes de Melampo, a lo
que se decía, quien por las señales de las víctimas les predijo lo que
les había de acontecer; y le despidió para que no pereciese en su
compañía. Verdad es que el adivino despedido no quiso desampararle, y
se contentó con despedir a un hijo suyo, único que tenía, el cual
militaba en aquella jornada.
CCXXII. Despedidos, pues, los aliados obedientes a Leonidas,
fuéronse retirando, quedando sólo con los lacedemonios, los tespienses
y tebanos (94). Contra su
voluntad y a despecho suyo quedaban los tebanos, por cuanto Leonidas
quiso retenérselos como en rehenes; pero con muchísimo gusto los
tespienses, diciendo que nunca se irían de allí dejando a Leonidas y a
los que con él estaban, sino que a pie firme morirían con ellos
juntamente. El comandante particular de esta tropa era Domófilo, hijo
de Diadromas.
CCXXIII. Entretanto, Jerjes al salir el sol hizo sus libaciones, y
dejando pasar algún tiempo a la hora que suele la plaza estar llena ya
de gente, mandó avanzar, pues así se lo había avisado Epialtes, puesto
que la bajada del monte era más breve y el trecho mucho más corto que
no el rodeo y la subida. Íbanse acercando los bárbaros salidos del
campo de Jerjes, y los griegos conducidos por Leonidas, como hombres
que salían a encontrar con la muerte misma (95),
se adelantaron mucho más de lo que antes hacían, hasta el sitio más
dilatado de aquel estrecho, no teniendo ya como antes guardadas las
espaldas con la fortificación de la muralla. Entonces, pues, viniendo a
las manos con el enemigo fuera de aquellas angosturas los que peleaban
en los días anteriores contenidos dentro de ellas, era mayor la riza y
caían en más crecido número los bárbaros. A esto contribuía no poco el
que los oficiales de aquellas compañías, puestos a las espaldas de la
tropa con el látigo en la mano, obligaban a golpes a que avanzase cada
soldado, naciendo de aquí que muchos caídos en la mar se ahogasen, y
que muchos más, estrujados y hollados los unos a los pies de los otros,
quedasen allí tendidos, sin curarse en nada del infeliz que perecía. Y
los griegos, como los que sabían haber de morir a manos de las tropas
que bajaban por aquel rodeo de los montes, hacían el último esfuerzo de
su brazo contra los bárbaros, despreciando la vida y peleando
desesperados.
CCXXIV. En el calor del choque, rotas las lanzas de la mayor parte
de los combatientes espartanos, iban con la espada desnuda haciendo
carnicería en los persas. En esta refriega cae Leonidas peleando como
varón esforzado, y con él juntamente muchos otros famosos espartanos, y
muchos que no eran tan celebrados, de cuyos nombres como de valientes
campeones procuré informarme, y asimismo del nombre particular de todos
los trescientos (96).
Mueren allí también muchos persas distinguidos e insignes, y entre
ellos dos hijos de Darío, el uno Abrocomas y el otro Hiperantes, a
quienes tuvo en su esposa Fragatuna, hija de Artanes, el cual, siendo
hermano del rey Darío, hijo de Histaspes y nieto de Arsames, cuando dio
aquella esposa a Darío, le dio con ella, pues era hija única y
heredera, su casa y hacienda.
CCXXV. Allí murieron peleando estos dos hermanos de Jerjes. Pero
muerto ya Leonidas, encendióse cerca de su cadáver la mayor pelea entre
persas y lacedemonios, sobre quiénes le llevarían, el cual duró hasta
que los griegos, haciendo retirar por cuatro veces a los enemigos, le
sacaron de allí a viva fuerza. Perseveró el furor de la acción hasta el
punto que se acercaron los que venían con Epialtes, pues apenas oyeron
los griegos que ya llegaban, desde luego se hizo muy otro el combate.
Volviéndose atrás al paso estrecho del camino y pasada otra vez la
muralla, llegaron a un cerro, y juntos allí todos menos los tebanos,
sentáronse apiñados. Está dicho cerro en aquella entrada donde se ve al
presente un león de piedra sobre el túmulo de Leonidas. Peleando allí
con la espada los que todavía la conservaban, y todos con las manos y a
bocados defendiéndose de los enemigos, fueron cubiertos de tiros y
sepultados bajo los dardos de los bárbaros, de quienes unos les
acometían de frente echando por tierra el parapeto de la muralla, y
otros, dando la vuelta, cerrábanles en derredor.
CCXXVI. Y siendo así que todos aquellos lacedemonios y tespienses se
portaron como héroes, es fama con todo que el más bravo fue el
espartano Dieneces, de quien cuentan que como oyese decir a uno de los
traquinios, antes de venir a las manos con los medos, que al disparar
los bárbaros sus arcos cubrirían el sol con una espesa nube de saetas,
tanta era su muchedumbre, dióle por respuesta un chiste gracioso sin
turbarse por ello; antes haciendo burla de la turba de los medos,
díjole: -que no podía el amigo Traquinio darle mejor nueva, pues
cubriendo los medos el sol se podría pelear con ellos a la sombra sin
que les molestase el calor. Este dicho agudo, y otros como éste, dícese
que dejó a la posteridad en memoria suya el lacedemonio Dieneces.
CCXXVII. Después de éste señaláronse mucho en valor dos hermanos
lacedemonios, Alfeo y Maron, hijos de Orisanto. Entre los tespienses el
que más se distinguió aquel día fue cierto Detirambo, que así se
llamaba, hijo de Amártidas.
CCXXVIII. En honor de estos héroes enterrados allí mismo donde
cayeron, no menos que de los otros que murieran antes que partiesen de
allí los despachados por Leonidas, pusiéronse estas inscripciones: «Contra tres millones pelearon solos aquí, en este sitio, cuatro mil peloponesios.» Cuyo epígrama se puso a todos los combatientes en común, pero a los espartanos se dedicó éste en particular: «Habla a los lacedemonios, amigo, y diles que yacemos aquí obedientes a sus mandatos.» Este a los lacedemonios al adivino se puso el siguiente: «He
aquí el túmulo de Megistias, a quien dio esclarecida muerte al pasar el
Esperquio el alfanje medo: es túmulo de un adivino que supo su hado
cercano sin saber dejar las banderas del jefe.» Los que honraron a
los muertos con dichas inscripciones y con sus lápidas, excepto la del
agorero Megistias, fueron los Anfictiones, pues la del buen Megistias
quien la mandó grabar fue su huésped y amigo Simónides, hijo de
Leoprepes.
CCXXIX. Entre los 300 espartanos de que hablo, dícese que hubo dos,
Eurito y Aristodemo, quienes pudiendo entrambos de común acuerdo o
volverse salvos a Esparta, puesto que con licencia de Leonidas se
hallaban ausentes del campo, y por enfermos gravemente de los ojos
estaban en cama en Alpenos, o si no querían volverse a ella, ir juntos
a morir con sus compañeros, teniendo con todo en su mano elegir uno u
otro partido de estos, dícese que no pudieron convenir en una misma
resolución. Corre la fama de que, encontrados en su modo de pensar,
llegando a noticia de Eurito la sorpresa de los persas por aquel rodeo,
mandó que le trajesen sus armas, y vestido, ordenó al ilota su criado
que le condujese al campo de los que peleaban, y que el hilota después
de conducirle allí se escapó huyendo; pero que Eurito, metido en lo
recio del combate, murió peleando: el otro, empero, Aristodemo, se
quedó de puro cobarde. Opino acerca de esto, a decir lo que me parece,
que si sólo Aristodemo hubiera podido por enfermo restituirse salvo a
Esparta, o que si enfermos entrambos hubieran dado la vuelta, no
habrían mostrado los espartanos contra ellos el menor disgusto. Pero
entonces, pereciendo el uno y no queriendo el otro morir con él en un
lance igual, no pudieron menos los espartanos de irritarse contra dicho
Aristodemo.
CCXXX. Algunos hay que así lo cuentan, y que por este medio
Aristodemo se restituyó salvo a Esparta; pero otros dicen que,
destinado desde el campo a Esparta por mensajero, estando aun a tiempo
de intervenir en el combate que se dio, no quiso concurrir a él, sino
que esperando en el camino la resulta de la acción, logró salvarse;
pero que su compañero de viaje, retrocediendo para hallarse en la
batalla, quedó allí muerto.
CCXXXI. Vuelto Aristodemo a Lacedemonia, incurrió para con todos en una común nota de infamia, siendo tratado como maldito (97),
de modo que ninguno de los espartanos le daba luz ni fuego, ni le
hablaba palabra, y era generalmente apodado llamándole Aristodemo el
desertor. Pero él supo pelear de modo en la batalla de Platea, que
borrase del todo la pasada ignominia.
CCXXXII. Cuéntase asimismo que otro de los 300, cuyo nombre era
Pantites, que había sido enviado por nuncio a la Tesalia, quedó vivo;
pero como de vuelta a Esparta se viese públicamente notar por infame,
él mismo de pena se ahorcó.
CCXXXIII. Los tebanos a quienes mandaba Leontiades, todo el tiempo
que estuvieron en el cuerpo de los griegos peleaban contra las tropas
del rey obligados de la necesidad; pero cuando vieron que se declaraba
la victoria por los persas, separándose de los griegos que con Leonidas
se retiraban aprisa hacia el collado, empezaron a tender las manos y
acercarse más a los bárbaros, diciendo que ellos seguían el partido de
los medos (y nunca más que entonces dijeron la pura verdad), que habían
sido los primeros en entregar todas sus vidas y haciendas, la tierra y el agua
al arbitrio del rey, que precisados de la violencia habían venido a
Termópilas, ni tenían culpa en el daño y destrozo que había sufrido el
soberano. Por estas razones que en su favor alegaban y de que tenían
allí por testigos a los tesalos, dióseles cuartel, aunque no por eso
lograron muy buen éxito, porque los bárbaros mataron a algunos al
tiempo que los prendían conforme llegaban, y a los más, empezando por
su general Leontiades, se les marcó por orden de Jerjes con las armas o
sello real como viles esclavos. Hijo fue del dicho Leontiades aquel
Eurimaco a quien algún tiempo después, siendo caudillo de 400 soldados
tebanos, mataron los platenses, de cuya plaza se habían apoderado.
CCXXXIV. Así se portaron los griegos en aquel hecho de armas de
Termópilas. Jerjes, haciendo llamar a Demarato, empezó a informarse de
él en esta forma: -«Dígote, Demarato, que eres muy hombre de bien,
verdad que deduzco de la experiencia misma, viendo que cuanto me has
dicho se ha cumplido todo puntualmente. Dime, pues, ahora: ¿cuántos
serán los lacedemonios restantes y cuántos de los restantes serán tan
bravos soldados como éstos? ¿o todos serán lo mismo?» Respondió a esto
Dermarato: -«Grande es, señor, el número de los lacedemonios (98),
y muchas son sus ciudades. Voy a deciros puntualmente lo que de mí
queréis saber. Hay en Lacedemonia la ciudad de Esparta, que vendrá a
tener cosa de 8.000 hombres, y todos ellos guerreros tan valientes,
como los que acaban de pelear aquí. Los demás lacedemonios, si bien son
todos gente de valor, no tienen empero que ver con ellos.» A esto
replicó Jerjes: -«Ahora, pues, Demarato, quiero saber de ti por qué
medio con menos fatiga lograremos sujetar a esos varones. Dímelo tú
que, como rey que fuiste, debes de tener su carácter bien conocido.»
CCXXXV. «Señor, respondió Demarato: miro como un deber en todo rigor
de justicia el descubriros el medio más oportuno, ya que me honráis con
vuestra consulta: este medio sería el que sacaseis vos de la armada 300
naves y las enviaseis contra las costas de Lacedemonia. hay cerca de
ellas una isla que se llama Citera (99),
de la cual solía decir Quilon, el hombre más político y sabio que allí
se vio jamás, que mejor sería a los espartanos que el mar se la
tragase, que no el que sobresaliese del agua, receloso siempre aquel
varón de que por allí había de venirnos algún caso semejante al que
ahora os propongo; no porque él ya previese entonces la venida de
vuestra armada, sino por el recelo que de una armada, cualquiera que
fuese, recibía. Digo, en una palabra, que apoderados los vuestros de
aquella isla, amaguen desde ella contra los lacedemonios y les infundan
miedo. Viéndose ellos de cerca amenazados con una guerra en casa, no
haya temor que intenten esfuerzo alguno para salir al socorro de lo
restante de la Grecia. Domado ya con esto lo demás de la región,
quedará únicamente el estado de la Laconia, flaco ya por sí solo para
la resistencia. Pero si vos no lo hacéis así, ved aquí lo que sucederá:
hay en el Peloponeso un istmo estrecho, en cuyo puerto, coligados y
conjurados contra vos todos los peloponesios, bien podéis suponer que
pelearán con más esfuerzo y valor que no hasta aquí han peleado. Al
revés si seguís mi consejo; sin disparar un tiro de ballesta, el istmo
y todas las plazas por sí mismas se entregarán.»
CCXXXVI. Hallábase presente a este discurso Aquemenes, hermano que
era de Jerjes, y general de las tropas de mar, quien, temeroso de que
se dejase llevar el rey de tal consejo, le habló en estos términos:
-«Veo, señor, que dais oído, y no sé si crédito también, a las palabras
y razones de ese hombre, que mira de mal ojo vuestras ventajas o que os
urde aun algún tropiezo; pues tales son las artes que practican con más
gusto los griegos: envidiar la dicha ajena, y aborrecer a los que
pueden más. Pues si en el estado en que se halla nuestra armada con la
desgracia de haber naufragado 400 naves, sacáis de ella otras 300 para
que vayan a recorrer las costas del Peloponeso, sin duda los enemigos
se hallarán por mar con fuerzas iguales a las nuestras. Unida, al
contrario, la armada entera, a más de que no da lugar a ser fácilmente
acometida, es tan superior, que la enemiga, de todo punto no es capaz
de pelear con ella. A más de que junta así la armada escoltará al
ejército, y el ejército a la armada, marchando al tiempo mismo; al paso
que si hacéis esta separación de escuadras, ni vos podréis ayudarlas ni
ellas a vos. Lo mejor es que deis buen orden en vuestras cosas, sin
entrar en la mira de penetrar los intentos del enemigo, no cuidando del
sitio donde os esperarán armados, de lo que harán, del número de tropas
que puedan juntar. Allá se avengan ellos con sus negocios, que harto en
malhora sabrán cuidarse de ellos; nosotros por nuestra parte cuidemos
de los propios. Y si nos salen al encuentro los lacedemonios y cierran
con el persa, mala se la pronostico; no saldrán sino con la cabeza
rota.»
CCXXXVII. «Bien me parece que hablas, Aquemenes, replicó luego
Jerjes, y como tú lo dices lo haré. No deja Demarato de hablar de buena
fe, diciendo lo que cree que más nos conviene, sólo que no sabe pensar
tan bien como tú; pues esotro de sospechar mal de su amistad y de que
no favorezca mis cosas, no lo haré yo, movido así de lo que él mismo me
previno, como de lo que entraña en sí el asunto. Verdades que un
ciudadano envidia por lo común a otro su vecino, a quien ve ir
prósperos sus negocios, y que con no decirle verdad se le muestra
enemigo. Entra esta clase de gente vengo en concederte que un vecino
consultado fuese un prodigio de rectitud, y esos prodigios son a fe
bien raros. Pero no cabe lo mismo entre huéspedes, ni hay quien quiera
más bien a otro que un extraño a su huésped, a quien ve en buen estado,
del cual si consultado fuere, le responderá siempre lo que tenga por
mejor. Lo que mando y ordeno, en suma, es que nadie en adelante hable
mal de mi buen amigo y huésped Demarato.»
CCXXXVIII. Después de haber pasado este discurso, fuese Jerjes a
pasar por el campo entre los muertos, y allí dio orden que cortada la
cabeza de Leonidas, de quien sabía ser rey y general de los
lacedemonios, fuera levantada sobre un palo. Y entre otras pruebas, no
fue para mí la menor esta que dio el rey Jerjes de que a nadie del
mundo había aborrecido tanto como a Leonidas vivo, pues de otra manera
no se hubiera mostrado tan cruel e inhumano contra su cadáver, puesto
que no sé que haya en todo el mundo gente ninguna que haga tanto
aprecio de los soldados de mérito y valor, como los persas. En efecto,
los encargados de aquella orden la ejecutaron puntualmente.
CCXXXIX. Volveré ahora a tomar el hilo de la historia que dejé algo
atrás. Los lacedemonios fueron los primeros que tuvieron aviso de que
el rey disponía una expedición contra la Grecia, lo que les movió a
enviar su consulta al oráculo de Delfos, de donde les vino la respuesta
poco antes mencionada. Bien creído tengo, y me parece que no sin mucha
razón, no sería muy amigo ni apasionado de los lacedemonios Demarato,
hijo de Ariston, que fugitivo de los suyos se había refugiado entre los
medos, aunque de lo que él hizo, según voy a decir, podrán todos
conjeturar si obraba por el bien que les quisiese o por el deseo que de
insultarles tenía (100).
Lo que en efecto hizo Demarato, presente en Susa, cuando resolvió
Jerjes la jornada contra la Grecia, fue procurar que llegase la cosa a
noticia de los lacedemonios; y por cuanto corría el peligro de ser
interceptado el aviso, ni tenía otro medio para comunicárselo, valióse
del siguiente artificio: Tomó un cuadernillo de dos hojas o tablillas;
rayó bien la cera que las cubría, y en la madera misma grabó con letras
la resolución del rey. Hecho esto, volvió a cubrir con cera regular las
letras grabadas, para que el portador de un cuadernillo en blanco no
fuera molestado de los guardas de los caminos. Llegado ya el correo a
Lacedemonia, no podían dar en el misterio los mismos de la ciudad,
hasta tanto que Gorgo, hija que era de Cleomenes y esposa de Leonidas,
fue la que les sugirió, según oigo decir, que rayesen la cera, habiendo
ella maliciado que hallarían escrita la carta en la misma madera.
Creyéronla ellos, y hallada la carta y leída, enviáronla los demás
griegos.
Libro VIII.
Urania.
Reseña de la armada griega reunida en Artemisio, donde
es atacada por la de Jerjes, y después de dos combates se retira hacia
Salamina. - Conducen los tesalos a los persas contra la Fócida: origen
de las reyertas entre los tesalos, y focenses. - Avanza Jerjes
dividiendo su ejército, pero la columna que debía saquear a Delfos huye
a vista de los prodigios que le suceden. - Los atenienses abandonan su
ciudad, embarcándose para Salamina: aumento de la escuadra griega. -
Jerjes se apodera de Atenas y su ciudadela, incendiándola. -
Temístocles persuade a los griegos a dar batalla en Salamina. - Convoca
Jerjes a los jefes de marina para oír su dictamen, y Artemisa se opone
a que se ataque a los griegos. - Las tropas coligadas del Peloponeso
fortifican el istmo contra el cual se dirige el ejército persa, y los
de la escuadra se empeñan en abandonar a Salamina: proyecto que combate
Temístocles. Astucia de éste para obligar a los griegos a pelear en
Salamina: descripción de aquella batalla naval. - Temor de Jerjes y su
retirada a Persia, dejando a Mardonio con trescientos mil hombres. -
Política de Temístocles. - Alejandro de Macedonia es enviado por
Mardonio de embajador a los atenienses para atraerlos a su alianza, que
rehusan ellos.
I. De este modo, pues, dicen que pasaron los acontecimientos; por lo
que mira a la armada de los griegos, iban en ella los siguientes: los
atenienses suministraban 127 naves (1),
a cuyo armamento concurrían con ellos los de Platea, quienes, bien que
rudos e ignorantes en la náutica, por su valor y brío se mostraban
prontos a embarcarse. Los corintios daban 40 naves; los megarenses 20,
y los de Cálcide armaban otras 20, que los atenienses les habían
prestado; contribuían con 48 los eginetas; con 12 los sicionios; con 10
los lacedemonios; con ocho los epidaurios; los de Eretria con siete;
con dos los de Estira, y los de Ceo (2) con dos naves y dos penteconteros; los Locros Opuncios habían venido con otros siete penteconteros o galeotas de socorro.
II. Estos eran los que militaban en la armada que se hallaba en
Artemisio. Dije ya con cuántas naves habla allí concurrido cada una de
las ciudades en particular; añado ahora que el número total de galeras
recogidas en Artemisio, sin contar las galeotas, subía a 271. El
almirante general, a quien todos obedecían, era Euribiades, hijo de
Euriclides, nombrado por los espartanos; y la causa de nombrarle había
sido porque los confederados habían protestado que si un Lacon no les
mandaba, antes que militar a las órdenes de los generales atenienses,
se desharía la armada que estaba a punto de reunirse.
III. Nació dicha protesta del rumor que corría ya al principio, aun
antes de que pasasen a Sicilia los embajadores encargados de atraerla a
la común alianza, de que sería menester confiar el mando de la marina a
los atenienses. Viendo éstos la oposición declarada de los
confederados, cedieron de su pretensión, por el gran deseo que tenían
de que quedase salva la Grecia, persuadidos de que iba sin duda a
perecer si se dividía en bandos sobre el mando: justa reflexión, siendo
una sedición doméstica tanto peor que una guerra concorde, cuanto es
peor la guerra que la paz. Gobernados, pues, por este principio, no
quisieron porfiar por el mando, antes prefirieron cederlo por sí mismos
hasta tanto que viesen que los aliados necesitaban mucho de sus
fuerzas; designio de que dieron buenas muestras más adelante, porque
echado y rebatido el persa, cuando se trataba ya de volverle la guerra
allá en su misma casa, valiéndose de las violentas insolencias, de
Pausanias como de pretexto, despojaron del imperio a los lacedemonios,
cosa que Pasó después de las que aquí referimos.
IV. Sucedió entonces a los griegos de la armada que se habían
apostado en Artemisio, que como viesen tantas naves juntas en Afetas, y
que todo hervía en tropas, cosa que les sorprendió por parecerles que
las fuerzas de los bárbaros subían de punto mucho más de lo que se
habían imaginado, poseídos de miedo trataban de huir del cabo, o irse a
refugiar en lo más interior de la Grecia. Penetrado este designio por
los naturales de Eubea, suplicaron a Euribiades tuviese a bien de
quedarse allí un poco, hasta que ellos tuviesen tiempo para poner en
salvo a sus hijos y domésticos; y como no viniese en ello Euribiades,
pasaron a negociar con el comandante de Atenas Temístocles, con quien
pactaron darle treinta talentos, con tal que apostados los griegos
delante de Eubea diesen allí la batalla naval.
V. He aquí el artificio de que se valió Temístocles para retener
allí a los griegos. De los treinta talentos mencionados dio cinco a
Euribiades, como que se los regalaba de su bolsillo. Ganado ya y
persuadido el general con estas dádivas, quedaba aun por conquistar
Adimanto, hijo de Ocito y jefe de los corintios, que era el único que
le resistía, empeñado en querer hacerse a la vela y desamparar a
Artemisio. Encaróse Temístocles con él, y echando un juramento, hablóle
así: -«Por los dioses, que tú no has de dejarnos; yo te prometo darte
tanto dinero y aun más del que te diera el mismo rey de los medos a fin
de que desamparases a tus aliados.» Y no bien acabó de decir esto,
cuando envió a la nave de Adimanto tres talentos de plata.
Quebrantados, pues, éstos con aquellas dádivas, mudaron de resolución,
y él satisfizo el deseo de los de Eubea, granjeando para sí, sin que
nadie lo notase, lo restante del dinero, con tal disimulo, que los
mismos con quienes había repartido aquella cantidad estaban creídos de
que le había venido de Atenas, destinada para aquel efecto.
VI. Logróse por este medio que se quedasen en Eubea y entrasen en
combate las naves griegas, lo que se verificó del siguiente modo:
Después que los bárbaros llegados a Afetas vieron por sus mismos ojos
al hacerse de día lo que ya antes habían oído, que unas pocas naves
griegas estaban apostadas cerca de Artemisio, tenían mucho deseo de dar
sobre ellas a ver si podrían apresarlas. Pero con todo no les pareció
embestirlas de frente, por el recelo de que los griegos, si los veían
ir contra ellos, no echasen a huir y la noche les librase después de
sus manos, como sin duda hubiera sucedido, y también porque, según
ellos decían, el golpe debía ser tal, que ni uno solo se les escapase
para dar noticia a los enemigos (3).
VII. Bajo este supuesto, tomaron así las medidas. Escogieron 200
naves de la armada, y las enviaron, a fin de que no fuesen vistas de
los enemigos, por detrás de Esciato a dar la vuelta de Eubea, queriendo
que por delante de Cafarea (4)
y por cerca de Geresto navegasen hacia el Euripo. El designio que
tenían era el coger en medio y cerrar a los griegos, llegando por
aquella parte las 200 naves que les cortasen el paso para la retirada,
y embistiendo las demás de la armada por la parte contraria. Tomada
esta resolución, hicieron partir a las naves más ligeras destinadas ha
hacer aquel rodeo: las demás no tenían ánimo de acometer aquel día a
los griegos, ni de hacerlo absolutamente hasta que las que daban la
vuelta les hiciesen señal de que ya se acercaban. Entretanto, pues, que
iban a hacer su giro las 200 naves, pasaban revista los bárbaros, y
contaban las que restaban en Afetas.
VIII. Mientras que se hacía aquella reseña de la armada, hallándose en el campo cierto Escilias, escioneo (5),
el mejor buzo que entonces se conocía (como lo mostró bien en el
naufragio sucedido en las costas de Pelio, en que sacando salvas del
profundo grandes riquezas para los persas, supo para sí acumular
también muchas); hallándose, repito, resuelto de muchos días atrás a
pasarse a los griegos sin haber podido hallar modo de hacerlo
aprovechóse, entonces de la ocasión de la reseña. De qué manera desde
allí se pasase a los griegos, confieso que no acabo de entenderlo, y
mucho me maravillara de lo que se dice sobre la habilidad del buen
buzo, si lo tuviera por verdadero; pues corre la voz de que echándose
al mar, y partiéndose de Efetas, no paró hasta llegar a Artemisio,
pasando bajo del agua, como si nada fuera, 80 estadios de mar. Mil
maravillas más son las que se cuentan de aquel hombre, que parte son
muy parecidas a la fábula, parte quizá serán verdaderas. Mi voto acerca
de este punto no es otro sino que llegaría en algún barco a Artemisio.
Lo cierto es que, llegado allá, dio cuenta a los generales griegos del
naufragio padecido y de las naves destinadas a dar la vuelta a Eubea.
IX. Habida la noticia, entraron en consejo los griegos sobre el
caso, y entre muchos pareceres que allí se dieron, túvose por el mejor
el de quedarse firmes en el puesto todo aquel día, pero que después de
la media noche alzasen ancla y se fuesen a encontrar con las naves
dichas que venían por aquel rodeo. Tomada esta determinación, viendo
que nadie salía por entonces a acometerles, esperando la tarde de aquel
mismo día, fuéronse hacia la escuadra de los bárbaros de Efetas,
queriendo hacer una prueba de cómo peleaban los griegos y cómo con las
naves acometían.
X. Cuando los soldados de Jerjes, así como los generales, les vieron
venir contra sí con tan pocas galeras, tomándoles por unos insensatos,
dispusieron por su parte las naves, confiados de que con mucha
facilidad les apresarían, y confiados no sin mucho fundamento, viendo
cuán pocas eran las galeras de los griegos, y que las suyas propias,
siendo en número superiores, les hacían también ventaja en la
velocidad. Por esto, pues, y por el desprecio que de los griegos
hacían, cerráronles en medio de su escuadra. Entonces aquellos jonios,
que en su interior favorecían a los griegos, y que a despecho suyo
militaban contra ellos, tuviéronles mucha compasión viéndoles rodeados
de naves enemigas, y dando por cierto que ni uno podría escapárseles:
tan flacas les parecían las fuerzas de la armada griega. Pero todos los
que se alegraban de verles metidos en aquel trance, iban a porfía a ver
quién sería el primero que apresase una galera ática, esperando ser por
ello del rey galardonados, pues entre las tropas del enemigo era mucha
la fama y reputación de los atenienses.
XI. Luego que se dio a los griegos la primera señal para cerrar,
dirigidas las proas contra los bárbaros, volvieron las popas hacia el
medio del circulo que formaron, y a la segunda señal que se les hizo,
emprendieron el ataque, bien que reducidos dentro de un espacio muy
corto, y embistieron de frente al enemigo. Apresaron allí treinta naves
de los bárbaros, e hicieron prisionero a Fileon, hijo de Querbis y
hermano de Gorgo, rey de los Salaminios, sujeto de cuenta y reputación
en la armada enemiga. El primero entre los griegos que apresó una
galera a los contrarios y que se llevó la palma de aquella refriega fue
el ateniense Licomedes, hijo de Escreas. La noche, que sobrevino,
dividió a los que combatían en aquella batalla marítima con fortuna
varia y victoria indecisa. Los griegos dieron la vuelta a su Artemisio,
y los bárbaros a su Efetas, habiéndoles salido el choque muy al revés
de lo que se prometían. Durante este combate no hubo otro griego de los
que servían al rey que se pasase a los griegos sino sólo el lemnio
Antidoro, a quien en recompensa de este beneficio dieron los atenienses
su porción y heredad en Salamina.
XII. Venida la noche, aunque se hallaban en medio de la estación
misma del verano, levantóse un temporal deshecho de lluvia que duró
toda ella, acompañado de espantosos truenos de la parte del monte
Pelio. Los cadáveres y fragmentos de las galeras que habían naufragado,
echados por las olas hacia Efetas, y revueltos alrededor de las proas
de las naves, impedían el juego a las palmas de los remos. Las tropas
navales que esto allí oían (6),
entraron en la mayor consternación, recelosas de que iban sin falta a
perecer, según era su presente desventura, pues no habiendo todavía
respirado bien del susto y ruina del naufragio y tormenta padecida
cerca de Pelio, acababa de asaltarles aquella fuerte refriega naval; y
después de la refriega sobreveníales entonces un recio temporal, con
una tan grande avenida de los torrentes hacia el mar y con tan furiosa
tronada. Con tales sustos pasaron aquella noche.
XIII. Pero durante ella dejóse sentir tanto más terrible a los
persas que navegaban alrededor de Eubea, cuanto les cogió en medio del
mar, dando al cabo con todos ellos a pique, pues cogiéndoles aquella
tormenta y lluvia cuando se hallaban delante de Cela (7),
lugar de Etiben, llevados del viento sin saber hacia dónde, iban a
naufragar en las peñas de la costa. No parece sino que Dios procuraba
por todos los medios igualar las fuerzas de la armada persiana con las
de la griega, no queriendo que le fuese muy superior. De esta manera se
perdieron aquellos persas en Cela de la Eubea.
XIV. Los bárbaros que se hallaban en Efetas, cuando les amaneció la
luz muy deseada del otro día, estuviéronse bien quietos en sus naves,
teniendo a mucha dicha poder descansar entonces después de tanta fatiga
y trabajo. A los griegos viniéronles de refresco 53 galeras más de
Atenas, las cuales les animaron mucho con su socorro: ni les alentó
menos la nueva que al mismo tiempo les vino de cómo todos los bárbaros
que daban la vuelta a Eubea habían naufragado en aquella pasada
tormenta. Con esto, esperando la misma hora que el día anterior,
salieron de su alojamiento, y se dejaron caer sobre las naves de la
Cilicia, y después de haberlas maltratado, llegada ya la noche dieron
vuelta hacia Artemisio.
XV. Venido el día tercero, los jefes de los bárbaros, así por
parecerles una indignidad que les parase tan mal una armada tan corta,
como por miedo de lo que diría y haría Jerjes contra ellos, no
esperaron ya que los griegos vinieran a acometerles, antes habiendo
exhortado a su gente salieron ellos con su armada cerca del medio día.
Hizo la suerte que por aquellos mismos días en que se dieron aquellas
batallas marítimas se dieran puntualmente en Termópilas los combates
por tierra. Todo el empeño de la armada naval de los griegos se
encaminaba a guardar el Euripo, no menos que el de Leonidas con su
gente a impedir la entrada por aquel paso. Así que animábanse los
griegos unos a otros para no dejar que penetrasen los bárbaros dentro
de la Grecia, y los bárbaros, por el contrario, se esforzaban a abrirse
aquel paso por encima del destrozo del ejército griego.
XVI. Entretanto que formada en batalla la escuadra de Jerjes se
dirigía hacia los griegos, estábanse quietos éstos en Artemisio. Habían
los bárbaros dispuesto la escuadra en forma de media luna con ánimo de
cerrar en medio a los griegos, quienes al aproximarse ya el enemigo,
sin esperar más tiempo salieron a recibirlo y a cerrar con él, y
pelearon de modo que la victoria quedó indecisa; porque si bien la
armada de Jerjes, impedida por su misma enormidad y muchedumbre, no
hacía sino dar contra si misma, perturbado el curso de sus galeras, que
por necesidad embestían unas con otras, tenían con todo por suma mengua
el retirarse de la batalla siendo tan pocas las naves enemigas. Ni por
esto perecieron pocas naves y poca gente de los griegos, si bien mucho
mayor fue la pérdida en naves y en gente de los bárbaros. Salieron al
cabo unos y otros de la refriega con el resultado que acabo de expresar.
XVII. En esta batalla naval los que entre todos los soldados de
Jerjes mejor se portaron fueron los egipcios, quienes entre otras
proezas que hicieron lograron apresar cinco naves griegas con toda la
tripulación. De todos los griegos los que mejor hicieron aquel día su
deber fueron los atenienses, y entre éstos hízolo con mucha
especialidad Clinias,hijo de Alcibíades (8), quien con una galera propia y armada a costa suya con 200 hombres servía en la armada.
XVIII. Después que las dos armadas se separaron con gusto de
entrambas, fuese cada cual con mucha prisa a su respectivo puesto.
Separados los griegos del choque, lo primero que procuraron fue recoger
los muertos y los fragmentos del naufragio. Pero viéndose todos muy mal
parados, y no menos que los otros los atenienses, cuyas galeras se
hallaban por mitad destrozadas, sólo pensaban en irse retirando hacia
lo interior de la Grecia.
XIX. Haciendo allí Temístoctes reflexión de que si podía lograr que
desamparase la armada del bárbaro la gente de la Jonia y de la Caria,
sería factible que alcanzasen los griegos la victoria sobra lo restante
de ella, al tiempo que los naturales de Eubea conducían sus ganados
hacia la playa, juntó a los generales y les dijo que le parecía haber
discurrido un medio con el cual esperaba poder alcanzar que las mejores
tropas del bárbaro se le separasen de la armada. Por entonces no
descubrió más de lo que meditaba; sólo les añadió que en las
circunstancias presentes juzgaba que lo que debía hacer cada uno era
matar cuanto ganado quisiese de los rebaños de Eubea, pues valía más
que el ejército se aprovechara de él, que no los enemigos. Con esto les
avisó que cada jefe mandase a su gente encender sus fuegos para cocer
las reses; que acerca del tiempo de la retirada, a su cuenta corría el
que todos regresasen salvos a la Grecia. A todos pareció bien el aviso,
y encendidos los fuegos, se echaron sobre el ganado.
XX. Es de saber que los de Eubea, no contando con un oráculo de
Bacis, como si nada dijese, ni habían cuidado de sacar nada de su casa
ni de introducirlo, considerando que estaban en vísperas de una guerra,
y con esto habían dejado sus cosas expuestas a una total perdición y
ruina. Y decía en este punto el oráculo de Bacis:
Cuando el bárbaro imponga al mar yugo de biblo,
harás que balen tus cabras lejos de Eubea.
Como los de Eubea, pues, en nada se hubiesen aprovechado de tales
versos, ni en medio de las calamidades que ya padecían, ni con el miedo
de las que les amenazaban, aguardábales sin duda la última miseria y
desastre.
XXI. Mientras que en esto se ocupaban, llegósele la atalaya que
tenían en Traquina, pues que los griegos no sólo en Artemisio habían
puesto por atalaya a Polias, natural de Anticira, con un barco pronto y
prevenido para dar aviso a los de Termópilas, en caso de que tuviese su
armada algún encuentro y fracaso con la enemiga, sino que se hallaba
del mismo modo cerca de Leonidas con una galeota de 30 remos a punta el
ateniense Abrónico, hijo de Lisicles, para informar luego a los que
estaban en Artemillo de cualquiera novedad que sucediese a las tropas
de tierra. Fue, pues, dicho Abrónico la atalaya que viniendo dio cuenta
de lo sucedido a Leonidas y a su gente. Al oír los griegos aquella
nueva, no pensaron en dilatar un punto la retirada, sino que por el
orden en que se hallaban anclados, empezaron a partirse los primeros
los de Corinto, los últimos los de Atenas.
XXII. Escogiendo Temístocles entonces de la escuadra de Atenas las
naves más ligeras, fue siguiendo con ellas los lugares de la aguada,
dejando grabadas en las piedras vecinas a la misma unas letras, que
llegados el día después a Artemisio pudieran leer los jonios. Decían
así las letras: «Varones jonios, no obráis bien en hacer guerra a
vuestros padres y mayores, ni en reducir la Grecia a servidumbre. La
razón quiere que os pongáis de parte nuestra. Y si no tenéis ya en
vuestra mano hacerlo así, por lo menos podéis aun ahora retiraros
vosotros mismos de la armada que nos persigue, y pedir a los carios que
hagan lo que os vieren hacer; y si ni lo uno ni lo otro pudiereis
ejecutar por hallaros tan agobiados con ese yugo, y tan estrechamente
atados que no podáis levantaros contra el persa, lo que sin falta
podréis hacer es, que entrando en algún combate, os lo estéis mirando
con vigilante descuido, teniendo presente que sois nuestros
descendientes y sois aún la causa del odio que desde el principio nos
cobró ese bárbaro.» A decir lo que sospecho, esto lo escribía
Temístocles con estilo doble y con un rasgo de política finísima, o
para lograr que los jonios, desertando del persa, se pasasen a su
armada, si no llegaban las letras a oídos del rey, o para que éste
tuviese por sospechosos a los jonios y les impidiese entrar en batalla
naval, si le contaban lo acaecido y ponían mal a sus ojos la fe de los
jonios.
XXIII. Apenas acababa Temístocles de escribir esto en la aguada,
guando un hombre natural de Histiea llegó en un barco a dar la noticia
a los bárbaros de que los griegos huían de Artemisio. Ellos, por no
fiarse del espía, aseguráronse de su persona, poniéndole preso
entretanto que despachaban unas naves ligeras que fuesen a ver lo que
había. Vueltas éstas con la noticia de lo que realmente pasaba, al
salir el sol, toda la armada junta púsose en viaje en dirección de
Artemisio, en donde, haciendo alto hasta el medio día, encaminóse
después para Histiea. Llegados allá los bárbaros, apoderáronse de la
ciudad de los histieos y de una parte de la Helopia, y fueron corriendo
y talando todas las aldeas marítimas de la Histieótida.
XXIV. Estando así las cosas, despachó Jerjes un pregonero a su
armada, después de dar sus providencias acerca de los muertos de los
suyos, y mandando recoger todos los demás cadáveres que de su ejército
habían perecido (y no bajaban de 20.000 los que en Termópilas murieron)
hizo enterrarles en unas fosas abiertas a este fin y cubiertas otra vez
con tierra, y disimuladas con hojarasca allí tendida para que no lo
echase de ver la gente de su marina. Luego que vino a Histiea el
pregonero, mandando juntar toda la gente de la armada, publicóles este
bando: «Gente de guerra, el rey Jerjes da licencia al que de vosotros
la quiera, para que dejando este puesto, y viniendo al campo, vea cómo
peleó el monarca con estos griegos insensatos y temerarios, que
esperaban poder más que su ejército.»
XXV. Publicado el bando, de nada hubo luego en la escuadra tanta
falta como de barcos en que pasar a Termópilas: tantos eran los que
querían concurrir al espectáculo. Pasados allá, miraban los cadáveres
discurriendo por medio de ellos, bien asegurados todos de que eran
dichos muertos lacedemonios y tespienses, pues veían en otro traje a
los ilotas, tendidos allí mismo. Pero a nadie se le pasó por alto el
artificio y disimulo que usó Jerjes con sus muertos; parecióles antes a
todos una cosa ridícula que se dejasen ver 1.000 de sus soldados
tendidos, y que los enemigos, en número de 4.000, estuviesen allí
juntos y recogidos en un mismo sitio. Este día entero lo gastaron en
aquel espectáculo, pero el día después dieron unos la vuelta para sus
naves a Histiea, y los del ejército de Jerjes se dispusieron para la
marcha.
XXVI. Entretanto, ciertos aventureros naturales de Arcadia, pocos en
número, faltos de medios y deseosos de tener a quien servir para
ganarse la vida, se pasaron a los persas. Conducidos a la presencia del
rey, preguntáronles los persas, llevando uno la voz en nombre de todos,
qué era lo que entonces estaban haciendo los griegos. Respondieron
ellos que celebraban los juegos olímpicos, habiendo concurrido a los
certámenes gímnicos y corridas de caballos. Preguntó el persa cuál era
el premio propuesto por cuyo goce contendían, a lo que respondieron que
la presea consistía en una corona de olivo que allí se daba. Entonces
fue cuando oyendo esto Tritantegmes, hijo de Artabano, prorrumpió en un
dicho finísimo, si bien le costó ser tenido del rey por traidor y
cobarde; pues informado de que el premio, en vez de dinero, era una
guirnalda, no pudo contenerse sin decir delante de todos: -«Bravo,
Mardonio, ¿contra qué especie de hombres nos sacas a campaña, que no se
las apuestan sobre quién será más rico, sino más virtuoso?»
XXVII. En el intermedio del tiempo que pasó después del choque y
estrago de Termópilas, los tesalos, sin esperar más, enviaron un
mensajero a los focenses, movidos de la aversión y odio que siempre les
tenían, y mucho más después de su último destrozo, de manos de ellos
recibido; pues en una expedición que los tesalos con sus aliados habían
hecho no muchos años antes que el rey se dirigiese contra la Grecia,
juntando todas sus fuerzas habían sido vencidos de los focenses y
pésimamente tratados. He aquí cómo pasó: obligados los focenses a
refugiarse en el Parnaso, tenían en su compañía al adivino Telias,
natural de Elida, quien halló una estratagema oportuna para la
venganza. Embarnizó con yeso a los focenses los más valientes del
ejército, cubriéndolos de pies a cabeza con aquella capa, no menos que
sus armas todas: dándoles después la orden de que matasen a cualquiera
que no viesen blanquear, acometió de noche a los de Tesalia. Los
centinelas avanzados de los tesalos, los primeros que los vieron,
quedaron cogidos de pasmo, pensando que eran fantasmas blancas o
apariciones. Tras este terror de los guardias, espantóse de modo todo
el ejército, que los focenses lograron dar muerte a 4.000 tesalos, y
apoderarse de sus escudos, de los cuales consagraron una mitad en Abas
y la otra segunda en Delfos. El diezmo del botín que en aquella
recogieron, parte se empleó en hacer unas grandes estatuas que están
colocadas delante del camarín de Delfos alrededor de la Trípode, parte
en alzar en Abas (9) otras tantas como las de Delfos.
XXVIII. Así maltrataron los focenses la infantería de los tesalos
que les tenía bloqueados, y dieron un golpe mortal a la caballería, que
iba a hacer sus correrías por la tierra; porque allá cerca de
Hiampolis, en la entrada misma del país, abriendo una gran zanja,
metieron dentro unos cántaros vacíos y echando tierra por encima hasta
igualar la superficie de ella con lo demás del terreno, recibieron allí
a los jinetes tesalos que les acometían, los cuales, llevados a rienda
suelta como quienes iban ya a coger a los focenses, dieron en los
cántaros, con que su caballería quedó manca y estropeada.
XXIX. Ahora, pues, movidos los tesalos del rencor que mantenían
contra los focenses, nacido de estas dos pérdidas, por medio de su
mensajero les hablaron en estos términos: -«Al cabo, oh focenses,
vueltos ya de vuestro error, confesareis que no sois tan grandes como
nosotros. Ya antes entre los griegos, cuando nos placía seguir su
partido, éramos siempre tenidos en más que vosotros, y al presente
podemos tanto con el bárbaro, que en nuestra mano está no sólo el
privaros de vuestras posesiones, pero aun el haceros a todos esclavos.
Pero no quiera Dios que, pudiendo tanto, empleemos todo nuestro poder
en vengarnos de vosotros. Contentámonos con que en recompensa de
vuestras injurias nos deis 50 talentos de plata, y salimos garantes de
que no se os hará el daño que amenaza a vuestra tierra.»
XXX. Esto fue lo que los tesalos enviaron a decirles. En aquellos
contornos los focenses eran los únicos que no seguían el partido de los
medos (10); y esto, a lo
que por buenas razones alcanzo, no por otro motivo sino por la
enemistad con los tesalos, tanto que si los tesalos estuvieran por los
griegos, hubieran los focenses estado por los medos, a lo que
conceptúo. A la propuesta hecha por los de Tesalia respondieron los
focenses: que no tenían ni un óbolo que esperar de ellos; que si ellos
propios quisieran, en su mano tenían el ser tan medos como los tesalos
mismos; pero que no pensaban en ser, sin más ni más, sólo por su gusto,
traidores a la Grecia.
XXXI. Recibida tal respuesta e irritados por ella los tesalos contra
los focenses, resolviéronse a servir de guía al bárbaro en su camino.
Desde la comarca Traquinia entráronse por la Dórida (11),
pasando por aquella punta estrecha de la misma que de ancho no tiene
más de 30 estadios, y viene a caer entre los límites de la Mélida y do
la Fócida. Llamábase antiguamente la Driopida, cuya región es madre
patria de los dorieos que habitan el Peloponeso. Los bárbaros, pasando
por ella, no hicieron allí hostilidad ninguna, así por ser amiga de los
medos, como por no parecerles bien a los tesalos el que la hicieran.
XXXII. Pero dejada ya la Dórida y entrados en la Fócida, no pudieron
haber a las manos a los focenses; pues una parte de éstos se habían
subido a las eminencias del Parnaso, cuya cima, puesta enfrente de la
ciudad de Neona, es tan capaz que parece hecha de propósito para dar
acogida a mucha gente. A esta cima, llamada Titorca, donde antes ya
habían puesto en seguridad sus cosas, habíase, como digo, subido y
refugiado una parte de los focenses; pero otra más crecida de los
mismos, habiendo pasado hacia los Locros Ozolas (12),
se acogió a la ciudad de Anfisa, que está situada sobre la llanura
Crisea. No pudiendo, pues, los bárbaros dar con los focenses, hicieron
correrías por toda la tierra de Fócida, guiando los tesalos el
ejército, y cuanto a las manos les venía todo lo incendiaban y talaban,
pegando fuego a las ciudades y a los templos.
XXXIII. Y en efecto, marchando por las orillas del río Cefiso, todo
lo arruinaban, abrasando las ciudades de Drimo, de Caradra, de Eroco,
de Tetronio, de Anficea, de Neona, la de los Pedieses, la de los
Triteses juntamente con la de Elatia, la de Hiampolis, la de
Parapotamios y la de Abas (13).
En esta última había un rico templo de Apolo adornado de muchos tesoros
y donativos, y en él también había ya entonces su oráculo como lo hay
al presente, todo lo cual no impidió que después de saqueado el
santuario no fuese entregado a las llamas. Prendieron a algunos
focenses persiguiéndolos por los montes, y de algunas prisioneras
abusaron tanto los bárbaros, tantos en número, que acabaron con la vida
de las infelices.
XXXIV. Dejados atrás los Parapotemios, llegaron los bárbaros a
Panopees. Desde allí, dividido el ejército, separóse en varios trozos:
el mayor y más poderoso cuerpo de tropas, que llevando al frente a
Jerjes marchaba hacia Atenas, se entró por la región de los beocios, la
vuelta de la ciudad de los Orcómenos (14).
La nación toda de los beocios era de la devoción de los medos: en todas
las ciudades de la Beocia presidían ciertos hombres de Macedonia que
había distribuido en ellas Alejandro para su resguardo (15),
queriendo dar a Jerjes una prueba palpable de que todos los beocios
seguían su parcialidad. Por dicho camino marchaban, pues, los bárbaros
del mencionado cuerpo.
XXXV. Otro cuerpo de ellos, llevando sus guías, marchaba hacia el
templo de Delfos, costeando el Parnaso, que tenían a la derecha; y
estos asimismo entregaban a sangre y fuego cuanto delante se les ponía;
tanto, que incendiaron tres ciudades, la de los penopees, la de los
daulios y la de los eólidas (16).
El motivo por que dicha división de tropa hacía esta jornada, era el
intento de saquear el templo de Delfos y presentar al rey Jerjes
aquellos ricos despojos. En efecto, Jerjes, a lo que tengo entendido,
sabía mejor los tesoros que había allí dignos de estima y
consideración, que no los que dejaba él mismo en su palacio, siendo
muchos los que de ellos le avisaban, y en especial de las ofrendas que
hizo allí Creso, el hijo de Alistes.
XXXVI. Los naturales de Delfos, informados de lo que pasaba, se
llenaron de pasmo y horror, y poseídos de la pasión, consultaban a su
oráculo lo que debían hacer de aquellos bienes y muebles sagrados, si
sería acaso mejor esconderlos bajo tierra, o pasarlos a otra región.
Pero aquel su dios no permitió que los tocasen de su lugar, diciendo
que él por sí sólo era bastante a cubrir y defender sus cosas sin
auxilio ajeno. Con tal respuesta aplicáronse los de Delfos a mirar por
sus vidas y personas; y habiendo hecho pasar a sus hijos y mujeres a la
Acaya, subiéronse casi todos a las cumbres del Parnaso y se refugiaron
en la cueva Coricia, si bien algunos se escaparon a Anfisa, la de los
Locros. Todos los de Delfos, en suma, desampararon su ciudad, fuera de
60 varones que con el adivino (17) allí se quedaron.
XXXVII. Al estar tan cerca los bárbaros invasores que ya alcanzaban
a ver el templo, entonces el adivino Acerato, que así se llamaba,
observa y ve delante del templo mismo unas armas sagradas, que de lo
interior del santuario habían sido allí transferidas, armas que sin
horrendo sacrilegio de mano de ningún hombre podían ser tocadas. Vase
el adivino a dar noticia del prodigio a los delfios que allí quedaban,
cuando en este intermedio de tiempo, acercándose los bárbaros a toda
prisa y estando ya delante del santuario de Minerva la Pronea,
sobrecógenles nuevos portentos mucho mayores que el que llevo notado (18).
No digo que no fuese un prodigio estupendo el que se dejasen ver allí
delante del templo unas armas de guerra salidas fuera de él por sí
mismas; repito, sí, que los portentos que a este primero se siguieron
son los más maravillosos que jamás en el mundo hayan sucedido; porque
al ir a acometer ya a la capilla los bárbaros vecinos de Minerva
Pronea, caen sobre ellos unos rayos vibrados del cielo, dos riscos
desgajados con furia de la cumbre del Parnaso bajan precipitados hacia
ellos con un ruido y fracaso espantosos, cogen y aplastan a no pocos, y
dentro del templo mismo de la Pronea se levanta grande algazara y
gritería.
XXXVIII. Con tanto prodigio junto en un mismo tiempo y lugar,
apoderóse de los bárbaros el asombro y pavor, y avisados los delfios de
que tomaban la fuga, bajaron del monte e hicieron en ellos gran
destrozo y matanza. Los que de ella se libraron íbanse en derechura
escapando a la Beocia, diciendo, ya restituidos a ella, según he oído
referir, que otros prodigios habían visto todavía, pues dos hoplitas o
infantes, cuyo talle y gallardía eran cosa menos humana que divina, les
iban persiguiendo en la fuga.
XXXIX. Pretenden los delfios que eran estos infantes los dos héroes
paisanos suyos, Filaco y Antonoo, cuyas capillas están cerca del
templo; la de Filaco, al lado mismo del camino sobre el santuario de
Pronea; la de Antonoo, cerca de Castalia, bajo la cumbre Hiampia. Los
peñascos caídos del Parnaso se conservan aun en mis días echados en la
capilla de Minerva Pronea, a la cual fueron a parar pasando por medio
de los bárbaros. Tal fue la retirada del destacamento enviado al templo.
XL. La armada naval de los griegos, salida de Artemisio, fuese a ruego de los atenienses a dar fondo en Salamina (19).
La mira que obligó a los atenienses a pedirles que se apostasen cerca
de Salamina con sus naves, fue para ganar tiempo en que sacar del Ática
a sus hijos y mujeres, y asimismo para deliberar lo que mejor les
convendría en aquellas circunstancias, viéndose precisados a tomar una
nueva resolución, puesto que no les había salido la cosa como pensaban,
porque estando creídos de que hallarían las tropas del Peloponeso
atrincheradas en la Beocia para recibir allí al enemigo, hallaron que
nada de esto se hacía, antes bien entendieron que se estaban aquellas
fortificando en el istmo por la parte del Peloponeso, y que puesto todo
su cuidado en salvarse a sí mismas, tenían empleadas sus guarniciones
en la guarda de su país, dejando correr lo demás al arbitrio del
enemigo. Con estas noticias resolviéronse a suplicar a los griegos que
mantuviesen la armada cerca de Salamina.
XLI. Así que, retiradas las otras escuadras a Salamina y vueltos a
su patria los atenienses, luego de llegados mandaron publicar un bando,
para que «cada ciudadano salvase como pudiese a sus hijos y familia,»
en fuerza del cual los más enviaron los suyos a Trecena (20),
otros a Egina y algunos a Salamina: y en esto de pasar y poner en
seguridad a sus gentes, dábanse mucha prisa por dos motivos: el uno por
deseo de obedecer al oráculo recibido, y el otro, nada inferior, por lo
que voy a decir. Cuéntase entre los atenienses que una gran serpiente
tiene su morada en el templo de Minerva como guarda de su ciudadela; y
no solamente se cuenta así, sino que mensualmente le ponen allí su
comida, como si en realidad existiera, y consiste su ración mensual en
una torta con miel. Sucedió, pues, que dicha torta, que siempre en los
tiempos atrás se hallaba comida, entonces apareció intacta; y como la
sacerdotisa de Minerva diese de ello aviso, éste fue un motivo más para
que los atenienses con mayor empeño y prontitud dejasen su ciudad, como
si la diosa tutelar la hubiese ya desamparado. Transportadas, pues,
todas sus cosas, hiciéronse a la vela para ir a juntarse con la otra
armada en sus reales.
XLII. Habiéndose tenido la nueva de que la armada de Artemisio había
pasado a Salamina, todas las demás escuadras de los griegos, saliendo
de Trecena, en cuyo puerto, llamado el Pogon, se les había dado la
orden de juntarse, fuéronse a incorporar con ella. Con esto el número
de naves que allí recogieron fue muy superior al de las que habían
combatido en Artemisio, siendo más ahora las ciudades que con ellas
concurrían. El almirante, con todo, era Euribiades, el hijo de
Euriclides, natural de Esparta, pero no de familia real, el mismo que
lo había sido en Artemisio. Los atenienses eran los que daban el mayor
número de naves y las más ligeras.
XLIII. He aquí el catálogo de los que militaban: del Peloponeso
concurrían los lacedemonios con dieciséis galeras; los corintios
llenaban el número mismo de naves que tenían en Artemisio; los sicionios (21)
venían con quince; los epidaurios con diez; los trecenios con cinco, y
los hermionenses con tres. Todos estos pueblos, excepto los últimos,
son dóricos y macedonios por su origen, venidos de Erineo y de Pindo, y
últimamente de la Driopida; pero los hermionenses son aquellos driopes
a quienes echaron de la región llamada Dórida Hércules y los melienses.
Estas eran, repito, las tropas navales de los peloponesios.
XLIV. Los que concurrían del continente, que está fuera del
Peloponeso, eran atenienses, que por sí solos daban 480 naves, número
superior al de todos los demás. En Salamina ya no concurrían en la
escuadra de Atenas los platenses, porque al retirarse las naves de
Artemisio, luego que llegaron delante de Cálcida, desembarcados en la
parte frontera de Beocia, fuéronse a poner los suyos en seguridad; con
tan honesto motivo como era el de salvar sus domésticos, habíanse
separado de sus atenienses. Para decir algo de los atenienses, cuando
los pelasgos dominaban en la que ahora se llama Grecia, eran aquellos
también pelasgos con el nombre de Craneos; los mismos en el reinado de
Cécrope se llamaban Cecrópidas; y después que Erecteo lo sucedió en el
mando mudaron su nombre en el de atenienses, y cuando Ion, el hijo de
Juto, fue hecho general de los atenienses, éstos se llamaron jonios.
XLV. Los megarenses daban en Salamina tantas naves como en
Artemisio. Los ampraciotas asistían con siete a la armada, y los
leucadios con tres (22), siendo estas gentes de origen dórico y colonias de Corinto.
XLVI. Entre los isleños venían con treinta galeras los eginetas,
quienes si bien tenían armadas algunas otras, habiendo de defender con
ellos a su isla, halláronse solo, en la batalla de Salamina con las
treinta dichas, que eran muy fuertes y veleras. Son los eginetas un
pueblo dórico pasado de Epidauro a aquella isla, que primero llevaba el
nombre de Enona. Después de éstos presentáronse con las veinte naves
que ya tenían en Artemisio los Calcidenses y con sus siete los de
Eretria, pueblos entrambos jonios. Los ceos, que asimismo son gente
jonia venida de Atenas, asistieron con los mismos buques que antes.
Vinieron los de Naxos con cuatro galeras: habíanles enviado sus
ciudadanos a juntarse con los medos, como habían hecho los otros
isleños; pero ellos, sin atenerse a tales órdenes por el cuidado y
solicitud de Demócrito, hombre muy principal entre los suyos y capitán
entonces de una de las naves, viniéronse a juntar con los griegos. Los
de Estira daban las mismas naves que en Artemisio, y los de Citno (23)
daban también la suya con su galeota, cuyos dos pueblos son driopes en
su origen. Seguían asimismo en la armada los serífios, los sifnios (24),
los melios, siendo éstos los únicos isleños que no habían reconocido al
bárbaro por soberano con la entrega de la tierra y del agua.
XLVII. Había sido levantada toda la referida tropa en las naciones
que moran más acá de los confines de los tesprotos y del río Aqueronte (25);
siendo los que confinan con los ampraciotas y con los leucadios, que
fueron los guerreros venidos de las regiones más remotas. De los
pueblos situados más allá de los dichos términos sólo asistían a la
Grecia puesta en tanto peligro los crotoniatas, y éstos con una sola
nave, cuyo comandante era Failo, el cual había tres veces obtenido el
primer premio de los juegos pitios: son los crotoniatas oriundos de
Acaya.
XLVIII. Generalmente las ciudades dichas servían en la armada con
sus galeras; solo los melios, sifnios y serifios venían en sus galeotas
o pentoconteros: dos daban los melios oriundos de Lacedemonia; los
sifnios y serifios, ambos de origen jonios, colonos de Atenas, daban la
suya respectiva. El número total de las naves sin contar las galeotas
subía a 378 (26).
XLIX. Juntos ya en Salamina todos los generales de las ciudades
mencionadas, entraron en consejo, donde les propuso Euribiades que cada
cual con entera libertad dijese qué lugar, entre todos los que estaban
bajo del poder y dominio griego, le parecía ser el más oportuno para la
batalla naval. No contaba con Atenas, desamparada ya, y solamente les
consultaba acerca de las demás ciudades. El mayor número de los votos
concordaba en que pasasen al istmo y diesen la batalla en el
Peloponeso. La razón que daban era que en caso de ser vencidos por mar
cerca de Salamina, se verían después sitiados en aquella isla, donde
ningún socorro les podría llegar; pero que si se hallaban cerca del
istmo, podrían, en caso de ser vencidos, irse a juntar con los suyos.
L. Defendiendo así su parecer los generales del Peloponeso, llegó un
ateniense con la nueva de que el bárbaro se entraba ya por el Ática, y
que en ella lo pasaba todo a sangre y fuego. En efecto, el ejército en
que venía Jerjes marchando por la Beocia, después de haber puesto fuego
la ciudad de los tespienses (27),
a la cual habían todos desamparado retirándose al Peloponeso, como
también a la de los platenses; había llegado a Atenas, donde todo lo
destruía y talaba; y la razón que le indujo a abrasar las ciudades de
Tespia y de Platea era por haber oído de los tebanos que no eran de su
devoción.
LI. Al cabo de tres meses, contando desde el tránsito del Helesponto
de donde emprendieron los bárbaros sus marchas hacia Europa, en cuyo
tránsito emplearon otro mes (28),
halláronse por fin en el Ática el año en que fue Caliades arconta en
Atenas. Apoderáronse de la ciudad desierta, encontrando con todo unos
pocos atenienses en el templo de Minerva, y con ellos a los encargados
de las rentas y bienes del mismo, y otros desvalidos. Eran estos o tan
pobres que por faltarles los medios no habían podido retirarse a
Salamina, o del número de los que pensaban haber penetrado mejor el
oráculo de la Pitia, en que les anunciaba que la muralla de madera
sería inexpugnable, persuadidos de que, conforme al oráculo, la
ciudadela y no las naves era un asilo seguro. Los tales, pues, cerrada
la puerta del alcázar y atrancada con unos gruesos palos, resistían a
los que procuraban acometerles.
LII. Los persas, fortificándose en un collado que está enfrente de la fortaleza, al cual llaman los de Atenas el cerro de Marte (29),
les pusieron sitio, y desde allí disparaban contra las estacadas de la
ciudadela unas saetas incendiarias, alrededor de las cuales ataban
estopa inflamada. Los atenienses sitiados, por más que viesen faltarles
ya la estacada, se defendían tan obstinadamente que ni aun quisieron
oírlas capitulaciones que los Pisistratidas les proponían. Entre otros
medios de que se valían para su defensa, uno era el impeler hacia los
bárbaros que acometían contra la puerta peñascos del tamaño de unas
ruedas de molino. Llegó la cosa a punto que Jerjes, no pudiéndoles
rendir, estuvo harto tiempo sin saber qué partido podría tomar.
LIII. Al cabo, como era cosa fatal y decretada ya, según el oráculo,
que toda la tierra firme del Ática fuese domada por los persas, a los
bárbaros apurados se les descubrió cierto paso por donde entrasen en la
ciudadela, porque por aquella fachada de la fortaleza que cae a las
espaldas de su puerta y de la subida, lienzo de muralla tal que no
parecía que hombre nacido pudiese subir por él, y dejado por eso sin
guarda ninguna; por allá, digo, subieron algunos enemigos, pasando por
cerca del templo de Aglauro, hija do Cécrope, a pesar de lo escarpado
de aquel precipicio. Cuando vieron los atenienses a los bárbaros
subidos a la plaza, echándose los unos cabeza abajo desde los muros,
perecieron despeñados, y los otros se refugiaron al templo de Minerva.
La primera diligencia de los persas al acabar de subir, fue encaminarse
hacia la puerta del templo, y abierta pasar a cuchillo a todos aquellos
refugiados. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y
entregaron a las llamas la ciudadela entera.
LIV. Luego que se vio Jerjes dueño de toda la ciudad de Atenas,
despachó un correo a caballo que fuese a Susa para dar parte a Artabano
del feliz suceso de sus armas. El día después de despachado el nuncio,
convocó a los desterrados de Atenas que traía en su comitiva, y les
ordenó que subiesen al alcázar, hiciesen en él sus sacrificios conforme
el rito patrio y ceremonias del país, ora lo mandase así por alguna
visión que entre sueños hubiese tenido, o bien por escrúpulo o
remordimiento de haber quemado el templo. Los desterrados de Atenas
cumplieron por su parte con las órdenes dadas.
LV. Ahora quiero yo decir lo que me ha movido a referir esta
particularidad. Hay en la ciudadela un templo de Erecteo, de cuyo héroe
se dice que fue hijo de la tierra (30),
y en el templo hay un olivo y un mar o pozo de agua marina, los que son
monumentos de la contienda que entre sí tuvieron Neptuno y Minerva
sobre la tutela del país, según lo cuentan los atenienses. Sucedió,
pues, que dicho olivo quedó abrasado juntamente con los demás del
templo en el incendio de los bárbaros. ¡Cosa singular! un día después
del incendio, cuando los atenienses por orden del rey subieron al
templo para hacer los sacrificios, vieron que del tronco del olivo
había ya retoñado un vástago largo de un codo. Así al menos lo dijeron.
LVI. Lo mismo fue oír los griegos que se hallaban en Salamina juntos
en consejo lo que pasaba en la ciudadela de Atenas, que moverse entre
los mismos un gran alboroto y confusión, tal que algunos de los jefes
principales, sin esperar que se viniese a la votación y último acuerdo
de lo que se deliberaba, saltaron de repente a sus galeras e iban
desplegando las velas para partir luego, y los demás que se quedaron en
la junta acordaron que se diese la batalla delante del istmo. Vino en
fin la noche, y disuelto el congreso, retiráronse a las naves.
LVII. Al volver entonces Temístocles a la suya, preguntóle cierto
paisano de él, llamado Mnesifilo, qué era lo que se había acordado; y
oyendo de él que la resolución última había sido que pasadas las naves
al istmo, se diese la batalla naval delante del Peloponeso: -«Si así
es, le dijo, que esos una vez se partan de Salamina con sus naves,
adiós, amigo, no habrá más patria por cuya defensa podrás tú pelear.
¿Sabes lo que harán? volveráse cada cual a su ciudad; ni Euribiades ni
otro alguno podrá tanto que llegue a estorbar que no se disuelva y
disipe la armada; y con esto irá pereciendo la Grecia por falta de
consejo y acierto. No, amigo; mira si tiene remedio el asunto; ve allá
y procura desconcertar lo acordado, si es que puedes hallar el modo de
hacer que Euribiades mudo de parecer y quiera no Moverse de este
puesto.»
LVIII. Penetróse mucho Temístocles del aviso, y cuadróle la idea de
suerte, que sin contestarle ni una sola palabra, váse a la nave de
Euribiades, y dícele desde su esquife que tenia un negocio público que
tratar con él. Euribiades, mandándole subir a bordo, convídale a que
diga lo que quiera comunicar. Temístocles, sentándose a su lado, le
propone cuanto había oído de boca de Mnesifilo, apropiándose la idea (31)
y añadiendo muchas otras cosas y razones, ni paró hasta tanto que,
haciéndolo mudar de parecer, le redujo con sus ruegos a que saltase a
tierra y llamase a los generales a congreso.
LIX. Júntanse, pues, éstos, y antes que les propusiera Euribiades el
asunto para cuya deliberación les había convocado, el hábil
Temístocles, como hombre muy empeñado en salir con su intento, hacíase
lenguas pidiendo a todos que no dejasen el puesto. Oyéndole el general
de los corintios, Adimanto, hijo de Ocito: -«Temístocles, le dijo, en
los juegos públicos lleva azotes el que se mueve antes de la señal (32).» Rebatióle Temístocles con decirle: -«Los que en ellos se quedan atrás no se llevan la palma.»
LX. Devuelta con gracia la réplica al corintio, volvióse Temístocles
para hablar con Euribiades, y sin hacer mención de lo que antes a solas
le había dicho, a saber, que si una vez alzaban ancla los generales en
Salamina apretarían a huir, pues bien veía él que no era cortesía
acusar a nadie de cobarde en presencia de los confederados, echó mano
de esotro discurso diciendo: -«En tu mano, Euribiades, tienes ahora la
salud pública de la Grecia; con tal que te conformes con mi parecer,
que es el de dar en estas aguas la batalla, y no con el de los que
quieren que leves ancla y vuelvas a las del istmo con la armada. Óyeme,
pues, y pesa luego las razones de entrambos pareceres. Dando la batalla
cerca del istmo, pelearás lo primero en alta mar, en mar abierta y
patente, cosa que de ningún modo nos conviene, siendo nuestras galeras
más pesadas y menores en número que las del enemigo. Además de esto,
perderás a Salamina, Megara y Egina, aun cuando lo demás nos salga
felizmente. Con esto, finalmente, harás que el ejército de tierra siga
y acompañe las escuadras del enemigo, y con ese motivo tú mismo la
conducirás al Poloponeso y pondrás en peligro a la Grecia toda. Si por
el contrario, siguieses mi parecer, mira cuántas son las ventajas que a
lograr vamos. En primerlugar, siendo estrecho ese paso, con pocas naves
podremos cerrar con muchas; y si fuere tal la fortuna de la guerra cual
es verosímil que sea, saldremos de la refriega muy superiores, puesto
que a nosotros, para vencer, nos conviene lo angosto del lugar, al pase
que la anchura al enemigo. A más de esto, nos quedará salva Salamina,
donde habemos dado asilo y guarida a nuestros hijos y mujeres. Añado
aunque de hacerlo así depende lo que tanto desean estos guerreros, pues
quedándote aquí cubrirás y defenderás con la armada al Peloponeso del
mismo modo que si dieras la batalla cerca del istmo, y no cometerás el
error de conducir los enemigos al Peloponeso. Y si el éxito nos
favorece, como lo espero, quedando ya victoriosos en el mar, lograremos
sin duda que no se adelanten los bárbaros hacia el istmo, ni pasen aun
más allá del Ática, antes bien los veremos huir sin orden ninguno y con
la ventaja de que nos queden libres e intactas las ciudades de Megara,
de Egina y de Salamina, en donde los atenienses, según la promesa de
los oráculos, debemos ser superiores a nuestros enemigos. No digo más,
sino que por lo común el buen éxito es fruto de un buen consejo,
mientras que ni Dios mismo quiere prosperar las humanas empresas que no
nacen de una prudente deliberación.»
LXI. Al tiempo que esto decía Temístocles, interrumpióle otra vez
Adimanto el corintio, mandando que callase el fanfarrón expatriado y
aun sin patria, y volviéndose a Euribiades le dijo no permitiese a
nadie votar (33) sobre el
dictamen de quien ni casa ni hogar tenía ya; que primero les dijese
Temístocles cuál era su ciudad, y que se votase después sobre su
parecer; desvergüenza con que daba a Temístocles en rostro por hallarse
ya su patria, Atenas, en poder del persa. Entonces Temístocles cubrióle
de oprobio a él y a sus corintios, diciéndole de ellos mil infamias,
añadiendo que los atenienses con las 200 naves armadas que conservaban,
tenían mejor ciudad y mayor estado que ellos; no habiendo ninguno entre
los griegos que pudiese resistir si los atenienses le acometían.
LXII. Después que de paso hubo soltado estas razones, encaróse con
Euribiades, y con mayor ahínco y resolución le dijo: -«Atiende bien a
ello: si esperares aquí al enemigo y esperándole te portares como
corresponde según eres de valiente y honrado, serás la salud de la
Grecia; de otro, modo, su ruina. Nuestras fuerzas en esta guerra no son
otras que las de esta armada unida: no te dejes deslumbrar, sino créeme
a mí. Voy a echar el resto: si no haces lo que te digo, sin aguardar
más nosotros los atenienses vamos en derechura a cargar con nuestras
familias y partimos con ellas para Siris (34)
de Italia, pues ella es nuestra ya de tiempo inmemorial, y nos predicen
los oráculos que debemos poblarla nosotros. Cuando os viereis
desamparados de una alianza como la nuestra, os acordareis de lo que
ahora os digo.»
LXIII. Con estas razones de Temístocles iba desimpresionándose
Euribiades; y lo que a mi juicio le hacía mudar de dictamen, era
particularmente el miedo de que les dejarían los atenienses si retiraba
la armada hacia el istmo; tanto más, cuanto dejándoles ellos, no
tendrían los demás fuerzas bastantes para entrar en batalla con el
enemigo. Su dictamen, en suma, fue que se diese allí la batalla.
LXIV. Después que se hubieron encontrado de pareceres en esta
reyerta sobre quedarse o no en Salamina, cuando vieron la resolución de
Euribiades, empezaron a prepararse para entrar allí mismo en combate.
Vino el día, y en el punto de salir el sol sintióse un terremoto de mar
y tierra. Parecióles a los griegos que no sólo sería bien acudir a los
dioses con sus oraciones y votos, sino también llamar a los Eácidas en
asistencia y compañía suya, y así lo ejecutaron; porque habiendo hecho
sus ruegos a todos los dioses, tomaron de Salamina misma a Eante y a
Telamon, y enviaron a Egina una nave para traer a Eaco y a los demás
Eácidas (35).
LXV. Más es todavía lo que contaba Diceo, hijo de Teocides, natural
de Atenas o ilustre desterrado entre los persas: que en el tiempo en
que la infantería de Jerjes iba talando el Ática, desierta de
ciudadanos, hallábase él casualmente en el campo Triasio (36)
en compañía del lacedemonio Demarato; que vieron allí una polvareda que
salía de Eleusina, cual suele levantar un cuerpo de treinta mil
hombres; y como ellos, maravillados, no entendiesen qué gente podría
ser la que tanto polvo levantaba, oyeron de repente una voz que a él le
pareció ser aquella oda solemne y mística llamada Iacco.
Preguntóle Demarato, que no tenía experiencia de las ceremonias que se
usan en Eleusina, qué venía a ser aquella vocería; a lo que Diceo
respondió: -«No es posible, Demarato, sino que una gran maldición del
cielo o del abismo va a descargar sobre el ejército del rey, pues bien
claro está que hallándose el Ática desamparada y vacía, son esas voces
de algún dios que de Eleusina va al socorro de los atenienses y de sus
aliados. Si se echa sobre el Peloponeso ese socorro divino, en mucho
peligro se verá el rey con el ejército de tierra firme, y si va hacia
las naves que están en Salamina, peligra mucho que el rey pierda su
armada naval. Esa es una fiesta que celebran todos los años los
atenienses en honra de la Madre (Céres) y de la Niña
(Proserpina), en la cual cualquiera de ellos, y aun de los otros
griegos, puede alistarse por cofrade, y esta algazara que aquí oyes es
la misma que mueven en la fiesta con su cantar de Iacco.»
Díjole a esto Demarato: -«Calla, amigo; te ruego que no digas a nadie
palabra de esto; que si cuanto aquí manifiestas llega a oídos del rey,
perderás tú la cabeza, sin que yo ni otro alguno podamos librarte.
Silencio, y no mover ruido; que de nuestro ejército cuidarán los
dioses.» Esto fue lo que previno a Diceo su compañero; pero después de
vista la polvareda y oída la gritería, formóse allí una nube que,
llevada por el aire, se encaminó hacia Salamina al ejército de los
griegos, con lo cual acabaron de entender que había de perderse la
armada naval de Jerjes. He aquí lo que contaba Diceo, hijo de Teocides,
citando por testigos a Demarato y a otros muchos.
LXVI. Volviendo a las tropas que servían en la armada de Jerjes,
después que desde Traquina, donde habían contemplado el destrozo y
carniceríahecha en los lacedemonios, pasaron a Histiea, detuviéronse en
ella tres días después de los cuales navegaron por el Euripo, y al cabo
de otros tres se hallaron en Falero (37),
puerto que era de Atenas: y a lo que creo, no fue menor el número de
las tropas que vino contra Atenas, así de las de tierra como de las de
mar, de lo que había sido aquel con que habían antes llegado a Sepiada
y a Termópilas; porque debo aquí sustituir al número de las que en la
tormenta se perdieron, de las que perecieron en Termópilas y de las que
murieron en los combates navales cerca de Artemisio, los Melienses, los
dorios, los Locros y los beocios, pueblos que con todas sus milicias
venían incorporados en el grueso del ejército, sacados solamente los de
Tespia y los de Platea. Debo añadir también los caristios (38),
los Andrios, los Tenios y todos los demás isleños, fuera de aquellas
cinco ciudades de quienes hice antes mención, llamándolas por su
nombre. Y lo cierto es que cuanto más iba internándose el persa dentro
de la Grecia, tantas más eran las naciones que le iban acompañando.
LXVII. Llegados, pues, a Atenas todos los que llevo referidos,
sacando solamente a los parios, pues éstos, habiéndose quedado en
Cidno, se mantuvieron neutrales esperando a ver en qué pararía la
empresa; llegados, repito, todos los demás a Falero, bajó el mismo
Jerjes en persona hacia las naves con el intento de conferenciar con su
marina y a fin de explorar de qué sentir eran los de sus escuadras.
Acercado a la playa, y sentado en un lugar eminente, íbansele
presentando los señores de sus respectivas naciones y los oficiales
llamados de sus naves, y tomaban asiento según el lugar y preferencia
que el rey a cada uno de ellos había señalado, siendo entre todos el
primero el rey de Sidonia, el segundo el de Tiro y así de los demás.
Sentados ya todos por su orden, Mardonio, pasando por medio de ellos de
orden de Jerjes, iba tomando los pareceres de cada uno en particular
sobre si sería del caso dar la batalla naval.
LXVIII. Iba, pues, Mardonio preguntando a todos, empezando su giro
desde el rey de Sidonia, y recogiendo de cada uno de ellos un mismo
voto y sentimiento, a saber, que sin duda debía darse labatalla, cuando
Artemisia se explicó en tales términos: -«Harásme, oh Mardonio, la
merced de decir al rey de mi parte, que yo, que no me porté enteramente
mal en las refriegas pasadas, aquí cerca de Eubea, ni dejé de dar
pruebas bastantes de mi valor, hablóle ahora por tu boca en estos
términos: Señor, mi fidelidad en todo rigor de justicia me obliga a que
os descubra ingenuamente lo que juzgue por más conveniente a vuestro
servicio: hágolo, pues, diciéndoos que guardéis vuestras naves y no
entréis con ellas en batalla, pues esos enemigos son una tropa tan
superior en el mar a la vuestra, cuanto lo son los hombres en valor a
las mujeres. Y ¿qué necesidad tenéis vos, ni poca ni mucha, de
exponeros a una batalla naval? ¿No os veis dueño de Atenas, cuya
venganza y conquista os movió a esta expedición? ¿No sois señor de la
Grecia toda, no habiendo ya quien salga a detener el curso de la
victoria? Los que hasta aquí se os han puesto delante, han llevado, y
llevado bien, su merecido. Aun más, señor: quiero representaros el
paradero que a mi juicio tendrán los asuntos del enemigo. Si no os
apresuráis a dar la batalla por mar, antes bien continuáis en tener la
armada en estas costas o la mandáis avanzar hacia el Peloponeso, no
dudéis, señor, que veréiscumplidos, los designios que os han traído a
la Grecia; porque no se hallarán los griegos en estado de resistiros
largo tiempo, sino que les obligareis en breve a dividir sus fuerzas
partiéndose hacia sus respectivas ciudades. Hablo así, porque, según
llevo dicho, ni tienen ellos víveres provenidos en esa isla, ni es de
creer que dirigiéndoos vos con el ejército de tierra hacia el
Peloponeso, se estén aquí inmóviles los que allá han concurrido. No se
cuidarán ellos sin duda de pelear en defensa o venganza de los
atenienses. Al contrario, tengo mucho que temer que si con tanta
precipitación dais la batalla naval, vuestras tropas de mar, rotas y
deshechas, han de desconcertar a las de tierra. A más de esto, quisiera
yo, señor, que hicieseis la siguiente reflexión: que un buen amo, por
lo común, se ve servido de un criado malo, y un mal amo de un criado
bueno. De esta desgracia os toca también a vos una buena parte, que
siendo el mejor soberano del mundo tenéis unos pésimos criados; pues
esos que pasan por aliados vuestros, quiero decir, los egipcios, los
chipriotas, los cilicios, los panfilios, no son hombres para nada.»
LXIX. Al oír a Artemisia diciendo esto a Mardonio, cuantos la
querían bien recibían mucha pena deque así se explicase, persuadidos de
que había de costarle caro su libertad de parte del soberano, como que
se oponía a que se diese la batalla. Pero los que la miraban con malos
ojos y le envidiaban la honra con que el rey la distinguía entre los
demás confederados, recibían gran placer en su voto particular, como si
por él se fabricase ella misma su ruina. Pero no fue así, antes bien,
cuando se hizo relación a Jerjes de aquellos pareceres, mostró mucho
gusto y satisfacción con el de Artemisia; de suerte que, si antes la
tenía por mujer de prendas, la celebró entonces mucho más de ingeniosa
y prudente. Ordenó, no obstante, que se estuviese a la pluralidad de
los votos, dándose a entender que sus tropas antes no habían hecho su
deber en los encuentros cerca de Eubea, llevando blanda la mano por no
hallarse él presente, pero que no sucedería lo mismo entonces, cuando
estaba resuello a ver las batallas por sus mismos ojos.
LXX. Dada la orden de hacerse a la vela, partieron hacia las aguas
de Salamina, y se formaron en batalla a su gusto y placer, tan
despacio, que no les quedó tiempo para darla aquel día. Sobrevino la
noche y la pasaron ordenándose para pelear al día siguiente. Pero los
griegos, y muy particularmente losvenidos del Peloponeso, estaban
sobrecargados de pasmo y horror, viendo estos últimos que confinados
allí en Salamina iban a dar a favor de los atenienses una batalla, de
la cual, si salían vencidos, veríanse cogidos y bloqueados en una isla,
dejando a su patria indefensa.
LXXI. Aquella misma noche empezó a marchar por tierra hacia el
Peloponeso el ejército de los persas, por más que se hubiesen tomado
todas las medidas y precauciones posibles a fin de impedir a los
bárbaros el paso de tierra firme; porque apenas supieron los
peloponesios la muerte de las tropas de Leonidas en Termópilas,
concurriendo a toda prisa los guerreros de las ciudades, sentaron sus
reales en el istmo, teniendo, al frente por general a Cleombroto, hijo
de Anaxandrides y hermano de Leonidas. Plantados en el Istmo sus
reales, cortaron ante todo con trincheras y terraplenaron la vía
Scironida (39), y después
tomado entre ellos acuerdo, determinaron levantar una muralla en las
fauces del istmo, y como eran muchos millares de hombres los que allí
estaban, y no había ni uno solo que no pusiese mano al trabajo, estaba
ya entonces acabada la obra, mayormente cuando sin cesar ni de día ni
de noche, iban afanándose aquellas tropas, acarreando unos ladrillo,
otros fagina y otros cargas de arena.
LXXII. Los pueblos que a la guarnición y defensa del istmo
concurrían con toda su gente eran los griegos siguientes: los
lacedemonios, los arcades todos, los Eleos, los corintios, los
sicionios, los epidaurios, los Fliasios, los trecenios y los
Hermionenses; y estos se desvelaban tanto en acudir con sus tropas al
istmo, porque no podían ver sin horror reducida la Grecia al último
trance y peligro de perder la libertad, mientras que los otros
peloponesios lo miraban todo con mucha indiferencia, sin cuidarse nada
de lo que pasaba.
LXXIII. Hablase ya dado fin a los juegos Olímpicos y Carneos. Para
hablar con más particularidad, es de saber que son siete las naciones
que moran en el Peloponeso, dos de las cuales, los arcades y los
Cinurios; no sólo son originarios de aquella provincia, sino que al
presente ocupan la misma región que desde el principio la ocupaban. Una
nación de las siete, es decir, la Acaica, si bien nunca desamparó el
Peloponeso, salida con todo de su misma tierrahabita en otra extraña (40):
las otras cuatro que restan, la de los dorios, de los Etolos, de los
Driopes y de los Lenios, son advenedizas. Tienen allá los dorios muchas
y muy buenas ciudades; los Etolos solamente una, que es Elida; los
Driopes tienen a Hermiona y Asina (41),
que está confinante con Cardamila, ciudad de la Laconia; a los
lacedemonios pertenecen todos los Perorestas. Los Cinurios, siendo
originarios del país (o auctotonas), han parecido a algunos los
únicos jonios del país, solo que se han vuelto Dóricos al parecer, así
por haber sido vasallos de los argivos, como por haberse hecho Omeatas
con el tiempo por razón de su vecindario. Digo, pues, que las demás
ciudades de estas siete naciones, exceptuando las que llevo expresadas,
saliéronse fuera de la liga, o si ha de hablarse con libertad,
saliéndose de la liga, se declararon por los medos.
LXXIV. Los que se hallaban en el istmo no perdonaban trabajo ni
fatiga alguna, como hombres que veían que en aquello se libraba su
suerte, mayormente no esperando que sus naves les acudiesen mucho en la
batalla; y los que estaban en Salamina, por más que supiesen los
preparativos del istmo, estaban amedrentados, no tanto por su causa
propia como respecto al Peloponeso. Por algún corto tiempo, hablando
los unos al oído de quien a su lado tenían, admirábanse de la
imprudencia y falta de acierto en Euribíades, pero al fin reventó y
salió al público la murmuración. Juntóse la gente a consejo, y todo era
altercar sobre el asunto. Porfiaban los unos ser preciso hacerse a la
vela para el Peloponeso, exponerse allí a una batalla para su defensa;
pero no quedarse en donde estaban para pelear a favor de una región
tomada ya por el enemigo. Empeñábanse, por el contrario, los
atenienses, los eginetas y los megarenses en que era menester rebatir
al adversario en aquel puesto mismo.
LXXV. Entónces, como viese Temístocles que perdía la causa por los
votos de los jefes del Peloponeso, salióse ocultamente del congreso, y
luego de salido despacha un hombre que vaya en un barco a la armada de
los medos, bien instruido de lo quedebía decirles. Llamábase Sicino
este enviado (42), y era
siervo y ayo de los, hijos de Temístocles, quien, después de sosegadas
ya las cosas, hízolo inscribir entre los ciudadanos de Tespias, en la
ocasión en que éstos admitían nuevos vecinos, colmándole de bienes y de
riquezas. Llegado allá Sicino en su barco, habló en esta conformidad a
los jefes de los bárbaros: -«Aquí vengo a hurto de los demás griegos,
enviado por el general de los atenienses, quien, apasionado por los
intereses del rey y deseoso de que sea superior vuestro partido al de
los griegos, me manda deciros que ellos han determinado huir de puro
miedo. Ahora se os presenta oportunidad para una acción la más gallarda
del mundo si no les dais lugar ni permitís que se os escapen huyendo.
Discordes ellos entro sí mismos, no acertarán a resistiros, antes les
veréis trabados entre sí los unos contra los otros, peleando los de
vuestro partido contra los que no lo son.»
LXXVI. Decir esto Sicino y volverles las espaldas, marchándose, fue
uno mismo. Los bárbaros, dando luego crédito a lo que acababa de
avisarles, tornaron dos medidas: la una hacer pasar muchos persas a la
isleta Psitalea (43),
situada entre Salamina y el continente; la otra dar orden, luego de
llegada la media noche, que el ala de su armada por el lado de Poniente
se alargase hasta rodear a Salamina, y que las naves apostadas cerca de
Ceo y de Cinosura (44)
avanzasen tanto, que ocupasen todo el estrecho hasta la misma Muniquia.
Con esta disposición de la armada pretendían que no pudiesen huírseles
los griegos, sino que cogidos en Salamina pagasen la pena de los males
y daños que les habían causado en las refriegas de Artemisio. Pero la
razón que tuvieron en poner la guarnición de persas en la pequeña isla
de Psitalea, fue porque, hallándose ésta en medio de aquel estrecho en
que había de darse la batalla naval, era preciso que de sus resultas
fueran a dar en aquella islita los náufragos y los destrozos de las
naves. Querían, pues, tener allí tropa apostada, que salvase a los
suyos y perdiese a los enemigos arrojados. Hacían con gran silencio
estas prevenciones para no ser sentidos de sus contrarios, y en ellas
trabajaron toda la noche sin tomar algún reposo.
LXXVII. Aquí no puedo ahora, viendo y pesando atentamente el
negocio, declararme contra los oráculos, y decir de ellos que no son
predicciones verídicas, sin incurrir en la nota de ir contra la
evidencia conocida: «Cuando junte la playa consagrada a Diana de
dorada cabellera, a la marina Cinosura, con su puente de barcas, el que
taló a Atenas con furiosa lisonja, allí se verá extinguido de mano de
la santa Temis, tanto arrojo hijo de tanta soberbia, insultante, rapaz
como el de todo poder supremo. Cosido el acero con el acero cubrirá
Marte el mar de roja sangre, entonces Júpiter y la diosa Victoria
felicitarán a la Grecia libre.» Siendo, pues, tales y dichas con
tanta claridad, por Bacis estas profecías, ni me atrevo yo a oponerme a
la verdad de los oráculos, ni puedo sufrir que otro ninguno la
contradiga (45).
LXXVIII. Por lo que mira a los jefes griegos en Salamina, llevaban
adelante sus porfías y altercados, pues no sabían aun que se hallasen
ya cercados de las naves de los bárbaros, antes creían que se mantenían
éstos en los puestos mismos en donde aquel día los habían visto
formados.
LXXIX. Estando dichos jefes en su junta, vino desde Egina el
ateniense Arístides, hijo de Lisimaco, a quien con su ostracismo había
el pueblo desterrado de la patria, hombre, según oigo hablar de su
porte y conducta, el mejor y el más justo de cuantos hubo jamás en
Atenas (46). Este, pues,
llegándose al congreso, llamó a Temístocles, quien, lejos de ser amigo
suyo, se le había profesado siempre su mayor enemigo. Pero en aquel
estado fatal de Cosas, procurando él olvidarse de todo y con la mira de
conferenciar sobre ellas, llamále fuera, por cuanto había ya oído decir
que la gente del Peloponeso quería a toda prisa irse con sus naves
hacia el istmo. Sale llamado Temístocles, y le habla Arístides de esta
suerte: -«Sabes muy bien, oh Temístocles, que nuestras contiendas y
porfías en toda ocasión, y mayormente en esta del día, crítica y
perentoria, deben reducirse a cuál de los dos servirá mejor al bien de
la patria. Hágote saber, pues, que tanto servirá a los peloponesios el
altercar, mucho como no altercar acerca de retirar sus naves de este
puesto; pues yo te aseguro, como testigo de vista de lo que digo, que
por más que lo quieran los corintios, y aun diré más, por más que lo
ordene el mismo Euribiades, no podrán apartarse ya, porque nos hallamos
cerrados por las escuadras enemigas. Entra, pues, tú y dales esta
noticia.»
LXXX. Respondió a esto Temístocles: -«Importante es ese aviso, y
haces bien en darme parte de lo que pasa. Gracias a los dioses que lo
que yo tanto deseaba, tú, como testigo ocular, me aseguras haberlo
visto ya ejecutado. Sábete que de mí procedió lo que han hecho los
persas, pues veía yo ser preciso que los griegos, los cuales de su
buena voluntad no querían entrar en combate, entrasen en él, mal que
les pesara. Tú mismo ahora, que con tan buena noticia vienes, bien
puedes entrar a dársela; que si yo lo hago dirán que me la finjo, y no
les persuadiré de que así lo estén efectuando los bárbaros. Ve tú mismo
en persona, y diles claro lo que pasa. Si ellos dan crédito a tu aviso,
estamos bien; y si no lo toman por digno de fe, lo mismo que antes nos
tenemos, pues no hay que temer se nos vayan de aquí huyendo, si es
cierto, como dices, que nos hallamos cogidos por todas partes.»
LXXXI. En efecto, fue a darles Arístides la noticia, diciendo cómo
acababa de llegar de Egina, y que apenas había podido pasar sin ser
visto de las naves del enemigo, que iban apostándose de manera que ya
toda la armada griega se hallaba circuida por la de Jerjes; que lo que
él les aconsejaba era que se preparasen a una vigorosa resistencia.
Acabado de decir esto, salióse Arístides (47),
y ellos volvieron de nuevo a embravecerse en sus disputas, siendo
creído el aviso de la mayor parte de aquellos jefes supremos.
LXXXII. En tanto que no acababan de dar fe a Arístides, llegan con
su galera unos desertores naturales de Leno, cuyo capitán era Panetio,
hijo de Sosimenes, quienes los sacaron totalmente de duda, contándoles
puntualmente lo que pasaba. Diré aquí de paso, que en atención a la
deserción de dicha galera lograron después los Tenios que fuese grabado
su nombre entre el de los pueblos que derrotaron al bárbaro, en la
Trípode que en memoria de tanta hazaña fue consagrada en Delfos. Con
esta galera que vino desertando a Salamina y con la otra de los Lemnios
que antes se les había pasado en Artemisio, llenaron los griegos el
número de su armada, hasta completar el de 180 naves, para el cual eran
dos las que antes les faltaban.
LXXXIII. Luego que los griegos tuvieron por verdad lo que los Tenios
les decían, aprestáronse al punto para la función. Al rayar del alba
llamaron a junta a las tropas de la escuadra: entre todos, el que mejor
arengó la suya fue Temístocles, cuyo discurso se redujo a un paralelo
entre los bienes y conveniencias de primer orden que caben en la
naturaleza y condición humana, y las de segunda clase inferiores a las
primeras; discurso que concluyó exhortándoles a escoger para ellos las
mejores (48). Acabada la
arenga, les mandó pasar a bordo. Embarcados ya, vino de Egina aquella
galera que había ido por los Eacidas, y sin más esperar, adelantóse
toda la armada griega.
LXXXIV. Al verlos mover los bárbaros, encaminaron al punto la proa
hacia ellos; pero los griegos, suspendiendo los remos o remando hacia
atrás, huían el abordaje e iban retirándose de popa hacia la playa,
cuando Aminias Paleneo (49),
uno de los capitanes atenienses, esforzando los remos embistió contra
una nave enemiga, y clavando en ella el espolón, como no pudiese
desprenderlo, acudieron a socorrerle los otros griegos y cerraron con
los enemigos. Tal quieren los atenienses que fuese el principio del
combate, si bien pretenden los de Egina que la galera que cerró ante
todas con otra enemiga fue la que había ido a Egina en busca de los
Eacidas. Corre aún otra voz; que se les apareció una fantasma en forma
de mujer, la cual les animó de modo, que la vio toda la armada griega,
dándoles primero en cara con esta reprensión: «¿Qué es lo que hacéis
retirándoos así de popa sin cerrar con el enemigo?»
LXXXV. Ahora, pues, enfrente de los atenienses estaban los fenicios,
colocados en el lado de Poniente por la parte que miraba a Eleusina; y
enfrente de los lacedemonios correspondían los jonios, en el lado de la
armada que estaba hacia Levante, vecina al Pireo. De estos no faltaron
unos pocos que, conforme a la insinuación de Temístocles, adrede lo
hicieron mal; pero los más de ellos peleaban muy de veras. Y bien
pudiera yo hacer aquí un catálogo de los capitanes de galera dichos que
rindieron entonces algunas naves griegas, pero los pasaré a todos en
silencio, nombrando solamente a dos de ellos, entrambos samios, el uno
Teomestor, hijo de Andromanto, y el otro Filaco. De estos únicamente
hago aquí mención, porque en premio de esta hazaña llegó Teomestor a
ser señor de Samos, nombrado por los persas, y Filaco fue puesto en la
clase de los bienhechores de la corona,y como a tal se le dieron en
premio muchas tierras: llámanse estos bienhechores del rey, en idioma
persa, los Orosanbas. De este modo se premió a los dos.
LXXXVI. Muchas fueron las naves que en Salamina quedaron
destrozadas, unas por los atenienses y otras por los de Egina. Ni podía
suceder otra cosa peleando con orden los griegos cada uno en su puesto
y lugar, y habiendo al contrario entrado en el choque los bárbaros, no
bien formados todavía, y sin hacer después cosa con arreglo ni
concierto. Menester es, con todo, confesar que sacaron éstos en la
función de aquel día toda su fuerza y habilidad, y se mostraron de
mucho superiores a sí mismos y más valientes que en las batallas dadas
cerca de Eubea, queriendo cada uno distinguirse particularmente,
temiendo lo que diría Jerjes, o imaginándose que tenían allí presente
al rey que les estaba mirando.
LXXXVII. No estoy en realidad tan informado de los acontecimientos
que pueda decir puntualmente de algunos particulares capitanes, ya sean
de los bárbaros, ya de los griegos, cuánto se esforzó cada uno en la
contienda. Sé tan sólo que Artemisia ejecutó una acción que la hizo aún
más recomendable (50) de lo
que era ya para con el soberano, pues cuando la armada de éste se
hallaba en mucho desorden y confusión, hallóse la galera de Artemisia
muy perseguida por otra ateniense que le iba a los alcances. Viéndose
ella en una apretura tal que no podía ya salvarse con la fuga, por
cuanto su galera, hallándose puntualmente delante de los enemigos y la
más próxima a ellos, encontraba a su frente con otras galeras amigas,
determinóse a aventurar una acción que le salió oportuna y
ventajosamente. Sucedió que al huir de la galera ática que le daba
caza, topó con otra amiga de los Calcidenses, en que iba embarcado su
rey Damasatimo, con quien, estando aun en el Helesponto, había tenido
no sé qué pendencia. No me atrevo a definir si por esto la embistió
entonces de propósito, o si fue una mera casualidad que se pusiese
delante la dicha nave de los Calcidenses. Lo cierto es que con haberla
acometido y echado a fondo, fueron dos las ventajas que para sí
felizmente obtuvo: la una que como el capitán de la galera ática la
viese arremeter contra otra nave de los bárbaros, persuadido de que o
era una de las griegas la nave de Artemisia, o que desertando de la
escuadra bárbara peleaba a favor de los griegos, volviendo la proa se
echó sobre las otras galeras enemigas.
LXXXVIII. Logró Artemisia con esto una doble ventaja, escaparse del
enemigo y no perecer en aquel encuentro; y la otra, que aun su mismo
indigno proceder con la nave amiga le acarrease para con el propio
Jerjes mucha crédito y estima, porque, según se dice, quiso la fortuna,
que mirando el rey aquel combate, advirtiese que aquella, nave embestía
contra otra, y que al mismo tiempo uno de los que tenía presentes le
dijese: -«¿No veis, señor, cómo Artemisia combate y echa a fondo una
galera enemiga?» Preguntó entonces el rey si era en efecto Artemisia la
que acababa de hacer aquella proeza, y respondiéronle que no había duda
en ello, pues conocían muy bien la insignia de su nave (51),
y estaban por otra parte en la inteligencia que la que fue a pique era
una de las enemigas. Y entre otras cosas que le procuró su buena
suerte, como tengo ya dicho, no fue la menor el que de la nave
calcidense ni un hombre sólo se salvara que pudiese acusarla ante el
rey. Añaden que además de lo dicho, exclamó Jerjes: -«A mí los hombres
se me vuelven mujeres, y las mujeres hoy se me hacen hombres.» Así
cuentan por lo menos que habló el monarca.
LXXXIX. En aquella tan reñida función murió el general Ariabignes,
hijo de Darío y hermano de Jerjes: murieron igualmente otros muchos
oficiales de nombradía, así de los persas como de los medos y demás
aliados; pero en ella perecieron muy pocos de los griegos, porque como
estos sabían nadar, si alguna nave se les iba a fondo, los que no
habían perecido en la misma acción aportaban a Salamina nadando, al
paso que muchos bárbaros por no saber nadar morían anegados. A más de
esto, después que empezaban a huir las naves más avanzadas, entonces
era cuando perecían muchísimas de la escuadra, porque los que se
hallaban en la retaguardia procuraban entonces adelantarse con sus
galeras, queriendo también que los viese el rey maniobrar, y por lo
mismo sucedía que topaban con las otras de su armada que ya se
retiraban huyendo. XG. Otra cosa singular sucedió en aquel desorden de
la derrota; que algunos fenicios, cuyas naves habían sido destrozadas,
venidos a la presencia del rey acusaban de traidores a los jonios, pues
por su perfidia iban perdiéndose las galeras; y no obstante la
acusación, quiso la suerte, por un raro accidente, que no fuesen
condenados a muerte los jefes jonios, y que en pago de su acusación
muriesen los fenicios. Porque al tiempo mismo de dicha acriminación,
una galera de Samotracia embistió a otra de Atenas y ésta quedó allí
sumergida; pero ved ahí otra nave de Egina que haciendo fuerza de remos
dio contra la de Samotracia y la echó a pique. ¡Extraño suceso! los
Samotracios, como bravos tiradores, a fuerza de dardos lograron
exterminar y limpiar de tropa la galera que les había echado a fondo, y
subidos a bordo apoderáronse de ella. Esta hazaña libró de peligro a
los jonios, pues viéndoles obrar Jerjes aquella acción gloriosa,
volvióse a los fenicios lleno de pesadumbre y reprendióles a todos;
mandó que a los presentes se les cortase la cabeza, para que
aprendiesen a no calumniar, siendo unos cobardes, a hombres demás valor
que ellos. En efecto, Jerjes, estando sentado al pie de un monteque cae
enfrente de Salamina y se llama Egaleo (52),
todas las veces que veía hacer a uno de los suyos algún hecho famoso en
la batalla naval, informábase de quién era su autor, y sus secretarios
iban notando el nombre del Trierarco o capitán de la galera,
apuntando asimismo el nombre de su ciudad. Añadióse a lo dicho que el
persa Ariaramnes, que se hallaba allí presente y era amigo de los
jonios, ayudó por su parte a la desgracia de aquellos fenicios.
CCC
XCI. De esta suerte, el rey volvía contra los fenicios su enojo.
Entretanto, los eginetas, viendo que los bárbaros se iban huyendo
vueltas las proas hacia el Falero, hacían prodigios de valor apostados
en aquel estrecho, pues en tanto que los atenienses en lo más fuerte
del choque y derrota destrozaban así las naves que se resistían como
las que procuraban huir, hacían los eginetas lo mismo con las que,
escapándose de los Ateniensas, iban huyendo a dar en sus manos.
XCII. Entonces fue cuando vinieron a hallarse casualmente dos naves
griegas, la una de Temístocles, que daba caza a una Persiana, y la otra
la del egineta Policrito, hijo de Crio, que había aferrado con otra
galera sidonia. Era ésta cabalmente la misma que había tomado la nave
de Egina antes apostada de guardia en Siciato, en la que iba aquel
Piteas, hijo de Isqueno, a quien estando hecho una criba de heridas
mantenían todavía los persas, pasmados de su valor, a bordo de su
galera; pero ésta fue tomada con toda su tripulación cuando llevaba a
Piteas, con lo cual recobró éste la libertad vuelto a Egina. Como
decía, pues, luego que vio Policrito la nave ática y conoció por su
insignia que era la capitana, llamando en voz alta a Temístocles le
zumbó con la sospecha que de los eginetas había corrido, como si ellos
siguieran el partido de los medos (53). Hizo Policrito esta zumba de Temístocles en el momento mismo de embestir con la galera sidonia.
XCIII. Los bárbaros que pudieron escapar huyendo, aportaron a Falero
para ampararse del ejército de tierra. En esta batalla naval fueron
tenidos los eginetas por los que mejor pelearon de todos los griegos (54),
y después de ellos los atenienses. De los comandantes, los que se
llevaron la palma fueron Policrito el de Egina y los dos atenienses
Eumeces el Anagirasio, y Aminias el Palenco, quien fue el que dio caza
a Artemisia, y si él hubiera caído en la cuenta de que iba en aquella
nave Artemisia, a fe mía que no la dejara antes de apresarla o de ser
por ella apresado, según la orden que se había dado a los capitanes de.
Atenas, a quienes aun se les prometía el premio de diez mil dracmas si
alguno la cogía viva, no pudiendo sufrir que una mujer militase contra
Atenas. Pero ella se les escapó del modo dicho, como otros que también
hubo cuyas naves se salvaron en Falero.
XCIV. Por lo que mira al general de los corintios, Adimanto, dicen
de él los atenienses, que al empezar las naves griegas a cerrar con las
enemigas, sobresaltado de miedo y de terror se hizo a la vela y se
entregó a la huída, y que viendo los otros corintios huir a su capitán,
todos del mismo modo se partieron (55); que habiendo huido tanto hasta hallarse ya delante del templo de Minerva la Scirada (56),
se les hizo encontradiza una chalupa por maravillosa providencia, sin
dejarse ver quién la guiaba, la cual se fue acercando a los corintios,
que nada sabían de lo que pasaba en la armada naval; circunstancias por
donde conjeturan que fue portentoso el suceso. Dicen, pues, que
llegándose a las naves les habló así: -«Bien haces, Adimanto; tú
virando de bordo aprietas a huir, escapando con tu escuadra y vendiendo
a los demás griegos. Sábete, pues, que ellos están ganando de sus
enemigos una completa victoria, tal cual no pudieran acertarla a
desear.» Y como Adimanto no diese crédito a lo que decían, añadieron de
nuevo los de la chalupa «estar allí prontos a ser tomados en rehenes,
no rehusando morir, si no era del todo cierto que venciesen los
griegos:» que con esto, vuelta atrás la proa de la nave, llegó con los
de su escuadra a la armada de los griegos, después de concluida la
acción. Esta historia corre entre los de Atenas acerca de los
corintios; pero éstos no lo cuentan así por cierto, antes pretenden
haberse hallado los primeros en la batalla naval, y a favor de ellos lo
atestigua lo demás de la Grecia.
XCV. En medio de la confusión y trastorno que pasaba en Salamina, no
dejó de obrar como quien era el ateniense Arístides, hijo de Lisimaco,
aquel ilustre varón cuyo elogio poco antes hice como del mejor hombre
del mundo; porque tomando consigo mucha parte de la infantería
ateniense que estaba apostada en las costas de la isla de Salamina, y
desembarcándola en la de Psitalea pasó a cuchillo cuanto persa había en
dicha islita (57).
XCVI. Desocupados ya los griegos de la batalla y retirados los
destrozos y fragmentos todos de las naves, cuantos iban compareciendo
hacia Salamina preparábanse para un segundo combate, persuadidos de que
el rey se valdría de las naves que le quedaban para entrar otra vez en
batalla. Por lo que mira a los restos del naufragio, impelió y sacó el
viento céfiro una gran parte de ellos a la orilla del Ática, llamada
Colíada (58). No parece
sino que todo conspiraba a que se cumpliesen los oráculos, así los de
Bacis y de Museo acerca de esta batalla naval, como muy particularmente
el que había proferido Lisístrato, grande adivino y natural de Atenas,
acerca de que serían llevados los fragmentos de las naves adonde lo
fueron tantos años después de su predicción, cuyo oráculo de ninguno de
los griegos había sido entendido, y decía: «El remo aturdirá a la Hembra Coliada.» Suceso que debía acaecer después de la expedición del rey.
XCVII. Al ver Jerjes aquella pérdida y destrozo padecido, entró en
mucho recelo de que alguno de los jonios no sugiriese a los griegos, o
que estos mismos no diesen de suyo en el pensamiento de pasar al
Helesponto y cortarle allí su puente. De miedo, pues, que tuvo de no
verse a peligro de perecer cogido así en Europa, resolvió la huida.
Pero no queriendo que nadie ni de los griegos ni de sus mismos vasallos
penetrase su designio, empezó a formar un terraplen hacia Salamina (59),
y junto a él mandó unir puestas en fila unas urcas fenicias, que le
sirviesen de puente y de baluarte como si se dispusiera a llevar
adelante la guerra y dar otra vez batalla naval. Viéndole los otros
ocupado en estas obras, creían todos que muy de veras se preparaba para
guerrear a pie firme. Mardonio fue el único que, teniendo muy conocido
su modo de pensar, entendió de lleno sus designios. Al mismo tiempo que
esto hacía Jerjes, envió a los persas un correo con la noticia de la
desgracia y derrota padecida.
XCVIII. Yo no sé que pueda hallarse de nubes abajo cosa más expedita
ni más veloz que esta especie de correos que han inventado los persas (60),
pues se dice que cuantas son en todo el viaje las jornadas, tantos son
los caballos y hombres apostados a trechos para correr cada cual una
jornada, así hombre como caballo, a cuyas postas de caballería ni la
nieve, ni la lluvia, ni el calor del sol, ni la noche las detiene, para
que dejen de hacer con toda brevedad el camino que les está señalado.
El primero de dichos correos pasa las órdenes o recados al segundo, el
segundo al tercero, y así por su orden de correo en correo, de un modo
semejante al que en las fiestas de Vulcano usan los griegos en la
corrida de sus lámparas. El nombre que dan los persas a esta corrida de
postas de a caballo es el de Angareyo.
XCIX. Llegado a Susa aquel primer aviso de que Jerjes había ya
tomado a Atenas, causó tanta alegría en los persas que se habían allí
quedado, que en señal de ella no sólo enramaron de arrayán todas las
calles y las perfumaron con preciosos aromas, sino que la celebraron
con sacrificios y regocijos particulares. Pero cuando les llegó el
segundo aviso, fue tanta la perturbación, que rasgando todos sus
vestidos, reventaban en un grito y llanto deshecho, echando la culpa de
todo a Mardonio, no tanto por la pena que les causase la pérdida de la
armada naval, cuanto por el miedo que tenían de perder a Jerjes; ni
paró entre los persas este temor y público desconsuelo en todo el
tiempo que corrió desde la mala noticia hasta el día mismo en que,
vuelto Jerjes a su corte, los consoló con su presencia.
C. Viendo entonces Mardonio lo mucho que a Jerjes le dolía la
pérdida sufrida en la batalla naval, sospechó que el rey meditaba huir
de Atenas, y pensando dentro de sí mismo que siendo él quien lo había
inducido a la jornada contra la Grecia, no dejaría por ello de llevar
su merecido, halló convenirle mejor el arriesgarse a todo con la mira o
bien de llevar a cabo la conquista, o si no de perder gloriosamente la
vida en aquella empresa, especialmente cuando, llevado de sus altos
pensamientos, tenía por más probable poder salir con la victoria
sujetando a la Grecia. Sacadas así sus cuentas, habló en estos
términos: -«No tenéis, señor, por qué apesadumbraros por la desgracia
que acaba de sucedernos, ni darlo todo ya por perdido, como si fuera
esta una derrota decisiva; que no depende todo del fracaso de cuatro
maderos, sino del valor de los infantes y caballos. Es esto en tanto
grado verdad, que de todos esos que se lisonjean de haberos dado un
golpe mortal, ni uno solo habrá que saltando de sus buques se atreva a
haceros frente, ni os la hará nadie de todo ese continente ya que los
que tal nos intentaron, pagaron bien su temeridad. Digo, pues, que si a
bien lo tenéis, nos echemos desde luego contra el Peloponeso; y si
tenéis por mejor el dejarlo de hacer, en vuestra mano está dejarlo. Lo
que importa es el no caer de ánimo; pues claro está que no les queda a
los griegos escape alguno para no venir a ser esclavos vuestros,
pagándoos con eso el castigo de lo que acaban de hacer ahora y de lo
que antes hicieron: soy, pues, de opinión que así lo verifiquéis. Si
estáis con todo resuelto a retiraros con el ejército, otra idea se me
ofrece en este caso. Soy de parecer que no lo hagáis con nosotros de
manera que esos griegos se burlen y rían de los persas. Nada se ha
malogrado, señor, por parte de los persas, ni podéis decir en qué
acción no hayan cumplido todo su deber, pues en verdad no tienen ellos
la culpa de tal desventura. Esos fenicios, esos egipcios, esos
Chipriotas, esos Cilicios, son y han mostrado ser unos cobardes.
Supuesto, pues, que no son culpables los persas, si no queréis quedaros
aquí, volveos en hora buena a vuestra casa y corte, llevando en vuestra
compañía el grueso del ejército; que a mi cuenta quedará el sujetar la
Grecia entera a vuestro dominio, escogiendo para ello 300.000 hombres
de vuestro ejército.»
CI. Oído este discurso, que no dejó de sentarle muy bien a Jerjes,
alegróse del expediente, atendido el mal estado de sus cosas, y dijo a
Mardonio quedespués de consultado el asunto le respondería cuál de los
dos partidos quería escoger. Habiendo, pues, entrado en consulta con
los persas sus ordinarios asesores, parecióle llamar a la junta a
Artemisia, por cuanto ella había sido la única que antes acertó en lo
que debía hacerse tocante al combate naval. Apenas Artemisia vino,
mandando Jerjes retirar a los otros consejeros persas, lo mismo que a
sus alabarderos, hablóle en esta forma: -«Quiero que sepas cómo me
exhorta Mardonio a que yo me quede aquí y embista el Peloponeso,
dándome por razón que mi ejército de tierra no ha tenido parte alguna
en esta pérdida, y que desea todo más bien con ansia que haga yo prueba
de su valor. Exhórtame, pues, a que, o lo haga yo así por mi mismo, o
en el caso contrario él por sí se ofrece a poner la Grecia entera
debajo de mi dominio, escogiendo para la empresa 300.000 combatientes,
aconsejándome que yo con lo demás de mis tropas me retire a mi corte y
palacio. Ahora quiero, pues, que me aconsejes en cuál de estos dos
partidos acertaré mas en caso de elegirlo, ya que tú sola me diste un
buen consejo acerca de la batalla naval no conviniendo en que se
verificara.»
CII. Respondióle Artemisia en estos términos: -«Bien difícil es, oh
rey, que acierte yo con lo mejor, respondiendo a vuestra consulta;
pero, con todo, mi parecer sería que en la presente situación de los
negocios os volvieseis a vuestros estados, y que dejaseis aquí a
Mardonio, ya que él así lo desea, ofreciéndose a salir con la empresa
juntamente con las tropas que pide; porque si logra por una parte la
conquista que promete y le sale bien la empresa que piensa acometer,
vos, señor, vais a ganar mucho en añadir a vuestros dominios esos
vasallos; por otra parte, si el negocio sale a Mardonio al contrario de
lo que piensa, en ello no será la pérdida considerable para el estado
quedando vos salvo, y bien constituidos los demás intereses de vuestra
casa e imperio; pues como quedéis vos vivo y salvo, y vuestra casa y
familia se mantengan en su primer estado, mala suerte les auguro a esos
griegos; que no les faltarán por cierto ocasiones en que salir armados
a la defensa de sus casas. Y si Mardonio sufriere alguna derrota, los
griegos victoriosos no tendrán con toda victoria motivo de quedar muy
ufanos por la muerte de uno de vuestros vasallos. Por lo demás, vos
habéis logrado el fin de la jornada, habiendo entregado a las llamas la
ciudad de Atenas.»
CIII. Cayó en gracia a Jerjes el consejo, pues acertó Artemisia con
lo mismo que él pensaba ejecutar, tan resuelto a ello, que no se
quedara allí, según imagino, por más que todos los del mundo, hombre y
mujeres, se lo aconsejaran. Así que alabó mucho a Artemisia y la envió
a Éfeso, encargada de conducir allá unos hijos suyos naturales, pues
algunos de éstos le habían seguido en su jornada.
CIV. Envió con ella por ayo de sus hijos a Hermotimo, natural de
Pedaso, quien podía tanto como el que más entre los eunucos de palacio.
Y ya que hablé de él, no dejaré de mentar un fenómeno que dicen suele
acontecer entre los Pedáseos situados más arriba de Halicarnaso; es a
saber: que siempre que amenaza en breve a los vecinos que moran en la
comarca de la ciudad mencionada algún desastre general, en tal caso
nácele una grandísima barba a la sacerdotisa que allí tienen de
Minerva, lo que ya por dos veces les ha sucedido (61).
CV. De Pedaso, como decía, era, pues, natural Hermotimo, al cual,
para vengarse de la injuria que con hacerle eunuco había padecido,
presentásele una ocasión que no sé que se haya dado nunca otra igual:
He aquí cómo sucedió: Hiciéronle esclavo los enemigos, y como a tal le
compró un hombre natural de Quío, llamado Panionio, el cual daba en una
granjería la más infame y malvada del mundo, pues logrando algún
gallardo mancebo, lo que hacía era castrarle y llevarle después a
Sardes o a Éfeso y venderle bien caro; pues sabido es que entre los
bárbaros se aprecian en más los eunucos que los que no lo son, por la
total confianza que puede haber en ellos. Entre otros muchos que castró
Panionio, como quien vivía de la ganancia hecha en esa industria, uno
fue nuestro Hermotimo. Pero no queriendo la fortuna que nuestro eunuco
fuese en todo lo demás desgraciado, hizo que entre otros regalos que de
Sardes se enviaban al rey, le fuese presentado Hermotimo, quien vino a
ser con el tiempo el eunuco más honrado y favorecido de Jerjes.
CVI. En la ocasión en que el rey conducía contra Atenas sus tropas
persianas, vino Hermotimo a Sardes, de donde habiendo bajado por algún
encargo onegocio a la comarca de la Misia llamada Atarneo, en que
habitan los Quíos, topó en ella con Panionio. Conocióle, y le habló
largamente y con mucha expresión de cariño, dándole primero cuenta de
cómo por medio de él había llegado a poseer tanto que no sabía los
tesoros que tenía, y ofreciéndole al mismo tiempo que le daría en
recompensa montes de oro, con tal que con toda su casa y familia pasase
a vivir donde él estaba (62).
Súpole dorar la respuesta de modo que aceptando Panionio el partido con
mucho gusto, pasó allá con sus hijos y mujer. Una vez que Hermotimo le
tuvo en la red con toda su familia, hablóle de esta suerte: -«Ahora
quiero, oh negociante, el más ruin y abominable de cuantos vio el sol
hasta aquí, que me digas qué mal yo mismo o alguno de los míos, a tí o
alguno de los tuyos habíamos hecho, para que me parases tal, que de
hombre que era, viniese a ser menos que nada. ¿Creías tú, infame, que
no llegarían tus malas trazas a noticia de los dioses? Mucho te
engañabas, pues ellos han sido los que por su justa providencia te han
traído a mis manos, para que haga en tí un ejemplar, y no tengas tú
razón de quejarte ni de ellos ni de mí tampoco.» Apenas acabó de darle
en cara con su sórdida crueldad, cuando hizo comparecer en su presencia
a los hijos de Panionio, y primero obligó allí mismo al padre a castrar
a sus hijos, que eran cuatro, y después que forzado acabó de ejecutar
aquel ministerio, fueron constreñidos los hijos castrados a practicar
lo mismo con su padre. Tal fue la venganza que así rodando se le vino a
las manos a Hermotimo contra Panionio.
CVII. Pero volviendo a Jerjes, después de entregar sus hijos a
Artemisia para que los condujese a Éfeso, mandó llamar a Mardonio, y le
ordenó que escogiese las tropas de su ejército que prefiriera,
encargándole al mismo tiempo que procurase muy de veras que los efectos
correspondiesen a las promesas. Empleóse en esto aquel día; pero venida
la noche, los generales de mar, salidos con sus escuadras de Falero por
orden del rey, hiciéronse a la vela en dirección al Helesponto,
poniendo cada uno la más viva diligencia para llegar cuanto antes allá,
y guardar el puente de barcas para el paso del soberano. Sucedió que
como hubiesen llegado los bárbaros cerca de Zostero, en cuya costa se
dejan ver entrados hacia el mar unos delgados picos, creyendo serían
unas naves diéronse a la fuga un buen trecho, ni volvieron otra vez a
unirse para continuar su rumbo, basta que supieron que eran unos picos
de roca y no galeras enemigas.
CVIII. Al llegar el día, viendo los griegos en el mismo campo el
ejército de tierra, daban por supuesto que la armada debía hallarse en
el puerto de Falero. Con esto, pues, persuadidos a que el enemigo
volvería a combatir por mar, se preparaban, por su parte, a rechazarle.
Pero informados después de que se habían hecho las naves a la vela,
parecióles ir en seguimiento de ellas sin más dilación. Siguieron, en
efecto, su rumbo hasta llegar a Andros; pero sin poder descubrir la
armada de Jerjes. En Andros, consultando sobre el asunto, fue de
parecer Temístocles, que echando por en medio de aquellas islas y
persiguiendo a las naves, se encaminasen en derechura al Helesponto con
ánimo de cortarles el puente (63).
Dio Euribiades un parecer totalmente contrario, diciendo que no podían
los griegos irrogar a la Grecia mayor daño que cortar el puente al
enemigo; porque si el persa, sorprendido, se veía precisado a quedarse
en la Europa, no querría, sin duda, estarse tranquilo y ocioso, viendo
que con la acción le sería imposible llevar adelante sus intereses,
pues, así no se le abriría camino alguno para la retirada y perecería
de hambre su ejército; que por el contrario, el se animaba y ponía
manos a la obra, todo le podría salir muy bien en las ciudades y
naciones de la Europa, o bien tomándolas a viva fuerza, o capitulando
con ellas antes de apelar a las armas; que tampoco les faltarían
víveres echando mano de la cosecha anual de los griegos; que él
discurría que vencido el persa en la batalla naval, no pensaría en
quedarse en Europa; que lo mejor era dejarle huir cuanto quisiese hasta
parar en sus dominios; pero que una vez vuelto a ellos, entonces sí les
exhortaba a que allí le hiciesen guerra.
CIX. A este parecer se atenían también los otros jefes del
Peloponeso. Cuando vio Temístocles que no lograría persuadir a los más
a navegar hacia el Helesponto, mudando de dictamen, y volviéndose a los
atenienses, quienes se daban a las furias al ver que así se les huía la
presa de entre las uñas, tan empeñados en navegar al Helesponto, que en
caso de rehusarlo los demás, querían por sí solos encargarse de aquella
empresa, hablóles en esta conformidad: -«Yo mismo, amigos, llevo ya en
muchos lances observado, y tengo oído que en muchos otros distintos
pasó lo mismo, que los hombres reducidos al último trance y apuro, por
más que hayan sido vencidos, vuelven a pelear, desesperados, y procuran
borrar la primera nota de cobardes en que habían incurrido. De parecer
sería que nosotros, que apenas sin saber cómo nos hallamos con nuestra
salvación y con el bien de la Grecia en las manos, nos contentáramos
por ahora con haber ojeado esa bandada espesa de enemigos, sin darles
caza en su huida, pues no tanto hemos sido nosotros los que a tal
hazaña hemos dado cabo, como los dioses y los héroes, quienes no han
podido ver que un hombre solo, impío por demás y desalmado, viniese a
ser señor del Asia y de Europa. Hablo de ese sacrílego, que todo,
sagrado y profano, lo llevaba por igual; de ese ateo que quemaba y
echaba por el suelo las estatuas de los dioses; de ese insensato que al
mar mismo mandó azotar y le arrojó unos grillos. Demos gracias a los
dioses por el bien que acaban de hacernos; quedemos por ahora en la
Grecia, cuidemos de nuestros intereses y del bien de nuestras familias,
vuelva cada cual a levantar su casa y cuidede hacer su sementera, ya
que hemos logrado arrojar al bárbaro del todo. Al apuntar la primavera,
entonces sí que será oportuno, ir con una buena armada a volverle la
visita en el Helesponto y en la Jonia.» Así se explicaba a fin de
prepararse albergue en los dominios del persa, donde pudiera recogerse
en caso de caer en la desgracia de sus atenienses, como quien adivinaba
lo que había de sucederle.
CX. Por más que en esto obrase Temístocles con doble intención,
dejáronse con todo llevar de su discurso los atenienses, prontos a
deferir en todo a su dictamen, habiéndole tenido desde el principio por
hombre entendido, y experimentádole después por político hábil y cuerdo
en sus consejos. Disuadidos ya los suyos, sin pérdida de tiempo envió
en un batel a ciertos hombres, de quienes se prometía que sabrían
callar en medio de los mayores tormentos, para que de su parte fuesen a
decir al rey lo que les encargaba, uno de los cuales era por la segunda
vez aquel su doméstico Sicino (64).
Llegados al Ática, quedáronse los otros en su barco, y saltando a
tierra Sicino, dijo así hablando con el rey: -«Vengo enviado de
Temístocles, hijo de Neocles, general de los atenienses, y sujeto el
más cumplido y cuerdo que se halla entre los de aquella liga, para
daros una embajada en estos términos: «El ateniense Temístocles, con la
mira de haceros un buen servicio, ha logrado detener a los griegos para
que no persigan a vuestras escuadras como intentaban hacerlo, ni os
corten el puente de barcas en el Helesponto. Ahora vos podréis ya
retiraos sin precipitación alguna.» Dado este recado, volviéronse por
el mismo camino.
CXI. Los griegos de la armada naval, después de resolverse a no
pasar más adelante en seguimiento de la de los bárbaros, ni a avanzar
con sus naves hasta el Helesponto para cortar a Jerjes la retirada,
quedáronse sitiando la ciudad de Andros con ánimo de arruinarla. El
motivo era por haber los Andrios sido los primeros de todos los isleños
que se habían negado a la contribución que Temístocles les pedía; mas
como éste les previniese que los atenienses les harían una visita
llevando consigo dos grandes divinidades, la una Pitos y la otra Anauhea,
por cuyo medio se verían en la precisión de desembolsar su dinero,
diéronle los Andrios por respuesta: que conrazón era Atenas una ciudad
grande, rica y dichosa, teniendo de su parte la protección de aquellas
buenas diosas, al paso que los pobres Andrios eran hombres de tan
cortos alcances y tan desgraciados que no podían echar de su isla a dos
diosas que les irrogaban mucho daño, la Penia y la Amecania (65),
las cuales obstinadamente se empeñaban en vivir en su país; que
habiendo cabido a los Andrios por su mala suerte aquellas dos harto
menguadas diosas, no pagarían contribución alguna, pues no llegaría a
ser tan grande el poder de los atenienses que no fuese mayor su misma
imposibilidad.» Por esta respuesta que dieron, no queriendo pagar ni un
dinero, veíanse sitiados.
CXII. Entretanto, Temístocles, no cesando de buscar arbitrios cómo
hacer dinero, despachaba a las otras islas sus órdenes y amenazas
pidiéndoles se lo enviasen, valiéndose de los mismos mensajeros y de
las mismas razones de que se había valido antes con los de Andros, y
añadiendo que si no le daban lo que pedía, conduciría contra ellas la
armada de los griegos. Por este medio logró sacar grandes cantidades de
los caristios y de los parios, quienes informados así del asedio en que
Andros se hallaba por haber seguido el partido medo, como de la
ILustrísima fama y reputación que entre los generales tenía
Temístocles, le contribuían con grandes sumas. Si hubo algunos otros
más que también se las diesen, no puedo decirlo de positivo, si bien me
inclino a creer que otros más habría, y que no serían los únicos los
referidos. Diré, si, que no por eso lograron los caristios que no les
alcanzase el rayo, si bien los parios, aplacando a Temístocies con
dádivas y dineros, se libraron del sitio en que el ejército les tenía.
Con esto, Temístocles, salido de Andros, iba recogiendo dinero de los
isleños a hurto de los demás generales.
CXIII. Las tropas que cerca de sí tenía Jerjes, dejando pasar unos
pocos días después de la batalla naval, dirigiéronse la vuelta de
Beocia por el mismo camino por donde habían venido. Así se hizo la
marcha, por parecerle a Mardonio que además de deber con ellas escoltar
al rey, no era ya por otra parte tiempo de continuar la campaña, sino
que lo mejor sería invernar en la Tesalia, y a la primavera siguiente
invadir el Peloponeso. Llegados a la Tesalia, las primeras tropas que
para sí escogió Mardonio fueron todos aquellos persas que llamaban los
Inmortales, a excepción de su general Hidarnes, que se negó a dejar al
rey. De entre los otros persas escogió asimismo a los coraceros y aquel
regimiento de los mil caballos. Tomó asimismo para si a los medos, los
sacas, los bactrios y los indios, tanto los de a pie como los de a
caballo. Habiéndose quedado con todas estas naciones, iba entresacando
de entre los demás aliados unos pocos, los mejor plantados que veía, y
aquellos también de quienes sabía haberse portado bien en alguna
función. En esta gente escogida, el cuerpo más considerable era el de
aquellos persas que llevaban su collar y brazalete de oro; después el
de los medos, no porque fuesen menos que los persas, sino porque no les
igualaban en el valor. En fin, la suma de las tropas subía a 300.000
entre peones y jinetes.
CXIV. Durante el tiempo en que iba Mardonio escogiendo la tropa más
gallarda del ejército, manteniéndose todavía Jerjes en la Tesalia,
llególes a los lacedemonios un oráculo de Delfos, que les mandaba
pidiesen a Jerjes satisfacción por la muerte de Leonidas, y recibiesen
la que él les diera. Los espartanos, sin más dilación, destinaron un
rey de armas (66), quien
habiendo hallado todo el ejército parado todavía en Tesalia, se
presentó al rey, y le dio la embajada: -«A vos, rey de los medos, piden
los lacedemonios en común, y los Heráclidas de Esparta en particular,
que les deis la satisfacción correspondiente por haberles vos muerto a
su rey que defendía a la Grecia.» Dio Jerjes una gran carcajada, y
después de un buen rato, apuntando con el dedo a Mardonio, que estaba
allí a su lado: -«Mardonio, le dijo, les dará sin duda alguna la
satisfacción que les corresponda.» Encargóse el enviado de dar aquella
respuesta, y se volvió luego.
CXV. Marchó después Jerjes con mucha prisa la vuelta del Helesponto,
habiendo dejado a Mardonio en la Tesalia, y llegó al paso de las barcas
al cabo de cuarenta y cinco días, llevando consigo de su ejército un
puñado de gente tan sólo por decirlo así. Durante el viaje entero,
manteníase la tropa de los frutos que robaba a los moradores del país
sin distinción de naciones, y cuando no hallaban víveres algunos,
contentábanse con la hierba que la tierra naturalmente les daba, con
las cortezas quitadas a los árboles, y con las hojas que iban cogiendo,
ya fuesen ellos frutales, ya silvestres; que a todo les obligaba el
hambre, sin que dejasen de comer cosa que comerse pudiera. De resultas
de esto, iban acabando con el ejército la peste y la disentería que le
sobrevino. A los que caían enfermos dejábanlos en las ciudades por
donde pasaban, mandándolas que tuviesen cuidado de curarlos y
alimentarlos, habiendo asimismo dejado algunos en Tesalia, otros en
Siris de la Peonía, y otros en Macedonia finalmente. Antes en su paso
hacia la Grecia había dejado el rey en Macedonia la carroza sagrada de
Júpiter, y entonces de vuelta no la recobró: habíanla los Peonios dado
a los de Tracia, y respondieron a Jerjes que por ella pedía, que
aquellos tiros, estando paciendo, habían sido robados por los tracios,
que moran vecinos a las fuentes del río Estrimón.
CXVI. Con esta ocasión diré en breve un hecho inhumano que el rey de los Bisaltas, de nación tracio (67),
ejecutó en la comarca crestónica. No sólo éste se había negado a
prestar a Jerjes la obediencia, retirándose por esta razón a lo más
fragoso del monte Ródope, sino que había prohibido a sus hijos que le
sirvieran en aquella jornada contra la Grecia. Pero ellos, o teniendo
en poco la prohibición, o quizá por curiosidad y deseo de hacer alguna
campaña, fuéronse siguiendo las banderas del persa. Vueltos después
buenos y salvos, a todos ellos, que eran hasta seis, hízoles el padre
sacar los ojos por este motivo: tal paga sacaron los infelices de su
expedición.
CXVII. Después que los persas, dejada la Tracia, llegaron al paso
del Helesponto, embarcados a toda prisa lo atravesaron hacia Ábidos, no
pudiendo pasar por el puente de barcas, que ya no hallaron unidas y
firmes, sino sueltas y separadas por algún contratiempo. En los días de
descanso que allí tuvieron, como la copia de víveres que lograban fuese
mayor que la que en el camino habían tenido, comieron sin regla ni
moderación alguna, de cuyo desorden, y de la mudanza de aguas, resultó
que moría mucha gente del ejército que había quedado. Los pocos que
restaron, en compañía de Jerjes al cabo llegaron a Sardes.
CXVIII. Cuéntase también de otro modo esta retirada, a saber: que
después que Jerjes, salido de Atenas, llegó a la ciudad de Eyona,
situada sobre el Estrimón, no continuó desde allí por tierra su marcha,
sino que encargando a Hidarnes la conducción del ejército al
Helesponto, partió para el Asia embarcado en una nave fenicia. Estando,
pues, en medio de su viaje, levantósele vehemente y tempestuoso el
viento llamado Estrimonias (68),
y fue tanto mayor el peligro de la tormenta, cuanto más cargada y llena
iba la nave, sobre cuya cubierta venían muchos persas acompañando a
Jerjes. Entonces, entrando el rey en gran miedo, llamando en alta voz
al piloto, preguntóle si les quedaba alguna esperanza de vida. -«Una
sola queda, señor, díjole el piloto; el ver cómo podremos deshacernos
de tanto pasajero como aquí viene.» Oído esto, pretenden que dijese
Jerjes: -«persas míos, esta es la ocasión en que alguno de vosotros
muestre si se interesa o no por su rey; que en vuestra mano, según
parece, está mi salud y vida.» Apenas hubo hablado, cuando los persas,
hecha al soberano una profunda inclinación, saltaron por sí mismos al
agua, con lo que aligerada la nave, pudo llegar al Asia a salvamento.
Allí, saltando Jerjes en tierra, dicen que ejecutó al punto una de sus
justicias, pues premió con una corona de oro al piloto por haber
salvado la vida del rey, y le mandó cortar la cabeza por haber perdido
a tanto persa.
CXIX. Pero a mí por lo menos no se me hace digna de fe esta otra
narración de la vuelta de Jerjes, prescindiendo de otros motivos, por
lo que se dice en ella acerca de la desventura de los persas; porque
dado caso que el Piloto hubiera dicho aquello a Jerjes, me atrevo a
apostar que entre diez mil hombres no habrá uno solo que conmigo no
convenga en que el rey en tal caso hubiera dicho que aquellos pasajeros
que estaban sobre la cubierta, mayormente siendo persas, y primeros
personajes entre los persas, se bajasen a la parte cóncava del buque, y
que los remeros fenicios, tantos en número cuantos eran los persas,
fuesen arrojados al mar. Lo cierto es que el rey volvió al Asia,
marchando por tierra con lo demás del ejército, como llevo referido.
CXX. Otra prueba vehemente hay de lo que digo; pues consta que en su
retirada pasó Jerjes por Abdera, y asentó con los de aquella ciudad un
concierto de hospedaje, y les hizo el regalo de un alfanje de oro y de
una tiara bordada en oro. Algo más añaden los abderitas, aunque yo no
les crea en ello de ningún modo, que allí fue donde la vez primera se
desciñó Jerjes la espada después de la huida de Atenas, como quien no
tenía ya que temer. Lo cierto es que Abdera está situada más cerca del
Helesponto que el Estrimón y Eyona, de donde pretenden los autores de
la otra narración que saliese el rey de su galera.
CXXI. Los griegos de la armada, viendo que no podían rendir a Andro,
pasaron a Caristo, y talada la campiña, partiéronse para Salamina. Lo
primero que aquí hicieron fue entresacar del botín así varias ofrendas
que como primicias destinaban a los dioses, como particularmente tres
galeras fenicias, una para dedicarla en el istmo, la que hasta mis días
se mantenía en el mismo punto, otra para Sunio, y la tercera para Eante
en la misma Salamina. En segundo lugar, repartiéronse el botín,
enviando a Delfos las primicias de los despojos, de cuyo precio se hizo
una gran estatua de doce codos, que tiene en la mano un espolón de
galera, y está levantada cerca del lugar donde se halla la de Alejandro
el macedonio, que es de oro.
CXXII. Al tiempo mismo que enviaron los griegos aquellas primicias a
Delfos, hicieron preguntar a Apolo en nombre de todos si le parecían
bien cumplidas aquellas primicias y si eran de su agrado, a lo cual el
dios respondió que lo eran en verdad por lo que miraba a los demás
griegos, mas no así respecto de los eginetas, de quienes él pedía y
echaba menos un don en acción de gracias por haberse llevado la palma
en Salamina. Con dicha respuesta, ofreciéronle los eginetas unas
estrellas de oro, que son aquéllas tres que sobre un mástil de bronce
se ven cerca de la copa de Creso.
CXXIII. Hecha la repartición de la presa, tomaron los griegos su
rumbo hacia el istmo para dar la palma de la victoria al griego que más
se hubiese señalado en aquella guerra (69).
Llegados allá los generales de la armada naval, fueron dejando sus
votos por escrito encima del ara de Neptuno, en los cuales declaraban
su parecer sobre quién merecía el primero y quién el segundo premio.
Cada uno de los generales dábase allí el voto a sí mismo, como al que
mejor se había portado en la batalla; pero muchos concordaban en que a
Temístocles se le debía en segundo lugar aquella victoria; de suerte
que no llevando nadie sino un solo voto, y este el propio suyo, para el
primer premio, Temístocles para el segundo era en la votación superior
en mucho a los demás.
CXXIV. De aquí nació que no queriendo los griegos, por espíritu de
partido y de envidia, definir aquella contienda, antes marchando todos
a sus respectivas ciudades sin decidir la causa, el nombre de
Temístocles, sin embargo, iba en boca de todos, glorioso y celebrado en
toda la nación por el varón más sabio de los griegos. Mas viendo que no
había sido declarado vencedor por los generales que dieron la batalla
en Salamina, fuese sin perder tiempo a Lacedemonia, pretendiendo aquel
honor (70). Hiciéronle los
lacedemonios muy buen recibimiento, y le honraron con mucha
particularidad. Dieron a Euribiades la prerrogativa en el valor con una
corona de olivo, y a Temístocles asimismo con otra corona igual la
prerrogativa y destreza política. Regaláronle una carroza la más bella
de Esparta, colmándole de elogios, e hicieron que al irse le
acompañasen hasta los confines de Tegea 300 espartanos escogidos, que
son los llamados allí caballeros; habiendo sido Temístocles el único,
al menos que yo sepa, a quien en señal de estima hayan acompañado hasta
ahora los espartanos con escolta.
CXXV. Vuelto Temístocles de Lacedemonia a Atenas, un tal Timodemo
Afidneo, uno de sus enemigos, hombre por otra parte de ninguna fama y
lustre, muerto de envidia, dábale allí en rostro con el viaje a
Lacedemonia, achacándole que en atención a Atenas y no a su persona
había llevado aquella honra y premio. Viendo Temístocles que siempre
Timodemo le acosaba con aquella injuria, díjole al cabo: -«Oye,
detractor, ni yo siendo Belbinita (71)
como tú hubiera sido honrado así por los espartanos, ni tú, amigo, lo
serías, por más que fueras como yo ateniense. Pero, basta ya de ello.»
CXXVI. Iba escoltando al rey hasta el paso del Helesponto el hijo de
Farnaces, Artabazo, quien siendo antes ya entre los persas un general
de fama, vino a tenerla mayor después de la batalla de Platea al frente
de un cuerpo de 60.000 hombres tomados del ejército que Mardonio había
escogido. Mas como el rey estuviese ya en el Asia, y Artabazo de vuelta
se hallase en Palena (72),
no corriendo prisa alguna el ir a incorporarse con el grueso del
ejército, por invernar las tropas de Mardonio en Tesalia y en
Macedonia, parecióle que no era razón dejar de rendir y esclavizar a
los de Potidea, a quienes halló que se habían rebelado contra el rey. Y
en efecto, los potideos se habían alzado declaradamente contra los
bárbaros, luego que el rey, huyendo de Salamina, acabó de pasar por su
ciudad, y a su ejemplo muchos otros pueblos de Patena habían hecho lo
mismo. Con esto Artabazo puso sitio a Potidea.
CXXVII. Y sospechando al mismo tiempo, que también los olintios se
apartaban de la obediencia del persa, vino sobre aquella ciudad, cuyos
moradores eran entonces los Botieos (73),
quienes habían sido echados por los macedonios del golfo Termeo. A
estos olintios, después que apretando el sitio logró rendir la plaza,
Farnabazo, sacándolos fuera de ella, los degolló sobre una laguna.
Entregó la ciudad a Cristóbulo Toroneo para que la gobernase, y a los
de Cálcida (74) para que la poblasen, y con esto vino a ser Olinto una colonia de Calcidenses.
CXXVIII. Artabazo, dueño ya de Olinto, pensó en apretar con más
ahínco a Potidea, y andando el sitio con más viveza, Timoxeno,
comandante de los Scioneos (75),
concertó entregársela a traición. De qué medios se valiese al principio
de esta inteligencia no puedo decirlo, porque nadie veo que lo diga: el
éxito de ella fue el siguiente: Siempre que querían darse por escrito
algún aviso, o Timoxeno a Artabazo, o bien éste a Timoxeno, lo que
hacían era envolver la carta en la cola de la saeta junto a su muesca,
pero de manera que viniese a formar como las alas de la misma, y así la
disparaban al puesto entre ellos convenido. Pero por este medio mismo
se descubrió que andaba Timoxeno en la traición de Potidea; porque como
disparase Artabazo su saeta hacia el sitio consabido, y no acertase a
ponerla en él, hirió en el hombro a un ciudadano de Potidea. Apenas
estuvo herido, cuando corrieron muchos hacia él y le rodearon, como
suele suceder en la guerra, los cuales, cogida la saeta, como reparasen
en la carta envuelta, fueron luego a presentarla a los comandantes.
Hallábanse en la plaza las tropas auxiliares de los demás paleneos, y
cuando aquellos jefes, leída la carta, vieron quién era el autor de la
traición, parecióles, en atención a la ciudad de los escioneos, que no
convenía públicamente complicar a Timoxeno en aquella perfidia, para
que en lo yo venidero no quedase a los escioneos la mancha perpetua de
traidores. Tal fue el extraño modo de averiguar al traidor.
CXXIX. Al cabo de tres meses del sitio puesto por Artabazo, hizo el
mar una retirada extraordinaria, que duró bastante tiempo. Entonces los
bárbaros, viendo que lo que antes era mar se les había hecho un lugar
pantanoso, marcharon por él hacia Palena; pero apenas hubieron andado
dos partes de trecho, de las cinco que pasar debían para meterse dentro
de dicha ciudad, sobrecogióles una avenida tan grande de mar, cual
nunca antes, a lo que decían los naturales, había allí sucedido, por
más frecuentes que suelan ser tales mareas. Sucedió en ella que se
anegaron los persas que no sabían nadar, y los que sabían perecieron a
manos de los de Potidea, que en sus barcas les acometieron. Pretenden
los potideos haber sido la causa de la retirada y avenida del mar y de
la desventura de los persas la impiedad de todos los que en él
perecieron, quienes habían profanado el templo y la estatua de Neptuno,
que estaba en los arrabales de su ciudad. Paréceme que tienen aquellos
mucha razón en decir que ésta fue la culpa para un tal castigo. Partió
Artabazo a la Tesalia con los persas que le quedaron para unirse con
Mardonio. Tal fue en compendio la suerte de los persas que escoltaron a
su rey.
CXXX. La armada naval, que salva había quedado al rey después de
haber pasado desde el Quersoneso hacia Ábidos a Jerjes, recién llegado
al Asia y fugitivo de Salamina, y juntamente con él a lo demás del
ejército, fuese a invernar en Cima (76).
En los principios mismos de la próxima primavera reunirse de nuevo en
Samos, donde algunas naves de ella habían pasado aquel invierno. La
tropa de mar que en dicha armada servía era por lo común compuesta de
persas y de medos, de cuyo mando fueron de nuevo encargados los
generales Mardontes, hijo de Bages, y Atraintes, hijo de Artaqueo, en
cuya compañía mandaba también Amitres, a quien Atraintes, siendo su
primo, se había asociado en el empleo. Hallándose muy amedrentada la
armada dicha, no se pensó en que se alargase más hacia Poniente,
mayormente no habiendo cosa que a ello le obligase, sino que por
entonces los bárbaros apostados en Samos se contentaban con cubrir a la
Jonia, impidiendo con las 300 naves que allí tenían, incluidas en este
número las jonias, que se les rebelase aquella provincia; ni pensaban,
por otra parte, que hubiesen los griegos de pretender venir hasta la
Jonia misma, sino que contentos y satisfechos con poderse quedar en sus
aguas, se mantendrían en ellas para la defensa y resguardo de su
patria. Confirmábales en esta opinión el reflexionar que, al huir de
Salamina, no les habían seguido los alcances, antes bien, de su propia
voluntad se habían vuelto atrás desde su camino. En realidad, caídos de
ánimo sobremanera los bárbaros, dábanse por vencidos en la mar, pero
tenían por seguro que su Mardonio por tierra sería muy superior a los
griegos. Con esto a los persas en Samos todo se les iba, parte en
meditar cómo podrían hacer algún daño al enemigo, parte en procurar
noticias sobre el éxito de las empresas de Mardonio.
CXXXI. Mas los griegos, a quienes tenía muy agitados, así el ver que
se acercaba ya la primavera, como el saber que Mardonio se hallaba en
Tesalia, antes de congregar su ejército de tierra tenían reunida ya en
Egina la armada naval, compuesta de 110 galeras. Iba en esta por
almirante y general de las tropas Leotiquides, hijo de Menares, cuyos
ascendientes eran Hegesilao, Hipocrátides, Leotiquides, Anaxilao,
Arquidemo, Anaxandrides, Teopompo, Nicandro, Carilo, Eunomo,
Polidectes, Pritanis, Eurifonte, Procles, Aristodemo, Aristomaco,
Cicodeo, Hilo, Hércules. Era, pues, dicho almirante de una de las dos
casas reales cuyos antepasados, a excepción de los dos nombrados
inmediatamente después de Leotiquides, habían sido reyes en Esparta (77). De los atenienses iba por general Janipo, hijo de Arifrón.
CXXXII. Juntas ya en Egina las naves todas, llegaron a dicha armada
griega unos mensajeros de la Jonia, los mismos que poco antes, dos a
Esparta, habían suplicado a los lacedemonios que pusiesen a los jonios
en libertad: entre estos embajadores venía uno llamado Herodoto, que
era hijo de Basileides. Eran estas unos hombres que, conjurados en
número de siete contra Estratis, señor de Quío, lo habían antes
maquinado la muerte; pero como uno de los siete cómplices hubiese dado
parte al tirano de sus intentos, los seis, ya descubiertos, escapándose
secretamente de Quío, habían pasado en derechura a Esparta y de allí a
Egina, con la mira de pedir a los griegos que con sus naves
desembarcasen en la Jonia, bien que con mucha dificultad pudieron
lograr de ellos que avanzasen hasta Delos. En efecto, de Delos adelante
todo se les hacía un caos de dificultades, así por no ser los griegos
prácticos en aquellos parajes, como por parecerles que hervían todos
ellos en gentes de armas, y lo que es más, por estar en la inteligencia
de que tan lejos se hallaban de Samos como de las columnas de Hércules (78):
de suerte que concurrían en ello dos obstáculos; el uno de parte de los
bárbaros; quienes por el horror que a los griegos habían cobrado no se
atrevían a navegar hacia Poniente; el otro de parte de los griegos, que
ni a instancias de los de Quío osaban de miedo bajar de Delos hacia
Levante. Así que puesto de por medio el mutuo temor, a entrambos servía
de pertrecho.
CXXXIII. Habían ya los griegos, como decía, pasado hasta Delos,
cuando todavía Mardonio se mantenía en Tesalia en sus cuarteles de
invierno. Durante el tiempo que en ellos estuvo éste, hizo que un
hombre natural de Europo (79),
por nombre Mis, partiese a visitar los oráculos, dándole orden de que
no dejase lugar donde pudiese consultarles y que observase lo que le
respondieran. Qué secreto fuese el que Mardonio con tales diligencias
pretendía penetrar, yo ciertamente no hallando quien me lo declare, no
sabré decirlo; únicamente formo el concepto de que no tendría otra mira
sino el buen éxito de su empresa, sin cuidarse de averiguar otras
curiosidades.
CXXXIV. De este Mis se tiene por cosa sabida que, habiendo ido a Lebadia (80)
y sobornado a uno del país, logró bajar al oráculo de Trofonio, como
también que llegó a Abas, santuario de los focenses, para hacer allí su
consulta. El mismo, habiendo pasado a Tebas en su primera romería,
practicó dos diligencias, pues por una parte había consultado a Apolo
Ismenio, el cual por medio de las víctimas suele ser consultado del
mismo modo que se usa en Olimpia, y por otra con sus dádivas había
obtenido, no de algún tebano, pero sí de un extranjero, el que quisiera
dormir en el templo de Anfiarao (81),
pues sabido es que generalmente a ninguno de los tebanos le es lícito
el pedir oráculo alguno en dicho templo. La causa procede de haberles
hecho saber Anilarao por medio de sus oráculos, que daba opción a los
tebanos para que escogieran, o valerse de él como de adivino, o de
aliado y protector solamente: prefirieron ellos, pues, tenerle por
aliado que por profeta, de donde está prohibido a todo tebano el irse a
dormir en aquel santuario para recibir entre sueños algún oráculo de
Anfiarao.
CXXXV. Pero lo que mayor maravilla en mí despierta es lo que de este
Mis Europense añaden los de Tebas, de quien dicen que, andando todos
estos santuarios de los oráculos, fue también al templo de Apolo el
Ptoo. Este templo con el nombre de Ptoo está en el dominio de los
tebanos, situado sobre la laguna Copaida (82),
en un monte muy vecino a la ciudad de Acrefia. Cuentan, pues, los
tebanos que llegado al templo nuestro peregrino Mis en compañía de tres
de sus ciudadanos, a quienes había nombrado el público a fin de que
tomasen por escrito la respuesta que el oráculo les diera, la persona
que allí vaticinaba púsose de repente a profetizar en una lengua
bárbara. Al oír los tebanos compañeros de Mis un dialecto bárbaro en
vez del griego, no sabían qué hacerse llenos de pasmo y de confusión,
cuando el Europense Mis, arrebatándoles de las manos el libro de
memoria que consigo traían, fue en él escribiendo las palabras que en
la lengua bárbara iba profiriendo el profeta, la cual, según ellos
dicen, era Cariana; y que apenas las hubo escrito cuando a toda prisa
partió hacia Mardonio.
CXXXVI. Leyó este, pues, lo que los oráculos le decían, y de
resultas envió por embajador a Atenas al rey de Macedonia Alejandro,
hijo de Amintas. Dos eran los motivos que a este nombramiento le
inducían: uno el parentesco que tenían los persas con Alejandro, con
cuya hermana Gigea, hija asimismo de Amintas, había casado un señor
persa llamado Bubares, y tenía en ella un hijo llamado Amintas, con el
nombre de su abuelo materno, quien habiendo recibido del rey el feudo
de Alabanda (83), ciudad
grande de la Frigia, poseía en Asia sus estados: otro motivo de aquella
elección había sido el saber Mardonio que por tener Alejandro contraído
con los atenienses un tratado de amistad y hospedaje, era su buen amigo
y favorecedor. Por este medio pensó Mardonio que le sería más hacedero
el atraer a su partido a los atenienses, cosa que mucho deseaba, oyendo
decir por una parte cuán populosa era Atenas y cuán valiente en la
guerra, y constándole muy bien por otra que los atenienses habían sido
los que por mar habían muy particularmente destrozado la armada
persiana. Esperaba, pues, que bien fácil lo sería, como ellos se le
unieran, el ser por mar superior a la Grecia, cual sin duda en tal caso
lo fuera, y no dudando, por otro lado, de que sus fuerzas por tierra
eran ya por sí solas mucho mayores; de donde concluía Mardonio que su
ejército con los nuevos aliados vendría a superar las fuerzas de los
griegos: ni me parece fuera temerario el sospechar que esta era la
prevención de los oráculos, quienes debían de aconsejarle que procurase
aliarse con Atenas, y que por este motivo enviaba a esta ciudad su
embajador.
CXXXVII. Para dar a conocer quién era Alejandro, voy a decir en este
lugar cómo llegó por un singular camino a obtener el dominio de
Macedonia un cierto Perdicas, el sétimo entre sus ascendientes. Hubo
tres hermanos, así llamados, Gavanes, Aeropo y Perdicas, naturales de
Argos y de la familia de Temeno; los cuales, fugitivos de su patria,
pasaron primero a los ilirios, desde donde internándose en la alta
Macedonia llegaron a una ciudad por nombra Lebea (84).
Concertando allí su salario, acomodáronse con el rey, el uno para
apacentar sus yeguas, el otro los bueyes, y el tercero el ganado menor:
y como es cosa muy sabida que en aquellos antiguos tiempos muy poco o
nada reinaba el lujo y la opulencia en las casas de los reyes, cuanto
menos en las particulares, nadie deberá extrañar que la reina misma
fuese la que allí cocía el pan en la casa del rey. Estando, pues, en su
faena la real panadera, cuantas veces cocía el pan para su criado y
mozuelo Perdicas, levantábasele tanto el horno que venía a salir
doblemente mayor de lo que correspondía. Como observase, pues,
atendiendo a ello con más cuidado, siempre cabalmente lo mismo, fuese a
dar aviso a su marido, a quien luego pareció que se descubría en
aquello algún agüero que algo significaba de prodigioso y grande, y sin
más tardanza hace venir a sus criados y les intima que salgan de sus
dominios. Que estaban prontos, responden ellos; pero querían, como era
justo, llevar antes su salario. Al oír el rey lo del salario, fuera de
sí, por disposición particular de los dioses, y tomando ocasión del sol
que se le entraba entonces en la casa por la misma chimenea,
respondióles así: -«El salario que se os debe y que pienso daros no
será sino el que ahí veis:» lo cual dijo señalando con la mano al sol
de la chimenea. Oída tal respuesta, quedaron atónitos los dos hermanos
mayores Gavanes y Aeropo, pero el menor: -«Sí, le dice, aceptamos,
señor, ese salario que nos ofrecéis.» Dicho esto, hizo con un cuchillo
que tenía allí casualmente una raya en el pavimento de la casa
alrededor del sol, y haciendo el ademán de coger tres puñados de
aquella luz encerrada en la raya, se los iba metiendo en el seno como
quien mete el dinero en su bolsillo, hecho lo cual se fue de allí en
compañía de sus hermanos.
CXXXVIII. Uno de los presentes que estaban allí sentados con el rey
lo dio cuenta de lo que acababa de hacer aquel muchacho, diciéndole
cómo el menor de los hermanos, no sin misterio y quizá con dañada
intención, había aceptado la paga que él les había prometido. Apenas lo
oyó el rey, que no lo habría antes advertido, despachó lleno de cólera
unos hombres a caballo con orden de dar la muerte a uno de sus criados.
Pero en tanto quiso Dios que cierto río que por allí corre, río al
cual, como a su dios salvador, suelen hacer sacrificios los
descendientes de los tres citados argivos, al acabar de pasarle los
Teménidas comenzase a venir tan crecido, que no pudieran vadearle los
que venían a caballo. Yéndose, pues, los Teménidas a otro país de la
Macedonia, fijaron su habitación cerca de aquella huerta que se dice
haber sido la de Midas, hijo de Gordias (85),
en la que se crían ciertas rosas de sesenta hojas cada una, de un color
y fragancia superior a todas las demás, y añaden aún los macedonios,
que en dicha huerta fue donde quedó cogido y preso Sileno: sobre ella
está el monte que llaman Bermion, el cual de puro frío es inaccesible.
En suma, apoderados de esta región los tres hermanos y haciéndose
fuertes en ella, desde allí lograron ir conquistando después lo
restante de la Macedonia.
CXXXIX. Del referido Perdicas descendía, pues, nuestro embajador
Alejandro, por la siguiente sucesión de genealogía: Alejandro era hijo
de Amintas; Amintas lo fue Alcetes, quien tuvo por padre a Aeropo; éste
a Filipo, Filipo a Argeo, y Argeo a Pericles, fundador de la monarquía.
He aquí toda la ascendencia de Alejandro, el hijo de Amintas.
CXL. Llegado ya a Atenas el enviado de Mardonio, hízoles este
discurso: -«Amigos atenienses, mandóme Mardonio daros de su parte esta
embajada formal: a mí, dice, me vino una orden de mi soberano concebida
en estos términos: «Vengo en perdonar a los atenienses todas las
injurias que de ellos he recibido. Lo que vos, oh Mardonio, haréis
ahora es lo siguiente: os mando lo primero que les restituyáis todas
sus propiedades; lo segundo, quiero que les acrecentéis sus dominios
dándoles las provincias que quieran ellos escoger, quedándose, sin
embargo, independientes con todos sus fueros y libertad; lo tercero os
ordeno que a costa de mi erario les reedifiquéis todos los templos que
les mandé abrasar (86):
todo ello con la sola condición de que quieran ser mis confederados.
Recibidas estas órdenes, continúa Mardonio, me es del todo necesario
procurarlas ejecutar al pie de la letra, como vosotros no me lo
estorbéis; y para conformarme con ellas, pregúntoos ahora: ¿qué
tenacidad es la vuestra, atenienses, en querer ir contra mi soberano?
¿No veis que ni en la presente guerra podéis serle superiores, ni en el
porvenir seréis capaces de mantenérsela siempre? ¿No sabéis el número,
el valor y hazañas de las tropas de Jerjes? ¿No oís decir cuántas son
las fuerzas que conmigo tengo? ¿Es posible que no deis en la cuenta que
aun cuando en la actual contienda me fuerais superiores, de lo que no
veo cómo podáis lisonjearos a no haber renunciado al sentido común, ha
de venir con todo a acometeros otro nuevo ejército más numeroso
todavía? ¿Por qué, pues, querer hombrear tanto en competencia del rey,
que os halléis sin poder dejar un instante las armas de las manos y con
la muerte siempre delante de los ojos, expuestos de continuo a perderos
por vuestro capricho y a perder, juntamente vuestra república? Haced la
paz, ya que podéis hacerla muy ventajosa, cuando os convida con ella el
rey mismo, y quedaos libres e independientes, unidos con nosotros sin
doblez ni engaño en una liga defensiva y ofensiva. Esto es formalmente,
oh atenienses, prosiguió, diciendo Alejandro, lo que de su parte
mandóme deciros Mardonio: yo de la mía ni una sola palabra quiero
deciros por lo tocante al amor y buena ley que os he profesado siempre;
pues no es esta la primera ocasión en que habréis podido conocerlo.
Quiero sí únicamente añadiros de mío una súplica, y es que viendo
vosotros no ser tantas vuestras fuerzas que podáis sostener contra
Jerjes una perpetua guerra, condescendáis ahora con las proposiciones
de Mardonio. Esto os lo suplico, protestando al mismo tiempo que si
viera yo en mis atenienses tanto poderío como indicaba necesario, nunca
me encargara de embajada semejante. Pero, amigos, el poder del rey
parece más que humano, tanto que no veo a donde no alcance su brazo. Si
vosotros, por otra parte, mayormente ahora cuando se os presentan
partidos tan ventajosos, no hacéis las paces con quien tan de veras os
las propone, me lleno de horror, atenienses, sólo con imaginar el
desastre que os aguarda, viendo que vosotros sois los que entre todos
los confederados estáis más al alcance del enemigo, y más a tiro de su
furor, expuestos siempre a sufrir solos sus primeras descargas para ser
las primeras víctimas de su venganza, viviendo en un país que parece
criado para ser el teatro de Marte. No más guerra, atenienses; creedme
a mí, ciertos de que no es sino un honor muy particular el que el rey
os hace, no sólo en querer perdonaros los agravios, mas aun en
escogeros a vosotros entre los demás griegos para ser sus amigos y
aliados.» Así habló Alejandro.
CXLI. Apenas supieron los lacedemonios que iba Atenas el rey
Alejandro encargado de atraer a los atenienses a la paz y alianza con
el bárbaro, acordáronse con esta ocasión de lo que ciertos oráculos les
habían avisado ser cosa decretada por los hados, que ellos con los
demás Dóricos fuesen arrojados algún día del Peloponeso por los medos y
los atenienses (87);
recuerdo que les hizo entrar luego en grandísimo recelo acerca de la
unión de los de Atenas con el persa, y enviar allá con toda diligencia
sus embajadores para que viesen de estorbar la liga. Llegaron éstos, en
efecto, tan a tiempo y sazón, que una misma fue la asamblea que se les
dio públicamente, y la que se dio a Alejandro para la declaración de la
embajada. Verdad es que muy de propósito diferían los atenienses la
audiencia pública de Alejandro, creídos y seguros de que llegaría a
oídos de los lacedemonios la venida de un embajador a solicitarles de
parte del bárbaro para la alianza, y que oída tal nueva habían de
enviarlos a toda prisa mensajeros que procurasen impedirlo.
Dispusiéronlo adrede los atenienses, queriendo hacer alarde en
presencia de los enviados de su manera de obrar en el asunto.
CXLII. Luego, pues, que Alejandro dio fin a su discurso, tomando la
palabra los embajadores de Esparta dieron principio al suyo. -«También
venimos nosotros, oh atenienses, a haceros nuestra petición de parte de
los lacedemonios: redúcese a suplicaros que ni deis oídos a las
proposiciones del bárbaro, ni queráis hacer la menor novedad en el
sistema de la Grecia. Esto de ningún modo lo sufre la justicia misma;
esto el honor de los griegos no os lo permite; esto con mucha
particularidad vuestro mismo decoro os lo prohibe. Muchos son los
motivos que para no hacerlo tenéis: el haber vosotros mismos, sin
nuestro consentimiento ocasionado la presente guerra; el haber sido
desde el principio vuestra ciudad el blanco de toda ella; el serlo
ahora ya por vuestra causa la Grecia toda y dejados aparte todos estos
motivos, fuera sin duda cosa insufrible que vosotros, atenienses,
habiéndoos preciado siempre de ser los mayores defensores de la ajena
independencia y libertad, fuerais al presente los principales autores
de la dependencia y esclavitud de los griegos. A nosotros, amigos
atenienses, nos tiene penetrados de compasión esa vuestra desventura,
cuando os vemos ya por la segunda vez privados de vuestra cosechas y
por tanto tiempo fuera de vuestras casas despojadas, abrasadas y
arruinadas por el bárbaro que os halaga. Pero os hacemos saber ahora
que para alivio de tanta calamidad los lacedemonios con los otros
griegos aliados suyos se ofrecen gustosos a la manutención, así de
vuestras mujeres, como de la demás familia que no sirva para la guerra,
y esto os lo prometen por todo el tiempo que continuara la actual. Por
los cielos, atenienses, no os dejéis engañar de las buenas palabras de
Alejandro, que tanto os lisonjea de parte de Mardonio, en lo cual obra
como quien es: un tirano patrocina a otro tirano amigo suyo. Pero
vosotros no obraríais como quienes sois, si hiciereis lo que pretenden
de vosotros, pues bien claro podéis ver, si no queréis de propósito
cegaros, que nadie debe dar fe a la palabra, ni menos fiarse de la
promesa de un bárbaro.» Así, fue como dichos embajadores se explicaron.
CXLIII. La respuesta que luego dieron a Alejandro los atenienses fue
concebida en estas palabras. -«En verdad, Alejandro, que no se nos caía
en olvido cuáles sean, según decíais, las fuerzas del medo, y cuánto
doblemente superiores a las nuestras; ¿por qué a nuestra faz hacernos
ese alarde? ¿por qué echarnos en cara nuestra mengua y falta de poder?
Nosotros os repetimos que defendiendo la libertad sacaremos esfuerzo de
la debilidad nuestra, hasta tanto que más no podamos. En suma, no os
canséis en balde procurando que nos unamos con el bárbaro, cosa que
otra vez no os la sufriremos. La respuesta, por tanto, que deberéis dar
a Mardonio será que le hacemos saber, nosotros los atenienses, que en
tanto que girare el sol por donde al presente gira (88),
nunca jamás hemos de confederarnos con Jerjes, a quien eternamente
perseguiremos, confiados en la protección de los dioses y en la
asistencia de los héroes nuestros patronos, cuyos templos y estatuas
religiosas tuvo el bárbaro, como ateo que es, la insolente impiedad de
profanar con el incendio. A vos os prevenimos que nunca más os
presentéis ante los atenienses con semejantes discursos, ni so color de
mirar por nuestros intereses, volváis segunda vez a exhortarnos a la
mayor de todas las maldades. Vos sois nuestro buen amigo, sois huésped
público de los atenienses; mucho nos pesaría el vernos precisados a
daros el menor disgusto.»
CXLIV. Tal fue la respuesta dada a Alejandro: después de ella dióse
estotra a los enviados de Esparta: -«El que allá temieran los
lacedemonios no nos coligáramos con el bárbaro, puede perdonárseles
esta flaqueza natural entre hombres; el que vosotros sus embajadores,
testigos de nuestro brío y denuedo, temáis lo mismo, no es sino una
infamia y vergüenza de Esparta. Entended, pues, espartanos, que ni
encierra tanto oro en todas sus minas el globo entero de la tierra, ni
cuenta entre todas sus regiones alguna ni tan bella, ni tan feraz, ni
tan preciosa, a trueque de cuyo tesoro y de cuya provincia quisiéramos
los atenienses pasarnos al medo con la infame esclavitud de la Grecia;
que muy muchos son y muy poderosos los motivos que nos lo impidieran,
aun cuando a ello nos sintiéramos tentados. El Primero y principal es
la vista de los mismos dioses aquí presentes, cuyos simulacros aquí
mismo vemos abrasados, cuyos templos con dolor extremo miramos tendidos
por el suelo, y hechos no más unos montones de tierra y piedra. ¡Ah!
que nuestra piedad y religión en vez de dar lugar a la reconciliación y
alianza con el mismo ejecutor de tanto sacrilegio y profanación, nos
pone en una total necesidad de vengar con todas nuestras fuerzas el
numen de tanto dios ultrajado. El segundo motivo nos lo da el nombre
mismo de griegos, inspirando en nosotros el más tierno amor y piedad
hacia los que son de nuestra sangre, hacia los que hablan la misma
lengua, hacia los que tienen la misma religión, la comunidad de templos
y de edificios, la uniformidad en las costumbres y la semejanza en el
modo de pensar y de vivir. En fuerza de tales vínculos y de nuestro
honor, miramos por cosa tan indigna de los atenienses el ser traidores
a nuestra patria y nación, que os aseguramos de nuevo ahora, si no lo
teníais antes bien creído, que mientras quede vivo un solo ateniense,
nadie tiene que temer que se una Atenas con Jerjes en confederación.
Ese vuestro cuidado y empeño que mostráis para con nosotros que nos
vemos sin casa en que morar, tomando tan a pecho nuestro alivio, hasta
el punto de ofreceros a la manutención de nuestras familias, con toda
el alma os lo agradecemos, amigos lacedemonios, viendo que no puede
subir de punto vuestra bondad para con nosotros. Con todo, en medio de
la estrechez y miseria en que nos hallamos, procuraremos, armados de
sufrimiento, ingeniarnos de tal manera, que, sin seros molestos en cosa
alguna, pasemos como mejor podamos nuestras cuitas. Ahora, sí, lo que
os pedimos es, que nos enviéis cuanto antes vuestras ropas, pues a lo
que imaginamos no ha de pasar mucho tiempo sin dejársenos ver el
bárbaro en nuestros confines, pues claro está que lo mismo será oír que
nada le otorgamos de cuanto en su embajada pedía, que dirigirse contra
nosotros. De suyo os pide, pues, la ocasión presente que salgáis con
nosotros armados hasta la Beocia para recibir allí al enemigo, antes de
que se nos entre por el Ática.»
Libro IX.
Calíope.
Mardonio se apodera nuevamente de Atenas, abandonada
de sus ciudadanos, los cuales se quejan de la indiferencia de los
lacedemonios: decídense éstos a socorrerlos, por lo cual Mardonio
abandona la población después de haber demolido sus muros y edificios.
- Los griegos son atacados a las inmediaciones del Citerón por la
caballería persa, y muere en la refriega su jefe Masistio. Avanza el
ejército griego hacia Platea y se atrinchera contra el persa. Disputa
entre los atenienses y los de Tegea sobre preferencia en el campamento
y mando: reseña y formación de ambos ejércitos, los cuales, en vista de
los agüeros, permanecen indecisos, sin atreverse a dar la batalla.
Decídese Mardonio a embestir contra los griegos, y Alejandro de
Macedonia le avisa en persona este proyecto. - Reto de Mardonio a los
Lacones. Tratan los griegos de retirarse para mejorar de posición pero
se opone un caudillo lacedemonio, y entretanto algunos de los
confederados huyen a Platea. Al retirarse los lacedemonios son atacados
por los persas. - Muerte de Mardonio y fuga del ejército persa, que
atacado en sus trincheras es pasado a degüello por los griegos.
Relación de los sujetos que se distinguieron en aquella jornada y del
botín ocupado a los persas. - El ejército griego trata de castigar a
los aliados, y pone sitio a los tebanos. Entretanto Leotiquides con la
armada griega intenta atacar a los restos de la persiana; pero sus
jefes saltan en tierra y se fortifican en Micale, en donde son atacados
y vencidos por los griegos. Sublevación de los jonios contra los
persas. - Riña entre Masistes y Atraintes, generales persas. Amores
incestuosos de Jerjes con la familia de Masistes. El manto de Jerjes.
Los griegos atacan el Quersoneso y se apoderan de Sesto, plaza
defendida por los persas, y dan muerte a su gobernador, el impío
Artaites.
I. Recibida, pues, dicha respuesta, dieron la vuelta hacia Esparta
los enviados; pero Mardonio, luego que vuelto de su embajada Alejandro
le dio razón de lo que traía de parte de los atenienses, saliendo al
punto de Tesalia dábase mucha prisa en conducir sus tropas contra
Atenas, haciendo al mismo tiempo que se le agregasen con sus
respectivas milicias los pueblos por donde iba pasando. Los príncipes
de la Tesalia (1), bien
lejos de arrepentirse de su pasada conducta, entonces con mayor empeño
y diligencia servían al persa de guías y adalides: de suerte que Tórax
el lariseo, que escoltó a Jerjes en la huida, iba entonces abiertamente
introduciendo en la Grecia al general Mardonio.
II. Apenas el ejército, siguiendo sus marchas, entró en los confines
de la Beocia, salieron con presteza los tebanos a recibir y detener a
Mardonio. Representáronle desde luego que no había de hallar paraje más
a propósito para sentar sus reales que aquel mismo donde actualmente se
encontraba; aconsejábanle, pues, con mucho ahínco, sin dejarle pasar de
allí, que atrincherado en aquel campo tomara sus medidas para sujetar a
la Grecia toda sin disparar un solo dardo, pues harto había visto ya
por experiencia cuán arduo era rendir por fuerza a los griegos unidos,
aunque todo el mundo les acometiera de consuno. -«Pero si vos, iban
continuando, queréis seguir nuestro consejo, uno os daremos tan
acertado, que sin el menor riesgo daréis al suelo con todas sus
máquinas y prevenciones. No habéis de hacer para esto sino echar mano
del dinero, y con tal que lo derraméis, sobornaréis fácilmente a los
sujetos principales que en sus respectivas ciudades tengan mucho
influjo y poderío. Por este medio lograréis introducir en la Grecia
tanta discordia y división, que os sea bien fácil, ayudado de vuestros
asalariados, sujetar a cuantos no sigan vuestro partido. »
III. Tal era el consejo que a Mardonio sugerían los tebanos: el daño estuvo en que no le dio entrada (2),
por habérsele metido muy dentro del corazón el deseo de tomar otra vez
a Atenas, parte por mero capricho y antojo, parte por jactancia,
queriendo hacer alarde con su soberano, quien se hallaba a la sazón en
Sardes, de que era ya dueño otra vez de Atenas, y pensando darle el
aviso por medio de los fuegos que de isla en isla pasaran como correos.
Llegado en efecto a Atenas, tomó a su salvo la plaza, donde no encontró
ya a los atenienses, de los cuales parte supo haber pasado a Salamina,
parte hallarse en sus galeras. Sucedió esta segunda toma de Mardonio
diez meses después de la de Jerjes.
IV. Al verse Mardonio en Atenas, llama a un tal Muriquides, natural
de las riberas del Helesponto y le despacha a Salamina; encargado de la
misma embajada que a los de Atenas había pasado Alejandro el macedonio.
Determinose Mardonio a repetirles lo mismo no porque no diera por
supuesto que le era contrario y enemigo el ánimo de los atenienses,
sino porque se lisonjeaba de que, viendo ellos conquistada entonces el
Ática a viva fuerza, y puesta su patria en manos del enemigo, cediendo
de su tenacidad primera, volverían quizá en su acuerdo. Con tal mira,
pues, envió a Muriquides a Salamina.
V. Presentado éste delante del Senado de los atenienses, expuso la
embajada que de parte de Mardonio les traía. Entre aquellos senadores
hubo cierto Lícidas, cuyo parecer fue que lo mejor sería admitir el
partido que Muriquides les hacía y proponerlo a la junta del pueblo,
ora fuera que él de suyo así opinase, ora bien se hubiese dejado
sobornar con las dádivas de Mardonio. Pero los atenienses, así
senadores como ciudadanos, al oírtal proposición, miráronla con tanto
horror, que rodeando a Lícidas en aquel punto le hicieron morir a
pedradas, sin hacer por otra parte mal alguno a Muriquides, mandándole
solamente que se fuera luego de su presencia (3).
El grande alboroto y ruido que sobre el hecho de Lícidas corría en
Salamina llegó veloz a los oídos curiosos de las mujeres, quienes iban
informándose de lo que pasaba; entonces, pues, de impulso propio,
exhortando unas a las otras a que las siguieran, y corriendo todas
juntas hacia la casa de Lícidas, hicieron morir a pedradas a la mujer
de éste, juntamente con sus hijos, sin que nadie les hubiese movido a
ello.
VI. El motivo que para pasar a Salamina tuvieron entonces los de
Atenas fue el siguiente: Todo el tiempo que vivían con la esperanza de
que en su asistencia y socorro había de venirles un cuerpo de tropas
del Peloponeso, estuviéronse firmes y constantes en no desamparar el
Ática. Mas después que vieron que los peloponesios, dando treguas al
tiempo, dilataban sobrado su venida, y oyendo ya decir que se hallaba
el bárbaro marchando por la Beocia, les obligó su misma posición a que,
llevando primero a Salamina cuanto tenían, pasasen ellos mismos a dicha
isla. Desde allí enviaron a Lacedemonia unos embajadores con tres
encargos; el primero de dar quejas a los Lacedomonios por la
indiferencia con que miraban la invasión del Ática por el bárbaro, no
habiendo querido en compañía suya salirle al encuentro hasta la Beocia;
el segundo de recordarles cuán ventajoso partido les había a ellos
ofrecido el persa a trueque de atraerles a su liga y amistad; el
tercero de prevenirles que los atenienses al fin, si no se les
socorría; hallarían algún modo como salir del ahogo en que se veían.
VII. He aquí cuál era entretanto la situación de los lacedemonios:
hallábanse por una parte muy ocupados a la sazón en celebrar sus Hiacintias,
así llamaban sus fiestas en honor del niño Hiacinto, empleándoles toda
la atención y cuidado el célebre culto de su dios; y por otra andaban
muy afanados en llevar adelante la muralla que sobre el istmo iban
levantando y que tenían en estado ya de recibir las almenas. Apenas
entrados, pues, en Lacedemonia los embajadores de Atenas, en cuya
compañía venían los enviados de Megara y los de Platea, presentáronse a
los Etoros, y les hablaron en estos términos: -«Venimos aquí de parte
de los atenienses, quienes nos mandan declararos los siguientes
partidos que el rey de los medos nos propone: primero, se ofrece a
restituirnos nuestros dominios; segundo, nos convida a una alianza
ofensiva y defensiva con una perfecta igualdad e independencia, sin
doblez ni engaño; tercero, nos promete, y sale de ello garante, añadir
a nuestra república el estado y provincia que nosotros queramos
escoger. Pero los atenienses, tanto por el respeto con que veneramos a
Júpiter Helenio, patrono de la Grecia (4),
cuanto por el horror innato que en nosotros sentimos de ser traidores a
la patria común, no le dimos oídos, rechazando su proposición, por más
que nos viéramos antes, no como quiera agraviados, sino lo que es más,
desamparados y vendidos por los griegos; y esto sabiendo muy bien
cuánta mayor utilidad nos traería la avenencia que no la guerra con el
persa. Ni esto lo decimos porque nos arrepintamos de lo hecho,
protestando de nuevo que jamás nos coligaremos con el bárbaro, sino
solamente para que se vea adónde llega nuestra fe y lealtad para con
los griegos. Vosotros, si bien estábais temblando entonces de miedo, y
por extremo recelosos de que no conviniéramos en pactos con el persa,
viendo después claramente, por una parte, que de ninguna manera éramos
capaces por nuestras opiniones de ser traidores a la Grecia, y teniendo
ya, por otra, concluída en el istmo vuestra muralla, no contáis al
presente ni mucho ni poco con los atenienses, pues no obstante de
habernos antes prometido que con las armas en la mano saldríais hasta
la Beocia a recibir al persa, nos habéis vendido, faltando a vuestra
palabra, y nada os importa ahora que el bárbaro tenga el Ática
invadida. Los atenienses, pues, se declaran altamente resentidos de
vuestra conducta, la que no conviene con vuestras obligaciones: lo que
al presente desean, y con razón pretenden de vosotros, es, que con la
mayor brevedad posible les enviéis un ejército que venga en nuestra
compañía, a fin de poder salir unidos a oponernos al bárbaro en el
Ática, pues una vez perdida por vuestra culpa la mayor oportunidad de
recibirlo en la Beocia, la llanura Triasia es en el Ática el campo más
a propósito para la batalla. »
VIII. Oída por los Eforos la embajada, difirieron para el otro día
la respuesta, y al otro día la dilataron para el siguiente, y así de
día en día, dándoles más y más prórrogas, fueron entreteniéndoles hasta
el décimo. En tanto, no se daban manos los peloponesios en fortificar
al istmo, siendo ya muy poco lo que faltaba para dar fin y remate a las
obras. No sabría yo, en verdad, dar otra razón de la conducta de los
lacedemonios en haber tomado antes con tanto ahínco el impedir la
confederación de los atenienses con los medos, cuando vino a la ciudad
de Atenas Alejandro el macedonio, y en no dar luego a todo ello
importancia alguna, sino el decir que teniendo últimamente del todo
fortificado el istmo, parecíales ya que para nada necesitaban de
Atenas, al paso que antes, al tiempo en que llegó Alejandro a aquella
ciudad, no habiendo murado todavía y hallándose puntualmente en la
mitad de aquellas obras, temían mucho en ser acometidos por el persa,
si no lo impedían los atenienses.
IX. Con todo, acordaron al cabo los lacedemonios responder a los
embajadores y mandar salir a campaña sus espartanos con el siguiente
motivo: Un día antes del último plazo para la decisión del negocio, un
ciudadano de Tegea, llamado Quileo, que era el extranjero de mayor
influjo en Lacedemonia, habiendo oído de boca de los Eforos todo lo que
antes les habían expuesto los embajadores de Atenas, bien informado del
negocio, respondióles en esta forma: -«Ahora, pues, ilustres Eforos,
viene todo a reducirse a un punto solo, y es el siguiente: si por acaso
coligados los atenienses con el bárbaro no obran de acuerdo con
nosotros, por más cerrado que tengamos el istmo con cien murallas,
tendrán los persas abiertas por cien partes las puertas del Peloponeso.
No, magistrados, eso no conviene de ningún modo; es preciso dar
audiencia y respuesta a los atenienses, antes que no tomen algún
partido pernicioso a la Grecia. »
X. Este consejo que dio a los Eforos el buen Quileo, y la reflexión
tan exacta que les presentó, penetróles de manera que, prescindiendo de
dar parte del negocio pendiente a los diputados que habían allí
concurrido de diferentes ciudades, al momento, sin esperar a que
amaneciera, mandaron salir de la ciudad 5.000 espartanos, ordenando al
mismo tiempo que siete ilotas acompañasen a cada uno de ellos, y
encargándolos a Pausanias, hijo de Cleombroto, padre de Pausanias e
hijo de Anaxandrides, pues habiendo poco antes regresado del istmo con
la gente que trabajaba allí en dicha muralla, acabó la carrera de su
vida inmediatamente después de su vuelta: el motivo que le obligó a
retirarse del istmo con su gente, había sido el haber visto que al
tiempo de celebrar allí sacrificios contra el persa, se les había
cubierto el sol y oscurecido el cielo. Pausanias, pues, destinado a la
empresa, se asoció por teniente general a Eurianactes, el cual, como
hijo de Dorieo, era de su misma familia. Esta fue, repito, la gente de
armas que salió de Esparta, conducida por Pausanias.
XI. Apenas amaneció, cuando los embajadores, que nada habían sabido
todavía de la salida de tropas, se presentaron ante los Eforos con el
ánimo resuelto a despedirse para volverse a su patria. Admitidos, pues,
a la audiencia pública, hablaron en estos términos: -«Bien podéis,
lacedemonios, por nuestra parte, quedaros de asiento en casa sin sacar
un pie fuera de Esparta, celebrando muy despacio, a todo placer, esas
fiestas en honor de vuestro Jacinto, y faltando muy de propósito a la
correspondencia que debéis a vuestros aliados. Obligados nosotros, los
atenienses, así por esa nueva injuria que con vuestra estudiada
tardanza y desprecio nos estáis haciendo, como también por vernos
faltos de socorro, nos entenderemos con el persa del mejor modo que
podamos. Manifiesto es que, una vez amistados con el rey, seguiremos
como aliados sus banderas donde quiera que nos conduzcan. Vosotros, sin
duda, desde aquel punto comenzareis a sentir los efectos que de una tal
alianza se os podrán originar.» La respuesta que dieron los Eforos a
este breve discurso de los enviados, fue afirmar con juramento, que
creían en verdad hallarse ya sus tropas en Orestio, marchando contra
los extranjeros, pues extranjeros llamaban a los bárbaros según su
frase. Pero como los embajadores, que no la entendían, preguntasen lo
que pretendían significar con aquello, informados luego de todo lo que
pasaba, quedáronse admirados y suspensos, y sin perder más tiempo,
salieron en seguimiento de los soldados, llevando en su compañía 5.000
infantes que se habían escogido entre los periecos (5) (o vecinos libres) de toda la Lacedemonia.
XII. Entretanto que dicha tropa se apresuraba a llegar al istmo, los
argivos, apenas oyeron la noticia de que ya Pausanias había salido de
Esparta con la gente de armas, echando mano luego del mejor posta que
pudieron hallar, lo envían al Ática por expreso, en consecuencia de
haber antes ofrecido a Mardonio que procurarían impedir a espartanos la
salida. Llegado, pues, a Atenas este correo Hemerodromo, dio
así a Mardonio la embajada: -«Señor, me envían los argivos para haceros
saber que la gente moza salió armada ya de Lacedemonia, sin que a ellos
les haya sido posible estorbarles la salida: con este aviso podréis
tomar mejor vuestras medidas.» Dado así el recado, volvióse el expreso
por el mismo camino.
XIII. Mardonio que tal oyó, no se halló seguro en el Ática, ni se
determinó a esperar en ella por más tiempo, siendo así que antes que
tal nueva le llegara, se detenía allí muy despacio para ver en qué
paraba la negociación de parte de los atenienses, pues como siempre
esperase que vendrían al cabo a su partido, ni talaba entretanto su
país, ni hacía daño alguno en el Ática. Mas luego que informado de
cuanto pasaba vio que nada a su favor tenía que esperar de los
atenienses, pensó desde entonces en emprender su retirada antes que con
su gente llegara Pausanias al istmo. Al salir de Atenas dio orden de
abrasar la ciudad, y dar en el suelo con todo lo restante, ora fuese
algún lienzo de muralla que hubiera quedado antes en pie, ora pared
desmoronada de alguna casa, ora fragmento o ruina de algún templo. Dos
motivos en particular le persuadían la retirada: uno por ver que el
Ática no era a propósito para que maniobrara allí la caballería; otro
el entender que, vencido una vez en campo de batalla, no le quedaría
otro escape que por unos pasos tan estrechos, que un puñado de gente
pudiera impedírselo. Parecióle, pues, ser lo más acertado retirarse
hacia Tebas, y dar allí la batalla, ya cerca de una ciudad amiga, ya
también en una llanura a propósito para maniobrar la caballería.
XIV. Ejecutando ya la retirada, llególe a Mardonio otro correo al
tiempo mismo de la marcha, dándole de antemano aviso de que hacia
Megara se dirigía otro cuerpo de 1.000 lacedemonios. Vínole con esto el
deseo de probar fortuna para ver si le sería dable apoderarse de aquel
destacamento: mandó, pues, que retrocediera su gente, a la cual indujo
él mismo hacia Megara, y adelantada entretanto su caballería, hizo
correrías por toda aquella comarca. Este fue el término y avance hacia
Poniente donde llegó en Europa el ejército persa.
XV. En el intermedio llególe a Mardonio otro aviso de que ya los
griegos se hallaban en gran número reunidos en el istmo; aviso que de
nuevo le hizo retroceder hacia Decelea. A este efecto los Beotarcas o
jefes de la Beocia habían hecho presentarse a los beocios fronterizos
de los asopios, quienes iban guiando la gente hacia las Esfendaleas (6)
y de allí hacia Tanagra, donde habiendo hecho alto una noche, y
marchado al día siguiente la vuelta de Seolon, hallóse ya el ejército
en el territorio de los tebanos. Por más que éstos se hubiesen unido a
los medos, les taló entonces Mardonio las campiñas, no por odio que les
tuviera, sino obligado a ello por una extrema necesidad, queriendo
absolutamente fortificar su campo con empalizadas y trincheras para
prevenirse un seguro asilo donde guarecer el ejército, caso de no tener
el encuentro el éxito deseado. Empezó, pues, a formar sus reales desde
Eritras, continuándolos por Hisias (7)
y extendiéndolos hasta el territorio de Platea a lo largo de las
riberas del río Asopo: verdad es que las trincheras con que los
fortificó no ocupaban todo el espacio arriba dicho, sino solamente unos
diez estadios por cada uno de sus lados. En tanto que los bárbaros
andaban en aquellas obras muy afanados, cierto tebano muy rico y
acaudalado, Atagino, hijo de Frigon, preparó un excelente convite a
aquellos huéspedes, llamando a Mardonio con cincuenta persas más, jefes
todos de la primera consideración. Admitieron éstos el agasajo y
celebróse en Tebas el banquete.
XVI. Voy a referir aquí con esta ocasión lo que supe de boca de
Tersandro, sujeto de la mayor consideración en Orcómeno, de donde era
natural, y que había sido uno de los convidados de Atagino en compañía
de otros cincuenta tebanos. Decíame, pues, que no comiendo los
huéspedes en mesa separada de la de los del país, sino que estando
juntos en cada lecho un persa y un tebano, al fin del convite, cuando
se habían sacado ya los vinos, el persa compañero suyo de lecho, que
hablaba el griego, preguntóle de donde era, y respondiéndole él que de
Orcómeno, hablóle en estos términos: «Caro orcomenio, ya que tengo la
fortuna de ser tu camarada en una mesa, cama y copa misma, quiero
participarte en prueba de mi estima mis previsiones y sentimientos,
para que informado de antemano mires por tu bien. ¿Ves, amigo, tanto
persa aquí convidado, y tanto ejército que dejamos atrincherado allá
cerca del río? Dígote, pues, ahora, que dentro de poco bien escasos
serán entre todos los que veas vivos y salvos.» Al decir esto el persa,
añadíame Tersandro, púsose a llorar muy de veras, y él le respondió
confuso y admirado: «¿Pues eso no sería menester que lo dijeras a
Mardonio y a los que más pueden después de él?» «Amigo, replicóle el
persa a la sazón, como no hay medio en el suelo para estorbar lo que en
el cielo está decretado (8),
si alguno se esfuerza a persuadir algo en contra, no se da crédito a
sus buenas razones. Muchos somos entre los persas que eso mismo que te
digo lo tenemos bien creído y seguro; y sin embargo, como arrastrados
por la fuerza del hado, vamos al precipicio: y te aseguro que no cabe
entre hombres dolor igual al que sienten los que piensan bien sin poder
nada, para impedir el mal.» Esto oía yo de boca del orcomenio
Tersandro, quien añadía que desde que lo oyó, antes de darse la batalla
en Platea, él mismo lo fue refiriendo a varios.
XVII. Después de invadir a Atenas, habían unido sus tropas con
Mardonio, que tenía entonces el campo en Beocia, todos los griegos de
aquellos contornos, excepto los focenses, quienes, si bien seguían al
medo con empeño, no procedía del corazón este empeño a que la fuerza
solamente les obligaba. Reuniéronse éstos al campo genera, no mucho
después de haber llegado a Tebas el ejército de los persas, con 1.000
infantes mandados por Armocides, sujeto de la mayor autoridad y
aceptación entre sus paisanos. En el momento de llegar a Tebas,
mandóles decir Mardonio, por medio de unos soldados de caballería, que
plantasen aparte sus tiendas en los reales, separados de los demás:
apenas acabaron de hacer lo que se les mandaba, cuando se vieron
circuir por toda la caballería persiana. Esta novedad fue seguida de un
rumor esparcido luego entre los griegos aliados del medo, y comunicado
en breve a los focenses mismos, de que venía aquella a exterminarlos a
fuerza de dardos: en consecuencia de ello, el general Armocides les
animó con este discurso: -«Visto está, paisanos, que esos hombres que
nos rodean quieren que todos perezcamos, presentando a nuestros ojos la
muerte en castigo de las calumnias con que sin duda nos han abrumado
los tésalos. Esta es, pues, oh compatricios, la hora de que, mostrando
el valor de nuestro brazo, venda cada cual cara su vida. Si morir
debemos, muramos antes vengando nuestra muerte, que no vilmente
rendidos dejándonos asesinar como cobardes: sepan esos bárbaros que los
griegos a quienes maquinan la muerte no se dejan degollar impunemente
como corderos.»
XVIII. Así les exhortaba su general a una muerte gloriosa, cuando ya
la caballería Persiana, cerrándoles en medio, embestía apuntadas las
armas en ademán de quien iba a disparar y dudase aun si alguien, en
efecto, había ya disparado algún tiro. De repente, formando un círculo
los focenses, y apiñándose por todas partes cuanto les fue posible, se
disponen para hacer frente a la caballería; ni fue menester más para
que ésta se retirase viendo aquella cerrada falange. En verdad que no
me atrevo a asegurar lo que hubo en el caso: ignoro si los
persas,venidos a instancia de los tésalos con ánimo de acabar con los
focenses, al ver que éstos se disponían como valientes a una vigorosa
defensa, volvieron luego las espaldas, por habérsele prevenido así
Mardonio en aquel caso, o si éste con tal aparato no pretendía más que
hacer prueba del valor y ánimo de los focenses. Este último fue por
cierto lo que significó Mardonio cuando, después de retirada su
caballería, les mandó decir por un pregonero: -«¡Bien, muy bien,
focenses! Mucho me alegro de que seáis, no los cobardes que se me
decía, sino los bravos soldados que os mostráis ¡Animo, pues! servid
con valor y esfuerzo en esta campaña, seguros de que no serán mayores
vuestros servicios que las mercedes que de mí y de mi soberano
reportaréis.»
XIX. Tal fue el caso de los focenses; pero volviendo a los
lacedemonios, luego de llegados al istmo, plantaron allí su campo. Los
demás peloponesios, que seguían el sano partido a favor de la patria,
parte sabiendo de oídas, parte viendo por sus mismos ojos que se
hallaban acampados ya los espartanos, no creyeron bueno quedárseles
atrás en aquella jornada, antes bien fueron a juntárseles luego.
Reunidos en el istmo, viendo que les lisonjeaban con los mejores
agüeros las víctimas del sacrificio,pasaron a Eleusina, donde repetidos
los sacrificios con faustas señales, iban desde allí continuando sus
jornadas. Marchaban ya con las demás tropas atenienses las que pasando
desde Salamina a tierra firme se les habían agregado en Eleusina.
Llegados todos a Eritras, lugar de la Beocia, como supiesen allí que
los bárbaros se hallaban acampados cerca del Asopo, tomando acuerdo
sobre ello, plantaron sus reales enfrente del enemigo, en las raíces
mismas de Citerón.
XX. Como los griegos no presentasen la batalla bajando a la llanura,
envió Mardonio contra ellos toda la caballería, con su jefe Masistio, a
quien suelen llamar Macisio los griegos, guerrero de mucho crédito
entre los persas, que venía montado sobre su caballo Niseo, a cuyo
freno y brida de oro correspondía en belleza y valor todo lo demás de
las guarniciones. Formados, pues, los persas en sus respectivos
escuadrones, embistiendo con su caballería a los griegos, a más de
incomodarles mucho con sus tiros, les afrentaban de palabra llamándoles
mujeres.
XXI. Casualmente en la colocación de las brigadas había cabido a los
megarenses el puesto más próximo al enemigo, y tal que siendo de fácil
acceso daba más lugar al ímpetu de la caballería. Viéndose, pues,
acometidos del enemigo que les cargaba y oprimía con bizarro continente
despacharon a los generales griegos un mensajero, que llegando a su
presencia, les habló en esta forma: -«Los megarenses me envían con
orden de deciros: Amigos, no podemos con sola nuestra gente sostener
por más tiempo el ataque de la caballería persa, y guardar el puesto
mismo que desde el principio nos ha cabido; y si bien basta ahora hemos
rebatido al enemigo con mucho vigor y brío por más que nos agobiase,
rendidos ya al cabo, vamos a desamparar el puesto si no enviáis otro
cuerpo de refresco que nos releve y lo ocupe: y mirad que muy de veras
lo decimos.» Recibido este aviso, iba luego Pausanias brindando a los
griegos que si algún cuerpo, entrando en lugar de los megarenses,
querría de su voluntad cubrir aquel puesto peligroso: y viendo los
atenienses que ninguna de las demás brigadas se ofrecía espontáneamente
a arrostrar tal riesgo, ellos se brindaron al reemplazo de los
megarenses, y fueron allá con un cuerpo de 300 guerreros escogidos, a
cuyo frente iba por comandante Olimpiodoro, hijo de Lampson.
XXII. Esto cuerpo, al que se agregó una partida de ballesteros, fue
entre todos los griegos que se hallaban presentes el que quiso,
apostado en Eritras, relevar a los megarenses. Emprendida de nuevo la
acción, duró por algún tiempo, terminando al cabo del siguiente modo:
Acaeció que peleando sucesivamente por escuadrones la caballería
persa, habiéndose adelantado a los demás el caballo en que montaba
Masistio, fue herido en un lado con una saeta. El dolor de la herida
hízole empinar y dar con Masistio en el suelo. Corren allá los
atenienses, y apoderados del caballo logran matar al general derribado,
por más que procuraba defenderse, y por más que al principio se
esforzaban en vano en quitarle la vida. La dificultad provenía de la
armadura del general, quien vestido por encima con una túnica de grana,
traía debajo una loriga de oro de escamas, de donde nacía que los
golpes dados contra ella no surtiesen efecto alguno. Pero notado esto
por uno do sus enemigos, metióle por un ojo la punta de la espada, con
lo cual, caído luego Masistio, al punto mismo espiró. En tanto, la
caballería, que ni había visto caer del caballo a su general, ni morir
luego de caído a manos de los atenienses, nada sabía de su desgracia,
habiendo sido fácil el no reparar en lo que pasaba, por cuanto en
aquella refriega iban alternando las acometidas con las retiradas. Pero
como salidos ya de la acción viesen que nadie les mandaba lo que debían
ejecutar, conociendo luego la pérdida, y echando menos a su general, se
animaron mutuamente a embestir todos a una con sus caballos, con ánimo
de recobrar al muerto.
XXIII. Al ver los atenienses que no ya por escuadrones, sino que
todos a una venían contra ellos los caballos, empezaron a gritar
llamando el ejército en su ayuda: y en tanto que éste acudía ya
reunido, encendióse alrededor del cadáver una contienda muy fuerte y
porfiada. En el intermedio que la sostenían solos los 300 campeones,
llevando notoriamente la peor parte en el choque, veíanse obligados a
ir desamparando al general difunto; pero luego que llegó la demás tropa
de socorro, no pudieron resistirla los persas de a caballo, ni menos
llevar consigo el cadáver, antes bien alrededor de éste quedaron
algunos más tendidos y muertos. Retirados, pues, de allí, y parados
como a dos estadios de distancia, pusiéronse los persas a deliberar
sobre el caso, y parecióles ser lo mejor volverse hacia Mardonio, por
no tener quien les mandase.
XXIV Vuelta al campo la caballería sin Masistio y con la nueva de su
desgraciada muerte, fue excesivo en Mardonio y en todo el ejército el
dolor y sentimiento por aquella pérdida. Los persas acampados,
cercenándose los cabellos en señal de luto y cortando las crines a sus
caballos y a las demás bestias de carga, en atención a que el difunto
era después de Mardonio el personaje de mayor autoridad entre los
persas y de mayor estimación ante el soberano, levantaban el más alto y
ruidoso plañido, cuyo eco resonaba difundido por toda la Beocia. Tales
eran las honras fúnebres que los bárbaros, según su usanza, hacían a
Masistio.
XXV. Los griegos por su parte, viendo que no sólo habían podido
sostener el ímpetu de la caballería, sino que aun habían logrado
rechazarla de modo que la obligaron a la retirada, llenos de coraje,
cobraron nuevos espíritus para la guerra. Puesto desde luego el cadáver
encima de un carro, pensaron en pasearlo por delante de las filas del
ejército. La alta estatura del muerto y su gallardo talle, lleno de
majestad y digno de ser visto, circunstancias que les movían a aquella
demostración, obligaban también a los demás griegos a que, dejados sus
respectivos puestos, concurriesen a ver a Masistio. Después de esta
hazaña, pensaron ya en bajar de sus cerros hacia Platea, lugar que así
por la mayor abundancia de agua como por otras razones, les pareció
mucho más cómodo que el territorio Eritreo para fijar allí sus reales.
Resueltos, pues, a pasar hacia la fuente Gargafia, que se halla en
aquellas cercanías, y marchando con las armas en las manos por las
faldas del Citerón y por delante de Hisias, se encaminaron a la comarca
de Platea, donde por cuerpos iban atrincherándose cerca de la fuente
mencionada y del templo del héroe Androcrates, en aquellas colinas poco
elevadas y en la llanura vecina.
XXVI. Movióse aquí entre tegeatas y atenienses un porfiadísimo
altercado, sobre qué puesto debían ocupar en el campo, pretendiendo
cada cual de los pueblos que le tocaba de justicia el mando de una de
las dos alas del ejército, y produciendo a favor de su derecho varias
pruebas en hechos antiguos y recientes. Los de Tegea hablaban así por
su parte: -«En todas las expediciones, así antiguas como modernas, que
de consuno han hecho los peloponesios, contando ya desde el tiempo en
que por muerte de Euristenes procuraban volver al Peloponeso los
Heráclidas, nos han reputado siempre nuestros aliados por acreedores a
lograr el puesto que ahora pretendemos, cuya prerrogativa merecimos
nosotros por cierta hazaña de que vamos a dar razón cuando plantamos en
el istmo nuestras tiendas, saliendo a la defensa del Peloponeso, en
compañía de los aqueos y de los jonios, que tenían allí todavía su
asiento y morada. Porque entonces Hilo, según es fama común, propuso en
una conferencia a los del Peloponeso que no había razón para que los
dos ejércitos se pusieran a peligro de perderse en una acción general,
sino que lo mejor para entrambos era que un solo campeón del ejército
peloponesio, cualquiera que escogiesen por el más valiente de todos,
entrase con él en batalla cuerpo a cuerpo, bajo ciertas condiciones.
Pareció bien la propuesta del retador, y bajo juramento fue otorgado un
pacto y condición de que si Hilo vencía al campeón y jefe del
Peloponeso, volvieran los Heráclidas a apoderarse del estado de sus
mayores; pero que si Hilo fuese vencido, partiesen de allí los
Heráclidas con su ejército, sin pretender la vuelta al Peloponeso
dentro del término de cien años. Sucedió, pues, que Equemo, hijo de
Heropo y nieto de Foes, el cual era a un tiempo nuestro rey y general,
habiendo sido muy a su gusto elegido de entre todos los aliados para el
pactado duelo, venció en él y quitó la vida a Hilo. Decimos, pues, que
en premio de tal proeza y servicio, entre otros privilegios con que nos
distinguieron aquellos antigües peloponesios, en cuya posesión aun
ahora nos mantenemos, nos honraron con la preferencia del mando en una
de las dos alas siempre que se saliera a una común expedición. No
significamos con esto que pretendamos apostárnoslas con vosotros, oh
lacedemonios, a quienes damos de muy buena gana la opción de escoger el
mando de una de las dos alas del ejército: sólo sí decimos que de razón
y de derecho nos toca el mandar en una de las dos, según siempre se ha
usado. Y aun dejando aparte la mencionada hazaña, somos, sin duda
alguna, mucho más acreedores a ocupar el pretendido puesto que esos
atenienses, pues que nosotros con próspero suceso hemos entrado en
batalla, muchas veces contra vosotros mismos, oh espartanos, muchas
otras contra otros muchos. De donde concluimos que mejor es nuestro
derecho a mandar en una de las alas que el de los ateniense, quienes en
su favor no pueden producir hechos iguales a los nuestros ni en lo
antiguo ni en lo moderno.»
XXVII. Eso decían los tegeatas, a quienes respondieron así los
atenienses: -«Nosotros, a la verdad, bien comprendemos que no nos hemos
juntado aquí para disputar entre nosotros, sino para pelear contra los
bárbaros. Mas ya que esos tegeatas han querido apelar a las proezas que
ellos y nosotros en todo tiempo en servicio de la Grecia llevamos
hechas, nos vemos, oh griegos, obligados ahora a publicar los motivos
de pretender que a nosotros pertenece, en fuerza de los servicios
prestados a la nación, el derecho antiguo y heredado de nuestros
mayores, de ser preferidos siempre a los de Arcadia. Decimos, en primer
lugar, que fuimos nosotros los que amparamos a los Heráclidas, a cuyo
caudillo ellos se jactan aquí de haber dado la muerte; y les amparamos
de modo que, cuando al huir de la servidumbre de los de Micenas se
veían arrojados de todas las ciudades griegas, no sólo les dimos
acogida en nuestras casas, sino que, venciendo en su compañía en campo
de batalla a los peloponesios, hicimos que dejase Euristenes de
perseguirlos. En segundo lugar, habiendo perecido los argivos que
Polinices había conducido contra Tebas, y quedándose en el campo sin la
debida sepultura, nosotros, hecha una expedición contra los cadmeos, y
recogidos aquellos cadáveres, los pasamos a Eleusina, donde les dimos
sepultura en nuestro suelo. En tercer lugar, nuestra fue la famosa
hazaña contra las Amazonas, las que venidas desde el río Terdomonte,
infestaban nuestros dominios allá en los antiguos tiempos. Por fin, en
la empresa y jornada penosa de Troya, no fuimos los que peor nos
portamos. Pero bastante y sobrado dijimos sobre lo que nada sirve para
el asunto, pues cabe muy bien que los que fueron en lo antiguo gente
esforzada, sean al presente unos cobardes, y os que fueron entonces
cobardes sean ahora hombres de valía. Así, que no se hable ya más de
hechos vetustos y anticuados: solo decimos que, aun cuando no
pudiéramos alabarnos de otra hazaña (que muchas y muy gloriosas podemos
ostentarlas, si es que hacerlo pueda alguna ciudad griega), por sola la
que hicimos en Maratón somos acreedores a esta preferencia de honor y a
otras muchas más, pues peleando nosotros allí solos sin el socorro de
los demás griegos, y metidos en una acción de sumo empeño contra el
persa, salimos de ella con victoria, derrotando de una vez a 46 naciones (9)
unidas contra Atenas. ¿Y habrá quien diga que por solo este hecho de
armas no merecimos el presidir a una ala siquiera del ejército? Pero
nosotros repetimos que no viene al caso reñir ahora por estas etiquetas
de puesto: lacedemonios, aquí nos tenéis a vuestras órdenes; apostadnos
donde mejor os parezca; mandad que vayamos a ocupar cualquier sitio que
nos destinéis, y en él os aseguramos que no faltaremos a nuestro deber.»
XXVIII. Así respondieron, por su parte, los de Atenas, y todo el
campo de los lacedemonios votó a voz en grito que los atenienses eran
más dignos que los arcades del mando de una de las alas del ejército,
la cual, sin atender a los tegeatas, se les confió en efecto. El orden
que se siguió luego en la colocación de las brigadas griegas, así las
que de nuevo iban llegando, como las que desde el principio habían ya
concurrido, fue el siguiente: apostóse en el ala derecha un cuerpo de
10.000 lacedemonios, de los cuales los 5.000 eran espartanos, a quienes
asistían 35.000 ilotas armados a la ligera, siete ilotas por cada
espartano. Habían querido también los espartanos que a su lado se
apostaran los de Tegea, quienes componían un regimiento de 1.500 Oplitas
(infantes de armadura pesada), haciendo con ellos esta distinción en
atención a su mérito y valor. A éstos seguía la brigada de los
corintios, en número de 5.000, quienes habían obtenido de Pausanias que
a su lado se apostasen los 300 Potideatas que de Palena habían
concurrido. Venían después por su orden 600 arcades de Orcómeno; luego
3.00 sicionios; en seguida 800 epidaurios, y después un cuerpo de 1.000
trecenios. Al lado de éstos estaban 200 Lepreatas, seguidos de 400
soldados, parte Micenos, parte Tirintios; tras éstos venían 1.000
Fliasios; luego 300 de Hermionia, y en seguida 600 más, parte de
Eretria y parte de Estira, cuyo lado ocupaban 400 calcidenses.
Inmediatos a ellos, dejábanse ver por su orden consecutivo: los de
Ampracia, en número de 500; los leucadios y anactorios, que eran 800;
los palenses de Cefalenia, no más de 200, y los 500 de Egina. Junto a
éstos ocupaban las filas 3.000 megarenses, a quienes seguían 600 de
Platea. Los últimos en este orden, y los primeros en el ala izquierda,
eran los atenienses, que subían a 8.000 hombres, capitaneados por
Arístides el hijo de Lisímaco.
XXIX. Los hasta aquí mencionados, sin incluir en este número a los
siete ilotas que rodeaban a cada espartano, subían a 38.700 infantes;
tantos y no más eran los Oplitas armados de pies a cabeza. Los soldados
de tropa ligera componían el número siguiente: en las filas de los
espartanos, siendo siete los armados a la ligera por cada uno de ellos,
se contaban 35.000, todos bien apercibidos para el combate. En las
filas de los demás, así los lacedemonios como griegos, contando por
cada infante un armado a la ligera, ascendía el número a 34.000. De
suerte que el número total de la tropa ligera dispuesta en el orden de
batalla, era de 69.500.
XXX. Así que el grueso del ejército que concurrió a Platea,
compuesto de hombres de armas y tropa ligera, constaba de 110.000
combatientes: porque si bien faltaba para esta suma la partida de 1.800
hombres, la suplían con todo los tespienses, quienes, bien que armados
a ligera, concurrían a las filas en número de 1.800. Tal era el
ejército que tenía formados sus reales cerca del Asopo.
XXXI. Los bárbaros en el campo de Mardonio, acabado el luto por las
exequias de Masistio, informados de que ya los griegos se hallaban en
Platea, fueron acercándose hacia el Asopo, que por allí corre; y
llegados a dicho lugar, formábalos Mardonio de este modo: contra los
Lacedernonios iba ordenando a los persas verdaderos, y como el número
de éstos era muy superior al de aquellos, no sólo disponía en sus filas
muchos soldados de fondo, sino que las dilataba aún hasta hacer frente
a los tegeatas, pero dispuestas de modo que lo más robusto de ellas
correspondiese a los lacedemonios, y lo más débil a los de Tegea,
gobernándose en esto por las sugestiones de los tebanos. Seguíanse los
medos a los persas, con lo cual venían a hallarse de frente a los
corintios, a los potideatas, a los orcomenios y a los sicionios. Los
bactrianos, inmediatos a los medos, caían en sus filas fronteros a las
filas de los epidaurios, de los trecenios, de los lepreatas, de los
tirintios, de los micenos y de los de Fliunte. Los indios, apostados al
lado de los bactrianos, correspondían cara a cara a las tropas de
Hermione, de Eretria, de Estira y de Cálcide. Los sacas, que eran los
que después de los indios venían, tenían delante de sí a los
ampracianos, a los anactorios, a los paleenses y a los eginetas. En
seguida de los sacas colocó Mardonio, contra los cuerpos de Atenas, de
Platea y de Megara, las tropas de los beocios, de los Locros, de los
melienses, de los tésalos, y un regimiento también de 4.000 focenses,
de quienes no colocó allí más por cuanto no seguían al medo todos
ellos, siendo algunos del partido griego, los cuales desde el Parnaso,
donde se habían hecho fuertes, salían a infestar y robar al ejército de
Mardonio y de los griegos adheridos al persa. Contra los atenienses
ordenó, por fin, Mardonio a los Macedones y a los habitantes de la
Tesalia.
XXXII. Estas fueron las naciones más nombradas, más sobresalientes y
de mayor consideración que ordenó en sus filas Mardonio, sin que dejase
de haber entre ellas otra tropa mezclada de frigios, de tracios, de
misios, de peones y de otras gentes, entre quienes se contaban algunos
etíopes, y también algunos egipcios que llamaban los herimotibies y los
calisirios, armados con su espada, siendo éstos los únicos guerreros y
soldados de profesión en el Egipto. A éstos, el mismo Mardonio, allá en
el Falero, habíales antes sacado de las naves en que venían por tropa
naval, pues los egipcios no habían seguido a Jerjes entre las tropas de
tierra en la jornada de Atenas. En suma, los bárbaros, como ya llevo
antes declarado, ascendían a 30 miríadas, o sean 300.000 combatientes;
pero el número de los griegos aliados de Mardonio nadie hay que lo
sepa, por no haberse tenido cuenta en notarlo, bien que por conjetura
puede colegirse que subiría a 50.000. Esta era la infantería allí
ordenada, estando apostada separadamente la caballería.
XXXIII. Ordenados, pues, los dos ejércitos así por naciones como por
brigadas, unos y otros al día siguiente iban haciendo sus sacrificios
para el buen éxito de la acción. En el campo de los griegos el
sacrificador adivino que seguía a la armada era un tal Tisameno, hijo
de Antíoco y de patria eleo, quien siendo de la familia agorera de los
Iamidas (10), había logrado
naturaleza entre los lacedemonios. En cierta ocasión, consultando
Tisameno al oráculo sobre si tendría o no sucesión, respondióle la
Pitia que saldría superior en cinco contiendas de sumo empeño; mas como
él no diese en el blanco de aquel misterio, aplicóse a los ejercicios
de la gimnástica, persuadido de que lograría salir vencedor en las
justas o juegos gímnicos de la Grecia. Y con efecto, hubiera él
obtenido en los juegos olímpicos en que había salido a la contienda la
palma en el Pnetazo o ejercicio de aquellos cinco juegos, si
Hierónimo Andrio, su antagonista, no le hubiera vencido, bien que en
uno sólo de ellos, que fue el de la lucha. Sabedores los lacedemonios
del oráculo, y al mismo tiempo persuadidos de que las contiendas en que
vencería Tisameno no deberían de ser de fiestas gímnicas sino marciales
justas, procuraban atraerlo con dinero para que fuese conductor de sus
tropas contra los enemigos en compañía de sus reyes los Heráclidas.
Viendo el hábil adivino lo mucho que se interesaban en ganársele por
amigo, mucho más se hacía de rogar, protestando que ni con dinero ni
con ninguna otra propuesta convendría en lo que de él pretendían, a
menos que no le dieran el derecho de ciudadanía con todos los
privilegios de los espartanos. Desde luego pareció muy mal a los
lacedemonios la pretensión del adivino, y se olvidaron de agüeros y de
victorias prometidas; pero viéndose al cabo amenazados y atemorizados
con la guerra inminente del persa, volvieron a instarle de nuevo.
Entonces, aprovechándose de la ocasión, y viendo Tisameno cambiados a
los lacedemonios y de nuevo muy empeñados en su pretensión, no se
detuvo ya en las primeras propuestas, añadiéndoles ser preciso que a su
hermano Egias se le hiciera espartano no menos que a él mismo.
XXXIV. Paréceme que en este empeño quería Tisameno imitar a Melampo,
quien antes se había atrevido en un lance semejante a pretender en otra
ciudad la soberanía, no ya la naturaleza, pues como los argivos, cuyas
mujeres se veían generalmente asaltadas de furor y manía, convidasen
con dinero a Melampo para que, viniendo de Pilo a Argos, viese de
librarlas de aquel accidente de locura, este astuto médico no pidió
menor recompensa que la mitad del reino o dominio. No convinieron en
ello los argivos; pero viendo al regresar a la ciudad que sus mujeres
de día en día se les volvían más furiosas, cediendo al cabo a lo que
pretendía Melampo, presentáronse a él y le dieron cuanto pedía. Cuando
Melampo los vio cambiados, subiendo de punto en sus pretensiones, les
dijo que no les daría gusto sino con la condición de que diesen a
Biante, su hermano, la tercera parte del reino; y puestos los argivos
en aquel tranco tan estrecho, vinieron en concedérselo todo.
XXXV. De un modo semejante los espartanos, como necesitaban tanto
del agorero Tisameno, le otorgaron todo cuanto les pedía. Emprendió,
pues, este adivino, Eleo de nacimiento y espartano por concesión, en
compañía de sus lacedemonios, cinco aventuras y contiendas de gravísima
consideración. Ello es así que estos dos extranjeros fueron los únicos
que lograron el beneficio de volverse espartanos con todos los
privilegios y prerrogativas de aquella clase. Por lo que mira a las
cinco contiendas del oráculo, fueron las siguientes: una, y la primera
de todas, fue la batalla de Platea, de que vamos hablando, la segunda
la que en Tegea se dio después contra los tegeanos y argivos, la
tercera la que en Dipees (11)
se trabó con los arcades todos, a excepción de los de Mantinea; la
cuarta en el Istmo, cuando se peleó contra los Mesenios; la quinta fue
la acción tenida en Tanagra contra los atenienses y argivos, que fue la
última de aquellas cinco bien reñidas aventuras.
XXXVI. Era, pues, entonces el mismo Tisameno el adivino que en
Platea servía a los griegos conducidos por los espartanos. Y en efecto,
las víctimas sacrificadas eran de buen agüero para los griegos, en caso
de que invadidos se mantuvieran a la defensiva; pero en caso de querer
pasar el Asopo y embestir los primeros, eran las señales ominosas.
XXXVII. Otro tanto sucedió a Mardonio en sus sacrificios: éranle
propicias sus víctimas mientras que se mantuviese a la defensiva para
rebatir al enemigo; mas no le eran favorables si le acometía siendo el
primero en venir a las manos, como él deseaba. Es de saber que Mardonio
sacrificaba también al uso griego, teniendo consigo al adivino
Hegesístrato, natural de Elea, uno de los teliadas y el de más fama y
reputación entre todos ellos. A este en cierta ocasión tenían preso y
condenado a muerte los espartanos, por haber recibido de él mil
agravios y desacatos insufribles. Puesto en aquel apuro, viéndose en
peligro de muerte y de pasar antes por muchos tormentos, ejecutó una
acción que nadie pudiera imaginar; pues hallándose en el cepo con
prisiones y argollas de hierro, como por casualidad hubiera logrado
adquirir un cuchillo, hizo con él una acción la más animosa y atrevida
de cuantas jamás he oído. Tomó primero la medida de su pie para ver
cuánta parte de él podría salir por el ojo del cepo, y luego según ella
se cortó por el empeine la parte anterior del pié. Hecha ya la
operación, agujereando la pared, pues que le guardaban centinelas en la
cárcel, se escapó en dirección a Tegea. Iba de noche caminando, y de
día deteníase escondido en los bosques, diligencia con la cual, pesar
de los lacedemonios, que esparciendo la alarma habían corrido todos a
buscarle, al cabo de tres noches logró hallarse en Tegea; de suerte que
admirados ellos del valor y arrojo del hombre de cuyo pie veían la
mitad tendida en la cárcel, no pudieron dar con el cojo y fugitivo reo
de este modo, pues, Hegesístrato, escapándose de las manos de los
lacedemonios, se refugió en Tegea, ciudad que a la sazón corría con
ellos en buena armonía. Curado allí de la herida y suplida la falta con
un pie de madera, se declaró por enemigo jurado y mortal de los
lacedemonios verdad es que al cabo tuvo mal éxito el odio que por aquel
caso les profesaba, pues cogido en Zacinto, donde proseguía vaticinando
contra ellos, le dieron allí la muerte.
XXXVIII. Pero este fin desgraciado sucedió a Hegesístrato mucho
después de la jornada y batalla de Platea. Entonces, pues, como decía,
asalariado por Mardonio con una paga no pequeña, sacrificaba
Hegesístrato con mucho empeño y desvelo, nacido en parte del odio a los
lacedemonios, en parte del amor propio de su interés. En esta sazón,
como por un lado ni a los persas se les declarasen de buen agüero sus
sacrificios, ni a los griegos con ellos acampados fuesen tampoco
favorables los suyos (pues también éstos tenían aparte su adivino,
natural de Leucadia y por nombre Hipómaco), y como por otro lado,
concurriendo de cada día al campo más y más griegos, se engrosase mucho
su ejército, un tal Timegénides, hijo de Herpis, de patria tebano,
previno a Mardonio que convenía ocupar con algunos destacamentos los
desfiladeros del Citerón, diciéndole, que puesto que venían por ellos
diariamente nuevas tropas de griegos, le sería fácil así interceptar
muchos de ellos.
XXXIX. Cuando el tebano dio a Mardonio este aviso, ocho días hacía
ya que los dos campos se hallaban allí fijos uno enfrente de otro.
Pareció el consejo tan oportuno, que aquella misma noche destacó
Mardonio su caballería hacia las quebradas del Citerón por la parte de
Platea, a las que dan los beocios el nombre de los Tres Cabos, y los
atenienses llaman los Cabos de la Encina. No hicieron en vano su viaje,
pues topó allí la caballería al salir a la llanura con una recua de 500
bagajes, los cuales venían desde Peloponeso cargados de trigo para el
ejército, cogiendo con ella a los arrieros y conductores de las cargas.
Dueños ya los persas de la recua, llevábanlo todo a sangre y fuego, sin
perdonar ni a las bestias ni a los hombres que las conducían, hasta
tanto que cansados ya de matar a todo su placer, cargando con lo que
allí quedaba, volviéronse con el botín hacia los reales de Mardonio.
XL. Después de este lance, pasáronse dos días más sin que ninguno de
los dos ejércitos quisiera ser el primero en presentar la batalla o en
atacar al otro, pues aunque los bárbaros se habían avanzado hasta el
Asopo a ver si los griegos les saldrían al encuentro; con todo, ni
bárbaros ni griegos quisieron pasar el río: únicamente, si la
caballería de Mardonio solía acercarse más e incomodar mucho al
enemigo. En estas escaramuzas sucedía que los tebanos, más medos de
corazón que los medos mismos, provocando con mucho ahínco a los griegos
avanzados, principiaban la riña, y sucediéndoles en ella los persas y
los medos, éstos eran los que hacían prodigios de valor.
XLI. Nada más se hizo allí en estos diez días de lo que llevo
referido. Llegado el día undécimo, después que quietos en sus
trincheras, cerca de Platea, estaban mirándose cara a cara los dos
ejércitos, en cuyo espacio de tiempo habían ido aumentándose mucho las
tropas de los griegos, al cabo, el general Mardonio, hijo de Gobrias,
llevando muy a mal tan larga demora en su campamento, entró en consejo,
en compañía de Artabazo, hijo de Farnaces, uno de los sujetos de mayor
estima y valimiento para con Jerjes, para ver el partido que tomarse
debía. Estuvieron en la consulta encontrados los pareceres. El de
Artabazo fue que convenía retirarse de allí cuanto antes, y trasplantar
el campo bajo las murallas de Tebas, donde tenían hechos sus grandes
almacenes de trigo para la tropa, y de forraje para las bestias, pues
allí quietos y sosegados saldrían al cabo con sus intentos; que ya que
tenían a mano mucho acuñado y mucho sin acuñar, y abundancia también de
plata, de vasos y vajilla, importaba ante todo no perdonar a oro ni a
plata, enviando desde allí regalos a los griegos, mayormente a los
magistrados y vecinos poderosos en sus respectivas ciudades, pues en
breve, comprados ellos a este precio, les venderían por él la libertad (12),
sin que fuera menester aventurarlo todo en una batalla. Este mismo era
también el sentir de los tebanos, quienes seguían el voto de Artabazo
por parecerles hombre más prudente y previsor en su manera de
discurrir. Mardonio se mostró en su voto muy fiero y obstinado sin la
menor condescendencia, pareciéndole que, Por ser su ejército más
poderoso y fuerte que el de los griegos, era menester cerrar cuanto
antes con el enemigo, sin permitir que se le agregase mayor número de
tropas de las que ya lo habían hecho; que desechasen en mal hora a
Hegesístrato con sus víctimas, sin aguardar a que por fuerza se les
declarasen de buen agüero, peleando al uso y manera de los persas.
XLII. Nadie se oponía a Mardonio, que así creía deberse hacer, y su
voto venció al de Artabazo, pues él y no éste era a quien el rey había
entregado el bastón y mando supremo del ejército. En consecuencia de su
resolución, mandó convocar los oficiales mayores de sus respectivos
cuerpos, y juntamente los comandantes de los griegos y su partido; y
reunidos, les preguntó si sabían de algún oráculo tocante a los persas
que les predijera que perecerían en la Grecia. Los llamados no se
atrevían a hablar; los unos, por no saber nada de semejante oráculo;
los otros, que algo de él sabían, por no creer que pudiesen hablar
impunemente; pero el mismo Mardonio, continuó después explicándose así:
-«Ya que vosotros, pues, o nada sabéis de semejante oráculo, o no osáis
decir lo que sabéis, voy a decíroslo yo, que estoy bien informado de lo
que en esto hay. Sí, repito, hay un oráculo en esta conformidad: que
los persas, venidos a la Grecia, primero saquearán el templo de Delfos,
y perecerán después que lo hubieren saqueado. Prevenidos nosotros con
este aviso, ni meteremos los pies en Delfos, ni mis manos en aquel
templo, ni daremos motivo a nuestra ruina con semejante sacrilegio. No
queda más que hacer, sino que todos vosotros los que sois amigos de la
Persia, estéis alegres y seguros de que vamos a vencer a los griegos.»
Así habló Mardonio, y luego les dio orden que lo dispusiesen todo y lo
tuviesen a punto para dar la batalla el día siguiente al salir el sol.
XLIII. Por lo que mira al oráculo que Mardonio refería a los persas,
no sé, en verdad, que existiera contra los persas tal oráculo, sino
sólo para los hirios y para la armada de los enqueleas. Sé no más que
Bacis dijo lo siguiente de la presente batalla: «La verde ribera del Tormodente (13) y
del Asopo debe verte, oh griega batalla debe oírte, oh bárbara
gritería, donde la Parca hará trofeo tanto de cadáver cuando inste al
flechero medo su último trance.» De este formal oráculo de Bacis y
de otro semejante de Museo, bien se que harían directamente a los
persas, puesto que se dice del Terimodente debe entenderse de aquel río
así llamado que corre entre Tanagra y Glisante.
XLIV. Después de la pregunta de Mardonio acerca de los oráculos, y
de la breve exhortación hecha a sus oficiales, venida ya la noche,
dispusiéronse en el campo los centinelas y cuerpos de guardia. Luego
que siendo la noche más avanzada, y se dejó notar en él algo más de
silencio y de quietud, en especial de parte de los hombres entregados
al sueño y reposo, aprovechándose de ella Alejandro, hijo de Amintas,
rey y general de los Macedones, fuese corriendo en su caballo hasta las
centinelas avanzadas de los atenienses, a quienes dijo que tenía que
hablar con sus generales. La mayor parte del destacamento avanzado se
mantuvo allí en su puesto, y unos pocos de aquellos guardias fuéronse a
toda prisa para avisar a sus jefes, diciendo que allí estaba un jinete
que, venido del campo de los medos, tenía que hablarles.
XLV. Los generales, oído apenas esto, siguen a sus guardias hacia el
cuerpo avanzado, y llegados allá háblales de esta suerte Alejandro:
-«atenienses míos, a descubriros voy un secreto cuya noticia como en
depósito os la fío para que la deis únicamente a Pausanias, si no
queréis perderme a mí, que por mostrarme buen amigo vuestro os la
comunico. Yo no os la diera si no me interesara mucho por la común
salud de la Grecia, que yo como griego de origen en pasados tiempos no
quisiera ver a mi antigua patria reducida a la esclavitud. Dígoos,
pues, que no alcanza Mardonio el medio cómo ni a él ni a su ejército se
le declaren propicias las víctimas sacrificadas; que a no ser así,
tiempo ha estuviera ya dada la batalla. Mas ahora está ya resuelto a
dejarse de agüeros y sacrificios, y mañana así que la luz amanezca
quiere sin falta principiar el combate. Todo esto sin duda nace en él,
según conjeturo, del miedo y recelo grande que tiene de que vuestras
fuerzas no vayan creciendo más con el concurso de nuevas tropas. Estad,
pues, vosotros prevenidos para lo que os advierto, y en caso de que no
os embista mañana mismo, sino que lo difiera algún tanto, manteneos
firmes sin moveros de aquí; que él no tiene víveres sino para pocos
días. Si saliereis de este lance y de esta guerra como deseáis,
paréceme será razón que contéis con procurarme la independencia y
libertad a mí, que con tanto ahínco y tan buena voluntad me expongo
ahora a un tan gran peligro solo a fin de informaros de los intentos y
resolución de Mardonio, y de impedir que los bárbaros os cojan
desprevenidos. Adiós, amigos; amigo soy y Alejandro, rey de Macedonia.»
Dijo y dio la vuelta a su campo hacia el puesto destinado.
XLVI. Los generales de Atenas, pasando inmediatamente al ala derecha
del campo, dan parte a Pausanias de lo que acababan de saber de boca de
Alejandro. Conmovido con la nueva Pausanias, y atemorizado del valor de
los persas propiamente tales, háblales así: -«Puesto que al rayar el
alba ha de entrarse en acción, menester es que vosotros, oh atenienses,
os vengáis a esta ala para apostaros enfrente de los persas mismos, y
que pasemos los lacedemonios a la otra contra los beocios y demás
griegos que allí teníais fronteros. Dígolo por lo siguiente: vosotros,
por haberos antes medido en Maratón con esos persas, tenéis conocida su
manera de pelear. Nosotros hasta aquí no hemos hecho la prueba ni
experimentado en campo de batalla a esos hombres, pues ya sabéis que
ningún espartano jamás midió ni quebró lanzas con medo alguno (14):
con los beocios y tésalos sí que tenemos trabado conocimiento. Así que
será preciso que toméis las armas y os vengáis a esta ala, pues
nosotros vamos a pasar a la izquierda.» A lo cual contestaron los
atenienses en estos términos: «Es verdad que nosotros desde el
principio ya, cuando vimos a los persas apostados enfrente de vosotros,
teníamos ánimo de indicaros lo mismo que os adelantáis ahora a
prevenirnos; pero no osábamos, ignorando si la cosa sería de vuestro
agrado. Ahora que vosotros nos lo ofrecéis los primeros, sabed que nos
dais una agradable nueva, y que pronto vamos a hacer lo que de nosotros
queréis.»
XLVII. Ajustado, pues, el asunto con gusto de entrambas partes, no
bien apuntó el alba, cuando se empezó el cambio de los puestos.
Observáronlo los beocios, y avisaron al punto a Mardonio. Luego que
éste lo supo empezó asimismo a trasladar sus brigadas trasplantando sus
persas al puesto frontero al de los lacedemonios. Repara en la novedad
Pausanias, y manda que los espartanos vuelvan de nuevo al ala derecha,
viendo que su ardid había sido descubierto por el enemigo, y Mardonio
por su parte hace que vuelvan otra vez los persas a la siniestra de su
campo.
XLVIII. Vueltos ya entrambos a ocupar sus primeros puestos, despacha
Mardonio un heraldo a los espartanos con orden de retarles en estos
términos: -«Entre esas gentes pasmadas de vuestro valor, corre la voz
que vosotros los lacedemonios sois la flor de la tropa griega, pues en
la guerra no sabéis qué cosa sea huir ni desamparar el puesto, sino que
a pie firme escogéis a todo trance o vencer o morir. Acabo ahora de ver
que no es así verdad, pues antes que cerremos con vosotros, viniendo a
las manos, os vemos huir ya de miedo y dejar vuestro sitio; os vemos
ceder a los atenienses el honor de abrir el combate con nuestras filas
para ir a apostaros enfrente de nuestros siervos; lo que en verdad no
es cosa que diga bien con gente brava y honrada. Ni es fácil deciros
cuán burlados nos hallamos, pues estábamos sin duda muy persuadidos de
que, según la fama que vosotros gozáis de valientes y osados, habíais
de enviarnos un rey de armas que en particular desafiara, cuerpo a
cuerpo a los persas a que peleásemos solos con los lacedemonios.
Prontos, en efecto, nos hallamos a admitir el duelo, cuando lejos de
veros de tal talante y brío, os vemos llenos de susto y miedo. Ya que
vosotros, pues, no tenéis valor para retarnos los primeros, seremos
nosotros los primeros en provocaros al desafío, como os provocaremos.
Siendo vosotros reputados entre los griegos por los hombres más
valientes de la nación, como por tales nos preciamos nosotros de ser
tenidos entre los bárbaros, ¿por qué no entramos luego en igual número
en campo de batalla? Entremos, digo, los primeros en el palenque, y si
pretendéis que los otros cuerpos entren también en acción, entren en
hora buena, pero después de nuestro duelo; mas si no pretendéis tanto,
juzgando que nosotros únicamente somos bastantes para la decisión de la
victoria, vengamos luego a las manos, con pacto y condición de que se
mire como vencedor aquel ejército cuyos campeones hayan salido con la
victoria en el desafío.»
XLIX. Dicho esto, esperó algún tiempo el heraldo retador; y viendo
que nadie se tomaba el trabajo de responderle palabra, vuelto atrás dio
cuenta de todo a Mardonio. Sobre manera alegre e insolente éste con una
victoria pueril, fría e insustancial, echa al punto su caballería
contra los griegos. Arremete ella al enemigo, y con la descarga de sus
dardos y saetas perturba e incomoda no poco todas las filas del
ejército griego: lo que no podía menos de suceder siendo aquellos
jinetes unos ballesteros montados, con quienes de cerca no era fácil
venir a las manos. Lograron por fin llegar a la fuente Gargafia, que
proveía de agua a todo el ejército griego, y no sólo la enturbiaron,
sino que cegaron sus raudales; porque si bien los únicos acampados
cerca de dicha fuente eran los lacedemonios, distando de ella los demás
griegos a medida de los puestos que por su orden ocupaban, con todo, no
pudiendo valerse los otros del agua del Asopo, por más que lo tenían
allí vecino, a causa de que no se lo permitía la caballería con sus
fechas, todo el campo se surtía de aquella aguada.
L. En este estado se encontraban, cuando los jefes griegos, viendo a
su gente falta de agua, y al mismo tiempo perturbada con los tiros de
la caballería, juntáronse así por lo que acabo de indicar, como también
por otros motivos, y en gran número se encaminaron hacia el ala derecha
para verse con Pausanias. Si bien éste sentía mucho la mala situación
del ejército, mayor pena recibía de ver que iban ya faltándole los
víveres, sin que los criados a quienes había enviado por trigo al
Peloponeso pudiesen volver al campo, estando interceptados los pasos
por la caballería enemiga.
LI. Acordaron, pues, en la consulta aquellos comandantes que lo
mejor sería, en caso de que Mardonio difiriera para otro día la acción,
pasar a una isla distante del Asopo y de la fuente Gargafia donde
entonces acampaban, la cual isla viene a caer delante de la ciudad
misma de Platea. Esta isla forma en tierra firme aquel río que al bajar
del Citerón hacia la llanura se divide en dos brazos, distantes entre
sí cosa de tres estadios, volviendo después a unirlos en un cauce y en
una corriente sola: pretenden los del país que dicha Oeroe, pues así
llaman a la isla, sea hija del Asopo. A este lugar resolvieron, pues,
los caudillos trasplantar su campo, así con la mira de tener agua en
abundancia, como de no verse infestados de la caballería enemiga del
modo que se veían cuando la tenían enfrente. Determinaron asimismo que
sería preciso partir del campo en la segunda vigilia, para impedir que
viéndoles salir la caballería no les picase la retaguardia.
Les pareció,
por último, que aquella misma noche, apenas llegasen al paraje que con
su doble corriente encierra y ciñe la Oeroe (15)
Asópida bajando del Citerón, destacasen al punto hacia este monte la
mitad de la tropa, para recibir y escoltar a los criados que habían ido
por víveres y se hallaban cortados en aquellas eminencias sin paso para
el ejército.
LII. Tomada esta resolución, infinito fue lo que dio que padecer y
sufrir todo aquel día la caballería con sus descargas continuadas. Pasó
al fin la terrible jornada; cesó el disparo de los de a caballo,
fuéseles entrando la noche, y llegó al cabo la hora que se había
aplazado para la retirada. Muchas de las brigadas emprendieron la
marcha; pero no con ánimo de ir al lugar que de común acuerdo se había
destinado, antes alzado una vez el campo, muy complacidas de ver que se
ausentaban de los insultos de la caballería, huyeron hasta la misma
ciudad de Platea, no parando hasta verse Cerca del Hereo, que situado
delante de dicha ciudad dista 20 estadios de la fuente Gargafia.
LIII. Llegados allá los mencionados cuerpos, hicieron alto,
plantando sus reales alrededor de aquel mismo templo. Pausanias que les
vio moverse y levantar el campo dio orden a sus lacedemonios de tomar
las armas e ir en seguimiento de las tropas quo les precedían,
persuadidos de que sin falta se encaminaban al lugar antes concertado.
Mostrándose entonces prontos a las órdenes de Pausanias los demás jefes
de los regimientos, hubo cierto Amonfareto, hijo de Poliades, que lo
era del de Pitanatas, quien se obstinó diciendo que nunca haría tal, no
queriendo cubrir gratuitamente de infamia a Esparta con huir del
enemigo. Esto decía, y al mismo tiempo se pasmaba mucho de aquella
resolución, como quien no se había hallado antes en consejo con los
demás oficiales. Mucho era lo que sentían Pausanias y Eurianacte el
verse desobedecidos; pero mayor pena les causaba el tener que
desamparar el regimiento de Pitana por la manía y pertinacia de aquel
caudillo, recelosos de que dejándolo allí solo, y ejecutando lo que
tenían convenido con los demás griegos, iba a perderse Amonfareto con
todos los suyos. Estas reflexiones les obligaban a tener parado todo el
cuerpo de los Lacones, esforzándose entretanto en persuadir a
Amonfareto que aquello era lo que convenía ejecutar, y haciendo todo el
esfuerzo posible para mover a aquel oficial, el único de los
lacedemonios y tegeanos que iba a quedarse abandonado.
LIV. Entretanto, los atenienses, como conocían bien el humor
político de los lacedemonios, hechos a pensar una cosa y a decir otra,
manteníanse firmes en el sitio donde se hallaban apostados. Lo que
hicieron, pues, al levantarse los demás del ejército, fue enviar uno de
sus jinetes encargado de observar si los espartanos empezaban a partir,
o si era su ánimo no desamparar el puesto, y también con la mira de
saber de Pausanias lo que les mandaba ejecutar.
LV. Llega el enviado y halla a los lacedemonios tranquilos y
ordenados en el mismo puesto, y a sus principales jefes metidos en una
pendencia muy reñida. Pues como a los principios hubiesen procurado
Pausanias y Eurianacte dar a entender con buenas razones a Amonfareto
que de ningún modo convenía que se expusiesen los lacedemonios a tan
manifiesto peligro, quedándose solos en el campo, viendo al cabo que no
podían persuadírselo, paró la disputa en una porfiada contienda, en que
al llegar el mensajero de los atenienses los halló ya enredados, pues
cabalmente entonces había agarrado Amonfareto un gran guijarro con las
dos manos, y dejándole caer a los pies de Pausanias, gritaba que allí
tenía aquella chinita con que él votaba no querer huir de los
huéspedes, llamando huéspedes a los bárbaros al uso lacónico.
Pausanias, tratándole entonces de mentecato y de furioso, volvióse al
mensajero de los atenienses que le pedía sus órdenes, y le mandó dar
cuenta a los suyos del enredo en que veía se hallaban sus asuntos, y al
mismo tiempo suplicarles de su parte que se acerasen a él, y que en lo
tocante a la partida hicieran lo que a él le vieran hacer.
LVI. Fuese luego el enviado a dar cuenta de todo a los suyos. Vino
entretanto la aurora, y halló a los lacedemonios todavía riñendo y
altercando. Detenido Pausanias hasta aquella hora, pero creído al cabo
de que Amonfareto al ver partir a los lacedemonios no querría quedarse
en su campo, lo que en efecto sucedió después, dio la señal de partir,
dirigiendo la marcha de toda su gente por entre los collados vecinos, y
siguiéndole los de Tegea. Formados entonces los atenienses en orden de
batalla, emprendieron la marcha en dirección contraria a la que llevaba
Pausanias, pues los lacedemonios, por temor de la caballería, seguían
el camino entre los cerros y por las faldas del Citerón, y los
atenienses marchaban hacia abajo por la misma llanura.
LVII. Amonfareto, que tenía al principio por seguro que jamás se
atrevería Pausanias a dejarle solo allí con su regimiento, instaba
obstinadamente a los suyos a que, tranquilos todos en el campo, nadie
dejase el puesto señalado; mas cuando vio al cabo que Pausanias iba
camino adelante con su gente, persuadióse de que su general debía
gobernarse con mucha razón en dejarle allí solo, reflexión que le movió
a dar orden a su regimiento de que, tomadas las armas, fuera siguiendo
a marcha lenta la demás tropa adelantada. Habiendo avanzado ésta cosa
de 10 estadios, y esperando a que viniese Amonfareto con su gente,
habíase parado en un lugar llamado Argiopio, cerca del río Moloente,
donde hay un templo de Céres Eleusina: había hecho alto en aquel sitio
con la mira de volverse atrás al socorro de Amonfareto, en caso de que
no quisiera al fin dejar con su regimiento el campo donde había sido
apostado. Sucedió que al tiempo mismo que iba llegando la tropa de
Amonfareto, venía cargándoles ya de cerca con sus tiros toda la
caballería de los bárbaros, la cual, salida entonces a hacer lo que
siempre, viendo ya desocupado el campo donde habían estado los griegos
atrincherados por aquellos días, siguió adelante, hasta que, dando al
cabo con ellos, tornó a molestarles con sus descargas.
LVIII. Al oír Mardonio que de noche los griegos se habían escapado,
y al ver por sus ojos abandonado el campo, llama ante sí a Tórax el
lariseo, juntamente con sus dos hermanos, Eurípilo y Trasideio, y
venidos les habla en estos términos: -«¿Qué me decís ahora, hijos de
Alevas, viendo como veis ese campo desamparado? ¿No ibais diciendo
vosotros, moradores de estas vecindades, que los lacedemonios en campo
de batalla nunca vuelven las espaldas, y que son los primeros hombres
del mundo en el arte de la guerra? Pues vosotros les visteis poco ha
empeñados en querer trocar su puesto por el de los atenienses, y todos
ahora vemos cómo esta noche pasada se han escapado huyendo. He aquí que
con esto acaban de darnos una prueba evidente de que cuando se trata de
venir a las manos con tropa como la nuestra, la mejor realmente del
universo, nada son aun entre los griegos, soldados de perspectiva tanto
unos como otros. Bien veo ser razón que yo con vosotros disimule y os
perdone los elogios que hacíais de esa gente, de cuyo valor teníais
alguna prueba, no sabiendo por experiencia lo que era el cuerpo de mis
persas. Lo que me causaba mucha admiración era ver que Artabazo temiese
tanto a esos lacedemonios, que lleno de terror diese un voto de tanto
abatimiento y cobardía, como fue el de levantar los reales y retirarnos
a Tebas, donde en breve nos hubiéramos visto sitiados. De este voto
daré yo cuenta al rey a su tiempo y lugar. Lo que ahora nos importa es
el que esos griegos no se nos escapen a su salvo; es menester seguirles
el alcance, hasta que cogidos venguemos en ellos todos los insultos y
daños que a los persas tienen hechos.»
LIX. Acabó Mardonio su discurso, y puesto al frente de sus persas,
pasa con ellos a toda prisa el Asopo, corriendo en pos de los griegos
como de otros tantos fugitivos. Mas no pudiendo descubrir en su marcha
entre aquellas lomas a los atenienses, que caminaban por la llanura,
cae sobre el cuerpo de los lacedemonios, que estaban allí con los
tegeanos únicamente. Los demás caudillos de los bárbaros, al ver a los
persas correr tras de los griegos, levantando luego a una voz sus
banderas, metiéronse todos a seguirles, quien más podía, sin ir
formados en sus respectivos cuerpos, y sin orden ni disciplina, como
hombres que con suma algazara y confusión, iban de tropel no a pelear
con los enemigos, sino a despojar a los griegos.
LX. Al verse Pausanias tan acosado de la caballería enemiga, por
medio de un jinete que despachó a los atenienses hizo decirles:
-«Sabed, amigos atenienses, que tanto nosotros los lacedemonios como
vosotros los de Atenas, en vísperas de la mayor contienda en que va a
decidirse si la Grecia quedará libre o pasará a ser esclava de los
bárbaros, hemos sido vendidos por los demás griegos nuestros buenos
aliados, habiéndosenos escapado esta noche. Nosotros, pues, en el lance
crítico en que nos vemos, creemos de nuestro deber el socorrernos
mutuamente, cerrando con el bárbaro con todas nuestras fuerzas de poder
a poder. Si la caballería enemiga hubiera cargado antes sobre vosotros,
debiéramos de justicia ir en vuestro socorro, acompañados de los de
Tegea, que unidos a nuestra gente no han hecho traición a la Grecia.
Ahora, pues, que toda ella ha caído sobre nosotros, razón será que
véngalo a socorrer esta ala, que se ve al presente muy agobiada y
oprimida. Y si vosotros os halláis acaso en tal estado que no os sea
posible concurrir todos a nuestra defensa, haréisnos siquiera la gracia
de enviarnos vuestros ballesteros. A vosotros acudimos, ya que sabemos
que estáis en esta guerra sumamente prontos a darnos gusto en lo que
pedimos.»
LXI. Oída apenas esta embajada, pónense en movimiento los atenienses
para acudir al socorro de sus aliados y protegerlos con todo su
esfuerzo. El daño estuvo en que al pasar allá los atenienses, se
dejaron caer de repente sobre ellos los griegos que seguían el partido
del rey, de manera que por lo mucho que los apretaban sus enemigos
presentes no fue posible auxiliar a los lacedemonios sus aliados. De
donde resultó que quedaron aislados los lacedemonios únicamente con los
tegeatas, que nunca les dejaban, siendo aquellos 50.000 combatientes,
inclusa en ellos su tropa ligera, éstos solamente en número de 3.000.
Mas no se mostraban las víctimas faustas y propicias a los
lacedemonios, y en el ínterin muchos de ellos eran los que caían
muertos, y muchos más los que allí quedaban heridos, pues que
defendidos los persas con cierta empalizada hecha con sus escudos, no
cesaban de arrojar sobre ellos tal tempestad de saetas, que por una
parte viendo Pausanias a los suyos muy maltratados con tanta descarga,
y no pudiendo por otra cerrar ellos con el enemigo, por no serles
todavía favorables los sacrificios, volvió los ojos y las manos al
Hereo de Platea, suplicando a la diosa Juno que no le abandonara en tan
apretado trance, ni permitiera se malograsen sus mejores esperanzas.
LXII. Entretanto que invocaba Pausanias el auxilio de la diosa, los
primeros de todos en dirigirse contra los bárbaros son los soldados de
Tegea, y acabada la súplica de Pausanias, empiezan luego a ser de buen
agüero las víctimas de los lacedemonios. Un momento después embisten
éstos corriendo contra los persas, que les aguardan a pie firme dejando
sus ballestas. Peleábase al principio cerca del parapeto de los escudos
atrincherados; pero rota luego, y pisada esta barrera, ármase luego en
las cercanías del templo de Céres el más vivo y porfiado combate del
mundo, en que no sólo se llegó al arma corta, sino también al ímpetu
inmediato y choque de los escudos. Los bárbaros, con un coraje y valor
igual al de los lacedemonios, agarrando las lanzas del enemigo las
rompían con las manos; pero tenían la desventaja de combatir a cuerpo
descubierto, de que les faltaba la disciplina, de no tener experiencia
de aquella pelea, y de no ser semejantes a sus enemigos en la destreza
y manejo de las armas: así que, por mas que acometían animosos, ora
cada cuál por sí, ora unidos en pelotones de diez y de más hombres,
como iban mal armados, quedaban maltrechos y traspasados con las picas,
y caían a los pies de los espartanos.
LXIII. Mas por el lado en que andaba Mardonio montado en un caballo
blanco, y rodeado de un cuerpo de mil persas, tropa la más brillante y
escogida de todo su ejército, por allí realmente era por donde con más
viveza y brío se cargaba al enemigo. Y en efecto, todo el tiempo en
que, vivo Mardonio, animaba a los suyos, no sólo hacían rostro los
persas, sino que rebatían de tal modo al enemigo, que daban en tierra
con muchos de los lacedemonios. Pero muerto una vez Mardonio, muerta
también la gente más brava que a su lado tenía, empezaron los otros
persas luego a volver el pie atrás, a dar las espaldas al enemigo, y
ceder el campo a los lacedemonios. Lo que más incomodaba a los persas y
les obligaba casi a retirarse, era su mismo vestido, sin ninguna
armadura defensiva (16), habiendo de contribuir a pecho descubierto, con unos hoplitas o coraceros armados de punta en blanco.
LXIV. Allí fue, pues, donde los espartanos, conforme a la predicción
del oráculo, vengaron en Mardonio la muerte de su Leonidas; entonces
asimismo fue cuando alcanzó la mayor y más gloriosa victoria de cuantas
tengo noticia el general Pausanias, hijo de Cleombroto y nieto de
Anaxandrides, de cuyos antepasados, los mismos que los de Leonidas,
hice antes mención, expresándolos por su mismo nombre. El que en el
choque acabó con Mardonio fue el guerrero Aimnesto, varón célebre y de
mucho crédito en Esparta, el mismo que algún tiempo después de la
guerra con los medos, capitaneando a 300 soldados, entró en batalla con
todos los Mesenios, a quienes Esparta había declarado por enemigos, en
la cual quedó muerto en el campo con toda su gente cerca de Esteniclero.
LXV. Deshechos ya los persas en Platea y obligados a la fuga por los
lacedemonios, iban escapándose sin orden alguno hacia sus reales, y al
fuerte que en la comarca de Tebas habían levantado con sus empalizadas
y muros de madera. No acabo de admirar una particularidad extraña: de
que habiéndose dado la batalla cerca del bosque sagrado de Céres, no se
vio entrar persa alguno en aquel religioso recinto, ni menos morir
cerca del templo, sino que todos se veían muertos en lugar profano.
Estoy por decir, si es que algo se me permite acerca de los secretos
juicios de los dioses, que la diosa misma no quiso dar acogida a unos
impíos que habían reducido a cenizas aquel su Anactoro (17) y templo principal de Eleusina.
LXVI. Tal fue, en suma, el resultado de aquella acción y batalla:
respecto de Artabazo, hijo de Farnaces, no habiendo aprobado ya desde
el principio la resolución tomada por el rey de dejar en la Grecia al
general Mardonio, y habiendo últimamente disuadido el combate con
muchas razones, bien que sin fruto alguno, quiso en este lance tomar
aparte por sí sus medidas. Mal satisfecho de la actual conducta de
Mardonio, en el momento en que iba a darse la batalla, de cuyo fatal
éxito no dudaba, ordenó el trozo de ejército por él mandado (y mandaba
una división nada pequeña, de 40.000 soldados), y luego de ordenado, se
disponía sin duda con él al combate, habiendo mandado a su gente que
todos a una le siguieran, adonde viesen que les condujera, con la misma
diligencia y presteza que en él observaran. Así que hubo dado estas
órdenes, marchó al frente de los suyos, como quien iba a entrar en
batalla, y habiéndose adelantado un poco vio que rotos ya los persas se
escapaban huyendo del combate. Y entonces Artabazo, sin conservar por
más tiempo el orden en que conducía formada su gente, emprendió la fuga
a carrera abierta, no hacia el castillo y fuerte de madera, no hacia
los muros de Tebas, sino que en derechura tornó la vereda por la
Fócide, queriendo llegar con la mayor brevedad que posible lo fuera al
Helesponto: así marchaba con los suyos Artabazo.
LXVII. Volviendo a los griegos del partido del bárbaro, aunque los
más sólo peleaban por mera ficción, los beocios por bastante tiempo se
empeñaron muy de veras en la acción emprendida con los de Atenas, y los
tebanos especialmente, siendo medos de corazón, tomábanlo muy a pechos,
no peleando descuidada y flojamente, sino con tanto brío y ardor, que
300 de los más principales y esforzados quedaron allí muertos por los
atenienses. Pero los demás, rotos al cabo y destrozados, entregáronse a
la fuga, no hacia donde huían tanto los persas como las otras brigadas
de su ejército que ni habían tomado parte en la batalla ni hecho en
ella acción de importancia, sino en derechura hacia la plaza de Tebas.
LXVIII. Cuando reflexiono en lo acaecido, es cosa para mí evidente
que la fuerza toda de los bárbaros dependía únicamente del cuerpo de
los persas, pues advierto que las demás brigadas, aun antes de cerrar
con el enemigo, apenas vieron a los persas rotos y fugitivos, también
ellas al momento se entregaron a la fuga. Huían todos a un tiempo como
decía, menos la caballería enemiga y en especial la beocia, pues ésta
entretanto servía mucho a los bárbaros, a quienes en la fuga amparaba y
cubría, apartando de ellos al enemigo, de quien nunca se alejaba.
Vencedores ya los griegos, iban con brío siguiendo y matando a la gente
de Jerjes.
LXIX. En medio de esta derrota y terror de los vencidos, llega a las
tropas griegas, que atrincheradas cerca del Hereo no se habían hallado
en la acción, la feliz nueva de que acababa de darse una batalla
decisiva, con una entera victoria obtenida por la gente de Pausanias.
Habida esta noticia, salen los cuerpos de su campo, pero todos en
tropel y sin orden de batalla. Los corintios tomaron la marcha por las
raíces del Citerón, siguiendo entre los cerros por el camino de arriba,
que va derecho al templo de Céres; pero los megarenses y los de Fliunte
echaron por el campo abierto, por donde era más llano el camino. Lo que
sucedió fue, que viendo la caballería de los tebanos cerca ya de los
enemigos a entrambos cuerpos de megarenses y fliasios, que caminaban
aprisa y de tropel, el general de ella, Asopodoro, hijo de Timandro,
cargó de repente contra ellos, y dejó en su primer ímpetu tendidos a
600, obligando a todos los demás a refugiarse en el Citerón, acosados
del enemigo. De esta suerte acabaron sin gloria, portándose
cobardemente.
LXX. Los persas, con la demás turba del ejército, refugiados ya en
el fuerte de madera, se dieron mucha prisa en subirse a las torres y
almenas antes de que llegasen allá los lacedemonios, y subidos
procuraron fortificar y guarnecer lo mejor que pudieron sus trincheras
y baluartes. Llegan después los lacedemonios, y emprenden con todo
empeño el ataque del fuerte; pero hasta que llegaron los atenienses en
su ayuda, los persas rebatían el asalto, de modo que los lacedemonios,
no acostumbrados a sitios ni toma de plazas, llevaban la peor parte en
la acción. Venidos ya los atenienses, dióse el asalto con mayor empeño
y ardor, y si bien no duró poco tiempo la resistencia del enemigo, por
fin ellos con su valor y constancia asaltaron el fuerte, y subidos en
él y arruinando las trincheras abrieron paso a los griegos. Los
primeros que por la brecha penetraron en los reales fueron los de
Tegea, los que acudieron luego a saquear el pabellón de Mardonio, de
donde entre otros muchos despojos sacaron aquel pesebre todo de bronce
que allí tenía para sus caballos, pieza realmente digna de verse. Este
pesebre fue posteriormente dedicado por los tegeanos en el templo de
Minerva Atea, si bien todo lo demás que en dicha tienda había lo
reservaron para el botín común de los griegos. Abierta una vez la
brecha y derribado el fuerte, no volvieron ya a rehacerse ni formarse
en escuadrón los bárbaros, entre quienes nadie se acordó de vender cara
su vida. Aturdidos allí todos y como fuera de sí, viéndose tantos
millares de hombres encerrados como en un corral de madera o en un
estrecho matadero, no pensaban en defenderse, y se dejaban matar por
los griegos con tanta impunidad, que de 300.000 hombres, a excepción de
los 40.000 con quienes huía Artabazo, no llegaron a 3.000 los que
escaparon con vida. Los muertos en el ejército griego fueron: entre los
lacedemonios 91 espartanos, 16 entre los tegeanos y 52 entre los
atenienses (18).
LXXI. Por lo que mira a los bárbaros, los que mejor se portaron
aquel día fueron: en la infantería los persas, los sacas en la
caballería, y Mardonio entre todos los combatientes. Entre los griegos,
por más prodigios de valor que hicieron los atenienses y los tegeanos,
con todo, se llevaron la merecida palma los lacedemonios. No tengo de
ello ni quiero más prueba que la que voy a dar: bien veo que todos los
griegos mencionados vencieron a los enemigos que delante se les
pusieron; pero noto que haciendo frente a los lacedemonios lo más
robusto y florido del ejército enemigo (19),
ellos sin embargo lo postraron en el suelo. De todos los lacedemonios,
el que en mi concepto hizo mayores prodigios de valor fue Aristodemo,
aquel, digo, que por haber vuelto vivo de Termópilas incurrió en la
censura y nota pública de infamia; después del cual merecieron el
segundo lugar en bravura y esfuerzo Posidonio y Filoción y el espartano
Amonfareto. Verdad es que hablando en un corrillo ciertos espartanos
sobre cuál de éstos que acabo de mencionar se había portado mejor en la
batalla, fueron de sentir que Aristodemo, arrastrado a la muerte para
borrar la infamia de cobarde con que se veía notado; al hacer allí
proezas y prodigios de valor, no obró en ello sino como un valentón
temerario que ni podía ni quería contenerse en su puesto, mientras que
Posidonio, sin estar reñido con su misma vida, se había portado como un
héroe; motivo por el cual debía ser éste tenido por mejor y más
valiente guerrero que Aristodemo. Pero mucho temo que el voto del
corrillo no iba libre de envidia. Lo cierto es que todos los que
mencioné que habían muerto en la batalla fueron honrados públicamente
por el estado, no habiéndolo sido Aristodemo a causa de haber combatido
por desesperación, queriendo borrar la infamia con su misma sangre.
LXXII. Estos fueron los campeones más nombrados de Platea. No
encuentro entre ellos a Calícrates, el más valiente y robusto sujeto de
cuantos, no digo lacedemonios, sino también griegos, concurrieron a la
jornada de Platea; y la razón de no contarlo es por haber muerto fuera
del combate, pues al tiempo que Pausanias se disponía con los
sacrificios a la pelea, Calícrates sentado sobre sus armas (20)
fue herido en el costado con una saeta. Retirado, pues, de las filas,
durante la acción de los lacedemonios, mostraba con cuánto pesar moría
de aquella herida; y hablando con Arimnesto, natural de Platea, decía
que no sentía morir por la libertad de la Grecia, que sí sentía morir
sin haber dado antes a la Grecia prueba alguna de lo mucho que en tan
apretado lance deseaba servirla.
LXXIII. Entre los atenienses, el más bravo, según se dice, fue
Sófanes, hijo de Eutíquides, natural de Decelea. Mencionaré aquí de
paso un suceso que los atenienses cuentan haber acaecido en cierta
ocasión a los deceleenses, y que les fue de gran provecho, pues como en
tiempos muy anteriores hubieran los Tindaridas invadido el Ática con
mucha gente, con la pretensión de recobrar a Helena, obligaban a los
pueblos con esta ocasión a desamparar de miedo sus casas y moradas por
no saber ellos de fijo el lugar donde había sido depositada. Viendo,
pues, entonces los deceleenses, o como dicen otros, el mismo Deceleo,
lo acaecido, irritados contra Teseo, autor de aquel inicuo rapto, y
compadecidos del daño que resultaba a todo el país de los atenienses,
dieron cuenta a los Tindaridas de todo el suceso, conduciéndolos hasta
Afidnas, lugar que les entregó cierto natural de aquella aldea llamado
Títaco. En premio y recompensa de este servicio, concedióse entonces a
los naturales de Decelea, y al presente aun se les conserva, la
inmunidad de tributo en Esparta y la presidencia en el asiento; de
manera, que en la guerra sucedida muchos años después entre los de
Atenas y los del Peloponeso, a pesar de que los lacedemonios talaban
toda el Ática, nunca tocaron a Decelea (21).
LXXIV. De este Sófanes, natural del referido pueblo de Decelea, el
más sobresaliente en la batalla entre los atenienses, se cuenta, bien
que de dos maneras, una singular particularidad. Dicen de él los unos,
que, con una cadena de bronce llevaba una áncora de hierro pendiente de
su tahalí puesto sobre el peto, la cual solía echar al suelo al tiempo
de ir a cerrar con su contrario, para que afianzado con ella, no
pudieran moverle ni sacarle de su puesto los enemigos, por más que lo
apretaran de recio, pero que una vez desordenados y rotos sus
adversarios, volviendo a levantar y recobrar su ancla, les seguía los
alcances. Cuéntanlo otros de un modo diferente, diciendo que llevaba sí
una áncora, pero no de hierro, ni colgada de su peto con una cadena de
bronce, sino remedada en el escudo, como una insignia, y que nunca
cesaba de voltear y revolver el escudo (22).
LXXV. Del mismo Sófanes se refiere otro hecho famoso: que en el
sitio puesto por los atenienses a Egina mató en un desafío al argivo
Euribato, atleta célebre, que había sido declarado vencedor en el Pentatlon, (36)
o en los cinco juegos olímpicos. Pero algún tiempo después, hallándose
nuestro Sófanes como general entre los atenienses en compañía de
Leargo, hijo de Glaucon, tuvo la desgracia de morir en Dato a manos de
los Edonos, habiéndose portado como buen militar en la guerra que a
estos pueblos se hacía por razón de las minas de oro que poseían.
LXXVI. Rotos ya y postrados los bárbaros en Platea, se pasó y
presentó a los griegos una célebre desertora. Era la concubina de un
persa principal llamado Farandates, hijo de Teaspis, la que viendo
vencidos a los persas y victoriosos a los griegos, ataviada así ella
como sus doncellas con muchos adornos de oro, y vestida de la más bella
gala que allí tenía, bajó de su harmamaxa, y se dirigió a los
lacedemonios, todavía ocupados en el degüello de los bárbaros. Al
llegar a los griegos, viendo a uno de ellos que entendía en todo y daba
órdenes para lo que se hacía, conoció luego que aquel sería Pausanias,
de cuyo nombre y patria por haberlo oído muchas veces venía bien
instruida. Echóse luego a sus pies, y teniéndole cogido de las
rodillas, hablóle en estos términos. -«Señor y rey de Esparta, tened la
bondad de sacar por los dioses a esta infeliz suplicante del cautiverio
y esclavitud en que me veo, gracia con que acabaréis de coronar en mí
ese otro grande beneficio de que me confieso ya deudora a vuestro
imperio, viendo que habéis acabado con unos impíos que ni respetan a
los dioses ni temen a los héroes. Yo, señor, soy una mujer natural de
Coo, hija de Hegetórides y nieta de Antágoras; por fuerza me sacó de
casa un persa, y por fuerza me ha retenido por su concubina. -Concedida
tienes, mujer, la gracia que me pides, respondióle Pausanias,
especialmente siendo verdad, como tú dices, que eres hija del Coo
Hegetórides, uno de mis huéspedes, y el que yo más estimo de cuantos
tengo por aquellos países.» Nada más le dijo por entonces, encargándola
al cuidado de los Eforos que allí estaban; pero la envió después a
Egina, donde ella misma dijo que gustaría ir.
LXXVII. No bien se separó de aquel lugar la desertora, cuando las
tropas de Mantinea, concluida ya la acción, se presentaron en el campo;
y en prueba de lo mucho que sentían su negligencia, confesábanse ellos
mismos merecedores de un buen castigo, que no dejarían de imponerse.
Informados, pues, de que los medos a quienes capitaneaba Artabazo se
habían librado entregándose a la fuga, a pesar de los lacedemonios, que
no convenían en que se les diese caza, fueron con todo persiguiéndoles
hasta la Tesalia; y vueltos a su patria los mismos mantineos, echaron
de ella a sus caudillos, condenándolos al destierro. Después de ellos,
llegaron al mismo campo los soldados de Elea, quienes, muy
apesadumbrados por su descuido, enviaron asimismo desterrados a sus
comandantes, una vez regresados de la expedición a su patria: y esto es
cuanto sucedió con los de Mantinea y con los Eleos.
LXXVIII. Había en Platea entre los soldados de Egina un tal Lampón,
hijo de Pites, uno de los principales de su ciudad; el cual, concebido
un designio singularmente impío, se dirigió a Pausanias, y llegando a
su presencia como para tratar un muy grave negocio, hablóle así:
-«Alégrome mucho de que vos, oh hijo de Cleombroto, hayáis llevado a
cabo la más excelente hazaña del orbe, así por lo grande, como por lo
glorioso de ella. Gracias a los dioses que habiéndoos escogido por
libertador de la Grecia, han querido que fuerais el general más ilustre
de cuantos hasta aquí se vieron. Me tomaré con todo la licencia de
preveniros que falta algo todavía a vuestra empresa. Haciendo lo que os
propondré, elevaréis al más alto punto vuestra gloria, y serviréis
tanto a la Grecia, que con ello lograréis que en el porvenir no se
atreva a ella bárbaro alguno con semejante insolencia y desvergüenza.
Bien sabéis cómo allá en Termópilas, ese Mardonio y aquel otro Jerjes
pusieron en un palo a Leonidas, cortando la cabeza a su cadáver. Si vos
ahora volviereis, pues, el pago al difunto Mardonio, lograréis sin duda
que todos vuestros espartanos y aun los demás griegos todos os colmen
de los mayores elogios; pues empalado por vos Mardonio, quedará bien
vengado vuestro tío Leonidas.» De esta suerte pensaba Lampón con lo que
decía lisonjear y dar gusto a Pausanias; pero éste le respondió en la
siguiente forma:
LXXIX. «Mucho estimo, caro egineta, tu buena voluntad y ese cuidado
que te tomas de mis asuntos, si bien debo decirte que tu consejo no es
el más cuerdo ni atinado. Por la acción que acabo de cumplir, a mí y a
mi patria nos ensalzas hasta las nubes, y con tu aviso nos abates tú
mismo a la mayor ruindad, queriendo nos ensangrentemos contra los
muertos, pretextando que así lograría yo mayor aplauso entre los
griegos con una determinación que más conviene con la ferocidad de los
bárbaros que con la humanidad de los propios griegos, que abominarían
en ellos semejantes desafueros. Yo te protesto que a tal precio ni
quiero los aplausos de tus eginetas ni de los que como tú y como ellos
piensan, contento y satisfecho con agradar a mis espartanos, haciendo
lo que la razón me dicta y hablando en todo según ella me sugiere. Por
lo que a Leonidas mira, ¿te parece, hombre, que así él como los que con
él murieron gloriosamente en Termópilas, están ya poco vengados y
satisfechos con tanta víctima como acabo yo de sacrificarles en esta
matanza de tales y tan numerosos enemigos? Ahora te advierto que tú con
semejantes avisos y sugestiones ni jamás te acerques a mí, ni me hables
palabra en todos los días de tu vida; y puedes al presente dar gracias
al cielo de que este tu aviso no te cueste bien caro.» Dijo, y el
egineta que tal oyó no veía la hora de alejarse de Pausanias.
LXXX. Mandó Pausanias pregonar en el campo que nadie tomase nada del
rico botín, dando orden a sus ilotas de que fueran recogiendo en un
lugar toda la presa. Distribuidos ellos por los reales del persa,
hallaban las tiendas ricamente adornadas con oro y con plata, y en las
tiendas sus camas, las unas doradas y plateadas las otras; hallaban las
tazas, las botellas, los vasos, todo ello de oro; hallaban asimismo en
los carros unos sacos en que se veían vasijas de oro y de plata. Iban
los mismos ilotas despojando a los muertos allí tendidos, quitándoles
los brazaletes, los collares y los alfanjes, piezas todas de oro, sin
hacer caso alguno de los vestidos de varios colores; y valiéndose
entretanto de la ocasión, si bien presentaban todo lo que no les era
posible ocultar, ocultaban sin embargo cuanto podían, vendiéndolo
furtivamente a los eginetas, para quienes esta fue la fuente de sus
grandes riquezas, logrando comprar de los ilotas el oro mismo a peso de
bronce.
LXXXI. Recogido en un montón todo el inmenso botín, desde luego
sacaron aparte la décima, consagrándola a los dioses. De una parte de
ella, ofrecida al dios de Delfos, hicieron aquel trípode de oro
montado sobre un dragón de bronca de tres cabezas, que está allí cerca
del ara; y de otra parte, dedicada al dios de Olimpia, levantaron a
Júpiter un coloso de bronce, de diez codos de altura; de otra tercera
parte, reservada al dios del Istmo, se hizo un Neptuno de bronce, de
siete codos. Lo restante de la presa, después de sacada dicha décima,
se repartió entre los combatientes, según el mérito y dignidad de las
personas, entrando en tal repartimiento las concubinas de los persas,
el oro, la plata, las alhajas, los muebles y los bagajes. Por más que
no hallo quien exprese con qué premio extraordinario se galardonó a los
campeones que más se señalaron en Platea, persuádome con todo de que se
les daría su parte privilegiada. Lo cierto es, que para el general
Pausanias se escogieron y se le dieron aparte diez porciones de cada
ramo del despojo, así en las esclavas como en los caballos, en los
talentos de moneda, en los camellos, y del mismo modo en todos los
demás géneros del botín.
LXXXII. Entonces corre la fama de que pasó un caso notable: dícese
que al huir Jerjes de la Grecia, había dejado su propia recámara para
el servicio de Mardonio. Viendo Pausanias aquel magnífico aparato,
aquella tan rica repostería de vajilla de oro y plata, aquel pabellón
adornado con tantos tapices y colgaduras de diferentes colores, dio
orden a los panaderos, reposteros y cocineros persas de prepararle una
cena al modo que solían prepararla para Mardonio. Habiendo ellos hecho
lo que se les mandaba, dicen que Pasmado entonces Pausanias de ver allí
aquellos lechos de oro y plata de tal suerte cubiertos, aquellas mesas
de oro y plata asimismo, aquella vajilla y aparato de la cena tan
espléndido y brillante, mandó a sus criados que le dispusiesen una cena
a la Lacónica, para hacer mofa y escarnio de la prodigalidad persiana.
Y como la diferencia de cena a cena fuese infinita, Pausanias con la
risa en los labios iba mostrando a los generales griegos llamados al
espectáculo una y otra mesa, hablándoles así al mismo tiempo: «Llamaros
he querido, ilustres griegos, para que vieseis por vuestros ojos la
locura de ese general de los medos, que hecho a vivir con esa profusión
y lujo, ha querido venir a despojar a los Lacones, que tan parca y
miserablemente nos tratamos.» Así se dice que habló Pausanias a los
jefes griegos.
LXXXIII. No obstante de haberse recogido entonces tan grandioso
botín, algunos de los de Platea hallaron después en dichos reales
bolsas y talegos llenos de oro y plata y de otros objetos preciosos.
Cuando aquellos cadáveres estuvieron ya secos y descarnados, al tiempo
que los platenses acarreaban sus huesos a un mismo sitio, observóse una
cosa bien extraña, cual fue, ver una calavera toda sólida, de un solo
hueso y sin costura alguna: ni lo fue menos una quijada allí aparecida,
la que en la parte de arriba y la de abajo, aunque presentaba como
distintos los dientes y las muelas, eran todos, no obstante, de un solo
hueso. También apareció allí un esqueleto de cinco codos.
LXXXIV. El día inmediato después de la batalla es cierto que
desapareció el cadáver de Mardonio; pero no puedo señalar
individualmente quién lo hizo desaparecer de allí. De varios sujetos, y
aun de sujetos de varias naciones, oigo decir que le dieron sepultura,
y bien se que fueron diferentes los que recibieron muchos regalos de
Artontes, hijo de Mardonio, por haber enterrado a su padre. Pero repito
que no he podido con certeza averiguar quién fue puntualmente el que
retiró y sepultó aquel cadáver; bien que se dice mucho que ese tal fue
Dionisofanes, natural de Éfeso. De este modo fue enterrado Mardonio.
LXXXV. Repartida ya la presa cogida en Platea, acudieron los griegos
a dar sepultura a los muertos, cada pueblo de por sí a sus
compatricios. Los lacedemonios, abiertas tres tumbas, enterraron en una
a los sacerdotes (23)
separados de los que no lo habían sido, y en el número de ellos
entraron los sacerdotes Posidonio, Filocion, Amonfareto y Calícrates;
en la otra sepultaron a todos los demás espartanos; y en la tercera a
los ilotas, siendo este mismo el orden de sus sepulturas. Los de Tegea
juntaron en un sepulcro a todos sus muertos; los de Atenas en otro
aparto cubrieron asimismo a los suyos; y los de Egina y Flimito tomaron
igual providencia con sus difuntos, que la caballería beocia había
degollado. Así que los sepulcros de dichas ciudades eran en realidad
sepulcros llenos de cadáveres, al paso que todos los demás monumentos
que en Platea al presente se dejan ver, no son más que unos túmulos
vacíos, que erigieron allí, según oigo decir, las otras ciudades
griegas, corriéndose de que se dijera no haberse hallado sus
respectivas tropas en aquella batalla. Cierto túmulo se muestra allí
sin duda que llaman el de los eginetas, del cual oí contar que diez
años después de la acción, a instancia de los de Egina, fue levantado
por un agente suyo llamado Gleades, hijo de Autodico y natural de
Platea.
LXXXVI. Dada a los muertos sepultura, tomaron los griegos en Platea,
de común acuerdo, la resolución de llevar las armas contra Tebas para
pedir a los tebanos les entregasen los partidarios de los medos,
mayormente los caudillos principales de la facción, que eran
Limegenides y Atagino; y en caso de que se negasen ellos a la entrega,
de no marcharse de allí sin haber tomado dicha plaza a viva fuerza.
Once días después de la famosa batalla, presentándose los griegos
delante de Tebas, la pusieron sitio y pidieron se les entregasen dichos
hombres. Pero viendo que no accedían a ello los tebanos, empezaron a
devastarles el país, y apretando más el sitio, asaltaban la plaza con
más empeño.
LXXXVII. Desde entonces no cesaban los sitiadores de pasarlo todo a
sangre y fuego; de lo cual, movido Limegenides, hizo a sus tebanos este
discurso: -«En vista de que esos griegos que ahí nos cercan, caros
compatricios, se muestran empeñados en continuar el asedio hasta que
tomen por fuerza la ciudad, o que vosotros de grado nos entreguéis y
pongáis en sus manos; sabed, que respecto a nosotros, accedemos a
librar de tanto daño a la Beocia, e impedir que su territorio sufra más
tiempo tantas hostilidades. No más resistencia, paisanos; si ellos para
sacar alguna contribución se valen del pretexto de pedir nuestras
personas, démosles la suma que pidan tomándola del erario común, puesto
que no fuimos nosotros en particular, sino el común de Tebas quien
siguió a los medos. Pero si nos sitian queriendo en realidad apoderarse
de nuestras personas, gustosos convenimos nosotros en presentarnos a
los griegos para debatir con ellos nuestra causa.» Pareció a los
tebanos que decía muy bien Limegenides y que hablaba muy al caso, y
luego despacharon a Pausanias un heraldo, para participar lo que ellos
convenían en entregar los sujetos que les pedía.
LXXXVIII. Ajustado así el negocio por entrambas partes, huyó Atagino
secretamente de la ciudad, y sus hijos fueron entregados a Pausanias,
quien los puso en libertad, diciendo que aquellos niños ninguna culpa
habían tenido en el medismo y parcialidad de su padre. Los otros presos
entregados por los tebanos estaban en la persuasión de que lograrían se
tratara su causa en consejo de guerra, y que podrían en el juicio de
los griegos comprar a fuerza de dinero su absolución y redimir el
castigo. Pausanias, que penetraba sus intentos y sospechaba de los
griegos que se dejarían sobornar, licenció desde luego las tropas
aliadas, y llevando consigo a Corinto los tebanos prisioneros, los
mandó allí ajusticiar.
LXXXIX. Lo que hasta aquí llevo dicho, es lo que hubo en Platea y en
Tebas. Volviendo ahora a Artabazo, hijo de Farnaces, al llegar a los
tesalos huyendo a largas jornadas, recibiéndole éstos con
demostraciones y obras de amigo y huésped, preguntábanle acerca de lo
restante del ejército, ajenos totalmente de lo que en Platea había
sucedido. Artabazo, viendo claramente que si decía la verdad sobre lo
ocurrido en la batalla corría manifiesto peligro de perecer allí mismo
con toda su división, pues sabida la desgracia y ruina del ejército,
claro estaba que todos se levantarían contra él; Artabazo, pues, con
esta consideración, no había ya dado antes noticia del caso a los
focenses, y entonces habló a los tesalos de esta suerte: «Lo que tan
sólo puedo comunicaros, oh ciudadanos, es que paso ahora con esta tropa
hacia la Tracia, comisionado para un negocio importante, y por lo
urgente de él, marcho con la mayor diligencia y prisa que cabe. El
mismo Mardonio, con todo su ejército, siguiendo mis pisadas, está en
víspera ya de llegar a vuestros dominios: bien podéis prepararle el
alojamiento, esmerándoos para con él en todos los obsequios de la
hospitalidad, bien seguros de que en el porvenir no tendréis que
arrepentiros de vuestros leales servicios.» Después de hablarles así,
continuó con la mayor celeridad sus marchas forzadas por la Tesalia y
por la Macedonia, encaminándose directamente hacia la Tracia; y como
quien llevaba realmente muchísima prisa, tomó el camino recto
atravesando por en medio la región. Llegó al cabo a Bizancio, perdida
mucha así a manos de los tracios, quienes al paso iban destrozándola,
como al rigor del hambre y la miseria.
XC. El día mismo en que con derrota completa de los persas se peleó
en Platea, acaeció a los mismos otro destrozo en Micale, lugar de la
Jonia: porque como los griegos, que iban en la armada naval al mando
del lacedemonio Leotiquides, estuvieran de fijo apostados en Delos,
vinieron a ellos desde Samos unos embajadores, enviados por los de
aquella isla, pero a hurto así de los persas como del señor de ella,
Teomestor, hijo de Androdamanto, a quien éstos habían dado el señorío
de Samos. Los enviados, que eran Lampón, hijo de Trasicles, Atenágoras,
de Arquestrátides, y Hegesístrato, de Aristágoras, se presentaron a la
junta de los comandantes griegos, a quienes en nombre de todos hizo
Hegesístrato un largo y muy limado razonamiento en esta sustancia: -Que
los jonios sólo con acercárseles allí los griegos se sublevarían contra
los persas, sin que los bárbaros se atrevieran a hacerles frente, y
tanto mejor si lo intentaban, pues con esto les pondrían por sí mismos
en las manos una presa tan grande, que no sería fácil hallar otra
igual. Después de estas razones, acudiendo a las súplicas, rogábales
que por los dioses comunes quisieran los griegos librarles de la
esclavitud a ellos, también griegos, lo cual les sería facilísimo de
lograr, porque las naves de los bárbaros, de suyo muy pesadas, no eran
capaces de sostener el combate. Concluían, por fin, que si temían
engaño o mala fe en quererles conducir contra el enemigo, prontos
estaban allí en acompañarles como rehenes en sus naves.
XCI. Estando en el mayor calor de la súplica el enviado samio, le
salió Leotiquides con una pregunta no esperada, y le interrumpió la
arenga, ora fuese para procurarse un buen agüero con la respuesta, ora
porque así lo ordenase el cielo sin pretenderlo Leotiquides. -«Hombre,
le pregunta, ¿cómo te llamas y cuál es tu gracia, amigo samio? Llámome,
respondió él, Hegesístrato. -Y yo, replicó luego el lacedemonio, admito
ese buen agüero, con que el cielo me convidó, oh caro samio, en ese tu
nombre de conductor del ejército. Oblígate tú desde luego a
navegar con nosotros y a estipular juntamente con tus compañeros, bajo
la fe del juramento, que los samios están prontos a ser nuestros
aliados.»
XCII. Concluir estas palabras Leotiquides y empezar aquella empresa,
todo fue uno: porque los embajadores samios, interponiendo al instante
la solemnidad del juramento, aseguraron que los de Samos entraban en la
liga con los griegos, y Leotiquides por su parte se dispuso a la
expedición sin pérdida de tiempo, mandando a los demás enviados que
diesen la vuelta a su patria, y que se quedase en la armada
Hegesístrato, cuyo nombre le había parecido de feliz agüero. Así que
los griegos, no detenidos allí más que aquel día, al siguiente se
hicieron a la vela, viendo que los sacrificios salían en extremo
favorables a su buen harúspice y adivino Deifono, hijo de Evenio y
natural de Apolonia (24), la que está en el seno Jonio.
XCIII. Aconteció a dicho Evenio una rara aventura que voy a referir.
En la ciudad de Apolonia hay rebaños consagrados al sol, los cuales de
día van paciendo a las orillas de un río (25)
que, bajando del monte Lacmon, corre por la comarca de Apolonia y
desagua en el mar cerca del puerto Orico: en cuanto a la noche,
escógense ciertos hombres, y éstos los más distinguidos de los vecinos
por sus haberes y nobleza, para que un año cada uno, guarden aquel
ganado, en lo cual se esmeran particularmente por lo mucho que,
conforme a cierto oráculo, cuentan con los mencionados rebaños del sol,
cuyo aprisco viene a ser una cueva apartada y distante de la ciudad.
Sucedió, pues, que Evenio, encargado por su turno de la guarda de aquel
ganado, como en tiempo de la vela se quedase dormido, acometiendo unos
lobos al hato divino, le mataron unas 60 cabezas. Echólo de ver Evenio;
pero selló los labios sin decir palabra a nadie, con ánimo de comprar y
reponer otras tantas cabezas de ganado. El dado estuvo en que no pudo
ocultarse la cosa de manera que no llegase a oídos de los de Apolonia,
quienes llamándole a juicio le condenaron a perder los ojos, por
haberse dormido durante su guardia en vez de velar. Apenas le sacaron
los ojos, cuando vieron que ni sus ganados les daban nuevas crías, ni
las tierras les rendían los mismos frutos que antes; desastres
predichos contra ellos en Dodona y en Delfos. En esta calamidad,
quisieron saber de aquellos profetas cuál era la culpa que causaba la
presente desventura, y se les respondió de parte de los dioses, que por
haber privado inicuamente de la vista al guardián del sacro rebaño,
Evenio; pues los dioses mismos habían sido quienes echaron contra él
aquellos lobos; y que tuvieran bien entendido que no alzarían la mano
del castigo vengando a Evenio, si primero no le daban la satisfacción
que él mismo quisiera aceptar por la injusticia que con él se había
ejecutado; que practicada por los apolonios esta diligencia, iban los
dioses a hacer una merced tal y tan grande a Evenio, que por ella
muchos serían los hombres que le tuvieran por feliz.
XCIV. Los de Apolonia, en vista de los oráculos, que guardaban muy
secretamente, encargaron a ciertos vecinos el negocio de la recompensa
debida a Evenio, y los comisionados se valieron del siguiente medio.
Estando Evenio sentado en su silla, van a visitarle aquellos hombres;
siéntanse a su lado, comienzan a discurrir sobre otros asuntos, y poca
a poco hacen recaer la conversación sobre la compasión que aquella su
desgracia les causaba. Con este artificio continúan su discurso, y le
preguntan qué recompensa aceptaría de los apolonios en caso de que
quisieran éstos satisfacerle la injuria. Evenio, que nada había
penetrado tocante a la respuesta de los oráculos, respondió: que si le
dieran en primer lugar las tierras de unos vecinos, nombrándoles por su
propio nombre, que poseían las dos mejores heredades que había en
Apolonia, y a más de ellas le hiciesen dueño de una casa que sabía ser
la más hermosa de la ciudad, con esto se daría por satisfecho de la
injuria recibida, y depondría totalmente el odio e ira contra los
autores de su desventura. Habiéndose explicado así Evenio, tomándole la
palabra aquellos interlocutores: -«Ahora bien, Evenio, le replicaron,
esa misma satisfacción que pides es la que convienen en darte los
apolonios por haberte sacado los ojos, conforme se lo ordena el
oráculo.» Evenio, informado después por ellos de todo lo sucedido,
llevaba muy a despecho la trampa legal con que se le había sorprendido;
mas sus paisanos, comprando de sus dueños dichas heredades, le dieron
la satisfacción con que antes mostró que estaría contento y satisfecho.
Y para mayor dicha, desde aquel punto penetrado Evenio con el don de
profecía, por el cual llegó a ser muy celebrado.
XCV. Volviendo, pues, a nuestro propósito, hijo del mencionado
Evenio fue Deifono, el que, conducido por los corintios, era adivino en
la armada. Acuérdome de haber oído decir a alguno, que habiéndose
alzado Deifono con el nombre de hijo de Evenio, de quien no lo era en
realidad, se alquiló para vaticinar contra la Grecia (26).
XCVI. Por lo que mira a los griegos de Delos, al ver que les eran
favorables los sacrificios, alzando el ancla se hicieron a la vela para
Samos; y llegados a vista de Calamina, lugar de dicha villa, dieron
allí fondo cerca del Hereo y se disponían a una batalla naval. Mas los
persas, al saber que llegaban los griegos, salieron para el continente
con el resto de la armada que les quedaba, dando al mismo tiempo
permiso a la escuadra fenicia para restituirse a su patria. Nacía esto
de que en sus asambleas habían resuelto dos cosas: una el no entrar en
combate con las naves griegas, por parecerles que no eran
proporcionadas sus fuerzas navales; la otra el refugiarse al continente
con la mira de estar allí cubiertos y sostenidos por el ejército de
tierra, que se hallaba en Micale; porque es de saber que por orden de
Jerjes habían sido dejados allí 60.000 hombres, que sirvieran de
guarnición en la Jonia, bajo el mando del general Tigranes, el más
sobresaliente de todos los persas en el talle y gallardía de su
persona. Hacia dicho ejército, pues, habían determinado retirarse los
jefes de la armada naval, sacadas a tierra sus naves, defendidas allí
con buenas trincheras, que les sirvieran a ellas de baluarte y a ellos
de refugio y retirada contra el enemigo.
XCVII. Hechos, pues, a la vela con esta resolución, llegaron los persas cerca del templo de las Potnias (27),
entre Geson y Scolopoente, lugares de Micale, en cuyas vecindades
erigió aquel templo, en honor de Céres Eleusina, Filistio, hijo de
Pasicles, cuando pasó a la fundación de Mileto en compañía de Niles,
hijo de Codro. Habiendo, pues, aportado a este sitio, sacaron a tierra
sus naves y las encerraron dentro de un vallado que formaron con piedra
y fagina, y con los troncos de los árboles frutales cortados en
aquellas cercanías, alzando a más de esto alrededor de la valla una
fuerte estacada. Tales eran los pertrechos con que se disponían, así
para resistir sitiados, como para vencer salidos de sus trincheras,
pues así pensaban poder pelear con distintas posiciones.
XCVIII. Al saber los griegos que los bárbaros habían pasado el
continente, fue mucha la pena que sintieron de que le les hubiesen
escapado, ni acababan de resolver consigo si volverían atrás o se
adelantarían hasta el Helesponto; pero al fin parecióles bien no hacer
uno ni otro, sino darse a la vela para el continente. Con esto,
prevenidos de escalas y de los demás pertrechos para una batalla naval,
salen para Micale. Cuando estuvieron cerca ya del campamento de las
naves enemigas, viendo que nadie las botaba al agua para salirles al
encuentro, y antes bien todas se quedaban encerradas dentro del
vallado, observando al mismo tiempo que mucha tropa de tierra estaba
apostada por toda aquella playa, lo primero que hizo entonces
Leotiquides fue ir pasando por delante del enemigo, costeando en su
nave la tierra lo más cerca posible, y hacer que su pregonero hablase
en estos términos a los jonios: -«Amigos jonios, cuantos estáis al
alcance de mi voz, estad todos atentos a lo que voy a deciros, pues
bien veis que nada penetrarán los persas de lo que preveniros quiero.
Encárgoos, pues, que al cerrar nosotros con el enemigo tengáis presente
vuestra libertad y la de todos los griegos; esto sea lo primero: lo
segundo, os prevengo que no os olvidéis del nombre y seña de Hebe.
Vosotros los que me oís, haced que sepan esto los que no me oyen.» Este
artificio de Leotiquides entrañaba la misma malicia que aquel hecho de
Temístocles en Artemisio, porque una de dos cosas debía resultar de
allí: o bien atraer a los jonios a su partido, en caso que el aviso se
ocultara a los persas; o si no, poner a éstos de mala fe para con
aquellos, si llegaba el trato a noticia de los bárbaros.
XCIX. Después de esta prevención de Leotiquides, lo segundo que
hicieron allí los griegos fue arribar a la playa, saltar a tierra y
formarse luego en orden de batalla. Cuando los persas vieron en tierra
a los griegos dispuestos al combate, informados al mismo tiempo del
soborno intentado con los jonios, tomaron desde luego sus medidas y
precauciones. La primera de ellas fue desarmar a los samios, de quienes
se recelaban como de partidarios de los griegos. Procedía el motivo de
tal sospecha de ver que los samios habían rescatado a todos los
atenienses que, dejados antes en el Ática y cogidos allí por la gente
de Jerjes, habían sido traídos a Samos, y que no contentos con esto los
samios, los habían remitido a Atenas bien provistos de víveres; motivo
por el cual habían dado no poco que sospechar a los persas, redimiendo
hasta quinientas personas enemigas de Jerjes. La segunda precaución
tomáronla los persas mandando a los Milesios que ocupasen aquellos
desfiladeros que llevan hasta la cumbre de Micale, con el pretexto de
ser la gente más perita en aquellos pasos; pero con la verdadera mira
de hacer que no se hallasen mezclados en su ejército. Por estos medios
procuraron prevenirse los persas contra aquellos jonios de quienes
recelaban que no dejarían pasar la ocasión, si alguna se les ofrecía,
de intentar una novedad. Hecho esto, fueron atrincherándose detrás de
sus gerras o parapeto de mimbres para entrar en acción.
C. Una vez formados los griegos en sus filas, parten sin dilación
hacia el enemigo, al tiempo mismo de ir al choque, y vuela por todo el
campo ligera la fama con una fausta nueva, y deja verse de repente en
la orilla del mar una vara levantada a manera de caduceo. La buena
noticia volaba diciendo que los griegos en Beocia habían vencido al
ejército de Mardonio. Ello es así, que los dioses con varios indicios
suelen hacer patentes los prodigios de que son autores, como se vio
entonces, pues queriendo ellos que el destrozo de los bárbaros en
Micale coincidiese en un mismo día con el ya padecido en Platea,
hicieron que la fama de éste llegase en tal coyuntura, que animase
mucho más y llenara de valor a los griegos para el nuevo peligro, como
en efecto sucedió (28).
CI. Otra particularidad observo en este caso, y es que las dos
batallas de que hablo, se dieron en las vecindades de los templos de
Céres Eleusina, pues según llevo ya notado, la batalla en Platea se
trabó junto a aquel templo, y la que en Micale iba a emprenderse había
de darse cerca de otro que allí había. Y en efecto, concordaba con la
verdad del hecho la fama que allí corrió acerca de la victoria de
Pausanias y de sus griegos, habiendo sucedido bien de mañana la batalla
de Platea, y la de Micale por la tarde de aquel mismo día. Ni tardó de
cierto a saberse la nueva, pues dentro de pocos días se vio clara y
evidentemente que las dos acciones sucedieron en un mismo mes y día (29).
Lo cierto es que los griegos de Micale, antes de que volando les
viniese la fama como para ganar las albricias, estaban muy temerosos y
solícitos, no tanto por su propia causa como por la común de los demás
griegos, siempre con el temor de que cayese al cabo la Grecia toda en
las manos de Mardonio; pero llegada la fausta nueva, iban al combate
con nuevos ánimos y mayor brío. Ni es de extrañar que así los griegos
como los bárbaros mostraran prisa e interés en una contienda cuyo
galardón había de ser en breve el dominio de las islas y del Helesponto.
CII. Iban, pues, los atenienses avanzando por la playa y por la
llanura vecina, con los aliados que se habían formado a su lado,
componiendo como la mitad de la tropa; y los lacedemonios con las demás
tropas ordenadas en el suyo caminaban por unos pasos ásperos y
montañosos. En tanto que venían éstos dando la vuelta, ya el cuerpo de
los atenienses en su ala había cerrado con el enemigo. Los persas,
defendiéndose con ardor mientras duró en pie el parapeto de sus gerras,
en nada llevaban la peor parte del combate; pero después que el ala de
los atenienses y de los aliados unidos, exhortándose unos a otros para
hacer suya la victoria sin dejarla a los lacedemonios, redobló el
ataque con nuevo brío y esfuerzo, empezó luego a mudar de semblante la
acción, rompiendo con ímpetu el parapeto, y dejándose caer
escuadronados y unidos sobre los persas, quienes recibiéndolos a pie
firme y haciendo por bastante tiempo una vigorosa resistencia, se
refugiaron al cabo a sus trincheras. Viéndolos huir, los atenienses,
los corintios, los sicionios y los trecenios, pues estas eran las
tropas reunidas en aquella ala, cada cual por su orden, cargándoles de
cerca en la huida, lograron entrar con ellos dentro de sus reales. Al
ver los bárbaros forzado su campo, no se acordaron ya de hacer más
resistencia, y se entregaron a la fuga, exceptuados los persas propios,
quienes, bien que reducidos a un pequeño número, resistían
valerosamente a los griegos, por más que no cesasen éstos de subir por
las trincheras. Dos generales persas hubieron de salvar la vida
huyendo, y dos la perdieron allí peleando: huyeron los comandantes de
las tropas marinas Artaintes e Itamitres; murieron con las armas en la
mano Mardontes y Tigranes, que era general del ejército de tierra.
CIII. Duraba todavía la resistencia que hacían los persas, cuando
llegó un cuerpo de los lacedemonios y demás aliados, que ayudó a acabar
con todos los enemigos. No fueron pocos los griegos que murieron en la
acción, entre quienes se contaron muchos sicionios; con su jefe
Perilao. Por lo que mira a los samios alistados en aquel ejército medo
y desarmados en el campo, apenas vieron al principiar el combate varia
y fluctuante la victoria, hicieron cuanto les fue posible por su parte
para ayudar a los griegos, y siguiendo los demás jonios el ejemplo que
empezaban a darles los samios, sublevados también, volvieron sus armas
contra los bárbaros.
CIV. Habían los persas, como dije antes, apostado en los
desfiladeros y sendas del monte a los Milesios, con orden de guardarles
aquellos pasos con el objeto de que en caso de tener mal éxito la
acción, como en efecto tuvo, sirviéndoles de guías los Milesios, les
condujesen salvos a las eminencias de Micale, pues a este fin, no menos
que con el de precaver que no intentasen novedad alguna incorporados en
el ejército, les habían destacado allí los persas. Pero los Milesios
obraban en todo al revés de lo que se había ordenado, pues no sólo
guiaban por las sendas que iban a dar con el enemigo a los que
pretendían huir por la parte opuesta, sino que al fin fueron ellos
mismos los que mayor carnicería hicieron en los bárbaros. De este modo
se levantó de nuevo la Jonia contra el persa.
CV. En esta batalla, los griegos que mejor se portaron fueron los
atenienses, y entre éstos se distinguió más que otro alguno un atleta
célebre en el pancracio (30),
llamado Hermolico, hijo de Eulino. Este mismo campeón, en la guerra que
después se hicieron entre sí atenienses y caristios, tuvo la desgracia
de morir peleando en Cirno, lugar del territorio Caristio, y fue
sepultado en Genesto. Después de los atenienses merecieron mucho
aplauso los corintios, los trecenios y los sicionios.
CVI. Luego que los griegos hubieron acabado con casi todos aquellos
bárbaros, muertos unos en la batalla y otros en la fuga, trasladaron a
la playa los despojos, entre los cuales no dejaron de hallar bastantes
tesoros, y luego pegaron fuego a las naves, juntamente trincheras, y
reducidas a ceniza trincheras y naves, hiciéronse a la vela. Vueltos ya
a Samos, entraron en consejo los griegos acerca de la trasplantación de
las ciudades jonias, deliberando si sería oportuno dejar despoblada la
Jonia al arbitrio de los bárbaros, y en tal caso en qué regiones de la
Grecia, que fuesen de su dominio, sería conveniente dar asiento a los
jonios. Movíales a esto el ver por una parte que era imposible a los
griegos el proteger de continuo a los jonios con una guarnición fija, y
por otra el considerar que los jonios, no estando protegidos
continuamente por un destacamento, no podrían lisonjearse de no pagar
bien cara la sublevación contra los persas. Eran, pues, de parecer en
la consulta los principales entre los peloponesios, que convenía
desocupar los emporios de aquellos griegos que habían seguido al medo,
y darlos con sus territorios a los jonios para su habitación. Mas
parecíales a los atenienses que de ningún modo convenía desamparar la
Jonia con semejante deserción, y que no tocaba a los del Peloponeso
disponer de los colonos propios de Atenas; ni los Peloponosios
mostraron dificultad en ceder a este voto contrario. Dejado este punto,
entraron a concluir un tratado de alianza con los samios, con los de
Quío, con los lesbios y con los demás isleños que seguían las banderas
griegas, obligándose con la fe mutua de un solemne juramento a que
firmes en la confederación mantendrían lo prometido. Concluido ya el
tratado, y creídos de que hallarían todavía formado el puente de
barcas, hiciéronse a la vela para romperlo.
CVII. Seguían, pues, los griegos el rumbo del Helesponto; pero los
bárbaros que habían podido refugiarse en las alturas de Micale, bien
que pocos fueron los que en ellas se salvaron, daban entretanto la
vuelta hacia Sardes. Sucedió en el camino, que el príncipe Masistes,
hijo de Darío, que se había hallado presente a la completa derrota del
ejército, empezó a cargar de oprobios al general Atraintes, y entre
otras injurias le echó en rostro que era más ruin y cobarde que una
mujer, no obstante sus insignias y supremo mando; que no había para él
castigo bastante digno del daño que a la real casa acababa de hacer. Y
es de notar que entre los persas, tratarlo a uno de mujer, se tiene por
la mayor de las infamias. Atraintes, que tal nube de baldones y
oprobios se vio encima, no pudiendo sufrirlo en paciencia, echa mano al
alfanje medo en ademán de descargar un golpe mortal contra Masistes. En
el acto de acometer, velo Xenágoras, hijo de Proxilao, natural de
Alicarnaso, y ganándole la acción por las espaldas, le agarra de la
cintura y lo tira de cabeza en el suelo, dando lugar a que acudieran
entretanto los alabarderos de Masistes. En recompensa de esta acción,
con la cual ganó Xenágoras la gracia de Masistes, juntamente con la de
Jerjes, a cuyo hermano salvó la vida, le dio el rey el mando de toda la
Cilicia. Fuera de este hecho, nada de consideración sucedió en todo
aquel viaje hasta Sardes. Hallábase entonces el rey en Sardes, donde se
había mantenido desde que llegó allí huyendo de Atenas, perdida la
batalla naval de Salamina.
CVIII. Manteniéndose allí Jerjes, hallábase sumamente prendado del
amor que había concebido hacia la esposa de Masistes, la cual en
aquella sazón se hallaba asimismo en Sardes. Viendo, pues, el rey que
no podía buenamente atraerla a sus deseos, por más que la requebrase, y
no queriendo rendirla a su pasión por medios violentos en atención y
respeto a su hermano Masistes, cuya consideración alentaba la
resistencia de la mujer, bien persuadida de que no usaría con ella de
la fuerza, entonces fue cuando no hallando camino alguno para lograr su
intento, se valió de este artificio: Manda casarse a un hijo suyo,
llamado Darío, con una princesa hija de Masistes y de la dama de quien
estaba Jerjes enamorado, creyendo que así le sería fácil llevar a cabo
sus designios. hecho el ajuste y celebradas con solemne pompa las
bodas, pasa Jerjes a Susa, en donde llama a su palacio a la princesa
novia, para que en él viva con su hijo Darío. Mudó entonces de objeto
el amor, y en vez de la madre empezó Jerjes a requebrar a la hija,
dejando de querer a la esposa de Masistes su hermano, por querer
sobrado a la de Darío su hijo, a la princesa Artainta, que tal era su
nombre.
CIX. Andando el tiempo, vino por fin a descubrirse el incesto.
Amestris, la reina o esposa principal de Jerjes, quiso regalarle un
manto real que había ella misma tejido de varios colores, pieza
magnífica y digna de verse. Ufano Jerjes con su nuevo manto, se
presenta vestido con él a su Artainta, y contento de la buena acogida
que ella le hizo, dícele que le pida la merced que quisiere, cierta de
que en atención a sus obsequios nada le negará de cuanto le pida.
Dispone la suerte adversa, que preparaba una gran catástrofe a toda
aquella familia, que Artainta le replique con esta pregunta: -«¿De
veras, señor? ¿puedo contar absolutamente con vuestra promesa?» Jerjes,
que nada preveía menos, como objeto de esta petición, que lo que ella
pensaba pedirle, confirmó su promesa con un juramento. Con esto
Artainta se abalanza atrevida y le pide aquel manto, entonces Jerjes no
hacía sino buscar excusas, no por otro fin sino porque Amestris,
recelosa ya anteriormente de aquel trato, no averiguase claramente lo
que pasaba. Entonces era el darle ciudades, el darle montes de oro, el
entregar a su único mando un ejército, siendo entre los persas muy
singular favor el ceder a uno dicho mando. Pero todo en vano; ella
instaba por su manto, y Jerjes se lo dio al cabo; y sumamente alegre y
engreída con aquella gala, púsosela luego, haciendo ostentación de ella.
CX. Llega a oídos de Amestris que su manto paraba en, poder de la
otra; infórmase de lo que había pasado, y convierte su odio y encono no
contra la joven Artainta, sino contra su madre, persuadiéndose de que
la culpa estaba en la madre encubridora y autora de lo que hacía la
hija; y deseosa de vengarse, comienza a maquinar la muerte a la esposa
de Masistes. A este fin espera a que llegue el solemne día en que el
rey, su marido, debía dar un convite regio, que una vez al año
acostumbraba a celebrarse en el día de cumpleaños del monarca, día en
que éste se adorna y corona la cabeza y hace regalos a los persas (31). En idioma persa llámase este convite Ticta, y en griego la corresponde Teleya,
convite perfecto o grande. Llegado, pues, el día de cumpleaños, pidió
Amestris a Jerjes una gracia, y fue que le entregase la mujer de
Masistes a toda su voluntad y discreción. Llevó Jerjes a mal una
petición tan malvada e indecorosa, parte por ver que se le pedía la
mujer de su mismo hermano, parte por saber cuán inocente estaba ella en
aquel asunto, comprendiendo muy bien el motivo del resentimiento por el
cual Amestris se la pedía.
CXI. No obstante todo esto, vencido al fin de las instancias de la
reina y como forzado por la costumbre, que no permitía negar gracia
alguna que al rey se pidiera en aquel regio aniversario, concédele la
merced, bien que muy a pesar suyo, y entregándole la citada mujer, le
dice que obre con ella como gustare. Llama después a su hermano
Masistes y le habla en estos términos: -«Masistes, a mas de ser tú hijo
de Darío y con esto mi buen hermano, bien sé que eres un hombre de
mucho mérito y valor, lo que me mueve a ordenarte que despidas de tu
compañía a esa mujer que ahora tienes, y tomes por mujer a una hija mía
con quien adelante vivas, pues por tal te la doy desde ahora. En suma,
no me parece bien que cohabites más con esa tu mujer.» Sorprendido
Masistes con una orden tan no esperada, replicóle así: -«Pero, señor,
¿qué significa esa pretensión vuestra tan fuera de razón? ¿Cómo así,
señor, que me mandáis dejar a mi esposa, de quien he tenido tres hijos
y otras hijas más, de quienes una es la princesa que vos mismo dísteis
por esposa al príncipe, vuestro hijo, y esto cuando yo la quiero y amo
muy de corazón? ¿Queréis que echada ella de mi lecho me case yo con una
hija vuestra? En esto, bien que me hagáis un particular honor
teniéndome por digno marido de vuestra hija, me permitiréis con todo
que os hable con franqueza que ni una ni otra cosa me conviene. No
queráis vos precisarme a ello con vuestras instancias; marido se
presentará para vuestra hija mejor o tan bueno como yo; dejadme a mí
continuar en ser esposo de mi actual consorte.» Irritado Jerjes de
oíruna respuesta libre y honrada: -«¿Sabes, lo replica, lo que lograrás
con tu resistencia, desconocido Masistes? Ni yo te daré por esposa a mi
hija, ni tú serás por más tiempo marido de esa tu mujer, para que
aprendas a agradecer los favores que hacerte quiera tu soberano.» Al
oír Masistes la amenaza, salióse luego no diciendo más palabras que
estas: -«Señor, ¡vivo yo todavía, y vos no me mandáis morir!»
CXII. Amestris, en el intervalo en que hablaba Jerjes con su
hermano, habiendo llamado a los alabarderos del rey, hace en la mujer
de Masistes la más horrorosa carnicería. Córtale a la infeliz los
pechos, y manda arrojarlos a los perros; córtale después la nariz,
luego las orejas y los labios; la lengua también se la saca y corta; y
así desfigurada y perdida la envía a su casa (32).
CXIII. Masistes, que nada sabía de esto todavía y que por momentos
temía algún desastre fatal en su misma persona, iba a su casa
corriendo. Al entrar en ella, hállase con el espectáculo de su esposa
destrozada; llama al punto a sus hijos, y de común acuerdo parte luego
con ellos y con alguna gente para Bactras, con ánimo resuelto de
sublevar aquella provincia y de hacer al rey cuanto daño pudiera; lo
que, según me persuado, hubiera sin falta sucedido, si hubiese llegado
a juntarse con los bactrianos y con los sacas antes de que se lo
impidiera el mismo rey, siendo gobernador de aquellas naciones que le
amaban muy de veras. Pero prevenido Jerjes de los designios de
Masistes, despachó un cuerpo de sus soldados, los cuales alcanzándole
en el camino, acabaron con él, con sus hijos y con las tropas que
consigo llevaba. Basta lo dicho sobre los amores de Jerjes y la muerte
desastrosa de Masistes.
CXIV. Volviendo a los griegos, emprendieron, luego de concluida la
jornada de Micale, la navegación al Helesponto, en la que a causa de
los vientos contrarios les fue preciso dar fondo en las cercanías de
Lecto (33). De aquí pasaron
a Ábidos, donde hallaron sueltas ya las barcas que todavía flotaban
trabadas en forma de puente, razón por la cual habían dirigido su rumbo
al Helesponto. Allí en sus consejos de guerra Leotiquides con sus
peloponesios opinaba por su vuelta hacia Grecia; pero el comandante
Jantipo con los atenienses era de parecer que, permaneciendo allí,
invadieran el Quersoneso. Paró la disidencia en que los del Peloponeso
se hicieran a la vela para su tierra, y los atenienses, pasando de
Ábidos al Quersoneso, pusieron sitio a la plaza de Sesto.
CXV. Apenas corrió la voz de que los griegos querían acometer al
Quersoneso, refugiáronse los persas en las ciudades vecinas a la plaza
de Sesto, como a la más fuerte de cuantas había alrededor, y entre
ellos pasó allá un personaje principal llamado Oebazo, quien desde la
ciudad de Cardia había hecho acarrear a la misma fortaleza toda la
armazón y aparejo del ya deshecho puente. Defendían dicha plaza los
naturales del país, que eran unos colonos eolios, juntamente con los
persas y con otros muchos aliados.
CXVI. El gobernador por Jerjes en esta provincia era el persa
Artaictes, hombre audaz, malvado y ruin, quien con dolo y artificio
había quitado al rey, al tiempo que iba contra Atenas, los tesoros y
riquezas del héroe Protesilao, hijo de Ificlo, y se los había apropiado
sacándolos de Eleunte en esta forma: Existe en Eleunte, ciudad del
Quersoneso, el sepulcro de Protesilao, y alrededor de este monumento un
bosque y recinto sagrado, en cuyo santuario había mucha riqueza, mucha
urna de oro y de plata, mucha pieza de bronce, mucho vestido precioso y
muchos otros donativos. Todos los saqueó, pues, Artaictes con su
astucia, haciéndole merced al mismo rey, a quien él engañó
maliciosamente con cierta súplica que en estos términos le hizo:
-«Señor, le dice, aquí está la casa de cierto griego, el cual en una
expedición que contra vuestros dominios hacía pagó con la vida la pena
de su maldad. Os suplico por tanto, que me hagáis la gracia de darme su
casa para el que escarmienten todos y nadie se atreva en adelante a
infestar vuestros estados.» Con tal artificio concebía la demanda,
viendo que así obtendría fácilmente la gracia del rey, el cual estaba
lejos de maliciar nada de lo que él pretendía conseguir; y en cuanto a
la imputación de haber hecho la guerra Protesilao en los dominios del
rey, aludía con malicia a la pretensión de los persas, que quieren sea
toda el Asia suya y del soberano que en todo tiempo entre ellos reinase (34).
Una vez concedida la gracia, lo primero que hizo Artaictes fue pasar de
Eleunte a Sesto todos aquellos tesoros, desmontar el bosque, sembrar y
cultivar el recinto sagrado: y no se contentó con esto, sino que de
allí en adelante, cuantas veces tocaba en Eleunte, otras tantas en el
mismo santuario de Protesilao abusaba de alguna mujer. Artaictes era,
pues, el que se hallaba a la sazón sitiado por los atenienses, sin
provisiones para sufrir el asedio, y sin que antes hubiese esperado
allí a los griegos, los cuales se habían echado de improviso sobre
aquella provincia.
CXVII. Viendo los atenienses ocupados en el sitio que iba
acercándose ya el otoño, pesarosos de hallarse lejos de sus casas y
descontentos de no poder tomar la fortaleza, instaban a sus jefes por
la vuelta y retirada a su patria. Pero como éstos les desengañasen
diciendo no tenían que pensar en volver si no rendían primero la plaza,
o no eran llamados por la república, aquietáronse al cabo con la
respuesta, determinados a pasar por todo.
CXVIII. Hallábanse entretanto los sitiados tan acosados del hambre,
que habían llegado ya al extremo de cocer para su alimento las correas
de sus camillas y lechos; pero como poco después aun este sustento les
faltase, los persas, aprovechándose de las tinieblas de la noche,
salieron ocultamente de la ciudad con Artaictes y Eobazo, descolgándose
por las espaldas de la fortaleza, que era el puesto menos guardado y
cubierto por los enemigos. Apenas amaneció cuando los naturales del
Quersoneso, dando desde las torres aviso a los atenienses de lo
sucedido, les abrieron las puertas de la ciudad, con lo cual la mayor
parte de los sitiadores siguió los alcances de los que huían, y los
demás se apoderaron de la plaza.
CXIX. Los tracios que llaman Apsintios, habiendo cogido a Eobazo que
huía por la Tracia, la sacrificaron conforme a su rito particular a
Plistoro, su dios nacional, dando a los demás de la comitiva otro
género de muerte: Artaictes con los suyos, que no eran muchos, habiendo
tardado algo más en salir de la plaza, fue alcanzado poco más allá de
las corrientes de un río que llaman de la Cabra (35),
donde después de un buen rato de resistencia, en que algunos de sus
compañeros murieron, fue con los otros hecho prisionero, y con él un
hijo suyo, que fueron reducidos a prisión en Sesto por los griegos.
CXX. Sucedió entonces, según refieren los vecinos del Quersoneso, un
raro prodigio a uno de los que guardaban dichos prisioneros, pues al
tiempo que sobre las brasas estaba asando no sé qué pez salado, saltó
éste de repente en el fuego, y se puso a palpitar como suelen hacerlo
los peces recién sacados del agua. Los demás guardias que cerca de él
estaban, se quedaron admirados al verlo; pero Artaictes apenas reparó
en el prodigio, encarándose con el soldado que asaba aquellos peces, le
habló en estos términos: -«Nada tienes que extrañar, amigo ateniense,
ese portento, que por cierto no habla contigo; «con él quiere
significarme el dios de Elounte Protesilao, que aun después de muerto y
disecado tiene virtud y poder conferido por los dioses para vengarse de
quien le agraviare. Confieso que le tengo ofendido; pero pronto estoy
para la enmienda: me ofrezco a pagar a este buen dios cien talentos en
recompensa de las riquezas que le quité, y prometo a los atenienses por
el rescate mío y el de mi hijo doscientos más si nos ponen en libertad.
Así habló Artaictes, pero con tantas promesas no pudo aplacar al
general Jantipo, ya porque le instaban los vecinos de Eleunte que
vengase a su Protesilao con el suplicio del sacrílego prisionero, ya
porque juzgaba por sí mismo que así debía ejecutarlo con aquel malvado.
Llevándole, pues, desde la cárcel a la misma orilla del mar, donde
Jerjes había construido el famoso puente, o como dicen otros,
subiéndole a un cerro que cae sobre la ciudad de Madito, le empaló allí
en un madero clavado en el suelo, habiendo hecho morir a pedradas al
hijo a la vista del mismo Artaictes.
CXXI. Hecho esto y cargadas las naves con el rico botín, y también
con la armazón y pertrechos del puente de Jerjes, que destinaban por
ofrendas a los templos de la patria, hiciéronse los atenienses a la
vela para Grecia. Y con esto concluyeron las hazañas de aquel año.
CXXII. Y ya que hablé del empalado Artaictes, quiero mencionar un
arbitrio que propuso a los persas su abuelo paterno Artembares, de cuyo
arbitrio dieron cuenta a Ciro, referido en estos términos: -«Ya que el
dios Júpiter da a los persas el imperio y a ti, oh Ciro, arruinado el
poderío de Astiages, te concede particularmente el mando con
preferencia a todos los hombres, ¿qué hacemos nosotros que no salimos
de nuestro corto y áspero país para trasladarnos a otra tierra
preferible? A nuestra disposición tenemos muchas provincias vecinas, y
muchas otras distantes, mejores todas que nuestro suelo, y está puesto
en razón que las mejores sean para los que tienen el dominio. ¿Y qué
ocasión lograremos más oportuna para hacerlo que la que tenemos al
presente, cuando nos hallamos mandando a tantas naciones y al Asia
toda?» Ciro, habiendo escuchado el discurso, sin mostrar que extrañaba
el proyecto, aconsejó a los persas que lo hicieran muy en hora buena;
pero les avisó al mismo tiempo que se dispusiesen, desde el punto que
tal hicieran, a no mandar más, sino a ser por otros mandados; que
efecto natural de un clima delicioso era el criar a los hombres
delicados, no hallándose en el mundo tierra alguna que produzca al
mismo tiempo frutos regalados y valientes guerreros. Adoptaron luego
los persas la opinión de Ciro, y corrigiendo la suya propia,
desistieron de sus intentos, prefiriendo vivir mandando en un país
áspero, que ser mandados disfrutando del más delicioso paraíso.
(35) Llámase en griego este río Egos Potamos, célebre despues en la guerra del Peloponeso por la batalla de los Atenienses contra los Lacedemonios.
(36) Pentatlón estaba compuesto de: carrera de estadio, salto de longitud, lanzamiento de disco, lanzamiento de jabalina, y lucha.