Prologuillo remanso XXVIII paseo LVII
el otoño LXXXV el burro viejo CXIII
platero I idilio de abril XXIX los gallos LVIII el perro atado LXXXVI el alba CXIV
mariposas blancas II el canario vuela XXX

anochecer LIX

la tortuga griega LXXXVII florecillas CXV
juegos del anochecer III el demonio XXXI el sello LX tarde de octubre LXXXVIII navidad CXVI
el eclipse IV libertad XXXII la perra parida LXI Antonia LXXXIX la calle de la ribera CXVII
escalofrio V los húngaros XXXIII ella y nosotros LXII el racimo olvidado XC el invierno CXVIII
La miga VI la novia XXXIV gorriones LXIII almirante XCI leche de burra CXIX
el loco VII la sanguijuela XXXV frasco Vélez LXIV viñeta XCII noche pura CXX
el judas VIII Las tres viejas XXXVIV el verano LXV la escama XCIII la corona de perejil CXXI
las brevas IX la carretilla XXXVII fuego en los montes LXVI pinito XCIV los reyes magos CXXII
angelus X el pan  XXXVIII el arroyo LXVII el río XCV mons-urium CXXIII
el moridero XI Aglae XXXIX domingo LXVIII la granada XCVI el vino CXXIV
la púa XII el pino de la corona XL el canto del grillo LXIX el cementerio viejo XCVII la fábula CXXV
golondrinas XIII Darbón XLI
los toros LXX Lipiani XCVIII carnaval CXXVI
la cuadra XIV el niño y el agua XLII
tormenta LXXI el castillo XCIX León CXXVII
el potro castrado XV amistad XLIII
vendimia LXXII la plaza vieja de toros C el molino de viento CXXVIII
la casa de enfrente XVI la arrulladora XLIV
nocturno LXXIII el eco CI la torre CXXIX
el niño tonto XVII la tísica XLVI
sarito LXXIV susto CII los burros del arenero CXXX
la fantasma XVIII el rocío XLVII
última siesta LXXV la fuente vieja CIII madrigal CXXXI
paisaje grana XIX Ronsard XLVIII
los fuegos LXXVI camino CIV la muerte CXXXII
el loro XX el tío de las vistas XLIX
El vergel LXXVII piñones CV nostalgia CXXXIII
la azotea XXI la flor del camino L
la luna LXXVIII el toro huido CVI el borriquete CXXXIV
retorno XXII lord LI
alegría LXXIX idilio de noviembre CVII melancolía CXXXV
la verja cerrada XXIII el pozo LII
pasan los patos LXXX la yegua blanca CVIII a Platero en el cielo de Moguer CXXXVI
don José el cura XXIV albérchigos LIII
la niña chica LXXXI cencerrada CIX Platero de cartón CXXXVII
la primavera XXV la coz LIV
el pastor LXXXI los gitanos CX a Platero, en su tierra CXXXVIII
el aljibe XXVI asnografía LV
el canario se muere LXXXIII la llama CXI  
el perro sarnoso XXVII corpus LVI
la colina LXXXIV convalecencia CXII  

 

PLATERO Y

YO

A la memoria de AGUEDILLA,

la pobre loca de la calle del Sol

que me mandaba moras y claveles.

 

Prologuillo

Suele creerse que yo escribí Platero y yo para los niños, que es un libro para niños. 

No. En 1913, "La Lectura", que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idilicas para su "Biblioteca Juventud". Entonces, alterando la idea momentáneamente, escribí este prólogo:

ADVERTENCIA A LOS HOMBRES QUE LEAN ESTE LIBRO PARA NIÑOS

Este breve libro, en donde la legría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡ qué sé yo para quién ! ...para quien escribimos los poetas líricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡ Qué bien !

"Dondequiera que haya niños - dice Novalis- , existe una edad de oro." Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca. ¡ Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y , a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer ! Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.

 

I - PLATERO  
 

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negros.

Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas...

Lo llamo dulcemente: "¿ Platero ?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra.

Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

- Tien'asero...

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

 

 

II - MARIPOSAS BLANCAS  
 

La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.

- ¿ Ba argo ?

- Vea usted... Mariposas blancas...

El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos...

 

 

 

III - JUEGOS DEL ANOCHECER
 

Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, por la oscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes.


- Mi padre tié un reló e plata.
- Y er mío, un cabayo.
- Y er mío, una ejcopeta.


Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hombre, caballo que llevará a la miseria...
El corro, luego. Entre tanta negrura una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:


Yo soy laaa viudiiitaa
del Condeee de Oree...


... ¡ Sí, sí ! ¡ Cantad, soñad, niños pobres ! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.


- Vamos Platero...

 

 

 

 

 

 

 

IV - EL ECLIPSE

 

 

Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡ Cómo iban trocando blancura las azoteas ! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse. Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancela del patio, por sus cristales granas y azules...

Al ocultarse el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡ Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes !

Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...

 

 

 

 

V - ESCALOFRíO

 

La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamora... Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar... Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa con una nube blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas de marzo... Un olor penetrante a naranjas... Humedad y silencio... La cañada de las Brujas...

- ¡ Platero, qué... frío !

Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote...

Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca llega, del pueblo que se acerca...

 

 

 

 

 

VI - LA MIGA

Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera - el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento - ; más que el médico y el cura de Palos, Platero. Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en  qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo ?

No. Doña Domitila - de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero - , te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover...

No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

 

 

 

 

 

 

VII - EL LOCO

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero

negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura

gris de Platero.

Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas

de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de

los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas,

corren detrás de nosotros, chillando largamente.

- ¡ El loco ! ¡ El loco ! ¡ El loco !

... Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y

puro, de un incendiado añil, mis ojos

- ¡ tan lejos de mis oídos !- se abren noblemente, recibiendo

en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y

divina que vive en el sinfín del horizonte...

Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos,

velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos...

- ¡ El lo... co ! ¡ El Lo... co !

 

 

 

VIII - JUDAS

 

¡ No te asustes, hombre ! ¿ Qué te pasa ? Vamos,

quietecito... Es que están matando a Judas, tonto.

Sí, están matando a Judas. Tenían puesto uno en el

Monturrio, otro en la calle de Enmedio, otro, ahí, en el Pozo del

Concejo. Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural

en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de doblado a

balcón, los sostenía. ¡ Qué grotescas mescolanzas de viejos

sombreros de copa y mangas de mujer, de caretas de ministros y

miriñaques, bajo las estrellas serenas ! Los perros les ladraban sin

irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían pasar bajo

ellos...

Ahora las campanas dicen, Platero, que el velo del altar

mayor se ha roto. No creo que haya quedado escopeta en el

pueblo sin disparar a Judas. Hasta aquí llega el olor de la pólvora.

¡ Otro tiro ! ¡ Otro !

... Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra,

o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada

hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana

del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en una

superposición de vagos y absurdos simulacros primaverales.

 

IX - LAS BREVAS

Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con

las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.

Aún, bajo las grandes higueras centenarios, cuyos troncos

grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus

muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas - que se

pusieron Adán y Eva- atesoraban un fino tejido de perlillas de

rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se

veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más

viva cada vez, los velos incoloros del oriente.

... Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada

higuera. Rociillo cogió conmigo la primera hoja de una, en un

sofoco de risas y palpitaciones. - Toca aquí. Y me ponía mi mano,

con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y

bajaba como una menuda ola prisionera - . Adela apenas sabía

correr, gordinflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué

a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el

asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.

El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con

risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la

frente. Seguimos Rociillo y yo y, más que nunca por la boca,

comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la

nuca, en un griteró agudo y sin tregua, que caía, con las brevas

desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le

dio a Platero, y ya fue él blanco de la locura. Como el infeliz no

podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio

blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una

metralla rápida.

Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el

femenino rendimiento.

 

X - ¡ ÁNGELUS!
 

Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas

azules, rosas, blancas, sin color... Diríase que el cielo se deshace

en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros,

las manos...¿ Qué haré yo con tantas rosas ?

¿ Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no

sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja

dulcemente rosado, blanco y celeste - más rosas, más rosas- ,

como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de

rodillas ?

De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas a

la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se

quedan las rosas en la torre, en el tejado, en los árboles. Mira:

todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más

rosas, más rosas...

Parece, Platero, mientras suena el ángelus, que esta vida

nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro,

más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en

surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya

entre las rosas... Más rosas... Tus ojos, que tú no ves, Platero, y

que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.

 

XI - EL MORIDERO

Tú, si te mueres antes que yo, no irás Platero mío, en el

carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del

camino de los montes, como los otros pobres burros, como los

caballos y los perros que no tienen quien que quiera. No serás,

descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos - tal la

espina de un barco sobre el ocaso grana- , el espectáculo feo de

los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan, en el

coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas

de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se

asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando

salen, las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados

por los pinares.

Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande

y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al

lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las

niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la

soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en

el naranjal y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz

eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verdones

te pondrán, el la salud perenne de la copa, un breve techo de

música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante

de Moguel.

 

XII - LA PÚA

Entrando, en la dehesa de los Caballos, Platero ha

comenzado a cojear. Me he echado al suelo...

- Pero, hombre, ¿ qué te pasa ?

Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada,

mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el

casco la arena ardiente del camino.

Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón,

su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja.

Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como

un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de

Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre al arroyo

de los lirios amarillos, para que el agua corriente la lama, con su

larga lengua pura, la heridilla.

Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él

detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la

espalda.

XIII - GOLONDRINAS

Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha, en su nido gris

del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetado siempre.

Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han

equivocado las pobres golondrinas, como se equivocaron, la

semana pasada, las gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando el

sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la coquetería de

levantarse este año más temprano, pero ha tenido que guardar de

nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo.

¡ Da pena ver marchitarse, en capullo, las rosa vírgenes del

naranja !

Están ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas se las oye,

como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo

curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le

contaban a las flores lo que habían visto en áfrica, sus dos viajes

por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias

de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches

con estrellas ...

No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como

andan las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No se

atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea recta

con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni a

ponerse en los alambres del telégrafo, que el norte hace zumbar,

en su cuadro clásico de carteras, junto a los aisladores blancos... ¡

Se van a morir de frío, Platero !

XIV - LA CUADRA

Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente

rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata

blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo,

vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techo

viejo llueve claras monedas de fuego.

Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a

mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho, anhelando

lamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto del

pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un

lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto, Platero,

que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado

rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.

Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un

momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego,

subiéndome a una piedra, miro al campo.

El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y

en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y

dulce, una campana.

 

XV - EL POTRO CASTRADO

Era negro, con tornasoles granas, verdes y azules, todo de

plata, como los escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevos

rojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, la

castañera de la plaza del Marqués. ¡ Repiqueteo de su trote corto,

cuando de la Friseta de arena, entraba, campeador, por los

adoquines de la calle Nueva ! ¡ Qué ágil, qué nervioso, qué agudo

fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos !

Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más negro

que él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondo

deslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo.

Después, saltando el tronco de pino, umbral de la puerta, invadió

de alegría el corral verde y de estrépito de gallinas, palomos y

gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados los velludos

brazos sobre las camisetas de colores. Lo llevaron bajo la

pimienta. Tras una lucha áspera y breve, cariñosa un punto, ciega

luego, lo tiraron sobre el estiércol y, sentados todos sobre él,

Darbón cumplió su oficio, poniendo un fin a su luctuosa y mágica

hermosura.

Thy unus'd beauty must be tomb'd with thee,

Which used, lives th'executor to be,

- dice Shakespeare a su amigo.

... Quedó el potro, hecho caballo, blando, sudoroso,

extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y tapándolo con una

manta, se lo llevó, lentamente, calle abajo.

¡ Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido ! Iba como

un libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la tierra,

que entre sus herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo

aislaba, dejándolo sin razón, igual que un árbol desarraigado, cual

un recuerdo, en la mañana violenta, entera y redonda de

Primavera.

 

XVI - LA CASA DE ENFRENTE

¡ Qué encanto siempre, Platero, en mi niñez, el de la casa de

enfrente a la mía ! Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de

Arreburra, el aguador, con su corral al sur, dorado siempre de sol,

desde donde yo miraba Huelva, encaramándome en la tapia.

Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija de Arreburra, que

entonces me parecía una mujer y que ahora, ya casada, me

parece como entonces, me daba azamboas y besos... Después,

en la calle Nueva - luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez- , la

casa de don José, el dulcero de Sevilla, que me deslumbraba con

sus botas de cabritilla de oro, que ponía en la pita de su patio

cascarones de huevos, que pintaba de amarillo canario con fajas

de azul marino las puertas de su zaguán, que venía, a veces, a mi

casa, y mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del

olivar... ¡ Cuántas sueños le ha mecido a mi infancia, esa pobre

pimienta que, desde mi balcón, veía yo, llena de gorriones, sobre

el tejado de don José ! - Eran dos pimientas, que no uní nunca:

una, la que veía, copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la

que veía en el corral de don José, desde su tronco...

Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada cambio leve de

cada día o de cada hora, ¡ qué interés, qué atractivo tan

extraordinario, desde mi cancela, desde mi ventana, desde mi

balcón, en el silencio de la calle, el de la casa de enfrente.

 

 

XVII - EL NIÑO TONTO

Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el

niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el

pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no

llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño

alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás.

Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento

negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba un pájaro en el

solitario umbral, y yo me acordé de Curros, padre más que poeta,

que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba por él a la

mariposa gallega:

Volvoreta d'aliñas douradas...

Ahora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que

desde la calle de San José se fue al cielo. Estará sentado en su

sillita, al lado de las rosas únicas, viendo con su ojos, abiertos otra

vez, el dorado pasar de los gloriosos.

 

 

 

XVIII - LA FANTASMA

La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual... Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y pierda entre la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos - el coche de las nueve, las ánimas, el cartero- habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde - el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche- , doblado todo sobre el tejado de alpende... De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios. Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de abajo a arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos... Platero; abajo ya, junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo.

XIX - PAISAJE GRANA

La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por

sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su

esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las

hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman

el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.

Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de

ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas de

carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los

espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por

su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de

sangre.

El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace

extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante, que

vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga

más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es

infinita, pacífica, insondable...

- Anda, Platero...

XX - EL LORO

Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el huerto de

mi amigo, el médico francés, cuando una mujer joven,

desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo, hasta nosotros. Antes

de llegar, avanzando el negro ver angustiado a mí, me había

suplicado:

- Zeñorito: ¿ ejtá ahí eze médico ?

Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que, a cada

instante, jadeando, miraban camino arriba; al fin, varios hombres

que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazador furtivo de esos

que cazan venados en el coto de Doñana. La escopeta, una

absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se le había

reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo. Mi amigo se llegó,

cariñoso, al herido, le levantó unos míseros trapos que le habían

puesto, le lavó la sangre y le fue tocando huesos y músculos. De

vez cuando me decía:

- Ce n'est rien...

Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, a brea, a

pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el poniente rosa, sus

apretados terciopelos de esmeralda. En una lila, lila y verde, el

loro, verde y rojo, iba y venía, curioseándonos con sus ojitos

redondos.

Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimas saltadas;

a veces, dejaba oír un ahogado grito. Y el loro:

- Ce n'est rien...

Mi amigo ponía al herido algodones y vendas...

El pobre hombre:

- ¡ Aaaay !

Y el loro, entre las lilas:

- Ce n'est rien.. Ce n'est rien...

<

XXI - LA AZOTEA

Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes

saber qué honda respiración ensancha el pecho, cuando al salir a

ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en

el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo,

ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo

de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.

¡ Qué encanto el de la azotea ! Las campanas de la torre

están sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón, que

late fuerte; se ven brillar, lejos, en las viñas, los azadones, con una

chispa de plata y sol; se domina todo; las otras azoteas, los

corrales, donde la gente, olvidada, se afana, cada uno en lo suyo -

el sillero, el pintor, el tonelero- ; las manchas de arbolado de los

corralones, con el toro o la cabra; el cementerio, a donde a veces,

llega, pequeñito, apretado y negro, un inadvertido entierro de

tercera; ventanas con una muchacha en camisa que se peina,

descuidada, cantando; el río, con un barco que no acaba de

entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya el cornetín, o

donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las

suyas...

La casa desaparece como un sótano. ¡ Qué extraña, por la

montera de cristales, la vida ordinaria de abajo: las palabras, los

ruidos, el jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero, bebiendo en

el pilón, sin verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o la

tortuga !

 

XXII - RETORNO

Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de

almoraduj; yo, de lirios amarillos.

Caía la tarde de abril. Todo lo que en el poniente había sido

cristal de oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y

luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual

un zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo volvía triste...

Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes

azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto

monumental !. Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos,

y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera, encontraba

en ella un consuelo melancólico.

Retorno... ¿ adónde ?, ¿ de qué ?, ¿ para qué ?... Pero los

lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la

noche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, al

mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor

de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra

solitaria.

- ¡ Alma mía, lirio en la sombra ! - dije. Y pensé, de pronto, en

Platero, que, aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera

mi cuerpo, olvidado.

XXIII - LA VERJA CERRADA

Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo daba la

vuelta por la pared de la calle de San Antonio y me venía a la verja

cerrada que da al campo. Ponía mi cara contra los hierros y

miraba a derecha e izquierda, sacando los ojos ansiosamente,

cuanto mi vista podía alcanzar. De su mismo umbral gastado y

perdido entre ortigas y malvas, una vereda sale y se borra,

bajando, en las Angustias. Y, vallado suyo abajo, va un camino

ancho y hondo por el que nunca pasé...

¡ Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la

verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían ! Era

como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran de lo

demás el espectáculo, para dejarlo solo através de la verja

cerrada... Y se veía la carretera, con su puente y sus álamos de

humo, y el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y los vapores

de Huelva, y, al anochecer, las luces del muelle de Riotinto, y el

eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el morado ocaso

último...

Los bodegueros me decían, riendo, que la verja no tenía

llave... En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento

sin cauce, la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los

campos más maravillosos... Y así como una vez intenté, fiado en

mi pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces,

con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella lo que mi

fantasía mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad...

XXIV - DON JOSÉ, EL CURA

Ya, Platero, va ungido y hablando con miel. Pero la que, en

realidad, es siempre angélica, es su burra, la señora.

Creo que lo viste un día en su huerta, calzones de marinero,

sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a los chiquillos que

le robaban las naranjas. Mil veces has mirado, los viernes, al

pobre Baltasar, su casero, arrastrando por los caminos la

quebradura, que parece el globo del circo, hasta el pueblo, para

vender sus míseras escobas o para rezar con los pobres por los

muertos de los ricos...

Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus

juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al

menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí

cada cosa... El árbol, el terrón, el agua, el viento, la candela, todo

esto tan gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro, tan vivo, parece

que son para él ejemplo de desorden, de dureza, de frialdad, de

violencia, de ruina. Cada día, las piedras todas del huerto reposan

la noche en otro sitio, disparadas, en furiosa hostilidad, contra

pájaros y lavanderas, niños y flores.

A la oración, se trueca todo. El silencio de don José se oye

en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo y sombrero de

teja, y casi sin mirada, entra en el pueblo oscuro, sobre su burra

lenta, como Jesús en la muerte...

XXV - LA PRIMAVERA

¡ Ay, qué relumbres y olores!

¡ Ay, cómo rien los prados!

¡ Ay, qué alboradas se oyen!

Romance Popular

En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada

chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo,

desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la

ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los

pájaros.

Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡ Libre

concierto de picos, fresco y sin fin ! La golondrina riza, caprichosa,

su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de

fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro; el chamariz

ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en el pino

grande, los gorriones discuten desaforadamente.

¡ Cómo está la mañana ! El sol pone en la tierra su alegría de

plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes,

entre las flores, por la casa - ya dentro, ya fuera- , en el manantial.

por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un

hervidero de vida sana y nueva.

Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz,

que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida.

XXVI - EL ALJIBE

Míralo; está lleno de las ultimas lluvias, Platero. No tiene eco,

ni se ve, allá en su fondo, como cuando está bajo, el mirador con

sol, joya policroma tras los cristales amarillos y azules de la

montera.

Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo sí; bajé cuando

lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, y luego un

cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela que llevaba se me

apagó y una salamandra se me puso en la mano. Dos fríos

terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se

cruzaran como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo

está socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande

es el del patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del

Castillo. El mejor es éste de mi casa que, como ves, tiene el brocal

esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de

la Iglesia va hasta la viña de los Puntales y allí se abre al campo,

junto al río. La que sale del Hospital nadie se ha atrevido a

seguirla del todo, porque no acaba nunca...

Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia, en

que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda que caía,

de la azotea, en el aljibe... Luego, a la mañana, íbamos, locos, a

ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba hasta la

boca, como está hoy, ¡ qué asombro, qué gritos, qué admiración !

... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta agua

pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vez Villegas,

el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado ya del coñac y

del aguardiente...

XXVII - EL PERRO SARNOSO

Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El

pobre andaba siempre huido, acostumbrado a los gritos y a las

pedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba

otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo.

Aquella tarde, llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el

guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la

escopeta, disparó contra él. No tuvo tiempo de evitarlo. El mísero,

con el tiro el las entrañas, giró vertiginosamente un momento, en

un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo un acacia.

Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana,

temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. El guarda,

arrepentido quizás, daba largas razones no sabía a quién,

indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un

velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo

pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado.

Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban, más

reciamente cada vez hacia la tormenta, en el hondo silencio

aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el

perro muerto.

XXVIII - REMANSO

Espérate, Platero... O pace un rato en ese prado tierno, si lo

prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso bello, que no veo

hace tanto años...

Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra la

honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste frescura de la

orilla contemplan extasiados... Son escaleras de terciopelo,

bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos los

aspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a la

desbordada imaginación de un pintor interno; jardines venustianos

que hubiera creado la melancolía permanente de una ruina loca

de grandes ojos verdes; palacios en ruinas, como aquel que vi en

aquel mar de la tarde, cuando el sol poniente hería, oblicuo, el

agua baja... Y más, y más, y más; cuanto el sueño más difícil

pudiera robar, tirando a la belleza fugitiva de su túnica infinita, al

cuadro recordado de una hora de primavera con dolor, en un

jardín de olvido que no existiera del todo... Todo pequeñito, pero

inmenso, porque parece distante; clave de sensaciones

innumerables, tesoro del mago más viejo de la fiebre...

Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me lo

sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosas

exuberancias detenidas... Cuando el amor humano lo hirió,

abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, hasta dejarlo

puro, limpio y fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la

más abierta dorada y caliente hora de abril.

A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me lo trae a

su remanso de antes, verde y solitario, y allí lo deja encantado,

fuera de él, respondiendo a las llamadas claras, «por endulzar su

pena», como Hylas a Alcides en el idilio de Chénier, que ya te he

leído, con una voz «desentendida y vana»...

XXIX - IDILIO DE ABRIL

Los niños han ido con Platero al arroyo de los chopos, y

ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risas

desproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo

les ha llovido - aquella nube fugaz que veló el prado verde con sus

hilos de oro y plata, en los que tembló, como en una lira de llanto,

el arco iris- . Y sobre la empapada lana del asnucho, las

campanillas mojadas gotean todavía.

¡ Idilio fresco, alegre, sentimiental ! ¡ Hasta el rebuzno de

Platero se hace tierno bajo la dulce carga llovida ! De cuando en

cuando, vuelve la cabeza y arranca las flores a que su bocota

alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, un

momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la

barrigota cinchada. ¡ Quién, como tú, Platero, pudiera comer

flores..., y que no le hicieran daño !

¡ Tarde equívoca de abril !... Los ojos brillantes y vivos de

Platero copian toda la hora de sol y lluvia en cuyo ocaso, sobre el

campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa.

XXX - EL CANARIO VUELA

Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su

jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que

yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre

o de frío, o de que se lo comieran los gatos.

Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto en el

pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la

mañana también, sentados en la galería, absortos en los breves

vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto a los

rosales, jugando con una mariposa.

A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y

allí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio sol que declinaba.

De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula,

otra vez alegre.

¡ Qué alborozo en el jardín ! Los niños saltaban, tocando las

palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los

seguía, ladránadole a su propia y riente campanilla; Platero,

contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo,

hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y

poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave...

XXXI - EL DEMONIO

De pronto, con un duro y solitario trote, doblemente sucio en

una alta nube de polvo, aparece, por la esquina del Trasmuro, el

burro. Un momento después, jadeantes, subiéndose los caídos

pantalones de andrajos, que les dejan fuera las oscuras barrigas,

los chiquillos, tirándole rodrigones y pierdas...

Es negro, grande, viejo, huesudo - otro arcipreste- , tanto,

que parece que se le va a agujerear la piel sin pelo por doquiera.

Se para y, mostrando unos dientes amarillos, como habones,

rebuzna a lo alto ferozmente, con una energía que no cuadra a su

desgarbada vejez... ¿ Es un burro perdido ? ¿ No lo conoces,

Platero ? ¿ Qué querrá ? ¿ De quién vendrá huyendo, con ese

trote desigual y violento ?

Al verlo, Platero hace cuerno, primero, ambas orejas con una

sola punta, se las deja luego una en pie y otra descolgada, y se

viene a mí, y quiere esconderse en la cuneta, y huir, todo a un

tiempo. El burro negro pasa a su lado, le da un rozón, le tira la

albarda, lo huele, rebuzna contra el muro del convento y se va

trotando, Trasmuro abajo...

... Es en el calor, un momento extraño de escalofrío - ¿ mío,

de Platero ?- en el que las cosas parecen trastornadas, como si la

sombra baja de un paño negro ante el sol ocultarse, de pronto, la

soledad deslumbradora del recodo del callejón, en donde el aire,

súbitamente quieto, asfixia... Poco a poco, lo lejano nos vuelve a

lo real. Se oye, arriba, el vocerío mudable de la plaza del Pescado,

donde los vendedores que acaban de llegar de la Ribera exaltan

sus asedías, sus salmonetes, sus brecas, sus mojarras, sus

bocas; la campana de vuelta, que pregona el sermón de mañana;

el pito del amolador...

Platero tiembla aún, de vez en cuando, mirándome,

acoquinado, en la quietud muda en que nos hemos quedado los

dos, sin saber por qué...

- Platero; yo creo que ese burro no es un burro...

Y Platero, mudo, tiembla de nuevo todo él de un solo

temblor, blandamente ruidoso, y mira, huido, hacia la gavia, hosca

y bajamente...

XXXII - LIBERTAD

Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, un

pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría sin

cesar su preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yo

delante, Platero detrás. Había por allí un bebedero umbrío, y unos

muchachos traidores le tenían puesta una red a los pájaros. El

triste reclamillo se levantaba hasta su pena, llamando, sin querer,

a sus hermanos del cielo.

La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía del

pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se

alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba

las copas. ¡ Pobre concierto inocente, tan cerca del mal corazón !

Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos, en

un agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría cúpula

frondosa, batí palmas, canté, grité. Platero, contagiado, rebuznaba

una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían, hondos y

sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron

a otro pinar, cantando.

Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillos

violentos, rozaba su cabezota peluda contra mi corazón, dándome

las gracias hasta lastimarme el pecho.

XXXIII - LOS HÚNGAROS

Míralos, Platero, tirados en todo su largor, cómo tienden los

perros cansados el mismo rabo, en el sol de la acera.

La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante

desnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de lanas

granas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos,

negras como el fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla, pelos

toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías obscenas. El chiquillo

se orina en su barriga como una fuente en su taza, llorando por

gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña,

murmurando, y éste las costillas, como si tocase una guitarra.

De vez en cuando, el hombre se incorpora, se levanta luego,

se va al centro de la calle y golpea con indolente fuerza el

pandero, mirando un balcón. La muchacha, pateada por el

chiquillo, canta, mientras jura desgarradamente, una desentonada

monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa más que él, fuera de

punto, sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone a

buscar entre los chinos de la cuenta uno más blando.

Las tres... El coche de la estación se va, calle Nueva arriba.

El sol, solo.

- Ahí tienes, Platero, el ideal de familia de Amaro... Un

hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra,

que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un

mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer a

todos, cogiéndose las pulgas...

XXXIV - LA NOVIA

El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado

del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas; después, se

enreda por los pinetes sin limpiar y mece, hinchándolas como

velas sutiles, las encendidas telarañas celestes, rosas, de oro...

Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡ dan un

blando bienestar al corazón !

Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no

le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, a la colina. A lo

lejos, una cinta de mar, brillante, incolora, vibra, entre los últimos

pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes, allá

abajo, saltan los asnos trabados, de mata en mata.

Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas. De

pronto, Platero yergue las orejas, dilata las levantadas narices,

replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandes

habichuelas de sus dientes amarillos. Está respirando largamente,

de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que debe transirle

el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el cielo

azul, a la amada. Y dobles rebuznos, sonoros y largos, desbaratan

con su trompetería la hora luminosa y caen luego en gemelas

cataratas.

He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre

Platero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como él, con

sus ojazos de azabache cargados de estampas... ¡ Inútil pregón

misterioso, que ruedas brutalmente, como un instinto hecho carne

libre, por las margaritas !

Y Platero trota indócil, intentando a cada instante volverse,

con un reproche en su refrenado trotecillo menudo:

- Parece mentira, parece mentira, parece mentira...

XXXV - LA SANGUIJUELA

Espera. ¿ Qué es eso, Platero ? ¿ Qué tienes ?

Platero está echando sangre por la boca. Tose y va

despacio, más cada vez. Comprendo todo en un momento. Al

pasar esta mañana por la fuente de Pinete, Platero estuvo

bebiendo en ella. Y, aunque siempre bebe en lo más claro y con

los dientes cerrados, sin duda una sanguijuela se le ha agarrado a

la lengua o al cielo de la boca...

- Espera, hombre. Enseña...

Le pido ayuda a Raposo, el aperador, que baja por allí del

Almendral, y entre los dos intentamos abrirle a Platero la boca.

Pero la tiene como trabada con hormigón romano. Comprendo con

pena que el pobre Platero es menos inteligente de lo que yo me

figuro... Raposo coge un rodrigón gordo, lo parte en cuatro y

procura atravesarle un pedazo a Platero entre las quijadas... No es

fácil la empresa. Platero alza la cabeza al cenit levantándose

sobre las patas, huye, se revuelve... Por fin, en un momento

sorprendido, el palo entra de lado en la boca de Platero. Raposo

se sube en el burro y con las dos manos tira hacia atrás de los

salientes del palo para que Platero no lo suelte.

Si, allá adentro tiene, llena y negra, la sanguijuela. Con dos

sarmientos hechos tijera se la arranco...Parece un costalillo de

almagra o un pellejillo de vino tinto; y, contra el sol, es como el

moco de un pavo irritado por un paño rojo. Para que no saque

sangre a ningún burro más, la corto sobre el arroyo, que en un

momento tiñe de la sangre de Platero la espumela de un breve

torbellino...

XXXVI - LAS TRES VIEJAS

Súbete aquí en el vallado, Platero. Anda, vamos a dejar que

pasen esas pobres viejas...

Deben venir de la playa o de los montes. Mira. Una es ciega

y las otras dos la traen por los brazos. Vendrán a ver a dos Luis, el

médico, o al hospital... Mira qué despacito andan, qué cuido, qué

mesura ponen las dos que ven en su acción. Parece que las tres

temen a la misma muerte. ¿ Ves cómo adelantan las manos cual

para detener el aire mismo, apartando peligros imaginarios, con

mimo absurdo, hasta las más leves ramitas en flor, Platero ?

Que te caes, hombre... Oye qué lamentables palabras van

diciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de lunares y

volantes. ¿ Ves ? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad, su

esbeltez.Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas en el polvo con

sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia las acompaña,

como un recuerdo seco y duro...

Míralas a las tres, Platero. ¡ Con qué confianza llevan la

vejez a la vida, penetradas por la primavera esta que hace florecer

de amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso sol !


XXXVII - LA CARRETILLA  
 

En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, perdida toda bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su pechillo en flor al borricuelo, más pequeño ¡ ay !, y más flaco que Platero. Y el borriquillo se despechaba contra el viento, intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito sollozante de la chiquilla. Era vano su esfuerzo, como el de los niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas del verano que se caen, en un desmayo, entre las flores.

Acaricié a Platero, y, como puede, lo enganché a la carretilla, delante del borrico miserable. Le obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y les subió la cuesta.

¡Qué sonreír el de la chiquilla! Fue como si el sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas.

Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra a Platero, como premio áureo.

 
platero y yo la carreta



XXXVIII - EL PAN

Te he dicho, Platero que el alma de Moguer es el vino, ¿

verdad ? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un

pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en

torno - ¡ oh sol moreno !- como la blanda corteza.

A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo entero

empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el

pueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come un

gran pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en

el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo,

en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como la

esperanza, o con una ilusión...

Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se paran en

cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan: "¡ El panaderooo

!"... Se oye el duro ruido tierno de los cuarterones que, al caer en

los canastos que brazos desnudos levantan, chocan con los

bollos, de las hogazas con las roscas...

Y los niños pobres llaman, al punto, a las campanillas de la

cancelas o a los picaportes de los portones, y lloran largamente

hacia adentro: ¡ Un poquiiito paaan !...

XXXIX - AGLAE

¡ Qué reguapo estás hoy, Platero ! Ven aquí... ! Buen jaleo te

ha dado esta mañana la Macaria ! Todo lo que es blanco y todo lo

que es negro en ti luce y resalta como el día y como la noche

después de la lluvia. ¡ Qué guapo estás, Platero !

Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mí, lento,

mojado aún de su baño, tan limpio que parece una muchacha

desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en ella

sus ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las

Gracias les hubiera prestado ardor y brillantez.

Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo la

cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas...

él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas, sin irse,

o se liberta, en breve correr, para pararse de nuevo en seco, como

un perrillo juguetón.

- ¡ Qué guapo estás, hombre ! - le repito.

Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara un traje,

corre tímido, hablándome, mirándome en su huida con el regocijo

de las orejas, y se queda, haciendo que come unas campanillas

coloradas, en la puerta de la cuadra.

Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyada en

el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y de gorriones,

mira la escena sonriendo, casi invisible en la trasparencia del sol

matinal.

XL - EL PINO DE LA CORONA

Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro bajo el

pino de la Corona. A donde quiera que llego - ciudad, amor, gloriame

parece que llego a su plenitud verde y derramada bajo el gran

cielo azul de nubes blancas. Es el faro rotundo y claro en los

mares difíciles de mi sueño, como lo es de los marineros de

Moguer en las tormentas de la barra; segura cima de mis días

difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria, que toman los

mendigos, camino de Sanlúcar.

¡ Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo su recuerdo !

Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de ser grande, lo único

que ha sido mayor cada vez. Cuando le cortaron aquella rama que

el huracán le tronchó, me pereció que me habían arrancado un

miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor me coge de

improviso, me parece que le duele al pino de la Corona.

La palabra magno le cuadra como al mar, como al cielo y

como a mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, han

descansado razas y razas por siglos, como sobre el agua, bajo el

cielo y en la nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuido de

mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocan donde

quieren, o en estos instantes en que hay cosas que se ven cual en

una visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino de Colona,

transfigurado en no sé qué cuando de eternidad, se me presenta,

más rumoroso y más gigante aún, en la duda, llamándome a

descansar a su paz, como el término verdadero y eterno de mi

viaje por la vida.

XLI - DARBÓN

Darbón, el médico de Platero, es grande como el buey pío,

rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres

duros de edad.

Cuando habla, le faltan notas, cual a los pianos viejos; otras

veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire. Y estas

pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de

manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres

de garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un

amable concierto para antes de le cena.

No le queda muela ni diente y casi sólo come migajón de

pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡ a la boca

roja ! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego otra bola, y otra.

Masca con las encías, y la barba le llega, entonces, a la aguileña

nariz.

Digo que es grande como el buey pío. En la puerta del

banco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, con

Platero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo

toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y

duración él no puede regular, y que acaba siempre en llanto.

Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo:

- Mi niña, mi pobrecita niña...

XLII - EL NIÑO Y EL AGUA

En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón

polvoriento que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los

ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en

grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un

solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los

ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de

luz: Oasis.

Ya la mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su

olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la

cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el

suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la

palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos

negros contemplan arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se

rasca aquí y allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio,

igual siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño

se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese

latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la

imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la

sorprendida forma primera.

- Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese

niño tiene en su mano mi alma.

XLIII - AMISTAD

Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva

siempre adonde quiero.

Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta

acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo al través de

su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va,

entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el

río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo

alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi

despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.

Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna

fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo

engaño, lo hago rabiar... él comprende bien que lo quiero, y no me

guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he

llegado a creer que sueña mis propios sueños.

Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada.

De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los

burros y de los hombres...

XLIV - LA ARRULLADORA

La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda,

bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos

entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una teja,

durmiendo al hermanito.

Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por

dentro. En la paz brillante, se oye el hervor de la olla que cuece en

el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría del

viento del mar en la maraña de los eucaliptos.

Sentida y dulce, la carbonera canta:

Mi niiiño se va a dormiii

en graaasia de la Pajtoraaa...

Pausa. El viento en las copas...

... y pooor dormirse mi niñooo,

se duermeee la arruyadoraaa...

El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinos

quemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la tierra

fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.

XLV - EL ÁRBOL DEL CORRAL

Este árbol, Platero, esta acacia que yo mismo sembré, verde

llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y que ahora

mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de sol

poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor

sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de

esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con

mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de una musa.¡

Qué fina, qué grácil, qué bonita era !

Hoy Platero es dueña casi de todo el corral. ¡ Qué basta se

ha puesto ! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En

todo este tiempo en que la tenía olvidada, igual que si no

existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a su

capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.

Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por

mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos

llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado

tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver,

Platero. Es triste; más es inútil decir más. No, no puedo mirar ya

en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama

graciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de la copa el

pensamiento. Y aquí, a donde tantas veces vine de la vida, con

una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y

tengo frío, y quiero irme, como entonces del casino, de la botica o

del teatro, Platero.

XLVI - LA TÍSICA

Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual

un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había

mandado el médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel

mayo helado; pero la pobre no podía.

- Cuando yego ar puente - me dijo- , ¡ ya v'usté, zeñorito, ahí

ar lado que ejtá !, máhogo...

La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se

cae, a veces, la brisa en el estío.

Yo le ofrecí a Plateo para que diese un paseíto. Subida en él,

¡ qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y

dientes blancos !

... Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar.

Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil

lirio de cristal fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de

Montemayor, lazado de grana, transfigurada por la fiebre y la

esperanza, parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del

cielo del sur.

XLVII - EL ROCÍO

Platero - le dije- ; vamos a esperar las Carretas. Traen el

rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio del pinar de las

ánimas, la frescura de las Madres y de los Frenos, el olor de la

Rocina...

Me lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas

por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría,

en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos

pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el

camino de los Llanos.

Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de

los Rocíos caía sobre las viñas, de una pasajera nube malva. Pero

la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.

Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la

moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos

alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se

alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía

luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado.

Detrás, las carretas, como lechos, colgadas de blanco, con las

muchachas, morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel,

repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más

burros... Y el mayordomo - ¡ Viva la Virgen del Rocíoooo ! ¡

Vivaaaaa !- calvo, seca y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la

vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado

por dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus

frontales de colorinas y espejos, en los que chispeaba el trastorno

del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el

Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor,

como un cargado jardín mustio.

Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los

cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las

piedras...

Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se

arrodilló - ¡ una habilidad suya !- , blando, humilde y consentido.

XLVIII - RONSARD

Libre ya Platero del cabestro, y paciendo entre las castas

margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he

sacado de la alforja moruna un breve libro, y, abriéndolo por una

señal, me he puesto a leer en alta voz:

Comme on voit sur la blanche au mois de maii la

rose

En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,

Rendre le ciel jaloux de...

Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que

el sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre vuelo

y gorjeo, se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está

almorzando.

... jaloux de sa vive couleur,

Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa

viva, sobre mi hombro... Es Platero, que, sugestionado, sin duda,

por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos:

... vive couleur,

Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...

Pero el pajarillo, que debe digerir aprisa, tapa la palabra, con

una nota falsa.

Ronsard, olvidado un instante de su soneto «Quand en

songeant ma follatre j'accolle»..., se debe haber reído en el

infierno...

XLIX - EL TÍO DE LAS VISTAS

De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle el seco

redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un

pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo... Los

chiquillos gritan: ¡ El tío de las vistas ! ¡ Las vistas ! ¡ Las vistas !

En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro banderitas

rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al sol. El viejo toca el

tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el bolsillo

o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro

corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se adelanta, pone

sus ojos en la lente...

- ¡ Ahooora se verá... al general Prim... en su caballo

blancoooo... ! - dice el viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.

- ¡ El puerto... de Barcelonaaaa... ! - y más redoble.

Otros niños van llegado con su perra lista, y la adelantan al

punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar su

fantasía. El viejo dice:

- ¡ Ahooora se verá... el castillo de la Habanaaaa ! - y toca el

tambor.

Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente a ver

las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, por jugar.

El viejo, con un súbito buen humor, le dice: ¡ Venga tu perra !

Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando al

viejo con una humilde solicitud aduladora...

L - LA FLOR DEL CAMINO

¡ Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino ! Pasan a

su lado todos tropeles - los toros, las cabras, los potros, los

hombres- , y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y

fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.

Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú

la has visto en su puesto verde. Ya tiene su lado un pajarillo, que

se levanta - ¿ por qué ?- al acercarnos; o está llena, cual una

breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el

robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.

Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo

podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como

una primavera de mi vida... ¿ Qué le diera yo al otoño, Platero, a

cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el

ejemplo sencillo y sin término de la nuestra ?

LI - LORD

No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las he

enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en ella.

Pues éste es Lord, Platero, el perrillo foxterrier de que a veces te

he hablado. Míralo. Está ¿ lo ves ? en un cojín de los del patio de

mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el sol de

invierno.

¡ Pobre Lord ! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando.

Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de

dama, redondo e impetuoso como el agua en la boca de la caño.

Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques negros. Sus ojos

brillantes eran dos breves inmensidades de sentimientos de

nobleza. Tenían vena de loco. A veces, sin razón, se ponía a dar

vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de mármol, que

en mayo lo adornan todo, hojas, azules, amarillas de los cristales

traspasados del sol de la montera, como los palomos que pinta

don Camilo... Otras se subía a los tejados y promovía un alboroto

piador en los nidos de los aviones... La Macaria lo enjabonaba

cada mañana y estaba tan radiante siempre como las almenas de

la azotea sobre el cielo azul, Platero.

Cuando se murió mi padre, pasó toda la noche velándolo

junto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala, se echó a los

pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni beber...

Vinieron a decir un día mi casa que un perro rabioso lo había

mordido... Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allí al

naranjo, fuera de la gente.

La mirada que dejó atrás por la callejilla cuando se lo

llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces, Platero,

igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre, sobre

pasando su nada con la exaltada intensidad de su doloroso

sentimiento... Cada vez que un sufrimiento material me punza el

corazón, surge ante mí, larga como la vereda de la vida a la

eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona, la mirada que

Lord dejó en él para siempre cual una huella macerada.

LII - EL POZO

¡ El pozo !... Platero, ¡ qué palabra tan honda, tan verdinegra,

tan fresca, tan sonora ! Parece que es la palabra la que taladra,

girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.

Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al

alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una

flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el

nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de

esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una pierda a su quietud, se

enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.

(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo,

adornada de volubles estrellas. ¡ Silencio ! Por los caminos se ha

ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se

ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir

de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del

mundo. ¡ Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante,

magnético salón encantado !)

- Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por

matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.

Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale,

asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.

LIII - ALBÉRCHIGOS

Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez,

violeta de cal con sol y cielo azul, hasta la torre, tapa de su fin,

negra y desconchada de esta parte del sur por el constante golpe

del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño,

hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caído sombrero

ancho, se mete en su fantástico corazón serrana que le da coplas

y coplas bajas:

... con grandej fatiguiiiyaaa

yo je lo pedíaaa...

Suelto, el burro mordisquea la escasa yerba sucia del

callejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De vez

en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la calle

verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas

piernecillas terrosas, como para cogerle fuerza, en la tierra, y,

ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en

la que torna a ser niño en la e:

- ¡ Albéeerchigooo !...

Luego, cual si la venta le importase un bledo - como dice el

padre Díaz- , torna a su ensimismado canturreo gitano:

... yo a ti no te cuurpooo,

ni te curparíaaa...

Y le da varazos a las piedras, sin saberlo...

Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda

conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda

que corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego

un repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la

corneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte,

pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire trae

sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y

refulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus

olas iguales en su solitario esplendor.

El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito:

- ¡ Albéeerchigooo !...

Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa

a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué movimiento

gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos

blancos...

- Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro, y tú

te irás con él y serás un vendedor de albérchigos..., ¡ ea !

LIV - LA COZ

Íbamos, cortijo de Montemayor, al herradero de los novillos.

El patio empedrado, ombrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul

de la tardecita, vibraba sonoro del relinchar de los alegres caballos

pujantes, del reír fresco de las mujeres, de los afilados ladridos

inquietos de los perros. Platero, en un rincón, se impacientaba.

- Pero, hombre - le dije- , si tú no puedes venir con nosotros;

si eres muy chico...

Se ponía tan loco, que le pedí al Tonto que se subiera en él y

lo llevara con nosotros.

... Por el campo claro, ¡ qué alegre cabalgar ! Estaban las

marismas risueñas de oro, con el sol en sus espejos rotos, que

doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo trote duro de los

caballos, Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, que necesitaba

multiplicar insistentemente, como el tren de Riotinto su rodar

menudo, para no quedarse solo con el Tonto en el camino. De

pronto, sonó como un tiro de pistola. Platero le había rozado la

grupa a un fino potro tordo con su boca, y el potro le había

respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi a

Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y, con una

espina y una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto que

se lo llevara a casa.

Se fueron los dos, lentos y tristes, por el arroyo seco que

baja del pueblo, tornando la cabeza al brillante huir de nuestro

tropel...

Cuando, de vuelta del cortijo, fui a ver a Platero, me lo

encontré mustio y doloroso.

- ¿ Ves - le suspiré- que tú no puedes ir a ninguna parte con

los hombres ?

LV - ASNOGRAFÍA

Leo en un Diccionario: ASNOGRAFÍA, s.f.: Se dice,

irónicamente, por descripción del asno.

¡ Pobre asno ! ¡ Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres !

Irónicamente... ¿ Por qué ? ¿ Ni una descripción seria mereces, tú,

cuya descripción cierta sería un cuento de primavera ? ¡ Si al

hombre que es bueno debieran decirle asno ! ¡ Si al asno que es

malo debieran decirle hombre ! Irónicamente... De ti, tan

intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa,

del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y reflexivo,

melancólico y amable, Marco Aurelio de los prados...

Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus

ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla,

pequeñito y chispeante en un breve y convexo firmamento

verdinegro. ¡ Ay ! ¡ Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le

hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben

Diccionarios, casi tan bueno como él !

Y he puesto al margen del libro: ASNOGRAFÍA, sentido

figurado: Se debe decir, con ironía, ¡ claro está !, por descripción

del hombre imbécil que escribe Diccionarios.

LVI - CORPUS

Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las

campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los Arroyos,

conmueven, con su pregonera coronación de bronce, el blanco

pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y

estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona

metalería de la música.

La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea

toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas de

damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y, donde

hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las últimas

casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los

espejos, que, entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de

los cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la

procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los

panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San

Telmo, Patrón de los marineros, con su navío de plata en las

manos; la bandera gualda, y San Isidro, Patrón de los labradores,

con su yuntita de bueyes; y más banderas de más colores, y más

Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y San

José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin, entre la guardia civil, la

Custodia, ornada su calada platería, despaciosa en su nube

celeste de incienso.

En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de los

salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle

del Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y las capas

pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo

terso de la hora serena de junio, las palomas tejen sus altas

guirnaldas de nieve encendida...

Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su

mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete, con el

latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro

misterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se le

diviniza...

LVII - PASEO

Por los hondos caminos del estío, colgados de tiernas

madreselvas, ¡ cuán dulcemente vamos ! Yo leo, o canto, o digo

versos al cielo. Platero mordisquea la hierba escasa de los

vallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, las

vinagreras amarillas. Está parado más tiempo que andando. Yo lo

dejo...

El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en

arrobamiento, se levanta, sobre los almendros cargados, a sus

últimas glorias. Todo el campo, silencioso y ardiente, brilla. En el

río, una velita blanca se eterniza, sin viento. Hacia los montes la

compacta humareda de un incendio hincha sus redondas nubes

negras.

Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave e

indefenso, en medio de la vida múltiple. ¡ Ni la apoteosis del cielo,

ni el ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas.

Cuando, entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre y

fresco de la noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡ Qué

sencillo placer diario ! Ya en la alberca, yo lleno mi vaso y bebo

aquella nieve líquida. Platero sume en el agua umbría su boca, y

bebotea, aquí y allá, en lo más limpio, avaramente...

LVIII - LOS GALLOS

No sé a qué comparar el malestar aquél, Platero... Una

agudeza grana y oro que no tenía el encanto de la bandera de

nuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez una

bandera española sobre el cielo azul de una plaza de toros...

mudéjar..., como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y

amarillo de disgusto, como en los libros de Galdós, en las

muestras de los estancos, en los cuadros malos de la otra guerra

de áfrica... . Un malestar como el que me dieron siempre las

barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos en los

oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de pasas,

las etiquetas de las botellas de vino, los premios del colegio del

Puerto, las estampitas del chocolate...

¿ A qué iba yo allí o quién me llevaba ? Me parecía el

mediodía de invierno caliente, como un cornetín de la banda de

Modesto... Olía a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco...

Estaba el diputado, con el alcalde y el Litri, ese torero gordo y

lustroso de Huelva... La plaza del reñidero era pequeña y verde; y

la limitaban, desbordando sobre el aro de madera, caras

congestionadas, como vísceras de vaca en carro o de cerdo en

matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la

carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos...

Hacía calor y todo - ¡ tan pequeño: un mundo de gallos !- estaba

cerrado.

Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar,

dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas de lentos humos

azules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores

carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en

saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con

los espolones con limón... o con veneno. No hacían ruido alguno,

ni veían, ni estaban allí siquiera...

Pero y yo, ¿ por qué estaba allí y tan mal ? No sé... De vez

en cuando, miraba con infinita nostalgia, por una lona rota que,

trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera, un

naranjo sano que en el sol puro de fuera aromaba el aire con su

carga blanca de azahar... ¡ Qué bien - perfumaba mi alma- ser

naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto !

... Y, sin embargo, no me iba...

LIX - ANOCHECER

En el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del

pueblo, ¡ qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso

recuerdo de lo apenas conocido ! Es un encanto contagioso que

retiene todo el pueblo como enclavado en la cruz de un triste y

largo pensamiento.

Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas

estrellas, amontona en las eras sus vagas colinas- ¡ oh Salomón !-

tiernas y amarillentas. Los trabajadores canturrean por lo bajo, en

un soñoliento cansancio. Sentadas en los zaguanes, las viudas

piensan en los muertos, que duermen tan cerca, detrás de los

corrales. Los niños corren, de una sombra a otra, como vuelan de

un árbol a otro los pájaros...

Acaso, entre la luz ombría que perdura en las fachadas de

cal de las casas humildes, que ya empiezan a enrojecer las farolas

de petróleo, pasan vagas siluetas terrosas, calladas, dolientes - un

mendigo nuevo, un portugués que va hacia las rozas, un ladrón

acaso- , que contrastan, en su oscura apariencia medrosa, con la

mansedumbre que el crepúsculo malva, lento y místico, pone el

las cosas conocidas... Los chiquillos se alejan, y en el misterio de

las puertas sin luz, se habla de unos hombres que «sacan el unto

a los niños para curar a la hija del rey, que está hética»...

LX - EL SELLO

Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de

plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como

un pájaro en su nido. ¡ Qué ilusión cuando, después de oprimirlo

un momento contra la palma blanca, fina y malva de mi mano,

aparecía en ella la estampilla:

Francisco Ruiz, Moguer.

¡ Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del colegio de

don Carlos !. Con una imprentilla que me encontré arriba, en el

escritorio viejo de mi casa, intenté formar uno con mi nombre. Pero

no quedaba bien, y sobre todo, era difícil la impresión. No era

como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y allá, en un libro,

en la pared, en la carne, su letrero:

Francisco Ruiz, Moguer.

Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de Sevilla, un

viajante de escritorio. ¡ Qué embeleso de reglas, de compases, de

tintas de colores, de sellos ! Los había de todas las formas y

tamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un duro que me encontré,

encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡ Qué larga semana

aquélla ! ¡ Qué latirme el corazón cuando llegaba el coche del

correo ! ¡ Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia, los

pasos del cartero ! Al fin, una noche, me lo trajo. Era un breve

aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales para lacre... ¡ qué

sé yo ! Y dando a un resorte, aparecía la estampilla, nuevecita,

flamante.

¿ Quedó algo por sellar en mi casa ? ¿ Qué no era mío ? Si

otro me pedía el sello - ¡ cuidado, que se va a gastar !- , ¡ qué

angustia ! Al día siguiente, con qué prisa alegre llevé al colegio

todo, libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero:

Juan Ramón Jiménez, Moguer.

LXI - LA PERRA PARIDA

La perra de que te hablo, Platero, es la de Lobato, el tirador.

Tú la conoces bien, porque la hemos encontrado muchas veces

por el camino de los Llanos... ¿ Te acuerdas ? Aquella dorada y

blanca, como un poniente anubarrado de mayo... Parió cuatro

perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a su choza de las Madres

porque se le estaba muriendo un niño y Luis le había dicho que le

diera caldo de perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa de

Lobato al puente de las Madres, por la pasada de las Tablas...

Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo aquel día,

entrando y saliendo, asomándose a los caminos, encaramándose

en los vallados, oliendo a la gente... Todavía a la oración la vieron,

junto a la casilla del celador, en los Hornos, aullando tristemente

sobre unos sacos de carbón, contra el ocaso.

Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a la pasada

de las Tablas... Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche,

y cada una se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y al amanecer,

cuando Lobato abrió su puerta, estaba la perra en un umbral

mirando dulcemente a su amo, con todos los perritos agarrados,

en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas...

LXII - ELLA Y NOSOTROS

Platero; acaso ella se iba - ¿ adónde ?- en aquel tren negro y

soleado que, por la vía alta, cortándose sobre los nubarrones

blancos, huía hacia el norte.

Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y ondeante,

goteado todo de sangre de amapolas a las que ya julio ponía la

coronita de ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste - ¿ te

acuerdas ?- entristecían un momento el sol y las flores, rodando

vanamente hacia la nada...

¡ Breve cabeza rubia, velada de negro !... Era como el retrato

de la ilusión en el marco fugaz de la ventanilla.

Tal vez ella pensara: - ¿ Quiénes serán ese hombre enlutado

y ese burrillo de plata ?

¡ Quiénes habíamos de ser ! Nosotros..., ¿ verdad, Platero ?

LXIII - GORRIONES

La mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como

guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos

quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.

¡ Los gorriones ! Bajo las redondas nubes, que, a veces,

llueven unas gotas finas, ¡ cómo entran y salen en la enredadera,

cómo chillan, cómo se cogen de los picos ! éste cae sobre una

rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de

cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al

tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo

aviva.

¡ Benditos pájaros, sin fiesta fija ! Con la libre monotonía de

lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les

dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones,

sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan

a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más

Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.

Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les

antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen

que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni

de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el

amor sin nombre, la amada universal.

Y cuando las gentes, ¡ las pobres gentes !, se van a misa los

domingos, cerrado las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de

amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial,

al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya

conocen bien, y algún burrillo tierno - ¿ te juntas conmigo ?- los

contemplan fraternales.

LXIV - FRASCO VÉLEZ

Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en la plazoleta

de los Escribanos el bando del alcalde:

«Todo Can que transite por los andantes de esa Noble

Ciudad de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, será

pasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad.»

Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en el

pueblo. Ya ayer noche, he estado oyendo tiros y más tiros de la

«Guardia municipal nocturna consumera volante», creación

también de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por los

Trasmuros.

Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas, que no

hay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde actual, así como

el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca la soledad que

dejan sus tiros, para pasar su aguardiente de pita y de higo. Pero,

¿ y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso ? ¡ No quiero

pensarlo, Platero !

LXV - EL VERANO

Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada,

de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que

nunca llega... Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño

instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en su

ardor, espectral.

Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores

vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro

lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos

chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se

eterniza, mudo, en una rama.

Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los

rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas...

Cuando llegamos a la sombra del nogal grande, rajo dos sandías,

que abren su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo

me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del

pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya, como si

fuese agua.

LXVI - FUEGO EN LOS MONTES

¡ La campana gorda !... Tres... cuatro toque... - ¡ Fuego !

Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra

angostura de la escalerilla de madera, hemos subido, en

alborotado silencio afanoso, a la azotea.

... ¡ En el campo de Lucena !- grita Anilla, que ya estaba

arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche... - ¡ Tan,

tan, tan, tan ! Al llegar afuera - ¡ qué respiro !- la campana limpia

su duro golpe sonoro y nos amartilla los oídos y nos aprieta el

corazón.

- Es grande, es grande... Es un buen fuego...

Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece

quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y

bermellón, igual a aquella «Caza» de Piero di Cosimo, en donde el

fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces

brilla con mayor brío; otras lo rojo se hace casi rosa, del color de la

luna naciente... La noche de agosto es alta y parada, y se diría

que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento

eterno... Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul,

sobre las Monjas... Estoy conmigo...

Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la

realidad... Todos han bajado... Y en el escalofrío, con que la

blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento

como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía

en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el

Pollo - Oscar Wilde, moguereño- , ya un poco viejo, moreno y con

rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra

y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos

bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar...

LXVII - EL ARROYO

Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la

dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros amarillos, unas

veces como es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus

amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en

superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento,

a lugares remotos, no existentes o sólo sospechados.

Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, como un

vilano al sol, con el encanto de los primeros hallazgos, cuando

supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismo arroyo que parte

el camino de San Antonio por su bosquecillo de álamos cantores;

que andando por él, seco, en verano, se llegaba aquí; que

echando un barquito de corcho allí, en los álamos en invierno,

venía hasta estos granados, por debajo del puente de las

Angustias, refugio mío cuando pasaban toros...

¡ Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero,

que yo no sé si tú tienes o has tenido ! Todo va y viene en

trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como

estampa momentánea de la fantasía... Y anda uno semiciego,

mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la

sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o abriendo al

sol, como una flor cierta y poniéndola en una orilla verdadera, la

poesía que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada.

LXVIII - DOMINGO

La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana ya,

ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta como si

todo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya,

parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo florido.

Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la

procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡ Qué paz ! ¡

Qué pureza ! ¡ Qué bienestar ! Dejo a Platero en el prado alto, y yo

me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer.

Omar Khayyám...

En el silencio que queda entre dos repiques, el hervidero

interno de la mañana de setiembre cobra presencia y sonido. Las

avispas orinegras vuelen en torno de la parra cargada de sanos

racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidas con

las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis de

colorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de

luz.

De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira... Yo, de

vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero...

LXIX - EL CANTO DEL GRILLO

Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías

nocturnas, el canto del grillo.

El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo

y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va

subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la

armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya las estrellas en el

cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso de

cascabel libre.

Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo

las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y

divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el

canto del grillo se exalta, llena todo el campo, es cual la voz de la

sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio,

cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros

cristales.

Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y

duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de su

sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de la tapia, anda

extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo

mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia

candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna,

suspirando al viento de las dos, de las tres, de las cuatro... El

canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido...

¡ Aquí está ! ¡ Oh canto del grillo por la madrugada, cuando,

corrido de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las

sendas blancas de relente ! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya

el canto está borracho de luna, embriagado de estrellas,

romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubes

luctuosas, bordeadas de la malva azul y triste, sacan el día de la

mar, lentamente...

LXX - LOS TOROS

¿ A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños ? A ver

si yo les dejaba que te llevasen para pedir contigo la llave en los

toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dicho que no

lo piensen siquiera...

¡ Venían locos, Platero ! Todo el pueblo está conmovido con

la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada,

ante las tabernas; van y vienen coches y caballos calle Nueva

arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están

preparando el Canario, ese coche amarillo que les gusta tanto a

los niños, para la cuadrilla. Los patios quedan sin flores, para las

presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente

por las calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro,

oliendo a cuadra y a aguardiente...

A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol,

en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas se

están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos

por la calleja al campo, como el año pasado...

¡ Qué hermoso el campo en estos días de fiesta en que todos

lo abandonan ! Apenas si en un majuelo, en una huerta, un

viejecito se inclina sobre el cepa agria, sobre el regato puro... A lo

lejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, el

redondo vocerío, las palmas, la música de la plaza de toros, que

se pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar... Y el

alma, Platero, se siente reina verdadera de lo que posee por virtud

de su sentimiento, del cuerpo grande y sano de la naturaleza que,

respetado, da a quien lo merece el espectáculo sumiso de su

hermosura resplandeciente y eterna.

LXXI - TORMENTA

Miedo, Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo

ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio... El

amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos.

Más silencio...

El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo

que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que

cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana

desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil - flores, pájarosdesaparece

de la vida.

Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios,

que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones

de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no

pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que parecen las

cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando el cochero

por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de

prisa.

¡ Ángelus ! Un Ángelus duro y abandonado solloza entre el

tronido. ¿ El último Ángelus del mundo ? Y se quiere que la

campana acabe pronto o que suene más, mucho más, que

ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se

sabe lo que se quiere...

(No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos.

Los niños llaman desde todas partes...

- ¿ Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del

corral ?

LXXII - VENDIMIA

Este año, Platero, ¡ qué pocos burros han venido con uva !.

Es en balde que los carteles digan con grandes letras: A seis

reales. ¿ Dónde están aquellos burros de Lucena, de Almonte, de

Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como tú,

conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horas

mientras se desocupaban los lagares ? Corría el mosto por las

calles, y las mujeres y los niños llenaban cántaros, orzas, tinajas...

¡ Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, la

bodega del Diezmo ! Bajo el gran nogal que cayó el tejado, los

bodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco, sonoro y

pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la pierna,

con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas y espumeantes;

y allá en el fondo, bajo el alpende, los toneleros daban redondos

golpes huecos, metidos en la limpia viruta olorosa... Yo entraba en

Almirante por una puerta y salía por la otra - las dos alegres

puertas correspondidas, cada una de las cuales le daba a la otra

su estampa de vida y de luz- , entre el cariño de los bodequeros...

Veinte lagares pisaban día y noche. ¡ Qué locura, qué

vértigo, qué ardoroso optimismo ! Este año, Platero, todos están

con las ventanas tabicadas y basta y sobra con el del corral y con

dos o tres lagareros.

Y ahora, Platero, hay que hacer algo, que siempre no vas a

estar de holgazán.

... Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero,

libre y vago; y para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me

llego con él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar, bien

despacio, por entre ellos... Luego me lo llevo de allí

disimuladamente...

LXXIII - NOCTURNO

Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo,

vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La torre se ve,

cerrada, lívida, muda y dura, en el errante limbo violeta, azulado,

pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída,

amarilla y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río.

El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus

árboles. Hay un canto roto de grillo, una conversación sonámbula

de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen

las estrellas...Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuzna

tristemente.

La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada,

dulce luego. Al fin, se calla... A lo lejos, hacia Montemayor,

rebuzna otro asno... Otro, luego, por el Vallejuelo... Ladra un

perro...

Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de su

color, como en el día. Por la última casa de la calle de la Fuente,

bajo una roja y vacilante farola, tuerce la esquina un hombre

solitario... ¿ yo ? No, yo, en la fragante penumbra celeste, móvil y

dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y la sombra, escucho

mi hondo corazón sin par...

La esfera gira, sudorasa y blanda..

LXXIV - SARITO

Para la vendimia, estando yo una tarde grana en la viña del

arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito preguntaba por mí.

Iba yo hacia la era, cuando él venia ya vereda abajo:

- ¡ Sarito !

Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña. Se

había escapado de Sevilla para torear por los pueblos, y venía de

Niebla, andando, el capote, dos veces colorado, al hombro, con

hambre y sin dinero.

Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un mal

disimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres que por

ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleado ya

con un muchacho que le había partido una oreja de un mordisco.

Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndose a

acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero, que andaba por allí

comiendo uva; y me miraba, en tanto, noblemente...

LXXV - ÚLTIMA SIESTA

¡ Qué triste belleza, amarilla y descolorida, la del sol de la

tarde, cuando me despierto bajo la higuera !

Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia

el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del

blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me

mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la sombra,

de la sombra al sol.

Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de la tres suenan

las vísperas, tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero,

que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha grana, de

pie, inmóvil, me mira con sus enormes ojos vacilantes, en los que

le anda una pegajosa mosca verde.

Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra

vez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a la

que, de pronto, se le doblaron las alas.... las alas... mis párpados

flojos, que, de pronto, se cerraran...

LXXVI - LOS FUEGOS

Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en

el cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo

en fiesta desde aquella paz fragante que emanaban los nardos de

la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas, borracho en el suelo de

la era, tocaba cara a la luna, hora tras hora, su caracol.

Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran sordos

estampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abrían arriba,

en un suspiro, cual un ojo estrellado que viese, un instante, rojo,

morado, azul, el campo; y otros cuyo esplendor caía como una

doncellez desnuda que se doblara de espaldas, como un sauce de

sangre que gotease flores de luz. ¡ Oh, qué pavos reales

encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué faisanes de

fuego por jardines de estrellas.

Platero, cada vez que sonaba un estallido, se estremecía,

azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del espacio; y en la

claridad vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobre el

cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me miraban

asustados.

Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo,

subía al cielo constelado la áurea corona giradora del castillo,

poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparse los

oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, como alma que

lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia los tranquilos pinos

en sombra.

LXXVII - EL VERGEL

Como hemos venido a la Capital, he querido que Platero vea

El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra

de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El

paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el

riego, azules de cielo a techos y a techos blancas de flor caída

que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.

¡ Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa

también el agua, por la sucesión de claros de yedra goteante de la

verja ! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca, pasa,

chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas

moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo

engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de

cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con

su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero,

rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masa de verdor

tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera

perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo,

entre nubecillas rosas...

Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en el vergel, me dice

el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj

de plata:

- Er burro no puéntra, zeñó.

- ¿ El burro ? ¿ Qué burro ? - le digo yo, mirando más allá de

Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal...

- ¡ Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee... !

Entonces, ya en la realidad, como Platero «no puede entrar»

por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de

nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra

cosa...

LXXVIII - LA LUNA

Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas

en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y discaído, entre

los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el

quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos.

Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de setiembre,

dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos.

Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese

puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.

Yo le dije a la luna:

... Ma sola

ha questa luna in ciel, che da nessuno

cader fu vista mai se non in sogno.

Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido

blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra...

LXXIX - ALEGRÍA

Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece

a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños...

Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su

leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y

Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la

embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.

La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas,

tirando con los dientes de la punta de las espadañas de la carga.

Con una clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente

a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente,

mimosa igual que una mujer...

Entre los niños, Platero es de juguete. ¡ Con qué paciencia

sufre sus locuras ! ¡ Cómo va despacito, deteniéndose,

haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan ! ¡ Cómo los

asusta, iniciando, de pronto, un trote falso !

¡ Claras tardes del otoño moguereño ! Cuando el aire puro de

octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo

idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de

campanillas...

LXXX - PASAN LOS PATOS

He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda de

nubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde el silencio del

corral, un incesante pasar de claros silbidos.

Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la tempestad

marina. De vez en cuando, como si nosotros hubiéramos

ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan los

ruidos más leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el

campo, se oye clara la palabra de alguno que va lejos...

Platero, de vez en cuando, deja de beber y levanta la cabeza

como yo, como las mujeres de Millet, a las estrellas, con una

blanda nostalgia infinita...

LXXXI - LA NIÑA CHICA

La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto de la veía

venir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero

de arroz, llamándolo dengosa: - ¡ Platero, Plateriiillo !- , el asnucho

quería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznaba

loco.

Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y

le pegaba pataditas, le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella

bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos: o,

cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con

todas las variaciones mimosas de su nombre:- ¡ Platero ! ¡

Platerón ! ¡ Platerillo ! ¡ Platerete ! ¡ Platerucho !

En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río

abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su

delirio, lo llamaba triste: ¡ Plateriiilo !... Desde la casa oscura y

llena de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del

amigo. ¡ Oh estío melancólico !

¡ Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro ! Setiembre, rosa

y oro, como ahora, declinaba. Desde el cementerio ¡ cómo

resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la

gloria !... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la

puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y

me senté a pensar, con Platero.

LXXXII - EL PASTOR

En la colina, que la hora morada va tornando oscura y

medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal,

silba en su pito, bajo el templor de Venus. Enredadas en las flores,

que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las exalta hasta

darles forma en la sombra en que están perdidas, tintinean,

paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso un

momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido.

- Zeñorito, zi eze gurro juera mío...

El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa,

recogiendo en los ojos rápidos cualquier brillantez del instante,

parece uno de aquellos mendiguillos que pintó Bartolomé Esteban,

el buen sevillano.

Yo le daría el burro... Pero ¿ qué iba yo a hacer sin ti, Platero

?

La luna, que sube, redonda, sobre la ermita de Montemayor,

se ha ido derramando suavemente por el prado, donde aún yerran

vagas claridades del día; y el suelo florido parece ahora de

ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; y las rocas son más

grandes, más inminentes y más tristes; y llora más el agua del

regato invisible...

Y el pastorcillo grita, codicioso, ya lejos:

- ¡ Ayn ! Zi eze gurro juera míooo...

LXXXIII - EL CANARIO SE MUERE

Mira, Platero; el canario de los niños ha amanecido hoy

muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba ya

muy viejo... El invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasó

silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar esta

primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían

las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida

nueva, y cantó; pero su voz era quebradiza y asmática, como la

voz de una falta cascada.

El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el

fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a decir:

- ¡ Puej no l'a faltado ná; ni comida, ni agua !

No. No le ha faltado nada, Platero. Se ha muerto porque sí -

diría Campoamor, otro canario viejo...

Platero, ¿ habrá un paraíso de los pájaros ? ¿ Habrá un

vergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos,

con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos ?

Oye; a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaro

muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, el

pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo

mustio de un lirio amarillento. Y lo enterraremos en la tierra del

rosal grande.

A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del

corazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y

habrá por el sol de abril un error encantado de alas invisibles y un

reguero secreto de trinos claros de oro puro.

LXXXIV - LA COLINA

¿ No has visto nunca, Platero, echado en la colina romántico

y clásico a un tiempo ?

... Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni

siquiera miro. Llega la noche y sólo me voy cuando la sombra me

quita. No sé cuándo me vi allí por vez primera y aún dudo si

estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la colina roja aquella que

se levanta, como un torso de hombre y de mujer, sobre la viña

vieja de Cobano.

En ella he leído cuanto he leído y he pensado todos mis

pensamientos. En todos los museos vi este cuadro mío, pintado

por mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas a

mí, digo a ti, o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos y el

poniente.

Me llaman, a ver si voy ya a comer o a dormir, desde la casa

de la Piña. Creo que voy, pero no sé si me quedo allí. Y yo estoy

cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en

donde esté, ni en la tumba, ya muerto; sino en la colina roja,

clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano,

ponerse el sol sobre el río...

LXXXV - EL OTOÑO

Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus

sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que

está desnudo y que hace fresco.

¡ Cómo sopla el norte ! Mira, por el suelo, las ramitas caídas;

el es viento tan agudo, tan derecho, que está todas paralelas,

apuntadas al sur.

El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor

alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles

amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro,

vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápido

caminar.

LXXXVI - EL PERRO ATADO

La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado,

ladrando limpia y largamente, en la soledad de un corral, de un

patio o de un jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríos y

tristes... Donde quiera que estoy, Platero, oigo siempre, en estos

días que van siendo cada vez más amarillos, ese perro atado, que

ladra al sol de ocaso...

Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son los instantes

en que la vida anda toda en el oro que se va, como el corazón de

un avaro en la última onza de su tesoro que se arruina. Y el oro

existe apenas, recogido en el alma avaramente y puesto por ella

en todas partes, como los niños cogen el sol con un pedacito de

espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en una sola

las imágenes de la mariposa y de la hoja seca...

Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en rama en

el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con el sol. El sol se

torna rosa, malva... La belleza hace eterno el momento fugaz y sin

latido, como muerto para siempre aún vivo. Y el perro le ladra,

agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la belleza...

LXXXVII - LA TORTUGA GRIEGA

Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un

mediodía, del colegio por la callejilla. Era en agosto - ¡ aquel cielo

azul Prusia, negro casi, Platero !- y para que no pasáramos tanto

calor, nos traían por allí, que era más cerca... Entre la yerba de la

pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por la

sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquel rincón

se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda

de la mandadera y entramos en casa anhelantes, gritando: ¡ Una

tortuga, una tortuga ! Luego la regamos, porque estaba muy sucia,

y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos en oro y

negro...

Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron

a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando en

los Jesuitas estudié yo Historia Natutal, la encontré pintada en el

libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada

en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba ese nombre

también. Así, no cabe duda, Platero, de que es una tortuga griega.

Ahí está, desde entonces. De niños, hicimos con ella algunas

perrerías; la columpiábamos en el trapecio; le echábamos a Lord;

la teníamos días enteros boca arriba... Una vez, el Sordito le dio

un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos y

uno fue a matar a un pobre palomo blanco, que estaba bebiendo

bajo el peral.

Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto,

aparece en el carbón, fija, como muerta. Otro en el caño... A

veces, un nido de huevos hueros son señal de su estancia en

algún sitio; come con las gallinas, con los palomos, con los

gorriones, y lo que más le gusta es el tomate. A veces, en

primavera, se enseñorea del corral, y parece que ha echado de su

seca vejez eterna y sola, una rama nueva; que se ha dado a luz a

sí misma para otro siglo...

LXXXVIII - TARDE DE OCTUBRE

Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas

amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la

casa, también con hojas caídas, parece vacío. En la ilusión

suenan gritos lejanos y remotas risas...

Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las

lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando

como una llama de fragancia hacia el incendio del poniente, huele

todo a rosas quemadas. Silencio.

Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco

se viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado, pisando seco y

duro en los ladrillos, se entra conmigo por la casa...

LXXXIX - ANTONIA

El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firme gala

de oro de sus márgenes en el estío, se ahogaban en aislada

dispersión, donando a la corriente fugitiva, pétalo a pétalo, su

belleza...

¿ Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel traje

dominguero ? Las piedras que pusimos se hundieron en el fango.

La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, a

ver si por allí podía... No podía... Entonces yo le ofrecí a Platero,

galante.

Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, quemado su

arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el contorno de su

mirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente, contra un árbol...

Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo rosa del estambre,

corrió un punto y, ágil como una galga, se escarranchó sobre

Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus duras piernas que

redondeaban, en no sospechada madurez, los círculos rojos y

blancos de las medias bastas.

Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, se

clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo

estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando por

el llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morena

sacudida.

... Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosas con

espinas, el verso que Shakespeare hizo decir a Cleopatra, me

ceñía, redondo, el pensamiento:

O happy horse, to bear the weight of Anthony!

- ¡ Platero ! - le grité, al fin, iracundo, violento y

desentonado...

XC - EL RACIMO OLVIDADO

Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste

del día abierto, nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la

merienda y los sombreros de las niñas en un cobujón del

seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, como

una flor de albérchigo, a Blanca.

¡ Qué encanto el del campo renovado ! Iban los arroyos

rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras, y en los

chopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se veían ya

los pájaros, negros.

De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando:

- ¡ Un raciiimo !, ¡ un raciiimo !

En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados

mostraban aún algunas renegridas y carmines hojas secas,

encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso

como la mujer en su otoño. ¡ Todas lo querían ! Victoria, que lo

cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con

esa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña que

va para mujer, me lo cedió de buen grado.

Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria, una

a Blanca, una a Lora, una a Pepa - ¡ los niños !- , y la última, entre

risas y palmas unánimes, a Platero, que la cogió, brusco, con sus

dientes enormes.

XCI - ALMIRANTE

Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes de que tú vinieras.

De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue

sobre el pesebre que fue suyo, en el que están su silla, su bocado

y su cabestro.

¡ Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera,

Platero ! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de fuerza,

de vivacidad, de alegría. ¡ Qué bonito era ! Todas las mañanas,

muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por las

marismas levantando las bandadas de grajos que merodeaban por

los molinos cerrados. Luego, subía por la carretera y entraba, en

un duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.

Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de

las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el

velador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el corral.

Después, ya anocheciendo, como en un sueño, vi pasar por la

ventana a monsieur Dupont con Almirante enganchado en su

charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.

No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que

llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más,

hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del

pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.

Sí, Platero. ¡ Qué buenos amigos hubierais sido Almirante y

tú !

XCII - VIÑETA

Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de la

oscura haza recién arada, por los que corre ya otra vez un ligero

brote de verdor de las semillas removidas, el sol, cuya carrera es

ya tan corta, siembra, al ponerse, largos regueros de oro sensitivo.

Los pájaros frioleros se van, en grandes y altos bandos, al Moro.

La más leve ráfaga de viento desnuda ramas enteras de sus

últimas hojas amarillas.

La estación convida a mirarnos el alma, Platero. Ahora

tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y el

campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio

en su desnudez al infinito y sostenido pensamiento solitario.

Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó, no

hace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se

recorta, con un pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre

la triste vehemencia amarilla del rápido poniente.

XCIII - LA ESCAMA

Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguel es otro pueblo.

Allí empieza el barrio de los marineros. La gente habla de otro

modo, con términos marinos, con imágenes libres y vistosas.

Visten mejor los hombres, tienes cadenas pesadas y fuman

buenos cigarros y pipas largas. ¡ Qué diferencia entre un hombre

sobrio, seco y sencillo de la carretería, por ejemplo, Raposo, y un

hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de

la Ribera !

Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la

calle del Coral. Cuando viene algún día a casa, deja la cocina

vibrando de su viva charla gráfica. Las criadas, que son una de la

Friseta, otra del Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas.

Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de tabaco de

contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de plata,

de oro... Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su

figulina ligera y rizada en el fino pañuelo negro de espuma...

Las criadas se quedan comentando sus palabras de colores.

Veo a Montemayor mirando una escama de pescado contra el sol,

tapado el ojo izquierdo con la mano... Cuando le pregunto qué

hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se ve, bajo

el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama, la

Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad,

que se lo ha dicho Granadilla...

XCIV - PINITO

¡ Eese !... ¡ Eese !... ¡ Eese !... ¡ ... maj tonto que Pinitoooo !...

Casi se me había ya olvidado quién era Pinito. Ahora,

Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los vallados de

arena roja un incendio mas colorado que caliente, la voz de ese

chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo la

cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.

Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenas puedo

recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un resto de

belleza en su sucia fealdad; más, al querer fijar mejor su imagen,

se me escapa todo, como un sueño con la mañana, y ya no sé

tampoco si lo que pensaba era de él... Quizás iba corriendo casi

en cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua, apedreado

por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo

y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al Molino de

viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los

montones de basura y con los mendigos forasteros.

- ¡ ...maj tonto que Pinitoooo !... ¡ Eese !...

- ¡ Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez sola con

Pinito ! El pobre murió, según dice la Macaria, de una borrachera,

en casa de Colillas, en la gavia del Castillo, hace ya mucho

tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora, Platero. Pero ¿

sería tonto ? ¿ Cómo, cómo sería ?

Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que,

según ese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo

soy más tonto que Pinito.

XCV - EL RÍO

Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal

corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá,

esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por

su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡ Qué pobreza !

Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes,

bergantines, faluchos - El Lobo, La Joven Eloísa, el San Cayetano,

que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero, La Estrella,

de mi tío, que mandaba Picón- , sus mástiles - ¡ sus palos

mayores, asombro de los niños !- ; o iban a Málaga, a Cádiz, a

Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las

lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus

nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de

carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones,

anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Ríotinto lo ha

envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los

ricos, comen los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el

falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.

¡ Qué miseria ! ¡ Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las

mareas ! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo

harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de hierro

igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada,

negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina

de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre

corazón las ansias, los niños de los carabineros.

XCVI - LA GRANADA

¡ Qué hermosa esta granada, Platero ! Me la ha mandado

Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las Monjas.

Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del agua

que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿ Vamos a

comérnosla ?

¡ Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la difícil piel,

dura y agarrada como una raíz a la tierra ! Ahora, el primer dulzor,

aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen pegados a

la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano, completo, con sus

velos finos, el exquisito tesoro de amatistas comestibles, jugosas y

fuertes, como el corazón de no sé qué reina joven. ¡ Qué llena

está, Platero ! Ten, come. ¿ Qué rica ! ¡ Con qué fruición se

pierden los dientes en la abundante sazón alegre y roja ! Espera,

que no puedo hablar. Da al gusto una sensación como la del ojo

perdido en el laberinto de colores inquietos de un calidoscopio. ¡

Se acabó !

Ya yo no tengo granados, Platero. Tú no viste los del

corralón de la bodega de la calle de las Flores. íbamos por las

tardes... Por las tapias caídas se veían los corrales de las casas

de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y el campo, y el

río. Se oía el toque de las cornetas de los carabineros y la fragua

de Sierra... Era el descubrimiento de una parte nueva del pueblo

que no era la mía, en su plena poesía diaria. Caía el sol y los

granados se incendiaban como ricos tesoros, junto al pozo en

sombra que desbarataba la higuera llena de salamanquesas...

¡ Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo ! ¡ Granadas

abiertas al sol grana del ocaso ! ¡ Granadas del huerto de las

Monjas, de la cañada del Peral, de Sabariego, en los reposados

valles hondos con arroyos donde se queda el cielo rosa, como en

mi pensamiento, hasta bien entrada la noche !

XCVII - EL CEMENTERIO VIEJO

Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por eso te

he metido, entre los burros del ladrillero, sin que te vea el

enterrador. Ya estamos en el silencio... Anda...

Mira; este es el patio de San José. Ese rincón umbrío y

verde, con la verja caída, es el cementerio de los curas... Este

patinillo encalado que se funde, sobre el poniente, en el sol

vibrante de las tres, es el patio de los niños... Anda... El

Almirante... Doña Bonita... La zanja de los pobres, Platero...

¡ Cómo entran y salen los gorriones de los cipreses ! ¡

Míralos qué alegres ! Esa abubilla que ves ahí, en la salvia, tiene

el nido en un nicho... Los niños del enterrador. Mira con qué gusto

se comes su pan con manteca colorada... Platero, mira esas dos

mariposas blancas...

El patio nuevo... Espera... ¿ Oyes ? Los cascabeles... Es el

coche de las tres, que va por la carretera a la estación.. Esos

pinos son los de Molino de viento... Doña Lutgarda... El capitán...

Alfredito Ramos, que traje yo, en su cajita blanca, de niño, una

tarde de primavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y con

Antonio Rivero... ¡ Calla... ! El tren de Ríotinto que pasa por el

puente... Sigue... La pobre Carmen, la tísica, tan bonita Platero...

Mira esa rosa con sol... Aquí está la niña, aquel nardo que no

pudo con sus ojos negros.. Y aquí, Platero, está mi padre...

Platero...

XCVIII - LIPIANI

Échate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de la

escuela.

Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días

los lleva Lipiani a lo del padre Castellano, otros al puente de las

Angustias, otros a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de

humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita.

Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara - ya

sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de nuestro

alcalde- , pero me temo que te murieras de hambre. Porque el

pobre Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios, y aquello

de que los niños se acerquen a mí, que él explica a su modo, hace

que cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo,

que él menudea, y así se come trece mitades él solo.

¡ Mira qué contentos van todos ! Los niños, como

corazonazos mal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la

ardorosa fuerza de esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani,

contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela de cuadros,

que fue de Boria, sonriente su gran barba entrecana con la

promesa de la comilona bajo el pino... Se queda el campo

vibrando a su paso como un metal policromo, igual que la

campana gorda que ahora, callada ya a sus vísperas, sigue

zumbando sobre el pueblo como un gran abejorro verde, en la

torre de oro desde donde ella ve la mar.

XCIX - EL CASTILLO

¡ Qué bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica

luz de otoño, como una ancha espada de oro limpio ! Me gusta

venir por aquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien el

ponerse del sol y nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos

nadie...

Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los

muros sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que

nadie vive en ella. Este es el nocturno campo de amor de la Colilla

y de su hija, esas buenas mozas blancas, iguales casi, vestidas

siempre de negro. En esta gavia es donde se murió Pinito y donde

estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron los cañones

cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, y tú lo has visto,

confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros

entran por aquí, de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera.

... Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja y

decadente, con los hornos de ladrillo y el río violeta al fondo. Mira

las marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, al manifestarse,

grande y grana, como un dios visible, atrae a él el éxtasis de todo

y se hunde, en la raya de mar que está detrás de Huelva, en el

absoluto silencio que le rinde el mundo, es decir, Moger, su

campo, tú y yo, Platero.

C - LA PLAZA VIEJA DE TOROS

Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la

visión aquélla de la plaza vieja de toros que se quemó una tarde...

de... que se quemó, yo no sé cuándo...

Ni sé tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea de

haber visto - ¿ o fue en una estampa de las que venían en el

chocolate que me daba Manolito Flórez ?- unos perros chatos,

pequeños y grises, como de maciza goma, echado al aire por un

toro negro... Y una redonda soledad absoluta, con una alta yerba

muy verde... Sólo sé cómo era por fuera, digo, por encima, es

decir, lo que no era plaza... Pero no había gente... Yo daba,

corriendo, la vuelta por las gradas de pino, con la ilusión de estar

en una plaza de toros buena y verdadera, como las de aquellas

estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer de agua que se

venía encima, se me entró, para siempre, en el alma, un paisaje

lejano de un rico verdor negro, a la sombra, digo, al frío del

nubarrón, con el horizonte de pinares recortado sobre una sola y

leve claridad corrida y blanca, allá sobre el mar...

Nada más... ¿ Qué tiempo estuve allí ? ¿ Quién me sacó ? ¿

Cuándo fue ?

No lo sé, ni nadie me lo ha dicho, Platero... Pero todos me

responden, cuando les hablo de ella:

- Sí; la plaza del Castillo, que se quemó... Entonces sí que

venían toreros a Moguer...

CI - EL ECO

El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguien

por él. De vuelta de los montes, los cazadores alargan por aquí el

paso y se suben por los vallados para ver más lejos. Se dice que,

en sus correrías por este término, hacía noche aquí Parrales, el

bandido... La roca roja está contra el naciente y, arriba, alguna

cabra desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla del

anochecer. En la pradera, una charca que solamente seca agosto,

coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las

piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, o por

levantar el agua en un remolino estrepitoso.

... He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al

algarrobo que cierra la entrada del prado, negro todo de sus

alfanjes secos; y aumentado mi boca con mis manos, he gritado

contra la roca: ¡ Platero !

La roca, con respuesta seca, endulzada un poco por el

contagio del agua próxima, ha dicho: ¡ Platero !

Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola y

fortaleciéndola, y con un impulso de arrancar, se ha estremecido

todo.

¡ Platero ! - he gritado de nuevo a la roca.

La roca de nuevo ha dicho: ¡ Platero !

Platero me ha mirado, ha mirado a la roca y, remangado el

labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el cenit.

La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en un

rebuzno paralelo al suyo, con el fin más largo.

Platero ha vuelto a rebuznar.

La roca ha vuelto a rebuznar.

Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo, se ha

cerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas con el

testuz o en el suelo, queriendo romper la cabezada, huir, dejarme

solo, hasta que me lo he ido trayendo con palabras bajas, y poco a

poco su rebuzno se ha ido quedando sólo en su rebuzno, entre las

chumberas.

CII - SUSTO

Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada

lumbre tibia sobre el mantel de nieve, y los geranios rojos y las

pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte aquel

sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres;

los niños discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el

pecho blanco al pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los

miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de

estrellas temblaba, dura y fría.

De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de

la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas

caídas, todos corrieron tras de ella, con un raudo alborotar,

mirando espantados a la ventana.

¡ El tonto de Platero ! Puesta en el cristal su cabezota blanca,

agigantada por la sombra, los cristales y miedo, contemplaba,

quieto y triste, el dulce comedor encendido.

CIII - LA FUENTE VIEJA

Blanca siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul,

siendo blanca, en la aurora; de oro o malva en la tarde, siendo

blanca; verde o celeste, siendo blanca, en la noche; la fuente

vieja, Platero, donde tantas veces me has visto parado tanto

tiempo, encierra en sí, como una clave o una tumba, toda la elegía

del mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera.

En ella he visto el Partenón, las Pirámides, las catedrales

todas. Cada vez que una fuente, un mausoleo, un pórtico me

desvelaron con la insistente permanencia de su belleza, alternaba

en mi duermevela su imagen con la imagen de la Fuente vieja.

De ella fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está en

su sitio, tal armoniosa sencillez la eterniza, el color y la luz son

suyos tan por eterno, que casi se podría coger de ella en la mano,

como su agua, el caudal completo de la vida. La pintó Böcklin

sobre Grecia; Fray Luis la tradujo; Beethoven la inundó de alegre

llanto; Miguel ángel se la dio a Rodin.

Es la cuna y es la boda; es la canción y es el soneto; es la

realidad y es la alegría; es la muerte.

Muerta está ahí, Platero, esta noche, como una carne de

mármol entre el oscuro y blando verdor rumoroso; muerta,

manando de mi alma el agua de mi eternidad.

CIV - CAMINO

¡ Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero ! Parece

que los árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y

en el cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él. Mira ese

chopo: parece Lucía, la muchacha titiritera del circo, cuando,

derramada la cabellera de fuego en la alfombra, levanta, unidas,

sus finas piernas bellas, que alarga la malla gris.

Ahora, Platero, desde la desnudez de la ramas, los pájaros

nos verán entre las hojas de oro, como nosotros los veíamos a

ellos entre las hojas verdes, en la primavera. La canción suave

que antes cantaron las hojas arriba, ¡ en qué seca oración

arrastrada se ha tornado abajo !

¿ Ves el campo, Platero, todo lleno de hojas secas ? Cuando

volvamos por aquí, el domingo que viene, no verás una sola. No

sé dónde se mueren. Los pájaros, en su amor de la primavera,

han debido decirles el secreto de ese morir bello y oculto, que no

tendremos tú ni yo, Platero...

CV - PIÑONES

Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla de los

piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y

para mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero.

Noviembre superpone invierno y verano en días dorados y

azules. Pica el sol, y las venas se hinchan como sanguijuelas,

redondas y azules... Por las blancas calles tranquilas y limpias

pasa el liencero de La Mancha con su fardo gris al hombro;

quincallero de Lucena, todo cargado de luz amarilla, sonando su

tintan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta, pegada a la

pared, pintado con cisco, en larga raya, la cal, doblada con su

espuerta, la niña de la Arena, que pregona larga y sentidamente: ¡

A loj tojtaiiitoooj piñoneee... !

Los novios los comen juntos en las puertas, trocando, entre

sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños que van al

colegio, van partiéndolos en los umbrales con una pierda... Me

acuerdo que, siendo yo niño, íbamos al naranjal de Mariano, en

los Arroyos, las tardes de invierno. Llevábamos un pañuelo de

piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar la navaja con que los

partíamos, una navaja de cabo de nácar, labrada en forma de pez,

con dos ojitos correspondidos de rubí, al través de los cuales se

veía la Torre Eiffel...

¡ Qué gusto tan bueno dejan en la boca los piñones tostados,

Platero ! ¡ Dan un brío, un optimismo ! Se siente uno con ellos

seguro en el sol de la estación fría, como hecho ya monumento

inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de

invierno, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, o con el

Manquito, el mozo de los coches...

CVI - EL TORO HUIDO

Cuando llego yo, con Platero, al naranjal, todavía la sombra

está en la cañada, blanca de la uña de león con escarcha. El sol

aún no da oro al cielo incoloro y fúlgido, sobre el que la colina de

chaparros dibuja sus más finas aulagas... De vez en cuando, un

blando rumor, ancho y prolongado, me hace alzar los ojos. Son los

estorninos que vuelven a los olivares, en largos bandos,

cambiando en evoluciones ideales...

Toco las palmas... El eco... ¡ Manuel !... Nadie... De pronto,

en rápido rumor grande y redondo... El corazón late con un

presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, con Platero, en la

higuera vieja...

Sí, ahí, va. Un toro colorado pasa, dueño de la mañana,

olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que encuentra.

Se para un momento en la colina y llena el valle, hasta el cielo, de

un lamento corto y terrible. Los estorninos, sin miedo, siguen

pasando con un rumor que el latido de mi corazón ahoga, sobre el

cielo rosa.

En una polvareda, que el sol que asoma ya, toca de cobre, el

toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y luego,

soberbio, campeador, mayor que el campo, se va, cuesta arriba,

los cuernos colgados de despojos de vid, hacia el monte, y se

pierde, al fin, entre los ojos ávidos y la deslumbrante aurora, ya de

oro puro.

CVII - IDILIO DE NOVIEMBRE

Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su

blanda carga de ramas de pino para el horno, casi desaparece

bajo la amplia verdura rendida. Su paso es menudo, unido, como

el de la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón... Parece

que no anda. En punta las orejas, se diría un caracol debajo de su

casa.

Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron en ellas el

sol, los chamarices, el viento, la luna, los cuervos - ¡ qué horror ! ¡

ahí han estado, Platero !- , se caen, pobres, hasta el polvo blanco

de las sendas secas del crepúsculo.

Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va

ya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza,

como el año pasado, a parecer divina...

CVIII - LA YEGUA BLANCA

Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las

Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a

los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo.

Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban silenciosas.

Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo

llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de

comer. Ya sabes que la pobre tan vieja como don Julián y tan

torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar... A eso del mediodía

la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. él, irritado, cogió

un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces le

pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas,

la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos

la seguían con piedras y gritos... Al fin, cayó al suelo y allí la

remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella. - ¡

Dejadla morir en paz !, como si tú o yo hubiésemos estado allí,

Platero, pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.

Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría

ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo que, ciego en su

vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su

blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre

la que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba

todo de levísimas nubecillas de rosa...

CIX - CENCERRADA

Verdaderamente, Platero, que estaba bien. Doña Camila iba

vestida de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y el puntero,

a un cochinito. él, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto en una

mano y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de

dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y Concha la

Mandadera que se llevó no sé qué ropas viejas de mi casa.

Delante iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro

negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de la calle de

Enmedio, de la calle de la Fuente, de la Carretería, de la plazoleta

de los Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello, tocando latas,

cencerros, peroles, almireces, gangarros, calderos, en rítmica

armonía, en la luna llena de las calles.

Ya sabes que doña Camila es tres veces viuda y que tiene

sesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una sola

vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias.

¡ Habrá que oírlo esta noche detrás de los cristales de la casa

cerrada, viendo y oyendo su historia y la de su nueva esposa, en

efigie y en romance !

Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina se

irá llevando del altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las

imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá

unas noches más el ruido de los chiquillos. Al fin, sólo quedarán la

luna llena y el romance...

CX - LOS GITANOS

Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre,

derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡ Qué bien lleva

su pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo

amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada

de blanco ! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como

siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos

de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas, y sus

burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.

¡ Los burros, Platero ! ¡ Ya estarán temblando los burros de

la Friseta, sintiendo a los gitanos desde los corrales bajos ! - Yo

estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuerda

tendrían los gitanos que saltar medio pueblo y, además, porque

Rangel, el guarda, me quiere y lo quiere a él- . Pero, por

amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la

voz.

- ¡ Adentro, Platero, adentro ! ¡ Voy a cerrar la cancela, que

te van a llevar !

Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa,

trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de

hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las

flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo - ¡ brutote !-

, en su corta fuga, la enredadera azul.

CXI - LA LLAMA

Acércate más, Platero. Ven... Aquí no hay que guardar

etiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque es de los

tuyos. Alí, su perro, ya sabes que te quiere. Y yo ¡ no te digo nada,

Platero ! ...¡ Qué frío hará en el naranjal ! Ya oyes a Raposo: ¡

Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja !

¿ No te gusta el fuego, Platero ? No creo que mujer desnuda

alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿ Qué cabellera

suelta, qué brazos, qué piernas resistirían la comparación con

estas desnudeces ígneas ? Tal vez no tenga la naturaleza

muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y la noche fuera

y sola; y, sin embargo, ¡ cuánto más cerca que el campo mismo

estamos, Platero, de la naturaleza, en esta ventana abierta al

antro plutónico ! El fuego es el universo dentro de casa. Colorado

e interminable, como la sangre de una herida del cuerpo, nos

calienta y nos da hierro, con todas las memorias de la sangre.

¡ Platero, qué hermoso es el fuego ! Mira cómo Alí, casi

quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡

Qué alegría ! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas de

sombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta en fuego

fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, en infinito

encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la rosa.

Mira; nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared, en el

suelo, en el techo.

¡ Qué locura, qué embriaguez, qué gloria ! El mismo amor

parece muerte aquí, Platero.

CXII - CONVALECENCIA

Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto de

convaleciente, blando de alfombras y tapices, oigo pasar por la

calle nocturna, como en un sueño con relente de estrellas, ligeros

burros que retornan del campo, niños que juegan y gritan.

Se adivinan cabezotas oscuras de asnos, y cabecitas finas

de niños que, entre los rebuznos, cantan, con cristal y plata,

coplas de Navidad. El pueblo se siente envuelto en una humareda

de castañas tostadas, en un vaho de establos, en un aliento de

hogares en paz...

Y mi alma se derrama, purificadora, con si un raudal de

aguas celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡

Anochecer de redenciones ! ¡ Hora íntima, fría y tibia a un tiempo,

llena de claridades infinitas !

Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las

estrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuerda, que, en este

instante de cielo cercano, parece que está muy lejos... Yo lloro,

débil, conmovido y solo, igual que Fausto...

CXIII - EL BURRO VIEJO

...En fin, anda tan cansado

que a cada paso se pierde...

(El potro rucio del Alcayde de los Vélez.)

Romancero general

No sé cómo irme de aquí, Platero, ¿ Quién lo deja ahí al

pobre, sin guía y sin amparo ?

Ha debido salirse del moridero. Yo creo que no nos oye ni

nos ve. Ya lo viste esta mañana en ese mismo vallado, bajo las

nubes blancas, alumbrada su seca miseria mohína, que llenaban

de islas vivas las moscas, por el sol radiante, ajeno a la belleza

prodigiosa del día de invierno. Daba una lenta vuelta, como sin

oriente, cojo de todas las patas y se volvía otra vez al mismo sitio.

No ha hecho más que mudar de lado. Esta mañana miraba al

poniente y ahora mira al naciente.

¡ Qué traba la de la vejez, Platero ! Ahí tienes a ese pobre

amigo, libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿ O

es que está muerto, como Bécquer, y sigue de pie, sin embargo ?

Un niño podría dibujar su contorno fijo, sobre el cielo del

anochecer.

Ya lo ves... Lo he querido empujar y no arranca... Ni atiende

a las llamadas... Parece que la agonía lo ha sembrado en el

suelo...

Platero, se ve a morir de frío en ese vallado alto, esta noche,

pasado por el norte... No sé cómo irme de aquí; no sé qué hacer,

Platero...

CXIV - EL ALBA

En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos

alertas ven las primeras rosas del alba y las saluden galantes,

Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡ Cuán dulce su

lejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas de la

alcoba ! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi

lecho mullido.

Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero, si en vez de

caer en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos

carboneros que van, todavía de noche, por la dura escarcha de los

caminos solitarios, a robar los pinos de los montes, o en las de

uno de esos gitanos astrosos que pintan los burros y les dan

arsénico y les ponen alfileres en las orejas para que no se les

caigan.

Platero rebuzna de nuevo. ¿ Sabrá que pienso en él ? ¿

Qué me importa ? En la ternura del amanecer, su recuerdo me es

grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra

tibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento.

CXV - FLORECILLAS

Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizó con

un delirio de flores. Por no sé qué asociación, Platero, con las

estrellitas de colores de mi sueño de entonces, niño pequeñito,

pienso, siempre que lo recuerdo, que las flores de su delirio fueron

las verbenas, rosas, azules, moradas.

No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristales de

la cancela del patio, por los que yo miraba azul o grana la luna y el

sol, inclinada tercamente sobre las macetas celestes o sobre los

arriates blancos. Y la imagen permanece sin volver la cara, -

porque yo no me acuerdo Cómo era- , bajo el sol de la siesta de

agosto o bajo las lluviosas tormentas de septiembre.

En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé qué

jardinero invisible, Platero. El que fuera, debió llevársela por una

vereda de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino torna

ella, en mi memoria, a mí que la conservo a su gusto en mi sentir

amable, aunque fuera del todo de mi corazón, como entre aquellas

sedas finas que ella usaba, sembradas todas de flores pequeñitas,

hermanas también de los heliotropos caídos del huerto y de las

lucecillas fugaces de mis noches de niño.

CXVI - NAVIDAD

¡ La candela en el campo... ! Es tarde de Nochebuena, y un

sol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo

gris en vez de todo azul, con un indefinible amarillor en el

horizonte de poniente... De pronto, salta un estridente crujido de

ramas verdes que empiezan a arder; luego, el humo apretado,

blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla

el aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.

¡ Oh la llama en el viento ! Espíritus rosados, amarillos,

malvas, azules, se pierden no sé dónde, taladrando un secreto

cielo bajo; ¡ y dejan un olor de ascua en el frío ! ¡ Campo, tibio

ahora, de diciembre ! ¡ Invierno con cariño ! ¡ Nochebuena de los

felices !

Las jaras vecinas se derritan. El paisaje, a través del aire

caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y

los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen

alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos

arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que

revientan, en un tiro.

Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche

va enrojeciendo, y cantan:

... Camina, María

camina, José...

Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.

CXVII - LA CALLE DE LA RIBERA

Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la guardia civil,

nací yo, Platero. ¡ Cómo me gustaba de niño y qué rico me

parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus

estrellas de cristales de colores ! Mira por la cancela, Platero;

todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules

engalanan, colgando la verja de madera, negra por el tiempo, del

fondo del patio, delicia de mi edad primera.

Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían

por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios

azules, en hazas, como el campo de octubre. Me acuerdo que me

parecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por la

costumbre del mar, veía yo, allá abajo, el río, con sus listas

paralelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y

amarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río;

con las violentas manchas coloradas en el cielo del poniente...

Después mi padre se fue a la calle Nueva, porque los marineros

andaban siempre navaja con mano, porque los chiquillos rompían

todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y porque en

la esquina hacía siempre mucho viento...

Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi

memoria aquella noche en que nos subieron a los niños todos,

temblorosos y ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba

ardiendo en la Barra...

CXVIII - EL INVIERNO

Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve,

Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó

obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de

diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un

Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla

¿ ves ?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se

queda mustia y triste, igual que la mía.

El agua debe ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál

corren felices, los niños, bajo ella, recios y colorados, al aire las

piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero

bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice

Darbón, tu médico.

Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones.

Mira cómo corre las canales del tejado. Mira cómo se limpian las

acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a

navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre

la yerba. Mira ahora, en esta sol instantáneo y débil, cuán bello el

arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a

nuestro lado.

CXIX - LECHE DE BURRA

La gente va más de prisa y tose en el silencio de la mañana

de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del

pueblo. Pasa vacío el coche de las siete... Me despierta otra vez

un vibrador ruido de los hierros de la ventana... ¿ Es que el ciego

ha atado a ella otra vez, como todos los años, su burra ?

Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro

de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta

leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.

Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si

es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un

ojo ciego de su amo... Un tarde, yendo yo con Platero por la

cañada de las ánimas, me vi al ciego dando palos a diestro y

siniestro tras la pobre burra que corría por los prados, sentada

casi en la yerba mojada. Los palos caían en un naranjo, en la

noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser

sólidos, habrían derribado el torreón del Castillo... No quería la

pobre burra vieja más advientos y se defendía del destino

vertiendo en lo infecundo de la tierra como Onán, la dádiva de

algún burro desahogado... El ciego, que vive su oscura vida

vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos

dedos del néctar de los burrillos, quería que la burra retuviese, de

pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina.

Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros de la

ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos

fumadores, tísicos y borrachos.

CXX - NOCHE PURA

Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre

al alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia,

vivo, con su pura agudeza.

Todos creen que tienen frío y se esconden en las casas y las

cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y

con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.

¡ Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre

de piedra tosca con remate de plata libre ! ¡ Mira cuánta estrella !

De tantas como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños;

que le está rezando a la tierra un encendido rosario de amor ideal.

¡ Platero, Platero ! Diera yo toda mi vida y anhelara que tú

quisieras dar la tuya, por la pureza de esta alta noche de enero,

sola, clara y dura !

CXXI - LA CORONA DE PEREJIL

¡ A ver quién llega antes !

El premio era un libro de estampas, que yo había recibido la

víspera, de Viena.

- ¡ A ver quién llega antes a las violetas !... A la una... A las

dos... ¡ A las tres !

Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blanco y

rosa al sol amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que el

esfuerzo mudo de sus pechos abría en la mañana, la hora lenta

que daba el reloj de la torre del pueblo, el menudo cantar de un

mosquitito en la colina de los pinos, que llenaban los lirios azules,

el venir del agua en el regato... Llegaban las niñas al primer

naranjo, cuando Platero, que holgazaneaba por allí, contagiado

del juego, se unió a ellas en su vivo correr. Ellas, por no perder, no

pudieron protestar, ni reírse siquiera...

Yo les gritaba: ¡ Que gana Platero ! ¡ Que gana Platero !

Sí, Platero llegó a las violetas antes que ninguna, y se quedó

allí, revolcándose en la arena.

Las niñas volvieron protestando sofocadas, subiéndose las

medias, cogiéndose el cabello: - ¡ Eso no vale ! ¡ Eso no vale ! ¡

Pues no ! ¡ Pues no, ea !

Les dije que aquella carrera la había ganado Platero y que

era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que el libro, como

Platero no sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas, pero

que a Platero había que darle un premio.

Ellas, seguras ya del libro, saltaban y reían, rojas: ¡ Sí ! ¡ Sí !

¡ Sí !

Entonces, acordándome de mí mismo, pensé que Platero

tendría el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis versos. Y

cogiendo un poco de perejil del cajón de la puerta de la casera,

hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y máximo,

como a un lacedemonio.

CXXII - LOS REYES MAGOS

¡ Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero ! No era

posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo, a uno en una

butaca, a otro en el suelo, al arrimo de la chimenea, a Blanca en

una silla baja, a Pepe en el poyo de la ventana, la cabeza sobre

los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes... Y ahora, en

el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón

pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico.

Antes de la cena, subí con todos. ¡ Qué alboroto por la

escalera, tan medrosa para ellos otras noches ! - A mí no me da

miedo de la montera, Pepe, ¿ y a ti ?, decía Blanca, cogida muy

fuerte de mi mano. - Y pusimos en el balcón, entre las cidras, los

zapatos de todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos Montemayor,

tita, María Teresa, Lolilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y

sombreros antiguos. Y a las doce, pasaremos ante la ventana de

los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces,

trompetas y el caracol que está en el último cuarto. Tú irás delante

conmigo, que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de

estopa, y llevarás, como un delantal, la bandera de Colombia, que

he traído de casa de mi tío, el cónsul... Los niños, despertados de

pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los ojos

asombrados, se asomarán en camisa a los cristales temblorosos y

maravillados. Después, seguiremos en su sueño toda la

madrugada, y mañana, cuando ya tarde, los deslumbre el cielo

azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al balcón y serán

dueños de todo el tesoro.

El año pasado nos reímos mucho. ¡ Ya verás cómo nos

vamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío !

CXXIII - MONS- URIUM

El Monturrio, hoy. Las colinas rojas, más pobres cada día por

la cava de los areneros, que, vistas desde el mar, parecen de oro

y que nombraron los romanos de ese modo brillante y alto. Por él

se va, más pronto que por el Cementerio, al Molino de viento.

Asoma ruinas por doquiera y en sus viñas los cavadores sacan

huesos, monedas y tinajas.

... Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró

en mi casa; que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo

esta palmera o la otra hospedería... Está cerca y no va lejos, y ya

sabes los dos regalos que nos trajo de América. Los que me gusta

sentir bajo mí, como una raíz fuerte, son los romanos, los que

hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico ni golpe que

arruine, en el que no fue posible cavar la veleta de la Cigüeña,

Platero...

No olvidarse nunca el día en que, muy niño, supe este

nombre: Mons- urium. Se me ennobleció de pronto el Monturrio y

para siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡ tan triste en mi pobre

pueblo !, halló un engaño deleitable. ¿ A quién tenía yo envidiar

ya ? ¿ Qué antigüedad, qué ruina - catedral o castillo- podría a

retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de la ilusión ? Me

encontré de pronto como sobre un tesoro inextinguible. Moquer,

Monte de oro, Platero; puedes vivir y morir contento.

CXXIV - EL VINO

Platero, te he dicho que el alma de Moquer es el pan. No.

Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera

todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado

setiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta

el borde, de vino y se derrama casi siempre como un corazón

generoso.

Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menos

generoso, y suena a cristal. Es como si el sol se donara en líquida

hermosura y por cuatro cuartos, por el gusto de encerrarse en el

recinto trasparente del pueblo blanco, y de alegrar su sangre

buena. Cada casa es, en cada calle, como una botella en la

estantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el poniente las

toca de sol.

Recuerdo «La fuente de la indolencia», de Turner que parece

pintada toda, en su amarillo limón, con vino nuevo. Así Moguel,

fuente de vino que, como la sangre, acude a cada herida suya, sin

término; manantial de triste alegría que, igual al sol de abril, sube

a la primavera cada año, pero cayendo cada día.

CXXV - LA FÁBULA

Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo,

como a la iglesia, a la guardia civil, a los toreros y al acordeón. Los

pobres animales, a fuerza de hablar tonterías por boca de los

fabulistas, me parecían tan odiosos como en el silencio de las

vitrinas hediondas de la clase de Historia natural. Cada palabra

que decían, digo, que decía un señor acatarrado, rasposo y

amarillo, me parecía un ojo de cristal, un alambre de ala, un

soporte de rama falsa. Luego, cuando vi en los circos de Huelva y

de Sevilla animales amaestrados, la fábula, que había quedado,

como las planas y los premios, en el olvido de la escuela dejada,

volvió a seguir como una pesadilla desagradable de mi

adolescencia.

Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, de

quien tú me has oído tanto hablar y repetir, me reconcilió con los

animales parlantes; y un verso suyo, a veces, me parecía voz

verdadera del grajo, de la paloma o de la cabra. Pero siempre

dejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma

caída del final.

Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido

vulgar de la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario

de la Academia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo.

Tú tienes su idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni

ésta el del ruiseñor. Así, no temas que vaya yo nunca, como has

podido pensar entre mis libros, a hacerte héroe charlatán de una

fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de zorra o el

jilguero, para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana

del apólogo. No, Platero...

CXXVI - CARNAVAL

¡ Qué guapo está hoy Platero ! Es lunes de Carnaval, y los

niños, que se han disfrazado vistosamente de toreros, de payasos

y de majos, le han puesto el aparejo moruno, todo bordado, en

rojo, verde, blanco y amarillo, de recargados arabescos.

Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van

rodando paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y

las máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las

manos azules.

Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de

locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y sueltos

cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en

medio de su corro bullanguero y, unidas por las manos, han girado

alegremente en torno de él.

Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como

un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por

doquiera. Pero, como es tan pequeño, las locas no le temen y

siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Los chiquillos,

viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda la plaza es

ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de

coplas, de panderetas y de almireces...

Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro

y se viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como

yo, no quiere nada con los Carnavales... No servimos para estas

cosas...

CXXVII - LEÓN

Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de los

poyos de la plaza de las Monjas, solitaria y alegre en esta calurosa

tarde de febrero, el temprano ocaso comenzado ya, en un malva

diluido en oro, sobre el hospital, cuando de pronto siento que

alguien más está con nosotros. Al volver la cabeza, mis ojos se

encuentran con las palabras: don Juan... Y León da una

palmadita...

Sí, es León, vestido ya y perfumado para la música del

anochecer, con su saquete a cuadros, sus botas de hilo blanco y

charol negro, su descolgado pañuelo de seda verde y, bajo el

brazo, los relucientes platillos. Da una palmadita y me dice que a

cada uno le conoce Dios lo suyo; que si yo escribo en los diarios..,

él, con ese oído que tiene, es capaz... - Ya v'osté, don Juan, loj

platiyo... El ijtrumento más difísi... El uniquito que ze toca zin

papé... - Si él quisiera fastidiar a Modestro, con ese oído, pues

silbaría, antes que la banda las tocara, las piezas nuevas. - Ya

v'osté... Ca cuá tié lo zuyo... Ojté ejcribe en loj diario... Yo tengo

ma juersa que Platero... Toq'ust'aquí...

Y me muestra su cabeza vieja y despelada, en cuyo centro,

como la meseta castellana, duro melón viejo y seco, un gran callo

es señal clara de su duro oficio.

Da una palmadita, un salto, y se va silbando, un guiño en los

ojos con viruelas, no sé qué pasodoble, la pieza nueva, sin duda,

de la noche. Pero vuelve de pronto y me da una tarjeta:

LEÓN

Decano de los mozos de cuerda de Moguer

CXXVIII - EL MOLINO DE VIENTO

¡ Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y

qué alto ese circo de arena roja ! ¿ Era en esta agua donde se

reflejaban aquellos pinos agrios, llenando luego mi sueño con su

imagen de belleza ? ¿ Era este el balcón desde donde yo vi una

vez el paisaje más claro de mi vida, en una arrobadora música de

sol ?

Sí, las gitanas están y el miedo a los toros vuelve. Está

también, como siempre, un hombre solitario - ¿ el mismo, otro ?- ,

un Caín borracho que dice cosas sin sentido a nuestro paso,

mirando con su único ojo al camino, a ver si viene gente... y

desistiendo al punto... Está el abandono y está la elegía, pero ¡

qué nuevo aquél, y ésta qué arruinada !

Antes de voverle a ver en él mismo, Platero, creí ver este

paraje, encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de

Bocklin. Yo siempre quise pintar su esplendor, rojo frente al ocaso

de otoño, doblado con sus pinetes en la charca de cristal que

socava la arena... Pero sólo queda, ornada de jaramago, una

memoria, que no resiste la insistencia, como un papel de seda al

lado de una llama brillante, en el sol mágica de mi infancia.

CXXIX - LA TORRE

No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande. ¡ Si

fuera la Giralda de Sevilla !

¡ Cómo me gustaría que subieras ! Desde el balcón del reloj

se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de

cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego,

desde el del sur, que rompió la campana gorda cuando la

subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo y se ve, en

la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro

pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Ríotinto y la Virgen

de la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y allí

le tocarías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza,

saliendo por la puerta del templete, entre los azulejos blancos y

azules, que el sol rompe en oro, salía el asombro de los niños que

juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría a ti,

agudo y claro, su gritar de júbilo.

¡ A cuántos triunfos tienes que renunciar, pobre Platero ! ¡ Tu

vida es tan sencilla como el camino corto del Cementerio viejo !

CXXX - LOS BURROS DEL ARENERO

Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, con su

picuda y roja carga de mojada arena, en la que llevan clavada,

como el corazón, la vara de acebuche verde con que les pegan...

CXXXI - MADRIGAL

Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la

pista, tres vueltas en redondo por todo el jardín, blanca como la

leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia.

Me la figuro en la rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo

a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son

dos mariposas; una blanca, ella, otra negra, su sombra.

Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden

otras ocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer

encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son

del jardín matinal.

Platero, ¡ mira qué bien vuela ! ¡ Qué regocijo debe ser para

ella el volar así ! Será como es para mí, poeta verdadero, el

deleite del verso. Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su

alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en

el jardín.

Cállete, Platero... Mírala. ¡ Qué delicia verla volar así, pura y

sin ripio !

CXXXII - LA MUERTE

Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los

ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se

levantara...

El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano

arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo

acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.

El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca

desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza

congestionada, igual que un péndulo.

- Nada bueno, ¿ eh ?

No sé qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Que un

dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra, entre la yerba...

A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón

se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y

descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo

de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle

la mano, en una polvorienta tristeza...

Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que

pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella

mariposa de tres colores...

CXXXIII - NOSTALGIA

Platero, tú nos ves, ¿ verdad ? ¿ Verdad que ves cómo se ríe

en paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en

la luz última, las afanosas abejas en torno del romero verde y

malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina ?

Platero, tú nos ves, ¿ verdad ?

¿ Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente vieja

los borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la

inmensa pureza que une tierra y cielo en un solo cristal de

esplendor ?

Platero, tú nos ves, ¿ verdad ?

¿ Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las

jaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano

enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas de carmín ?

Platero, tú nos ves, ¿ verdad ?

Platero, ¿ verdad que tú nos ves ? Sí, tú me ves. Y yo creo

oír, sí, sí, yo oigo en el poniente despejado, endulzando todo el

valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero...

CXXXIV - EL BORRIQUETE

Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el ronzal

del pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en

donde están las cunas olvidadas de los niños. El granero es

ancho, silencioso, soleado. Desde él se ve todo el campo

moguereño: el Molino de viento, rojo, a la izquierda; enfrente,

embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca; tras de la

iglesia, el recóndito huerto de la Piña; en el poniente, el mar, alto y

brillante en las mareas del estío.

Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero.

Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacen

teatros, con periódicos de almagra; iglesias, colegios...

A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo

inquieto y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus

sueños:

- ¡ Arre, Platero ! ¡ Arre, Platero !

CXXXV - MELANCOLÍA

Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de

Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y

paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de

grandes lirios amarillos.

Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda

pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en

el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor

nuevo.

Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y

serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas

ansiosas.

- ¡ Platero amigo ! - le dije yo a la tierra- ; si, como pienso,

estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a

los ángeles adolescentes, ¿ me habrás, quizá, olvidado ? Platero,

dime: ¿ te acuerdas aún de mí ?

Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa

blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual

que un alma, de lirio en lirio...

 

 

CXXXVI - A PLATERO EN EL CIELO DE MOGUER

 

Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas

veces - ¡ sólo mi alma !- por aquellos hondos caminos nopales, de

malvas y de madreselvas; a ti este libro que habla de ti, ahora que

puedes entenderlo.

Va a tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma de

nuestros paisajes moguereños, que también habrá subido al cielo

con la tuya; lleva montada en su lomo de papel a mi alma, que,

caminando entre zarzas en flor a su ascensión, se hace más

buena, más pacífica, más pura cada día.

Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas

y los azahares, llego, lento y pensativo, por el naranjal solitario, al

pino que arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de rosas

eternas, me verás detenerme ante los lirios amarillos que ha brotado tu descompuesto corazón.

 

 

 

 

 

CXXXVII - PLATERO DE CARTÓN  
 

Platero, cuando, hace un año, salió por el mundo de los hombres un pedazo de este libro que escribí en memoria tuya, una amiga tuya y mía me regaló este Platero de cartón. ¿Lo ves desde ahí? Mira: es mitad gris y mitad blanco; tiene la boca negra y colorada, los ojos enormemente grandes y enormemente negros; lleva unas angarillas de barro con seis macetas de flores de papel de seda, rosas, blancas y amarillas; mueve la cabeza y anda sobre una tabla pintada de añil, con cuatro ruedas toscas.

Acordándome de ti, Platero, he ido tomándole cariño a este burrillo de juguete. Todo el que entra en mi escritorio le dice   sonriendo: Platero. Si alguno no lo sabe y me pregunta qué es, le digo yo: es Platero. Y de tal manera me ha acostumbrado el nombre al sentimiento, que ahora, yo mismo, aunque esté solo, creo que eres tú y lo mimo con mis ojos. ¿Tú? ¡ Qué vil es la memoria del corazón humano ! Este Platero de cartón me parece hoy más Platero que tú mismo, Platero...

 

 

 

CXXXVIII - A PLATERO, EN SU TIERRA

Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he

vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo... Vengo solo. Ya

los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su

obra sobre nosotros tres - ya tú sabes- , y sobre su desierto

estamos de pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro

corazón.

¡ Mi corazón ! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a

mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso.

Pero, no; mejor será que no piensen... Así no tendrán en su

memoria la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de mis

impertinencias.

¡ Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadie

más que tú ha de saber !... Ordenaré mis actos para que el

presente sea toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el

sereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una violeta y de

su color, tranquilo en la sombra, y de su olor suave.

Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿ qué más te da el

pasado a ti que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu

mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada

aurora ?

Moguer, 1916


 (No es del texto "platero y yo", pero es su mejor y propio final)

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando...

pájaros cantando

 

 

X - L  
 

E