Los habitantes de la casona

por

Mercedes R. Casado

 

Llevaba pasando por aquella casa desde hacía casi tres años, los mismos que llevaba en ese trabajo desde que se había producido la absorción, pacto o como se quisiera llamar.

 

La casa, más bien una casona, sorprendía por encontrarla en una zona en la que nada tenía que ver con su estilo, un barrio residencial de alto nivel. Aún así la casona no desmerecía. De ella emanaba cierta solera que la impregnaba de cierto señorío, reminiscencia de otras épocas mejores.

En ocasiones llegue a dudar de que alguien viviera allí, pero el hecho de encontrarme todas las mañanas, junto a la verja del jardín, a los perros, me hacía pensar que estaba habitada... aunque nunca vi entrar ni salir a nadie.

 

El recuerdo me viene desde muy atrás, cuando alguna vez había pasado esporádicamente por esa calle viniendo de casa de una amiga que vivía un poco más abajo o de un gran centro comercial también próximo. En ese tiempo me llamó la atención y me atraía al mismo tiempo que me  repelía. Me explicaré.

Entonces la imagen que desprendía era verdaderamente tenebrosa, oscura, bastante tétrica se podía definir. Estaba rodeada de un jardín, que debía extenderse por la parte de atrás pero que desde donde yo la veía me era imposible apreciar aunque sí adivinar. Era un jardín enmarañado, nada cuidado, en el que había ido creciendo de todo, algunos árboles eran enormes y toda la vegetación ocultaba la casona en gran parte. Únicamente se podía intuir el color grisáceo de sus muros de cemento o mármol.

Por este motivo, por su aspecto me repelía, pero por otra parte... Parece ser que la casa pertenecía a un famoso escultor –detalle éste, perfectamente creíble- y eso me atraía, tal vez por ese halo de fantasía y por poder ver, in situ, el lugar de creación de un artista.

Por el jardín se encontraban diseminadas esculturas, generalmente de un tamaño considerable, y esto unido a la desbordante vegetación que de él brotaba contribuía aún más a darle un aspecto realmente misterioso.

 

La casa debió sufrir alguna transformación en el tiempo transcurrido entre las veces que yo pasaba de vez en cuando por ahí y cuando comencé a pasar diariamente por motivos laborales. A partir de ahí fue cuando seguí sus avatares  con más atención.

 

Un día cualquiera, no recuerdo exactamente, me fijé en ella. Y ahora, recordando, me doy cuenta de que fue curioso. En ese instante, la vi porque  vi a los perros. Observé que alguien se paraba delante de la verja del jardín y se entretenía con ellos, no sé si saludándolos o deseándoles un buen día, lo cierto es que ese detalle me llamó la atención. Para ser más exactos, ese hecho aislado no lo fue lo que hizo que me fijara en la casa, sino el que en días sucesivos distintas personas que pasaban por allí se comportaban de la misma forma.

Tampoco en ese momento asocié ambas cosas. Fue después cuando ocurrió, también un día cualquiera. Uno de esos en los que no sabes por qué tienes las mente más abierta, más analítica o quizás simplemente, por no se sabe que –extraños o no- designios, tiene que suceder. El caso es que la casa de los perros a los que todo el mundo saludaba se había o la habían despojado de la exuberante vegetación que la rodeaba y pude ver lo que escondía tras ella, y que hasta entonces solo intuía.

 

Era una casa cuya construcción aparentaba una solidez extraña en el lugar que ocupaba, rodeada de bloques modernos y alguna que otra casa de reciente existencia tipo chalet, muchas de estas últimas  destinadas a guarderías. Era de mármol, grisáceo; a la entrada, por la parte delantera, se accedía gracias a unos escalones que ascendían desde el lateral derecho hacia la izquierda, al final de ellos se encontraba un pequeño porche en el que habían colocado un mesa y algunas sillas de mimbre.

 

Definitivamente esa casa no tenía lugar en un sitio como aquel.

 

Hoy al pasar la he observado más detenidamente, pero tan solo de paso. Me he dado cuenta de que alguna de mis apreciaciones, como por ejemplo el material de construcción que me hacía dudar, había sido errónea. Es curioso, no es mármol sino cemento o con apariencia de cemento. Tal vez, el hecho de su fortaleza llevara a mi inconsciente a asociarla directamente con un material de probada dureza.

 

Esa casa merecía una atención especial. Un día que tuviera tiempo tendría que pararme más tranquilamente. Un inconveniente: en esa acera ni en la de enfrente existe banco alguno. Puede parecer una tontería, pero las cosas –y en este caso más- se ven mejor descansando plácidamente y paseando la mirada suavemente por toda sus superficie.

 

Hoy en la rápida ojeada que le he echado mientras iba camino del trabajo, me he percatado de otro detalle insólito. Entre los escasos árboles que se elevan en el jardín, y que han quedado de la poda al que fue sometido, sobrevive una palmera. ¿Cómo?, no lo sé. Pero ahí estaba, alta, esbelta, tal vez cotilleando en ese instante los quehaceres matutinos de sus vecinos de alrededor  o puede, y mucho más probable, que haya madrugado para ver amanecer en primavera.

También en su pequeño porche destacan azulejos en tonos blancos y azules, como si de un patio andaluz se tratara. Llegan hasta media altura de la pared y el efecto del conjunto, ya de por sí único, con este detalle y con la torre en que culmina la vieja casona se convierte en –no sé si es la palabra adecuada- inquietante.

 

Pero volvamos a los perros. Día tras día, ya digo que había ido viendo como niños y adultos, ejecutivos o no,  se paraban delante de la verja del jardín. Pues bien, un día un compañero del trabajo me sorprendió con un hecho.

 

Hasta entonces iba caminando todos los días al trabajo, o así hubiera debido ser siempre, pero la cuestión es que por motivos que ahora no vienen al caso –ni ahora ni nunca, porque nunca encontraré una explicación coherente que me satisfaga- hubo un momento que empecé a ir en taxi. No por sibaritismo, sino por falta de tiempo e imposibilidad de transporte público.

 

Al principio esos paseos matutinos eran una delicia y disfrutaba con ellos, especialmente en primavera. La calle por la que pasaba y en la que está la casona, es una calle tranquila con grandes árboles y numerosos jardines en los portales de los bloques, por lo que en esa estación y a primera hora de la mañana –ocho y cuarto- estaba poco concurrida. Esto me permitía regodearme con el canto de los pájaros y el sol que se dejaba caer a través de las ramas de los árboles. Tardaba aproximadamente  unos quince o veinte minutos y entraba a las ocho y media de la mañana, por lo que como se podía comprobar siempre o casi siempre llegaba tarde.

 

Uno de esos días coincidí, justo al entrar en la calle de la casona, con un compañero del trabajo, una persona muy peculiar. Alguna vez me encontraba a alguien puesto que muchos salían en la boca de metro que quedaba lejos, pero dadas las horas que generalmente yo llevaba no era lo más común. Ese día, sin embargo me encontré con la persona que tampoco llevaba excesivamente bien la “dictadura horaria”. Íbamos caminando sin las prisas propias que hubiéramos debido llevar por la hora que era, y al llegar a la verja del jardín de la casona, ¡sorpresa¡, se paró un segundo a saludar a los perros.

 

Antes no había reparado en ello, pero eran unos perros que debían estar acostumbrados a que los saludara quien pasara por la calle. No se extrañaban, no ladraban, no huían ni salían corriendo  hacía el interior del jardín; al contrario se acercaban amigablemente  a su interlocutor. Normalmente los perros en una casa de ese tipo se tienen para vigilarla y cuidarla de las acechanzas de los extraños. Éste no parecía ser el caso, ya que todo el mundo que se acercaba a la verja se daba por supuesto que eran extraños y los perros reaccionaban como si les conocieran de toda la vida.

 

Por lo tanto, ¿qué hacían unos perros que no defendían una casa que aparentemente estaba deshabitada? Otra cosa hubiera sido que viviera alguien... y estuvieran allí para hacer ¿compañía?

 

A medida que pensaba más en la casona, menos comprendía.

 

A finales del verano pasado sucedió otro hecho que tampoco ahora comprendo. Por esas fechas comencé a observar trasiego de obreros, un camión con material de construcción, y la actividad propia de cualquier obra en una casa que se va a someter a alguna reforma. Pensé que sus propietarios habían decidido remodelar la casona, acomodarla y dotarla de algunas mejoras con el fin de habitarla. Craso error. Al cabo de unos cuantos días, la actividad cesó y todavía hoy, diez meses después, sigue igual, sin ningún signo de asentamiento humano real.

 

 

Los perros continúan siendo los únicos habitantes... de la casona.