Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo
3 - Capítulo 4 -Capítulo 5
- Capítulo 6 - Capítulo 7 -
Capítulo 8 - Capítulo 9
Las Once Mil Vergas
Guillaume de Apollinaire
Bucarest
es una bella ciudad donde parece que vienen a mezclarse Oriente y
Occidente. Si solamente tenemos en cuenta la situación geográfica
estamos aún en Europa, pero estamos ya en Asia si nos referimos a
ciertas costumbres del país, a los turcos, a los servios y a las otras
razas macedonias, pintorescos especímenes de las cuales se distinguen
en todas las calles. Sin embargo es un país latino: los soldados
romanos que colonizaron el país tenían, sin duda, el pensamiento
constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y arbitro de
la elegancia. Esta nostalgia occidental se ha transmitido a sus
descendientes: los rumanos piensan insistentemente en una ciudad donde
el lujo es natural, donde la vida es alegre. Pero Roma ha perdido su
esplendor, la reina de las ciudades ha cedido su corona a París, ¡y qué
hay de extraordinario entonces en que, por un fenómeno atávico, el
pensamiento de los rumanos esté opuesto sin cesar en París, que ha
reemplazado tan adecuadamente a Roma a la cabeza del Universo! Lo
mismo que los otros rumanos, el hermoso príncipe Vibescu soñaba en
París, la Ciudad-Luz, donde las mujeres, bellas todas ellas, son
también de muslo fácil. Cuando estaba aún en el colegio de Bucarest, le
bastaba pensar en una parisina, en la parisina, para conseguir una
erección y verse obligado a masturbarse lenta y beatíficamente. Más
tarde, había descargado en muchos coños y culos de deliciosas rumanas.
Pero, lo sabía perfectamente, le hacia falta una parisina. Mony
Vibescu era de una familia muy rica. Su bisabuelo había sido hospodar,
que en Francia equivale al título de subprefecto. Pero esta dignidad se
había transmitido nominativamente a la familia, y tanto el abuelo como
el padre de Mony habían ostentado el título de hospodar. Del mismo modo
Mony Vibescu tuvo que llevar ese título en honor de su abuelo. Pero
él había leído suficientes novelas francesas como para saber mofarse de
los subprefectos: "Veamos - decía - ¿no es ridículo irse llamar
subprefecto porque tu abuelo lo ha sido? ¡Es simplemente grotesco!". Y
para ser menos grotesco había reemplazado el título de
hospodar-subprefecto por el de príncipe. "Este -exclamaba - es un título
que puede transmitirse por herencia. Hospodar, es una función
administrativa, pero es justo que los que se han distinguido en la
administración tengan el derecho de llevar un título. En el fondo, soy
un antepasado. Mis hijos y mis nietos sabrán agradecérmelo". EI
príncipe Vibescu estaba muy relacionado con el vicecónsul de Servia:
Bandi Fornoski que, según se decía en la ciudad, enculaba de muy buena
gana al encantador Mony. Un día el príncipe se vistió correctamente y
se dirigió hacia el viceconsulado de Servia. En la calle, todos le
miraban, y las mujeres lo hacían de hito en hito pensando: " ¡Qué
aspecto parisino tiene!". En efecto, el príncipe
Vibescu andaba come se cree en Bucarest que andan los parisinos, es
decir con pasos cortos y apresurados y removiendo el culo. ¡Es
encantador! Y en Budapest cuando un hombre anda así no hay mujer que se
le resista, aunque sea la esposa del primer ministro. Al
llegar ante la puerta del vice-consulado de Servia, Mony orinó
copiosamente contra la fachada, luego llamó. Un albanés vestido con
unas enagüillas blancas vino a abrirle. Rápidamente el príncipe Vibescu
subió al primer piso. El vicecónsul Bandi Fornoski estaba completamente
desnudo en su salón. Acostado en un mullido sofá, lucía una firme
erección; cerca de él estaba Mira, una morena montenegrina que le hacía
cosquillas en los testículos. Estaba igualmente desnuda y, como
permanecía inclinada, su posición hacía sobresalir un hermoso culo,
rollizo, moreno y velludo. Entre las dos nalgas se alargaba el surco
bien marcado con sus pelos obscuros y se vislumbraba el orificio
prohibido redondo como una pastilla. Debajo, los dos muslos, vigorosos
y largos, se estiraban, y como su posición forzaba a Mira a separarlos
quedaba visible el coño, grueso, espeso, bien cortado y sombreado por
una espesa guedeja completamente negra. Ella no se interrumpió cuando
entró Mony. En otro rincón, encima de un canapé, dos preciosas
muchachas de gran culo se acariciaban lanzando suaves " ¡ah!" de
voluptuosidad. Mony se desembarazó rápidamente de sus ropas, luego el
pene completamente erecto al aire, se abalanzó sobre las dos bacantes
intentando separarlas. Pero sus manos resbalaban sobre los cuerpos
húmedos y tersos que se escurrían como serpientes. Entonces, viendo que
babeaban de voluptuosidad, y furioso al no poder compartirla, se puso a
golpear con toda la mano el gran culo blanco que se encontraba a su
alcance. Como esto parecía excitar considerablemente a la propietaria
de ese gran culo, se puso a pegar con todas sus fuerzas, tan fuerte que
venciendo el dolor a la voluptuosidad, la bella muchacha a la que había
vuelto rosa el precioso culo blanco, se incorporó encolerizada diciendo: -Puerco,
príncipe de los enculados, no nos molestes, no queremos tu abultado
miembro. Ve a dar tu azúcar de cebada a Mira. Déjanos amarnos. ¿No es
eso, Zulmé? -¡Sí! Tone -respondió la otra muchacha. El príncipe blandió su enorme miembro gritando: -¡Cómo, cochinas, todavía y siempre pasándoos la mano por entre las piernas! Luego
agarrando a una de ellas, quiso besarle la boca. Era Tone, una bella
morena cuyo cuerpo completamente blanco tenía, en los mejores lugares,
unos preciosos lunares, que realzaban su blancura; su rostro era blanco
también y un lunar en la mejilla izquierda hacía muy picante el
semblante de esta graciosa muchacha. Su busto estaba adornado con dos
soberbios pechos duros como el mármol, cercados de azul, coronados por
unas fresas rosa suave, el de la derecha coquetamente manchado por un
lunar colocado allí como una mosca, una mosca asesina. Mony
Vibescu al agarrarla había pasado las manos bajo su voluminoso culo que
parecía un hermoso melón que hubiera crecido al sol de medianoche, tan
blanco y prieto era. Cada una de sus nalgas parecía haber sido tallada
en un bloque de Carrara sin defecto alguno y los muslos que descendían
debajo de ellas eran perfectamente redondos como las columnas de un
templo griego. ¡Pero qué diferencia! Los muslos estaban tibios y las
nalgas, frías, lo que es un síntoma de buena salud. La azotaina las
había vuelto un poco rosadas, de tal modo que de esas nalgas se podría
decir que estaban hechas de nata mezclada con frambuesas. Esta visión
excitaba hasta el límite de la lujuria al pobre Vibescu. Su boca
chupaba alternativamente los firmes pechos de Tone, o bien posándose
sobre el cuello o sobre el hombro dejaba marca de sus chupadas. Sus
manos sostenían firmemente ese prieto y opulento culo como si fuera una
sandía dura y pulposa. Palpaba esas nalgas reales y había insinuado el
índice en el agujero del culo que era de una estrechez que embriagaba.
Su grueso miembro que crecía cada vez más iba a abrir brecha en un
encantador coño coralino coronado por un toisón de un negro reluciente.
Ella le gritaba en rumano: " ¡No, no me la meterás!" y al mismo tiempo
pataleaba con sus preciosos muslos redondos y rollizos. El grueso
miembro de Mony había tocado ya el húmedo reducto de Tone con su cabeza
roja e inflamada. Ella pudo soltarse aún, pero al hacer este movimiento
dejó escapar una ventosidad, no una ventosidad vulgar, sino una
ventosidad de un sonido cristalino que le provocó una risa violenta y
nerviosa. Su resistencia disminuyó, sus muslos se abrieron y el
voluminoso aparato de Mony ya había escondido su cabeza en el reducto
cuando Zulmé, la amiga de Tone y su colaboradora de masturbación, se
apoderó bruscamente de los testículos de Mony y, estrujándolos en su
manecita, le causó tal dolor que el miembro humeante volvió a salir de
su domicilio con gran contrariedad de Tone que ya empezaba a menear su
gran culo debajo de su esbelta cintura.
Zulmé era
una rubia cuya espesa cabellera le caía hasta los talones. Era más
bajita que Tone, pero en cuanto a esbeltez y a gracia no le cedía en
nada. Sus ojos eran negros y ojerosos. Cuando soltó los testículos del
príncipe, éste se arrojó sobre ella diciendo: "Bueno, tú vas a pagar
por Tone". Luego, atrapando de una dentellada un precioso pecho,
comenzó a chuparle la punta. Zulmé se retorcía. Para burlarse de Mony
meneaba y ondulaba su vientre al final del cual bailaba una deliciosa
barba rubia muy rizada. Al mismo tiempo ponía en alto un bonito coño
que partía una bella y abultada mota. Entre los labios de ese coño
rosado bullía un clítoris bastante largo que demostraba sus costumbres
tribales. El miembro del príncipe trataba de penetrar en vano en ese
reducto. Al fin, asió las nalgas con fuerza e iba a penetrar cuando
Tone, enojada por haber sido privada de la descarga del soberbio
miembro, se puso a cosquillear con una pluma de pavo real los talones
del joven. El se echó a reír, empezó a retorcerse. La pluma de pavo
real le hacía cosquillas continuamente; de los talones había subido a
los muslos, al ano, al miembro que se desinfló rápidamente. Las dos
picaras, Tone y Zulmé, encantadas de su farsa, rieron un buen rato,
luego, sofocadas y arreboladas, continuaron sus caricias besándose y
lamiéndose ante el corrido y estupefacto príncipe. Sus culos se alzaban
cadenciosamente, sus pelos se mezclaban, sus dientes golpeaban los unos
contra los otros, los satenes de sus pechos firmes y palpitantes se
restregaban mutuamente. Al fin, retorcidas y gimiendo de voluptuosidad,
se regaron mutuamente, mientras el príncipe sentía que volvía a
empezarle una erección. Pero viendo a la una y a la otra tan fatigadas
por su mutua masturbación, se volvió hacia Mira que continuaba
manipulando el miembro del vice-Cónsul. Vibescu se aproximó suavemente
y haciendo pasar su bello miembro entre las gruesas nalgas de Mira, se
insinuó en el coño húmedo y entreabierto de la preciosa muchacha que,
sólo sentir que la penetraba la cabeza del nudo dio una culada que hizo
penetrar completamente el aparato. Luego continuó sus desordenados
movimientos, mientras que el príncipe le hacía titilar el clítoris con
una mano y con la otra le cosquilleaba los pechos. Su movimiento de
vaivén en el apretadísimo coño parecía causar un vivo placer a Mira que
lo demostraba con gritos de voluptuosidad. El vientre de Vibescu iba a
dar contra el culo de Mira y el frescor del culo de Mira causaba al
príncipe una sensación tan agradable como la causada a la muchacha por
el calor de su vientre. Pronto los movimientos se hicieron más vivos,
más bruscos; el príncipe se apretaba contra Mira qué jadeaba apretando
las nalgas. El príncipe la mordió en el hombro y la estrechó contra sí.
Ella gritaba:
-¡Ah! es bueno... quédate aquí...
más fuerte... más fuerte... ten, ten, tómalo todo. Dámelo, tu
esperma... Dámelo todo... Ten... Ten...
Y en una
descarga común se derrumbaron y quedaron anonadados por un momento.
Tone y Éulmé abrazadas en el canapé les miraban riendo. El vice-cónsul
de Servia había encendido un delgado cigarrillo de tabaco oriental.
Cuando Mony se hubo levantado, le dijo:
-Ahora,
querido príncipe, es mi turno; esperaba tu llegada y precisamente por
eso me he hecho manipular el miembro por Mira, pero te he reservado el
goce. ¡Ven, mi corazón, mi enculado querido, ven! que te la meta.
Vibescu le contempló un momento, luego, escupiendo sobre el miembro que le presentaba el vice-cónsul, pronunció estas palabras:
-Ya estoy harto de tus enculadas, toda la ciudad habla de ello.
Pero el vice-cónsul se había levantado, en plena erección, y había cogido un revólver.
Apuntó a Mony que, temblando, le tendió las posaderas balbuceando:
-Bandi, mi querido Bandi, sabes que te amo, encúlame, encúlame.
Bandi,
sonriendo, hizo penetrar su miembro en el elástico orificio que se
encontraba entre las dos nalgas del príncipe. Introducido allí, y
mientras las tres mujeres le miraban, se agitó como un poseído
blasfemando:
-¡Por el nombre de Dios! Estoy gozando, aprieta el culo, preciosidad, aprieta, estoy gozando. Aprieta tus bellas nalgas.
Y
la mirada salvaje, las manos crispadas sobre los hombros delicados,
descargó. Enseguida Mony se lavó, se volvió a vestir y marchó diciendo
que volvería después de comer. Pero al llegar a su casa, escribió esta
carta:
"Mi querido Bandi:
"Ya
estoy harto de tus enculados, ya estoy harto de las mujeres de
Bucarest, ya estoy harto de gastar aquí mi fortuna con la que sería tan
feliz en París. Antes de dos horas me habré marchado. Espero divertirme
enormemente allí y te digo adiós.
Mony, Príncipe Vibescu, Hospadar hereditario."
El
príncipe cerró la carta, escribiendo otra a su notario en la que le
pedía que liquidara sus bienes y le enviara el total a París en el
momento en que supiera su dirección.
Mony tomó
todo el dinero en metálico que poseía, 50.000 francos, y se dirigió a
la estación. Echó sus dos cartas al buzón y tomó el Orient Express
hacia París.
-Señorita,
no he hecho más que veros por primera vez y, loco de amor, he sentido
mis órganos genitales dirigirse hacia vuestra belleza soberana y me he
enardecido como si hubiera bebido un vaso de raki.
-¿Dónde? ¿Dónde?
-Pongo
mi fortuna y mi amor a vuestros pies. Si os tuviera en una cama, os
probaría mi pasión veinte veces seguidas. ¡Que las once mil vírgenes o
incluso que once mil vergas me castiguen si miento!
-¡Y cómo!
-Mis sentimientos no son falaces. No hablo así a todas las mujeres. No soy un calavera.
-¡Tu hermana!
Esta
conversación se producía en el boule-vard Malesherbes, una mañana
soleada. El mes de mayo hacía renacer la naturaleza y los gorriones
parisinos piaban al amor en los árboles reverdecidos. Galantemente, el
príncipe Mony sostenía esta conversación con una bonita y esbelta
muchacha que, vestida con elegancia, bajaba hacia la Madeleine. Andaba
tan deprisa que tenía dificultades para seguirla. De golpe ella se giró
bruscamente y se desternilló de risa:
-Acabaréis
pronto; ahora no tengo tiempo. Voy a la calle Duphot a ver a una amiga,
pero si estáis dispuesto a mantener a dos mujeres desesperadas por el
lujo y por el amor, si en definitiva sois un hombre, por la fortuna y
el poder copulativo, venid conmigo.
El enderezó su bello talle exclamando:
-Soy un príncipe rumano, hospodar hereditario.
-Y
yo -dijo ella - soy Culculine d'Ancóne, tengo diecinueve años, ya he
vaciado los testículos de diez hombres excepcionales en las relaciones
amorosas, y la bolsa de quince millonarios.
Y
charlando alegremente de diversas cosas fútiles o turbadoras, el
príncipe y Culculine llegaron a la calle Duphot. Subieron en ascensor
hasta el primer piso.
-El príncipe Mony Vibescu... mi amiga Alexine Mangetout.
Culculine hizo muy formalmente la presentación en un lujoso gabinete decorado con obscenas estampas japonesas.
Las dos amigas se besaron intercambiándose las lenguas. Las dos eran altas, pero sin exageración.
Culculine
era morena, con ojos grises relucientes de picardía, y un lunar peloso
adornaba la parte inferior de su mejilla izquierda. Su tez era mate, su
sangre afluía bajo la piel, sus mejillas y su frente se arrugaban
fácilmente testimoniando sus preocupaciones de dinero y de amor.
Alexine
era rubia, de ese color tirando a ceniza como no se ve más que en
París. La clara coloración de su tez parecía transparente. Esta bella
muchacha semejaba en su encantador deshabillé rosa, tan delicada y
traviesa como una picara marquesa del siglo antepasado.
Trabaron
pronto amistad y Alexine que tuvo un amante rumano fue a buscar su
fotografía a su dormitorio. El príncipe y Culculine la siguieron. Los
dos se precipitaron sobre ella y, riendo, la desnudaron. Su peinador
cayó, dejándola en una camisa de batista que dejaba ver un cuerpo
encantador, regordete, lleno de hoyuelos en los mejores lugares.
Mony
y Culculine la derribaron sobre la cama y sacaron a la luz sus bellos
pechos rosados, grandes y duros, a los que Mony chupó las puntas.
Culculine se inclinó y, levantando la camisa, descubrió dos muslos
redondos y grandes que se reunían bajo un gato rubio ceniciento como
los cabellos. Alexine, lanzando grititos de voluptuosidad, puso sobre
la cama sus piececitos dejando escapar unas chancletas que hicieron un
ruido sordo al caer al suelo. Las piernas muy separadas, levantaba el
culo bajo el lameteo de su amiga crispando sus manos alrededor del
cuello de Mony.
El resultado no tardó en producirse, sus muslos se apretaron, su pataleo se hizo más vivo, descargó diciendo:
-Puercos, me excitáis, tenéis que satisfacerme.
-¡Ha prometido hacerlo veinte veces! -dijo Culculine, y se desnudó.
El
príncipe hizo lo mismo. Quedaron desnudos al mismo tiempo, y mientras
que Alexine, como desmayada, estaba tendida en la cama, pudieron
admirar recíprocamente sus cuerpos. El voluminoso culo de Culculine se
balanceaba deliciosamente debajo de su talle exquisito y los grandes
testículos de Mony se hinchaban debajo de un enorme miembro del que
Culculine se apoderó.
-Méteselo -dijo -, después me lo harás a mí.
El príncipe aproximó su miembro al coño entreabierto de Alexine que se estremeció ante esta proximidad:
-¡Me matas! -gritó.
Pero
el miembro penetró hasta los testículos y volvió a salir para volver a
entrar como un pistón. Culculine se metió en la cama y puso su gato
negro encima de la boca de Alexine, mientras que Mony le lamía la
puerta falsa. Alexine movía el culo como una endemoniada; puso un dedo
en el agujero del culo de Mony, cuya erección aumentó bajo esta
caricia. El puso sus manos debajo de las nalgas de Alexine que se
crispaban con una fuerza increíble, apretando en el inflamado coño al
enorme miembro que apenas podía menearse allí dentro.
Pronto
la agitación de los tres personajes fue extrema, su respiración se hizo
jadeante. Alexine descargó tres veces, luego fue el turno de Culculine
que desmontó inmediatamente para ir a mordisquear los testículos de
Mony. Alexine se puso a gritar como una condenada y se retorció como
una serpiente cuando Mony le soltó dentro del vientre su semen rumano.
Culculine le arrancó inmediatamente del orificio y su boca fue a tomar
el lugar del miembro para beber, a lengüetadas, el esperma que se
derramaba en grandes borbotones. Alexine, entretanto, había tomado en
la boca el miembro de Mony, que limpió cuidadosamente provocándole una
nueva erección.
Un instante después, el príncipe
se precipitó sobre Culculine, pero su miembro permaneció en el umbral,
cosquilleando el clítoris. Tenía en su boca uno de los pechos de la
muchacha. Alexine acariciaba los dos.
-Métemelo -gritaba Culculine - no puedo más.
Pero
el miembro permanecía fuera. Descargó dos veces y parecía desesperada,
cuando el miembro penetró brutalmente hasta la matriz. Entonces, loca
de excitación y voluptuosidad, mordió a Mony en la oreja, tan fuerte
que le quedó un pedazo en la boca. Lo tragó gritando con todas sus
fuerzas y sacudiendo magis-tralmente el culo. Esta herida, de la que la
sangre manaba a chorros, pareció excitar a Mony, pues empezó a menearse
más rápidamente y no abandonó el coño de Culculine hasta haber
descargado tres veces, mientras que ella misma lo hacía diez.
Cuando
él desenfundó, los dos se dieron cuenta con asombro que Alexine había
desaparecido. Volvió pronto con productos farmacéuticos destinados a
cuidar a Mony y un enorme látigo del conductor de un coche de alquiler.
-Lo
he comprado por cincuenta francos -exclamó - al cochero 3.269 de la
Urbana, y va a servirnos para poner en forma de nuevo al rumano. Déjame
curarle la oreja, Culculine mía, y hagamos un 69 para excitarnos.
Mientras
que detenía la salida de la sangre, Mony asistió a este regocijante
espectáculo: perfectamente acopladas, Culculine y Alexine, se acometían
con ardor. El macizo culo de Alexine, blanco y regordete, se contoneaba
sobre el rostro de Culculine; las lenguas, largas como miembros de
niño, iban a buen ritmo, la saliva y el semen se mezclaban, los mojados
pelos se adherían entre sí y suspiros que partirían el alma, si no
fueran suspiros de voluptuosidad, se elevaban de la cama que crujía y
chirriaba bajo el agradable peso de las preciosas muchachas.
-¡Ven a encularme! -gritó Alexine.
Pero
Mony perdía tanta sangre que ya no tenía ganas de hacerlo. Alexine se
levantó y, cogiendo el látigo del cochero del vehículo 3.269, por el
soberbio mango completamente nuevo, lo blandió y azotó la espalda, las
nalgas de Mony que, bajo este nuevo dolor olvidó su sangrante oreja y
empezó a dar alaridos. Pero Alexine, desnuda y semejante a una bacante
en pleno delirio, golpeaba sin parar.
-¡Ven a
azotarme tú también! -le gritaba ella a Culculine, cuyos ojos
resplandecían y que acudió a azotar con todas sus fuerzas el gran culo
agitado de Alexine. Culculine también se excitó pronto.
-¡Azótame, Mony! -suplicó.
Y
éste, que se acostumbraba al castigo, aunque su cuerpo estuviera
sangrante, se puso a azotar las bellas nalgas morenas que se abrían y
cerraban cadenciosamente. Cuando le comenzó la erección de nuevo, la
sangre caía, no sólo de la oreja, sino también de cada marca dejada por
el cruel flagelo.
Entonces Alexine se volvió y
presentó sus bellas nalgas enrojecidas al enorme miembro que penetró en
la roseta, mientras que la empalada chillaba agitando el culo y los
pechos. Pero Culculine los separó riendo. Las dos mujeres
reemprendieron su mutua masturbación, mientras que Mony, completamente
ensangrentado e instalado hasta la guardia en el culo de Alexine, se
agitaba con un vigor que hacía gozar enormemente a su pareja. Sus
testículos ondeaban como las campanas de Nótre-Dame y llegaban a
embestir la nariz de Culculine. En un momento dado el culo de Alexine
se estrechó con gran fuerza en torno a la base del glande de Mony que
ya no pudo moverse. Así es como descargó con grandes chorros mamados
por el ano ávido de Alexine Mangetout.
Entretanto, en la calle la muchedumbre se apiñaba en torno del coche 3.269 cuyo cochero no tenía látigo.
Un sargento municipal le preguntó qué había hecho de él:
-Lo he vendido a una dama de la calle Du-phot.
-Id a recuperarlo u os pongo una multa.
-Ahora
voy -dijo el auriga, un normando de fuerza poco común, y, después de
haberse informado con la portera, llamó al primer piso.
Alexine
fue desnuda a abrirle; el cochero quedó deslumbrado y, como ella se
escapaba hacia el dormitorio, la persiguió, la agarró y le introdujo
con habilidad y a la manera de los perros, un miembro de respetable
talla. Descargó pronto gritando: " ¡Truenos de Brest, burdel de Dios,
cochina puta! ".
Alexine, dándole culadas,
descargó al mismo tiempo que él, mientras que Mony y Culculine se
partían de risa. El cochero, creyendo que se burlaban de él, montó en
terrible cólera.
-¡Ah!, ¡putas, chulo, carroña, basura, os burláis de mí! Mi látigo, ¿dónde está mi látigo?
Y
viéndolo, se apoderó de él para golpear con todas sus fuerzas a Mony,
Alexine y Culculine, cuyos cuerpos desnudos brincaban bajo los
cintarazos que les dejaban marcas sangrantes. Luego tuvo una nueva
erección y, saltando sobre Mony, empezó a encularlo.
La
puerta de entrada había quedado abierta y el municipal, que, viendo que
el cochero no volvía, había subido, entró en este instante en el
dormitorio; no tardó en sacar su miembro reglamentario. Lo introdujo
con habilidad en el culo de Culculine que cloqueaba como una gallina y
se estremecía con el frío contacto de los botones del uniforme.
Alexine,
desocupada, cogió la porra blanca que se balanceaba en la vaina que
colgaba de la cintura del sargento municipal. Se la introdujo en el
coño y rápidamente las cinco personas empezaron a gozar tremendamente,
mientras que la sangre de las heridas chorreaba sobre las alfombras,
las sábanas, los muebles y mientras en la calle se llevaban al depósito
el abandonado coche 3.269 cuyo caballo se pedió durante todo el camino
que quedó perfumado de manera nauseabunda.
Algunos
días después de la sesión, que el cochero del vehículo 3.269 y el
agente de policía habían acabado de manera tan singular, el príncipe
Vibescu apenas se había repuesto de sus emociones. Las marcas de la
flagelación habían cicatrizado y él estaba desmayadamente tendido en un
sofá de una habitación del Grand-Hótel. Para excitarse leía la sección
de sucesos del Journal. Le apasionaba una historia. El crimen
era espantoso. El lavaplatos de un restaurante había hecho asar el culo
de un joven pinche, luego, aún caliente y sangrante, lo había enculado
y comido los trozos asados que se desprendían del trasero del efe-bo.
Los vecinos habían acudido a los gritos del Vatel y habían detenido al
sádico lavaplatos. La historia estaba contada con todos los detalles y
el príncipe la saboreaba masturbándose lentamente el miembro que se
había sacado.
En ese momento, llamaron. Una
criada complaciente, fresca y muy bonita con su cofia y su delantal,
entró con el permiso del príncipe. Sostenía una carta y enrojeció
viendo el aspecto descompuesto de Mony que se volvió a poner los
pantalones:
-No se vaya, bella y rubia señorita, tengo que decirle unas palabras.
Al
mismo tiempo, cerró la puerta y, agarrando a la preciosa Mariette por
la cintura, la besó vorazmente en la boca. Al principio ella se
defendió, apretando fuertemente los labios, pero pronto, bajo el
abrazo, comenzó a abandonarse, luego su boca se abrió. La lengua del
príncipe penetró en ella, siendo mordida inmediatamente por Mariette
cuya hábil lengua empezó a cosquillear la punta de la de Mony.
Con
una mano, el joven le rodeaba la cintura; con la otra le levantaba las
faldas. No llevaba bragas. Su mano se colocó rápidamente entre dos
muslos redondos y grandes que nadie le hubiera supuesto, pues era alta
y delgada. Tenía un coño muy peludo. Estaba muy enardecida, y la mano
estuvo muy pronto en el interior de una húmeda grieta, mientras que
Mariette se abandonaba avanzando el vientre. Su mano se paseaba por
encima de la bragueta de Mony que al fin consiguió desabrochar. Extrajo
el soberbio florete que al entrar sólo había podido entrever. Se
masturbaban mutua y suavemente; él le pellizcaba el clítoris; ella,
apretando su pulgar sobre el orificio del pene. El le levantó las
piernas y se las puso sobre los hombros, mientras ella se desabrochaba
para hacer surgir dos soberbios pechos erectos que él se puso a chupar
alternativamente, haciendo penetrar su ardiente miembro en el coño.
Inmediatamente ella se echó a gritar:
-¡Qué bueno, qué bueno... qué bien lo haces!
En aquel momento ella dio unas desordenadas culadas, luego él la sintió descargar diciendo:
-Toma... qué gusto... toma... tómalo todo.
Inmediatamente después, le agarró bruscamente el miembro diciendo:
-Por aquí ya hay bastante.
Lo
sacó del coño y se lo introdujo en otro agujero completamente redondo
situado un poco más abajo, como un ojo de cíclope entre dos globos
carnosos, blancos y vigorosos. El miembro, lubrificado por los licores
femeninos, penetró fácilmente y, tras haber vivamente culeado, el
príncipe soltó todo su esperma en el culo de la preciosa camarera.
Enseguida sacó su miembro que hizo: "floc", como cuando se descorcha
una botella y sobre la punta aún quedaba algo de semen mezclado con un
poco de mierda. En este momento, en el corredor sonó una llamada y
Mariette dijo: "Debo ir a ver". Y se largó después de besar a Mony que
le puso dos luises en la mano. Cuándo hubo salido, él se lavó la cola,
luego abrió la carta que contenía esto:
"Mi hermoso rumano:
"¿Qué es de ti? Debes haberte repuesto de tus fatigas. Pero recuerda lo que me dijiste: Si no hago el amor veinte veces seguidas, que once mil vergas me castiguen. No lo hiciste veinte veces, peor para ti.
"El
otro día fuiste recibido en el picadero de Alexine, en la calle Duphot.
Ahora que te conocemos, puedes venir a mi casa. No puedes ir a casa de
Alexine. No puede recibirme ni siquiera a mí. Por eso tiene un
picadero. Su senador es demasiado celoso. A mí me da lo mismo; mi
amante es explorador, debe estar a punto de enfilar perlas con las
negras de Costa de Marfil. Puedes venir a mi casa, el 214 de la calle
de Prony. Te esperamos a las cuatro.
Culculine d'Ancóne."
Tan
pronto leyó esta carta, el príncipe miró la hora. Eran las once de la
mañana. Llamó para hacer subir al masajista que le masajeó y le enculó
limpiamente. Esta sesión le vivificó. Tomó un baño y se sentía fresco y
dispuesto al llamar al peluquero que le peinó y le enculó
artísticamente. El pedicuro-manicura subió inmediatamente. Le hizo las
uñas y le enculó vigorosamente. El príncipe, entonces, se sintió
completamente a gusto. Bajó a los bulevares, desayunó copiosamente,
luego tomó un fiacre que le condujo a la calle de Prony. Era un
hotelito, habitado exclusivamente por Culculine. Una vieja sirvienta le
franqueó la entrada. La habitación estaba amueblada con un gusto
exquisito.
Enseguida le hicieron entrar en un
dormitorio cuya cama, muy baja y de cobre, era enorme. El entarimado
estaba cubierto con pieles de animales que ahogaban el ruido de las
pisadas. El príncipe se desvistió rápidamente y quedó completamente
desnudo cuando entraron Alexine y Culculine enfundadas en unos
maravillosos deshabillés. Se echaron a reír y lo besaron. El empezó por
sentarse, luego colocó a cada una de las muchachas encima de una de sus
piernas, pero lo hizo levantándoles la falda, de manera que ellas
permanecían decentemente vestidas y él sentía sus culos desnudos sobre
los muslos. Luego empezó a masturbar a cada una con una mano, mientras
ellas le cosquilleaban el miembro. Cuando sintió que estaban
completamente excitadas les dijo:
-Ahora vamos a dar clase.
Las hizo sentar en una silla enfrente suyo y, después de reflexionar un instante, les dijo:
-Señoritas, acabo de notar que no llevan bragas. Deberían avergonzarse. Corran a ponerse una.
Cuando volvieron, comenzó la clase.
-Señorita Alexine Mangetout, ¿cómo se llama el rey de Italia?
-Si crees que me importa, ¡no tengo ni idea! -dijo Alexine.
-Tiéndase en la cama -gritó el profesor.
La
hizo colocar de rodillas y de espaldas sobre la cama, le hizo levantar
las faldas y abrir la raja de los calzones de los que emergieron los
globos radiantes de blancura de las nalgas. Entonces empezó a
golpearlas con la palma de la mano; pronto el trasero empezó a
enrojecer. Esto excitaba a Alexine que hacía muy buen culo, pero
enseguida el mismo príncipe no pudo contenerse. Pasando sus manos
alrededor del busto de la joven, le agarró los pechos por debajo del
peinador, luego haciendo descender una mano, le acarició el clítoris y
notó lo mojado que tenía el coño.
Las manos de
ella no permanecían inactivas; habían agarrado el miembro del príncipe
conduciéndolo por el angosto sendero de Sodoma. Alexine se inclinaba
para que su culo sobresaliera mejor y para facilitar la entrada a la
verga de Mony.
El glande estuvo dentro muy
pronto, el resto le siguió y los testículos iban a pegar contra la base
de las nalgas de la joven. Culculine, que se aburría, también se echó
sobre la cama y lamió el coño de Alexine que, festejada por los dos
lados, gozaba hasta llorar. Su cuerpo sacudido por la voluptuosidad se
retorcía como si estuviera sufriendo atrozmente. Estertores voluptuosos
se escapaban de su garganta. El enorme instrumento le llenaba el culo y
yendo hacia delante y hacia atrás, chocaba contra la membrana que lo
separaba de la lengua de Culculine que recogía el líquido provocado por
este pasatiempo. El vientre de Mony embestía el culo de Alexine. Luego
el príncipe culeó más deprisa. Empezó a morder el cuello de Alexine. El
miembro se hinchó. Alexine no pudo soportar tanta felicidad; se dejó
caer sobre la cara de Culculine que no cesó en sus lameteos, mientras
que el príncipe la seguía en su caída, la verga introducida en su culo.
Unas arremetidas más, luego Mony soltó su semen. Ella permaneció
tendida en la cama mientras Mony iba a lavarse y Culculine se levantaba
para orinar. Ella tomó un cubo, se sentó a horcajadas en él, las
piernas muy separadas, se levantó la falda y orinó copiosamente, luego,
para quitarse las ultimas gotas que habían quedado entre los pelos,
soltó un pedo pequeño, tierno y discreto que excitó considerablemente a
Mony.
-¡Cágate en mis manos, cágate en mis manos! -exclamaba.
Ella
sonrió; él se colocó detrás de ella, que bajaba un poco el culo y
empezaba a hacer esfuerzos. Llevaba unos diminutos calzones de batista
transparente a través de los cuales se entreveían sus bellos y
vigorosos muslos. Unas medias negras le llegaban hasta por encima de la
rodilla y moldeaban dos maravillosas pantorrillas de silueta
incomparable, ni demasiado gruesas ni demasiado delgadas. En esta
posición el culo resaltaba, admirablemente encuadrado por la abertura
de los calzones. Mony observaba atentamente las dos morenas y rosadas
nalgas, vellosas, regadas por una sangre generosa. Advertía la
extremidad de la espina dorsal, algo salida y, debajo, el comienzo de
la raya del culo. Primero ancha, luego estrechándose y haciéndose más
profunda a medida que aumentaba el espesor de las nalgas; se llegaba
así hasta el orificio obscuro y redondo, completamente arrugado. Los
primeros esfuerzos de la joven consiguieron dilatar el agujero del culo
y hacer salir un poco de la piel lisa y rosada que se encuentra en su
interior y que parece un labio remangado.
-¡Caga ya! -gritaba Mony.
Enseguida
apareció una puntita de mierda, picuda e insignificante, que mostró la
cabeza y se retiró inmediatamente a su caverna. Seguidamente
reapareció, seguida lenta y majestuosamente por el resto del salchichón
que constituía uno de los más bellos cagajones que un intestino haya
producido jamás.
La mierda salía untuosa e
ininterrumpidamente, hilada con cuidado como un cable de navío.
Oscilaba graciosamente entre las bellas nalgas que se separaban cada
vez más. Pronto se balanceó más briosamente. El culo se dilató aún más,
se agitó un poco y la mierda cayó, caliente y humeante toda ella, en
las manos de Mony que se tendían para recibirla. Entonces él grito: "
¡No te muevas! ", y, agachándose, le lamió cuidadosamente el orificio
del culo, amasando el cagajón con sus manos. Luego lo aplastó con
voluptuosidad y se embadurnó todo el cuerpo con él. Culculine se
desvestía para imitar a Alexine que se había desnudado y mostraba a
Mony su voluminoso y transparente culo de rubia: " ¡Cágame encima! ",
gritó Mony a Alexine arrojándose al suelo. Ella se acuclilló encima,
pero no del todo. El podía gozar del espectáculo que ofrecía su ano.
Los primeros esfuerzos consiguieron hacer salir un poco del semen que
Mony había depositado allí luego salió la mierda, amarilla y blanda,
que cayó en varias veces y, como ella reía y se meneaba, la mierda se
desparramaba por todo el cuerpo de Mony que pronto tuvo el vientre
adornado con muchas de estas fragantes babosas.
Al
mismo tiempo Alexine había orinado y el chorro, muy caliente, al caer
sobre el miembro de Mony, había despertado sus instintos animales. Poco
a poco el pendolón se iba irguiendo, hinchándose hasta que, alcanzado
su volumen normal, el glande se atirantó, colorado como una enorme
ciruela, ante los ojos de la joven que, acercándose, se agachó cada vez
más, haciendo penetrar la verga en erección por entre los bordes
peludos del coño ampliamente abierto. Mony gozaba con el espectáculo.
El culo de Alexine, al descender, mostraba cada vez más a las claras su
apetitosa rotundidad. Sus escalofriantes redondeces imponían y la
separación de las nalgas se acusaba cada vez más. Cuando el culo hubo
descendido completamente, cuando el miembro fue totalmente engullido,
el culo se levantó de nuevo y comenzó un bonito movimiento de vaivén
que modificaba su volumen en proporciones notables, y era un
espectáculo delicioso. Mony, lleno de mierda, gozaba profundamente: al
cabo de poco tiempo sintió como se apretaba la vagina y Alexine dijo
con voz estrangulada:
-¡Puerco, ya viene... estoy gozando!
Y
dejó escapar su chorro. Pero Culculine, que había asistido a esta
operación y parecía acalorada, la extrajo brutalmente del palo y,
abalanzándose sobre Mony sin preocuparse de la mierda que la ensució
también, se introdujo la cola en el coño exhalando un suspiro de
satisfacción. Comenzó a dar terribles culadas mientras decía: " ¡Han!"
a cada arremetida. Pero Alexine, despechada por haber sido desposeída
de su bien, abrió un cajón y sacó de él unos zorros hechos con tiras de
cuero. Comenzó a azotar el culo de Culculine cuyos saltos se hicieron
aún más apasionados. Alexine, excitada por el espectáculo, golpeaba
dura y vigorosamente. Los golpes llovían sobre el soberbio trasero.
Mony, ladeando ligeramente la cabeza, veía, en un espejo que tenía
enfrente, subir y bajar el gran culo de Culculine. Al subir las nalgas
se entreabrían y la roseta aparecía por un breve instante para
desaparecer al bajar cuando las bellas nalgas mofletudas se estrechaban
de nuevo. Debajo, los labios peludos y distendidos del coño devoraban
la enorme verga que, al subir, se veía mojada y salía Casi totalmente.
En un momento los golpes de Alexine habían enrojecido completamente el
pobre culo que ahora se estremecía de voluptuosidad. Pronto un golpe
dejó una marca sangrienta. Las dos, la que golpeaba y la azotada,
estaban frenéticas como bacantes y parecían gozar con idéntica
intensidad. El mismo Mony empezó a compartir su furor y sus uñas
surcaron la espalda satinada de Culculine. Alexine, para golpear
cómodamente a Culculine, se arrodilló junto al grupo. Su mofletudo
culazo, sacudiéndose a cada golpe que daba, quedó a dos dedos de la
boca de Mony.
Su lengua no tardó en introducirse
allí dentro, luego animado por un furor voluptuoso, empezó a morder la
nalga derecha. La joven lanzó un grito de dolor. Los dientes habían
penetrado en su carne y la sangre roja y fresca vino a aliviar el
gaznate reseco de Mony. La bebió a lengüetadas, apreciando su sabor de
hierro ligeramente salado. En este momento los saltos de Culculine eran
ya completamente incontrolados. Sus ojos estaban en blanco. Su boca,
manchada por la mierda acumulada sobre el cuerpo de Mony. Lanzó un
gemido y descargó al mismo tiempo que Mony. Alexine cayó sobre ellos,
agonizante y rechinando los dientes, y Mony que colocó la boca en su
coño no tuvo que dar más que dos o tres lengüe-tazos para obtener una
descarga. Luego, tras algunos sobresaltos, los nervios se relajaron y
el trío se tendió sobre la mierda, la sangre y el semen. Se durmieron
sin darse cuenta y se despertaron cuando las doce campanadas de
medianoche sonaron en el reloj de péndulo de la habitación.
-No
nos movamos, he oído ruido -dijo Culculine -, y no es mi criada, está
acostumbrada a no preocuparse por mí. Debe estar acostada.
Un
sudor frío bañaba las frentes de Mony y de las jóvenes. Sus cabellos se
pusieron de punta y los escalofríos recorrían sus cuerpos desnudos y
merdosos.
-¡Hay alguien! -añadió Alexine.
-¡Hay alguien! -confirmó Mony.
En
este mismo momento se abrió la puerta y la poca luz que llegaba desde
la nocturna calle permitió vislumbrar dos sombras humanas envueltas en
abrigos con el cuello alzado y cubiertos con sombreros hongo.
Bruscamente,
el primero de ellos hizo centellear una linterna que llevaba en la
mano. El resplandor iluminó la habitación, pero en el primer momento
los asaltantes no advirtieron el grupo tendido en el suelo.
-¡Esto huele muy mal! -dijo el primero.
-Entremos de todos modos, ¡debe haber guita en los cajones! -replicó el segundo.
Entonces, Culculine, que se había arrastrado hasta el interruptor de la luz, iluminó bruscamente la habitación.
Los asaltantes quedaron boquiabiertos ante las desnudeces:
-¡Mierda! -dijo el primero -, a fe de Cornaboeux, tenéis buen gusto.
Era un coloso moreno cuyas manos eran extraordinariamente velludas. Su barba enmarañada le hacía aún más feo de lo que era.
-Qué coña -dijo el segundo -, a mí me va la mierda, trae buena suerte.
Era un bribón macilento y tuerto que mascaba una apagada colilla.
-Tienes
razón, Chalupa -dijo Comaboeux -, ahora mismo acabo de pisarla y para
primera felicidad creo que voy a ensartar a la señorita. Pero primero
pensemos en el joven.
Y abalanzándose sobre el
aterrorizado Mony, los asaltantes le amordazaron y le ataron brazos y
piernas. Luego volviéndose hacia las dos trémulas mujeres, algo
divertidas no obstante, Chalupa dijo:
-Y vosotras, muñecas, intentad ser amables; si no se lo diré a Prosper.
Llevaba
un bastoncillo en la mano y se lo dio a Culculine ordenándole golpear a
Mony con todas sus fuerzas. Luego colocándose a su espalda, sacó un
pene delgado como un meñique, pero muy largo. Chalupa comenzó
palmeándole las nalgas al tiempo que decía:
-¡Bien!, mi grueso carigordo, vas a tocar la flauta, me gusta la tierra amarilla.
Sobaba
y palpaba ese culazo suave y, pasando una mano por delante, manoseaba
el clítoris, luego bruscamente introdujo el delgado y largo pene.
Culculine empezó a menear el culo mientras golpeaba a Mony que, al no
poder gritar ni defenderse, se convulsionaba como un gusano a cada
bastonazo, que le dejaba una marca roja que pronto se volvía violácea.
Luego, a medida que la enculada avanzaba, Culculine, excitada, golpeaba
más fuerte gritando:
-Puerco, toma, por tu sucia basura... Chalupa, éntrame tu palillo hasta el fondo.
El cuerpo de Mony quedó ensangrentado en un momento.
Mientras
tanto, Cornaboeux había agarrado a Alexine y la había tirado encima de
la cama. Comenzó por mordisquearle los pechos que empezaron a
endurecerse. Luego descendió hasta el coño y lo cubrió completamente
con su boca, mientras tironeaba los preciosos pelos rubios y rizados de
la mota. Se incorporó y sacó su miembro enorme, pero corto, con la
cabeza violeta. Volteando a Alexine, empezó a golpear su culazo rosado;
de vez en cuando pasaba la mano por el surco del culo. Luego se puso a
la joven debajo del brazo izquierdo de manera que el coño quedara al
alcance de su mano derecha. Con la izquierda la agarraba por la barba
del coño... lo que le hacía daño. Ella se echó a llorar y sus gemidos
aumentaron cuando Cornaboeux empezó a pegarle en las posaderas con
todas sus fuerzas. Sus gruesos muslos rosados se estremecían y el culo
temblaba cada vez que se abatía sobre él la enorme manaza del
salteador. Con sus manecitas libres empezó a arañar la cara barbuda. Le
estiraba los pelos del rostro igual que él le estiraba los mechones del
coño:
-¡Esto funciona! -dijo Cornaboeux, y le dio la vuelta.
En
este preciso instante, ella se dio cuenta del espectáculo formado por
Chalupa enculando a Culculine que golpeaba a Mony, completamente
ensangrentado, y esto la excitó. La enorme verga de Cornaboeux chocaba
contra su trasero, pero erraba el golpe, pegando a derecha y a
izquierda o bien algo más arriba o algo más abajo, luego cuando
encontró el agujero, colocó sus manos sobre las caderas tersas y
redondeadas de Alexine y la atrajo hacia sí con todas sus fuerzas. El
dolor que le causó ese enorme miembro que le desgarraba el culo la
hubiera hecho aullar de dolor si no hubiera estado tan excitada por
todo lo que acababa de pasar. Inmediatamente de haber entrado el
miembro en el culo, Cornaboeux volvió a sacarlo, luego volteando a
Alexine encima de la cama le hundió su instrumento en el vientre. El
útil entró a duras penas a causa de su enormidad, pero desde que estuvo
dentro, Alexine cruzó las piernas en torno a las caderas del asaltante
y lo mantuvo tan apretado contra sí que si él hubiera querido escaparse
no hubiera podido. Las culadas se encarnizaron. Cornaboeux le chupaba
los pechos y su barba le raspaba, excitándola; ella introdujo una mano
dentro de los pantalones e introdujo un dedo en el ojo del culo del
asaltante. Enseguida empezaron a morderse como bestias salvajes,
pegando culadas. Descargaron frenéticamente. Pero el miembro de
Cornaboeux, constreñido en la vagina de Alexine, se endureció de nuevo.
Alexine cerró los ojos para saborerar mejor este segundo abrazo.
Descargó catorce veces mientras Cornaboeux lo hacía tres. Cuando volvió
en sí, se dio cuenta de que su coño y su culo estaban ensangrentados.
Habían sido heridos por la enorme verga de Cornaboeux. Vio a Mony
convulsionándose en el suelo.
Su cuerpo no era más que una llaga.
Culculine, por mandato del tuerto Chalupa, le chupaba la cola, arrodillada ante él:
-¡Vamos, de pie, golfa! -gritó Cornaboeux.
Alexine
obedeció y él le pegó una patada en el culo que la hizo caer sobre
Mony. Cornaboeux la ató de brazos y piernas y la amordazó sin tener en
cuenta sus súplicas y, tomando el bastoncillo, empezó a rayarle a
golpes su bonito cuerpo falsamente enjuto. El culo se estremecía a cada
bastonazo, luego fue la espalda, el vientre, los muslos, los senos,
quienes recibieron la paliza. Pataleando y debatiéndose, Alexine dio
con el miembro de Mony que se erguía como el de un cadáver. Se acopló
por casualidad al coño de la joven y se metió en él.
Cornaboeux
redobló sus golpes que cayeron indistintamente sobre Mony y sobre
Alexine que gozaban de una manera atroz. Al poco rato la bonita piel
rosada de la rubia joven ya no era visible bajo los latigazos y la
sangre que chorreaba. Mony se había desmayado, ella lo hizo un instante
después. Cornaboeux, cuyo brazo empezaba a cansarse, se volvió hacia
Culculine que intentaba que Chalupa descargara en su boca. Pero el
tuerto no podía hacerlo.
Cornaboeux ordenó a la
bella morena que separara los muslos. Tuvo grandes dificultades para
ensartarla a la manera de los perros. Ella sufría mucho pero
estoicamente, sin soltar la verga de Chalupa que continuaba chupando.
Cuando Cornaboeux tomó posesión del coño de Culculine, le hizo levantar
el brazo derecho y le mordisqueó el pelo de los sobacos donde tenía
unos mechones muy tupidos. Cuando llegó el goce, fue tan intenso que
Culculine se desvaneció mordiendo violentamente la verga de Chalupa. El
lanzó un terrible grito de dolor, pero el glande ya estaba separado del
cuerpo. Cornaboeux, que acababa de descargar, sacó bruscamente su
machete del coño de Culculine que, desvanecida, cayó al suelo. Chalupa,
desmayado, perdía toda su sangre. -Pobre Chalupa -dijo Cornaboeux -,
estás jodido, es mejor morir deprisa.
Y sacando
un cuchillo, asestó un golpe mortal a Chalupa sacudiendo las últimas
gotas de semen que colgaban de su miembro sobre el cuerpo de Culculine.
Chalupa murió sin decir ni "uf".
Cornaboeux se
volvió a poner los pantalones con todo cuidado, vació todo el dinero de
los cajones y de los vestidos; también se llevó los relojes, las joyas.
Luego miró a Culculine que yacía, desvanecida, en tierra.
-He de vengar a Chalupa -pensó.
Y
sacando de nuevo su cuchillo, asestó un terrible golpe entre las dos
nalgas de Culculine que continuó desmayada. Cornaboeux dejó el cuchillo
en el culo. En los relojes sonaron las tres de la madrugada. Entonces
se marchó como había entrado, dejando cuatro cuerpos tendidos en el
suelo de la habitación llena de sangre, de semen y de un desorden sin
nombre.
Ya en la calle, se dirigió alegremente hacia Ménilmontant cantando: Un culo debe oler a culo
Y no como agua de Colonia... y también:
Luz de gas Luz de gas Alumbra, alumbra, a mi pimpollo.
El
escándalo fue enorme. Los periódicos hablaron de este asunto durante
ocho días. Culculine, Alexine y el príncipe Vibescu tuvieron que
guardar cama durante dos meses. Convaleciente, Mony entró una tarde en
un bar, cerca de la estación de Montparnasse. Allí se bebe petróleo, que es una bebida deliciosa para los paladares hastiados de los otros licores.
Mientras
degustaba el infame matarratas, el príncipe miraba de hito en hito a
los consumidores. Uno de ellos, un coloso barbudo, iba vestido de mozo
de la Halle y su inmenso sombrero polvoriento le daba el aspecto de un semidiós de leyenda dispuesto a acometer un trabajo heroico.
El
príncipe creyó reconocer el simpático rostro del asaltante Cornaboeux.
De improviso, le oyó pedir un petróleo con voz atronadora. Era la voz
de Cornaboeux. Mony se levantó y se dirigió hacia él con la mano
tendida:
-Hola, Cornaboeux, ¿está en los Halles, ahora?
-Yo -dijo, sorprendido -, ¿de qué me conoce usted?
-Le vi a usted en el 114 de la calle Prony -dijo Mony con tono desenfadado.
-No
era yo -respondió muy asustado Cornaboeux -, yo no le conozco a usted,
soy mozo de carga en los Halles desde hace tres años y bastante
conocido allí. ¡Déjeme tranquilo!
-Basta de
tonterías -replicó Mony -. Cornaboeux, eres mío. Puedo entregarte a la
policía. Pero me gustas y si quieres venir conmigo serás mi ayuda de
cámara, me seguirás por todas partes. Te asociaré a mis placeres. Me
ayudarás y me defenderás si ello es preciso. Además, si me eres
completamente fiel, te haré rico. Contesta enseguida.
-Es usted un hombre de pelo en pecho y sabe hablar. Chóquela, soy su hombre.
Unos
días después, Cornaboeux, ascendido al grado de ayuda de cámara,
cerraba las maletas. El príncipe Mony era llamado con toda urgencia a
Bucarest. Su íntimo amigo, el vicecónsul de Servia, acababa de morir,
dejándole todos sus bienes, que eran considerables. Se trataba de minas
de estaño, muy productivas desde hacía algunos años, pero que era
necesario vigilar de muy cerca so pena de ver bajar inmediatamente su
rendimiento. El príncipe Mony, como hemos visto, no amaba el dinero por
él mismo; deseaba el máximo de riquezas posibles, pero tan sólo por los
placeres que únicamente el oro puede procurar. Tenía continuamente en
la boca esta máxima, pronunciada por uno de sus antepasados: "Todo se
vende; todo se compra; basta con ponerle precio". El
príncipe Mony y Cornaboeux habían ocupado sus plazas en el
Orient-Express; la trepidación del tren no tardó mucho en producir sus
efectos. Mony entró en erección como un cosaco y lanzó miradas
inflamadas sobre Cornaboeux. Fuera, el paisaje admirable del Este, de
Francia, desplegaba ante la vista sus bellezas limpias y tranquilas. El
compartimento estaba casi vacío; un vejestorio, espléndidamente
vestido, gimoteaba mientras babeaba sobre el "Fígaro" que intentaba
leer. Mony, que estaba envuelto en un amplio
raglán, se apoderó de la mano de Cornaboeux y, haciéndola pasar por la
abertura que hay en el bolsillo de esta cómoda vestimenta, la llevó
hasta su bragueta. El colosal ayuda de cámara comprendió el deseo de su
amo. Su manaza era velluda, pero regordeta y más suave, de lo que nadie
habría sospechado. Los dedos de Cornaboeux desabrocharon delicadamente
los pantalones del príncipe. Agarraron la verga delirante que
justificaba en todos sus aspectos el famoso dístico de Alphonse Aliáis:
La trepidación excitante de los trenes
Nos introduce deseos en la médula de los
riñones.
Pero
un empleado de la Compagnie des Wagons-Lits entró y anunció que era
hora de comer y que numerosos viajeros se hallaban ya en el
vagón-restaurante.
-Excelente idea -dijo Mony -. ¡Cornaboeux, vamos a comer primero!
La
mano del antiguo descargador salió de la abertura del raglán. Los dos
se dirigieron hacia el comedor. La verga del príncipe permanecía
erecta, y como no se había abrochado los pantalones, una protuberancia
se destacaba en la superficie de su vestimenta. La comida empezó sin
tropiezos, arruííacfa por ef ruido de chatarra del tren y por los
tintineos variados de la vajilla, de la cubertería y de la cristalería,
turbada a veces por el salto brusco de un tapón de Apollinaris.
En
una mesa, en el extremo opuesto a la de Mony, se encontraban dos
mujeres rubias y bonitas. Cornaboeux, que las tenía enfrente, las
señaló a Mony. El príncipe se volvió ,y reconoció en una. de ellas,,
vestida, más, mas modestamente que la otra, a Mariette, la exquisita
criada del Grand-Hotel. Se levantó inmediatamente y se dirigió hacia
las damas. Saludó a Mariette y se dirigió a la otra joven que era
bonita y acicalada. Sus cabellos decolorados con agua oxigenada le
daban un aspecto moderno que encantó a Mony:
-Señora
-le dijo -, le ruego que me disculpe. Me presento yo mismo, en vista de
la dificultad de encontrar en este tren relaciones que nos sean
comunes. Soy el príncipe Mony Vibescu, hospodar hereditario. Esta
señorita, es decir, Mariette, que, sin duda, ha dejado el servicio del
Grand-Hótel por el suyo, me dejó contraer hacia ella una deuda de
gratitud de la que quiero liberarme hoy mismo. Quiero casarla con mi
ayuda de cámara y dotarlos con cincuenta mil francos a cada uno.
-No
veo ningún inconveniente para ello -dijo la dama -, pero he aquí algo
que no tiene aspecto de estar mal constituido. ¿A quién la destina
usted?
La verga de Mony había encontrado una
salida y mostraba su rubicunda cabeza entre dos botones, en la parte
anterior del cuerpo del príncipe que enrojeció mientras hacía
desaparecer el aparato. La dama se echó a reír.
-Afortunadamente
se halla usted colocado de tal modo que nadie le ha visto... hubiera
sido bonito... Pero conteste, ¿para quién es este temible instrumento?
-Permítame -dijo Mony galantemente - ofrecérselo como homenaje a su soberana belleza.
-Veremos -dijo la dama - mientras esperamos y ya que usted se ha presentado, voy a presentarme yo también... Estelle Romange...
-¿La gran actriz del Frangaisi -preguntó Mony.
La dama asintió con la cabeza.
Mony, loco de alegría, exclamó:
-Estelle,
hubiera debido reconocerla. Soy un apasionado admirador suyo desde hace
mucho tiempo. ¿No habré pasado tardes enteras en el Théátre Franjáis,
admirándola en sus papeles de enamorada? Y para calmar mi excitación,
al no poder masturbarme en público, me hurgaba la nariz con los dedos,
sacaba un moco consistente y me lo comía. ¡Estaba tan bueno! ¡Estaba
tan bueno!
-Mariette, ve a comer con tu prometido -dijo Estelle -. Príncipe, coma conmigo.
Sentados
el uno frente al otro, el príncipe y la actriz se miraron amorosamente:
-¿Dónde va usted? -le pidió Mony. -A Viena, para actuar ante el
Emperador. -¿Y el decreto de Moscú? -El decreto de Moscú me importa un
pimiento; voy a enviar mi dimisión a Claretie... Me están marginando...
Me hacen representar embolados... me rehúsan el papel de Eoraká en la
nueva obra de nuestro Mounet-Sully... Me voy... Nadie ahogará mi
talento.
-Recíteme algo... unos versos -le pidió Mony.
Mientras cambiaban los platos, ella le recitó L'Invitation au Voy age. Mientras
se desarrollaba el admirable poema en el que Baudelaire ha puesto un
poco de su tristeza amorosa, de su nostalgia apasionada, Mony sintió
que los piececitos de la actriz subían a lo largo de sus piernas: bajo
el raglán alcanzaron el miembro de Mony que pendía tristemente fuera de
la bragueta. Allí, los pies se pararon y, tomando delicadamente el
miembro entre ellos, comenzaron un movimiento de vaivén bastante
curioso. Súbitamente endurecido, el miembro del joven se dejó acariciar
por los delicados zapatos de Estelle Romange. Pronto, empezó a gozar e
improvisó este soneto, que recitó a la actriz cuyo trabajo pedestre no
cesó hasta el último verso:
EPITALAMIO
Tus manos introducirán mi bello miembro asnil
En el sagrado burdel abierto entre tus muslos
Y quiero confesarlo, a pesar de Avinain,
¡Qué me importa tu amor con tal que alcances gozo!
Mi boca a tus pechos blancos como petits suisses
Hará el abyecto honor de chupadas sin veneno
De mi verga masculina en tu coño femenino
El esperma caerá como el oro en los moldes
¡Oh, mi tierna puta! tus nalgas han vencido
De todos los frutos pulposos el sabroso misterio,
La humilde rotundidad sin sexo de la tierra,
La luna, cada mes, tan orgulloso de su culo
Y de tus ojos surge aunque les veles
Esta obscura claridad que de las estrellas cae.
Y como el miembro había llegado al límite de la excitación, Estelle bajó los pies diciendo:
-Mi
príncipe, no lo hagamos escupir en el vagón-restaurante; ¿qué pensarían
de nosotros?... Déjeme agradecerle el homenaje rendido a Corneille en
la punta de su soneto. Aunque esté a punto de abandonar la Comedie Française, todo lo que afecta a la Casa forma parte constantemente de mis preocupaciones.
-Pero -dijo Mony -, después de actuar ante Francisco-José, ¿qué piensa hacer?
-Mi sueño -dijo Estelle - es llegar a ser estrella de café-concierto.
-¡Tenga cuidado! -replicó Mony -. El obscuro señor Claretie que cae de las estrellas le pondrá un juicio detrás de otro.
-No pienses en ello, Mony, hazme unos cuantos versos más antes de ir a la piltra.
-Bueno -dijo Mony, e improvisó estos deliciosos sonetos mitológicos.
HERCULES Y ONFALA
El culo De Onfala Vencido Sucumbe
-" ¿Sientes
Mi falo
Punzante?
-"¡Qué macho!...
El perro ¡Me mata!...
¿Qué sueño?...
-...¿Aguantas?."
Hércules
Le encula
PIRAMO Y TISBE
La señora
Tisbe
Se pasma:
"¡Bebé!"
Píramo
Inclinado
La ataca
"¡Hebé!"
La bella
Dice:
"¡Sí!, Luego ella
Goza,
Igual que
Su hombre.
-¡Exquisito! ¡Delicioso! ¡Admirable! Mony, eres un poeta archidivino, ven a joderme al coche-cama, tengo el ánimo follador.
Mony
pagó las cuentas. Mariette y Cornaboeux se miraban lánguidamente. En el
pasillo Mony deslizó cincuenta francos al empleado de la Compagnie des
Wagons-Lits que permitió que las dos parejas se introdujeran en la
misma cabina:
-Usted se arreglará con la aduana
-dijo el príncipe al hombre de la gorra -, no tenemos nada que declarar.
Antes de pasar la frontera, dos minutos antes por ejemplo, llame a
nuestra puerta.
Una vez en la cabina, se
desnudaron los cuatro. Mariette fue la primera en quedar desnuda. Mony
no la había visto nunca así, pero reconoció sus grandes muslos
redondeados y el bosque de pelos que sombreaban su rechoncho coño. Sus
pechos estaban tan duros y tiesos como los miembros de Mony y de
Cornaboeux.
-Cornaboeux -dijo Mony -, encúlame, y mientras me limpiaré esta linda muchacha.
Estelle
se desvestía más lentamente y cuando quedó desnuda, Mony se había
introducido a la manera de los perros en el coño de Mariette, que,
mientras empezaba a gozar, agitaba su grueso trasero y lo hacía
restallar contra el vientre de Mony. Cornaboeux había introducido su
corta y gruesa nuez en el dilatado ano de Mony que berreaba:
-¡Puerco ferrocarril! No vamos a poder mantener el equilibrio.
Mariette
cloqueaba como una gallina y vacilaba como un tordo en las viñas. Mony
había pasado los brazos a su alrededor y le aplastaba los pechos.
Admiró la belleza de Estelle cuya tiesa cabellera revelaba la mano de
un hábil peluquero. Era la mujer moderna en toda la acepción de la
palabra: ondulados cabellos aguantados por peinetas de concha cuyo
color combinaba perfectamente con la sabia decoloración de la
cabellera. Su cuerpo era de una encantadora belleza. Su culo era
vigoroso y provocativamente respingón. Su rostro maquillado con
habilidad le daba el aspecto picante de una prostituta de lujo. Sus
pechos eran un poco caídos, pero esto le sentaba muy bien; eran
pequeños, menudos y en forma de pera. Al manosearlos, se notaban suaves
y sedosos, tenían el tacto de las ubres de una cabra lechera y, cuando
se giraba, brincaban como un pañuelo de batista arrugado como una bola
al que se hiciera saltar en la palma de la mano.
En
la mota, no tenía más que un pequeño mechón de pelos sedosos. Se echó
encima de la litera y, haciendo una cabriola, colocó sus largos y
vigorosos muslos alrededor del cuello de Mariette que, al tener el gato
de su señora ante la boca, empezó a sorberlo con glotonería, hundiendo
la nariz entre las nalgas, en el ojo del culo. Estelle ya había
introducido su lengua en el coño de la doncella y chupaba a la vez el
interior de un coño inflamado y la enorme verga de Mony que se meneaba
ardorosamente en sú interior. Cornaboeux gozaba beatíficamente de este
espectáculo. Su gruesa verga que ardía en el peludo culo del príncipe,
iba y venía lentamente. Dejó escapar dos o tres buenos pedos que
apestaron la atmósfera aumentando los goces del príncipe y de las dos
mujeres. De golpe, Estelle empezó a gemir aterradoramente; su culo
comenzó a bailar ante la nariz de Mariette cuyos cloqueos y culadas se
hicieron más fuertes. Estelle lanzaba sus piernas enfundadas en seda
negra y calzadas con zapatos de talón Luix XV a derecha y a izquierda.
Agitándose de este modo, dio un golpe terrible a la nariz de Cornaboeux
que quedó aturdido y empezó a sangrar copiosamente. "¡Puta!" aulló
Cornaboeux y, para vengarse, pellizcó violentamente el culo de Mony.
Este, enfurecido, pegó un terrible mordisco en el hombro de Mariette
que descargó berreando. Bajó el efecto del dolor, plantó sus dientes en
el coño de su señora que apretó histéricamente los muslos alredeor de
su cuello.
-¡Me ahogo! -articuló Mariette con dificultad.
Pero
nadie la escuchó. El abrazo de los muslos se hizo más fuerte. El rostro
de Mariette se tornó morado, su boca llena de espuma permanecía pegada
al coño de la actriz.
Mony, aullando, descargaba
en un coño inerte. Cornaboeux, los ojos fuera de sus órbitas, lanzaba
su semen en el culo de Mony exclamando con voz exangüe:
-¡Si no quedas encinta, no eres hombre!
Los
cuatro personajes se habían derrumbado. Tendida en la litera, Estelle
rechinaba los dientes y pegaba puñetazos en todas direcciones mientras
pataleaba furiosamente. Cornaboeux meaba por la portezuela. Mony
trataba de retirar su verga del coño de Mariette. Pero no había manera.
El cuerpo de la doncella estaba completamente inmóvil.
-Déjame salir -le decía Mony, y la acariciaba, luego la pellizcó en los muslos, la mordió, pero no hubo nada que hacer.
-¡Ven a separarle los muslos, se ha desmayado! -dijo Mony a Cornaboeux.
Con
grandes dificultades Mony consiguió sacar su miembro del coño que se
había estrechado terriblemente. Enseguida trataron de hacer volver en
sí a Mariette, pero no hubo nada que hacer.
-¡Mierda!, ¡ha estirado la pata! -dijo Cornaboeux.
Y era cierto, Mariette había muerto estrangulada por las piernas de su señora, estaba muerta, irremediablemente muerta.
-¡Estamos frescos! -dijo Mony.
-Esta marrana es la causa de todo -opinó Cornaboeux señalando a Estelle que comenzaba a calmarse.
Y
tomando un cepillo del neceser de viaje de Estelle, empezó a golpearla
violentamente. Las cerdas del cepillo la pinchaban a cada golpe. Este
castigo parecía excitarla extraordinariamente.
En este momento, llamaron a la puerta.
-Es
la señal convenida -dijo Mony -, dentro de unos instantes pasaremos la
frontera. Es preciso, lo he jurado, dar un golpe, medio en Francia,
medio en Alemania. Agarra a la muerta.
Mony, con la verga tiesa, se arrojó sobre Estelle que, con los muslos separados, le recibió en su coño ardiente gritando:
-¡Métemela hasta el fondo, toma!... ¡toma!...
Las
sacudidas de su culo tenían algo de demoníaco, su boca dejaba resbalar
una baba que¿ mezclándose con los afeites, goteaba infecta sobre el
mentón y sobre el pecho; Mony le metió la lengua en la boca y le hundió
el mango del cepillo en el ojo del culo. Bajo el efecto de esta nueva
voluptuosidad, ella mordió tan violentamente la lengua de Mony que él
tuvo que pellizcarla hasta hacerla sangrar para conseguir que la
soltara.
Entretanto, Cornaboeux había dado vuelta
el cadáver de Mariette cuya cara amoratada era horrorosa. Le separó los
muslos e hizo entrar dificultosamente su enorme miembro en la abertura
sodómica. Entonces dio rienda suelta a su ferocidad natural. Sus manos
arrancaron mechón a mechón los rubios cabellos de la muerta. Sus
dientes desgarraron la espalda de una blancura polar y la sangre roja
que brotó, tenía el aspecto de estar expuesta sobre nieve.
Un
instante antes del goce, introdujo su mano en la vulva aún tibia y
haciendo entrar completamente su brazo en ella, empezó a tirar de las
tripas de la desgraciada doncella. En el momento del goce, ya había
sacado dos metros de entrañas y se había rodeado la cintura con ellos
como quien se coloca un salvavidas.
Descargó
vomitando su comida tanto por las trepidaciones del tren como por las
emociones que había experimentado. Mony acababa de descargar y
contemplaba con estupefacción a su ayuda de cámara que hipaba
repulsivamente mientras vomitaba sobre el cadáver destrozado. Los
intestinos y la sangre se mezclaban con los vómitos, entre los cabellos
ensangrentados.
-Puerco infame -exclamó el
príncipe -, la violación de esta joven muerta con la que debías casarte
según mi promesa, pesará duramente sobre ti en el valle de Josafat. Si
no te quisiera tanto, te mataría como a un perro.
Cornaboeux
se levantó, ensangrentado, expulsando las últimas boqueadas de su
vómito. Señaló a Estelle cuyos ojos dilatados contemplaban con horror
el inmundo espectáculo:
-¡Ella tiene la culpa de todo! -manifestó.
-No
seas cruel -dijo Mony - te ha dado ocasión para satisfacer tus gustos de
necrófilo. Y como pasaban sobre un puente, el príncipe se asomó a la
portezuela para contemplar el romántico panorama del Rhin que
desplegaba sus esplendores verdosos y se extendía en largos meandros
hasta el horizonte. Eran las cuatro de la mañana, algunas vacas pacían
en los prados, unos niños bailaban bajo los tilos germánicos. Una
música de pífanos, monótona y fúnebre, anunciaba la presencia de un
regimiento prusiano y la melopea se mezclaba tristemente al ruido de
chatarra del puente y al sordo acompañamiento del tren en marcha. Unos
pueblos felices animaban las orillas dominadas por los burgos
centenarios y las viñas renanas exponían hasta el infinito su mosaico
regular y precioso. Cuando Mony se giró, vio al siniestro Cornaboeux
sentado sobre el rostro de Estelle. Su culo de coloso cubría la cara de
la actriz. Se había cagado y la mierda hedionda y blanduzca caía por
todos lados.
Asía un enorme cuchillo y araba con él en el vientre palpitante. El cuerpo de la actriz tenía breves sobresaltos.
-Espera -dijo Mony - permanece sentado.
Y,
acostándose sobre la moribunda, hizo entrar su erecto miembro en el
coño expirante. Gozó así de los últimos espasmos de la asesinada, cuyos
postreros dolores debieron ser horribles, y empapó sus brazos con la
sangre cálida que brotaba del vientre. Cuando hubo descargado, la
actriz ya no se movía. Estaba rígida y sus ojos trastornados estaban
llenos de mierda.
-Ahora -dijo Cornaboeux - tenemos que salir por piernas.
Se
limpiaron y se vistieron. Eran las seis de la mañana. Saltaron por la
portezuela y valientemente se acostaron sobre los estribos del tren
lanzado a toda velocidad. Luego, a una señal de Comaboeux, se dejaron
caer suavemente sobre el balasto de la vía. Se levantaron algo
aturdidos, pero sin ningún daño, y saludaron con un estudiado gesto al
tren que ya se empequeñecía al alejarse.
-¡Ya era hora! -dijo Mony.
Alcanzaron el pueblo más cercano, reposaron dos días en él, luego volvieron a tomar el tren para Bucarest.
El
doble asesinato en el Orient-Express alimentó los periódicos durante
seis meses. No encontraron a los asesinos y el crimen fue cargado en la
cuenta de Jack el Destripador, que tiene unas espaldas muy anchas.
En
Bucarest, Mony recogió la herencia del vice-cónsul de Servia. Sus
relaciones con la colonia servia le hicieron recibir, una tarde, una
invitación para pasar la velada en casa de Na-tacha Kolowitch, la
esposa del coronel encarcelado por su hostilidad a la dinastía de los
Obrenovitch.
Mony y Cornaboeux llegaron hacia las
ocho de la tarde. La bella Natacha estaba en un salón tapizado en
negro, iluminado con velas amarillentas y adornado con tibias y
calaveras:
-Príncipe Vibescu -dijo la dama -, vais
a asistir a una sesión secreta del comité antidinástico de Servia. Esta
noche se votará, no me cabe la menor duda, la muerte del infame
Alejandro y de Draga Machine, su puta esposa; se trata de restablecer
al rey Pedro Karageorgevitch en el trono de sus antepasados. Si
reveláis lo que veréis y oiréis, una mano invisible os matará, estéis
donde estéis.
Mony y Cornaboeux se inclinaron.
Los conjurados llegaron de uno en uno. André Bar, el periodista
parisino, era el alma del complot. Llegó, fúnebre, envuelto en una capa
española.
Hicieron entrar a una extraña pareja:
un muchachito de diez años vestido de gala, el sombrero bajo el brazo,
acompañado por una niña encantadora que no tendría más de ocho años;
estaba vestida de novia; su traje de satén blanco estaba adornado con
ramilletes de flores de naranjo.
El pope les dio
un sermón y les casó haciéndoles intercambiar los anillos. Enseguida,
les exhortaron a fornicar. El muchachito sacó una colita parecida a un
dedo meñique y la recién casada, arremangando su emperifollada falda,
mostró sus pequeños muslos blancos en lo alto de los cuales miraba con
la boca abierta una pequeña abertura imberbe y rosada como el interior
del pico abierto de un grajo que acaba de nacer. Un silencio religioso
planeaba sobre la asamblea. El muchachito se esforzó para penetrar a la
niña. Como no podía conseguirlo, le quitaron los pantalones y, para
excitarlo, Mony le dio una graciosa azotaina, mientras que Natacha, con
la punta de la lengua, le cosquilleaba su pequeño glande y sus
cojoncillos. El muchachito comenzó la erección y así pudo desvirgar a
la niña. Cuando hubieron cruzado sus espadas durante diez minutos, les
separaron, y Cornaboeux agarrando al muchachito le desfondó el ano por
medio de su potente machete. Mony no pudo aguantar sus ganas de joder a
la niña. La cogió, la sentó a horcajadas encima de sus muslos y le
hundió su viviente bastón en la minúscula vagina. Los dos niños
lanzaban gritos aterradores y la sangre chorreaba alrededor de los
miembros de Mony y de Cornaboeux.
Inmediatamente,
colocaron a la niña sobre Natacha y el pope que acababa de terminar la
misa le levantó las faldas y empezó a azotar su blanco y encantador
culito. Natacha se levantó entonces, y montando a André Bar sentado en
un sillón, se penetró con el enorme miembro del conjurado. Comenzaron
un brioso San Jorge, como dicen los ingleses.
El
muchachito, arrodillado ante Cornaboeux, le chupaba el dardo mientras
lloraba a lágrima viva. Mony enculaba a la niña que se debatía como un
conejo que van a degollar. El resto de los conjurados se enculaban con
terribles ademanes. Natacha se levantó enseguida y, girándose, tendió
su culo a todos los conjurados que se acercaron a fornicarla por
riguroso turno. En este momento, hicieron entrar a una nodriza con cara
de madona y cuyas enormes ubres estaban llenas hasta reventar de una
leche generosa. La hicieron ponerse a cuatro patas y el pope empezó a
ordeñarla como a una vaca, en los vasos sagrados. Mony enculaba a la
nodriza cuyo culo de una resplandeciente blancura estaba tan tenso que
parecía a punto de reventar. Hicieron mear a la niña hasta llenar el
cáliz. Entonces los conjurados comulgaron bajo las especies de leche y
de orines.
Luego, agarrando las tibias, juraron dar muerte a Alejandro Obrenovitch y a Draga Machine, su esposa.
La
velada se acabó de una manera infame. Hicieron subir a varias viejas,
la más joven de las cuales tenía setenta y cuatro años, y los
conjurados las jodieron de todas las formas posibles. Mony y Cornaboeux
se retiraron hastiados hacia las tres de la mañana. Una vez en casa, el
príncipe se desnudó y tendió su bello culo al cruel Cornaboeux que le
enculó ocho veces seguidas sin desencular. Daban un nombre a estas
sesiones cotidianas: su disfrute penetrante.
Durante
algún tiempo, Mony llevó esta vida monótona en Bucarest. El rey de
Servia y su mujer fueron asesinados en Belgrado. Este crimen pertenece
a la historia y ya ha sido juzgado de diversas maneras. La guerra entre
el Japón y Rusia estalló inmediatamente.
Una
mañana, el príncipe Mony Vibescu, completamente desnudo y bello como el
Apolo de Belvedere, hacía un 69 con Cornaboeux. Los dos chupaban
golosamente sus respectivos jarabes y sopesaban con voluptuosidad unos
discos que no tenían nada que ver con los de fonógrafo. Descargaron
simultáneamente y el príncipe tenía la boca llena de semen cuando un
ayuda de cámara inglés y muy correcto entró, tendiéndole una carta en
una bandeja roja."
La carta anunciaba al príncipe
Vibescu que había sido nombrado teniente en Rusia, a título de
extranjero, en el ejército del general Kuropatkin.
El
príncipe y Cornaboeux manifestaron su entusiasmo con recíprocas
enculadas. Se equiparon inmediatamente y se dirigieron a San
Petersburgo antes de reunirse con su cuerpo de ejército.
-La guerra me va -declaró Cornaboeux - y los culos de los japoneses deben ser muy sabrosos.
-Los coños de las japonesas son realmente deliciosos -añadió el príncipe retorciéndose el bigote.
-Su
Excelencia el general Kokodryoff no puede recibir a nadie en este
momento. Está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua.
-Pero
-contestó Mony al portero -, soy su ayudante de campo. Vosotros,
petropolitanos, sois ridículos con vuestras continuas sospechas...
¡Mira mi uniforme! Si me han llamado a San Petersburgo, supongo que no
será para hacerme sufrir los exabruptos de los porteros.
-¡Muéstreme sus papeles! -dijo el cerbero, un tártaro colosal.
-¡Helos
aquí! -espetó secamente el príncipe, poniendo su revolver bajo la nariz
del aterrorizado portero, que se inclinó para dejar pasar al oficial.
Mony
subió rápidamente (haciendo sonar sus espuelas) al primer piso del
palacio del general príncipe Kokodryoff con el que debía partir hacia
Extremo Oriente. Todo estaba desierto y Mony, que no había visto a su
general más que la víspera en el palacio del Zar, estaba asombrado ante
este recibimiento. Sin embargo el general le había citado y era la hora
exacta que él mismo había fijado.
Mony abrió una puerta y penetró en un gran salón desierto y obscuro que atravesó murmurando:
-A fe mía, tanto peor, el vino está servido, hay que beberlo. Continuemos nuestras investigaciones.
Abrió una nueva puerta que se volvió a cerrar sola tras él. Se encontró en una habitación más obscura todavía que la precedente.
Una suave voz de mujer dijo en francés:
-Fedor, ¿eres tú?
-¡Sí, mi amor, soy yo! -dijo en voz baja, pero resueltamente, Mony, cuyo corazón latía tan deprisa que parecía iba a estallar.
Avanzó
rápidamente hacia el lado de donde venía la voz y encontró una cama.
Una mujer completamente vestida estaba acostada encima. Abrazó
apasionadamente a Mony proyectándole su lengua en la boca. Este
respondía a sus caricias. Le levantó las faldas. Ella separó los
muslos. Sus piernas estaban desnudas y un delicioso perfume de verbena
emanaba de su piel satinada, mezclado con los efluvios del odor di femina. Su coño, en el que Mony asentaba la mano, estaba húmedo. Ella murmuraba:
-Forniquemos... Ya no puedo más... Granuja, hacía ocho días que no venías.
Pero
Mony, en vez de contestar, había sacado su amenazadora verga y,
totalmente a punto, se metió en la cama e hizo entrar su rudo machete
en la peluda raja de la desconocida que inmediatamente agitó las nalgas
diciendo:
Entra mucho... Me haces gozar... Al
mismo tiempo ella llevó su mano a la base del miembro que la festejaba
y empezó a palpar esas dos bolitas que le sirven de adorno y que se
llaman testículos, no como se cree comúnmente, porque sirvan de
testigos a la consumación del acto amoroso, sino más bien porque son
las pequeñas testas que encierran la materia cervical que brota de la
ménsula o pequeña inteligencia, del mismo modo que la testa contiene el
cerebro que es la sede de todas las funciones mentales.
La
mano de la desconocida sobaba cuidadosamente los testículos de Mony. De
repente, lanzó un grito, y de una culada, desalojó a su fornicador:
-Me estáis engañando, señor, mi amante tiene tres.
Ella saltó de la cama, giró un conmutador y se hizo la luz.
La
habitación estaba sencillamente amueblada: una cama, sillas, una mesa,
un tocador, una estufa. En la mesa había algunas fotografías y una de
ellas representaba a un oficial de aspecto brutal, vestido con el
uniforme del regimiento de Preobrajenski.
La
desconocida era alta. Sus bellos cabellos castaños estaban algo
desordenados. Su abierto corpiño mostraba un pecho abundante, formado
por unos senos blancos con venas azuladas que descansaban delicadamente
en un nido de encajes. Sus enaguas estaban castamente bajadas. De pie,
el rostro expresando cólera y estupefacción, estaban plantada ante Mony
que permanecía sentado en la cama, la verga al aire y las manos
cruzadas sobre la empuñadura de su sable:
-Señor
-dijo la joven - vuestra insolencia es digna del país que servís. Un
francés no habría tenido nunca la grosería de aprovecharse como vos de
una circunstancia tan imprevista como ésta. Salid, os lo ordeno.
-Señora
o señorita -contestó Mony - soy un príncipe rumano, un nuevo oficial del
Estado mayor del príncipe Kokodryoff. Recién llegado a San Petersburgo,
ignoro las costumbres de esta ciudad y, no habiendo podido entrar aquí,
aunque tuviera cita con mi jefe, más que amenazando al portero con mi
revólver, hubiese creído obrar tontamente si no hubiera satisfecho a
una mujer que parecía tener necesidad de sentir un miembro en su
vagina.
-Al menos -dijo la desconocida
contemplando el miembro viril que batía todas las marcas -, habríais
tenido que avisar que no erais Fedor, y ahora marchaos.
-¡Ay! -exclamó Mony -, sin embargo vos sois parisina, no debierais ser tan mojigata...
¡Ah! quien me devolverá a Alexine Mange-tout y a Culculine d'Ancóne.
-¡Culculine
d'Ancóne! -exclamó la joven -. ¿Conocéis a Culculine? Soy su hermana,
Héléne Verdier; Verdier es su verdadero nombre también, y soy
institutriz de la hija del general. Tengo un amante, Fedor. Es oficial.
Tiene tres testículos.
En este momento se oyó un
gran rumor en la calle. Héléne fue a ver. Mony miró por detrás suyo. El
regimiento de Preobrajenski desfilaba. La banda tocaba una antigua
música sobre la que los soldados cantaban tristemente:
¡Ah! ¡que se joda tu madre!
Pobre labriego, marcha a la guerra,
Tu mujer se hará joder
Por los toros de tu establo.
Tú, te harás acariciar la verga
Por las moscas siberianas
Pero no les des tu miembro
El viernes es día de vigilia
Y ese día no les des azúcar.
Está hecho con huesos de muerto.
Jodamos, hermanos labriegos, jodamos
La yegua del oficial.
Su coño no están ancho
Como los de las hijas de los tártaros
¡Ah! ¡que se joda tu madre!
De
golpe cesó la música, Héléne lanzó un grito. Un oficial giró la cabeza.
Mony, que acababa de ver su fotografía, reconoció a Fedor que saludó
con su sable gritando:
-Adiós, Héléne, marcho a la guerra... Ya no nos volveremos a ver.
Héléne se volvió pálida como una muerta y cayó desvanecida en los brazos de Mony que la transportó a la cama.
El
le quitó primero su corsé y los senos se irguieron. Eran dos soberbios
pechos con las puntas rosadas. Los chupó un poco, luego desabrochó la
falda y se la quitó igual que las enaguas y el corpiño. Héléne quedó en
camisa. Mony, muy excitado, levantó la blanca tela que escondía los
incomparables tesoros de dos piernas sin defecto alguno. Las medias
llegaban hasta la mitad de los muslos que eran redondos, como torres de
marfil. En la base del vientre se ocultaba la gruta misteriosa en un
bosque sagrado, salvaje como los otoños. El vellocino era espeso y los
apretados labios del coño no dejaban vislumbrar más que una raya
parecida a una muesca mnemónica como las que hay en los mojones que
sirven de calendarios a los incas.
Mony respetó
el desmayo de Héléne. Le quitó las medidas y empezó a lamerle todo el
cuerpo con la lengua. Sus pies eran bonitos, regordetes como los pies
de un bebé. La lengua del príncipe empezó por los dedos del pie
derecho. Limpió concienzudamente la uña del dedo gordo, luego la pasó
entre las junturas.
Se detuvo mucho rato en el
dedo pequeño que era lindo, lindo. Notó que el pie derecho tenía gusto
de frambuesa. La lengua lechosa se perdió a continuación entre los
pliegues del pie izquierdo al que Mony encontró un sabor que recordaba
al del jamón de Maguncia.
En este momento Héléne
abrió los ojos y se movió. Mony detuvo sus ejercicios linguales y miró
a la preciosa muchacha alta y regordeta que se desperezaba. Su boca
abierta por los bostezos mostró una lengua rosada entre los pequeños y
marfileños dientes. Inmediatamente ella sonrió.
HELENE. -Príncipe, ¿en qué estado me habéis dejado?
MONY.
-¡Héléne! Os he puesto cómoda para vuestro propio bien. He sido un buen
samaritano para vos. Una buena acción no se malgasta nunca y he
encontrado una exquisita recompensa en la contemplación de vuestros
encantos. Sois exquisita y Fedor es un bribón con suerte.
HELENE. -¡No le veré nunca más, ay! Los japoneses le matarán.
MONY. -Me gustaría reemplazarle, pero por desgracia, yo no tengo tres testículos.
HELENE. -No hables así, Mony, tú no tienes tres, es verdad, pero lo que tú tienes está tan bien como lo suyo.
MONY.
-¿Es verdad eso, marranita? Espera que deshaga mi cinturón... Ya está.
Muéstrame tu culo... qué grande es, qué redondo y mofletudo... Parece
un ángel a punto de soplar... ¡Mira! he de darte una azotaina en honor
de tu hermana Culculine... clic, clac, pan, pan...
HELENE. -¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Me calientas, estoy completamente mojada.
MONY. -Qué pelos tan gruesos tienes... clic, clac; es absolutamente imprescindible que haga enrojecer tu gran rostro posterior.
Mira, no está enfadado, cuando te meneas un poco, se diría que se divierte.
HELENE.
- Acércate que te desabroche, muéstrame ese mamoncillo que quiere
calentarse en el seno de su mamá. ¡Qué bonito es! Tiene una cabecita
encarnada y ningún pelo. No faltaba más, tiene pelos abajo en la raíz y
son duros y negros. Qué bello es este huérfano... métemelo, anda! Mony,
quiero sobarlo, chuparlo, hacerlo descargar...
MONY. -Espera que te haga un poco de hoja de rosa...
HELENE.
- ¡Ah! Es bueno, siento tu lengua en la raya de mi culo... Entra y
escudriña los pliegues de mi roseta. ¿No plancha demasiado mi pobre
higo, verdad, Mony? ¡Toma! Te hago buen culo. ¡Ah! Has colocado tu cara
entre mis nalgas. Toma, un pedo... Te pido perdón, ¡no he podido
aguantarme!... ¡Ah! tus bigotes me pican y además babeas... puerco...
babeas. Dame tu gruesa verga, que la chupe... tengo sed...
MONY.
- ¡Ah, Héléne, qué hábil es tu lengua! Si enseñas la ortografía tan
bien como afilas lápices, debes ser una institutriz despampanante...
¡Oh! me picoteas el agujero del glande con la lengua... Ahora, la
siento en la base del glande... limpias el pliegue con tu lengua
cálida. ¡Ah, felatriz sin par!, ¡mamas incomparablemente! ... No chupes
tan fuerte. Te metes el glande todo entero en tu boquita. Me haces
daño... ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Me haces cosquillas en todo el miembro...
¡Ah! ¡Ah! No me chafes los testículos... Tus dientes son puntiagudos...
Eso es, vuelve a coger la cabeza del nudo, es allí donde hay que
trabajar... ¿Te gusta mucho el glande?... marranita... ¡Ah! ¡Ah!...
¡Ah!... ¡Ah!... des... cargo... puerca... se lo ha tragado todo...
Anda, dame tu gran coño, que te masturbaré mientras vuelve a
endurecerse mi verga.
HELENE. -Más deprisa...
Mueve tu lengua sobre mi botón... ¿Sientes como aumenta de tamaño mi
clítoris?... di... hazme las tijeras... Eso es... Hunde bien el pulgar
en el coño y el índice en el culo. ¡Ah! ¡Es bueno!... ¡Es bueno!...
¡Toma! ¿Oyes mi vientre que ruge de placer?... Eso es, tu mano
izquierda sobre mi teta izquierda... Aprieta la fresa... Estoy
gozando... ¡Toma!... ¿sientes mis culadas, mis caderazos?... ¡puerco!
es bueno... ven a joder-me. Rápido, dame tu verga que la chupe para
ponerla dura otra vez, pongámonos en 69, tú encima mío...
Está
bien dura, marrano, no has tardado mucho, ensártame... Espera, se han
enganchado unos pelos... Chúpame las tetas... así, ¡es bueno!... Entra
hasta el fondo... aquí, quédate así, no te vayas... Te aprieto...
Aprieto las nalgas... Estoy bien... Me muero... Mony... a mi hermana
¿la has hecho gozar tanto?... empuja... me llega hasta el fondo del
alma... me hace gozar como si estuviera muriéndome... no puedo más...
querido Mony... vamos juntos. ¡Ah! no puedo más, lo suelto todo...
descargo...
Mony y Héléne descargaron al mismo
tiempo. Inmediatamente él le limpió el coño con la lengua y ella hizo
lo mismo con su miembro.
Mientras él se abrochaba y Héléne se vestía, oyeron unos gritos de dolor lanzados por una mujer.
-No es nada -dijo Héléne - están dando una azotaina a Nadeja; es la doncella de Wanda, mi alumna, la hija del general.
-Déjame ver esta escena -dijo Mony.
Héléne,
vestida a medias, condujo a Mony a una habitación obscura y sin
muebles, en la que una falsa ventana interior vidriada daba a una de
las habitaciones de la muchacha. Wanda, la hija del general, era una
persona bastante bonita de unos diecisiete años. Blandía una nagaika y
azotaba con todas sus fuerzas a una hermosísima muchacha rubia,
arrodillada a cuatro patas ante ella y con las faldas arremangadas. Era
Nadeja. Su culo era maravilloso, enorme, regordete. Se contoneaba
debajo de un talle inverosímilmente delgado. Cada golpe de nagaika la
hacía saltar y el culo parecía hincharse. Lo tenía rayado en forma de
cruz de San Andrés por las marcas que dejaba la terrible nagaika.
-Señora,
no lo haré más -gritaba la azotada, y su culo al alzarse mostraba un
coño muy abierto, sombreado por un bosque de pelos rubios como la
estopa.
-Ahora vete -gritó Wanda, pegando un puntapié en el coño de Nadeja, que huyó dando alaridos.
Luego
la muchacha fue a abrir un pequeño camarín de donde salió una niña de
trece o catorce años, delgada y morena, de aspecto vicioso.
-Es Ida, la hija del dragomán de la embajada de Austria-Hungría -murmuró Héléne al oído de Mony -; fornica con Wanda.
En
efecto, la niña arrojó a Wanda sobre la cama, le levantó las faldas y
sacó a la luz una selva de pelos, selva virgen aún, de donde emergió un
clítoris largo como el meñique, que ella empezó a chupar frenéticamente.
-Chupa
fuerte, Ida mía -dijo Wanda amorosamente -, estoy muy excitada y tú
debes estarlo también. No hay nada tan excitante como azotar un culo
grande como el de Nadeja. Ahora ya no chupes más... voy a joderte.
La
niña, con las faldas levantadas, se colocó cerca de la mayor. Las
piernas gordezuelas de ésta contrastaban singularmente con los muslos
delgados, morenos y vigorosos de aquélla.
-Es curioso -dijo Wanda - que te haya desvirgado con mi clítoris y que yo misma sea virgen aún.
Pero
el acto había empezado. Wanda abrazaba furiosamente a su amiguita. Ella
acarició un momento su coñito casi imberbe aún. Ida decía:
-Mi pequeña Wanda, mi maridito, cuántos pelos tienes, ¡jódeme!
Pronto el clítoris entró en la raja de Ida y el bello culo redondo de Wanda se agitó furiosamente.
Mony,
a quien este espectáculo ponía fuera de sí, pasó una mano por debajo de
las faldas de Héléne y la masturbó hábilmente. Ella le devolvió el
cumplido agarrando con toda la mano su enorme cola y lentamente,
mientras las dos sáficas se abrazaban desenfrenadamente, manipulaba la
enorme cola del oficial. Descabezado, el miembro humeaba. Mony estiraba
los corvejones y pellizcaba nerviosamente el botoncito de Héléne. De
golpe, Wanda, encarnada y desmelenada, se levantó de encima de su
amiguita que, cogiendo una vela de candelabro, acabó la obra comenzada
por el desarrollado clítoris de la hija del general. Wanda fue hasta la
puerta, llamó a Nadeja que volvió asustada. La preciosa rubia, por
orden de su señora desabrochó su corpiño y sacó sus grandes pechos,
luego se levantó las faldas y tendió su culo. El clítoris erecto de
Wanda penetró fácilmente entre las nalgas satinadas y entró y salió
como un hombre. La pequeña Ida, cuyo pecho ahora desnudo era encantador
pero plano, se acercó para continuar el juego con su vela, sentada
entre las piernas de Nadeja, cuyo coño chupó hábilmente. Mony descargó
en este mismo momento bajo la presión ejercida por los dedos de Héléne
y el semen fue a chocar contra el cristal que les separaba de las
bacantes. Tuvieron miedo de que se dieran cuenta de su presencia y se
fueron.
Pasaron abrazados por un pasillo: -¿Qué
significa -pidió Mony - esta frase que me ha dicho el portero: "El
general está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua"?
-Mira
-respondió Héléne, y por una puerta entreabierta que dejaba ver el
interior del despacho del general, Mony vio a su jefe de pie enculando
a un encantador muchachito. Sus rizados cabellos castaños le caían
sobre los hombros. Sus ojos azules y angelicales contenían la inocencia
de los efebos que los dioses hacen morir jóvenes porque les aman. Su
bello culo blanco y duro parecía no aceptar mas que con pudor el regalo
viril que le hacía el general qué se parecía bastante a Sócrates.
-El
general -dijo Héléne - educa él mismo a su hijo que tiene doce años. La
metáfora del portero era poco explícita pues, más que alimentarse a sí
mismo, el general ha encontrado conveniente este método para alimentar
y adornar el espíritu de su vastago macho. Le inculca desde los
fundamentos una ciencia que me parece bastante sólida, y el joven
príncipe podrá sin vergüenza, más tarde, hacer un buen papel en los
consejos del Imperio.
-El incesto -dijo Mony - hace milagros.
El general parecía estar en el colmo de la felicidad, y hacía rodar como un loco sus ojos blancos estriados de rojo.
-Serge
-exclamaba con voz entrecortada - ¿sientes el instrumento que, no
satisfecho con haberte engendrado, ha asumido igualmente la tarea de
hacer de ti un joven perfecto? Acuérdate, Sodoma es un símbolo de la
civilización. La homosexualidad hubiera convertido a los hombres en
seres parecidos a los dioses y todas las desgracias vienen de este
deseo que los diferentes sexos pretenden tener el uno del otro. Hoy no
hay más que un medio para salvar a la desgraciada y santa Rusia, y es
que, filópedos, los hombres profesen definitivamente el amor socrático,
mientras las mujeres irán al peñasco de Leucade a tomar lecciones de
safismo.
Lanzando un estertor voluptuoso, descargó en el encantador culo de su hijo.
El
sitio de Port-Arthur había empezado, Mony y su ordenanza Cornaboeux
estaban encerrados allí con las tropas del bravo Stoessel.
Mientras
los japoneses intentaban forzar el recinto fortificado con alambradas,
los defensores de la plaza se consolaban de los cañonazos que
amenazaban con matarlos a cada momento, frecuentando asiduamente los
cafés-cantantes y los burdeles que habían permanecido abiertos.
Esa
noche Mony había cenado copiosamente en compañía de Cornaboeux y de
varios periodistas. Habían comido un excelente filete de caballo,
pescados del puerto y piña en conserva; todo ello regado con un
excelente vino de Champagne.
A decir verdad, el
postre había sido interrumpido por la inopinada llegada de un obús que
estalló, destruyendo una parte del restaurante y matando a varios de
los convidados. Mony estaba muy contento de esta aventura; con gran
sangre fría había encendido su cigarro con el mantel que estaba
ardiendo. Ahora se iba aun café-concierto con Cornaboeux.
-Este
condenado general Kikodryoff -dijo por el camino -, es un notable
estratega sin duda; adivinó el sitio de Port-Arthur y seguramente me ha
hecho enviar aquí para vengarse de que yo haya descubierto sus
relaciones incestuosas con su hijo. Igual que Ovidio, estoy expiando el
crimen de mis ojos, pero no escribiré ni Las Tristes ni Las Pónticas. Prefiero gozar el tiempo que me queda por vivir.
Varias
balas de cañón pasaron silbando por encima de su cabeza; dieron un
salto para evitar a una mujer que yacía partida en dos por un obús y
así llegaron ante Las Delicias del Padrecito.
Era
el cafetucho chic de Port-Arthur. Entraron. La sala estaba llena de
humo. Una cantante alemana, pelirroja, y de carnes desbordantes,
cantaba con marcado acento berlinés, aplaudida frenéticamente por
aquellos espectadores que entendían alemán. Enseguida cuatro girls inglesas, unas sisters cualesquiera,
salieron a bailar unos pasos de giga, mezclada con algo de cake-walky
de machicha. Eran unas muchachas muy lindas. Levantaban hasta muy
arriba sus crujientes faldas para enseñar unos calzones adornados con
cintitas, pero afortunadamente los calzones estaban cortados y en
ocasiones dejaban ver sus grandes muslos encuadrados por la batista de
las enaguas, o los pelos que atenuaban la blancura de su vientre.
Cuando levantaban la pierna, sus coños musgosos se entreabrían.
Cantaban:
My cosey córner girl
y fueron más aplaudidas que la
ridícula fraulein que las había precedido.
Algunos
oficiales rusos, probablemente demasiado pobres para pagarse una mujer,
se masturbaban concienzudamente contemplando, con los ojos dilatados,
este espectáculo paradisíaco en el sentido mahometano del término.
De
vez en cuando, un potente chorro de semen brotaba de uno de esos
miembros para ir a aplastarse sobre un uniforme vecino o incluso sobre
una barba.
Después de las girls, la
orquesta atacó una bulliciosa marcha y el número sensacional se
presentó en escena. Estaba formado por una española y un español. Sus
trajes toreros causaron una viva impresión entre los espectadores que
entonaron un Boje Tsaria Krany de circunstancias.
La
española era una soberbia muchacha convenientemente descoyuntada. Unos
ojos de azabache brillaban en su pálido rostro de óvalo perfecto. Sus
caderas parecían hechas con torno y las lentejuelas de su traje
deslumbraban.
El torero, esbelto y robusto, meneaba unas ancas cuya masculinidad debía tener algunas ventajas, sin duda.
Esta
interesante pareja, antes que nada, lanzó a la sala un par de besos que
causaron furor. Lo hicieron con la mano derecha, mientras que la
izquierda descansaba en las arqueadas caderas. Luego, bailaron
lascivamente al estilo de su país. Inmediatamente la española se
levantó las faldas hasta el ombligo y las sujetó de manera que quedara
descubierta hasta el surco umbilical. Sus largas piernas estaban
enfundadas en medias de seda roja que llegaban hasta tres cuartos de
los muslos. Allí, estaban sujetas al corsé por unas ligas doradas a las
que venían a anudarse las sedas que aguantaban un antifaz de terciopelo
negro colocado sobre las nalgas de manera que enmascaraba el ojo del
culo. El coño estaba tapado por un vellocino negro azulado que se
estremecía.
El torero, sin dejar de cantar, sacó
su miembro muy largo y muy tieso. Bailaron así, sacando el vientre,
pareciendo buscarse y escaparse. El vientre de la joven se ondulaba
como un mar que súbitamente se hubiera vuelto consistente; la espuma
mediterránea se condensó así para formar el vientre de Afrodita.
De
golpe, y como por encanto, el miembro y el coño de estos histriones se
juntaron y se hubiera dicho que iban a copular lisa y llanamente en
escena.
Nada de eso.
Con su
miembro completamente enhiesto, el torero levantó a la joven que plegó
las piernas y quedó en el aire sin tocar tierra. El se paseó un
momento. Luego, cuando los mozos del teatro hubieron tendido un alambre
tres metros por encima de los espectadores, subió allí arriba, y,
obsceno funámbulo, paseó así a su amante por encima de los apretujados
espectadores, a través del patio de butacas. Reculó enseguida hasta el
escenario. Los espectadores aplaudieron estrepitosamente y admiraron
plenamente los encantos de la española cuyo culo enmascarado parecía
sonreír, pues estaba lleno de hoyuelos.
Entonces
fue el turno de la mujer. El torero plegó las rodillas y, sólidamente
ensartado en el coño de su compañera, fue paseado así sobre la rígida
cuerda.
Esta fantasía funambulesca había excitado a Mony.
-Vayamos al burdel -dijo a Cornaboeux.
Los Samurais alegres
, tal era el agradable nombre del lupanar de moda durante el sitio de Port-Arthur.Estaba
regentado por dos hombres, dos antiguos poetas simbolistas que,
habiéndose casado por amor, en París, habían venido a ocultar su
felicidad al Extremo Oriente. Ejercían el lucrativo oficio de gerentes
de burdel y vivían bien. Se vestían de mujer y se decían ternezas sin
haber renunciado a sus bigotes y a sus nombres masculinos.
Uno
era Adolphe Terré. Era el más viejo. El más joven tuvo su momento de
celebridad en París. ¿Quién ha olvidado el abrigo gris perla y el
cuello de armiño de Tristan de Vinaigre?
-Queremos mujeres -dijo Mony en francés a la cajera que no era otro que Adolphe Terré.
Este comenzó uno de sus poemas:
Una tarde que entre Versailles y Fontainebleau*
Perseguía a una ninfa en los bosques susurrantes
Mi miembro se endureció de repente para la ocasión calva
Que pasaba enjuta y erguida, diabólicamente idílica.
La ensarté tres, luego me emborraché veinte días.
Agarré unas purgaciones pero los dioses protegían.
Al poeta. Las glicinas han reemplazado a mis pelos
Y Virgilio cagó sobre mí, este dístico versallés...
-Basta, basta -dijo Cornaboeux - ¡mujeres,
rendíos!
-¡Aquí viene la sub-madama! -dijo respetuosamente Adolphe.
La
sub-madama, es decir el rubio Tristan de Vinaigre, se adelantó
graciosamente y, poniendo sus ojos azules en Mony, pronunció con voz
cantarina este poema histórico:
Mi miembro ha
enrojecido con una alegría encarnada**
En la flor de mi vida
Y mis testículos se han bamboleado como frutos pesados
Un soirqu'entre Versailles et Fontainebleau*
Je suivais une nymphe ilans les forèts bruissantes.
Man vit banda soudain pour l'ocassion chauve
Qui passait maigre et droite diaboliquement idyllique.
Je l'enfilai trois, puis me saoulai vingt jours,
J'eus une chaudepisse mais les dieux protégeaient
Le poète. Les glycines ont remplacé mes poils
Et Virgile chía sur moi, ce distique versaillais...
Que buscan la canasta.
El vellocino suntuoso donde se hunde mi verga
Se acuesta muy espeso,
Del culo a la ingle y de la ingle al ombligo (en
fin, de todos lados) Respetando mis frágiles nalgas,
Inmóviles y crispadas cuando tengo que cagar
Sobre la mesa demasiado alta y el papel helado
Los cálidos cagajones de mis pensamientos.
-En fin -dijo Mony - ¿esto es un burdel o un asilo?
-¡Todas las damas al salón! -gritó Tristan y, al mismo tiempo, dio una toalla a Cornaboeux añadiendo:
-Una toalla para dos, señores... Comprendan... es época de sitio.
Adolphe
percibió los 360 rublos que costaban las relaciones con las prostitutas
en Port-Arthur. Los dos amigos entraron en el salón. Allí les esperaba
un espectáculo incomparable.
Las putas, vestidas con peinadores grosella, carmesí, azulino o burdeos, jugaban al bridge mientras fumaban cigarrillos rubios.
En
este momento, se oyó un estrépito aterrador: un obús, agujereando el
techo, cayó pesadamente en el suelo, donde se hundió como un bólido,
justo en el círculo formado por las jugadoras de bridge.
Afortunadamente, el obús no estalló. Todas las mujeres cayeron de
Mon vit a rougid'une allégresse vermeille**
Au printemps de mon age
Et mes couilles ont balancé comme des fruits lourds
Qui cherchent la corbeille.
La toisón somptueuse oú s'enclót ma verge
Se pagnotte tres épaisse,
Du cul á l'aine et de Vaine au nombril (en fin, de tous cotes).
En respectant mes fréles fesses,
Immobiles et crispées quand tí mefaut chier
Sur la table trop haute et le papier glacé
Les chauds étrons de mes pensées.
espaldas
gritando. Sus piernas quedaron en alto y mostraron el as de pique a los
ojos concupiscentes de los dos militares. Fue una admirable exposición
de culos de todas las nacionalidades, pues este burdel modelo poseía
prostitutas de todas las razas. El culo en forma de pera de la frisona
contrastaba con los culos regordetes de las parisinas, las nalgas
maravillosas de las inglesas, los traseros cuadrados de las
escandinavas y los culos caídos de las catalanas. Una negra mostró una
masa atormentada que se parecía más a un cráter volcánico que a unas
ancas femeninas. Una vez en pie, ella proclamó que sus adversarias
habían perdido la baza, tan deprisa se acostumbra uno a los horrores dé
la guerra.
-Me llevo a la negra -dijo Cornaboeux
mientras que esta reina de Saba, levantándose y oyéndose nombrar,
saludaba a su Salomón con estas amenas palabras:
-¿Quie'es pinchar mi g'an patata, señor gene'al?
Cornaboeux la besó delicadamente. Pero Mony no estaba satisfecho de esta exhibición internacional:
-¿Dónde están las japonesas? -pidió.
-Son cincuenta rublos más -declaró la sub-madama retorciendo sus fuertes bigotes -, comprenda, ¡es el enemigo!
Mony pagó e hicieron entrar a una veintena de muchachas japonesas vestidas con su traje nacional.
El
príncipe escogió una que era encantadora y la sub-madama hizo entrar a
las dos parejas en un reservado acondicionado para un objetivo
fornicador.
La negra que se llamaba Cornélie y la
japonesita, que respondía al delicado nombre de Kilyemu, es decir:
cáliz de flor de níspero japonés, se desnudaron cantando la una en
sabir tripolitano, la otra en un dialecto japonés.
Mony y Cornaboeux se desnudaron.
El
príncipe dejó, en un rincón, a su ayuda de cámara y a la negra, y no se
ocupó más que de Kilyemu, cuya belleza infantil y grave a la vez le
encantaba.
La besó tiernamente y, de vez en
cuando, durante esta bella noche de amor, se oía el ruido del bombardeo
y los obuses estallaban con suavidad. Se hubiera dicho que un príncipe
oriental ofrecía un castillo de fuegos artificiales en honor de alguna
princesa georgiana y virgen.
Kilyemu era pequeña
pero muy bien hecha, su cuerpo era amarillo como un melocotón, sus
senos pequeños y puntiagudos eran duros como pelotas de tenis. Los
pelos de su coño estaban unidos en un manojo áspero y negro, se diría
que era un pincel mojado.
Ella se echó de espaldas y, llevando sus muslos sobre su vientre, las rodillas plegadas, abrió sus piernas como un libro.
Esta postura imposible para una europea asombró a Mony.
Aparecieron
pronto sus encantos. Su miembro se hundió por completo, hasta los
testículos, en un coño elástico que, amplio primero, se estrechó
inmediatamente de forma sorprendente.
Esta
muchachita que apenas parecía núbil sabía hacer el cascanueces. Mony se
dio cuenta plenamente cuando después de los últimos espasmos
voluptuosos, descargó en una vagina que se había estrechado
terriblemente y que le mamaba el miembro hasta la última gota...
-Cuéntame tu historia -dijo Mony a Kilyemu mientras que en el rincón se oían los jadeos cínicos de Cornaboeux y de la negra.
Kilyemu se sentó:
-Soy -dijo - hija de un intérprete de sammisen, que
es una especie de guitarra, la toca en el teatro. Mi padre hacía el
coro e, interpretando temas tristes, recitaba historias líricas y
cadenciosas en un palco enrejado del proscenio.
Mi
madre, la bella Pesca de Julio representaba los principales papeles de
esas largas obras a las que es tan aficionada la dramaturgia nipona.
Me acuerdo que representaban Los Cuarenta y siete Roonines, La Bella Siguenaï o bien Taiko.
Nuestra
compañía iba de ciudad en ciudad, y esta naturaleza admirable donde he
crecido aparece siempre en mi memoria en los momentos de abandono
amoroso.
Me subía a los matsus, esas
coníferas gigantes; iba a ver bañarse en los ríos a los bellos samurais
desnudos, cuya enorme méntula no tenía ninguna significación para mí,
en esa época, y reía con las bonitas y alegres criadas que venían a
secarlos.
¡Oh! ¡Hacer el amor en mi país siempre
florido! ¡Amar a un fornido luchador bajo los rosados cerezos y
descender besándose de las colinas!
Un marinero de permiso, de la compañía Nippon Josen Kaïsha, que era mi primo, un día me arrebató la virginidad.
Mi padre y mi madre representaban El Gran Ladrón y
la sala estaba repleta. Mi primo me llevó a pasear. Yo tenía trece
años. El había viajado por Europa y me contaba las maravillas de un
universo que yo ignoraba. Me condujo hasta un jardín desierto lleno de
lirios, de camelias rojo obscuro, de lises amarillos y de lotos
parecidos a mi lengua, tan bellamente rosados. Allí, me besó y me
preguntó si había hecho el amor, le dije que no. Entonces, deshizo mi
kimono y me acarició los pechos. Esto me dio risa, pero me puse muy
seria cuando puso en mi mano un miembro duro, grande y largo.
¿Qué
quieres hacer con él? le pregunté. Sin responderme, me acostó, me
desnudó las piernas e, introduciéndome su lengua en la boca, penetró mi
virginidad. Tuve fuerzas para lanzar un grito que debió turbar a las
gramíneas y a los bellos crisantemos del gran jardín desierto, pero
inmediatamente la voluptuosidad se despertó en mí.
Al
poco tiempo me raptó un armero, era bello como el Daïbó de Kamakura, y
es preciso hablar religiosamente de su verga que parecía de bronce
dorado y que era inagotable. Todas las noches antes del amor me creía
insaciable pero cuando había sentido quince veces como la cálida
semilla se derramaba en mi vulva, debía ofrecerle mi cansada grupa para
que él pudiera satisfacerse, o cuando estaba demasiado fatigada, tomaba
su miembro con la boca y lo chupaba hasta que él me ordenaba parar. Se
mató para obedecer las prescripciones del Bushido, y cumpliendo este
acto caballeresco me dejó sola y desconsolada.
Un
inglés de Yokohama me recogió. Olía a cadáver como todos los europeos,
y durante largo tiempo no pude acostumbrarme a ese olor. Yo le
suplicaba que me enculara para no ver delante mío su cara bestial con
patillas pelirrojas. Sin embargo, al fin, me acostumbré a él y, como
estaba bajo mi dominio, le obligaba a lamerme la vulva hasta que su
lengua, enrampada, ya no podía removerse.
Una amiga que yo había conocido en Tokio y que amaba hasta la locura venía a consolarme.
Era
bonita como la primavera y parecía que dos abejas estaban continuamente
posadas en la punta de sus senos. Nos satisfacíamos con un trozo de
mármol amarillo tallado por los dos extremos en forma de miembro.
Eramos insaciables y, la una en los brazos de la otra, desenfrenadas,
encrespadas y aullando, nos agitábamos furiosamente como dos perros que
quieren roer el mismo hueso.
Un día el inglés se volvió loco; creía ser el Shogún y quería encular al Mikado.
Se
lo llevaron y yo hice de puta en compañía de mi amiga hasta el día en
que me enamoré de un alemán, alto, fuerte, imberbe, que tenía una
enorme verga inagotable. Me pegaba y yo le besaba llorando. Al fin,
baldada por los golpes, me hacía limosna de su miembro y yo gozaba como
una posesa abrazándole con todas mis fuerzas.
Un
día tomamos el barco, me llevó a Shangai y me vendió a una alcahueta.
Luego se fue, mi bello Egon, sin volver la cabeza, dejándome
desesperada, con las mujeres del burdel que se reían de mí. Me
enseñaron bien el oficio, pero cuando tenga mucho dinero me iré, como
una mujer honesta, por el mundo, para encontrar a mi Egon, sentir una
vez más su miembro en mi vulva y morir pensando en los rosados árboles
del Japón.
La japonesita, tiesa y seria, se
marchó como una sombra, dejando a Mony reflexionar sobre la fragilidad
de las pasiones humanas con los ojos llenos de lágrimas.
Entonces
oyó un sonoro ronquido y, volviendo la cabeza, vio a la negra y a
Cornaboeux dormidos castamente uno en los brazos del otro; pero los dos
eran monstruosos. El culazo de Cornélie sobresalía, reflejando la luna
cuya luz entraba por la abierta ventana. Mony sacó su sable de la funda
y pinchó en ese enorme trozo de carne.
En la sala
también se oían gritos. Cornaboeux y Mony salieron con la negra. La
sala estaba llena de humo. Habían entrado varios oficiales rusos que,
borrachos y groseros, profiriendo juramentos inmundos, se arrojaron
sobre las inglesas del burdel quienes, asqueadas del- aspecto innoble
de los militarotes, murmuraron unos bloody y unos damned a cual mejor.
Cornaboeux
y Mony contemplaron por un instante la violación de las prostitutas,
luego salieron mintras se producía una enculada colectiva y
desenfrenada, dejando desesperados a Adolphe Terré y Tristan de
Vinaigre que trataban de restablecer el orden y se agitaban vanamente,
enredados en sus femeninas faldas.
En ese preciso instante entró el general Stoessel y todo el mundo tuvo que rectificar su posición, incluso la negra.
Los japoneses acababan de dar el primer asalto a la ciudad asediada.
Mony casi tuvo ganas de retroceder para ver lo que haría su jefe, pero se oían gritos salvajes hacia las fortificaciones.
Llegaron
varios soldados conduciendo un prisionero. Era un joven alto, un
alemán, que habían encontrado en el límite de las obras de defensa,
despojando a los cadáveres. Gritaba en alemán:
-No
soy un ladrón. Amo a los rusos, he cruzado valientemente las líneas
japonesas, para ofrecerme como maricón, marica, enculado. Sin duda os
faltan mujeres y no estaréis descontentos de tenerme con vosotros.
-¡A muerte! -gritaron los soldados -, ¡a muerte, es un espía, un salteador, un desvalijador de cadáveres!
Ningún oficial acompañaba a los soldados. Mony se adelantó y pidió explicaciones:
-Se
equivoca -dijo al extranjero - tenemos mujeres en abundancia pero debe
pagar su crimen. Será enculado, ya que lo pide, por los soldados que le
han detenido, y será empalado inmediatamente después. Morirá igual que
ha vivido y es la muerte más bella según testimonian los moralistas.
¿Su nombre?
-Egon Muller -declaró temblando el hombre.
-Está
bien -dijo Mony secamente -, viene de Yokohama y ha traficado
vergonzosamente, como un auténtico alcahuete, con su amante, una
japonesa llamada Kilyemu. Marica, espía, alcahuete y desvalijador de
cadáveres, estáis completo. Que preparen el poste y vosotros, soldados,
enculadlo... No tenéis una ocasión semejante cada día.
Desnudaron
al bello Egon. Era un muchacho de una belleza admirable y sus senos
estaban redondeados como los de un hermafrodita. A la vista de estos
encantos, los soldados sacaron sus miembros concupiscentes.
Cornaboeux
se conmovió, con los ojos arrasados en lágrimas, y pidió gracia para
Egon a su señor, pero Mony se mantuvo inflexible y no permitió a su
ordenanza más que hacerse chupar el miembro por el encantador efebo
quien, el culo tenso, recibió a su vez, en su ano dilatado, las vergas
radiantes de los soldados que, perfectos brutos, cantaban himnos
religiosos felicitándose por su captura.
El
espía, tras recibir la tercera descarga, comenzó a gozar furiosamente y
agitaba su culo mientras chupaba el miembro de Cornaboeux, como si aún
tuviera treinta años de vida por delante.
Mientras tanto habían alzado el poste metálico que debía servir de asiento al mamón.
Cuando
todos los soldados hubieron enculado al prisionero, Mony deslizó unas
palabras en los oídos de Cornaboeux que aún estaba extasiado por la
manera como acababan de sacarle punta a su lápiz.
Cornaboeux
fue hasta el burdel y volvió enseguida, acompañado por Kilyemu, la
joven prostituta japonesa que preguntaba qué era lo que querían de ella.
De
improviso vio a Egon al que acababan de clavar, amordazado, sobre el
palo de hierro. Se contorsionaba y la pica le penetraba poco a poco en
el ano. Por delante su verga se alzaba de tal forma que parecía estar a
punto de romperse.
Mony señaló a Kilyemu a los
soldados. La pobre mujercita miraba a su amante empalado con ojos donde
se mezclaba el terror, el amor y la compasión en una suprema
desolación. Los soldados la desnudaron y alzaron su pobre cuerpecito de
pájaro sobre el del empalado.
Separaron las piernas de la desgraciada y el hinchado miembro que ella había deseado tanto la penetró una vez más.
La
pobre, simple de espíritu, no entendía esta barbarie, pero el miembro
que la colmaba la excitaba demasiado voluptuosamente. Se volvió como
loca y se agitaba, haciendo descender poco a poco el cuerpo de su
amante a lo largo del palo. El descargó mientras expiraba.
¡Era
un extraño estandarte el que formaban ese hombre amordazado y esa mujer
que se agitaba encima suyo, con la boca desencajada! ... La sangre
obscura formaba un charco al pie del palo.
-Soldados,
saludad a los que mueren -gritó Mony, y dirigiéndose a Kilyemu -: "He
satisfecho tus deseos... ¡En este momento los cerezos florecen en el
Japón, los amantes se pierden entre la nieve rosa de los pétalos que se
deshojan!".
Luego, apuntando su revólver, le voló
la cabeza y los sesos de la pequeña cortesana saltaron al rostro del
oficial, como si ella hubiera querido escupir a su verdugo.
Después
de la ejecución sumaria del espía Egon Muller y de la prostituta
japonesa Kilyemu, el príncipe Vibescu se había convertido en un
personaje muy popular en Port-Arthur.
Un día, el general Stoessel le hizo llamar y le entregó un pliego diciendo:
-Príncipe
Vibescu, aunque no seáis ruso, no por eso dejáis de ser uno de los
mejores oficiales de la plaza... Esperamos la llegada de socorros, pero
es preciso que el general Kuro-patkin se dé prisa... Si tarda mucho,
tendremos que capitular... Esos perros japoneses acechan y un día su
fanatismo acabará con nuestra resistencia. Debéis atravesar las líneas
japonesas y entregar este despacho al generalísimo.
Prepararon
un globo. Durante ocho días, Mony y Cornaboeux se entrenaron en el
manejo del aerostato que fue hinchado una bella mañana.
Los
dos pasajeros subieron a la barquilla, pronunciaron el tradicional: "
¡Soltadlo!" y pronto, habiendo alcanzado la región de las nubes, ya no
divisaron la tierra más que como algo muy pequeño, y el campo de
batalla se divisaba netamente con los ejércitos, las escuadras en el
mar, y una cerilla que rascaban para encender su cigarrillo dejaba un
reguero más luminoso que los obuses de los cañones gigantes de los que
se servían los beligerantes.
Una fuerte brisa
impulsó al globo en la dirección de los ejércitos rusos y, en varios
días, aterrizaron y fueron recibidos por un fornido oficial que les dio
la bienvenida. Era Fedor, el hombre con tres testículos, el antiguo
amante de Héléne Verdier, la hermana de Culculine d'Ancóne.
-Teniente
-le dijo el príncipe Vibescu al saltar de la barquilla -, sois muy
amable y la recepción que nos hacéis nos consuela de muchas fatigas.
Dejadme pediros perdón por haberos puesto cuernos en San Petersburgo
con vuestra amante Héléne, la institutriz francesa de la hija del
general Kokodryoff.
-Habéis hecho bien -contestó
Fedor -, figuraos que aquí he encontrado a su hermana Culculine; es una
estupenda muchacha que hace de cantinera en un bar de señoritas que
frecuentan nuestros oficiales. Abandonó París para conseguir una fuerte
suma en Extremo Oriente. Aquí gana mucho dinero, pues los oficiales
jaranean como corresponde a personas a las que queda poco tiempo de
vida, y su amiga Alexine Mangetout está con ella.
-¿Cómo?
-exclamó Mony -. ¡Culculine y Alexine están aquí!... Conducidme deprisa
ante el general Kuropatkin, debo cumplir mi misión ante todo...
Inmediatamente después me llevaréis a la cantina...
El general Kuropatkin recibió amablemente a Mony en su palacio. Era un vagón bastante bien acondicionado.
El generalísimo leyó el mensaje, luego dijo:
"Haremos todo lo posible para liberar Port-Arthur. Mientras tanto, Príncipe Vibescu, os nombro caballero de San Jorge..."
Una media hora después, el recién condecorado se hallaba en la cantina El cosaco dormido en
compañía de Fedor y de Cornaboeux. Dos mujeres se apresuraron a
atenderles. Eran Culculine y Alexine, completamente encantadoras.
Estaban vestidas de soldado ruso y llevaban un delantal de encajes
delante de sus anchos pantalones aprisionados en las botas; sus culos y
sus pechos sobresalían agradablemente y abombaban el uniforme. Una
gorrita colocada de través sobre su cabellera completaba lo que este
ridículo atavío militar tenía de excitante. Tenían el aspecto de
menudas comparsas de opereta.
" ¡Mira, Mony!", exclamó Culculine. El príncipe besó a las dos mujeres y les preguntó por sus aventuras.
-Ahí va -dijo Culculine - pero tú también nos contarás lo que te ha sucedido.
Después
de la noche fatal en que los asaltantes nos dejaron medio muertos junto
al cadáver de uno de ellos al que yo había cortado el miembro con mis
dientes en un instante de goce loco, me desperté rodeada de médicos. Me
habían encontrado con un cuchillo plantado en mis nalgas. Alexine fue
cuidada en su casa y no tuvimos ninguna noticia tuya. Pero nos
enteramos, cuando pudimos salir, que habías vuelto a Servia. El suceso
había causado un enorme escándalo, a su retorno mi explorador me dejó y
el senador de Alexine no quiso mantenerla más.
Nuestra
estrella empezaba a declinar en París. Estalló la guerra entre Rusia y
Japón. El chulo de mis amigas organizaba una expedición de mujeres para
servir en las cantinas bur-deles que acompañan al ejército ruso; nos
contrataron y aquí nos tienes.
A continuación
Mony contó lo que le había sucedido, omitiendo lo que había pasado en
el Orient-Express. Presentó a Cornaboeux a las dos mujeres sentadas,
pero sin decir que era el desvalijador que había plantado su cuchillo
en las nalgas de Culculine.
Todos estos relatos
ocasionaron un gran consumo de bebidas; la sala se había llenado de
oficiales con gorra que cantaban a voz en grito mientras acariciaban a
las camareras.
-Salgamos -dijo Mony.
Culculine
y Alexine les siguieron y los cinco militares salieron de los
atrincheramientos y se dirigieron hacia la tienda de Fedor.
La
noche había caído, estrellada. Mony tuvo un antojo al pasar ante el
vagón del generalísimo: hizo quitar el pantalón a Alexine, cuyas
grandes nalgas parecían estar incómodas en él y, mientras los otros
continuaban su camino, manoseó el soberbio culo, semejante a un pálido
rostro bajo la pálida luna, luego sacando su verga bravía, la frotó un
instante en la raya del culo, picoteando a veces el orificio, luego al
oír un seco toque de corneta acompañado de redobles de tambor, se
decidió de golpe. El miembro descendió entre las nalgas frescas y se
introdujo en un valle que conducía al coño. Las manos del joven, por
delante, revolvían el vellocino y excitaban el clítoris. Fue y vino,
labrando con la reja de su arado el surco de Alexine, que gozaba
removiendo su culo lunar al que la luna allá arriba parecía sonreír
mientras lo admiraba. De golpe empezaron las llamadas monótonas de los
centinelas; sus gritos se repetían a través de la noche. Alexine y Mony
gozaban silenciosamente y cuando eyacularon, casi al mismo tiempo y
suspirando profundamente, un obús desgarró el aire y fue a matar a
varios soldados que dormían en una trinchera. Murieron quejándose como
niños que llaman a su madre. Mony y Alexine, rápidamente compuestos,
corrieron a la tienda de Fedor.
Allí, encontraron a Cornaboeux desbraguetado, arrodillado ante Culculine que, sin pantalones, le mostraba el culo. El decía:
-No, no se nota nada; nadie diría que te han pegado una cuchillada ahí dentro.
Luego, levantándose, la enculó gritando frases rusas que había aprendido.
Entonces
Fedor se colocó ante ella y le introdujo su miembro en el coño. Se
hubiera dicho que Culculine era un precioso muchacho al que estaban
enculando mientras que él ensartaba su cola en una mujer. En efecto,
estaba vestida de hombre y el miembro de Fedor parecía pertenecerle.
Pero sus nalgas eran demasiado grandes para que esta idea pudiera
subsistir por mucho tiempo. Del mismo modo, su talle delgado y la
combadura de su pecho desmentían que fuera un muchacho. El trío se
agitaba cadenciosamente y Alexine se acercó para juguetear con los tres
testículos de Fedor.
En ese momento un soldado preguntó en voz alta, fuera de la tienda, por el príncipe Vibescu.
Mony salió; el militar era un enviado del general Munin que requería a Mony inmediatamente.
Siguió el soldado, llegaron hasta un furgón al que Mony subió mientras el soldado anunciaba:
"El príncipe Vibescu".
El
interior del furgón parecía un tocador, pero un tocador oriental. Allí
reinaba un lujo descabellado y el general Munin, un coloso de cincuenta
años, recibió a Mony con gran gentileza.
Le mostró, descuidadamente tendida en un sofá, una bella mujer de una veintena de años.
Era una circasiana, su mujer:
-Príncipe
Vibescu -dijo el general -, mi esposa, que hoy ha oído hablar de vuestra
hazaña y quiere felicitaros. Por otra parte, está encinta de tres meses
y un antojo de preñada la impulsa irresistiblemente a querer acostarse
con vos. ¡Aquí está! Cumplid con vuestro deber. Yo me satisfaré de otra
manera.
Sin replicar, Mony se desnudó y empezó a
hacer lo mismo con la bella Haidyn que parecía hallarse en un estado de
extraordinaria excitación. Mordía a Mony mientras éste la desnudaba.
Estaba admirablemente bien hecha y su embarazo aún no se notaba. Sus
senos moldeados por las Gracias se alzaban redondos como balas de cañón.
Su
cuerpo era flexible, lleno y esbelto. Había una desproporción tan bella
entre la rotundidad de su culo y la delgadez de su talle que Mony
sintió alzarse su miembro como un abeto noruego.
Ella se lo cogió mientras él manoseaba los muslos que eran gruesos hacia lo alto y se adelgazaban hacia la rodilla.
Cuando
quedó desnuda, él se subió encima y la ensartó relinchando como un
semental mientras que ella cerraba los ojos, saboreando una felicidad
infinita.
Mientras tanto, el general Munin había hecho entrar a un muchachito chino, muy lindo y atemorizado.
Sus ojos oblicuos vueltos hacia la pareja que hacía el amor no paraban de parpadear.
El general le desnudó y le chupó su colita que apenas alcanzaba el tamaño de una yuyuba.
A continuación lo giró y le dio una azotaina en su culito flaco y amarillo. Cogió su enorme sable y se lo colocó cerca.
Luego
enculó al muchachito, que debía conocer esta manera de civilizar
Manchuria, pues meneaba su cuerpecito de esponja china de forma muy
experimentada.
El general decía:
-Goza mucho, mi Haidyn, yo también estoy gozando.
Y
su verga salía casi por entero del cuerpo del chinito para volver a
entrar inmediatamente. Cuando llegó al límite de sus goces, tomó el
sable y, con los dientes apretados, sin dejar de culear, le cortó la
cabeza al chinito cuyos últimos espasmos le llevaron al paroxismo,
mientras la sangre brotaba del cuello como el agua de una fuente.
Después
de eso el general desenculó y se limpió la cola con su pañuelo. Luego
limpió su sable y, agarrando la cabeza del pequeño decapitado, la
enseñó a Mony y a Haidyn que ya habían cambiado de posición.
La
circasiana cabalgaba con rabia sobre Mony. Sus pechos bailoteaban y su
culo se alzaba frenéticamente. Las manos de Mony palpaban esas grandes
y maravillosas nalgas.
-Mirad como sonríe amablemente el chinito -dijo el general.
La
cabeza mostraba una horrible mueca, pero su aspecto redobló la rabia
erótica de los dos fornicadores que culearon con muchísimo más ardor.
El
general soltó la cabeza, luego, tomando a su mujer por las caderas, le
introdujo su miembro en el culo. El goce de Mony aumentó. Las dos
vergas, separadas apenas por un estrecho tabique, chocaban de frente
aumentando los goces de la joven que mordía a Mony y se ondulaba como
una víbora. La triple descarga tuvo lugar simultáneamente. El trío se
separó y el general, tan pronto se puso en pie, blandió su sable
gritando:
-Ahora, príncipe Vibescu, debéis morir, ¡habéis visto demasiado!
Pero Mony le desarmó sin ninguna dificultad.
A
continuación le ató de pies y manos y le acostó en un rincón del
furgón, junto al cadáver del chinito. Luego, continuó hasta la mañana
sus deleitosas fornicaciones con la generala. Cuando la dejó, estaba
fatigada y dormida. El general también dormía, atado de pies y manos.
Mony
fue a la tienda de Fedor: allí también se había copulado durante toda
la noche. Alexine, Culculine, Fedor y Cornaboeux dormían desnudos y en
confusión sobre-unos mantos. El semen se pegaba a los pelos de las
mujeres y los miembros de los hombres pendían lamentablemente.
Mony
les dejó dormir y empezó a errar por el campamento. Se esperaba un
próximo combate con los japoneses. Los soldados se equipaban o comían.
Los de caballería cuidaban a sus caballos.
Un
cosaco que tenía frío en las manos se las calentaba en el coño de su
yegua. La bestia relinchaba dulcemente; de golpe, el cosaco,
enardecido, subió a una silla colocada detrás de su bestia y sacando
una enorme verga larga como un asta de lanza, la hizo penetrar con gran
delicia en la vulva animal que segregaba un jugo caballar muy
afrodisíaco, pues el bruto humano descargó tres veces con grandes
movimientos de culo antes de desencoñar.
Un
oficial que se dio cuenta de este acto bestial se aproximó al soldado
con Mony. Le reprochó vivamente el haberse dejado arrastrar por la
pasión:
-Amigo mío -le dijo -, la masturbación es una virtud militar.
Todo
buen soldado debe saber que en tiempo de guerra el onanismo es el único
acto amoroso permitido. Masturbaos, pero no toquéis ni las mujeres ni
las bestias.
Además, la masturbación es muy
encomiable, pues permite a los hombres y a las mujeres acostumbrarse a
su próxima y definitiva separación. Las costumbres, el espíritu, los
vestidos y los gustos de los dos sexos se diferencian cada vez más. Ya
sería hora de parar mientes en ello y me parece necesario, si se quiere
sobresalir en la tierra, tener en cuenta esta ley natural que se
impondrá pronto.
El oficial se alejó, dejando que un pensativo Mony alcanzara la tienda de Fedor.
De
golpe el príncipe percibió un extraño rumor, se hubiera dicho que un
grupo de lloronas irlandesas se lamentaban por un muerto desconocido.
Al
aproximarse el ruido se modificó, se hizo rítmico con golpes secos como
si un director de orquesta loco golpeara con su batuta sobre su atril
mientras la orquesta tocaba en sordina.
El
príncipe corrió más deprisa y un extraño espectáculo se ofreció ante
sus ojos. Un grupo de soldados al mando de un oficial azotaban, por
turno, con largas baquetas flexibles, la espalda de unos condenados
desnudos de cintura para arriba.
Mony, cuyo grado
era superior al del que mandaba a los sayones, quiso tomar el mando.
Trajeron a un nuevo culpable. Era un bello muchacho tártaro que casi no
hablaba el ruso. El príncipe le hizo desnudar completamente, luego los
soldados le fustigaron de tal manera que el frío de la mañana le
azotaba al mismo tiempo que las vergas que le cruzaban todo el cuerpo.
Permanecía
impasible y esta calma irritó a Mony; dijo unas palabras al oído de
Cornaboeux que trajo inmediatamente a una camarera del bar. Era una
cantinera regordeta cuyas ancas y cuyo pecho rellenaban indecentemente
el uniforme que la apretaba. Esta bella y gorda muchacha llegó,
estorbada por su traje y marcando el paso de la oca.
-Está
indecente, hija mía -le dijo Mony -; cuando se es una mujer como usted,
una no se viste de hombre; cien vergajazos para enseñárselo.
La desgraciada temblaba con todos sus miembros, pero, a un gesto de Mony, los soldados le arrancaron la ropa.
Su desnudez contrastaba singularmente con la del tártaro.
El
era muy alto, de rostro demacrado, con los ojos pequeños, astutos y
tranquilos; sus miembros tenían esa delgadez que se le supone a Juan el
Bautista, tras haber hecho un rato de langosta. Sus brazos, su pecho y
sus piernas de halcón eran velludos; su pene circunciso iba tomando
consistencia a causa de la fustigación y el glande estaba púrpura, del
color de los vómitos de un borracho.
La
cantinera, bello espécimen de alemana de Brunswick, era pesada de
ancas; parecía una robusta yegua luxemburguesa soltada entre los
sementales. Los cabellos rubio estopa la poetizaban bastante y las
nixas renanas no debían ser de otra manera.
Unos
pelos rubios muy claros le colgaban hasta la mitad de los muslos. Estas
greñas cubrían completamente una mota muy abombada. Esta mujer
respiraba una robusta salud y todos los soldados sintieron que sus
miembros viriles se ponían por sí mismos en presenten-armas.
Mony pidió un knut, que le trajeron. Lo puso en la mano del tártaro.
-Puerco caporal -le gritó - si quieres conservar entera la piel, no te preocupes de la de esta puta.
El
tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de
tortura compuesto de tiras de cuero a las que habían enganchado
limadura de hierro.
La mujer lloraba y pedía
gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba. Mony la obligó a
arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el culazo. El
tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo
hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que
temblaba con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo
reír a todos los asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la
mano, le cruzó el rostro diciéndole:
-Idiota, te he dicho que golpees, y no que rías.
A
continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con
ella a la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear
con regularidad. Su miembro colocado detrás del culazo de la víctima se
había endurecido, pero, a pesar de su concupiscencia, su brazo caía
rítmicamente, la verga era muy flexible, los golpes silbaban en el
aire, luego caían secamente sobre la piel tensa que se iba rayando.
El tártaro era un artista y los golpes que daba se unían para formar un dibujo caligráfico.
En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció claramente al cabo de poco tiempo.
Se
aplaudió calurosamente mientras los gritos de la alemana se hacían cada
vez más roncos. Su culo se agitaba por un instante a cada vergajazo,
luego se levantaba; las apretadas nalgas se iban separando; entonces se
vislumbraba el ojo del culo y debajo, el coño, abierto y húmedo.
Poco
a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la
verga, la espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabría y el
coño bostezaba de satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara
de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento, detuvo la mano del tártaro.
Le
devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a
azotar la espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba
varias marcas sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut
después de haberlo abatido, el tártaro lo atraía hacia él de manera que
las limaduras adheridas a las tiras arrastraban trozos de piel y de
carne, que enseguida caían por todas partes, manchando con gotitas
sangrientas los uniformes de la soldadesca.
La
alemana ya no sentía el dolor, se ondulaba, se retorcía y silbaba de
gozo. Su cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al
tártaro, las marcas de la palabra puta habían desaparecido, pues la espalda no era más que una llaga.
El
tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecía
pedir un gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo:
"Habías empezado bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable.
Has golpeado como un ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y
traedme a una de sus compañeras a la tienda de ahí al lado: está vacía.
Voy a tenérmelas con este miserable tártaro".
Despachó a los soldados, algunos de los cuales se llevaron a la alemana, y el príncipe entró en la tienda con su condenado.
Con
todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro,
excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo
protagonista era él mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que
bullía en sus testículos. Bajo los golpes de Mony, su miembro se irguió
y el semen que saltó fue a estrellarse contra la lona de la tienda.
En
este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habían
sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo
terror. Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados
y roncos.
Era una bella muchacha, originaria de
Suecia. Hija del jefe de la cantina, se había casado con un danés,
socio de su padre. Había dado a luz cuatro meses antes y amamantaba
ella misma a su hijo. Debía tener veinticuatro años. Sus senos repletos
de leche -pues era una buena ama de cría - abombaban el camisón.
Sólo
verla, Mony despidió a los soldados que la habían traído y le levantó
el camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecían fustes de columna y
aguantaban un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba
graciosamente rizado. Mony ordenó al tártaro que la azotara mientras él
la masturbaba con la boca. Los golpes llovían sobre los brazos de la
bella muda, pero abajo la boca del príncipe recogía el licor amoroso
que destilaba ese coño boreal.
A continuación se
tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón a la
mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro
entró profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su
culo macizo y firme se agitaba cadenciosamente. El prícnipe tomó un
seno en la boca y empezó a mamar una leche deliciosa.
El
tártaro no estaba inactivo, sino que, haciendo silbar la verga,
aplicaba rudos golpes en el mapamundi de la muda, con lo que activaba
sus goces. Golpeaba como un poseído, rayando ese culo sublime, marcando
sin ningún respeto los bellos hombros blancos y carnosos, dejando
surcos en la espalda. Mony, que ya había trabajado mucho, tardó en
llegar al éxtasis y la muda, excitada por la verga, gozó una quincena
de veces, mientras él lo hacía una vez.
Entonces,
se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que
ensartara como los perros a la bella ama de cría que aún no parecía
saciada, y él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del
soldado, que gozaba lanzando gritos terribles.
El
tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes
propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto
amoroso donde se había alojado. Allí depositó por cinco veces su
ardiente oferta. Luego quedó inmóvil encima de la mujer, agitada
todavía por estremecimientos voluptuosos.
Pero el
príncipe le insultó, había encendido un cigarrillo y quemó en diversos
lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla
encendida sobre los testículos y la quemadura tuvo el don de reanimar
al infatigable miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva
descarga. Mony tomó el knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas
sobre los cuerpos unidos del tártaro y de la muda; la sangre manaba,
los golpes llovían, haciendo clac. Mony blasfemaba en francés, en
rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente, pero una sombra de
odio hacia Mony pasó por sus ojos. Conocía el lenguaje de los mudos y,
pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos
signos que ella comprendió de maravilla.
Hacia el
final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido
cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de
leche que coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la
mujer lanzó un rugido de terror mientras descargaba.
Hizo
un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se
precipitaron sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el
tártaro, el knut. La mirada encendida por la ira, animados por la
esperanza de vengarse, empezaron a azotar cruelmente al oficial que les
había hecho sufrir. Fue inútil que Mony gritara y se debatiera, los
golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin embargo, el
tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera
consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la
mujer, con una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la
mujer se encarnizaba especialmente sobre el vientre, los testículos y
el miembro del príncipe.
Mientras tanto, el
danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues
su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos
y salió en busca de su mujer.
Un soldado le
indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de
celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda.
El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en
compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
El
knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo,
empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro,
que cayeron al suelo aullando de dolor.
Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.
La
niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola,
besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola
sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga
desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba
cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este
crimen, se abalanzaron encima suyo.
La madre se
apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero el
danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a
asestar un golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el
uniforme de oficial. Su brazo descendió, pues sabía que un oficial ruso
es sagrado, puede violar, robar, pero el mercachifle que ose ponerle
una mano encima será colgado inmediatamente.
Mony
comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de
ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire
despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego,
apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las
súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino
miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.
Mientras
tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano
izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que
sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne
hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre
mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable
valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el
desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.
Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
-Madre sin entrañas -dijo a la muda - su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.
-En
cuanto a usted -dijo Mony al danés-tenga cuidado, ha violado a su hija
delante de mí. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su
suerte depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero
si cuenta lo que ha pasado aquí, será colgado.
El
danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de
agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija.
Mony se dirigió hacia la tienda de Fedor.
Los durmientes se habían despertado y, después de lavarse, se vistieron.
Durante
todo el día, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el
atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la
tienda de Fedor, que había ido a combatir en primera línea.
Inmediatamente se oyeron los primeros cañonazos y los camilleros,
transportando heridos, empezaron a llegar.
La
tienda fue acondicionada como botiquín. Cornaboeux y las dos mujeres
fueron utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con
tres heridos rusos que deliraban.
Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.
Era
una hermosísima muchacha de la nobleza polaca. Tenía una voz tan dulce
como la de los ángeles y, al oírla, los heridos volvían hacia ella sus
ojos moribundos, creyendo ver a la Virgen.
Con su
voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecía como un niño,
asombrado de la energía de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor
que brotaba a veces de sus ojos verdes.
De vez en
cuando, su rostro seráfico se tornaba duro y una nube de vicios
imperdonables parecía obscurecer su rostro. Se diría que la inocencia
de esta mujer tenía intermitencias criminales.
Mony la observó; se dio cuenta muy pronto de que sus dedos se entretenían más de lo necesario en las heridas.
Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su pecho abierto.
La
enfermera le curó con voluptuosidad. Había metido su mano derecha en el
abierto agujero y parecía gozar del contacto con la carne palpitante.
De
repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado
de la camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.
Se ruborizó, pero él la tranquilizó:
-Calmaos,
no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis
experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos,
pero no rehuséis mis besos.
En silencio ella bajó
los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le levantó las
faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan
apretadas que parecían haber jurado no separarse nunca.
Ella
desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la
terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara
plenamente del espectáculo de su culo.
El le
introdujo entonces su dardo entre los labios satinados del coño, a la
manera de los perros, y con la mano derecha, le acariciaba las nalgas,
mientras que con la izquierda debajo de las enaguas, buscaba el
clítoris. La enfermera gozaba silenciosamente, crispando sus manos en
la herida del moribundo, que gemía horriblemente. Expiró en el momento
en que Mony descargaba. La enfermera le desalojó inmediatamente y,
bajando los pantalones al muerto cuyo miembro estaba duro como el
hierro, se lo hundió en el coño, gozando siempre silenciosamente y con
el rostro más angelical que nunca.
Mony golpeó
entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban y
engullían rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto
su primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba
gozando, la enculó como un poseso.
Seguidamente,
arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y piernas
habían sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseía
todavía un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera,
inmediatamente que quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del
tronco que agonizaba y, durante esta desmelenada cabalgada, chupó el
miembro de Mony, que descargó rápidamente como un carmelita. El
hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por los muñones
de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo morir
bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella
se lo confesó a Mony, estaba casi frío, y ella parecía tan excitada que
Mony, que se sentía agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los
pechos, luego ella se arrodilló y trató de reanimar la verga
principesca masturbándola entre sus senos.
-¡Desgraciada! -exclamó
Mony -, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la misión de rematar a
los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?
-Soy -dijo - la hija de Juan Morneski, el príncipe revolucionario que el infame Gurko envió a morir a Tobolsk.
Para
vengarme y para vengar a Polonia, mi patria, remato a los soldados
rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los Romanoff.
Mi
hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia
durante un pro-grom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de
un cosaco, comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el
regimiento que manda y ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me había
comunicado sus intenciones antes de su marcha.
Es así como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranía moscovita.
Estos
afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles
se han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como
Temerlán, Atila e Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una
santa. Hoy, Mesalina y Catalina a mi lado no serían más que tiernas
ovejitas.
Mony no dejó de estremecerse al oír la
declaración de esta puta exquisita. Quiso lamerle el culo en honor de
Polonia a cualquier precio, y le contó cómo había participado
indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a
Alejandro Obrenovitch.
Ella le escuchó con admiración.
-Ojalá pueda ver un día -exclamó - al Zar defenestrado.
Mony,
que era un oficial leal, protestó contra esta defenestración y
manifestó su acatamiento a la legítima autocracia: "Os admiro -dijo a
la polaca - pero si fuera el Zar, destruiría en bloque a todos los
polacos. Esos borrachines ineptos no paran de fabricar bombas y hacen
inhabitable el planeta. Incluso en París, esos sádicos personajes, que
aparecen tanto en la Audiencia como en la Salpétriére, turban la existencia de los pacíficos ciudadanos.
-Es
cierto -dijo la polaca - que mis compatriotas son gente de pocas bromas,
pero que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y
Polonia volverá a ser el país del honor caballeresco, del lujo y de las
mujeres bonitas.
-¡Tienes razón! -exclamó Mony y,
echando a la enfermera encima de una camilla, la trabajó perezosamente
y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y remotos. Parecía un
decamerón que estaba rodeado de apestados.
-Mujer encantadora -decía Mony - cambiemos nuestra fe con nuestras almas.
-Sí -decía ella - nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el eco de nuestras crueldades.
-De acuerdo -dijo Mony - pero que sean crueldades legales.
-Quizás tengas razón -dijo la enfermera-no hay nada tan dulce como cumplir lo permitido.
En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron profundamente.
En este momento, oyeron un gran griterío, el ejército ruso, derrotado, huía desordenadamente ante las tropas japonesas.
Se
oían los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillería,
el rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.
La
tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony
y la enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos. Un oficial japonés se adelantó hacia el príncipe Vibescu. -¡Sois
mi prisionero! -le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso,
muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las
rodillas. Entonces se adelantó otro oficial
japonés, los soldados rodearon a Mony que aceptó su cautiverio y,
cuando salió de la tienda en compañía del diminuto oficial nipón, vio a
lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que intentaban
penosamente unirse al ejército ruso en retirada.
Prisionero
bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento
japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que
era vigilado por el oficial que le había hecho prisionero. Quiso
hacerse amigo suyo y lo consiguió. Era un sintoísta bastante sibarita
que le contaba cosas admirables sobre la mujer que había dejado en el
Japón. -Es risueña y encantadora -decía - y la
adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-Kanussi-No-Kami. Es frecunda
como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y generadores de los
hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del mismo sol.
Esperándome, piensa en mí y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô
de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos. -Y vos -preguntó Mony -, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis en el frente? -Yo
-dijo el oficial - cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contemplando
grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de
grabados en madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros
mostraba a las mujeres haciendo el amor con toda clase de animales:
gatos, pájaros, tigres, perros, peces, e incluso pulpos repugnantes que
enlazaban con sus tentáculos llenos de ventosas los cuerpos de
histéricas japonesitas.
"Todos nuestros oficiales
y todos nuestros soldados -dijo el oficial - tienen libros de este tipo.
Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando estos
dibujos priápicos."
Mony iba a visitar a menudo a
los heridos rusos. Allí encontraba a la enfermera polaca que le había
dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.
Entre
los heridos se encontraba un capitán originario de Arkangel. Su herida
no era' de extrema gravedad y Mony charlaba a menudo con él, sentado en
la cabecera de su cama.
Un día, el herido, que se
llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que la leyera. La
carta decía que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en
pieles.
-La adoro -dijo el capitán -, amo a esta
mujer más que a mí mismo y sufro terriblemente al saberla de otro, pero
soy feliz, horriblemente feliz.
-¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? -preguntó Mony -, son contradictorios.
-Se confunden en mí -dijo Katache - no concibo en absoluto la voluptuosidad sin el dolor.
-¿Sois masoquista, pues? -preguntó Mony, vivamente interesado.
-¡Si
le llamáis así! -asintió el oficial -, el masoquismo, por otra parte,
está plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana.
Mirad, ya que os interesáis por mí, voy a contaros mi vida.
-De acuerdo -dijo Mony con diligencia -, pero bebed antes esta limonada para refrescaros la garganta.
El capitán Katache empezó así:
-Nací
en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una
alegría amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se
abatieron sobre nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar
con los infortunios y la agudizaron.
Esto
seguramente procedía de un exceso de cariño. Asesinaron a mi padre y
recuerdo que contando quince años en aquel momento, a causa de esa
muerte experimenté mi primer éxtasis. La conmoción y el espanto me
hicieron eyacular. Mi madre se volvió loca y, cuando iba a visitarla al
asilo, me masturbaba mientras la oía contar extravagancias inmundas,
pues creía haberse convertido en water, señor, y describía los
imaginarios culos que defecaban en ella. El día que se figuró que
estaba completamente llena, fue preciso encerrarla. Se volvió peligrosa
y pedía a voces que vinieran los poceros para vaciarla. Yo la escuchaba
con pesar. Ella me reconocía.
Hijo mío -decía - ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate encima mío y caga a gusto.
¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre ?
Además,
hijo mío, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de
cerveza que vino a cagar en mí tenía cólico. Estoy desbordada, ya no
puedo más. Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.
Creedlo,
señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a
mi madre, pero al mismo tiempo sentía un placer indecible al oír estas
palabras inmundas. Sí, señor, gozaba y me masturbaba.
Me
alistaron en el ejército y gracias a mis influencias pude permanecer en
el norte. Frecuentaba a la familia de un pastor protestante establecido
en Arkangel; era un inglés y tenía una hija tan maravillosa que mis
descripciones no la mostrarían ni la mitad de lo bella que era en
realidad. Un día estábamos bailando en una fiesta familiar y, después
del vals, Florence colocó, como por azar, su mano entre mis muslos
preguntándome:
-¿La tiene dura?
Se dio cuenta de que yo estaba en un estado de erección terrible; pero sonrió diciéndome:
-Yo también estoy completamente mojada, pero no es en su honor. He gozado por Dyre.
Y
se fue zalameramente hacia Dyre Kissird, que era un viajante noruego.
Bromearon un instante, luego, como la orquesta había atacado una danza,
partieron abrazados mirándose amorosamente. Yo sufría el martirio. Los
celos me mordían el corazón. Y si Florénce era deseable, la deseé aún
más cuando supe que ella no me amaba. Descargué viéndola bailar con mi
rival. Me los imaginaba uno en brazos del otro y tuve que girarme para
que nadie viera mis lágrimas.
Entonces, empujado
por el demonio de la concupiscencia y de los celos, me juré que debía
hacerla mi esposa. Es extraña, esta Florénce, habla cuatro lenguas:
francés, alemán, ruso e inglés, pero en realidad, no conoce ninguna y
la jerga que emplea tiene un sabor de salvajismo. Yo mismo hablo muy
bien el francés y conozco a fondo la literatura francesa, especialmente
a los poetas de finales del siglo XIX. Hacía versos que llamaba
simbolistas para Florénce, que reflejaban simplemente mi tristeza.
La anémona ha florecido en el nombre de Arkangel
Cuando los ángeles lloran por tener angeleces.
Y el nombre de Florénce ha suspirado concluir
Los juramentos vertiginosos en los peldaños de la escalera.
Voces blancas cantando en el nombre de Arkangel
Han modulado a menudo nanas a Florénce
Cuyas flores, de retorno, cubren con profunda ansiedad
Los techos y las paredes que rezuman con el deshielo.
¡Oh Florénce! ¡Oh Arkangel!
La una: bahía de laureles, pero la otra: hierba angélica
Las mujeres, por turno, se apoyan en los pretiles
. Y llenan los pozos negros con flores y reliquias
¡Dos reliquias de arcángel y de flores de
Arkangel!
La
vida de cuartel en el norte de Rusia está llena de diversiones en época
de paz. La caza y las obligaciones mundanas se reparten la vida del
militar. La caza tenía muy pocos atractivos para mí y mis ocupaciones
mundanas quedan resumidas en estas pocas palabras: conseguir a Florénce
a quien amo y que no me ama. Fue una dura labor. Sufrí mil veces la
muerte, pues Florénce me detestaba cada vez más, se burlaba de mí y
flirteaba con cazadores de osos polares, con comerciantes escandinavos
e, incluso, un día que una miserable compañía francesa de opereta llegó
a nuestras lejanas brumas para hacer varias actuaciones, sorprendí a
Florence, durante una aurora boreal, patinando cogida de la mano del
tenor, un chivo repugnante, nacido en Carcassonne.
Pero yo era rico, señor, y mis solicitudes no dejaban indiferente al padre de Florence, con la que me casé por fin.
Partimos
hacia Francia y, en el camino, ella no permitió que la besara siquiera.
Llegamos a Niza en febrero, durante el carnaval.
Alquilamos
una villa y, un día en que había guerra de flores, Florence me comunicó
que había decidido perder su virginidad aquella misma noche. Creí que
mi amor iba a ser recompensado. ¡Ay! empezaba mi calvario voluptuoso.
Florence añadió que no era yo el escogido para cumplir esa función.
"Es
usted demasiado ridículo -dijo - y no sabría hacerlo. Quiero un francés,
los franceses son galantes y expertos en el amor. Yo misma escogeré a
mi ensanchador durante la fiesta."
Habituado a la
obediencia, incliné la cabeza. Fuimos a la batalla de flores. Un joven
con acento nizardo o monegasco miró a Florence. Ella volvió la cabeza
sonriendo. Yo sufría más de lo que se sufre en cualquiera de los
círculos del infierno de Dante.
Durante la
batalla de flores, lo volvimos a ver. Estaba solo en un coche adornado
con profusión de flores exóticas. Nosotros estábamos en un Victoria que
le volvía loco a uno, pues Florence había querido que estuviera
enteramente adornado con nardos.
Cuando el coche
del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florence que le
miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.
Una
vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores,
blandos y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del
guapo. Inmediatamente Florence se disculpó y, apeándose sin ceremonias,
subió al coche del joven.
Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le había dejado su padre.
Próspero,
éste era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al
final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mío el
segundo. La banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada
por mi rival, al que besaba en la boca.
Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra villa. La noche era exquisita y yo sufría.
Mi
mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la
muerte y Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.
Ella me señaló un sillón diciendo:
-Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.
Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.
Florence
era encantadora. Su carne firme, y más llena de lo que parecía,
palpitaba bajo la mano del nizardo. El se desnudó también y su miembro
estaba erecto. Me di cuenta con alegría que no era más grande que el
mío. Era incluso más pequeño y delgado. Era en suma una auténtica verga
de virgo. Los dos eran encantadores; ella, bien peinada, con los ojos
chispeantes de deseo, rosada en su camisón de encajes.
Próspero
le chupó los pechos, que destacaban como arrullado ras palomas y,
pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella
se entretenía mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y
que entonces iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en
mi sillón. De golpe, Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el
camisón por detrás; su bonito culo regordete apareció lleno de hoyuelos.
Próspero
le dio una azotaina mientras ella reía; sobre este trasero las rosas se
mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:
-Tómame.
El
la llevó a la cama y oí el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el
himen desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.
Ya
no me hacían el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar
de todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me
masturbé en su honor.
Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de mi presencia, me dijo:
-Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.
Me
acerqué a la cama, el miembro al aire, y viendo que mi verga era más
grande que la de Próspero, le despreció. Me masturbó diciendo:
-Próspero,
su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más
grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André
-ese era yo - azota a este hombre hasta que sangre.
Me
arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de
la mesita de noche, le fustigué con toda la fuerza que me daban mis
celos. Le azoté mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer
tuvo piedad de él. Le hizo vestirse y le despachó con un adiós
definitivo.
Cuando se hubo marchado, creí que se habían acabado mis desgracias. ¡Ay! me dijo:
-André, déme su verga.
Me
masturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro,
un bello danés, que másturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo
estuvo erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que
ayudara a la bestia cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad.
Sufría
tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volví en mí, Florence me
llamaba a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no quería
salir. Los dos, mi mujer y el animal, hacía media hora que se forzaban
infructuosamente, sin conseguir desengancharse. Una nudosidad retenía
el miembro de! danés dentro de la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé
agua fría y rápidamente les devolví la libertad. Desde ese día mi mujer
perdió las ganas de hacer el amor con perros. Para recompensar mis
servicios, me masturbó y luego me envió a acostar a mi habitación.
El día siguiente por la noche, supliqué a mi mujer que me dejara cumplir mis deberes de esposo.
-Te adoro -le decía - nadie te ama como yo, soy tu esclavo. Haz lo que quieras de mí.
Estaba
desnuda y deliciosa. Sus cabellos estaban extendidos sobre la cama, las
fresas de sus senos me atraían y yo lloraba. Me sacó el miembro y
lentamente, a pequeñas sacudidas, me masturbó. Luego llamó, y una
doncella que había contratado en Niza acudió en camisón, pues ya se
había acostado. Mi mujer me hizo sentar otra vez en el sillón, y asistí
a los retozos de dos tríbadas que gozaron enfebrecidamente, resoplando,
babeando. Se lamieron como gatitas, se masturbaron la una con el muslo
de la otra, y yo veía el culo de la joven Ninette, grande y firme,
alzarse encima de mi mujer cuyos ojos nadaban en voluptuosidad.
Quise
acercarme a ellas, pero Florence y Ninette se burlaron de mí y me
masturbaron, luego se hundieron de nuevo en sus voluptuosidades contra
natura.
El día siguiente, mi mujer no llamó a
Ninette, pero un oficial de cazadores alpinos vino a hacerme sufrir. Su
miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me insultaba y me golpeaba.
Cuando
hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo
la correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay! una risotada de mi mujer
me volvió a producir esa áspera voluptuosidad que ya había
experimentado en otras ocasiones. Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenía necesidad de azotar a alguien para excitarse.
Cuando quedé desnudo, el alpino me insultó, me llamó: cornudo, cabrón, animal con cuernos y,
alzando la correa, la abatió sobre mi trasero; los primeros golpes
fueron crueles. Pero vi, que mi mujer gozaba con mi sufrimiento, su
placer se transmitió a mi persona. Yo mismo gozaba sufriendo.
Cada
golpe caía sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El
primer escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y
mi miembro se endurecía. Al poco rato los golpes me habían arrancado la
piel, y la sangre que brotaba de mis nalgas me enardecía de una manera
extraña. Aumentó mucho mis goces.
El dedo de mi
mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la otra
mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron
más rápidos y sentí que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi
cerebro se entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben
tener momentos como éste.
Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.
Ni
ella ni su amante pudieron impedírmelo. Caí en los brazos de mi esposa
y sólo tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué
lanzando horribles alaridos.
Pero inmediatamente el alpino me arrancó de mi puesto; mi mujer, encarnada por la rabia, dijo que era preciso castigarme.
Tomó
unos alfileres y me los hundió en la carne, uno a uno, con
voluptuosidad. Yo lanzaba unos gritos de dolor terribles. Cualquiera
hubiera tenido piedad de mí. Pero mi indigna mujer se acostó en la roja
cama y, con las piernas abiertas, estiró a su amante por su enorme
verga de asno, luego, separando los pelos y los labios del coño, se
hundió el miembro hasta los testículos, mientras que su amante le
mordía los senos y yo rodaba por el suelo como un loco, clavándome aún
más esas dolorosas agujas.
Me desperté en brazos
de la bella Ninette, que, inclinada sobre mí, me arrancaba los
alfileres. Oí como mi mujer, en la habitación de al lado, gritaba y
blasfemaba mientras gozaba en brazos del oficial. El dolor que me
producían las agujas que me arrancaba Ninette y el que me causaban los
goces de mi mujer me produjeron una erección atroz.
Ninette,
ya lo he dicho, estaba inclinada sobre mí, la agarré por la barba del
coño y noté que la grieta estaba húmeda debajo de mi dedo.
Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible botcha, es decir, un peón de albañil piamontés.
Era
el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y
empezó a pegarle delante de mí. Luego desabrochó su cinturón de cuero y
la azotó con él. Ella gritaba.
-No he hecho el amor con mi señor.
-Por eso -dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo.
Ninette
se defendía en vano. Su macizo culo moreno se estremecía bajo los
golpes de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente
que se abalanza sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo.
Esos castigos debían gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante
por la bragueta, le bajó los pantalones y sacó una verga y unos
testículos que debían pesar al menos tres kilos y medio en total.
El
puerco la tenía tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que
cruzó sus piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi
como el enorme miembro entraba en un coño peludo que lo tragó como una
pastilla y lo vomitó como un pistón. Tardaron mucho en llegar al
espasmo y sus gritos se mezclaban con los de mi mujer.
Cuando hubieron acabado, el botcha, que
era pelirrojo, se levantó y, viendo que me mas-turbaba, me insultó y,
volviendo a empuñar la correa, me fustigó por todas partes. La correa
me hacía un daño terrible, pues ya estaba muy débil y no tenía
suficientes fuerzas para sentir la voluptuosidad. La hebilla me entraba
cruelmente en las carnes. Yo gritaba:
-¡Piedad!
Pero
en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo
tocaba un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas
empezaron a bailar encima de mi cuerpo, aplastándome los testículos, la
nariz y haciéndome sangrar por todas partes.
Caí enfermo. Fui vengado pues el botcha cayó
de un andamio partiéndose el cráneo y el oficial alpino, habiendo
insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en duelo por éste.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné a mi mujer que sigue engañándome...
Así
fue como Katache terminó su relato. Había inflamado a Mony y a la
enfermera polaca, que había entrado hacia el final de la historia y la
escuchaba, estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El
príncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le
destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habían sido
capturadas en la última batalla y yacían desparramadas en el suelo,
empezaron a golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecía a cada
golpe. Deliraba:
-¡Oh! mi querida Florence, ¿es
tu mano divina la que me golpea? Me provocas una erección... Cada golpe
me hace gozar... No te olvides de masturbarme... ¡Oh! es bueno. Golpeas
demasiado fuerte en los hombros... ¡Oh! este golpe me ha hecho
sangrar... Mi sangre se derrama para ti... mi esposa... mi tórtola...
mi mosquita querida...
La puta de la enfermera
pegaba como nunca se ha pegado. El culo del desgraciado se alzaba,
lívido y manchado de sangre pálida en varias zonas. El corazón de Mony
se hizo un nudo, reconoció su crueldad, su furor se volvió contra la
indigna enfermera. Le levantó las faldas y empezó a golpearla. Ella
cayó al suelo, meneando sus ancas de puerca que un lunar hacía destacar
aún más.
El golpeó con todas sus fuerzas, dejando brotar la sangre de la carne satinada.
Ella se giró, gritando como una poseída. Entonces el bastón de Mony se abatió sobre el vientre, haciendo un ruido sordo.
Tuvo
una idea genial y, cogiendo del suelo el otro bastón, el que había
soltado la enfermedad, empezó a tocar el tambor sobre el vientre
desnudo de la polaca. Los ras seguían a los fias con rapidez vertiginosa y ni el pequeño Bara, de gloriosa memoria, redobló tan bien el toque de carga en el puente de Arcóle.
Al
final, el vientre estalló; Mony seguía golpeando y, fuera de la
enfermería, los soldados japoneses se reunían creyendo que tocaban
generala. Las cornetas tocaron alerta en todo el campamento. Todos los
regimientos estaban formados, y bien les fue, pues los rusos acababan
de iniciar la ofensiva y avanzaban hacia el campamento japonés. Sin los
redobles del príncipe Mony Vibescu, el campamento japonés habría caído.
Esta fue además la victoria decisiva de los nipones. Debida a un rumano
sádico.
De improviso, varios enfermeros trayendo
heridos entraron en la sala. Vieron al príncipe apaleando el vientre
abierto de la polaca Vieron al herido ensangrentado y desnudo sobre la
cama.
Se abalanzaron sobre el príncipe, le ataron y se lo llevaron.
Un
consejo de guerra le condenó a muerte por flagelación y nada pudo
ablandar a los jueces japoneses. Una solicitud de gracia al Mikado no
obtuvo ningún éxito.
El príncipe Vibescu tomó valientemente sus disposiciones y se preparó a morir como un verdadero hospodar hereditario de Rumania.
Llegó
el día de la ejecución, el príncipe Vibescu se confesó, comulgó, hizo
su testamento y escribió a sus padres. Poco después introdujeron a una
niñita de doce años en su celda. Se sorprendió, pero viendo que les
dejaban solos, empezó a sobarla.
Era encantadora
y le contó en rumano que era de Bucarest y había sido capturada por los
japoneses en la retaguardia del ejército ruso donde sus padres se
dedicaban al comercio.
Le habían preguntado si quería ser desvirgada por un condenado a muerte rumano y ella había aceptado.
Mony
le levantó las faldas y le chupó su coño regordete donde aún no había
pelo, luego le dio una suave azotaina mientras ella le masturbaba.
Luego puso la cabeza de su miembro entre las piernas infantiles de la
pequeña rumana, pero no podía entrar. Ella le secundaba con todas sus
fuerzas, pegando culadas y ofreciendo al príncipe para que los besara
sus pechitos redondos como mandarinas. En un ataque de furor erótico él
consiguió que su miembro penetrara por fin en la niñita, destrozando
por fin esta virginidad, derramando sangre inocente.
Entonces
Mony se levantó y, como no tenía nada que esperar de la justicia
humana, estranguló a la niña tras hundirle los ojos, mientras ella
lanzaba gritos espantosos.
Los soldados japoneses
entraron entonces y le hicieron salir. Un heraldo leyó la sentencia en
el patio de la prisión, que era una antigua pagoda china de maravillosa
arquitectura.
La sentencia era breve: el
condenado debía recibir un vergajazo por parte de cada hombre que
componía el ejército japonés acampado en ese lugar. Este ejército
constaba de once mil unidades.
Y mientras el
heraldo leía, el príncipe rememoró su agitada vida. Las mujeres de
Bucarest, el vice-cónsul de Servia, París, el asesinato en el
coche-cama, la japonesita de Port-Arthur, todo esto se confundía en su
memoria.
Un hecho se precisó. Se acordó del
bulevar Malesherbes; Culculine con un vestido primaveral trotaba hacia
la Madeleine y él, Mony, le decía:
-Si no hago el amor veinte veces seguidas, que las once mil vírgenes u once mil vergas me castiguen.
No había fornicado veinte veces seguidas, y había llegado el día en que once mil vergas iban a castigarle.
Había llegado hasta aquí en su sueño cuando los soldados le zarandearon y le condujeron ante sus verdugos.
Los
once mil japoneses estaban alineados en dos filas, cara a cara. Cada
hombre empuñaba una baqueta flexible. Desnudaron a Mony, luego tuvo que
andar por ese cruel camino ribeteado de verdugos. Los primeros golpes
solamente le hicieron estremecerse. Caían sobre una piel satinada y
dejaban marcas rojo obscuro. Soportó estoicamente los mil primeros
golpes, luego cayó bañado en sangre, con el miembro erecto.
Entonces
le colocaron encima de una camilla y el lúgubre desfile, marcado por
los secos golpes de las baquetas que golpeaban sobre una carne hinchada
y sangrante continuó. Al poco rato su miembro ya no pudo retener por
más tiempo el chorro espermático y, levantándose varias veces, escupió
su líquido blancuzco a la cara de los soldados que pegaron con más
fuerza sobre este pingajo humano.
Al diezmilésimo
golpe, Mony entregó su alma. El sol estaba radiante. Los trinos de los
pájaros manchues hacían más alegre la rozagante mañana. La sentencia se
ejecutó y los últimos soldados dieron su baquetazo sobre un pingajo
informe, una especie de carne de salchicha donde ya no se distinguía
nada, salvo el rostro que había sido cuidadosamente respetado y donde
los ojos vidriosos completamente abiertos parecían contemplar la
majestad divina en el más allá.
En ese momento un
convoy de prisioneros rusos pasó cerca del lugar de la ejecución. Lo
hicieron parar para impresionar a los moscovitas.
Pero
resonó un grito seguido de otros dos. Tres prisioneros se lanzaron y,
como no estaban atados, se precipitaron sobre el cuerpo del torturado
que acababa de recibir el undécimo mil vergajazo. Se postraron de
rodillas y besaron con devoción, llorando a lágrima viva, la cabeza
ensangrentada de Mony.
Los soldados japoneses,
estupefactos por un momento, se dieron cuenta inmediatamente de que si
uno de los prisioneros era un hombre, un coloso incluso, los otros dos
eran unas bellas mujeres disfrazadas de soldado. Eran, en efecto,
Cornaboeux, Culculine y Alexine, que habían sido capturados tras el
desastre del ejército ruso.
Primero los japoneses
respetaron su dolor, luego, atraídos por las dos mujeres, empezaron a
sobarlas. Dejaron a Cornaboeux arrodillado junto al cadáver de su señor
y les quitaron los pantalones a Culculine y a Alexine que se debatieron
en vano.
Sus bellos culos blancos y bulliciosos
de parisina aparecieron enseguida ante los ojos maravillados de los
soldados. Estos empezaron a fustigar suavemente y sin rabia estos
encantadores traseros que se meneaban como lunas borrachas y, cuando
las bonitas muchachas intentaban levantarse, se vislumbraban debajo los
pelos de sus gatos que contemplaban a la tropa con la boca abierta.
Los
golpes cortaban el aire y, cayendo de lleno, pero no demasiado fuerte,
marcaban por un instante los culos carnosos y firmes de las parisinas,
pero inmediatamente se borraban las marcas para volver a aparecer en el
lugar donde la verga acababa de golpear de nuevo.
Cuando
estuvieron convenientemente excitadas, dos oficiales japoneses las
condujeron a una tienda y, en ella, copularon una decena de veces como
corresponde a hombres hambrientos por una larga abstinencia.
Estos
oficiales japoneses eran caballeros de grandes familias. Habían hecho
espionaje en Francia y conocían París. Culculine y Alexine no tuvieron
grandes dificultades para hacerles prometer que les entregarían el
cuerpo del príncipe Vibescu, que hicieron pasar por su primo, al tiempo
que se presentaban como hermanas.
Entre los
prisioneros había un periodista francés, corresponsal de un periódico
de provincias. Antes de la guerra, era escultor, y no sin algún mérito,
y se llamaba Genmolay. Culculine le buscó para rogarle que esculpiera
un monumento digno de la memoria del príncipe Vibescu.
El
látigo era la única pasión de Genmolay. Sólo pidió a Culculine que se
dejara azotar. Ella aceptó y se presentó, a la hora indicada, con
Alexine y Cornaboeux. Las dos mujeres y los dos hombres se desnudaron.
Alexine y Culculine se tendieron en la cama, cabeza abajo y con el culo
al aire, y los dos robustos franceses, armados con vergas, empezaron a
golpearlas de manera que la mayor parte de los golpes cayera sobre las
rayas culeras o sobre los conos que, a causa de la posición,
sobresalían admirablemente. Ellos golpeaban, excitándose mutuamente.
Las dos mujeres sufrían el martirio, pero la idea de que sus
sufrimientos procurarían una sepultura conveniente a Mony las sostuvo
hasta el final de esta singular prueba.
Al poco
rato Genmolay y Cornaboeux se sentaron y se hicieron chupar sus grandes
miembros llenos de sustancia, mientras que con las vergas no paraban de
azotar los trémulos traseros de las dos bonitas muchachas.
Al
día siguiente, Genmolay puso manos a la obra. Pronto acabó un
sorprendente monumento funerario. La estatua ecuestre del príncipe Mony
lo coronaba.
En el pedestal, unos bajorrelieves
representaban las gestas más sonadas del príncipe. Por un lado se le
veía abandonando en globo el Port-Arthur sitiado, y por el otro, estaba
representado como protector de las artes, que acababa de estudiar en
París.
El viajero que recorre la campiña manchú,
entre Mukden y Dalny, ve súbitamente, no lejos de un campo de batalla
sembrado aún de osamentas, una monumental tumba de mármol blanco. Los
chinos que trabajan por sus alrededores la respetan y la madre manchú,
respondiendo a las preguntas de su hijo, le dijo:
-Es un caballero gigante que protegió a Manchuria contra los diablos occidentales y contra los del Oriente.
Pero,
generalmente, el viajero se dirige más fácilmente al guardagujas del
transmanchuriano. Este guardia es un japonés de ojos oblicuos, vestido
como un empleado de Correos. El responde modestamente:
-Es un tambor-mayor nipón que decidió la victoria de Mukden.
Pero
si, interesado por informarse exactamente, el viajero se acerca a la
estatua, permanece pensativo largo rato tras haber leído estos versos
grabados sobre el pedestal:
Aquí yace el príncipe Vibescu De las once mil vergas único
amante Desvirgar once mil vírgenes Es preferible, ¡oh caminante!.
nota el texto se ha tomado y modificado desde aquí >> que tiene un enlace interno a >> pues he apreciado alguna falta de ortografía.