I1 - I2 - I3 -
II1 - II2 - II3 - II4 -
III1 - III2 - III3 -
III4 - III5 - IV1 - IV2 -
IV3 - IV4 - IV5 - V1 -
V2 - V3 - V4 - V5 -
VI1 - VI2 - VI3 - VI4 -
VII1 - VII2 - VII3 - VII4 -
VIII1 - VIII2 - VIII3 - VIII4 -
IX1 - IX2 - IX3 - IX4 - IX5 - IX6 -
X1 - X2 - X3 - X4 - X5 - X6 -
XI1 - XI2 - XI3 - XI4
Lucio
Apuleyo
Las Metamorfosis o, el Asno de oro
En este libro, compuesto al estilo de Mileto, podrás conocer y saber
diversas historias y fábulas, con las cuales deleitarás tus oídos y sentidos, si
quisieres leer y no menospreciares ver esta escritura egipciaca, compuesta
con ingenio de las riberas del Nilo; porque aquí verás las fortunas y figuras
de hombres convertidas en otras imágenes y tornadas otra vez en su misma
forma. De manera que te maravillarás de lo que digo. Y si quieres saber
quién soy, en pocas palabras te lo diré: Mi antiguo linaje tuvo su origen y
nacimiento en las colinas del Himeto ateniense, en el istmo de Efirea y en
el Tenaro de Esparta, que son ciudades muy fértiles y nobles, celebradas
por muchos escritores. En esta ciudad de Atenas comencé a aprender
siendo mozo; después vine a Roma, donde con mucho trabajo y fatiga, sin
que maestro me enseñase, aprendí la lengua natural de los Romanos. Así
que pido perdón si en algo ofendiere, siendo yo rudo para hablar lengua
extraña. Que aun la misma mudanza de mi hablar responde a la ciencia y
estilo variable que comienzo a escribir. La historia es griega, entiéndela
bien y habrás placer.
Primer libro
Argumento
Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de
Tesalia, donde estas artes se sabían; en el camino se juntó tercero
compañero a dos caminantes, y andando en aquel camino iban contando
ciertas cosas maravillosas e increíbles de un embaidor y de dos brujas
hechiceras que se llamaban Meroe y Panthia, y luego dice de cómo llegó a
la ciudad Hipata y de su huésped Milón, y lo que la primera noche le
aconteció en su casa. Lee y verás cosas maravillosas.
Capítulo I
Cómo Lucio Apuleyo, deseando saber el arte mágica, se fue a la provincia
de Tesalia, donde al presente más se usaba que en otra parte alguna, y
llegando cerca de la ciudad de Hipata, se juntó con dos compañeros, los
cuales, hasta llegar a la ciudad, fueron contando admirables
acontecimientos de magas hechiceras.
Y yendo a Tesalia sobre cierto negocio, porque también de allí era mi
linaje, de parte de mi madre, de aquel noble Plutarco y Sesto, su sobrino,
filósofos, de los cuales viene nuestra honra y gloria, después de haber
pasado sierras y valles, prados herbosos y campos arados, ya el caballo que
me llevaba iba cansado. Y así por esto como por ejercitar las piernas, que
llevaba cansadas de venir cabalgando, salté en tierra y comencé a estregar
el sudor y frente de mi caballo. Quitele el freno y tirele las orejas, y llevelo
delante de mí, poco a poco, hasta que fuese bien descansado, haciendo lo
que natura suele. Caminando de tal manera, él iba mordiendo por esos
prados a una parte y a otra, torciendo la cabeza, y comía lo que podía, en
tanto que a dos compañeros que iban un poco delante de mí yo me llegué y
me hice tercero, escuchando qué era lo que hablaban. Uno de ellos, con una
gran risa, dijo:
-Calla ya; no digas esas palabras tan absurdas y mentirosas.
Como oí esto, deseando saber cosas nuevas, dije:
-Antes, señores, repartid conmigo de lo que vais hablando, no porque yo
sea curioso de vuestra habla, mas porque deseo saber todas las cosas, o al
menos muchas, y también, como subimos la aspereza de esta cuesta, el
hablar nos aliviará del trabajo.
Entonces, aquel que había comenzado a hablar dijo:
-Por cierto, no es más verdad esta mentira que si alguno dijese que con
arte mágica los ríos caudalosos tornan para atrás, y que el mar se cuaja, y
los aires se mueren, y el Sol está fijo en el cielo, y la Luna dispuma en las
hierbas, y que las estrellas se arrancan del cielo, y el día se quita, y la noche
se detiene.
Entonces yo, con un poco de más osadía, dije:
-Oye tú, que comenzaste la primera habla, por amor de mí que no te
pese ni te enojes de proceder adelante.
Así mismo, dije al otro:
-Tú paréceme que con grueso entendimiento y rudo corazón
menosprecias lo que por ventura es verdad. ¿No sabes que muchas cosas
piensan los hombres, con sus malas opiniones, ser mentira, porque son
nuevamente oídas, o porque nunca fueron vistas, o porque parecen más
grandes de lo que se puede pensar, las cuales, si con astucia las mirases y
contemplases, no solamente serían claras de hallar, pero muy ligeras de
hacer? Pues a mí me aconteció que yendo a Atenas un día, ya tarde, y
comiendo con otros, yo, por hacer como ellos, mordí un gran bocado en
una quesadilla, a causa de que los convidados se daban prisa en comer. Y
como aquél es manjar blanco y pegajoso, atravesóseme en el gallillo, no
dejándome resollar, hasta que poco menos quedé muerto; pero con todo mi
trabajo llegué a la ciudad, y en el portal grande que llaman Pecile vi con
estos ambos ojos a un caballero de estos que hacen juegos de manos que se
tragó una espada bien aguda por la punta. Y luego, por un poco de dinero
que le daban, tomó una lanza por el hierro y lanzósela por la barriga, de
manera que el hierro de la lanza, que entró por la ingle, le salió por la parte
del colodrillo a la cabeza, y apareció un niño lindo en el hierro de la lanza,
trepando y volteando, de lo cual nos maravillamos cuantos allí estábamos,
que no dijeras sino que era el báculo del dios Esculapio, medio cortados los
remos, y así ñudoso, con una serpiente volteando encima. Así que tú, que
comenzaste a hablar, vuélvemela a contar, que yo sólo te creeré, en lugar
de este otro, y además de esto te prometo que en el primer mesón que
entremos te convidaré a comer conmigo. Ésta será la paga de tu trabajo.
Él respondió:
-Pláceme aceptar lo que me dices, y luego proseguiré lo que antes había
comenzado; mas primeramente juro por este Sol que ve a Dios que he de
contarte cosas que se han hallado y son verdaderas, porque vosotros, de
adelante, no dudéis, si llegáis a Tesalia, esta ciudad que está aquí cerca, lo
que en cada parte de ella se dice por todo el pueblo. Y para que sepáis
quién soy y de qué tierra y qué es mi oficio, habéis de saber que yo soy de
Egina, y ando por estas provincias de Tesalia, Etolia y Beocia, de acá para
allá, buscando mercaderías de queso, miel y semejantes cosas de
taberneros; y como oyese decir que en la ciudad de Hipata, la cual es la
más principal de Tesalia, hubiese muy buen queso y de buen sabor y
provechoso para comprar, corrí luego allá, por comprar todo lo que
pudiese; pero con el pie izquierdo entré en la negociación, que no me vino
como yo esperaba, porque otro día antes había venido allí un negociador
que se llamaba Lobo y lo había comprado todo. Así que yo, fatigado del
camino y de la pereza que llevaba, si os place, hacia la tarde fuime al baño,
y de improviso hallé en la calle a Sócrates, mi amigo y compañero, que
estaba sentado en tierra, medio vestido con un sayuelo roto, tan disforme,
flaco y amarillo, que parecía otro:
así como uno de aquellos que la triste
fortuna trae a pedir por las calles y encrucijadas. Como yo lo vi, aunque era
muy familiar mío y bien conocido, pero dudé si lo conocía, y llegueme
cerca de él, diciendo:
«¡Oh mi Sócrates! ¿Qué es esto, qué gesto es ése?
¿Qué desventura fue la tuya? En tu casa ya eres llorado y plañido, y a tus
hijos han dado tutores los alcaldes; tu mujer, después de hechas tus
exequias y haberte llorado, cargada de luto y tristeza, casi ha perdido los
ojos; es compelida e importunada por sus parientes a que se case y con
nuevo marido alegre la tristeza y daño de su casa, y tú estás aquí, como
estatua del diablo, con nuestra injuria y deshonra.» Él entonces me
respondió:
«¡Oh Aristómenes! No sabes tú las vueltas y rodeos de la
fortuna y sus instables movimientos y alternas variaciones.» Y diciendo
esto, con su falda rota cubriose la cara, que, de vergüenza, estaba bermeja,
de manera que se descubrió desde el ombligo arriba. Yo no pude sufrir tan
miserable vista y triste espectáculo; tomelo por la mano y trabajé con él por
que se levantase, y él así, como tenía la cara cubierta, dijo: «Déjame; use la
fortuna de su triunfo; siga lo que comenzó y tiene fijo.» Yo luego
desnudeme una de mis vestiduras y prestamente lo vestí, aunque mejor
diría que lo cubrí; hícele ir a lavar al baño, y le di todo lo que fue menester
para untarse y limpiar su mucha y enorme suciedad que tenía. Después de
bien curado, aunque yo estaba cansado, como mejor pude llevelo al mesón
e hícelo sentar a la mesa y comer a su placer; amanselo con el beber,
alegrelo con el hablar, de manera que ya estaba inclinado a hablar en cosas
de juegos y placer para burlar y jugar, como hombre decidor, cuando de lo
íntimo de su corazón dio un mortal suspiro y con la mano derecha diose un
gran golpe en su cara, diciendo:
-¡Oh mezquino de mí, que en tanto que anduve siguiendo el arte de la
esgrima, que mucho me placía, caí en estas miserias; porque, como tú muy
bien sabes, después de la mucha ganancia que hube en Macedonia,
partiéndome de allí, que había diez meses que ganaba dineros, torné rico y
con mucho dinero; y un poco antes que llegase a la ciudad de Larisa,
pensando hacer allí alguna cosa de mi oficio, pasé por un valle muy grande,
sin camino, lleno de montes y descendidas y subidas. En este valle caí en
ladrones, que me cercaron y robaron cuanto traía; yo escapé robado, y así,
medio muerto, víneme a posar en casa de una tabernera vieja, llamada
Meroe, algo sabida y parlera, a la cual conté las causas de mi camino y
robo y la gana y ansia que tenía de tornar a mi casa; contándole yo mis
penas con mucha fatiga y miseria, ella comenzome a tratar humanamente y
diome de cenar muy bien y de balde. Así que, movida o alterada de amor,
metiome en su cámara y cama; yo, mezquino, luego como llegué a ella una
vez contraje tanta enfermedad y vejez, que por huir de allí todo cuanto
tenía le di, hasta las vestiduras que los buenos ladrones me dejaron con que
me cubriese, y aun algunas cosillas que había ganado cargando sacos
cuando estaba bueno. Así que aquella buena mujer y mi mala fortuna me
trajo a este gesto que poco antes me viste.
Yo respondí:
-Por cierto, tú eres merecedor de cualquier extremo, mal que te viniese,
aunque hubiese algo que pudiese decir último de los extremos, pues que
una mala mujer y un vicio carnal tan sucio antepusiste a tu casa, mujer e
hijos.
Sócrates, entonces, poniendo el dedo en la boca y como atónito mirando
en derredor, a ver si era lugar seguro para hablar, dijo:
-Calla, calla; no digas mal contra esta mujer, que es maga; por ventura,
no recibas algún daño por tu lengua.
A lo cual yo respondí:
-¿Cómo dices tú que esta tabernera es tan poderosa y reina? ¿Qué mujer
es?
Él dijo:
-Es muy astuta hechicera, que puede bajar los cielos, hacer temblar la
tierra, cuajar las aguas, deshacer los montes, invocar diablos, conjurar
muertos, resistir a los dioses, obscurecer las estrellas, alumbrar los
infiernos.
Cuando yo le oí decir estas cosas, dije:
-Ruégote, por Dios, que no hablemos más en materia tan alta;
bajémonos en cosas comunes.
Sócrates dijo:
-¿Quieres oír alguna cosa o muchas de las suyas? Ella sabe tanto, que
hacer que dos enamorados se quieran bien y se amen muy fuertemente, no
solamente de aquí, de los naturales, pero aun de los de las Indias, etíopes y
antípodas, es, en comparación de su saber, cosa muy liviana y de poca
importancia. Oye ahora lo que en presencia de muchos osó hacer a un
enamorado suyo porque tuvo que hacer con otra mujer:
con una sola
palabra suya lo convirtió en un animal que se llama castor, el cual tiene esta
propiedad:
que temiendo de ser tomado por los cazadores, cortase su natura
por que lo dejen; y porque otro tanto le aconteciese a aquel su amigo, le
tornó en aquella bestia. Así mismo, a otro su vecino tabernero, y por ello
enemigo, convirtió en rana; y ahora el viejo mezquino andaba nadando en
la tinaja del vino, y, lanzándose debajo las heces, canta cuando vienen a su
casa los que continuaban a comprarlo. También a otro procurador de sus
casas, porque abogó contra ella, lo transformó en un carnero, y así, hecho
carnero, procura ahora las causas y pleitos; esta misma, porque la mujer de
un su enamorado le dijo cierta injuria por donaire, la cerró de tal manera
que quedó preñada, y así con la carga de su preñez anda, que nunca más
pudo parir; y todos cuentan el tiempo de su preñez, que son ya ocho años
que a la mezquina crece el vientre como preñez de elefante. La cual, como
a muchos dañase, fue tanta la ira que el pueblo tomó contra ella, que
acordaron de apedrearla otro día y vengarse de ella; pero con sus
encantamientos ella supo lo que estaba acordado. Y como aquella Medea
que con la tregua de un día que alcanzó del rey Creón, toda su casa y su
hija con el mismo rey quemó en vivas llamas, así ésta, con sus
imprecaciones infernales, que dentro en un sepulcro hizo y procuró, según
que la beoda me contó, todos los vecinos de la ciudad encerró en sus casas
con la fuerza de sus encantamientos, que en dos días no pudieron romper
las cerraduras, ni abrir las puertas, ni horadar las paredes, hasta que unos a
otros se amonestaron y juraron de no tocarla ni hacerle mal alguno, antes,
de darle toda ayuda y favor saludable contra quien algo de mal le pensase
hacer. De esta manera ella amansada, absolvió y desligó toda la ciudad;
pero al autor de este escándalo, con su casa como estaba cerrada y con las
paredes y el suelo y sus cimientos, a media noche lo traspasó y llevó a otra
ciudad, cien millas de allí, que estaba asentada en una sierra muy áspera
donde no había agua; y porque en la ciudad no había lugar donde pudiese
asentar la casa, por la mucha vecindad de ella, asentola ante la puerta de la
ciudad y partiose luego.
Cuando yo le oí esto, díjele:
-Por cierto, mi Sócrates, tú me dices cosas muy maravillosas y no menos
crueles; sin duda no me has dado pequeño cuidado y miedo; lanzado me
has, no solamente escrúpulo, más una lanza. Por ventura, esta vieja, usando
de su encantamiento, no haya conocido nuestras palabras y pláticas; por
tanto, vámonos pronto a dormir; pues aunque hayamos quebrantado un
poco el sueño de la noche, ante el día, huyamos de aquí cuanto más lejos
podremos.
Capítulo II
Cómo Aristómenes, que así se llamaba el segundo compañero,
prosiguiendo en su historia, contó a Lucio Apuleyo cómo las dos magas
hechiceras Meroe y Panthia degollaron aquella noche a Sócrates,
indignadas de él.
Aún no había acabado de decir esto, cuando Sócrates, así por el beber,
del que no había acostumbrado, como por la luenga fatiga que había
padecido, ya dormía altamente y roncaba. Yo entonces cerré la puerta de la
cámara y echele la aldaba, y echeme sobre una camilla que estaba cerca de
los quicios de la puerta. Así que, primeramente, del miedo que tenía, velé
un poco; después, casi a media noche, comenzáronseme a cerrar los ojos:
mi fe, si os place, ya dormía; y súbitamente, con mayor ímpetu y ruido que
ladrones vienen, las puertas se abrieron, y para decir verdad, quebradas y
arrancadas de los quicios cayeron por tierra. Mi camilla en que estaba,
como era pequeña y cojo el banco de un pie y podrido de los otros, con la
violencia y fuerza del ímpetu cayó en tierra; yo caí debajo en el suelo, y
como la cama se volvió, tomome debajo y cubriome. Entonces yo sentí
algunos afectos, que, naturalmente, me venían en contrario de lo que
quería. Que, como acontece muchas veces que, con placer, salen lágrimas,
así en aquel gran miedo que tenía no podía sufrir la risa, porque estaba de
hombre hecho tortuga. Estando así echado en tierra, así cubierto con la
cama, volví los ojos por ver qué cosa era aquélla, y vi dos mujeres viejas: la
una traía un candil ardiendo; la otra, un puñal y una esponja, y con esto
paráronse en derredor de Sócrates, que dormía muy bien. La que traía el
puñal dijo a la otra:
-Hermana Panthia, éste es el gran enamorado Endimión; éste es mi
Ganimedes, que días y noches burló de mi juventud. Éste es, que no
solamente, pospuestos mis amores, me difama y deshonra, sino que ahora
quería huir y que yo quede desamparada y llorando perpetuamente mi
soledad, como hizo Calipso, cuando Ulises la dejó y se fue.
Diciendo esto, señalome con la mano y dijo a la Panthia:
-Y también este buen consejero Aristómenes, que era el autor de esta
huida, aun él cercano está de la muerte; echado en tierra yace debajo de la
cama; todo esto bien lo ha mirado, pues no crea que ha de pasar sin pena
por las injurias que me dijo: yo le haré que tarde, y aun luego y ahora, que
se arrepienta de lo que dijo contra mí poco antes, y de la curiosidad de
ahora.
Yo, mezquino, como entendí estas palabras, cubrime de un sudor frío, y
comenzome a temblar todo el cuerpo y sacudir en tanta manera, que la
camilla saltaba temblando encima de mis espaldas. >br>
La buena de la Panthia dijo entonces:
-Pues, hermana, ¿por qué a éste no despedazamos primero, o ligado pies
y manos le cortamos su natura?
A esto respondió Meroe, que así se llamaba la tabernera, lo cual yo
conocí de ella más por su gesto de vino que por la conseja que me había
dicho Sócrates:
-Antes me parece que debe vivir éste, porque siquiera entierre el cuerpo
de este cuitado.
Y tomó la cabeza de Sócrates, y volviéndola a la otra parte, por la parte
siniestra de la garganta, le lanzó el puñal hasta los cabos, y como la sangre
comenzó a salir, llegó allí un barquino, en la que recibió toda, de manera
que una gota nunca pareció. Todo vi yo con estos mis ojos, y aun creo que
porque no hubiese diferencia del espiritual sacrificio que hacen a los
dioses, lanzó la mano derecha por aquella degolladura hasta las entrañas la
buena Meroe, y sacó el corazón de mi triste compañero. El cual, como tenía
cortado el gaznate, no pudo dar voz ni solamente un gemido. Panthia tomó
la esponja que traía y metiola en la boca de la llaga, diciendo:
-Tú, esponja, nacida en la mar, guarda que no pases por ningún río.
Esto dicho, ambas juntamente vinieron a mí y quitáronme la cama de
encima, y puestas en cuclillas meáronme la cara, tanto que me remojaron
bien con su orina sucia. Y entonces saliéronse por la puerta fuera, y luego
las puertas se tornaron a su primer estado, cerradas como estaban; los
quicios tornaron a su lugar, los postes se enderezaron, la aldaba se atravesó
y cerró como antes. Yo, como estaba echado en tierra, sin ánimo, desnudo
y frío y remojado de orines, como si entonces hubiera nacido del vientre de
mi madre, o casi medio muerto, que yo mismo resucitaba a mí, o como si
hubiera huido de la horca, dije:
-¿Qué será de mí cuando éste se hallare a la mañana degollado? ¿Quién
podrá creer que yo digo cosas verosímiles, pareciendo, en efecto, las
verdaderas? Porque luego me dirán:
«Si tú, hombre tan grande, no podías
resistir a una mujer, a lo menos dieras voces, llamaras socorro. ¿Cómo en
presencia de tus ojos degollaban un hombre y tú callabas? ¿Por qué, si eran
ladrones, no mataban a ti también, como a él? A lo menos, su crueldad no
te debiera de perdonar ni dejar para que pudieses descubrir el homicidio;
así que, pues escapaste de la muerte, torna a ella.» Considerando yo estas
cosas muchas veces, y replicándolas entre mí, íbase la noche y venía el día.
Así que me pareció buen consejo irme antes del alba furtivamente y tomar
mi camino, aunque temblando. Así que tomé mis alforjas y mi capa y
comencé de abrir la puerta de la cámara con la llave; y aquellas puertas
buenas y muy fieles que esa noche de su propia gana se abrieron, a mala
vez y con mucho trabajo pude abrir, teniendo la llave y dándole treinta
vueltas. Después que salí de la cámara fuime a la puerta del mesón, y dije
al portero:
-Oye tú, ¿dónde estás? Ábreme la puerta del mesón, que quiero caminar
de mañana.
El portero, que estaba acostado en tierra cerca de la puerta, díjome casi
soñoliento:
-¿Cómo te quieres partir a esta hora, que aún es de noche? ¿No sabes
que andan ladrones por los caminos? Por ventura, si tú, culpado de algún
crimen que tú mismo sabes, deseas morir, nosotros no tenemos cabezas de
calabazas que queramos morir por ti.
Yo dije:
-No hay mucho de aquí al día, cuanto más que a hombre pobre ¿qué
pueden robar los ladrones? ¿No sabes tú, necio, que a hombre desnudo diez
valientes hombres no le pueden despojar?
A esto él, embeleñado y medio dormido, dio una vuelta sobre el otro
lado, diciendo:
-¿Y qué sé yo ahora si dejas degollado aquel tu compañero con quien
dormiste anoche y te vas huyendo?
En aquella hora que le oí aquello, me pareció abrirse la tierra y que vi el
profundo del infierno y el cancerbero hambriento por tragarme.
Recordábaseme que aquella buena de Meroe no me había perdonado y
dejado de degollar por misericordia, sino por crueldad, por guardarme para
la horca. Así que torneme a la cámara y deliberaba entre mí del linaje de la
muerte, con ruido y alboroto, que me habían de dar. Y como en la cámara
no me daba la fortuna otra arma ni cuchillo, salvo solamente mi camilla,
díjele:
-¡Oh mi lecho muy amado, que has conmigo padecido tantas penas y
fatigas, tú eres sabedor y juez de lo que esta noche se hizo! Tú solo eres el
que yo podría citar en este homicidio por testigo de mi inocencia. Ruégote
que si tengo de morir me des algún socorro. Y diciendo esto, desaté una
soguilla con que estaba tejido y echela de un madero que estaba sobre una
ventana de la parte de dentro, y di un nudo en el otro cabo de la cuerda, y
subido encima de la cama, ensalzado para la muerte, ateme el lazo al
pescuezo; y como di con él un pie para derribar la cama, porque con el peso
del cuerpo la soga apretase la garganta y me ahogase súbitamente, la
cuerda, que era vieja y podrida, se rompió, y yo, como caí de lo alto, di
sobre Sócrates, que estaba allí echado cerca de mí. Y luego, en ese
momento, entró el portero dando voces:
-¿Dónde estás tú, que a media noche con gran prisa te querías partir y
ahora te estás en la cama?
A esto no sé si o con la caída que yo di, o por las voces y baraúnda del
portero, Sócrates se levantó primero que yo diciendo:
-No sin causa los huéspedes aborrecen y dicen mal de estos mesoneros;
ved ahora a este necio importuno, cómo entró de rondón en la cámara: creo
que por hurtar alguna cosa; con sus voces y clamores el borracho me
despertó de mi buen sueño. Entonces, cuando yo vi esto, salgo muy alegre,
lleno de gozo no esperado, diciendo:
-¡Oh!, fiel portero, ves aquí mi compañero, mi padre y mi hermano, el
cual tú anoche, estando borracho, decías y me acusabas que yo había
muerto.
Y diciendo yo esto, abrazaba y besaba a Sócrates. Él, como olió los
orines sucios con que aquellas brujas o diablos me habían remojado,
comenzó a rufar diciendo:
-Quítate allá, que hiedes como una letrina.
Y preguntome blandamente qué era la causa de este hedor tan grande.
Yo comencé a fingir otras palabras de burlas, como al tiempo convenía por
mudarle su intención y echele la mano diciendo:
-¿Por qué no nos vamos y no tomamos nuestro camino de mañana?
Y luego tomó mis alforjas, y pagada la posada, comenzamos nuestra vía.
Habíamos andado algún tanto, cuando ya el Sol alumbraba toda la tierra; y
todavía yo iba muy curiosamente mirando a mi compañero la garganta, por
aquella parte que le había visto meter el puñal, y decía entre mí:
«Cierto; anoche yo estaba tan lleno de vino, que soñé cosas
maravillosas. He aquí Sócrates, vivo, sano y entero:
¿Dónde está la herida?
¿Dónde está la esponja? Cuanto más una herida tan honda y tan fresca.» Y
díjele:
-No sin causa los buenos médicos dicen que los que mucho cenan y
beben sueñan crueles y graves cosas:
así me ha a mí acontecido, que
anoche, como me desordené en el beber, soñé crueles y espantables cosas,
que aun me parecía que estaba rociado y ensuciado, con sangre de hombre.
A esto él, viéndome, dijo:
-Antes me parece que estás rociado, no con sangre, mas con meados.
Pero también soñaba yo que me degollaban, y aun que me dolió esta
garganta, y que me arrancaban el corazón, y aun ahora no puedo resollar; y
las piernas me tiemblan, y los pies andan titubeando; querría comer alguna
cosa para esforzarme.
Yo entonces díjele:
-Pues he aquí el almuerzo.
Y luego quité mis alforjas del hombro y saqué pan y queso y díselo
diciendo:
-Sentémonos aquí, cerca de este plátano.
Y sentados, yo también comencé a comer alguna cosa. Así que yo le
miraba de cómo comía, tragando y con una flaqueza intrínseca y amarillo
que parecía muerto. En tal manera se le había turbado el color de la vida,
que pensando en aquellas furias o brujas de la noche pasada, el bocado de
pan que había mordido, aunque harto pequeño, se me atravesó en el
gallillo, que no podía ir abajo ni tornar arriba, y también me crecía el
miedo, porque ninguno pasaba por el camino. ¿Quién podría creer que de
dos compañeros fuese muerto el uno sin daño del otro? Pero Sócrates, de
que mucho había tragado, comenzó a tener gran sed, porque se había
comido buena parte de queso. Cerca de las raíces del plátano corría un río
mansamente, que parecía lago muy llano y el agua clara como un plato o
vidrio. Yo le dije:
-Anda, hártate de aquella agua tan hermosa.
Él se levantó y fue por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las
rodillas y echose de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de
beber, y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la
degolladura, que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la
esponja en el agua con una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima
poco menos hubiera caído en el río, sino porque yo le trabé de un pie y con
mucho trabajo le tiré arriba. Después que, según el tiempo y lugar, lloré al
triste de mi compañero, yo lo cubrí en la arena del río para siempre, y con
grande miedo por esas sierras fuera de camino fui cuanto pude. Y casi
como yo mismo me culpase de la muerte de aquel mi compañero, dejada
mi tierra y mi casa, tomando voluntario destierro, me casé de nuevo en
Etiopía, donde ahora moro y soy vecino.
De esta manera nos contó Aristómenes su historia; y el otro su
compañero, que luego al principio muy incrédulo menospreciaba oírlo,
dijo:
-No hay fábula tan fabulosa como ésta. No hay cosa tan absurda como
esta mentira.
Y volviose hacia mí, diciendo:
-Tú, hombre de bien, según tu presencia y hábito lo muestran, ¿crees
esta conseja?
Yo le respondí:
-Cierto no pienso que hay cosa imposible en cualquier manera que los
hados lo determinaren:
así pueden venir a los hombres todas las cosas.
Porque muchas veces acaece a mí y a ti y a todos los hombres venir cosas
maravillosas y que nunca acontecieron, que si las contáis a personas
rústicas no son creídas. Mas por Dios, a éste yo le creo y le doy muchas
gracias que, con la suavidad de su graciosa conseja, nos hizo olvidar el
trabajo, y sin fatiga y enojo anduvimos nuestro áspero camino. Del cual
beneficio también creo que se alegra mi caballo, porque sin trabajo suyo he
venido hasta la puerta de esta ciudad, cabalgando no encima de él, mas de
mis orejas.
Aquí fue el fin de nuestro común hablar y de nuestro camino, porque
ambos mis compañeros tomaron a la mano izquierda hacia unas aldeas.
Capítulo III
En el cual cuenta Lucio Apuleyo cómo llegó a la ciudad de Hipata, fue bien
recibido de su huésped Milón y de lo que le aconteció con un antiguo
amigo suyo llamado Pithias, que al presente era almotacén en la ciudad.
Yo entreme en el primer mesón que hallé y pregunté a una vieja
tabernera:
-¿Es ésta la ciudad de Hipata?
Dijo que sí. Preguntele:
-¿Conoces a uno de los principales de esta ciudad, que se llama Milón?
La vieja se rió, diciendo:
-Por cierto, así se dice aquí, que este Milón sea de los principales que
viven fuera de los muros y de toda la ciudad.
Yo dije:
-¡Madre buena, dejemos ahora la burla y dime dónde está y en qué casa
mora!
Ella respondió:
-¿Ves aquellas ventanas del cabo que están fuera de la ciudad y a la
parte de dentro están frente de una calleja sin salida? Allí mora este Milón,
bien harto de dineros y muy gran rico, pero muy mayor avariento y de baja
condición; hombre infame y sucio, que no tiene otro oficio sino continuo
dar a usura sobre buenas prendas de oro, de plata, metido en una casilla
pequeña, y siempre atento al polvo del dinero:
allí mora con su mujer,
compañera de su tristeza y avaricia, que no tiene en su casa persona, salvo
una mozuela, que aun tan avariento es que anda vestido como un pobre,
que pide por Dios.
Cuando yo oí estas cosas, reíme entre mí, diciendo:
«Por cierto, liberalmente lo hizo conmigo, y me aconsejó mi amigo
Demeas, que me enderezó a tal hombre como éste, en cuya casa no tendré
miedo de humo ni de olor de la cocina.»
Como esto dije, yendo un poco adelante, llegué a la puerta de Milón, a
la cual, como estaba muy bien cerrada, comencé a llamar y tocar. En esto
salió una moza, que me dijo:
-Oye tú, que tan reciamente llamas a nuestra puerta, ¿qué prenda traes
para que te presten sobre ella dineros? ¿No sabes tú que no hemos de
recibir prenda sino de oro o de plata?
Yo dije:
-Mejor lo haga Dios. Respóndeme si está en casa tu señor.
Ella dijo:
-Sí está; mas dime qué es lo que quieres.
Yo respondí:
-Tráigole cartas de Corinto de su amigo Demeas.
Ella díjome:
-Pues en tanto que se lo digo espérame aquí.
Y diciendo esto, cerró muy bien su puerta y entrose dentro. Dende a
poco tornó a salir, y abierta la puerta, díjome que entrase. Yo entré, y hallé
a Milón sentado a una mesilla pequeña, que aquel tiempo comenzaba a
cenar. La mujer estaba sentada a los pies, y en la mesa había poco o casi
nada que comer.
Él me dijo:
-Ésta es tu posada.
Yo le di muchas gracias y luego le di las cartas de Demeas, las cuales
por él leídas, dijo:
-Yo quiero bien y tengo en merced a mi amigo Demeas, que tan honrado
huésped envió a mi casa.
Y diciendo esto, mandó levantar a su mujer y que yo me posase en su
lugar. Yo, con alguna vergüenza, deteníame, y él tomome por la falda,
diciendo:
-Siéntate aquí, que, por miedo de ladrones, no tenemos otra silla, ni
alhajas, las que nos conviene.
Yo senteme. Él me dijo:
-Según muestras en tu presencia y cortesía, bien pareces ser de noble
linaje, y así lo conocerá luego quien te viere; pero, además de esto, mi
amigo Demeas así lo dice por sus cartas; por tanto, te ruego que no
menosprecies la brevedad o angostura de mi casa, que está aparejada por lo
que mandares, y ves allí aquella cámara, que es razonable, en que puedes
estar a tu placer. Porque, cierto, tu presencia hará mayor la casa y tú serás
alabado de no menospreciar mi pequeña posada. Además de esto, imitarás a
las virtudes de tu padre Teseo, que nunca se menospreció de posar en una
casilla de aquella buena vieja Hecales.
Entonces llamó a la moza y díjole:
-Fotis, toma esta ropa del huésped y ponla a buen recaudo en aquella
cámara; y saca presto de la despensa aceite para untarse y un paño para
limpiarlo, y lleva a mi huésped a este baño más cercano, porque él viene
harto fatigado del malo y largo camino.
Cuando yo oí estas cosas, conociendo las costumbres y miseria de
Milón, y queriendo tomar amistad con él, díjele:
-No es menester nada de estas cosas, que dondequiera las hallamos en el
camino; pero yo preguntaré por el baño. Lo que más principalmente ahora
he menester es que, para mi caballo, que me ha traído muy bien hasta aquí,
me compres tú, señora Fotis, heno y cebada; ves aquí los dineros.
Esto hecho y puesta toda mi ropa en aquella cámara, yendo yo al baño,
acordé primero de proveer de alguna cosa para comer; y fuime a la plaza de
Cupido, adonde vi abundancia de pescados, y preguntando el precio, no
quise tomar de lo caro, que valía cien maravedís, y compré otro por veinte
maravedís. Al tiempo que yo salía con mi pescado, viene tras de mí Pithias,
que fue mi compañero cuando estudiábamos en Atenas. El cual había días
que no me había visto, y como me conoció, vínose a mí con mucho amor y
abrazome, dándome paz amorosamente, y dijo:
-¡Oh mi Lucio!, mucho tiempo ha que no te he visto:
por Dios que
después que nos partimos de nuestro maestro Clytias, nunca más nos
vimos; mas ¿qué es ahora la causa de tu venida?
Yo dije:
-Mañana lo sabrás; pero, ¿qué es esto? Yo he mucho placer en verte con
vara de justicia y acompañado de gente de pie. Según tu hábito, oficio
debes de tener en la ciudad.
Él me dijo:
-Tengo cargo del pan y soy almotacén; por eso, si quieres comprar algo
de comer, yo te podré aprovechar.
Yo no quise, porque ya tenía comprado el pescado necesario para mi
comer; pero él, como vio la espuerta del pescado, tomola y en un llano
sacudiola, y vistos los peces, dijo:
-¿Y cuánto te costó esta basura?
Yo respondí:
-Apenas lo pude sacar del que lo vendió por veinte maravedís.
Lo cual, como él oyó, tomome por la falda y tornome otra vez a la plaza
de Cupido y preguntome:
-¿De cuál de éstos compraste esta nada?
Yo mostré un vejezuelo que estaba sentado en un rincón; el cual, con
voces ásperas como a su oficio convenía, comenzó a maltratar al viejo,
diciendo:
-Ya, ya, vosotros ni perdonáis a nuestros amigos ni a los huéspedes que
aquí vienen, porque vendéis el pescado podrido por tan grandes precios y
hacéis con vuestra carestía que una ciudad como ésta, que es la flor de
Tesalia, se torne en un desierto y soledad; pero no lo haréis sin pena, a lo
menos en tanto que yo tuviere este cargo:
yo mostraré en qué manera se
deben castigar los malos.
Y arrebató la espuerta, y derramada por tierra, hizo a un su oficial que
saltase encima y lo rehollase bien con los pies. Así que mi amigo Pithias,
contento con este castigo, dijo que me fuese, diciendo:
-Lucio, bien me basta la injuria que hice a este vejezuelo.
Esto hecho y enfadado y malcontento voyme al baño, sin cena y sin
dineros, por el buen consejo de aquel discreto de Pithias mi compañero; así
que después de lavado torneme a la posada de Milón y entreme en mi
cámara; y luego vino Fotis y díjome:
-Ruégote, señor, que vayas allá.
Yo, conociendo la miseria de Milón, excuseme blandamente, diciendo
que la fatiga del camino más necesidad tenía de sueño que no de comer.
Como él oyó esto, vino a mí y tomome por la mano, para llevarme, y
porque me tardaba y honestamente me excusaba, díjome:
-Cierto no iré de aquí si no vas conmigo, lo cual juro.
Yo, viendo su porfía, aunque contra mi voluntad, me hubo de llevar a
aquella su mesilla, donde me hizo sentar y luego me preguntó:
-¿Cómo está mi amigo Demeas? ¿Cómo están su mujer y hijos y
criados?
Yo contele de todo lo que me preguntaba. Asimismo me preguntó
ahincadamente la causa de mi camino, la cual, después que muy bien le
relaté, empezome a preguntar de la tierra y del estado de la ciudad, y de los
principales de ella, y quién era el gobernador; así que, después que me
sintió estar fatigado de tan luengo camino y de tanto hablar y que me
dormía, que no acertaba en lo que decía, tartamudeando en las palabras,
medio dichas, finalmente concedió que me fuese a dormir. Plugo a Dios
que ya escapé del convite hambriento y de la plática del viejo rancioso y
parlero, más hambriento de sueño que harto del manjar. Habiendo cenado
con solas sus parlas, entreme en la cámara y echeme a dormir.
Segundo libro
Argumento
En tanto que Lucio Apuleyo andaba muy curioso en la ciudad de Hipata,
mirando todos los lugares y cosas de allí, conoció a su tía Birrena, que era
una dueña rica y honrada; y declara el edificio y estatuas de su casa, y
cómo fue con mucha diligencia él avisado que se guardase de la mujer de
Milón, porque era gran hechicera; y cómo se enamoró de la moza de casa,
con la cual tuvo sus amores; y del gran aparato del convite de Birrena,
donde ingiere algunas fábulas graciosas y de placer; y de cómo guardó uno
a un muerto, por lo cual le cortaron las narices y orejas, y después cómo
Apuleyo tornó de noche a su posada, cansado de haber muerto no a tres
hombres, más a tres odres.
Capítulo I
Cómo andando Lucio Apuleyo por las calles de la ciudad de Hipata,
considerando todas las cosas, por hallar mejor el fin deseado de su
intención, se topó con una su tía llamada Birrena, la cual le dio muchos
avisos en muchas cosas de que se debía guardar.
Cuando otro día amaneció y el Sol fue salido, yo me levanté con ansia y
deseo de saber y conocer las cosas que son raras y maravillosas, pensando
cómo estaba en aquella ciudad, que es en medio de Tesalia, adonde por
todo el mundo es fama que hay muchos encantamientos de arte mágica;
también consideraba aquella fábula de Aristómenes mi compañero, la cual
había acontecido en esta ciudad. Y con esto andaba curioso, atónito,
escudriñando todas las cosas que oía. Y no había otra cosa en aquella
ciudad que, mirándola, yo creyese que era aquello que era; mas parecíame
que todas las cosas con encantamientos estaban tornadas en otra figura: las
piedras, hallaba que eran endurecidas de hombres; las aves que cantaban,
asimismo de hombres convertidas; los árboles, que eran los muros de la
ciudad, por semejante eran tornados; las aguas de las fuentes, que eran
sangre de cuerpos de hombres:
pues ya las estatuas e imágenes parecían
que andaban por las paredes, y que los bueyes y animales hablaban y
decían cosas de presagios o adivinanzas. También me parecía que del cielo
y del Sol había de ver alguna señal. Andando así atónito, con un deseo que
me atormentaba, no hallando comienzo ni rastro de lo que yo codiciaba,
andaba cercando y rodeando todas las cosas que veía; así que andando con
este deseo, mirando de puerta en puerta, súbitamente, sin saber por dónde
andaba, me hallé en la plaza de Cupido; y he aquí dónde veo venir una
dueña bien acompañada de servidores y vestida de oro y piedras preciosas,
lo cual mostraba bien que era una mujer honrada; venía a su lado un viejo
ya grave en edad, el cual, luego que me miró, dijo:
-Por Dios, éste es Lucio.
Y diome paz, y llegose a la oreja de la dueña y no sé qué le dijo muy
pasico. Y tornose a mí, diciendo:
-¿Por qué no llegas a tu madre y le hablas?
Yo dije:
-He vergüenza, porque no la conozco.
Y en esto, la cara colorada y la cabeza abajada, detúveme; ella puso los
ojos en mí, diciendo:
-¡Oh bondad generosa de aquella muy honrada Salvia, tu madre, que en
todo le pareces igualmente como si con un compás te midieran! De buena
estatura, ni flaco ni gordo, la color templada, los cabellos rojos como ella,
los ojos verdes y claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila;
a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar
como en todo lo otro.
Y añadió más, diciendo:
-¡Oh Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu
madre no solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero
porque nos criamos juntas, que ambas somos nacidas de aquella generación
de Plutarco, y una ama nos crió, y así crecimos juntamente como dos
hermanas, y nunca otra cosa nos apartó, salvo el estado, porque ella casó
con un caballero, yo con un ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo
nombre muchas veces quizás tú oíste a tus padres. Así que te ruego vengas
a mi posada.
A esto yo, que ya con la tardanza de su hablar tenía perdida la
vergüenza, respondí:
-Nunca plega a Dios, señora, que sin causa o queja deje la posada de
Milón. Pero lo que con entera cortesía se podrá hacer será que cada vez que
hubiere de venir a esta ciudad, me vendré a tu casa.
En tanto que hablamos estas cosas, andando un poco adelante, llegamos
a casa de Birrena. La cual era muy hermosa:
había en ella cuatro órdenes de
columnas de mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una
estatua de la diosa Victoria, tan artificiosamente labrada con sus rostros,
alas y plumas, que, aunque las columnas estaban quedas, parecía que se
movían y que ellas querían volar. De la otra parte estaba otra estatua de la
diosa Diana, hecha de mármol muy blanco, frente de como entran. Sobre la
cual estaba cargada la mitad de aquel edificio. Era esta diosa muy
pulidamente obrada: la vestidura parecía que el aire se la llevaba y que ella
se movía y andaba y mostraba majestad honrada en su forma. Alrededor de
ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol, que parecía que
amenazaban con los ojos:
las orejas alzadas, las narices y las bocas
abiertas; y si cerca de allí ladraban algunos perros, pensaras que salen de
las bocas de piedra.
En lo que más el maestro de aquella obra quiso mostrar su gran saber, es
que puso los lebreles con las manos alzadas y los pies bajos, que parece que
van corriendo con gran ímpetu. A las espaldas de esta diosa estaba una
piedra muy grande, cavada en manera de cueva:
en la cual había esculpidas
hierbas de muchas maneras, con sus ástiles y hojas; pámpanos y parras y
otras flores, que resplandecían dentro, en la cueva, con la claridad de la
estatua Diana, que era de mármol muy claro y resplandeciente. En el
margen debajo de la piedra había manzanas y uvas, que colgaban labradas
muy artificiosamente:
las cuales el arte, imitadora de la natura, explicó y
compuso semejantes a la verdad; pensaras que viniendo el tiempo de las
uvas, cuando ellas maduran, que podrás coger de ellas para comer. Y si
mirares las fuentes que a los pies de la diosa corren como un arroyo,
creyeras que los racimos que cuelgan de las parras son verdaderos, que aun
no carecen de movimiento dentro en el agua. En medio de estos árboles y
flores estaba la imagen del rey Acteón, cómo estaba mirando a Diana por
las espaldas cuando ella se lavaba en la fuente y cómo él se tornaba en un
ciervo montés. Andando yo mirando esto con mucho placer, dijo aquella
Birrena:
-Tuyo es todo esto que ves.
Y diciendo esto, mandó a todos los que allí estaban que se apartasen,
que me quería hablar un poco secreto; los cuales apartados, dijo:
-¡Oh Lucio!, hijo mío amado, por esta diosa que tengo mucha ansia y
miedo por ti y como a cosa mía deseo proveerte y remediarte. Guárdate y
guárdate fuertemente de las malas artes y peores halagos de aquella Panfilia
mujer de ese tu huésped Milón:
cuanto a lo primero, ella es gran mágica y
maestra de cuantas hechiceras se pueden creer, que con cogollos de árboles
y pedrezuelas y otras semejantes cosillas, con ciertas palabras hace que esta
luz del día se torne en tinieblas muy obscuras y del todo se confunda la mar
con la tierra. Y si ve algún gentilhombre que tenga buena disposición,
luego se enamora de su gentileza y pone sobre él los ojos y el corazón:
comiénzale a hacer regalos, de manera que le enlaza el ánima y el cuerpo
que no puede desasirse. Y después que está harta de ellos, si no hacen lo
que ella quiere, tórnalos en un punto piedras y bestias o cualquier otro
animal que ella quiere; otros, mata del todo; y esto te digo temblando,
porque te guardes que ella ame fuertemente, y tú como eres mozo y gentil
hombre, agradarle has.
Esto me decía Birrena, con harta congoja y pena. Yo, cuando oí el
nombre de la Magia, como estaba deseoso de la saber, tanto me escondí de
la cautela o arte de Panfilia, que antes yo mismo me ofrecí de mi propia
gana a su disciplina y magisterio, queriendo en un salto lanzarme en el
profundo de aquella ciencia. Así que con la más priesa que pude, alterado
de lo que me había dicho, despedime de mi tía, soltándome de su mano
como de una cadena y diciendo:
-Señora, con vuestra merced, yo me voy corriendo a la posada de Milón.
Capítulo II
Cómo despedido Lucio Apuleyo de Birrena, su tía, se vino para la posada
de su huésped Milón, donde, llegado, halló a Fotis la moza de casa, que
guisaba de comer. Y enamorándose el uno del otro, concertaron de
juntarse a dormir.
Yendo por la calle como un hombre sin seso, digo entre mí:
«Ea, Lucio,
vela bien y está contigo; ahora tienes en la mano lo que hasta aquí
deseabas; ahora satisfarás a tu luengo deseo de cosas maravillosas. Aparta
de ti todo miedo: júntate cerca, porque puedas prestamente alcanzar lo que
buscas; pero mira bien que te apartes y excuses de no hacer vileza con la
mujer de tu huésped Milón, ni de ensuciar su cama y honra. Con todo eso,
bien puedes requerir de amores a Fotis, su criada, que parece ser bonica,
agudilla y alegre. Aun bien te debes recordar, cuando anoche, te ibas a
dormir, cómo ella te acompañó, mostrándote la cama y cubriéndote la ropa,
después de acostado, y te besó en la cabeza, partiéndose de allí, contra su
voluntad, según se le mostró en su gesto; finalmente, que cuando se iba ella
volvía la cara atrás y se detenía, lo cual es buena señal, y así sea adelante.
De manera que no será malo que esta Fotis sea requerida de amores.»
Yendo yo disputando entre mí estas cosas, llegué a la casa de Milón, y
como dicen, yo por mis pies confirmé la sentencia de lo que había pensado.
Entrando en casa, ni hallé a Milón ni tampoco a su mujer, que eran
entrambos idos fuera, sino a mi muy amada Fotis, que aparejaba de comer
para sus señores pasteles y cazuelas:
lo cual olía tan bien, que ya me
parecía que lo estaba comiendo, tan sabroso era. Ella estaba vestida de
blanco, su camisa limpia, y una facha blanca linda ceñida por debajo del
pecho; y con sus manos blancas y muy lindas estaba haciendo las cajas de
los pasteles redondas; y como traía la masa alrededor, también ella se
movía, sacudiéndose toda, tan apaciblemente, que yo, con lo que veía,
estaba maravillado, mirando en hito, y como maravillado de su lindeza, lo
mejor y más cortésmente que yo pude, le dije:
-Señora Fotis, con tanta gracia aparejas este manjar, que yo creo que es
el más dulce y sabroso que puede ser. Cierto será dichoso y muy
bienaventurado aquel que tú dejaras tocarte a lo menos con el dedo.
Ella, como era discreta moza y decidora, díjome:
-Anda, mezquino, apártate de aquí; vete de la cocina, no te llegues al
fuego; porque si un poco de fuego te toca, arderás de dentro, que nadie
podrá apagarlo sino yo, que sé muy bien mecer la olla y la cama.
Diciendo esto, mirome y riose. Pero yo no me partí de allí hasta que
tenté y conocí toda la lindeza de su persona; y dejadas aparte todas las otras
particularidades, yo me enamoré tanto de sus cabellos, que en público
nunca partía los ojos de ellos por más los gozar después en secreto. Así que
conocí y tuve por cierto juicio y razón que la cabeza y cabellos es la
principal parte de la hermosura de las mujeres, por dos razones: o porque es
la primera cosa que nos ocurre a los ojos y se nos demuestra, o porque lo
que la vestidura y ropas de colores adorna en los otros miembros y los
alegra, esto hace en la cabeza el resplandor natural de los cabellos. Y
muchas veces acontece que algunas por mostrar su gracia y hermosura a
quien bien quieren, se quitan todas las vestiduras y la camisa, preciándose
muy mucho más de la lindeza de sus personas que no del color de los
brocados y sedas. Y aunque sea cosa de no decir, ni nunca hubiese tan mal
ejemplo, si trasquilasen a una mujer que fuese la más hermosa y acabada en
perfección del mundo, aunque fuese venida del cielo y criada en el mar, y
aunque fuese la diosa Venus acompañada de sus ninfas y graciosas con su
Cupido y toda la compaña que le sigue, con su arreo de cinta de cadenas y
olores de cinamomo y bálsamo, si viniere calva y sin cabellos, no podrá
placer a nadie, ni tampoco a su marido Vulcano. ¿Qué color se puede
igualar ni agradar tanto como el lustre natural de los cabellos, que contra el
resplandor del Sol relumbra y varía el color en diversas gracias? Ahora, de
una parte, resplandece como oro, de la otra de color mellada; ahora parece
verde obscuro imitando a las plumas y fleco del cuello de las palomas o al
cuervo que le luce el color negro. Mayormente, cuando ellas se peinan y
hacen la partidura con ungüento arábigo, después que juntan sus cabellos y
los trenzan en las espaldas, si las ven sus amadores, míranse en ellas como
en un espejo; especialmente si los cabellos, siendo muchos y espesos, están
sueltos y tendidos por las espaldas. Finalmente, tanta es la gracia de los
cabellos, que aunque una mujer esté vestida de seda y de oro y piedras
preciosas, y tenga todo el atavío y joyas que quisiere, si no mostrare sus
cabellos, no puede estar bien adornada ni ataviada; pero en mi señora Fotis,
no el atavío de su persona, mas estando revuelta como estaba, le daba muy
mucha gracia. Ella tenía muchos cabellos espesos que le llegaban bajo la
cintura con una redecilla de oro, ligados con un nudo cerca del principio.
De manera que yo no me pude sufrir más; inclineme y tomela por cerca del
nudo de los cabellos y suavemente la comencé a besar. Ella volvió la
cabeza, y mirándome astuta con el rabillo del ojo, me dijo:
-Oye tú, escolar, dulce y amargo gusto tomas:
pues guárdate, que con
mucho sabor de la miel, no ganes continua amargura de hiel.
Yo le dije:
-¿Qué es esto, mi bien y mi señora? Aparejado estoy, que por ser
recreado solamente con un beso, sufriré que me ases en ese fuego. Y
diciendo esto, abracela reciamente y comencela a besar; ya que ella estaba
encendida en la igualdad del amor conmigo, ya que yo le conocía que con
su boca y lengua olorosa ocurría a mi deseo y que también quería ella como
yo, díjele:
-¡Oh señora mía!, yo muero, y más cierto puedo decir que soy muerto, si
no has merced de mí.
A esto ella, besándome, respondió:
-Está de buen ánimo, que yo te amo tanto como tú a mí; y no se dilatará
mucho nuestro placer, que a prima noche yo seré contigo en tu cámara:
anda, vete de aquí y apareja, que toda esta noche entiendo pelear contigo.
Así que con estas palabras y burletas nos partimos por entonces.
Después, ya casi era mediodía, Birrena me envió un presente de media
docena de gallinas y un lechón y un barril de vino añejo fino. Yo llamé a
mi Fotis y díjele:
-Ves aquí, señora, el dios del amor e instrumento de nuestro placer, que
viene sin llamarlo, de su propia gana; bebámoslo, sin que gota quede,
porque nos quite la vergüenza y nos incite la fuerza de nuestra alegría, que
ésta es la vitualla o provisión que ha menester el navío de Venus:
conviene
a saber, que, en la noche sin sueño, abunde en el candil aceite y vino en la
copa.
Todo lo otro del día que restaba, gastamos en el baño, y después en la
cena; porque a ruego del bueno de Milón, mi huésped, yo me senté a cenar
a su pequeña y muy breve mesilla, guardándome cuanto podía de la vista
de Pánfila, su mujer; porque recordándome del aviso de Birrena, con temor
me parecía que, mirando en su cara miraba en la boca del infierno; pero
miraba muchas veces a mi amada Fotis, que andaba sirviendo a la mesa, y
en ésta recreaba mi ánimo. En esto, como vino la noche y encendieron
candelas, la mujer de Milón dijo:
-¡Cuán grande agua hará mañana!
El marido le preguntó que cómo sabía ella aquello. Respondió que la
lumbre se lo decía. Entonces Milón riose de lo que ella decía, y burlando de
ella, dijo:
-Por cierto, la gran sibila profeta mantenemos en este candil, que todos
los negocios del cielo y lo que el Sol ha de hacer se ven en el candelero.
Yo entremetime a hablar en sus razones, diciendo:
-Pues sabed que éste es el principal experimento de esta adivinación, y
no os maravilléis, porque como quiera que éste es un poquito de fuego
encendido por manos de hombres, pero recordándose de aquel fuego mayor
que está en el cielo, como de su principio y padre, sabe lo que ha de hacer
en el cielo, y así nos lo dice acá y anuncia por este presagio o adivinanza.
Yo vi en Corinto, antes que de allá partiese, un sabio, que allí es venido,
que toda la ciudad se espanta de sus respuestas maravillosas que da a lo que
le preguntan, y por un cuarto que le dan dice el secreto de la ventura y el
hado que ha de venir a quienquiera; qué día es bueno para hacer
casamientos o cuál será bueno para fundar una fortaleza, que sea muy
perpetua, o cuál será más provechoso para mercaderes, o cuál más afamado
para mejor poder caminar, o cuál más oportuno para el navegar.
Finalmente, a mí me dijo cuándo quería partirme para esta tierra,
preguntándole cómo me sucedería en este viaje, muy muchas y varias
cosas:
ora que tendría prosperidad asaz grande, ora que sería de mí una
muy grande historia y fábula increíble, y que había de escribir libros.
A esto Milón, riéndose, dijo:
-¿Qué señas tiene ese hombre o cómo se llama?
Yo díjele que era hombre de buena estatura y entre rojo y negrillo, que
se llamaba Diófanes. Entonces Milón dijo:
-Ése es y no otro, porque aquí en esta ciudad hablaba muchas cosas
semejantes a esas que dices, por donde él ganó no poco, sino muy muchos
dineros, y alcanzó muy grandes mercedes y dádivas; después él, mezquino,
cayó en manos de la fortuna severa y cruel, que estando un día cercado de
gente, diciéndoles a cada uno su ventura, un negociante que se llamaba
Cerdón llegose a él por preguntarle si era aquel día provechoso para
caminar, porque él quería ir a cierto negocio; él, como le dijo que era muy
bueno, ya que el zapatero abría la bolsa y sacaba los dineros, y aun tenía
contados cien maravedís para darle un galardón de la adivinación que le
había hecho, he aquí súbitamente un mancebo de los principales de la
ciudad le tomó de la falda por detrás, y como aquel sabio volvió la cabeza,
abrazolo y besolo. El sabio, como lo vio, hízolo sentar cerca de sí, y atónito
de la repentina vista de aquel su amigo, no recordándose del negocio que
tenía entre manos, dijo al mancebo:
-¡Oh deseado de muchos tiempos! ¿Cuándo eres venido?
Respondió él:
-Si os place, ayer tarde; pero tú, hermano, dime también cómo te
aconteció cuando navegaste de la isla de Eubea. ¿Cómo te fue por mar y
por tierra?
A esto respondió aquel Diófanes, sabio muy señalado, que estaba
privado de su memoria y fuera de sí:
-Nuestros enemigos y adversarios caían en tanta ira de los dioses y tan
gran destierro, que fue más que el de Ulises. Porque la nave en que
veníamos fue quebrada con las ondas y tempestades de la mar y perdido el
gobernalle, y el piloto apenas llegó con nosotros a la ribera de la mar, y allí
se hundió, donde perdido cuanto traíamos, nadando escapamos. Después,
salidos de este peligro, todo lo que de allí sacamos y lo que nos habían
dado, así los que no nos conocían, por mancilla que habían de nosotros,
como lo que los amigos por su liberalidad, todo nos lo robaron los ladrones,
a los cuales, resistiendo por defender lo nuestro, delante de estos ojos,
mataron a un hermano mío que había nombre Arignoto.
Estando hablando estas cosas, aquel sabio enojado y triste, Cerdón, el
negociante, tomó sus dineros, que había sacado para pagarle su adivinanza
y huyó entre la gente; finalmente, Diófanes, tornado en sí, sintió la culpa de
su necedad, mayormente que vio que todos los que estábamos alrededor
nos reíamos de él, pues que conocía el hado de los otros y no el de su
hacienda.
-Pero tú, señor Lucio, ¿crees que aquel sabio dijo verdad a ti sólo más
que a otro? Dios te dé buenaventura y que hagas buen viaje.
Milón tardaba tanto en contar estas patrañas, que yo entre mí me
deshacía todo y me enojaba conmigo mismo, que de mi gana había dado
causa de poner a Milón en oportunidad de contar fábulas:
por lo cual yo
había perdido de gozar buena parte de la noche de placer que esperaba.
Finalmente, tragada la vergüenza, dije a Milón:
-Allá se lo haya Diófanes, pase su fortuna, y si quiere torne otra vez a
dar a la mar y a la tierra lo que despojare y robare a los pueblos; pero como
aún estoy fatigado del camino de ayer, dame licencia que me vaya
temprano a dormir.
Y diciendo esto, fuime de allí y entreme en mi cámara, adonde yo hallé
bien aparejado de cenar.
Capítulo III
Que trata cómo levantado Lucio Apuleyo de la mísera mesa de Milón,
apesarado con los cuentos y pronósticos del candil, se fue a su cámara,
adonde halló aparejado muy cumplidamente de cenar, y después de haber
cenado se gozaron en uno, por toda la noche, su amada Fotis y él.
Fuera de la puerta de la cámara estaba en el suelo hecha una cama para
los mozos, creo por que no oyesen lo que entre nosotros pasaba. Cerca de
mi cama estaba una mesa pequeña con muy muchas cosas de comer y sus
copas llenas de vino templado, con su agua; demás de esto había allí un
vaso lleno de vino, que tenía la boca muy ancha, aparejado para beber. Lo
cual todo era buena antecena para la batalla de amores. Luego, como yo fui
acostado, he aquí dónde viene mi Fotis, que ya dejaba acostada a su señora,
con una guirnalda de rosas y otras deshojadas en el seno, y como llegó,
fueme a besar, y después de echar aquellas rosas encima, tomó una taza y
templó el vino con agua caliente y diome que bebiese, y antes que lo
acabase de beber, arrebató la taza y aquello que quedaba comenzolo a
beber, mirándome y saboreando los labios, y de esta manera bebimos otra
vez hasta la tercera. Después que ya estaba harto de beber, y no solamente
con el deseo, pero también con el cuerpo aparejado a la batalla, dije,
enardecido, a Fotis enseñándole las muestras de mi impaciencia:
-Ten compasión de mí, y acuéstate pronto, ya tú ves cuánta pena me has
dado; porque estando yo con esperanza de lo que tú me habías prometido,
después que la primera saeta de tu cruel amor me dio en el corazón, fue
causa que mi arco se extendiese tanto, que si no lo aflojas tengo miedo que
con el mucho tesón la cuerda se rompa, y si del todo quieres satisfacer mi
voluntad, suelta tus cabellos y así me abrazarás.
No tardó ella, que, nadando había alzado la mesa prestamente, con todas
aquellas cosas que en ella estaban, y, desnudada de todas sus vestiduras,
hasta la camisa, y los cabellos sueltos, que parecía la diosa Venus cuando
sale del mar, blanca y hermosa, sin vello ni otra fealdad, poniéndose la
mano delante de sus vergüenzas, antes haciendo sombra que cubriéndose,
dijo:
-Ahora haz lo que quisieres, que yo no entiendo ser vencida, ni te
volveré las espaldas. Si eres hombre, acomete resuelto y mata muriendo,
que hoy la lucha es sin cuartel.
Y diciendo esto, acostose, donde cansamos, velando hasta la mañana,
recreando nuestra fatiga con el beber de rato en rato, y de esta manera
pasamos algunas otras noches.
Capítulo IV
Cómo Birrena convidó a cenar a su sobrino Lucio Apuleyo y él lo aceptó;
descríbese el aparato de la cena y cuéntanse donosos acontecimientos
entre los convidados.
Después aconteció que un día Birrena me rogó muy ahincadamente que
fuese una noche a cenar con ella. Yo me excusé cuanto pude y al cabo hube
de hacer lo que mandaba; pero cumplíame tomar licencia de mi amiga
Fotis, y de su acuerdo tomar consejo como de un oráculo: la cual, como
quiera que no quisiera me apartara de ella tanto como una uña; pero, en fin,
hubo de dar licencia breve a la milicia de amores, alegremente, diciendo:
-Oye tú, señor, cata que tornes del convite temprano, porque hay bandos
aquí de los principales, que en cada parte hallarás hombres muertos; y el
gobernador no puede remediar esta ciudad de tanto mal, y a ti, así por ser
rico, como también ser tenido en poco, por ser extraño, te puede venir
algún peligro.
Yo le respondí:
-No tengas tú, señora, cuidado ni pena de esto; porque demás de yo no
preferir a mis placeres el convite de casa ajena, con mi presta vuelta te
quitaré de este miedo, y aun también no voy sin compañía, que mi espada
llevo debajo de mí, que es ayuda de mi salud.
Con esto me despedí y fui a la cena, donde hallamos otros convidados,
que, como aquélla era dueña principal y flor de la ciudad, el convite era
bien acompañado y suntuoso. Allí había las mesas ricas de cedro y de
marfil cubiertas con paños de brocado; muchas copas y tazas de diversas
formas, pero todas de muy gran precio; las unas eran de vidrio,
artificiosamente labrado, otras de cristal pintado, otras de plata y de oro
resplandeciente, otras de ámbar, maravillosamente cavado, y todas
adornadas de piedras preciosas, que ponían gana de beber; finalmente, que
todo lo que parece que no puede haber allí lo había; los pajes y servidores
de la mesa eran muchos y muy bien ataviados; los manjares eran en
abundancia y muy discretamente administrados; los pajes, en cabello y
vestidos hermosamente, traían aquellas copas hechas de piedras preciosas
con vino añejo, muy fino y mucho.
Ya traídas a la mesa velas encendidas, comenzó a crecer el hablar entre
los convidados y el burlar y reír y motejar unos de otros. Entonces Birrena
me preguntó, diciendo:
-¿Cómo te va en esta nuestra tierra? Que cierto, a cuanto yo puedo
saber, en templos y baños y otros edificios precedemos a todas las otras
ciudades. Además de esto, somos ricos de alhajas de casa. Aquí hay mucha
libertad y seguridad; hay grandes negociaciones y mercaderías, cuando
vienen mercaderes romanos; tanta seguridad y reposo para los extranjeros
como tendrían en su casa. Basta decir que somos el retiro y reposo de
placeres para todos los de otras provincias que aquí vienen.
A esto yo respondí:
-Por cierto, señora, dices verdad, que yo nunca me hallé más libre en
parte ninguna como aquí. Pero cierto, tengo miedo de las inevitables y
ciegas obscuridades del arte mágica, que he oído decir que aquí aun los
muertos no están seguros en sus sepulcros; porque de allí sacan y buscan
ciertas partes de sus cuerpos y cortaduras de uñas para hacer mal a los
vivos, y que las viejas hechiceras, en el momento que alguno muere, en
tanto que le aparejan las exequias, con gran celeridad previenen su
sepultura para tomar alguna cosa de su cuerpo.
Diciendo yo esto, respondió otro que allí estaba:
-Antes digo que aquí tampoco perdonan a los vivos, y aun no sé quién
padeció lo semejante, que tiene la cara cortada, disforme y fea por todas
partes.
Como aquel dijo estas palabras, comenzaron todos a dar grandes risas,
volviendo las caras y mirando a uno que estaba sentado al canto de la mesa;
el cual, confuso y turbado de la burla que los otros hacían de él, comenzó a
reñir entre sí, y como se quiso levantar para irse, díjole Birrena:
-Antes te ruego, mi Theleforon, que no te vayas; siéntate un poco y por
cortesía, que nos cuentes aquella historia que te aconteció, porque este mi
hijo Lucio goce de oír tu graciosa fábula.
Él respondió:
-Señora, tú me ruegas, como noble y virtuosa; pero no es de sufrir la
soberbia y necedad de algunos hombres.
De esta manera Theleforon enojado, Birrena con mucha instancia le
rogaba y juraba por su vida que, aunque fuese contra su voluntad, se lo
contase y dijese. Así que él hizo lo que ella mandaba, y cogidos los
manteles sobre la mesa, puso el codo encima, y con la mano derecha, a
manera de los que predican, señalando con los dos dedos, los otros dos
cerrados y el pulgar un poco alzado, comenzó y dijo:
-Siendo yo huérfano de padre y madre partí de Mileto para ir a ver una
fiesta olimpia, y como oí decir la gran fama de esta provincia, deseaba
verla. Así que, andada y vista por mí toda Tesalia, llegué a la ciudad de
Larisa, con mal agüero de aves negras, y andando, mirando todas las cosas
de allí, ya que se me enflaquecía la bolsa, comencé a buscar remedio de mi
pobreza, y andando así veo en medio de la plaza un viejo alto de cuerpo
encima de una piedra, que, a altas voces, decía:
-Si alguno quisiere guardar un muerto, véngase conmigo en el precio.
Yo pregunté a uno de los que pasaban:
-¿Qué cosa es ésta? ¿Suelen aquí huir los muertos?
Respondiome aquél:
-Calla, que bien parece que eres mozo y extranjero, y por eso no sabes
que estás en medio de Tesalia, donde las mujeres hechiceras cortan con los
dientes las narices y orejas de los muertos, en cada parte, porque con esto
hacen sus artes y encantamientos.
Yo le dije entonces:
-Dime, por tu vida, ¿y qué guarda es ésta de los difuntos?
Él me respondió:
-Primeramente, toda la noche ha de velar muy bien, abiertos los ojos y
siempre puestos en el cuerpo del difunto, sin jamás mirar a otra parte, ni
solamente volver los ojos, porque estas malas mujeres, convertidas en
cualquier animal que ellas quieren, en volviendo la cara, luego se meten y
esconden, que, aunque fuesen los ojos del Sol y de la justicia, los
engañarían; que una vez se tornan aves y otra vez perros y ratones, y luego
se hacen moscas, y cuando están dentro, con sus malditos encantamientos
oprimen y echan sueños a los que guardan; de manera que no hay quien
pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres, por su vicio y placer,
inventan y hallan, y por este tan mortal trabajo, no dan de salario más de
cuatro o seis ducados de oro, poco más o menos. ¡Oh, oh!, y lo que
principalmente se me olvidaba:
si alguno de estos que guardan no restituye
el cuerpo entero, a la mañana, todo lo que le fue cortado o disminuido es
obligado y apremiado a reponerlo, cortándole otro tanto de su misma cara.
Oído esto, esforceme lo mejor que pude, y luego llegueme al que
pregonaba, diciendo:
-Deja ya de pregonar, que he aquí aparejada guarda para eso que dices.
Dime qué salario me has de dar.
Él dijo:
-Te darán mil maravedís; pero mira bien, mancebo, con diligencia; cata
que este cuerpo es de un hijo de los principales de esta ciudad; guárdalo
bien de estas malas arpías.
Yo dije entonces:
-¿Qué me estáis ahí contando, necedades y mentiras? ¿No ves que soy
hombre de hierro, que nunca entra sueño en mí? Más veo que un lince y
más lleno de ojos estoy que Argos.
Casi yo no había acabado de hablar cuando me llevó a una casa, la cual
tenía cerradas las puertas, y entramos por un postigo, por donde entrome en
un palacio obscuro y mostrome una cámara sin lumbre, donde estaba una
dueña vestida de luto, cerca de la cual él se sentó diciendo:
-Éste viene obligado para guardar fielmente a tu marido.
Ella, como estaba con sus cabellos echados ante la cara, aunque tenía
luto, estaba hermosa, y mirándome dijo:
-Mira bien; cata que te ruego que con gran diligencia hagas lo que has
tomado a cargo.
Yo le dije:
-No cures, señora: mándame aparejar la colación.
Lo cual le plugo, y luego se levantó y metiome en una camarilla, donde
estaba el difunto cubierto con sábanas muy blancas, y metidos dentro unos
siete testigos; alzada la sábana y descubierto el muerto, llorando y
demostrando todas las cosas de su cuerpo, pidiendo que fuesen testigos los
que estaban presentes, lo cual un escribano asentaba en su registro, ella
decía de esta manera:
-Veis aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios
sin faltarles cosa, la barba maciza. Vosotros, buenos hombres, dadme por
testimonio lo que digo.
Y como esto dijo y el escribano lo asentó y signó, partiose de allí. Yo
díjele:
-Señora, mandad que me provean de todo lo necesario.
Ella respondió:
-¿Qué es lo que has menester?
Yo le dije:
-Un candil grande y aceite para que baste hasta el día, y vino en el jarro
y agua con su taza, y el plato hecho de lo que os sobra.
Ella, moviendo la cabeza, dijo:
-Anda vete, loco, que en casa llorosa pides cena y sobras de ella, en la
cual ha tantos días continuos que no se ha visto humo; ¿piensas que viniste
aquí a comer? ¿Por qué antes no lloras y tomas luto como conviene al lugar
donde estás?
Diciendo esto, miró a una moza y díjole:
-Mirrena, trae presto un candil y aceite, y, encerrado este guarda en la
cámara, vete luego.
Yo quedé así desconsolado, para consuelo del muerto, y refregados los
ojos y armados para velar, halagaba y esforzaba mi corazón cantando así
que ya anochecía. Después, la noche comenzada, ya era bien alta y hora de
acostar, ya que dormían y callaban todos, a mí me vino un miedo muy
grande; y con esto entró una comadreja, la cual me estaba mirando, e hincó
los ojos en mí fuertemente, de manera que yo me turbé y enojé porque un
animal tan pequeño tuviese tanta audacia de así mirar, y díjele:
-¡Oh bestia sucia y mala! ¿Por qué no te vas de aquí y te encierras con
los ratoncillos, tus semejantes, antes que experimentes el daño presente que
te puedo hacer? ¿Por qué no te vas?
En esto volvió las espaldas y luego salió de la cámara. No tardó nada
que me vino un sueño tan profundo, como que me lanzó en el fondo del
abismo, de tal manera, que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir
cuál de ambos los que estábamos echados fuese más muerto. Estando así,
sin ánima, y habiendo menester otro que me guardase, casi que no estaba
allí donde estaba, el canto de los gallos quebrantó las treguas de la noche;
finalmente, que yo desperté, y asombrado de un gran pavor corrí presto al
muerto, y traída una lumbre descubrile la cara y comencé con diligencia a
mirar todas las cosas de su persona, y hallé que todo estaba sano y entero.
En esto entra la mezquinilla de su mujer, llorando y mostrando mucha
pena, y entraron con ella los testigos que el día antes había traído. Ella se
lanzó sobre el cuerpo muchas veces, besándolo, y con una lumbre en la
mano reconociendo y mirándolo todo, y vuelta la cabeza, llamó a un su
mayordomo y mandole que pagase luego al buen guardián su premio, el
cual luego me fue dado, diciendo:
-Mancebo, toma lo tuyo, y muchas gracias te damos, que por cierto por
este tu buen servicio te tendremos como uno de los amigos y familiares de
la casa.
A esto, yo, que no esperaba tal ganancia, lleno de placer tomé mis
ducados resplandecientes, y como atónito, pasándolos de una mano a otra,
dije:
-Antes, señora, me has de tener como uno de tus servidores, y cuando de
mí te quieras servir, con confianza lo puedes mandar.
Aún no había yo acabado de hablar esto, cuando salen tras mí todos los
mozos de casa con armas y palos:
el uno me daba de puñadas en la cara;
otros, porradas en las espaldas; otros me rompían los costados a coces y me
tiraban de los cabellos, me rasgaban los vestidos:
hasta que yo fui
maltratado y despedazado de la manera que lo fue aquel mancebo Adonis;
y así me lanzaron de casa y me fui a una plaza cerca de allí. Y estando
tomando algún descanso, recordeme que merecía y era digno de aquellos
azotes y mucho más por la descortesía de mi hablar. En esto, he aquí que
asoma el muerto ya llorado y plañido, el cual, según la costumbre de
aquella tierra, especialmente siendo uno de los principales, lo llevaban
públicamente por la plaza con gran pompa de su entierro. Como allí
llegaron, vino un viejo con mucha ansia y pena, llorando y mesándose sus
canas honradas, y con ambas manos se agarró a la tumba, dando grandes
voces entre sollozos y lloros, diciendo:
-Por la fe que mantenéis, ¡oh ciudadanos!, y por la piedad de la
república, que socorráis al triste muerto; vengad con mucha atención y
severidad tan gran traición y maldad contra esta nefanda y mala mujer:
porque ésta, y no otro alguno, mató con hierbas a este mezquino mancebo,
hijo de mi hermana, por complacer a su adúltero y por robarle su hacienda.
De esta manera aquel viejo lloraba, quejándose a todos. Cuando el vulgo
oyó aquellas palabras, indignáronse contra la mujer, por ser el hecho
verosímil y creíble el crimen, y comienzan a dar voces que traigan fuego
para quemarla; otros piden piedras y que la entreguen a los muchachos, que
la apedreen. Ella, con palabras bien compuestas y antes pensadas, para
excusarse juraba cuanto podía por todos los dioses y negaba tan gran
traición. El viejo dijo entonces:
-Pues que así es, pongamos el albedrío de esta verdad en la divina
Providencia para que lo descubra. Aquí está presente Zaclas, egipcio,
principal profeta, el cual se comprometió conmigo por cierto precio a hacer
salir de los infiernos el espíritu de este difunto y animar este cuerpo
después del paso de la muerte.
Y como el viejo esto dijo, llamó allí en medio de todos a un mancebo
vestido de lienzo blanco y calzados unos alpargates y la cabeza casi rapada,
al cual besaba la mano muchas veces, hincándose de rodillas delante de él y
diciendo:
-¡Oh sacerdote! Ten piedad de mí, por las estrellas del cielo y por los
dioses de la tierra, por los elementos de Natura, por el silencio de la noche,
por el crecimiento del Nilo y por la munición y reparo hecho por las
golondrinas al crecimiento de este río cerca del castillo de Copto, y por los
secretos de Menfis, y por la trompa de la diosa Isis, que desea este mi
sobrino vivir brevemente, y a los ojos que ya son para siempre cerrados
dales una poca de lumbre; no te ruego yo esto para negar a la tierra lo que
es suyo; mas para solaz de nuestra venganza, te pido un poco espacio de
vida. El profeta, de esta manera aplacado, tomó una cierta hierba y de ella
puso tres ramos en la boca del muerto y otro en el pecho; y vuelto hacia
Oriente, donde es el crecimiento del Sol, comenzó entre sí a rezar, y con
aquel aparato venerable convirtió a sí a todos los que allí estaban por ver un
tan grande milagro. Yo metime en medio de la gente y detrás del túmulo,
subime encima de una piedra que estaba un poco alta, desde donde con
mucha diligencia miraba todo lo que allí pasaba. Comenzó el muerto poco
a poco a vivir:
ya el pecho se le alzaba, ya las venas palpitaban, ya el
cuerpo, que estaba lleno de espíritu, se levantó y comenzó a hablar,
diciendo:
-¿Por qué ahora me has hecho tornar a vivir un momento de vida,
después de haber bebido del río Leteo y haber ya nadado por el lago
Estigio? Déjame, por Dios, déjame, y permite que me esté en mi reposo.
Como esta voz fue oída del cuerpo, el profeta se enojó algún tanto y
díjole:
-¿Por qué no manifiestas al pueblo todas las cosas y declaras los
secretos de tu muerte? ¿No sabes tú que con mis encantamientos puedo
llamar las furias infernales que te atormenten los miembros cansados?
Entonces el difunto se levantó en el lecho donde iba, y desde allí
comenzó a hablar al pueblo de esta manera:
-Yo fui muerto por las artes de mi nueva mujer, y matome con veneno
que me dio de beber, por lo cual muy presto y arrebatadamente dejé mi
cama y casa al adúltero.
Entonces la buena mujer tomó de las palabras audacia, y con ánimo
sacrílego altercaba con el marido resistiendo a sus argumentos. El pueblo,
cuando esto oyó, alterose en diversas opiniones; unos decían que aquella
pésima mujer viva la debían enterrar con el cuerpo del marido; otros, que
no era de dar fe a la mentira del cuerpo muerto; pero estas alteraciones
atajó el habla del difunto, el cual, dando un gran gemido, dijo:
-Yo os daré muy clara razón de la inviolable y entera verdad, y
manifestaré lo que otro ninguno sabe.
Entonces, demostrándome con el dedo, prosiguió, diciendo:
-Porque a este muy sagacísimo y astuto guardador de mi cuerpo, que me
velaba muy bien y con muy gran diligencia, las viejas encantadoras, que
deseaban cortarme las narices y orejas, por la cual causa muchas veces se
habían tornado en otras figuras, no pudiendo engañar su industria y buena
guarda, le echaron un gran sueño, y estando él como enterrado en este
profundo sueño, las hechiceras comenzaron a llamar mi nombre, y como
mis miembros estaban fríos y sin calor, no pudiendo así presto esforzarse
para el servicio del arte mágica; pero él, como estaba vivo, aunque con el
sueño casi muerto, y llamábase como yo, levantose a su nombre, sin saber
que lo llamaban; de manera que él, de su propia voluntad, andando en
forma de ánima de muerto, aunque las puertas de la cámara estaban con
diligencia cerradas, por un agujero, cortadas primero las narices, después
las orejas, recibió por mí el destrozo y carnicería que para mí se aparejaba.
Y porque el engaño no pareciese, pegáronle allí con mucha destreza cera
formada a manera de orejas cortadas, y otra nariz semejante a la suya; y
ahora está aquí el mezquino, gozoso, que alcanzó y fue pagado del salario
que ganó no por su industria y trabajo, sino por la pérdida y lesión de sus
narices y orejas.
Como esto dijo, yo, espantado, luego me eché mano de las narices y
trájelas en la mano; agarré las orejas y cayéronseme. Cuando vieron esto
los que estaban alrededor comenzaron todos a señalarme con los dedos,
haciendo gesto con las cabezas. En tanto que ellos se reían, yo, cayendo a
sus pies como mejor pude, me escapé de allí, y nunca después volví a mi
tierra, por estar así lisiado, para que burlasen de mí. Así, que con los
cabellos de una parte y otra encubro la falta de las orejas. Y con este
plañizuelo que traigo puesto en la cara, la fealdad y lesión de las narices.
Cuando Theleforon acabó de contar su historia, los que estaban a la
mesa, ya alegres del vino, comenzaron otra vez a dar grandes risotadas; y
en tanto que bebían lo acostumbrado, díjome Birrena de esta manera:
-Mañana se hace en esta ciudad, desde que se fundó, una fiesta muy
solemne, la cual nosotros solos y no en otra parte festejamos con mucho
placer y gritos de alegría al santísimo dios de la risa. Esta fiesta será más
alegre y graciosa por tu presencia, y pluguiese a Dios que de tus propias
gracias alguna cosa alegre inventases con que sacrifiquemos y honremos a
tan gran dios como éste.
Yo entonces le dije:
-Muy bien, señora; hacerse ha como mandes, y por Dios que querría
hallar alguna materia con que este gran dios fuese honrado.
Después de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como
también yo estaba alegre, levanteme luego de la mesa, y tomada licencia de
Birrena, titubeando los pasos, me fui para casa, y llegando a la primera
plaza un aire recio nos apagó el hacha que nos guiaba; de manera que,
según la obscuridad de la noche, tropezando en las piedras, con mucha
fatiga, llegamos a la posada. Como llegamos junto a la puerta, yo vi tres
hombres, valientes de cuerpo y fuerzas, que estaban combatiendo en las
puertas de casa. Y aunque nos veían, no se espantaban ni apartaban siquiera
un poquillo; antes, mucho más y más echaban sus fuerzas, a menudo
porfiando quebrar las puertas; de manera que no sin causa a mí me
parecieron ladrones y muy crueles. Cuando esto vi, eché mano a mi espada,
que para cosas semejantes yo traía conmigo, y sin más tardanza salté en
medio de ellos, y como a cada uno hallaba luchando con las puertas, dile de
estocadas, hasta tanto que ante mis pies, con las grandes heridas que les
había dado, cayeron muertos. Andando en esta batalla, el ruido despertó a
Fotis y abriome las puertas; yo, fatigado y lleno de sudor, lanceme en casa,
y como estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules
cuando mató al Gerión, acosteme luego a dormir.
Tercer libro
Argumento
Luego que fue de día, la justicia, con sus ministros y hombres de pie,
vinieron a la posada de Apuleyo y como a un homicida lo llevaron preso
ante los jueces. Y cuenta del gran pueblo y gente que se juntó a verlo. Y de
cómo el promotor le acusó como a hombre matador y cómo él defendía su
inocencia por argumentos de grande orador; y cómo vino una vieja que
parecía ser madre de aquellos muertos, a los cuales, por mandato de los
jueces, Apuleyo descubrió por que la burla pareciese. Donde se levantó tan
gran risa, entre todos, que fue con esto celebrada con gran placer la fiesta
del dios de la risa. Fotis, su amiga, le descubrió la causa de los odres.
Añade luego cómo él vio a la mujer de Milón untarse con ungüento mágico
y transfigurarse en ave; de lo cual le tomó tan gran deseo, que por error de
la bujeta del ungüento, por tornarse ave se transfiguró en asno. En fin, dice
el robo de la casa de Milón, de donde, hecho asno, lo llevaron los ladrones,
cargado con las otras bestias, con las riquezas de Milón.
Capítulo I
Cómo Lucio Apuleyo fue preso por homicida y llevado al teatro público
para ser juzgado ante todo el pueblo, y cómo el promotor fiscal le puso la
acusación para celebrar la fiesta solemne del dios de la risa. Y cómo
Apuleyo responde a ella, por defender su inocencia.
Otro día, de mañana, saliendo el Sol, yo desperté y comencé a pensar en
la hazaña que me había acontecido antenoche; y torciendo las manos y pies,
estirándome los dedos y puestas las manos sobre las rodillas, sentado de
cuclillas en la cama, lloraba muy reciamente, pensando en mí y teniendo
ante los ojos la casa de la justicia, los jueces y la sentencia que contra mí se
había de dar y el verdugo que me había de degollar, y decía entre mí:
«¿Qué juez puedo yo hallar tan manso y benigno que me haya de dar
por inocente y no culpado, estando ensangrentado y untado con sangre de
la muerte de tantos hombres ciudadanos? ¿Ésta es aquella prosperidad de
mi camino que el sabio Diófanes con mucha vehemencia me decía?» Esto y
otras cosas semejantes diciendo y replicando entre mí, lloraba y maldecía
mi ventura. Estando en esto, oí abrir las puertas, y con grandes clamores y
ruido entrar los alcaldes y alguaciles con mucha compañía y gente de pie,
que llenaron toda la casa; y luego dos porteros de maza por mandato de los
alcaldes me echaron la mano para llevarme por fuerza, como quiera que yo
no resistía; y como llegamos a la primera calleja, toda la ciudad estaba por
allí esperándonos, y con mucha frecuencia nos siguió. Y como quiera que
yo llevaba los ojos en tierra y aun en los abismos, lanzados con mucha
tristeza, torcí un poco la cabeza a un lado y vi una casa de gran maravilla:
que entre tanto pueblo como allí estaba, ninguno había que no se rompiese
las entrañas de risa; finalmente, habiéndome llevado por las calles públicas
de la manera que purgan la ciudad cuando hay algunas malas señales o
agüeros, que traen la víctima o animal que han de sacrificar por las calles y
rincones de las plazas, así, después de haberme traído por cada rincón de la
plaza, pusiéronse delante de la silla de los jueces, que era un cadalso muy
alto, donde estaban sentados. Ya el pregonero de la ciudad pregonaba que
todos callasen y tuviesen silencio, cuando todos a una voz dicen que por la
muchedumbre de la gente, que peligraba por la gran estrechura y
apretamiento del lugar, y que este juicio se fuese a juzgar al teatro. Y luego,
sin más tardanza, todo el pueblo fue corriendo al teatro, que en muy poco
tiempo fue lleno de gente, de manera que las entradas y los tejados todo
estaba lleno:
unos estaban abrazados a las columnas; otros, colgados de las
estatuas; otros, a las ventanas y azoteas, medio asomados, tanto, que con la
mucha gana que tenían de ver, se ponían a peligro de su salud. Entonces
lleváronme por medio del teatro los hombres de pie de la justicia, como a
una víctima que quieren sacrificar, y pusiéronme delante del asentamiento
de los jueces. El pregonero, a grandes voces, comenzó otra vez a pregonar,
llamando al acusador, el cual, citado, se levantó un viejo para acusarme, y
para el espacio o término de su acusación o habla pusieron allí un reloj de
agua, que es un vaso sutilmente horadado, a manera de coladera, y echando
agua en aquél, gotea poco a poco. Echáronle agua y comenzó el viejo a
hablar al pueblo de esta manera:
-«Ciudadanos, nobles y honrados:
no penséis que se tratan aquí cosas de
muy poca substancia, mayormente, que toca a la paz y pro común de toda
la ciudad y al buen ejemplo para el provecho de lo porvenir. Así que más
os conviene a todos y a cada uno de vosotros, según la dignidad de vuestro
cargo, proveer que un homicida malvado como éste no haya cometido sin
pena muerte tan cruda y carnicería de tantos hombres. Y no penséis que por
tener yo enemistad privada contra éste diga esto por odio propio que le
tenga. Porque yo soy capitán de la guardia de la noche, y creo que ninguno
hay, de todos cuantos velan de noche hasta hoy, que con razón pueda
culpar mi diligencia; yo diré con mucha verdad la cosa cómo pasó.
Andando yo anoche, como a las tres horas de la noche, con mucha
diligencia, cercando y rondando la ciudad de puerta en puerta, veo este
crudelísimo hombre con una espada en la mano matando a cuantos podía;
ya tenía entre sus pies tres muertos, que aún estaban expirando, envueltos
en mucha sangre, y él, como me sintió y vio el tan grandísimo mal y
traición que había hecho, huyó luego, y como hacía muy obscuro, lanzose
en una casa, donde toda la noche estuvo escondido. Mas la providencia de
los dioses, que no permite a los malhechores quedar sin pena alguna,
proveyó que éste, antes que escondidamente huyese, lo prendiese esta
mañana y lo presentase ante la autoridad sagrada de vuestro juicio; de
manera que aquí tenéis a este culpado de tantas muertes; culpado que fue
tomado en el delito; culpado que es hombre extranjero. Así que, con mucha
constancia y severidad, pronunciad la sentencia contra hombre extraño de
aquel crimen y delito que contra un vuestro ciudadano pronunciárades.»
De esta manera hablando, aquel recio acusador, en fin, acabó su cruel
razón; y luego el pregonero me dijo que si quería responder a alguna cosa a
lo que aquel decía, que comenzase. Pero yo, en todo aquel tiempo, ninguna
otra cosa podía hacer sino llorar, y no tanto por oír aquella cruel acusación,
cuanto por saber y ser cierto que estaba culpado de aquel delito. Con todo
eso, Dios me dio un poco de osadía, con que respondí de esta manera:
-No ignoro yo, señores, cuán recia y ardua cosa sea, estando muertos
tres ciudadanos, que aquel que es acusado de su muerte, aunque diga
verdad y espontáneamente y de su voluntad confiese el hecho, persuada a
tanta muchedumbre de pueblo ser inocente y estar sin culpa; mas si vuestra
humanidad me quiere dar una poca de audiencia pública, fácilmente os
mostraré este peligro de mi cabeza en que ahora estoy, no por mi culpa y
merecimiento, sino por caso fortuito y con mucha razón que tuve, lo
padezco y sostengo. Porque viniendo de cenar anoche un poco tarde, y
habiendo bebido muy bien, lo cual, como crimen verdadero, no dejaré de
confesar, llegando ante las puertas de mi posada, que es en casa de Milón,
vuestro ciudadano honrado, veo unos cruelísimos ladrones que intentaban
entrar en casa y procuraban con toda diligencia de quebrar las puertas y
arrancarlas de los quicios, rompiendo las cerraduras con que estaban
cerradas, deliberando y determinando ya consigo cómo ellos habían de
matar a los que dentro moraban; de los cuales ladrones el más principal, así
en cuerpo como en fuerzas, incitaba a los otros con estas y otras palabras:
«Ea, mancebos, con esfuerzos de muy valientes hombres y alegres
corazones, asaltemos a estos que duermen; apartad de vosotros toda pereza
y tardanza; con las espadas en las manos andemos matando por toda la
casa; el que halláremos durmiendo, muera luego; el que se defendiere,
herirle reciamente, y así nos iremos en salvo si ninguno dejáremos vivo en
casa.» Yo, señores, confieso que, pensando hacer oficio de buen ciudadano,
y también temiendo no hiciesen mal a mis huéspedes y a mí, con mi
espada, que para semejantes peligros traía conmigo, salté sobre ellos por
espantarlos y hacerlos huir. Ellos, como hombres bárbaros y crueles, no
quisieron huir, antes, aunque me vieron con la espada en la mano,
pusiéronse con grande audacia en gran resistencia, hasta que la batalla se
partió en dos partes, y el capitán o alférez de ellos, con mucha valentía,
arremetió conmigo; con ambas manos trabome de los cabellos, y
volviéndome la cabeza atrás, quería darme con una piedra; y en tanto que
gritaba pidiendo a otro que le diese la piedra, dile una estocada, que luego
cayó muerto; a otro que me mordía de los pies, le di por las espaldas; al
tercero que con discreción vino contra mí, por los pechos, y así los
despaché a todos tres. En esta manera, hecha y sosegada la paz, la casa de
mi huésped y salud de todos defendida y amparada, no pensaba yo que me
habían de dar pena, sino que era digno que públicamente fuese alabado:
porque hasta hoy no se hallará que, en cosa alguna, yo haya hecho ni
cometido crimen ni nunca de ello fui acusado; antes, siempre fui mirado y
tenido en honra, y en mi tierra entre los míos siempre mi limpieza e
inocencia antepuso a todo otro provecho y utilidad; ni puedo hallar qué
razón haya para acusarme de tan justa venganza como fue la que hice
contra unos ladrones tan malignos; mayormente, que nadie podrá mostrar
que entre nosotros hubiese precedido enemistad antes de ahora, ni que yo
los conociese ni hubiese visto en toda mi vida; cuanto más, que no se
podría mostrar alguna cosa para robarles, por codicia de la cual se crea
haber cometido tan gran crimen.
Habiendo hablado de esta manera, los ojos llenos de lágrimas, las manos
alzadas, rogando, ora a éstos, ora a aquéllos, suplicaba por pública
misericordia y por la caridad y amor de sus hijos. Y como yo creyese que
ya todos, por su humanidad estaban conmovidos, habiendo mancilla de mis
lágrimas, comencé a protestar y traer por testigos a los ojos del Sol y de la
justicia, a quien nada se puede esconder, y encomendando mi caso presente
a la providencia de los dioses, alcé un poco la cabeza y veo a todo el pueblo
que quería reventar de risa, y no menos a mi buen huésped y padre Milón,
que se deshacía riendo. Entonces, cuando yo esto vi, comencé a decir entre
mí:
-¡Mirad qué fe, mirad qué conciencia! Yo, por la salud de mi huésped,
soy homicida y me acusan por matador; y él, no contento que aun siquiera
por consolarme no está cerca de mí, antes está riendo de mi suerte.
Capítulo II
Cómo estando Apuleyo aparejado para recibir sentencia, vino al teatro
una mujer vieja llorando, la cual, con grande instancia, acusa de nuevo a
Lucio, diciendo haber muerto a sus tres hijos; y cómo, alzando la sábana
con que estaban cubiertos los cuerpos, pareció ser odres llenos de viento,
lo cual movió a todos a gran risa y placer.
Estando en esto viene una mujer por medio del teatro, llorando con
muchas lágrimas, cubierta de luto y con un niño en los brazos; tras de ella
venía una vieja vestida de jerga y llorando como la otra, y ambas venían
sacudiendo unos ramos de oliva. Las cuales, puestas en torno del lecho
donde los muertos estaban cubiertos con una sábana, alzados grandes gritos
y voces, y llorando reciamente, decían:
-¡Oh señores! Por la misericordia que debéis a todos y también por el
bien común de vuestra humanidad, habed merced y piedad de estos
mancebos muertos sin ninguna razón, y también de nuestra viudez y
soledad; y por nuestra consolación dadnos venganza socorriendo con
justicia las desventuras de este niño huérfano antes de tiempo; sacrificad a
la paz y sosiego de la república con la sangre de este ladrón, según vuestras
leyes y derechos.
Después de esto, levantose uno de los jueces, el más antiguo, y comenzó
a hablar al pueblo en esta manera:
-Sobre este crimen y delito, que de veras se debe punir y vengar, el
mismo que lo cometió no lo puede negar; pero una sola causa y solicitud
nos resta:
que sepamos quiénes fueron los compañeros de tan gran hazaña,
porque no es cosa verosímil que un hombre solo matase a tres tan valientes
mancebos. Por ende, me parece que la verdad se debe saber por cuestión de
tormento; porque quien le acompañaba huyó, y la cosa es venida a tal
estado, que por tortura manifieste y declare los que fueron con él a hacer
este crimen, porque de raíz se quite el miedo de facción tan cruel.
No tardó mucho que, a la manera de Grecia, luego trajeron allí un carro
de fuego y todos otros géneros de tormentos. Acrecentóseme con esto y
más que doblóseme la tristeza, porque al menos no me dejaban morir
entero, sino despedazarme con tormentos; pero aquella vieja, que con sus
plantos y lloros turbaba todo, dijo:
-Señores:
antes que me pongáis en la horca a este ladrón, matador de
mis tristes hijos, permitidme que sean descubiertos sus cuerpos muertos,
que aquí están; porque contemplada y vista su edad y disposición, más
justamente os indignéis a vengar este delito.
A esto que la vieja dijo concedieron. Y luego uno de los jueces me
mandó que con mi mano descubriese los muertos que estaban en el lecho.
Yo, excusándome que no lo quería hacer, porque parecía que con la nueva
demostración instauraba y renovaba el delito pasado, los porteros me
compelieron que por fuerza y contra mi voluntad lo hubiese de hacer, y
tomáronme la mano poniéndola sobre los muertos, para su muerte y
destrucción; finalmente, que yo, constreñido de necesidad, obedecía a su
mandato, y aunque contra mi voluntad, arrebatada la sábana, descubrí los
cuerpos. ¡Oh buenos dioses! ¡Oh qué cosas vi! ¡Oh qué monstruo y cosa
nueva! ¡Qué repentina mudanza de mi fortuna! Como quiera que ya estaba
destinado y contado en poder de Proserpina, y entre la familia del infierno,
súbitamente, atónito y espantado de ver lo contrario que pensaba, estuve
fijos los ojos en tierra, que no puedo explicar con idóneas palabras la razón
de aquella nueva imagen que vi. Porque los cuerpos de aquellos tres
hombres muertos eran tres odres hinchados, con diversas cuchilladas. Y
recordándome de la cuestión de antenoche, estaban abiertos y heridos por
los lugares que yo había dado a los ladrones. Entonces de industria de
algunos detuvieron un poco la risa, y luego comenzó el pueblo a reír tanto,
que unos, con la gran alegría, daban voces; otros se ponían las manos en las
barrigas, que les dolían de risa, y todos, llenos de placer y alegría,
mirándome, hacia atrás se partieron del teatro. Yo luego que tomé aquella
sábana y vi los adres, me helé y torné como una piedra, ni más ni menos
que una de las otras estatuas o columnas que estaban en el teatro; y no torné
en mí hasta que mi huésped Milón llegó y me echó la mano para llevarme,
y renovadas otra vez las lágrimas y sollozando muchas veces, aunque no
quise, mansamente me llevó consigo; y por las callejas más solas y sin
gente, por unos rodeos, me llevó hasta su casa, consolándome con muchas
palabras, que aún el miedo y la tristeza no me había salido del cuerpo. Con
todo esto, nunca pudo amansar la indignación de mi injuria, que muy
arraigada estaba en mi corazón. En esto estando, he aquí que vienen luego
los senadores y jueces con sus maceros delante, y entrados en nuestra casa,
con estas palabras me comienzan a halagar:
-No ignoramos tu dignidad y el noble linaje de donde vienes, señor
Lucio, porque la nobleza de tu famosa e ínclita generación tiene
comprendida y abrazada toda esta provincia. Y esto porque tú ahora tan
reciamente te quejas no lo recibiste por hacerte injuria; por esto, aparta de
tu corazón toda tristeza y fatiga, porque estos juegos, que pública y
solemnemente celebramos en cada año al gratísimo dios de la risa, florecen
siempre con invención de alguna novedad; y este dios acompaña y tiene
por encomendado con mucho amor al inventor de tales placeres, y nunca
consentirá que tengas pena ni enojo en tu ánimo, antes, con su apacible
hermosura, alegrará siempre tu cara. Además de esto, toda esta ciudad te
ofrece señalados honores, porque ya te ha asentado en sus libros por su
patrón y ha deliberado de hacer tu imagen de bronce, que esté aquí
perpetuamente por esta gracia que les has hecho.
A esto que me decían yo respondí en esta manera:
-A ti, ciudad única y más noble de Tesalia tengo en singular gracia tal y
tan grande cuanto merece los beneficios que de tu propia voluntad me has
ofrecido, pero imágenes y estatuas déjolas a los más honrados y mayores
que soy yo.
De esta manera, habiendo hablado con alguna vergüenza, mostrando un
poco la cara alegre, sonriéndome y fingiéndome alegre, cuanto más podía,
les hablé y se partieron de mí.
Capítulo III
Cómo acabada la fiesta del dios de la risa, Birrena envió a Lucio a que
fuese a cenar, y por estar afrentado no lo aceptó, y cómo después de haber
cenado con Milón, su huésped, se fue a dormir, donde, venida su Fotis, le
descubrió cómo su ama Panfilia era grande hechicera, y por su ocasión
había sido afrentado en la fiesta de la risa. Y cómo Lucio le importunó que
se la quisiese mostrar, cuando obrase los hechizos que la deseaba mucho
ver.
En esto, he aquí un criado de Birrena que entró de prisa y díjome:
-Ruégate tu madre, Birrena, que vayas a comer con ella, como anoche le
prometiste, que es ya hora.
Yo, como estaba amedrentado y tenía aborrecida también su casa como
las otras, dije:
-¡Oh señora madre!, cuánto querría obedecer tus mandamientos, si
guardando mi fe lo pudiese hacer, porque mi huésped Milón me tomó
juramento por la fiesta presente de este dios de la risa que comiese hoy con
él, y así estoy comprometido, que no me conviene hacer otra cosa, ni él se
apartará de esto, ni consentirá que yo me aparte de él; por ende, dejemos
para adelante la promesa del convite.
Estando yo hablando en esto, vino Milón y tomome por la mano para
que nos fuésemos a bañar a unos baños que allí estaban cerca. Yo iba por la
calle, escondiéndome de los ojos de quien encontrábamos, huyendo de la
risa que yo mismo había fabricado, metido y encubierto a su lado; así que
ni cómo me lavé ni me limpié, ni cómo torné a casa, con la gran vergüenza
no me recuerdo, pero notado y señalado con los ojos, gestos y manos de
todos, que casi sin alma estaba pasmado. Finalmente, que habiendo comido
la pobre cenilla de Milón y tocado un paño de cabeza, por el gran dolor que
en ella tenía, a causa de las muchas lágrimas que me habían salido, tomada
fácilmente licencia me entré a dormir; y echado en mi cama, con mucha
tristeza, recordábame de todas las cosas, cómo habían pasado, hasta tanto
vino mi Fotis, que ya su señora era ida a dormir; la cual vino muy
desemejada de como ella era:
la cara no alegre, ni con habla graciosa, mas
con mucha tristeza y severidad, arrugada la frente y temerosa, que no osaba
hablar. Después que comenzó a hablar, dijo:
-Yo misma, de mi propia gana, confieso, yo misma digo que fui causa
de este enojo.
Y diciendo esto, sacó un látigo del seno, el cual me dio y dijo:
-Toma este látigo; ruégote que de esta mujer, quebrantadora de fe,
tomes venganza, y aun si te pluguiere, cualquier otro mayor castigo que te
pareciere; pero una cosa te ruego, creas y pienses, que no te di ni inventé
este enojo, de mi gana, a sabiendas:
mejor lo hagan los dioses que por mi
causa tú padezcas un tantico de enojo; y si alguna adversidad tú has de
haber luego, la pague yo con mi propia sangre. Mas lo que a causa de otro a
mí mandaron que hiciese, por mi desdicha y mala suerte se tornó y cayó en
tu injuria.
Entonces yo, incitado de una familiar curiosidad, deseando saber la
causa encubierta del hecho pasado, comienzo a decir:
-Este látigo, malo y falso, que me diste para que te azotase, antes morirá
y lo haré pedazos que tocar con él en tu blanda y hermosa carne. Pero
ruégote que con verdad me digas y cuentes en qué manera éste tu yerro se
convirtió en mi daño; que por tu vida, que la quiero como la mía, a ninguno
podría creer, ni a ti misma, aunque lo digas, que cosa alguna pensases
contra mí en daño mío; pero los pensamientos sin malicia, si en contrario
cuento sucedieren, no son de culpar ni echarlos a mala parte.
Con el fin de estas razones yo besaba los ojos de mi Fotis, que los tenía
húmedos de lágrimas, medio cerrados y marchitos. Ella, con esta alegría
recreada, díjome:
- Señor, te ruego que esperes; cerraré la puerta de la cámara por que no
haya algún escándalo de las palabras que con nuestro placer hablaremos.
Y diciendo esto, echó la aldaba a la puerta, con su garabatillo bien
afirmado, y tornada a mí, abrazándome con ambas manos, díjome con voz
muy sutil y queda:
-Gran temor y miedo tengo de descubrir los secretos de esta casa y
revelar las cosas ocultas y encubiertas de mi señora; pero confiando en tu
discreción, que demás de la nobleza de tu generoso linaje y de tu alto
ingenio, lleno y consagrado de religión, soy cierta que conoces la santa fe
del silencio, en tal manera, que cualquier cosa que yo sometiere al claustro
de tu religioso pecho, te ruego y suplico siempre la tengas y guardes, y lo
que simple y arrebatadamente te digo, hazlo de remunerar con la tenacidad
de tu silencio:
porque la fuerza del amor que, más que ninguna de cuantas
viven, te tengo, me compele a descubrirte este secreto. Ya sabes todo el
estado de nuestra casa, y también sabrás los secretos maravillosos de mi
señora, por los cuales le obedecen los muertos, las estrellas se turban, los
dioses son apremiados, los elementos le sirven, y en cosa alguna tanto
esfuerza la violencia de ésta su arte como cuando ve a algún mancebo
gentilhombre que le agrada:
lo cual suele acontecer a menudo, que aun
ahora está muerta de amores por un mancebo hermoso y de buena
disposición, contra el cual ejerce y apareja todas sus artes, manos y
artillería. Oíle decir ayer, a vísperas, por estos mismos oídos, amenazando
al Sol, que si presto no se pusiese y diese lugar a que la noche viniese para
ejercer las cautelas de su arte mágica, que lo haría cubrir de una niebla
obscura y que perpetuamente estuviese obscurecido. Este mozo que digo,
viniendo allá anteayer del baño, vio estar sentado en casa de un barbero, y
como vio que lo afeitaban, mandome a mí que secretamente tomase de los
cabellos que le habían cortado y estaban en el suelo caídos; los cuales,
como yo comencé a coger a hurto, el barbero me vio, y como nosotras
somos infamadas de hechicerías, arrebató de mí riñendo y deshonrándome,
diciendo:
«Tú, mala mujer, no cesa cada día de hurtar los cabellos de los
mancebos bien dispuestos que aquí se afeitan; por Dios, si de esta maldad
no te apartas, que sin más tardanza lo digo a los alcaldes y te pongo delante
de ellos.»
Diciendo y haciendo, lanzó la mano en medio de mis pechos con gran
ira, y buscando sacó los cabellos que ya yo tenía allí escondidos. De lo cual
yo fui muy enojada. Y conociendo las costumbres de mi señora, que con
tales resistencias ella se acostumbraba enojar mucho y darme de palos,
acordé irme y no tornar a casa, lo cual no hice por tu causa; pero como yo
me partiese de allí triste, por no tornar las manos vacías, veo estar un
odrero con unas tijeras trasquilando tres odres de cabrón, los cuales, como
los viese estar colgados tersos y muy hinchados, tomé algunos de los pelos
que estaban por el suelo, y como eran rojos semejaban a los cabellos de
aquel beocio gentilhombre de quien mi ama estaba enamorada:
a la cual los
di, disimulando la verdad. Mi señora Panfilia, en el principio de la noche,
antes que tú tornases de cenar, con la pena y ansia que tenía en su corazón,
subió a una azotea de casa que estaba abierta a las partes orientales y a las
otras hacia donde querrían mirar, en la cual ella secretamente mora y
frecuenta, porque es aparejada para sus artes mágicas. Y ante todas cosas,
según su costumbre, aparejó sus instrumentos mortíferos, conviene a saber:
todo linaje de especias odoríferas, láminas de cobre con ciertos caracteres,
que no se pueden leer, clavos y tablas de navíos, que se perdieron en la mar
y fueron llorados. Asimismo tenía allí delante de sí muchos miembros y
pedazos de cuerpos muertos, así como narices, dedos y clavos con carne de
hombres muertos en el patíbulo. También tenía sangre de muertos a hierro,
huesos de cabeza y quijadas sin dientes de bestias fieras. Entonces abrió un
corazón, y vistas las venas y fibras cómo bullían, comenzó a rociarlo con
diversos licores:
ora con agua de fuente, ora con leche de vacas, ora con
miel silvestre. Asimismo añadió mulsa, que es hecha de miel y agua cocida.
De esta manera, aquellos pelos retorcidos y anudados y con muchos olores
perfumados puso en medio de las brasas para quemar. Entonces, con la
gran fuerza y poder de la nigromancia, y por la oculta violencia de los
espíritus apremiados y constreñidos, aquellos cuerpos, cuyos pelos crujían
en el fuego, reciben humano espíritu y sienten y oyen y andan y se van
hacia la parte los que llevaban el oro de su mismo despojo y llegaban a la
puerta de casa, porfiando entrar, como si fuera aquel mancebo beocio. En
esto, tú, engañado con la obscuridad de la noche y con el vino que habías
bebido, armado con tu espada en la mano y con gran osadía, casi perdido el
seso, como aquel Ajaces griego, no matando ovejas como él destrujó y
mató muchas, pero muy más fuerte y esforzadamente mataste tres odres
hinchados. De manera que, vencidos los enemigos sin haber mácula de
sangre, te abrazaré, no como a matahombres, pero como a mataodres.
Siendo yo de esta forma burlado y escarnecido con las graciosas
palabras de Fotis, díjele:
-Pues que así es, paréceme, señora, que yo podré muy bien contar esta
primera gloria de virtud, igualándola al ejemplo de los doce trabajos de
Hércules, que como él mató a Gerión, que era de tres cuerpos, o al
cancerbero del infierno, de tres cabezas, así yo maté otros tantos odres.
Pero por el amor que te tengo y por que sin engaño te remita y perdone
todo el delito en que con tanto trabajo y fatiga de mi corazón me lanzaste,
te ruego que me digas lo que con mucha vehemencia te demando:
y es que
me enseñes a tu señora, cuando hace alguna cosa de esta arte mágica,
cuando se muda en otra forma. Porque yo soy muy deseoso de conocer y
ver por mis ojos alguna cosa de esta nigromancia, como quiera que bien sé
yo cierto que tú no eres ruda y sin parte de esta ciencia, lo cual yo sé y
siento muy bien, porque he sido hombre que menospreciaba amores y
pláticas de mujeres casadas; ahora, con estos tus ojos resplandecientes y tu
rostro purpúreo y tus cabellos de oro y tu boca linda y pechos como el Sol
relumbrantes, veo que me tienes como un ciervo preso y cautivo,
queriéndolo yo, que ni curo de mi mujer e hijos, ni pienso en mi casa, pues
ya a esta noche ninguna cosa prefiero ni antepongo.
Entonces, Fotis, respondió, diciendo:
-¡Cuánto quería yo, señor mío Lucio, enseñarte lo que deseas! Pero mi
señora, por su envidia acostumbrada, siempre se aparta a solas y separada
de la presencia de todos suele hacer los secretos de su magia; pero por tu
amor pondría tu demanda a mi peligro; lo cual yo haré con diligencia,
guardando el tiempo y lugar oportunos, con tal condición que, como te dije
al principio, tú me des la fe de tener silencio a tan gran secreto.
En esta manera hablando y burlándose se incitó la gana de cada uno, y
lanzadas las camisas que teníamos vestidas, tornamos a nuestros placeres,
de los cuales y del velar ya fatigado me vino sueño a los ojos y dormí hasta
que otro día amaneció.
Capítulo IV
Cómo condescendiendo Fotis al deseo y petición de Lucio, le mostró a su
ama Panfilia cuando se untaba para convertirse en búho, y él, queriéndose
untar, por experimentar el arte, fue por yerro de la bujeta del ungüento
convertido en asno.
De esta manera, pasadas algunas noches de placer, un día vino a mí
corriendo Fotis, medrosa y alterada, y díjome que viendo su señora cómo,
con todas las otras artes que hacía, no le aprovechaba para sus amores,
deliberaba aquella noche tornarse en un ave con plumas y así volar a su
amigo deseado; por ende, que yo me aparejase cautamente para ver cosa
tan grande y maravillosa. Así que a la prima de la noche tomome por la
mano, y con pasos muy sutiles, sin ningún ruido, llevome a aquella cámara
alta donde la señora estaba, y mostrome una hendedura de la puerta por
donde viese lo que hacía. Lo cual Panfilia hizo de esta manera:
primeramente ella se desnudó de todas sus vestiduras, y abierta una arquilla
pequeña sacó muchas bujetas, de las cuales, quitada la tapadera de una y
sacado de ella cierto ungüento y fregado bien entre las palmas de las
manos, ella se untó desde las uñas de los pies hasta encima de los cabellos;
y diciendo ciertas palabras entre sí al candil, comienza a sacudir todos sus
miembros, en los cuales, así temblando, comienzan poco a poco a salir
plumas, y luego crecen los cuchillos de las alas; la nariz se endureció y
encorvó; las uñas también se encorvaron, así que se tornó búho:
el cual
comenzó a cantar aquel triste canto que ellos hacen, y por experimentarse
comenzó a alzarse un poco de tierra, y luego un poco más alto, hasta que
con las alas cogió vuelo y salió fuera volando. Pero ella, cuando le
pluguiere, con su arte torna luego en su primera forma. Entonces, cuando
yo vi esto, aunque no estaba encantado y hechizado, pero estaba atónito y
fuera de mí al ver tal hazaña, y parecíame que otra cosa era yo y que no era
Lucio. En esta manera, fuera de seso, como loco, soñaba estando despierto,
y por ver si velaba, fregábame los ojos fuertemente. Finalmente, tornado en
mi seso, visto lo presente cómo había pasado, tomé por la mano a Fotis, y
llegada ante mis ojos, díjele:
-Ruégote, señora, pues que se ofrece ocasión para ello, que me dejes
gozar del fruto de tu singular amor y afición que tú, señora, me tienes.
Úntame con el unto de la bujeta, por mi vida y por estos tus hermosos
pechos, mi dulce señora, prende a este tu siervo perpetuamente, con
beneficio que yo nunca te podré servir. Ya, señora, hazlo ahora, porque yo,
con plumas, como el dios Cupido, pueda estar ante ti como mi diosa Venus.
Ella dijo:
-Así lo dices, amor falso y engañador; ¿quieres que yo misma, de mi
propia gana, me ponga el hacha a mis piernas, que me las corte? Ahora que
te tengo bien curado, ¿que te guarde para las mozas de Tesalia? Veamos:
tú, hecho ave, ¿dónde te iré a buscar? ¿Cuándo te veré?
Entonces yo respondí:
-¡Ah señora! Los dioses aparten de mí tan gran maldad, y como aunque
yo volase por todo el cielo, más alto que un águila, y me hiciese Júpiter su
escudero y mensajero, después de la dignidad y grandeza de mis plumas,
¿no tornaría muchas veces a mi nido? Yo te juro por este dulce trenzado de
tus cabellos, con el cual ligaste mi corazón, que a ninguna de este mundo
quiero más que a mi Fotis. Pero, además de esto, me ocurre una cosa al
pensamiento:
que después que me hayas untado y me tornare ave, yo te
prometo apartarme de todas las casas, y también puedo decir:
¿qué
enamorado tan hermoso y tan alegre es el búho para que las casadas lo
deseen? ¿Antes hay otra cosa peor que estas aves de la noche? Cuando
pasan por alguna casa procuran de cogerlas, y vemos que las clavan a las
puertas para que el mal agüero que con su desventurado volar amenazan a
los moradores lo paguen ellas y se deshaga en su tormento. Pero lo que se
me olvidaba de preguntar:
Después que una vez me tornare ave, ¿qué tengo
de hacer o decir para desnudarme aquellas plumas y tornarme Lucio?
Ella respondió:
-Está de buen ánimo de lo que a esto pertenece, porque mi señora me
mostró todo lo que es menester para que los que toman estas figuras puedan
tornarse a su natural y forma primera. Y esto no pienses que me lo mostró
por quererme bien, sino porque cuando ella tornase le pudiese administrar
medicina saludable. Y mira con cuán poca cosa y cuán liviana se remedia
tan gran cosa:
con un poco de eneldo y hojas de laurel echado en agua de
fuente lavarla y darle a beber un poco.
Estas y otras cosas diciendo, con mucho temor lanzose en la cámara y
sacó una bujeta de la arquilla, la cual yo comencé a besar y abrazar,
rogando que me favoreciese, volando prósperamente; así que prestamente
yo me desnudé, lanzando allá todos mis vestidos, y con mucha ansia puse
la mano en la bujeta y tomé un buen pedazo de aquel ungüento, con el cual
fregué todos los miembros de mi cuerpo. Ya que yo con esfuerzo sacudía
los brazos, pensando tornarme en ave semejante que Panfilia se había
tornado, no me nacieron plumas, ni los cuchillos de las alas, antes los pelos
de mi cuerpo se tornaron sedas y mi piel delgada se tornó cuero duro, y los
dedos de las partes extremas de pies y manos, perdido el número, se
juntaron y tornaron en sendas uñas, y del fin de mi espinazo salió una
grande cola; pues la cara muy grande, el hocico largo, las narices abiertas,
los labios colgando; ya las orejas, alzándoseme con unos ásperos pelos, y
en todo este mal no veo otro solaz sino que a mí, que ya no podía tener
amores con Fotis, me crecía mi natura, así, que estando considerando tanto
mal como tenía, vime, no tornado en ave, sino en asno. Y queriéndome
quejar de lo que Fotis había hecho, ya no podía, porque estaba privado de
gesto y voz de hombre, y lo que solamente pude era que, caídos los labios y
los ojos hundidos, mirando un poco de través a ella, callando, la acusaba y
me quejaba; la cual, como así me vio, abofeteó su cara, y rascándose
lloraba, diciendo:
-Mezquina de mí, que soy muerta; el miedo y prisa que tenía me hizo
errar, y la semejanza de las bujetas me engañó; pero bien está, que
fácilmente tendremos remedio para reformarte como antes. Porque
solamente mascando unas pocas de rosas te desnudarás de asno y luego te
tornarás mi Lucio. Y pluguiera a Dios que, como otras veces yo he hecho,
esta tarde hubiera aparejado guirnaldas de rosas, porque solamente no
estuvieras en esa pena espacio de una noche; pero luego en la mañana te
será dado el remedio prestamente.
En esta manera ella lloraba. Yo, como quiera que estaba hecho perfecto
asno y por Lucio era bestia, sin embargo, todavía retuve el sentido de
hombre. Finalmente, yo estaba en gran pensamiento y deliberación si
mataría a coces y bocados aquella maligna y falsa hembra; pero de este
pensamiento temerario me apartó y revocó otro mejor; porque si matara a
Fotis, por ventura también matara y acabara el remedio de mi salud. Así
que, bajada mi cabeza y murmurando entre mí y disimulada esta temporal
injuria, obedeciendo a mi dura y adversa fortuna, voyme al establo, donde
estaba mi buen caballo que me había traído, donde asimismo hallé otro
asno de mi huésped Milón, que estaba allí en el establo. Entonces yo
pensaba entre mí que, si algún natural instinto o conocimiento tuviesen los
brutos animales, aquel mi caballo tendría alguna compasión o
conocimiento y me hospedaría y daría el mejor lugar del establo. Mas, ¡oh
Júpiter hospedador! ¡Oh divinidad secreta de la fe! Aquel gentil de mi
caballo y el otro asno juntaron las cabezas como que hacían conjuración
para destruirme, temiendo que yo les comiese la cebada:
apenas me vieron
llegar al pesebre cuando, bajadas las orejas, con mucha furia me siguen
echando pernadas, de manera que me hicieron apartar de la cebada, que
poco antes yo había echado con estas manos a mi fiel servidor y criado. En
esta manera, yo maltratado y desterrado, me aparté a un rincón del establo.
Capítulo V
Que trata cómo estando Apuleyo convertido en asno, considerando su
dolor, vinieron súbitamente ladrones a robar la casa de Milón, y cargado
el caballo y asno de las alhajas de la casa, huyeron para su cueva.
En tanto que estaba entre mí, pensando la soberbia de mis compañeros y
el ayuda y remedio de las rosas, que otro día había de haber, tornándome de
nuevo Lucio, pensando la venganza que había de tomar de mi caballo, miré
a una columna sobre la cual se sustentaban las vigas y maderos del establo,
y veo en el medio de la columna una imagen, que estaba metida en un
retablillo, de la diosa Epona, la cual estaba adornada do rosas frescas.
Finalmente:
que, conocido mi saludable remedio, lleno de esperanza
alceme cuanto pude con los pies delanteros y levanteme esforzadamente, y
tendido el pescuezo, alargando los labios con cuanta fuerza yo podía,
procuraba llegar a las rosas. Lo cual yo, con mala dicha procurando, un mi
criado que tenía cuidado del caballo, como me vio, levantose con gran
enojo y dijo:
-¿Hasta cuándo hemos de sufrir esta jaca castrada? Antes, quería comer
la cebada de los otros; ahora, quiere hacer daño y enojo a las imágenes de
los dioses; por cierto que a este bellaco sacrílego yo le quiebre las piernas y
lo amanse.
Y luego, buscando un palo, encontró con un haz de leña que allí estaba,
del cual sacó un leño nudoso y más grueso de cuantos allí había, y comenzó
a sacudirme tantos palos, que no acabó hasta que sonó un gran ruido y
golpes a las puertas de casa, y con temeroso rumor de la vecindad, que
daba voces:
«¡Ladrones, ladrones!» De esto él espantado huyó. Y sin más
tardar, súbitamente abiertas las puertas de casa, entra un montón de
ladrones, los cuales, armados, cercan la casa por todas partes, resistiendo a
los que venían a socorrer de una parte y de otra; porque ellos venían todos
bien armados con sus espadas y armas y con hachas en las manos, que
alumbraban la noche, de manera que el fuego y las armas resplandecían
como rayos del Sol. Entonces llegaron a un almacén que estaba en medio
de la casa, bien cerrado con fuertes candados, lleno de todas las riquezas de
Milón, y con fuertes hachas quebraron las puertas:
el cual abierto, sacaron
todas las riquezas que allí había, y muy prestamente hechos sus líos de todo
ello, repártenlos entre sí. Pero la mucha carga excedía el número de bestias
que lo habían de llevar. Entonces, ellos, puestos en necesidad por la
abundancia de la gran riqueza, sacaron del establo a nosotros los asnos y a
mi caballo y cargáronnos con cuanto mayores cargas pudieron, y dejando la
casa vacía y metida a saco mano, dándonos de varadas, nos llevaron; y para
que les avisase de la pesquisa que se hacía de aquel delito, dejaron allí a
uno de sus compañeros. Y dándonos mucha prisa y varadas, lleváronnos
fuera de camino por esos montes; yo, con el gran peso de tantas cosas como
llevaba y con las cuestas de aquellas sierras y el camino largo, casi no había
diferencia de mí a un muerto. Yendo así, vínome al pensamiento, aunque
tarde, pero de veras, recurrir a la ayuda de la justicia para que, invocando el
nombre del emperador César, me pudiese librar de tanto trabajo.
Finalmente, como ya fuese bien claro el día, pasando que pasábamos una
aldea bien llena de gente, porque había allí feria aquel día, entre aquellos
griegos y gentes que allí andaban quise invocar el nombre de Augusto
César en lenguaje griego, que yo sabía bien, por ser mío de nacimiento. Y
comencé valiente y muy claro a decir:
«ho, ho»; lo otro que restaba del
nombre de César nunca lo pude pronunciar. Los ladrones, cuando esto
oyeron, enojados de mi áspero y duro canto, sacudiéronme tantos palos,
hasta que dejaron el triste de mi cuero tal que aun para hacer cribas no era
bueno. Al fin, Dios me deparó remedio no pensado, y fue éste:
que como
pasábamos por muchos casares y aldehuelas, vi un huerto muy hermoso y
deleitable, en el cual, además de otras muchas hierbas, había allí rosas
incorruptas y frescas con el rocío de la mañana. Yo, como las vi, con gran
deseo y ansia, esperando la salud, alegre y muy gozoso llegueme cerca de
ellas; y ya que movía los labios para comerlas, vínome a la memoria otro
consejo muy más saludable, creyendo que si dejase así de improviso de ser
asno y me tornase hombre, manifiestamente caería en peligro de muerte por
las manos de los ladrones. Porque sospecharían que yo era nigromántico o
que los había de acusar del robo. Entonces, con necesidad, me aparté de las
rosas, y sufriendo mi desdicha presente, en figura de asno roía heno con los
otros.
Cuarto libro
Argumento
Apuleyo, tornado asno, cuenta elocuentemente las fatigas y trabajos que
padeció en su luenga peregrinación, andando en forma de asno y reteniendo
el sentido de hombre:
entromete a su tiempo diversos casos de los ladrones.
Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para ciertas
fiestas que se habían de hacer, y de industria inserta una fábula de Psiches,
la cual está llena de doctrina y deleite.
Capítulo I
En el cual Lucio Apuleyo cuenta por extenso lo que pasaron los ladrones y
bestias desde la ciudad de Hipata, por el camino, hasta llegar a la cueva
de su aposento, y su propio trabajo y acontecimientos.
Andando nuestro camino, sería casi mediodía, que ya el sol ardía,
llegamos a una aldehuela donde hallamos ciertos amigos y familiares de los
ladrones; lo cual yo, aunque era asno, conocí, porque en llegando hablaron
largamente y se abrazaron y besaron como personas que mucho se
conocían, y también porque sacaron algunas cosas de medio de la carga que
yo llevaba y se las dieron, diciéndoles secretamente cómo eran cosas
robadas. Allí nos descargaron de toda nuestra carga y nos echaron en un
prado que estaba allí cerca para que a nuestro buen placer paciésemos; pero
la compañía de pacer con el otro asno y con mi caballo no pudo tenerme
allí, porque yo no era usado de comer heno; mas como yo estaba perdido de
hambre, vi tras de la casa un huertecillo en el cual me lancé. Y como quiera
que de coles crudas, pero abundantemente, yo henchí mi barriga. Andando
en el huerto, yo miraba a todas partes, rogando a los dioses si por ventura
hubiese algún rosal, a lo cual me daba buena confianza la soledad que por
allí había; y estando yo fuera de camino y escondido, en tomando el
remedio que deseaba de tornarme de asno de cuatro pies en hombre,
podríalo hacer sin que nadie me viese. Así que, andando en este
pensamiento, vacilando, veo un poco más lejos un valle con árboles y
sombra, en el cual valle, entre otras hierbas verdes y hermosas,
resplandecían rosas coloradas y muy frescas; ya en mi pensamiento, que
del todo no era de bestia, pensaba que aquel lugar fuese de la diosa Venus y
de sus ninfas, cuyas flores y rosas relucían entre aquellas arboledas y
sombras. Entonces, invocando por mí el alegre y próspero evento, comencé
a correr cuanto pude, que por Dios yo no parecía ser asno, sino caballo
corredor y muy ligero; pero aquel mi osado y buen esfuerzo no pudo huir
de la crueldad de mi fortuna. Ya que llegaba cerca de aquel lugar, veo que
no eran aquellas rosas tiernas y amenas, rociadas de rocío y gotas divinas,
cuales suelen engendrar las fértiles zarzas y espinas, ni tampoco el valle era
todo arboleda, salvo la ribera de un río, que estaba lleno de árboles de una
parte y de otra, los cuales tenían la hoja larga, a manera de laureles, y las
flores, sin olor, que son unas campanillas un poco coloradas, a que llaman
los rústicos o el vulgo rosas de laurel silvestre, cuyo manjar mata a
cualquier animal que lo coma. Con tales desdichas, fatigado ya y
desesperado de mi remedio, quería de mi voluntad propia comer de la
ponzoña de aquellas rosas; pero como con mala gana y alguna tardanza
quisiera llegar a morder de aquellas rosas, un mancebo, que me pareció
debía de ser el hortelano del huerto donde yo había destruido y comido las
coles, como vio haberle hecho tanto daño, arrebató un gran palo, y con
mucho enojo fue hacia mí, y diome tantos palos, que casi me pusiera en
peligro de muerte si yo discretamente no buscara algún remedio; el cual fue
que alcé mis ancas y los pies en alto y sacudile muy bien de coces; de
manera que él, bien castigado y caído en ese suelo, yo eché a huir hacia una
sierra alta que estaba allí junto; mas luego una mujer que parece debía de
ser mujer del hortelano, como lo vio de un altozano, que estaba tendido en
tierra y medio muerto, vino corriendo a él, dando gritos, porque habiendo
los otros mancilla de ella, diesen a mí mala muerte; los labradores y
villanos de alrededor, alborotados con los gritos y lloros de la mujer,
comienzan a llamar y acumular los perros contra mí, para que, como
rabiosos, me vengan a despedazar. Entonces, como yo me vi sin ninguna
duda cerca de la muerte, y los perros que venían contra mí, valientes y
muchos, y tan grandes que eran para pelear con osos y leones, del mismo
peligro me vino el consejo:
dejé de huir a la sierra y torneme para casa
corriendo cuanto más podía, y lanceme en el establo de donde había salido.
Ellos, de que vieron pacificados los perros, tomáronme con un cabestro
bien recio y atáronme a una argolla, dándome otra vez tantos palos, que
cierto me mataran, si no fuera que con el dolor de los palos, como tenía la
barriga tersa y llena de coles crudas, vínome flujo y solté un chisquete, que
unos, rociados de aquel extremo licor, y otros, del gran hedor que les dio,
se apartaron de mis abiertas espaldas. No tardó mucho, que ya pasaba del
mediodía que el Sol se inclinaba, cuando los ladrones sacaron a mí y a los
otros del establo y cargáronnos de nuestras cargas, aunque la echaron a mí
más pesada. Ya que habíamos andado buena parte del camino, yo iba muy
desfallecido con el largo camino y cansado con el peso de la gran carga, y
fatigado con los golpes de las varadas que me daban, y también iba cojo y
titubeando, porque llevaba los pies y manos desportillados.
Llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, pareciome haber
hallado, con mi buena dicha, sutil ocasión para lo que pensaba:
lo cual era
derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy cierto y obstinado de no
levantarme para pasar el agua con ningunos palos que me diesen; y aun
aparejado no solamente a sufrir palos, pero aunque me diesen con una
espada, antes morir que levantarme; porque yo pensaba que ya como cosa
débil y casi muerto era merecedor de ser ahorrado; y también creía cierto
que los ladrones, así por no sufrir tardanza como por huir con mucha prisa,
quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros dos mis
compañeros, y por vengarse mejor de mí, que me dejarían allí para que me
comiesen los lobos y buitres.
Pero mi desdichada suerte pervertió tan bello consejo, porque el otro
asno, adivinado y tomado mi pensamiento, mintiendo que iba cansado,
cayó con su carga en tierra. Y caído así de manera de muerto, ni con que le
daban de palos, ni con aguijones, ni por alzarle por la cola, ni por las orejas,
ni aunque le alzaban las piernas de una parte a otra, nunca probó a
levantarse; hasta que, finalmente, los ladrones, fatigados con la postrimera
esperanza, habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo
a un asno muerto y más en verdad se podría decir de piedra, y no detuviese
su huida, quitáronse la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él
con sus espadas cortáronle las piernas y apartáronle un poco del camino, y
medio vivo lanzáronlo de una altura abajo en un valle muy hondo.
Entonces, yo, pensando entre mí la desdicha del triste de mi compañero,
acordé, apartados de mí todos fraudes y engaños, como buen asno
provechoso servir a mis señores. Cuanto más que, según lo que yo les oía
estar hablando, cerca de allí estaba su casa, donde habíamos de descargar y
reposar del fin de nuestro camino, porque allí era su morada. Finalmente,
pasada una cuestecilla no muy áspera, llegamos al lugar adonde íbamos. En
llegando, luego nos descargaron y metieron con muy mucha diligencia;
metieron lo que traíamos dentro de casa; yo, aliviado del peso de la carga,
por refrescarme del cansancio del largo camino, en lugar de baño, comencé
a revolcarme por el polvo.
Capítulo II
En el cual Lucio Apuleyo describe elegantemente aquella deleitosa
montaña donde los ladrones tenían su cueva; donde, llegados, puestas a
recaudo las riquezas que llevaban, y refrescados del trabajo, se sentaron a
comer, y venida otra compañía de ladrones de la compañía, cuentan cómo
perdieron dos capitanes suyos en la ciudad de Beocia.
Paréceme que, en este lugar, el tiempo y la misma cosa demanda que
recuente el sitio y forma de aquella estancia y cueva donde los ladrones
moraban, porque en ella yo experimentaré mi ingenio y haré que vosotros
sintáis si por ventura, en mi descreción y seso, yo era ajeno como parecía.
Era allí una montaña bien alta y muy horrible y umbrosa de muchos árboles
silvestres; de esta montaña descendían ciertos cerros llenos de muy ásperos
riscos y peñas, que no había persona que pudiese llegar a ellos, los cuales la
ceñían; abajo había muchas y hondas lagunas en aquellos valles, llenas de
espinas y zarzas que, naturalmente, fortalecían aquel lugar; de encima del
monte descendía una fuente de agua muy hermosa y clara, que parecía
color de plata, y corría por tantas partes, que henchía los valles que abajo
estaban, a manera de un mar o de un gran río o lago que está quedo. Estaba
una gran torre a la puerta de la cueva, donde llegaban las puntas de los
cerros, con un muro fuerte que era aparejado para encerrar ovejas, altas las
paredes de una parte y de otra. Entre ellas iba un pequeño camino hasta la
puerta de la cueva. La cual estancia, según que yo bien conocí, no puede
ser otra cosa sino cueva de ladrones; cerca de ella ninguna otra habitación
había, salvo una chozuela hecha de carrizos, donde los ladrones, por
suertes, según que después yo supe, velaban a noches por atalaya. Así, que
descargáronnos ante la puerta, y ellos cargados de lo que nosotros traíamos
lanzáronse en la cueva, y a nosotros atáronnos con los cabestros, bien
recios, a la puerta; luego comenzaron a reñir con una vejezuela corcova de
vieja, la cual sólo tenía cargo de la guarda y salud de tantos mancebos, y
dícenle:
-¡Oh sepulcro de la muerte, deshonra de la vida, enojo del infierno! ¿Así
nos has de burlar estándote sentada, no haciendo nada, que no nos tengas
aparejado algún solaz y refección por tantos y tan grandes peligros y
trabajos como hemos pasado? Que tú, días y noches, no entiendes en otra
cosa que lanzar vino en ese tu vientre sediento, que nunca se harta.
La vieja, con su voz medrosa y temblando, respondió a éste diciendo:
-¡Oh señores, valientes mancebos y mis defensores fidelísimos!, todo
está presto y aparejado abundantemente:
yo tengo guisado de comer muy
sabroso, muy mucho pan y mucho vino puesto en sus copas, y jarros
limpios y bien fregados, y también tengo agua cocida, como es costumbre,
para que en tumulto y juntos os lavéis.
En acabando la vieja de decir esto, ellos se desnudaron luego, y
desnudos y lavados con agua caliente, después de recreados al fuego,
untáronse con aceite. Y puestas las mesas con sus manjares, sentáronse a
comer.
Luego, en aquel tiempo que se sentaron a la mesa, he aquí que vienen
otros mancebos más que los que estaban; los cuales, en viéndolos,
quienquiera viera que eran ladrones como los otros. Porque éstos también
traían muchos vasos y monedas de oro y plata, vestiduras y ropas de seda y
brocado. Así que, por el semejante, lavados y refrescados, sentáronse a
comer con sus compañeros, y cada uno de todos ellos, por su suerte,
levantábanse a servir a los otros; ellos comían y bebían sin orden los
manjares a montones, el pan a canastos, el beber sin cuenta ni razón; burlan
unos con otros a voces, cantan con gran ruido, juegan entre sí,
motejándose, y todas las otras cosas semejantes al convite de los medios
fieros lapitas, tebanos y centauros. Entonces un mancebo de aquéllos, que
parecía más valiente que los otros, dijo:
-Nosotros combatimos esforzadamente la casa de Milón de Hipata y
demás de la presa y grandes riquezas que por nuestro esfuerzo ganamos;
tornamos a nuestra casa todos sin que uno faltase. Y aun, si hace a
propósito, digo que venimos con ocho pies más acrecentados. Pero
vosotros, que habéis andado por las ciudades de Beocia, ¿dónde perdisteis
vuestro muy esforzado capitán Lamaco y habéis disminuido el número de
vuestra flaca y débil compañía? Cierto yo quisiera más su salud y remedio
que todo cuanto trajisteis en estos líos y fardeles; pero en cualquier manera
que su virtud haya perecido, la memoria y fama de tan gran varón podrá ser
celebrada entre los reyes ínclitos y grandes capitanes de batallas. Que
hablando verdad, vosotros sois ladrones hombres de bien, medrosillos y
para hurtos pequeños y de esclavos, andando por los baños y casillas de
viejas escudriñando sus rinconcillos.
A esto comenzó a hablar uno de aquellos que estaba al cabo de todos, y
dijo:
-¡Como tú solo ignoras que las casas mayores son más fáciles de robar
que las otras, porque, como quiera que en las casas grandes hay muchos
servidores, cada uno cura más de su salud que de la hacienda de su señor!
Pero los hombres de bien, solitarios y modestos, sus bienes, pocos o
muchos, disimuladamente los encubren y reciamente los defienden, y con
peligro de su sangre y vida los fortalecen. El mismo negocio que ahora
pasó os hará creer lo que digo. Casi como llegamos a Tebas, ciudad de
Beocia, que es principal para el trato de esta nuestra arte, andando con
diligencia buscando lo que habíamos de robar entre los populares, no se nos
pudo esconder Criseros, un cambiador muy rico y señor de gran dinero, el
cual, por miedo de los tributos y pechos de la ciudad, con grandes artes
disimulaba y encubría gran riqueza. Finalmente, que él, solo y solitario en
una pequeña casa, aunque bien fortalecida, contento, sucio y mal vestido,
dormía sobre los zurrones de oro; así, que todos de un voto acordamos que
el primer ímpetu y combate fuese en esta casa, porque, todos a una,
comenzada la batalla, sin dificultad pudiésemos apañar los dineros de aquel
cambiador rico. Lo cual, puesto en obra, al principio de la noche fuimos a
las puertas de su casa, las cuales ni pudimos alzar ni mover ni quebrar,
porque, como eran fuertes, el ruido de ellas despertó toda la vecindad en
daño nuestro. Entonces aquel esforzado nuestro capitán y alférez Lamaco,
con la fianza de su gran esfuerzo y valentía, metió la mano poco a poco por
aquel agujero que se mete la llave para abrir la puerta, y probaba a arrancar
el pestillo o cerradura. Pero aquel Criseros malvado y maligno, más que
hombre del mundo estaba velando, y sintiendo lo que pasaba, vínose hacia
la puerta muy pasico, que casi no resollaba, y traía en su mano un gran
clavo y martillo, con el cual súbitamente, con gran golpe e ímpetu, enclavó
la mano de nuestro capitán en la tabla de la puerta; y dejado allí cruelmente
clavado, como quien lo deja en la horca, subiose encima de una azotea de
su casilla, y de allí, con grandes voces, llamaba a los vecinos, rogándoles
por sus propios nombres y llamándolos que socorriesen a la salud de todos,
porque su casa ardía a vivas llamas. Cuando los vecinos oyeron esto, cada
uno, espantado del peligro que les podía venir a su casa por la vecindad de
la del cambiador, venían corriendo a socorrerle. Entonces nosotros, puestos
en uno de dos peligros, o de matar a nuestro compañero o desampararlo,
acordamos un remedio terrible, queriéndolo él, y fue éste:
que cortamos el
brazo a nuestro capitán por la coyuntura donde se junta con el hombro, y
dejado allí el brazo, atada la herida con muchos paños, porque las gotas de
sangre no hiciesen rastro por donde nos sacasen, arrebatamos a Lamaco y
llevámoslo como pudimos; y como íbamos huyendo, espantados de aquel
tumulto, y nos era forzado huir del instante peligro, él ni nos podía seguir
ni podía quedar seguro. Y como era valiente, animoso, esforzado,
rogábanos muchas veces cuanto él podía, por la diestra del dios Marte y por
la fe del juramento que entre nosotros había, que librásemos a un buen
compañero del tormento que recibía y de ser cautivo y preso. Diciendo
asimismo que cómo había de vivir un hombre esforzado teniendo el brazo
cortado, con el cual solía robar y degollar; que él se tenía por
bienaventurado si muriese a manos de sus compañeros. Así que, después
que él vio que a ninguno de nosotros podía persuadir que de nuestra gana lo
matásemos, tomó con la otra mano un puñal que traía, besándole muchas
veces, dio un gran golpe que se lanzó el puñal por los pechos. Entonces
nosotros, alabando el esfuerzo de tan gran varón, tomamos su cuerpo, y
envuelto en una sábana echámosle dentro en la mar para que lo escondiese,
y así quedó allí nuestro capitán Lamaco cubierto de aquel elemento, el cual
hizo fin conforme a sus virtudes. Además de esto, el otro nuestro
compañero Alcimo, que tenía muy buenos y muy astutos comienzos en lo
que había de hacer, no pudo huir la sentencia de la cruel Fortuna:
el cual,
después de quebradas las puertas de casa de una vejezuela que estaba
durmiendo, subió a la cámara donde dormía y pudiera muy bien ahogarla si
quisiera; pero quiso primero lanzar por una ventana a la calle todas las
cosas que tenía, para que nosotros las recogiésemos por parte de fuera; ya
que tenía echadas muy bien a su placer todas aquellas cosas, no quiso
perdonar la cama en que la vieja dormía, así que revolviola en su camilla y
tomole la manta de encima para echarla por la ventana. La mala de la vieja,
cuando esto vio, hincose de rodillas ante él, diciendo:
-¡Oh hijo mío!, ruégote que me digas por qué estas cosas pobrecillas y
rotas de una vieja mezquina das a los vecinos ricos sobre cuyas casas cae
esta ventana.
Alcimo, oyendo esto, fue engañado, creyendo que la vieja decía verdad,
y temiendo que las cosas que primero había lanzado, y las que después
echase, ya que estaba avisado, por ventura no las hubiese echado a sus
compañeros, sino a otras casas ajenas, asomose a la ventana, colgándose
para ver muy bien todas las cosas, especialmente de la casa que estaba
junta, donde dijo la vieja que habían caído las cosas que había echado.
Cuando la vieja lo vio, el cuerpo medio salido de la ventana, y que estaba
atónito mirando a una parte y a otra, aunque ella tenía poca fuerza,
súbitamente lo empujó, que dio con él de allí abajo. El cual, demás de caer
de la ventana, que era bien alta, dio en una piedra grande que allí estaba,
donde se quebró y abrió todas las costillas, de manera que salieron de él
ríos de sangre. Y desde que nos hubo contado todo lo que le había
acontecido, no pudiendo sufrir tanto tormento, hizo fin de su vida, al cual
dimos sepultura en la mar, como la otra, dando compañero a Lamaco.
Capítulo III
En el cual uno de aquellos ladrones, prosiguiendo en sus cuentos, relata
que pasados de Beocia a la provincia de Tebas, en un lugar llamado
Plateas, robaron un varón llamado Democares, con una graciosa
industria, vistiéndose el uno de los compañeros de un cuero de una loba.
Entonces, con la pérdida de estos dos compañeros, nosotros, tristes y
con pena, parecionos que debíamos dejar de más entender en las cosas de
aquella provincia de Tebas, y acordamos venirnos a una ciudad que estaba
cerca de allí, que ha nombre Plateas, en la cual hallamos gran fama de un
hombre que moraba allí, llamado Democares, el cual celebraba grandes
fiestas al pueblo, porque él era principal de la ciudad, hombre muy rico y
liberal; hacía estos placeres y fiestas al pueblo por mostrar la magnificencia
de sus riquezas. ¡Quién podría ahora explicar y tener idóneas palabras para
decir tanta facundia de ingenio, tantas maneras de aparatos como tenía! Los
unos eran jugadores de esgrima afamados de sus manos; otros, cazadores
muy ligeros para correr; en otra parte había hombres condenados a muerte,
que los engordaba para que los comiesen las bestias bravas. Había
asimismo torres hechas de madera, a la manera de unas casas movedizas,
que se traen de una parte a otra, las cuales eran muy bien pintadas, para
acogerse a ellas cuando corrían toros u otras bestias en el teatro. Además de
esto, ¡cuántas maneras de bestias había allí y cuán fieras y valientes! Tanto
era su estudio de hacer magníficamente aquellos juegos, que buscaban
hombres de linaje que fuesen condenados a muerte, para que ellos peleasen
con las bestias. Pero sobre todo el aparato que buscaba para estas fiestas
principalmente, y con cuanta fuerza de dineros podía, procuraba tener
número de grandísimas osas, las cuales, además de las que él hacía cazar y
además de las que a poder de dineros compraba, y otras que sus amigos le
presentaban, las tenía en casa bien guardadas y a cebo, para que engordasen
y se hiciesen grandes. Mas este tan claro y magnífico aparejo de placer y
fiesta popular no pudo huir los ojos mortales de la envidia. Porque con la
fatiga de estar mucho tiempo presas, y con el gran calor del verano, y
también por estar flojas y perezosas, por no andar ni correr, dio tan gran
pestilencia en ellas, que casi ninguna quedó; estaban por esas plazas
muchas de ellas muertas, con tanto estrago, que parecía haber habido
naufragio de bestias. Aquellos pobres del pueblo, a los cuales la pobreza y
necesidad constriñe a buscar algo para henchir el vientre, sin escoger
manjares, andaban tomando de la carne de aquellos animales que por allí
estaban para hartarse. Cuando yo y este nuestro compañero Bardulo vimos
aquello, inventamos del mismo negocio un muy sutil consejo; estaba allí
una osa muerta, mayor que todas las otras, la cual, diciendo que la
queríamos para comer, llevamos a nuestra estancia. Y allí la desollamos
muy bien, guardando de no tocarle en las uñas, y dejándole la cabeza desde
la cerviz arriba, tomamos el cuero muy bien raído de la carnaza, y con
ceniza polvoreado por encima, y pusímoslo a secar al sol. En tanto que el
cuero se secaba al sol y se purgaba de aquella humedad, nosotros nos
dimos de buen tiempo con la carne e hicimos todos juramento, para el
negocio presente, de esta manera:
que uno de nosotros, el más valiente, no
de cuerpo, mas de esfuerzo y de su propia voluntad, se metiese dentro de
aquella piel y se hiciese oso, el cual llevaríamos a casa de Democares, para
que de noche, cuando todos durmiesen, nos abriese las puertas de casa. No
pocos de nuestra esforzada compañía se ofrecían a hacerlo, entre los cuales
Trasileón fue escogido por voto de todos y se puso al tablero del juego
dudoso. El cual se metió en el cuero y comenzó a tratarlo y ablandarlo para
ejercitarse en lo que había de hacer. Entonces nosotros rehenchimos
algunas partes del cuero con tacos y lana, para igualarlo todo, y la junta del
cuero, aunque era bien sutil, cosímosla, y con los pelos de una parte y de
otra cubrímoslo muy bien.
Hicimos a Trasileón que juntase su cabeza con la de la osa, cerca del
pescuezo, y por las narices y ojos de la osa abrimos ciertos agujeros por
donde pudiese mirar y resollar. Así, que nuestro valiente compañero, hecho
bestia, lanzámoslo en una jaula que compramos por poco precio, en la cual
él entró con gran esfuerzo y muy presto. De esta manera comenzado
nuestro negocio, lo que restaba para el engaño, proseguimos en este modo:
Supimos cómo este Democares tenía un grande amigo en Tracia, que se
llamaba Nicanor, del cual fingimos cartas que le escribía, diciendo que por
honrar sus fiestas le enviaba aquel presente, que era la primera bestia que
había cazado. Así, que siendo ya prima noche, aprovechándonos de la
ayuda de ella, presentamos la jaula, con Trasileón dentro, a Democares, y
dímosle aquellas cartas falsas. El cual, maravillándose de la grandeza de la
bestia y muy alegre de la liberalidad de su amigo, mandó luego darnos diez
ducados de oro, por ser los que le habíamos traído tanto placer y gozo.
Entonces, como suele acaecer que las cosas nuevas atraen los corazones de
los hombres a querer ver lo que súbitamente acontece, muchos venían a ver
aquella bestia, maravillándose de su grandeza. Pero Trasileón, con astucia y
discreción, desmentíales la vista con su fiero ímpetu, saltando a una parte y
a otra. Todos a una voz decían que Democares era dichoso, que después de
habérsele muerto tantos animales y bestias como tenía, había resistido y
contradicho a la Fortuna, pues que de nuevo tal joya le era venida. Así que
Democares mandó llevar la osa al pasto donde las otras andaban. Entonces
yo le dije:
-Mira, señor, lo que haces, porque esta bestia viene fatigada de la calor
del Sol y del largo camino; paréceme que por ahora no se debía echar con
las otras fieras, mayormente que, según he oído decir, están enfermas y
amorbadas; antes la deberías mandar poner en algún lugar ancho y que
corra grande aire por de dentro, en esta tu casa, y aun, si pudiese ser que
estuviese cerca de alguna alberca o laguna de agua fresca. ¿Cómo, señor,
no sabes tú que la natura de estas bestias es buscar y andar siempre en
montañas espesas y valles húmedos, en collados fríos y fuentes claras y
deleitosas?
Con estas palabras, Democares, habiendo miedo que no se le muriese
aquélla como las otras muchas que se le habían muerto, fácilmente
consintió a nuestras persuasiones, y mandó que pusiésemos la jaula o caja
donde a nosotros pareciese. Además de esto, yo dije que si él mandaba, que
estábamos prestos a velar allí algunas noches cerca de la jaula, para dar de
comer a la bestia cuando menester fuese, por que prestamente se le quitase
la fatiga del sol y cansancio del camino. A esto respondió Democares:
-No es menester que os pongáis en este trabajo, porque todos los de mi
casa, por la luenga costumbre, están bien ejercitados para saber curar en
estas bestias.
Dicho esto, tomamos licencia y fuímonos. Saliendo por la puerta de la
ciudad vimos estar un enterramiento, apartado y escondido del camino:
allí
abrimos algunos de aquellos sepulcros medio abiertos, donde moraban
aquellos muertos, hechos ceniza y comidos de carcoma, para esconder allí
lo que robásemos. Después, al principio de la noche, según es costumbre de
ladrones, al primer sueño, cuando más gravemente carga los cuerpos
humanos, con toda nuestra gente armada fuimos a ponernos ante las puertas
de Democares para robarlo, como cuando vamos citados a juicio. No
menos fue perezoso Trasileón, que, como vio la oportunidad de la noche,
saltó fuera de la jaula y luego degolló con su espada a los que lo guardaban
y dormían cerca de él, y también al portero. Después abrionos las puertas, y
como nosotros prestamente nos lanzamos en casa, mostronos un almacén
donde antes de la noche sagazmente él vio meter y encerrar mucha plata:
al
cual, quebradas las puertas por fuerza, mandó a cada uno de los
compañeros que entrasen y cargasen cuanto pudiesen llevar de aquel oro y
plata, y prestamente lo llevasen a esconder en las casas de aquellos fieles
muertos. Y que luego, corriendo, tornasen por más, y que para lo demás, yo
quedaría allí al umbral de las puertas, a resistir si alguno viniese, y para
espiar solícitamente hasta que tornasen. Además de esto, la osa andaba por
casa aparejada para matar a los que despertasen, porque, en la verdad,
¿quién podría ser tan fuerte y esforzado que viendo una forma de bestia tan
fiera, y mayormente de noche, que, vista, no se pusiese a huir, y
aceleradamente, o que no echase la aldaba a la puerta de su cámara y se
encerrase de miedo? Estas cosas así prósperamente dispuestas, sucedió en
ellas fin desdichado, porque en tanto que yo estaba esperando a mis
compañeros que tornasen, un esclavillo de casa, que parece Dios le
despertó, como vio la osa que libremente discurría por toda la casa, vase
muy pasico y callando de cámara en cámara, llamando a unos y a otros,
diciéndoles lo que había visto. No tardó mucho cuando salen todos de una
parte y de otra, que hinchen toda la casa, unos con candiles, otros con teas,
otros con mechones de sebo y otros instrumentos de lumbre para de noche
que alumbraban toda la casa, y nadie de los que salieron venía sin armas:
unos con lanzas y dardos, otros, las espadas sacadas, se ponían a guardar
las puertas y postigos de casa. Además de esto, llamaban los perros de
monte, grandes y bravos como leones, exhortándolos para tomar la osa.
Cuando yo esto vi, y que crecía el ruido y tumulto, aparteme de casa,
retrayéndome un poco, y púseme tras de la puerta, de donde veía a
Trasileón pelear y resistir maravillosamente a los perros; el cual como
quiera que estaba en el último término de su vida, no se le olvidaba su
esfuerzo y virtud, ni la fe de nuestra compañía, antes, con cuanto ímpetu
podía, resistía a la muerte y a la boca del cancerbero infernal; así que,
reteniendo con la vida la figura de la osa, que había tomado, ora huyendo,
ora resistiendo, con actos varios y movimientos de su cuerpo, finalmente se
escapó huyendo, por la puerta de fuera, y aunque ya estaba en la calle
pública, donde hay libertad para poder escapar huyendo, no lo pudo hacer,
porque otros muchos perros de esas callejas cercanas, asaz bravos y fieros,
se mezclaron con aquellos monteros de casa, que seguían a la osa, y hechos
una compañía, yo vi una negra, amarga y miserable vista. Nuestro
Trasileón estaba ceñido y cercado de estos perros, de una parte y de otra,
que le mordían y despedazaban muy cruelmente. Entonces yo, no pudiendo
sufrir tanto dolor, lanceme en medio de la gente, y, en lo que podía,
ayudaba secretamente a nuestro buen compañero, persuadiendo a los
principales de esta caza, en esta manera:
-¡Oh qué gran mal! ¡Oh qué extremo daño y pérdida! ¿Por qué
queremos perder ahora una tan preciada y hermosa bestia?
Pero todas estas cautelas no aprovecharon al desdichado mancebo,
porque, diciendo esto, salió de casa un hombre alto de cuerpo y valiente, el
cual arrojó una lanza a la osa, que se la metió por medio de las entrañas, y
tras de él, otro hizo lo mismo, y otros muchos, ya perdido el miedo, con sus
espadas, de una parte y de otra, arremetieron a la osa, dándole hasta que la
mataron.
En todo esto, Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía, dio el ánima
digna de inmortalidad, con tanta paciencia y esfuerzo, que ni en voces ni en
gemidos descubrió la fe del juramento que había hecho; mas, ya
despedazado de las bocas de los perros y atravesado de las lanzas y
espadas, sufriéndose de no dar voces con un manso bramido, como de
alguna bestia muy fiera, tomando la muerte con ánimo muy generoso,
reservó para sí gloria y dio su vida a los hados.
Tanto miedo y espanto tenían todos de aquella osa, que hasta otro día
bien tarde ninguno fue osado de tocarle solamente con el dedo, aunque
estaba muerta tendida, hasta que uno de éstos que andaba a desollar bestias,
con miedo y poco a poco se llegó, y así un poco esforzado a abrir la barriga
de la osa, de donde sacó aquel magnífico ladrón. En esta manera fue
muerto Trasileón, como quiera que no pereció su gloria. Entonces nosotros
cogimos nuestros líos, que tenían guardados aquellos fieles muertos, y,
cuan presto pudimos, salimos de los términos de aquella ciudad de Plateas.
Una cosa veníamos siempre platicando entre nosotros:
que ninguna fe se
puede hallar entre los vivos, porque enojada y malquista de nuestra maldad,
se es ida a vivir y está con los muertos. Finalmente, que de esta manera
fatigados, con la carga y camino áspero, con tres de nuestros compañeros,
vinimos cargados de esta presa que veis.
Acabada la habla, toman sus tazas doradas llenas de vino puro, y
sacrifican, gustando un poco, en memoria de los tres compañeros muertos,
y después de haber cantado ciertas canciones a dios Marte, reposaron un
rato.
Capítulo IV
Cómo, saliendo los ladrones a robar, volvieron súbitamente trayendo una
doncella robada a sus padres; la cual llora con mucha ansia la ausencia
de un su esposo, con quien estaban muy suntuosamente aparejadas las
bodas.
Aquella buena vieja proveyó muy bien a nosotros de cebada abundante
y sin ninguna medida; tanto, que mi rocín, como vio tanta abundancia y
hartura para sí solo, creía que hacía carnestolendas. Y como quiera que
otras veces hubiese comido cebada tarazándola con pena, por ser para mí
manjar dañoso y desabrido, sin embargo, entonces miré a un rincón donde
habían puesto los pedazos de pan que habían sobrado de aquellos ladrones
y comencé a ejercitar mis quijadas, que tenían telarañas de luenga hambre;
venida la noche, que ya todos dormían, los ladrones despertaron con gran
ímpetu y comenzaron a mudar su real, armados con sus espadas y lanzas,
que parecían diablos, y botaron por la puerta fuera muy aprisa. Pero ni todo
esto ni aun el sueño que bien me era menester pudo impedir el tragar y el
comer que yo hacía; y como quiera, que, cuando era Lucio, con uno o dos
panes me hartaba y levantaba de la mesa, mas entonces, contentando a un
vientre de asno tan ancho y profundo, ya entraba rumiando por el tercer
canastillo de pan, cuando estando atónito en esta obra me tomó el día claro;
entonces yo, como asno empachado de vergüenza, salí de casa, aunque con
pena, y harteme de agua en un arroyuelo que allí estaba. No tardó casi
nada, cuando tornaron los ladrones muy solícitos y con gran baraúnda,
como quiera que no traían cosa alguna, ni solamente la vil vestidura; pero
con sus espadas en las manos y con toda su hueste traían cercada una
doncella muy linda, la cual, según su gesto y hábito mostraba, debía de ser
alguna hijadalgo de aquella tierra. Cierto, ella era tal, que yo, aunque asno,
la deseaba; la mezquinilla venía llorando y también mesando sus cabellos,
rasgando las tocas; después que la metieron en su cueva, comenzáronla a
amansar su pena, diciéndole de esta manera:
-Tú, pues, está segura de la vida y honra, da un poco de paciencia por
nuestra ganancia, que la necesidad y pobreza nos hace seguir este trato; tu
padre y madre, aunque sean avaros, pero de tanta abundancia de riquezas
como tienen, sin dilación aparejarán de redimir a su hija.
Con estas burlas y otras parlas que le decían, no se le quitaba su dolor,
antes, metida la cabeza entre las piernas, lloraba sin remedio. Los ladrones
llamaron allá dentro la vieja y mandáronle que se sentase cerca de ella y la
consolase con las más dulces y blandas palabras que pudiese; en tanto, ellos
se partieron a hacer su oficio. Con todo lo que la vieja le pudo predicar y
decir, nunca pudo acabar con la doncella que dejase de llorar como lo había
comenzado. Antes, más reciamente daba gritos, sollozos y grandes suspiros
que le arrancaban las entrañas y a mí me hacían llorar. Decía de esta
manera:
-¡Ay, mezquina de mí! ¿Cómo podré yo vivir y dejar de llorar viéndome
privada de mi casa y de mi familia, de mis amados criados, desconsolada
de tan honrados padres y madre como tengo? ¿Verme ahora que soy
cautiva y sin ventura hecha esclava, encerrada en esta cárcel de piedra para
servir y ser apartada de tantas riquezas y deleites en que fui criada? ¿Verme
asimismo en esta carnicería sin esperanza de mi vida, entre tantos y tales
ladrones, compañía de mala y abominable gente?
Llorando de esta manera, con el dolor del corazón y pena de las quijadas
y cansancio del cuerpo fatigada, cerráronse los ojos y comenzó a dormir.
Ya que había dormido un poco, aunque no mucho, despertó con un
sobresalto, como mujer sin seso, y comenzó de nuevo a afligirse, llorando y
dándose de puñadas en los pechos y bofetadas en aquel hermoso rostro. La
vieja preguntábale con mucha instancia la causa por que de nuevo tornaba a
llorar. La doncella, suspirando con gran pena, dijo:
-¡Ay, ay, triste de mí! Ahora soy cierta y muy certificada que soy
muerta; ahora he perdido toda la esperanza de mi salud:
cierto, o me tengo
de ahorcar, o matar con un puñal, o despeñarme de alguna altura.
Entonces la vieja, con alguna ira, mostrando la cara enojada, mandole
que le dijese que por qué en mal hora lloraba, qué quería decir que después
de haber reposado tornase con mayor ímpetu a refrescar los llantos y lloros
ya pasados, diciendo:
-No te maravilles, pues que quieres defraudar a mis hijos con la
ganancia de tu rescate, que si porfías en ello, yo haré que, no curando de
tus lágrimas, las cuales ellos suelen tener en poco, que viva seas quemada.
Espantada con estas palabras, la doncella, besando la mano a la vieja,
dijo:
-Perdóname, señora madre, y por tu humanidad socorre y duélete de mi
desdicha grande:
que no puedo yo creer que en tan honrada vejez y largos
años se haya perdido del todo la compasión y misericordia; espera ahora y
oirás la causa de mi triste pena. Pocos días ha que yo fui desposada con un
mancebo muy hermoso, rico y principal entre los suyos, al cual todos los de
la ciudad deseaban por hijo; era primo mío y tres años mayor que yo;
habíamonos criado ambos juntamente, desde niños, en una casa y en una
mesa y en una cama; el cual me tenía tanto amor, y yo a él, como si
fuéramos hermanos; así que, estando para velarnos, de todo consentimiento
de nuestros padres, habiéndose llamado mi marido en la carta de arras y
dote que me había hecho y yendo acompañado de mis hermanos y
parientes, sacrificando sacrificios en los templos y casas públicas; estando
la casa adornada de laureles y relumbrando con hachas ardiendo y cantando
cantares de bodas; teniendo la desventurada de mi madre en su falda
ataviándome para semejante fiesta, besándome suavemente y rogando a
Dios que me diese hijos, he aquí do entra súbitamente una batalla de
rufianes, con gran ímpetu, las espadas desnudas y relumbrando, los cuales
no curaron de robar cosa alguna ni matar a nadie, sino todos juntos, hechos
una cuña, se lanzaron en la cámara donde estábamos, y sin que ninguno de
los familiares de casa los resistiese ni osase tantico contradecirles,
arrebataron a mí, mezquina, que del miedo y pavor que hube estaba
amortecida en las faldas de mi madre. En esta manera se estorbaron mis
bodas, como las de Atides y Protesilao. Pero ahora, señora madre, otra cosa
muy más cruel se me ha refrescado, que crece más mi desventura y
desdicha, y es que soñaba que por fuerza y contra mi voluntad me sacaban
de mi casa, de dentro de mi cámara y de mi cama, y que iba por unos
desiertos y soledades, fuera de camino, llamando al desdichado de mi
esposo. El cual, como estaba ataviado y vestido con ropas de bodas, iba tras
de mí, que me habían apartado de sus brazos, y yo iba huyendo en pies
ajenos, y como él iba dando voces, quejándose que le habían robado a su
hermosa mujer, pedía socorro a todos. En esto, uno de los ladrones que me
llevaban, enojado de sus voces e importuno seguimiento, arrebató una
piedra delante de los pies e hirió al mezquino mancebo de mi esposo, de
que luego murió, y con este sueño tan horrible y mortal, espantada,
desperté medrosa y despavorida.
Entonces la vieja, suspirando a sus lloros y penas, dijo:
-Hija, esfuérzate y ten buen corazón, y por Dios no te espantes con
vanas ficciones de sueños, porque además de tener por cierto que los
sueños de día son falsos, aun las visiones o sueños de la noche traen los
fines y salidas contrarios, porque llorar o ser herido o muerto traen el fin
próspero y de mucha ganancia, y, por el contrario, reír o comer cosas
dulces y sabrosas, o hallarse en placeres con quien bien quiere, significa
gran tristeza del corazón o enfermedad del cuerpo u otros daños y fatigas.
Pero yo te quiero consolar y decirte una novela muy linda, con que olvides
esta pena y trabajo.
La cual luego comenzó en esta manera:
Capítulo V
En el cual la vieja madre de los ladrones, conmovida de piedad de las
lágrimas de la doncella que estaba en la cueva presa, le contó una fábula
por ocuparla que no llorase.
-Érase en una ciudad un rey y una reina, y tenían tres hijas muy
hermosas:
de las cuales, dos de las mayores, como quiera que eran
hermosas y bien dispuestas, podían ser alabadas por loores de hombres;
pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras
humanas para poder exprimir ni suficientemente alabar su belleza. Muchos
de otros reinos y ciudades, a los cuales la fama de su hermosura ayuntaba,
espantados con admiración de su tan grande hermosura, donde otra
doncella no podía llegar, poniendo sus manos a la boca y los dedos
extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la
honraban y adoraban. Y ya la fama corría por todas las ciudades y regiones
cercanas, que ésta era la diosa Venus, la cual nació en el profundo piélago
de la mar y el rocío de sus ondas la crió. Y decían asimismo que otra diosa
Venus, por influición de las estrellas del cielo, había nacido otra vez, no en
la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor
de virginidad. De esta manera su opinión procedía de cada día, que ya la
fama de ésta era derramada por todas las islas de alrededor en muchas
provincias de la tierra:
muchos de los mortales venían de luengos caminos,
así por la mar como por tierra, a ver este glorioso espectáculo que había
nacido en el mundo; ya nadie quería navegar a ver la diosa Venus, que
estaba en la ciudad de Paphos, ni tampoco a la isla de Gnido, ni al monte
Citerón, donde le solían sacrificar; sus templos eran ya destruidos, sus
sacrificios olvidados, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas estaban
sin honra ninguna, sus aras y sus altares sucios y cubiertos de ceniza fría. A
esta doncella suplicaban todos, y debajo de rostro humano adoraban la
majestad de tan gran diosa, y cuando de mañana se levantaba, todos le
sacrificaban con sacrificios y manjares, como le sacrificaban a la diosa
Venus. Pues cuando iba por la calle o pasaba alguna plaza, todo el pueblo
con flores y guirnaldas de rosas le suplicaban y honraban. Esta grande
traslación de honras celestiales a una moza mortal encendió muy
reciamente de ira a la verdadera diosa Venus, y con mucho enojo,
meciendo la cabeza y riñendo entre sí, dijo de esta manera:
«Veis aquí yo, que soy la primera madre de la natura de todas las cosas;
yo, que soy principio y nacimiento de todos los elementos; yo, que soy
Venus, criadora de todas las cosas que hay en el mundo, ¿soy tratada en tal
manera que en la honra de mi majestad haya de tener parte y ser mi
aparcera una moza mortal, y que mi nombre, formado y puesto en el cielo,
se haya de profanar en suciedades terrenales? ¿Tengo yo de sufrir que
tengan en cada parte duda si tengo yo de ser adorada o esta doncella y que
haya de tener comunidad conmigo, y que una moza, que ha de morir, tenga
mi gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel
pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas:
cuyo juicio y
justicia aprobó aquel gran Júpiter; pero ésta, quienquiera que es, que ha
robado y usurpado mi honra, no habrá placer de ello:
yo le haré que se
arrepienta de esto y de su ilícita hermosura.»
Y luego llamó a Cupido, aquel su hijo con alas, que es asaz temerario y
osado; el cual, con sus malas costumbres, menospreciada la autoridad
pública, armado con saetas y llamas de amor, discurriendo de noche por las
casas ajenas, corrompe los casamientos de todos y sin pena ninguna comete
tantas maldades que cosa buena no hace. A éste, como quiera que de su
propia natura él sea desvergonzado, pedigüeño y destruidor, pero de más de
esto ella le encendió más con sus palabras y llevolo a aquella ciudad donde
estaba esta doncella, que se llamaba Psiche, y mostrósela, diciéndole con
mucho enojo, gimiendo y casi llorando, toda aquella historia de la
semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole en esta manera:
«¡Oh hijo!, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre, y por las
dulces llagas de tus saetas, y por los sabrosos juegos de tus amores, que tú
des cumplida venganza a tu madre:
véngala contra la hermosura rebelde y
contumaz de esta mujer, y sobre todas las otras cosas has de hacer una, la
cual es que esta doncella sea enamorada, de muy ardiente amor, de hombre
de poco y bajo estado, al cual la Fortuna no dio dignidad de estado, ni
patrimonio, ni salud. Y sea tan bajo que en todo el mundo no halle otro
semejante a su miseria.»
Después que Venus hubo hablado esto, besó y abrazó a su hijo y fuese a
la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus pies hermosos holló el
rocío de las ondas de aquel río, y luego se fue a la mar, adonde todas las
ninfas de la mar le vinieron a servir y hacer lo que ella quería, como si otro
día antes se lo hubiese mandado. Allí vinieron las hijas de Nereo cantando,
y el dios Portuno, con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer
Salacia, y Palemón, que es guiador del Delfín. Después, las compañías de
los Tritones, saltando por la mar:
unos tocan trompetas y otros trazan un
palio de seda por que el Sol, su enemigo, no le tocase; otro pone el espejo
delante de los ojos de la señora, de esta manera nadando con sus carros por
la mar; todo este ejército acompañó a Venus hasta el mar océano.
Entre tanto, la doncella Psiches, con su hermosura, sola para sí, ningún
fruto recibía de ella. Todos la miraban y todos la alababan; pero ninguno
que fuese rey ni de sangre real, ni aun siquiera del pueblo, la llegó a pedir,
diciendo que se quería casar con ella. Maravillábanse de ver su divina
hermosura, pero maravillábanse como quien ve una estatua pulidamente
fabricada. Las hermanas mayores, porque eran templadamente hermosas,
no eran tanto divulgadas por los pueblos y habían sido desposadas con dos
reyes, que las pidieron en casamiento, con los cuales ya estaban casadas y
con buena ventura apartadas en su casa; mas esta doncella Psiches estaba
en casa del padre, llorando su soledad, y, siendo virgen, era viuda; por la
cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón; aborrecía
en sí su hermosura, como quiera que a todas las gentes pareciese bien. El
mezquino padre de esta desventurada hija, sospechando que alguna ira y
odio de los dioses celestiales hubiese contra ella, acordó de consultar el
oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Milesia, y con
sus sacrificios y ofrendas, suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la
triste de su hija. Apolo, como quiera que era griego y de nación jonia, por
razón del que había fundado aquella ciudad de Milesia, sin embargo
respondió en latín estas palabras:
«Pondrás esta moza adornada de todo
aparato de llanto y luto, como para enterrarla, en una piedra de una alta
montaña y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal;
mas espéralo fiero y cruel, y venenoso como serpiente:
el cual, volando con
sus alas, fatiga todas las cosas sobre los cielos, y con sus saetas y llamas
doma y enflaquece todas las cosas; al cual, el mismo dios Júpiter teme, y
todos los otros dioses se espantan, los ríos y lagos del infierno le temen.»
El rey, que siempre fue próspero y favorecido, como oyó este vaticinio y
respuesta de su pregunta, triste y de la mala gana tornose para atrás a su
casa. El cual dijo y manifestó a su mujer el mandamiento que el dios Apolo
había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y plañeron algunos
días. En esto ya se llegaba el tiempo que había de poner en efecto lo que
Apolo mandaba:
de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la
doncella había menester para sus mortales bodas; encendieron la lumbre de
las hachas negras con hollín y ceniza, y los instrumentos músicos de las
bodas se mudaron en lloro y amargura; los cantares alegres en luto y lloro,
y la doncella que se había de casar se limpia las lágrimas con el velo de
alegría. De manera que el triste hado de esta casa hacía llorar a toda la
ciudad, la cual, como se suele hacer en lloro público, mandó alzar todos los
oficios y que no hubiese juicio ni juzgado. El padre, por la necesidad que
tenía de cumplir lo que Apolo había mandado, procuraba de llevar la
mezquina de Psiches a la pena que le estaba profetizada:
así que, acabada la
solemnidad de aquel triste y amargo casamiento, con grandes lloros vino
todo el pueblo a acompañar a esta desdichada, que parecía que la llevaban
viva a enterrar y que éstas no eran sus bodas, más sus exequias. Los tristes
del padre y de la madre, conmovidos de tanto mal, procuraban cuanto
podían de alargar el negocio. Y la hija comenzoles a decir y a amonestar de
esta manera:
«¿Por qué, señores, atormentáis vuestra vejez con tan continuo llorar?
¿Por qué fatigáis vuestro espíritu, que más es mío que vuestro, con tantos
aullidos? ¿Por qué arrancáis vuestras honradas canas? ¿Por qué ensuciáis
esas caras que yo tengo de honrar, con lágrimas que poco aprovechan? ¿Por
qué rompéis en vuestros ojos los míos? ¿Por qué apuñáis a vuestros santos
pechos? Éste será el premio y galardón claro y egregio de mi hermosura.
Vosotros estáis heridos mortalmente de la envidia y sentís tarde el daño.
Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos
honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus,
entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por
muerta:
ahora veo y siento que sólo este nombre de Venus ha sido causa de
mi muerte; llevadme ya y dejadme ya en aquel risco, donde Apolo mandó:
ya yo querría haber acabado estas bodas tan dichosas, ya deseo ver aquel
mi generoso marido. ¿Por qué tengo yo de contener aquel que es nacido
para destrucción de todo el mundo?»
Acabado de hablar esto, la doncella calló, y como ya venía todo el
pueblo para acompañarle, lanzose en medio de ellos y fueron su camino a
aquel lugar donde estaba un risco muy alto, encima de aquel monte, encima
del cual pusieron la doncella, y allí la dejaron, dejando asimismo con ella
las hachas de las bodas, que delante de ella llevaban ardiendo, apagadas
con sus lágrimas, y abajadas las cabezas, tornáronse a sus casas. Los
mezquinos de sus padres, fatigados de tanta pena, encerráronse en su casa,
y cerradas las ventanas, se pusieron en tinieblas perpetuas.
Estando Psiches
muy temerosa, llorando encima de aquella peña, vino un manso viento de
cierzo, y, como quien extiende las faldas, la tomó en su regazo; así, poco a
poco, muy mansamente la llevó por aquel valle abajo y la puso en un prado
muy verde y hermoso de flores y hierbas, donde la dejó que parecía que no
le había tocado.
Quinto libro
Argumento
En este quinto libro se contienen los palacios de Psiches y los amores que
con ella tuvo el dios Cupido, y de cómo le vinieron a visitar sus hermanas;
y de la envidia que hubieron de ella, por cuya causa, creyendo Psiches lo
que le decían, hirió a su marido Cupido de una llaga, por la cual cayó de
una cumbre de su felicidad y fue puesta en tribulación. A la cual, Venus,
como a enemiga, persigue muy cruelmente, y finalmente, después de haber
pasado muchas penas, fue casada con su marido Cupido, y las bodas
celebradas en el cielo.
Capítulo I
Cómo la vieja, prosiguiendo en su cuento por consolar a la doncella, le
cuenta cómo Psiches fue llevada a unos palacios muy prósperos, los cuales
describe con mucha elocuencia, donde por muchas noches holgó con su
nuevo marido Cupido.
-Psiches, estando acostada suavemente en aquel hermoso prado de flores
y rosas, aliviose de la pena que en su corazón tenía y comenzó dulcemente
a dormir. Después que suficientemente hubo descansado, levantose alegre y
vio allí cerca una floresta de muy grandes y hermosos árboles, y vio
asimismo una fuente muy clara y apacible; en medio de aquella floresta,
cerca de la fuente, estaba una casa real, la cual parecía no ser edificada por
manos de hombres, sino por manos divinas:
a la entrada de la casa estaba
un palacio tan rico y hermoso, que parecía ser morada de algún dios,
porque el zaquizamí y cobertura era de madera de cedro y de marfil
maravillosamente labrado; las columnas eran de oro, y todas las paredes
cubiertas de plata. En la cual estaban esculpidos bestiones y animales que
parecía que arremetían a los que allí entraban. Maravilloso hombre fue el
que tanta arte sabía, y pienso que fuese medio dios, y aun creo que fuese
dios el que con tanta sutilidad y arte hizo de la plata estas bestias fieras.
Pues el pavimento del palacio todo era de piedras preciosas, de diversos
colores, labradas muy menudamente como obra mosaica:
de donde se
puede decir una vez y muchas que bienaventurados son aquellos que
huellan sobre oro y piedras preciosas; ya las otras piezas de la casa, muy
grandes y anchas y preciosas, sin precio. Todas las paredes estaban
enforradas en oro, tanto resplandeciente, que hacía día y luz asimismo,
aunque el Sol no quisiese. Y de esta manera resplandecían las cámaras y
los portales y corredores y las puertas de toda la casa. No menos
respondían a la majestad de la casa todas las otras cosas que en ella había,
por donde se podía muy bien juzgar que Júpiter hubiese fundado este
palacio para la conversación humana. Psiches, convidada con la hermosura
de tal lugar, llegose cerca y con una poca de más osadía entró por el umbral
de casa, y como le agradaba la hermosura de aquel edificio, entró más
adelante, maravillándose de lo que veía. Y dentro en la casa vio muchos
palacios y salas perfectamente labrados, llenos de grandes riquezas, que
ninguna cosa había en el mundo que allí no estuviera. Pero sobre todo, lo
que más se podría hombre allí maravillar, demás de las riquezas que había,
era la principal y maravillosa que ninguna cerradura ni guarda había allí,
donde estaba el tesoro de todo el mundo. Andando ella con gran placer,
viendo estas cosas, oyó una voz sin cuerpo que decía:
«¿Por qué, señora, tú te espantas de tantas riquezas? Tuyo es todo esto
que aquí ves; por ende, éntrate en la cámara y ponte a descansar en la cama,
y cuando quisieres demanda agua para bañarte, que nosotras, cuyas voces
oyes, somos tus servidoras y te serviremos en todo lo que mandares, y no
tardará el manjar que te está aparejado para esforzar tu cuerpo.»
Cuando esto oyó Psiches, sintió que aquello era provisión divina;
descansando de su fatiga, durmió un poco, y después que despertó
levantose y lavose; y viendo que la mesa estaba puesta y aparejada para
ella, fuese a sentar, y luego vino mucha copia de diversos manjares, y,
asimismo, un vino que se llama néctar, de que los dioses usan:
lo cual todo
no parecía quien lo traía, y solamente parecía que venía en el aire; ni
tampoco la señora podía ver a nadie, mas solamente oía las voces que
hablaban, y a estas solas voces tenía por servidoras. Después que hubo
comido entró un músico y comenzó a cantar, y otro a tañer con una vihuela,
sin ser vistos; tras de esto comenzó a sonar un canto de muchas voces. Y
como quiera que ningún hombre pareciese, bien se manifestaba que era
coro de muchos cantores. Acabado este placer, ya que era noche, Psiches se
fue a dormir, y después de haber pasado un rato de la noche comenzó a
dormir; y luego despertó con gran miedo y espanto, temiendo en tanta
soledad no le aconteciese ningún daño a su virginidad, de lo cual ella tanto
mayor mal temía, cuanto más estaba ignorante de lo que allí había, sin ver
ni conocer a nadie. Estando en este miedo vino el marido no conocido, y
subiendo en la cama hizo su mujer a Psiches, y antes que fuese el día
partiose de allí y luego aquellas voces vinieron a la cámara y comenzaron a
curar de la novia, que ya era dueña. De esta manera pasó algún tiempo sin
ver a su marido ni haber otro conocimiento. Y, como es cosa natural, la
novedad y extrañeza que antes tenía por la mucha continuación, ya se había
tornado en placer, y el sonido de la voz incierta ya le era solaz y deleite de
aquella soledad. Entre tanto, su padre y madre se envejecían en llanto y luto
continuo. La fama de este negocio, cómo había pasado, había llegado
donde estaban las hermanas mayores casadas:
las cuales, con mucha
tristeza, cargadas de luto dejaron sus casas y vinieron a ver a sus padres
para hablarles y consolarlos. Aquella misma noche el marido habló a su
mujer Psiches:
porque como quiera que no lo veía, bien lo sentía con los
oídos y palpaba con las manos, y díjole de esta manera:
«¡Oh señora dulcísima y muy amada mujer! La cruel fortuna te amenaza
con un peligro de muerte, del cual yo quería que te guardases con mucha
cautela. Tus hermanas, turbadas pensando que tú eres muerta, han de seguir
tus pisadas y venir hasta aquel risco de donde tú aquí viniste, y si tú por
ventura oyeses sus voces y llanto, no les respondas ni mires allá en manera
alguna; porque si lo haces, a mí me darás mucho dolor, pero para ti
causarás un grandísimo mal que te será casi la muerte.» Ella prometió de
hacer todo lo que el marido le mandase y que no haría otra cosa; pero como
la noche fue pasada y el marido de ella partido, todo aquel día la mezquina
consumió en llantos y en lágrimas, diciendo muchas veces que ahora
conocía que ella era muerta y perdida por estar encerrada y guardada en
una cárcel honesta, apartada de toda habla y conversación humana, y que
aun no podía ayudar y responder siquiera a sus hermanas, que por su causa
lloraban, ni solamente las podía ver.
De esta manera, aquel día ni quiso lavarse, ni comer, ni recrear con cosa
alguna, sino, llorando con muchas lágrimas, se fue a dormir. No pasó
mucho tiempo, que el marido vino más temprano que otras noches, y,
acostándose en la cama, ella, aunque estaba llorando y abrazándola,
comenzó a reprenderla de esta manera:
«¡Oh mi señora Psiches!, ¿esto es lo que tú me prometiste? ¿Qué puedo
yo, siendo tu marido, esperar de ti, cuando el día y toda la noche, y aun
ahora que estás conmigo, no dejas de llorar? Anda ya, haz lo que quisieres
y obedece a tu voluntad, que te demanda daño para ti, por cuando tarde te
arrepintieres te recordarás de lo que te he amonestado.»
Entonces ella, con muchos ruegos, diciendo que si no le otorgaba lo que
quería que ella se moriría, le sacó por fuerza y contra su voluntad que
hiciese lo que deseaba:
que vea a sus hermanas y las consuele y hable con
ellas, y aun que todo lo que quisiere darles, así oro como joyas y collares,
que se lo dé. Pero muchas veces le amonestó y espantó que no consienta en
el mal consejo de sus hermanas, ni cure de buscar ni saber el gesto y figura
de su marido, porque, con esta sacrílega curiosidad, no caiga de tanta
riqueza y bienaventuranza como tiene:
que, haciéndolo de otra manera,
jamás le vería ni tocaría. Ella dio muchas gracias al marido, y, estando ya
más alegre, dijo:
«Por cierto, señor, tú sabrás que antes moriré que no hubiese de estar sin
tu dulcísimo casamiento; porque yo, señor, te amo y muy fuertemente, y a
quienquiera que eres, te quiero como a mi ánima, y no pienso que te puedo
comparar al dios Cupido; pero, además de esto, señor, te ruego que mandes
a tu servidor el viento cierzo, que traiga a mis hermanas aquí, así como a
mí me trajo.»
Y diciendo esto, dábale muchos besos, y halagándolo con muchas
palabras, y abrazándolo con halagos, y diciendo:
«¡Ay dulce marido! ¡Dulce ánima de tu Psiches!»
Y otras palabras, por donde el marido fue vencido, y prometió de hacer
todo lo que ella quisiese. Viniendo ya el alba, él desapareció de sus manos.
Las hermanas preguntaron por aquel risco o lugar donde habían dejado a
Psiches, y luego fuéronse para allá con mucho pesar, de donde comenzaron
a llorar y dar grandes voces y aullidos, hiriéndose en los pechos:
tanto, que
a las voces que daban los montes y riscos sonaban lo que ellas decían,
llamando por su propio nombre a la mezquina de su hermana; hasta tanto
que Psiches, oyendo las voces que sonaban por aquel valle abajo, salió de
casa temblando, como sin seso, y dijo:
«¿Por qué sin causa os afligís con tantas mezquindades y llantos? ¿Por
qué lloráis, que viva soy? Dejad esos gritos y voces; no curéis más de
llorar, pues que podéis abrazar y hablar a quien lloráis.»
Entonces llamó al viento cierzo y mandole que hiciese lo que su marido
le había mandado. Él, sin más tardar, obedeciendo su mandamiento, trajo
luego a sus hermanas muy mansamente, sin fatiga ni peligro; y como
llegaron, comenzáronse a abrazar y besar unas a otras, las cuales, con el
gran placer y gozo que hubieron, tornaron de nuevo a llorar. Psiches les
dijo que entrasen en su casa alegremente y descansasen con ella de su pena.
Capítulo II
Cómo, prosiguiendo la vieja el cuento, contó cómo las dos hermanas de
Psiches la vinieron a ver y ella les dio de sus joyas y riquezas y las envió a
sus tierras, y cómo por el camino fueron envidiando de ella con voluntad
de matarla.
-Después que así les hubo hablado, mostroles la casa y las grandes
riquezas de ella y la mucha familia de las que le servían oyéndolas
solamente; y después les mandó lavar en un baño muy rico y hermoso y
sentar a la mesa, donde había muchos manjares abundantemente, en tal
manera que la hartura y abundancia de tantas riquezas, más celestiales que
humanas, criaron envidia en sus corazones contra ella. Finalmente, que la
una de ellas comenzó a preguntarle curiosamente y a importunarle que le
dijese quién era el señor de aquellas riquezas celestiales, y quién era o qué
tal era su marido. Pero con todas estas cosas, nunca Psiches quebrantó el
mandamiento de su marido ni sacó de su pecho el secreto de lo que sabía:
y
hablando en el negocio, fingió que era un mancebo hermoso y de buena
disposición, que entonces le apuntaban las barbas, el cual andaba allá
ocupado en hacienda del campo y caza de montería; y porque en algunas
palabras de las que hablaba no se descubriese el secreto, cargolas de oro,
joyas y piedras preciosas, y llamado el viento, mandole que las tornase a
llevar de donde las había traído:
lo cual hecho, las buenas de las hermanas,
tornándose a casa, iban ardiendo con la hiel de la envidia que les crecía, y
una a otra hablaba sobre ello muchas cosas, entre las cuales, una dijo esto:
«Mirad ahora qué cosa es la fortuna ciega, malvada y cruel. ¿Parécete a
ti bien que seamos todas tres hijas de un padre y madre y que tengamos
diversos estados? ¿Nosotras, que somos mayores, seamos esclavas de
maridos advenedizos y que vivamos como desterradas fuera de nuestra
tierra y apartadas muy lejos de la casa y reino de nuestros padres, y esta
nuestra hermana, última de todas, que nació después que nuestra madre
estaba harta de parir, haya de poseer tantas riquezas y tener un dios por
marido? Y aun, cierto, ella no sabe bien usar de tanta muchedumbre de
riquezas como tiene:
¿no viste tú, hermana, cuántas cosas están en aquella
casa, cuántos collares de oro, cuántas vestiduras resplandecen, cuántas
piedras preciosas relumbran? Y además de esto, ¿cuánto oro se huella en
casa? Por cierto, si ella tiene el marido hermoso, como dijo, ninguna más
bienaventurada mujer vive hoy en todo el mundo; y por ventura podrá ser
que, procediendo la continuación y esforzándose más la afición, siendo él
dios, también hará a ella diosa. Y por cierto así es, que ya ella presumía y
se trataba con mucha altivez, que ya piensa que es diosa, pues que tiene las
voces por servidoras y manda a los vientos. Yo, mezquina, lo primero que
puedo decir es que fui casada con un marido más viejo que mi padre, y
además de esto más calvo que una calabaza y más flaco que un niño,
guardando de continuo la casa cerrada con cerrojos y cadenas.»
Cuando hubo dicho esto, comenzó la otra y dijo:
«Pues yo sufro otro marido gotoso, que tiene los dedos tuertos de la gota
y es corcovado, por lo cual nunca tengo placer, y estoy fregándole de
continuo sus dedos endurecidos como piedra con medicinas hediondas y
paños sucios y cataplasmas, que ya tengo quemadas estas mis manos, que
solían ser delicadas, que cierto yo no represento oficio de mujer, más antes
uso de persona de médico, y aun bien fatigado. Pero tú, hermana, paréceme
que sufres esto con ánimo paciente; y aun mejor podría decir que es de
sierva, porque ya libremente te quiero decir lo que siento. Mas yo, en
ninguna manera, puedo ya sufrir que tanta bienaventuranza haya caído en
persona tan indigna:
¿no te acuerdas cuán soberbiamente y con cuánta
arrogancia se hubo con nosotras, que las cosas que nos mostró con aquella
alabanza, como gran señora, manifestaron bien su corazón hinchado? Y de
tantas riquezas como allí tenía nos alcanzó esto poquito, por contra su
voluntad, y pesándole con nosotras, luego nos mandó echar de allí con sus
silbos del viento. Pues no me tenga por mujer, ni nunca yo viva, si no la
hago lanzar de tantas riquezas; finalmente, que si esta injuria te toca a ti,
como es razón, tomemos ambas un buen consejo, y estas cosas que
llevamos no las mostraremos a nuestros padres, ni a nadie digamos cosa
alguna de su salud; harto nos basta lo que nosotras vimos, de lo cual nos
pesa de haberlo visto, y no publiquemos a nadie tanta felicidad suya,
porque no se pueden llamar bienaventurados aquellos de cuyas riquezas
ninguno sabe:
a lo menos sepa ella que nosotras no somos sus esclavas,
más sus hermanas mayores; y ahora dejemos esto y tornemos a nuestros
maridos y pobres casas, aunque cierto buenas y honestas, y después
instruidas, con mayor acuerdo y consejo tornaremos más fuertes para punir
su soberbia.»
Este mal consejo pareció muy bueno a las dos malas hermanas, y,
escondidas las joyas y dones que Psiches les había dado, tornáronse
desgreñadas, como que venían llorando; y rascándose lascaras, fingiendo
de nuevo grandes llantos, en esta manera dejaron a sus padres,
refrescándoles su dolor, y con mucha ira, turbadas de la envidia, tornáronse
para sus casas, concertando por el camino traición y engaño y aun muerte
contra su hermana, que estaba sin culpa.
Capítulo III
Cómo Cupido avisa a su mujer, Psiches, que en ninguna manera descubra
a sus hermanas de quién está preñada, ni las crea a cuanto le dijeren,
porque se perderá.
-Entre tanto, el marido de Psiches, al cual ella no conocía, la tornó a
amonestar otra vez con aquellas sus palabras de noche, diciendo:
«¿No ves cuánto peligro te ordena la fortuna? Pues si tú, de lejos, antes
que venga, no te apartas y provees, ella será contigo de cerca. Aquellas
lobas sin fe ordenan cuanto pueden contra ti muy malas asechanzas, de las
cuales la suma es ésta:
ellas te quieren persuadir que tú veas mi cara, la
cual, como muchas veces te he dicho, tú no la verás más, si la ves. Así que
si después de esto aquellas malas brujas vinieren armadas con sus malignos
corazones, que bien sé que vendrán, no hables con ellas ni te pongas a
razones; y si por tu mocedad y por el amor que les tienes no te pudieres
sufrir, al menos de cosa que toque a tu marido ni las oigas ni respondas a
ella; porque acrecentaremos nuestro linaje, que aun este tu vientre niño otro
niño trae ya dentro, y si tú encubrieres este secreto, yo te digo que será
divino, y si lo descubrieres, desde ahora te certifico que será mortal.»
Psiches, cuando esto oyó, gozose mucho y hubo placer con la divina
generación. Alegrábase con la gloria de lo que había de parir, y gozándose
con la dignidad de ser madre, con mucha ansia contaba los días y meses
cuando entraban y cuando salían. Y como era nueva, en los comienzos de
la preñez, maravillábase de un punto y toque tan sutil crecer en tan
abundancia su vientre. Pero aquellas furias espantables y pestíferas ya
deseaban lanzar el veneno de serpientes, y con esta prisa aceleraban su
camino por la mar cuanto podían. En esto, el marido tornó a amonestar a
Psiches de esta manera:
«Ya se te llega el último día y la caída postrimera, porque tu linaje y la
sangre tu enemiga ya ha tomado armas contra ti, y mueve su real y
compone sus batallas y hace tocar las trompetas, y diciéndolo más claro, las
malvadas de tus hermanas, con la espada sacada te quieren degollar. ¡Oh
cuántas fatigas nos atormentan! Por eso tú, muy dulce señora, ten merced
de ti y de mí, y con grande continencia, callando lo que te he dicho, libra a
tu casa y marido y este nuestro hijo de la caída de la Fortuna que te
amenaza; y a estas falsas y engañosas mujeres, las cuales según el odio
mortal te tienen, y el vínculo de la hermandad ya está quebrantado y roto,
no te conviene llamar hermanas, ni las veas ni las oigas, porque ellas
vendrán a tentarte encima de aquel risco como las sirenas de la mar, y
harán sonar todos estos montes y valles con sus voces y llantos.»
Entonces Psiches, llorando, le dijo:
«Bien sabes tú, señor, que yo no soy parlera, y ya el otro día me
enseñaste la fe que había de guardar y lo que había de callar; así, que ahora
tú no verás que yo mude de la constancia y firmeza de mi ánimo; solamente
te ruego que mandes otra vez al viento que haga su oficio y que sirva en lo
que le mandare, y en lugar de tu vista, pues me la niegas, al menos
consiente que yo goce de la vista de mis hermanas:
esto, señor, te suplico
por estos tus cabellos lindos y olorosos, y por este tu rostro, semejante al
mío, y por el amor que te tengo, aunque no te conozco de vista:
así conozca
yo tu cara en este niño que traigo en el vientre:
que tú, señor, concedas a
mis ruegos, haciendo que yo goce de ver y hablar a mis hermanas, y de
aquí adelante no curaré más de querer conocer tu cara; y no me curo que las
tinieblas de la noche me quiten tu vista, pues yo tengo a ti, que eres mi
lumbre.»
Con estas blandas palabras, abrazando a su marido y llorando, limpiaba
las lágrimas con sus cabellos, tanto, que él fue vencido y prometió de hacer
todo lo que ella quería, y luego, antes que amaneciese, se partió de ella
como él acostumbraba. Las hermanas, con su mal propósito, en llegando,
no curaron de ver a sus padres, sino, en saliendo de las naos, derechas se
fueron corriendo cuanto pudieron a aquel risco, adonde, con el ansia que
tenían, no esperaron que el viento las ayudase, antes, con temeridad y
audacia, se lanzaron de allí abajo. Pero el viento, recordándose de lo que su
señor le había mandado, recibiolas en sus alas contra su voluntad, y púsolas
muy mansamente en el suelo; ellas, sin ninguna tardanza, lánzanse luego en
casa; iban a abrazar a la que querían perder, y mintiendo el nombre de
hermanas, encubrieron con sus caras alegres el tesoro de su escondido
engaño, y comenzáronle a lisonjear de esta manera:
-Hermana Psiches, ya no eres niña como solías:
ya nos parece que eres
madre. ¿Cuánto bien piensas que nos traes en este tu vientre? ¿Cuánto gozo
piensas que darás a toda tu casa? ¡Oh cuán bienaventuradas somos
nosotras, que tenemos linaje en tantas riquezas! Que si el niño pareciere a
sus padres, como es razón, cierto él será el dios Cupido, que nacerá.
Con este amor y afición fingido comienzan poco a poco a ganar la
voluntad de su hermana. Ella las mandó asentar a sus sillas para que
descansasen, y luego las hizo lavar en el baño; y después de lavadas
sentáronse a la mesa, donde les fueron dados manjares reales en
abundancia; y luego vino la música y comenzaron a cantar y a tañer muy
suavemente:
lo cual, aunque no veían quién lo hacía, era tan dulcísima
música que parecía cosa celestial; pero con todo esto no se amansaba la
maldad de las falsas mujeres, ni pudieron tomar espacio ni holganza con
todo aquello:
antes, procuraban de armar su lazo de engaños que traían
pensado. Y comenzaron disimuladamente a meter palabras, preguntándole
qué tal era su marido y de qué nación o ley venía. Psiches, con su simpleza,
habiéndosele olvidado lo que su marido le encomendara, comenzó a fingir
una nueva razón, diciendo que su marido era de una gran provincia, y que
era mercader que trataba en grandes mercadurías, y que era hombre de más
de media edad, que ya le comenzaban a nacer canas. No tardó mucho en
esta habla, que luego las cargó de joyas y ricos dones, y mandó al viento
que las llevase:
después que el viento las puso en aquel risco, tornáronse a
casa altercando entre sí de esta manera:
«¿Qué podemos decir de una tan gran mentira como nos dijo aquella
loca? Una vez nos dijo que era su marido un mancebo que entonces le
apuntaban las barbas; ahora dice que es de más de media edad y ya tiene
canas:
¿quién puede ser aquel que en tan poco espacio de tiempo le vino la
vejez? Cierto, hermana, tú hallarás que esta mala hembra nos miente, o ella
no conoce quién es su marido; y cualquier cosa de éstas que sea nos
conviene que la echemos de estas riquezas; y si, por ventura, no conoce a
su marido, cierto por eso se casó ella, y nos trae algún dios en su vientre; y
así fuese lo que nunca Dios quiera, que ésta oyese ser madre de niño
divino:
luego me ahorcaría con una soga; así que tornemos a nuestros
padres y callemos esto, encubriéndolo con el mejor color que podremos.»
En esta manera, inflamadas de la envidia, tornáronse a casa y hablaron a
sus padres, aunque de mala gana.
Capítulo IV
Cómo venidas las hermanas a visitar a Psiches le aconsejan que trabaje
por ver quién es aquel con quien tiene acceso, fingiéndole que sea un
dragón:
y ella, convencida del consejo, le ve viniendo a dormir, e
indignado Cupido nunca más la vio.
-Aquella noche, sin poder dormir sueño, turbadas de la pena y fatiga que
tenían, luego como amanecía corrieron cuanto pudieron hasta el risco, de
donde, con la ayuda del viento acostumbrado, volaron hasta casa de
Psiches; y con unas pocas de lágrimas que, por fuerza y apretando los ojos,
sacaron, comenzaron a hablar a su hermana de esta manera:
«Tú piensas que eres bienaventurada, y estás muy segura y sin ningún
cuidado, no sabiendo cuánto mal y peligro tienes. Pero nosotras, que con
grandísimo cuidado velamos sobre lo que te cumple, mucho somos
fatigadas con tu daño:
porque has de saber que hemos hallado por verdad
que este tu marido que se echa contigo es una serpiente grande y venenosa;
lo cual, con el dolor y pena que de tu mal tenemos, no te podemos encubrir,
y ahora se nos recuerda de lo que el dios Apolo respondió cuando le
consultaron sobre tu casamiento, diciendo que tú eras señalada para casarte
con una cruel bestia. Y muchos de los vecinos de estos linajes que andan a
cazar por estas montañas, y otros labradores, dicen que han visto este
dragón cuando a la tarde torna de buscar de comer, que se echa a nadar por
este río para pasar acá; y todos afirman que te quiere engordar con estos
regalos y manjares que te da, y cuando esta tu preñez estuviere más crecida
y tú estuvieres bien llena, por gozar de más hartura que te ha de tragar; así
que en esto está ahora tu estimación y juicio. Si por ventura quieres más o
creer a tus hermanas que por tu salud andan solícitas y que vivas con
nosotras segura de peligro huyendo de la muerte, o si quieres quizá ser
enterrada en las entrañas de esta cruelísima bestia. Porque si las voces solas
que en este campo oís, o el escondido placer y peligroso dormir juntándote
con este dragón te deleitan, sea como tú quisieres, que nosotras con esto
cumplimos, y ya habemos hecho oficio de buenas hermanas.»
Entonces, la mezquina de Psiches, como era muchacha y de noble
condición, creyó lo que le dijeron, y con palabras tan espantables salió de sí
fuera de seso:
por lo cual se le olvidó los amonestamientos de su marido y
de todos los prometimientos que ella le hizo, y lánzase en el profundo de su
desdicha y desventura; y temblando, la color amarilla, no pudiendo cuasi
hablar, cortándosele las palabras y medio hablando, como mejor pudo, les
dijo de esta manera:
«Vosotras, señoras hermanas, hacéis oficio de piedad y virtud como es
razón:
y creo yo muy bien que aquellos que tales cosas os dijeron no
fingieron mentira, porque yo hasta hoy nunca pude ver la cara de mi
marido ni supe de dónde se es. Solamente lo oigo hablar de noche, y con
esto paso y sufro marido incierto y que huye de la luz; y de esta manera
consiento que digáis que tengo una gran bestia por marido, y que me
espanta diciendo que no lo puedo ver:
y siempre me amenaza que me
vendrá gran mal si porfío en querer ver su cara. Y pues que así es, si ahora
podéis socorrer al peligro de vuestra hermana con alguna ayuda y favor
saludable, hacedlo y socorrerme, porque si no lo hacéis podré muy bien
decir que la negligencia siguiente corrompe el beneficio de la providencia
pasada.»
Cuando las dos malas mujeres hallaron el corazón y voluntad de Psiches
descubierto para recibir lo que le dijeren, dejados los engaños secretos,
comenzaron con las espadas descubiertas públicamente a combatir el
pensamiento temeroso de la simple mujer, y la una de ellas dijo de esta
manera:
«Porque el vínculo de nuestra hermandad nos compele por tu salud a
quitarte delante los ojos cualquier peligro, te mostraremos un camino que
días ha habemos pensado, el cual sólo te sacará a puerto de salud, y es éste:
Tú has de esconder secretamente en la parte de la cama donde te sueles
acostar una navaja bien aguda, que en la palma de la mano se aguzó, y
pondrás un candil lleno de aceite bien aparejado y encendido debajo de
alguna cobertura al canto de la sala:
y con todo este aparejo, muy bien
disimulado, cuando viniere aquella serpiente y subiese en la cama como
suele, desde que ya tú veas que él comienza a dormir y con el gran sueño
comienza a resollar, salta de la cama y descalza muy paso, y saca el candil
debajo de donde está escondido, y toma de consejo del candil oportunidad
para la hazaña que quieres hacer; y con aquella navaja, alzada
primeramente la mano derecha con el mayor esfuerzo que pudieres, da en
el nudo de la cerviz de aquel serpiente venenoso, y córtale la cabeza:
y no
pienses que te faltará nuestra ayuda, porque luego que tú con su muerte
hayas traído vida para ti, estaremos esperándote con mucha ansia, para que
llevándote aquí con todos estos tus servidores y riquezas que aquí tienes, te
casaremos como deseamos con hombre humano, siendo tú mujer humana.»
Con estas palabras encendieron tanto las entrañas de su hermana, que la
dejaron cuasi del todo ardiendo. Y ellas, temiendo del mal consejo que
daban a la otra no les viniese algún gran mal por ello, se partieron, y con el
viento acostumbrado se fueron hasta encima del risco, de donde huyeron lo
más presto que pudieron, y entráronse en sus naos y fuéronse a sus tierras.
Psiches quedó sola:
aunque quedando fatigada de aquellas furias no estaba
sola, pero llorando fluctuaba su corazón como la mar cuando anda con
tormenta; y como quiera que ella tenía deliberado con voluntad muy
obstinada el consejo que le habían dado, pensando como había de hacer
aquel negocio, pero todavía titubeaba y estaba incierta del consejo,
pensando en el mal que le podía venir; y de esta manera ya lo quería hacer,
ya lo quería dilatar:
ahora osaba, ahora temía:
ya desconfiaba, ya se
enojaba. En fin, lo que más le fatigaba era que en un mismo cuerpo
aborrecía a la serpiente y amaba a su marido. Cuando ya fue tarde que la
noche se venía, ella comenzó a aparejar con mucha prisa aquel aparato de
su mala hazaña; y siendo de noche vino el marido a la cama, el cual, de que
hubo burlado con ella, comenzó a dormir con gran sueño. Entonces,
Psiches, como quiera que era delicada del cuerpo y del ánimo, pero
ayudándole la crueldad de su hado se esforzó, y sacando el candil debajo de
donde estaba, tomó la navaja en la mano, y su osadía venció y mudó la
flaqueza de su género. Como ella alumbrase con el candil y pareciese todo
el secreto de la cama, vido una bestia, la más mansa y dulcísima de todas
las fieras:
digo que era aquel hermoso dios del amor que se llama Cupido,
el cual estaba acostado muy hermosamente; y con su vista alegrándose, la
lumbre de la candela creció, y la sacrílega y aguda navaja resplandeció.
Cuando Psiches vio tal vista, espantada y puesta fuera de sí, desfallecida,
con la color amarilla, temblando, se cortó y cayó sobre las rodillas, y quiso
esconder la navaja en su seno, e hiciéralo, salvo por el temor de tan gran
mal como quería hacer se le cayó la navaja de la mano. Estando así fatigada
y desfallecida, cuanto más miraba la cara divina de Cupido tanto más
recreaba con su hermosura. Ella le veía los cabellos como hebras de oro,
llenos de olor divino; el cuello, blanco como la leche; la cara, blanca y roja
como rosas coloradas, y los cabellos de oro colgando por todas partes, que
resplandecían como el Sol y vencían a la lumbre del candil. Tenía
asimismo en los hombros péñolas de color de rosas y flores; y como quiera
que las alas estaban quedas, pero las otras plumas debajo de las alas tiernas
y delicadas estaban temblando muy gallardamente; y todo lo otro del
cuerpo estaba hermoso y sin plumas, como convenía a hijo de la diosa
Venus, que lo parió sin arrepentirse por ello. Estaba ante los pies de la
cama el arco y las saetas, que son armas del dios de amor; lo cual todo
estando mirando Psiches no se hartaba de mirarlo, maravillándose de las
armas de su marido, sacó del carcaj una saeta, y estándola tentando con el
dedo a ver si era aguda como decían, hincósele un poco de la saeta, de
manera que le comenzaron a salir unas gotas de sangre de color de rosas, y
de esta manera, Psiches, no sabiendo, cayó y fue presa de amor del dios de
amor:
entonces, con mucho mayor ardor de amor, se abajó sobre él y le
comenzó a besar con tan gran placer, que temía no despertase tan presto.
Estando ella en este placer herida del amor, el candil que tenía en la mano,
o por no ser fiel, o de envidia mortal, o que por ventura él también quiso
tocar el cuerpo de Cupido, o quizá besarlo, lanzó de sí una gota de aceite
hirviendo, y cayó sobre el hombro derecho de Cupido. ¡Oh candil osado y
temerario y vil servidor del amor! Tú quemas al dios de todo el fuego; y
porque tú para esto no eras menester, sino que algún enamorado te halló
primeramente para gozar en la obscuridad de la noche de lo que bien
querría. De esta manera el dios Cupido, quemado, saltó de la cama, y
conociendo que su secreto era descubierto, callando desapareció y huyó de
los ojos de la desdichada de su mujer. Psiches arrebató con ambas manos la
pierna derecha de Cupido, que se levantaba, y así fue colgando de sus pies
por las nubes del cielo hasta tanto que cayó en el suelo. Pero el dios del
amor no la quiso desamparar caída en tierra, y vino volando a sentarse en
un ciprés que allí estaba cerca, de donde con enojo gravemente la comenzó
a increpar diciendo de esta manera:
«¡Oh Psiches, mujer simple:
yo, no recordando de los mandamientos de
mi madre Venus, la cual me había mandado que te hiciese enamorada de un
hombre muy miserable de bajo linaje, te quise bien y fui tu enamorado;
pero esto que hice bien sé que fue hecho livianamente! Y yo mismo, que
soy ballestero para los otros, me herí con mis saetas y te tomé por mujer.
Parece que lo hice yo por parecerte serpiente y porque tú cortases esta
cabeza que trae los ojos que bien te quisieron. No sabes tú cuántas veces te
decía que te guardases de eso, y benignamente te avisaba por que te
apartases de ello. Pero aquellas buenas mujeres tus consejeras prestamente
me pagarán el consejo que te dieron; y a ti, con mi ausencia, huyendo de ti,
te castigaré.»
Diciendo esto, levantose con sus alas y voló en alto hacia el cielo.
Psiches, cuando echada en tierra y cuanto podía con la vista, miraba cómo
su marido iba volando, y afligido su corazón con muchos lloros y
angustias. Después que su marido desapareció volando por las alturas del
cielo, ella, desesperada, estando en la ribera de un río, lanzose de cabeza
dentro; pero el río se tornó manso por honra y servicio del dios del amor,
cuya mujer era ella, el cual suele inflamar de amor a las mismas aguas y a
las ninfas de ellas. Así, que temiendo de sí mismo, tomola con las ondas,
sin hacerle mal, y púsola sobre las flores y hierbas de su ribera. Acaso el
dios Pan, que es dios de las montañas, estaba asentado en un altozano cerca
del río:
el cual estaba tañendo con una flauta y enseñando a tañer a la ninfa
Caña. Estaban asimismo alrededor de él una manada de cabras, que
andaban paciendo los árboles y matas que estaban sobre el río. Cuando el
dios peloso vio a Psiches tan desmayada y así herida de dolor, que ya él
bien sabía su desdicha y pena, llamola y comenzó a halagarla y consolar
con blandas palabras, diciendo de esta manera:
«Doncella sabida y hermosa:
como quiera que soy pastor y rústico, pero
por ser viejo soy instruido de muchos experimentos; de manera que, si bien
conjeturo aquello que los prudentes varones llaman adivinanza, yo conozco
de este tu andar titubeando con los pies, y de la color amarilla de tu cara, y
de tus grandes suspiros y lágrimas de los ojos, bien creo cierto que tú andas
fatigada y muerta de gran dolor; pues que así es, tú escúchame y no tornes
a lanzarte dentro en el río ni te mates con ningún otro género de muerte;
quita de ti el luto y deja de llorar. Antes procura aplacar con plegarias al
dios Cupido, que es mayor de los dioses, y trabaja por merecer su amor con
servicios y halagos, porque es mancebo delicado y muy regalado.»
Capítulo V
Cómo Psiches, muy triste, se fue a consolar con las hermanas de la
desdichada fortuna en que había caído por su consejo; y ellas, codiciosas
de casar con el dios Cupido, fueron despeñadas en pena de su maldad; y
cómo sabiendo la diosa Venus este acontecimiento, trabajó por vengarse
de Cupido.
-Cuando esto acabó de decir el dios pastor, Psiches, sin responderle
palabra ninguna, sino solamente adorando su deidad, comenzó a andar su
camino; y antes que hubiese andado mucho camino, entró por una senda
que atravesaba, por la cual yendo, llegó a una ciudad adonde era el reino
del marido de una de aquellas sus dos hermanas:
y como la reina su
hermana supo que estaba allí, mandole entrar, y después que se hubieron
abrazado ambas a dos, preguntole qué era la causa de su venida. Psiches le
respondió:
«¿No te recuerdas tú, señora hermana, el consejo que me disteis ambas a
dos que matase a aquella gran bestia que se echaba conmigo de noche en
nombre de mi marido antes que me tragase y comiese, para lo cual me diste
una navaja? Lo cual, como yo quisiese hacer, tomé un candil, y luego que
miré su gesto y cara veo una cosa divina y maravillosa:
al hijo de la diosa
Venus, digo, al dios Cupido, que es dios del amor, que estaba
hermosamente durmiendo, y como yo estaba incitada de tan maravillosa
vista, turbada de tan gran placer, y no me pasase de ver aquel hermoso
gesto, a caso fortuito y pésimo rehirvió el aceite del candil que tenía en la
mano y cayó una gota hirviendo en su hombro, y con aquel gran dolor
despertó, y como me vio armada con hierro y fuego, díjome:
«¿Y cómo has
hecho tan gran maldad y traición? Toma luego todo lo tuyo y vete de mi
casa.» Además de esto dijo:
«Yo tomaré a tu hermana en tu lugar y me
casaré con ella, dándole arras y dote.» Diciendo esto, mandó al viento
cierzo que me aventase fuera de los términos de su casa.»
No había acabado Psiches de hablar estas palabras, cuando la hermana,
estimulada e incitada de mortal envidia, compuesta de una mentira para
engañar a su marido, diciendo que había sabido de la muerte de sus padres,
metiose en una nave y comenzó a andar hasta que llegó a aquel risco
grande, en el cual subió, como quiera que otro viento a la hora ventaba;
pero ella, con aquella ansia y con ciega esperanza dijo:
«¡Oh Cupido! Recíbeme, que soy digna de ser tu mujer, y tú, viento
cierzo, recibe a tu señora.»
Con estas palabras dio un salto grande del risco abajo; pero ella viva ni
muerta pudo llegar al lugar que deseaba, porque por aquellos riscos y
piedras se hizo pedazos, como ella merecía, y así murió, haciéndose manjar
de las aves y bestias de aquel monte. Tras de ésta no tardó mucho la pena y
venganza de la otra su hermana; porque, yendo Psiches por su camino más
adelante, llegó a otra ciudad en la cual moraba la otra su hermana, según
que hemos dicho; la cual, asimismo con engaño de su hermandad, hizo ni
más ni menos que la otra:
que queriendo el casamiento que no le cumplía,
fuese cuanto más presto pudo a aquel risco, de donde cayó y murió, como
hizo la otra. Entre tanto, Psiches, andando muy congojosa en busca de su
marido Cupido, cercaba todos los pueblos y ciudades; pero él, herido de la
llaga que le hizo la gota de aceite del candil, estaba echado enfermo y
gimiendo en la cama de su madre. Entonces una ave blanca que se llama
gaviota, que andaba nadando con sus alas sobre las ondas de la mar,
zambullose cerca del profundo del mar Océano y halló allí a la diosa Venus
que se estaba lavando y nadando en aquel agua; a la cual se llegó y le dijo
cómo «su hijo Cupido estaba malo de una grave llaga de fuego que le daba
mucho dolor, llorando, y en mucha duda de su salud, por la cual causa toda
la gente y familia de Venus era infamada y vituperada por los pueblos y
ciudades de toda la tierra, diciendo que él se había ocupado y apartado con
una mujer serrana y montañesa, y tú asimismo te has apartado andando en
la mar nadando y a tu placer, y por esto ya no hay entre las gentes placer
ninguno ni gracia ni hermosura; pero todas las cosas están rústicas,
groseras y sin atavío:
ya ninguno se casa ni nadie tiene amistad con mujer
ni amor de hijos, sino todo al contrario, sucio y feo y para todos enojoso.»
Cuando aquella ave parlera dijo estas cosas a Venus, reprendiendo a su
hijo Cupido, Venus, con mucha ira, exclamó fuertemente, diciendo:
-Parece ser que ya aquel bueno de mi hijo tiene alguna amiga; hazme
tanto placer tú, que me sirves con más amor que ninguna, que me sepas el
nombre de aquella que engañó este muchacho de poca edad:
ahora sea
alguna de las ninfas o del número de las diosas, o ahora sea de las musas o
del ministerio de mis gracias.»
Aquella ave parlera no calló lo que sabía, diciendo:
«Cierto, señora; no sé cómo se llama; pienso, si bien me acuerdo, que tu
hijo muere por una llamada Psiches.»
Entonces, Venus, indignada, comenzó a dar voces, diciendo:
«Ciertamente, él debe de amar a aquella Psiches que pensaba tener mi
gesto y era envidiosa de mi nombre:
de lo que más tengo enojo en este
negocio es que me hizo a mí su alcahueta, porque yo le mostré y enseñé por
dónde conociese aquella moza.»
De esta manera, riñendo y gritando, prestamente se salió de la mar y
fuese luego a su cámara, adonde halló a su hijo malo, según lo había oído,
y desde la puerta comenzó a dar voces, diciendo de esta manera:
«¡Honesta cosa es, y que cumple mucho a nuestra honra y a tu buena
fama lo que has hecho! ¿Parécete buena cosa menospreciar y tener en poco
los mandamientos de tu madre, que más es tu señora, dándome pena con
los sucios amores de mi enemiga, la cual en esta tu pequeña edad juntaste
contigo con tus atrevidos y temerarios pensamientos? ¿Piensas tú que tengo
yo de sufrir por amor de ti nuera que sea mi enemiga? Pero tú, mentiroso y
corrompedor de buenas costumbres, ¿presumes que tú sólo eres engendrado
para los amores, y que yo, por ser ya mujer de edad, no podré parir otro
Cupido? Pues quiero ahora que sepas que yo podré engendrar otro mucho
mejor que tú, y aunque, porque más sientas la injuria, adoptaré por hijo a
alguno de mis esclavos y servidores; y le daré yo alas y llamas de amor con
el arco y las saetas, y todo lo otro que te di a ti, no para estas cosas en que
tú andas, que aun bien sabes tú que de los bienes de tu padre ninguna cosa
te he dado para esta negociación; pero tú, como desde muchacho fuiste mal
criado y tienes las manos agudas, muchas veces, sin reverencia ninguna,
tocaste a tus mayores, y aun a mí, que soy tu madre. A mí misma digo que,
como parricida, cada día me descubres y muchas veces me has herido, y
ahora me menosprecias como si fuese viuda, que aun no temes a tu
padrastro, el dios Marte, muy fuerte y tan grande guerreador. ¿Qué no
puedo yo decir en esto que tú muchas veces, por darme pena,
acostumbraste a darle mujeres? Pero yo haré que te arrepientas de este
juego, y que tú sientas bien estas acedas y amargas bodas que hiciste, como
quiera que esto que digo es por demás, porque éste burlará de mí. Pues
¿qué haré ahora, o en qué manera castigaré a este bellaco? No sé si pida
favor de mi enemiga la Templanza, la cual yo ofendí muchas veces por la
lujuria y vicio de éste; como quiera que sea, yo delibero de ir a hablar con
esta dueña, aunque sea rústica y severa; pena recibo en ello, pero no es de
desechar el placer de tanta venganza, y por esto yo le quiero hablar, que no
hay otra ninguna que mejor castigue a este mentiroso y le quite las saetas y
el arco y le desnude de todos sus fuegos de amores; y no solamente hará
esto, pero a su persona misma resistirá con fuertes remedios. Entonces
pensaré yo que mi injuria está satisfecha cuando le rayere de la cabeza
aquellos cabellos de color de oro, que muchas veces le atavié con estas mis
manos, y cuando le trasquilare aquellas alas que yo en mi falda le unté con
algalia y almizcle muchas veces.»
Después que Venus hubo dicho todas estas palabras, saliose fuera muy
enojada, diciendo palabras de enojo; pero la diosa Ceres y Juno, como la
vieron enojada, la fueron a acompañar y le preguntaron qué era la causa por
que traía el gesto tan turbado, y los ojos, que resplandecían de tanta
hermosura, traía tan revueltos, mostrando su enojo. Ella respondió:
«A buen tiempo venís para preguntarme la causa de este enojo que
traigo, aunque no por mi voluntad, sino porque otro me lo ha dado; por
ende, yo os ruego que con todas vuestras fuerzas me busquéis a aquella
huidora de Psiches, doquier que la halláredes, porque yo bien sé que
vosotras bien sabéis toda la historia de lo que ha acontecido en mi casa de
este hijo que no oso decir que es mío.»
Entonces ellas, sabiendo bien las cosas que habían pasado, deseando
amansar la ira de Venus, comenzáronle a hablar de esta manera:
«¿Qué tan gran delito pudo hacer tu hijo que tú, señora, estés contra él
enojada con tan gran pertinacia y malenconia, y que aquella que él mucho
ama tú la desees destruir? Porque te rogamos que mires bien si es crimen
para éste que le pareciese bien una doncella. ¿No sabes que es hombre? ¿Se
te ha olvidado ya cuántos años ha tu hijo? Porque es mancebo y hermoso,
¿tú piensas que es todavía muchacho? Tú eres su madre y mujer de seso, y
siempre has experimentado los placeres y juegos de tu lujo:
y tú culpas en
él y reprendes sus artes y vicios y amores, y ¿quieres encerrar la tienda
pública de los placeres de las mujeres?»
En esta manera ellas querían satisfacer al dios Cupido, aunque estaba
ausente, por miedo de sus saetas. Mas Venus, viendo que ellas trataban su
injuria burlándose de ella, dejándolas a ellas con la palabra en la boca,
cuanto más prestamente pudo tomó su camino para la mar, de donde había
salido.
Sexto libro
Argumento
Después de haber buscado con mucha fatiga a Cupido y después de lo que
le avisó Ceres y del mal acogimiento que halló en Juno, Psiches, de su
propia voluntad se ofreció a Venus; y luego escribe la subida de Venus al
cielo, y cómo pidió ayuda a los dioses; y con cuánta soberbia trataba a
Psiches, mandándole que apartase de un montón grande de todas las
simientes cada linaje de granos por su parte, y que le trajese el vellocino de
oro; y del licor del lago infernal le trajese un jarro lleno; asimismo le
trajese una bujeta llena de la hermosura de Proserpina; todas las cuales
cosas hechas por ayuda de los dioses, Psiches casó con su Cupido en el
consejo de los dioses. Y sus bodas fueron celebradas en el cielo, del cual
matrimonio nació el Deleite.
Capítulo I
Cómo Psiches, muy lastimada, llorando, fue al templo de Ceres y al de
Juno a demandarles socorro de su fatiga, y ninguna se le dio por no enojar
a Venus.
-Entre tanto, Psiches discurría y andaba por diversas partes y caminos,
buscando de día y de noche, con mucha ansia y trabajo, si podría hallar
rastro de su marido; y tanto más le crecía el deseo de hallarlo, cuanto era la
pena que traía en buscarlo, y deliberaba entre sí que si no lo pudiese con
sus halagos, como su mujer amansar, que al menos como sierva, con sus
ruegos y oraciones lo aplacaría. Yendo en esto pensando vio un templo
encima de tan alto monte, y dijo:
«¿Dónde sé yo ahora si por ventura mi señor mora en este templo?»
Luego enderezó el paso hacia allá, el cual como quiera que ya le
desfallecía por los grandes y continuos trabajos, pero la esperanza de hallar
a su marido la aliviaba. Así que, habiendo ya subido y pasado todos
aquellos montes, llegó al templo y entrose dentro, donde vio muchas
espigas de trigo y cebada, hoces y otros instrumentos para segar; pero todo
estaba por el suelo, sin ningún orden, confuso, como acostumbran a hacer
los segadores cuando con el trabajo se les cae de las manos. Psiches, como
vio todas estas cosas derramadas, comenzó a apartar cada cosa por su parte
y componerlo y ataviarlo todo, pensando, como era razón, que de ningún
dios se deben menospreciar las ceremonias, antes, procurar de siempre
tener propicia su misericordia. Estando Psiches ataviando y componiendo
estas cosas entró la diosa Ceres, y como la vio, comenzó de lejos a dar
grandes voces, diciendo:
«¡Oh Psiches desventurada! La diosa Venus anda por todo el mundo con
grandísima ansia buscando rastro de ti:
y con cuanta furia puede desea y
busca traerte a la muerte; y con toda la fuerza de su deidad procura haber
venganza de ti, y tú ahora estás aquí teniendo cuidado de mis cosas. ¿Cómo
puedes tú pensar otra cosa sino lo que cumple a tu salud?»
Entonces, Psiches lanzose a sus pies y comenzolos a regar con sus
lágrimas y barrer la tierra con sus cabellos, suplicando y pidiéndole perdón
con muchos ruegos y plegarias, diciendo:
«Ruégote, señora, por la tu diestra mano sembradora de los panes, y por
las ceremonias alegres de las sementeras, y por los secretos de las canastas
de pan, y por los carros que traen los dragones tus siervos, y por las aradas
y barbechos de Sicilia, y por el carro de Plutón que arrebató a Proserpina, y
por el descendimiento de tus bodas, y por la tornada cuando tornó con las
hachas ardiendo de buscar a su hija, y por el sacrificio de la ciudad
eleusina, y por las otras cosas y sacrificios que se hacen en silencio, que
socorras a la triste ánima de tu sierva Psiches, y consiénteme que entre
estos montones de espigas me pueda esconder algunos pocos días, hasta
que la cruel ira de tan gran diosa como es Venus por espacio de algún
tiempo se amanse, o hasta que al menos mis fuerzas, cansadas de tan
continuo trabajo, con un poco de reposo se restituyan.»
Ceres le respondió:
«Ciertamente yo me he conmovido a compasión por ver tus lágrimas y
lo que me ruegas, y deseo ayudarte; pero no quiero incurrir en desgracia de
aquella buena mujer de mi cuñada, con la cual tengo antigua amistad. Así,
que tú parte luego de mi casa, y recibe en gracia que no fuiste presa por mí
ni retenida.»
Cuando esto oyó Psiches, contra lo que ella pensaba, afligida de doblada
pena y enojo tomó su camino, tornando para atrás, y vio un hermoso
templo que estaba en una selva de árboles muy grandes, en un valle, el cual
era edificado muy pulidamente:
y como ella se tuviese por dicho ninguna
vía dudosa o de mejor esperanza jamás dejarla de probar, y que andaba
buscando socorro de cualquier dios que hallase, llegose a la puerta del
templo y vio muy ricos dones de ropas y vestiduras colgadas de los postes
y ramas de los árboles, con letras de oro que declaraban la causa por que
eran allí ofrecidas y el nombre de la diosa a quien se dan. Entonces,
Psiches, las rodillas hincadas, abrazando con sus manos el altar y limpiadas
las lágrimas de sus ojos, comenzó a decir de esta manera:
«¡Oh, tú, Juno, mujer y hermana del gran Júpiter! O tú estás en el
antiguo templo de la isla de Samos, la cual se glorifica porque tú naciste
allí y te criaste:
o estás en las sillas de la alta ciudad de Cartago, la cual te
adora como doncella que fuiste llevada al cielo encima de un león:
o si por
ventura estás en la ribera del río Inaco, el cual hace memoria de ti, que eres
casada con Júpiter y reina de las diosas:
o tú estás en las ciudades
magníficas de los griegos, adonde todo Oriente te honra como diosa de los
casamientos y todo Occidente te llama Lucina:
o doquiera que estés, te
ruego que socorras a mis extremas necesidades, y a mí, que estoy fatigada
de tantos trabajos pasados, plégate librarme de tan gran peligro como está
sobre mí, porque yo bien sé que de tu propia gana y voluntad acostumbras
socorrer a las preñadas que están en peligro de parir.»
Acabado de decir esto, luego le apareció la diosa Juno, con toda su
majestad, y dijo:
«Por Dios, que yo querría dar mi favor y todo lo que pudiese a tus
rogativas, pero contra la voluntad de Venus, mi nuera, la cual siempre amé
en lugar de mi hija, no lo podría hacer, porque la vergüenza me resiste.
Además de esto, las leyes prohíben que nadie pueda recibir a los esclavos
fugitivos contra la voluntad de sus señores.»
Capítulo II
Cómo, cansada Psiches de buscar remedio para hallar a su marido
Cupido, acordó de irse a presentar ante Venus por demandarle merced,
porque Mercurio la había pregonado, y cómo Venus la recibió.
-Con este naufragio de la fortuna, espantada Psiches viendo asimismo
que ya no podía alcanzar a su marido, que andaba volando, desesperada de
toda su salud, comenzó a aconsejarse con su pensamiento en esta manera:
¿Qué remedio se puede ya buscar ni tentar para mis penas y trabajos a los
cuales el favor y ayuda de las diosas, aunque ellas lo querían, no pudo
aprovechar? Pues que así es, ¿adónde podría yo huir, estando cercada de
tantos lazos? ¿Y qué casas o en qué soterraños me podría esconder de los
ojos inevitables de la gran diosa Venus? Pues que no puede huir, toma
corazón de hombre y fuertemente resiste a la quebrada y perdida esperanza
y ofrécete de tu propia gana a tu señora, y con esta obediencia, aunque sea
tarde, amansarás su ímpetu y saña. ¿Qué sabes tú si por ventura hallarás
allí, en casa de la madre, al que muchos días hace que andas a buscar? De
esta manera aparejada para el dudoso servicio y cierto fin, pensaba entre sí
el principio de su futura suplicación. En este medio tiempo, Venus, enojada
de andar a buscar a Psiches por la tierra, acordó de subirse al cielo, y
mandando aparejar su carro, el cual Vulcano, su marido, muy sutil y
pulidamente había fabricado y se lo había dado en arras de su casamiento,
hecho las ruedas de manera de la Luna, muy rico y precioso, con daño de
tanto oro y de muchas otras aves, que estaban cerca de la cámara de Venus,
salieron cuatro palomas muy blancas, pintados los cuellos, y pusiéronse
para llevar el carro; y recibida la señora encima del carro, comenzaron a
volar alegremente, y tras del carro de Venus comenzaron a volar muchos
pájaros y aves, que cantaban muy dulcemente, haciendo saber cómo Venus
venía. Las nubes dieron lugar, los cielos se abrieron y el más alto de ellos la
recibió alegremente; las aves iban cantando:
con ella no temían las águilas
y halcones que encontraban. En esta manera, Venus, llegada al palacio real
de Júpiter, y con mucha osadía y atrevimiento, pidió a Júpiter que mandase
al dios Mercurio le ayudase con su voz, que había menester para cierto
negocio. Júpiter se lo otorgó y mandó que así se hiciese. Entonces ella,
alegremente, acompañándola Mercurio, se partió del cielo, la cual en esta
manera habló a Mercurio:
«Hermano de Arcadia, tú sabes bien que tu hermana Venus nunca hizo
cosa alguna sin tu ayuda y presencia; ahora tú no ignoras cuánto tiempo ha
que yo no puedo hallar a aquella mi sierva que se anda escondiendo de mí:
así que ya no tengo otro remedio sino que tú públicamente pregones que le
será dado gran premio a quien la descubriere. Por ende, te ruego que hagas
prestamente lo que digo. Y en tu pregón da las señales e indicios por donde
manifiestamente se pueda conocer. Porque si alguno incurriere en crimen
de encubrirla ilícitamente, no se pueda defender con excusación de
ignorancia.»
Y diciendo esto, le dio un memorial en el cual se contenía el nombre de
Psiches y las otras cosas que había de pregonar. Hecho esto, luego se fue a
su casa. No olvidó Mercurio lo que Venus le mandó hacer, y luego se fue
por todas las ciudades y lugares, pregonando de esta manera:
Si alguno
tomare o mostrare dónde está Psiches, hija del rey y sierva de Venus, que
anda huida, véngase a Mercurio, pregonero que está tras el templo de
Venus, y allí recibirá por galardón de su indicio, de la misma diosa Venus,
siete besos muy suaves y otro muy más dulce. De esta manera pregonando
Mercurio, todos los que lo oían, con codicia de tanto premio, se aderezaron
para buscarla. La cual cosa, oída por Psiches, le quitó toda tardanza de irse
a presentar ante Venus, y llegando ella a las puertas de su señora, salía a
ella una doncella de Venus, que había nombre Costumbre, la cual, como
vio a Psiches, comenzó a dar grandes voces, diciendo:
«Vos, dueña, mala esclava, hasta que ya sentís que tenéis señora:
aun
sobre toda la maldad de tus malas mañas finges ahora que no sabes cuánto
trabajo hemos pasado buscándote. Pero bien está, pues que caíste en mis
manos:
haz cuenta que caíste en la cárcel del infierno, y donde no podrás
salir, y prestamente recibirás las penas de tu contumacia y rebeldía.»
Diciendo esto, arremetió a ella, y con gran audacia echole mano de los
cabellos y comenzola a llevar ante Venus, como quiera que Psiches no
resistía la ida. La cual, luego que Venus la vio comenzose de reír como
suelen hacer todos los que están con mucha ira, y meneando la cabeza,
rascándose en la oreja, comenzó a decir:
«Basta que ya fuiste contenta de hablar a tu suegra; y por cierto, antes
creo yo que lo hiciste por ver a tu marido, que está a la muerte de la llaga
de tus manos; pero está segura que yo te recibiré como conviene a buena
nuera.»
Y como esto dijo, mandó llamar a sus criadas la Costumbre y la
Tristeza, a las cuales, como vinieron, mandó que azotasen a Psiches. Ellas,
siguiendo el mandamiento de su señora, dieron tantos de azotes a la
mezquina de Psiches, que la afligieron y atormentaron, y así la tornaron a
presentar otra vez ante su señora. Cuando Venus la vio comenzose otra vez
a reír, y dijo:
«¿Y aun ves cómo en la alcahuetería de su vientre hinchado nos
conmueve a misericordia? ¿Piensas hacerme abuela bien dichosa con lo
que saliere de esta tu preñez? Dichosa yo, que en la flor de mi juventud me
llamarán abuela y el hijo de una esclava bellaca oirá que le llame nieto de
Venus. Pero necia soy en esto yo, porque por demás puedo yo decir que mi
hijo es casado, porque estas bodas no son entre personas iguales, y además
de esto fueron hechas en un monte sin testigos y no consintiendo su padre,
por lo cual estas bodas no se pueden decir legítimamente hechas; y por
esto, si yo consiento que tú hayas de parir, a lo menos nacerá de ti un
bastardo.»
Y diciendo esto, arremetió con ella y rompiole las tocas, trabándole de
los cabellos y dándole de cabezadas, que la afligió gravemente; luego tomó
trigo y cebada, mijo, simientes de adormideras, garbanzos, lentejas y habas,
lo cual, todo mezclado y hecho un gran montón, dijo a Psiches:
«Tú me pareces tan disforme y bellaca esclava, que con ninguna cosa
aplaces a tus enamorados, sino con los muchos servicios que les haces.
Pues yo quiero ahora experimentar tu diligencia. Aparta todos los granos de
estas simientes que están juntas en este montón, y cada simiente de éstas,
muy bien dispuestas y apartadas de por sí, me las has de dar antes de la
noche.»
Y dicho esto, ella se fue a cenar a las bodas de sus dioses. Psiches,
embargada con la grandeza de aquel mandamiento, estaba callando como
una muerta, que nunca alzó la mano a comenzar tan grande obra para nunca
acabar. Entonces aquella pequeña hormiga del campo, habiendo mancilla
de tan gran trabajo y dificultad, como era el de la mujer del gran dios del
amor, maldiciendo la crueldad de su suegra Venus, discurrió prestamente
por esos campos y llamó y rogó a todas las batallas y muchedumbres de
hormigas diciéndoles:
«¡Oh sutiles hijas y criadas de la tierra, madre de todas las cosas, habed
merced y mancilla y socorred con mucha velocidad a una moza hermosa,
mujer del dios de Amor, que está en mucho peligro!»
Entonces, como ondas de agua, venían infinitas hormigas cayendo unas
sobre otras, y con mucha diligencia cada una, grano a grano, apartaron todo
el montón. Después de apartados y divisos todos los géneros de granos de
cada montón sobre sí, prestamente se fueron de allí. Luego, al comienzo de
la noche, Venus, tornando de su fiesta, harta de vino y muy olorosa, llena
toda la cabeza y cuerpo de rosas resplandecientes, vista la diligencia del
gran trabajo, dijo:
«¡Oh mala!; no es tuya ni de tus manos esta obra, sino de aquel a quien
tú por tu mal y por el suyo has aplacido.»
Y diciendo esto, echole un pedazo de pan, para que comiese y fuese a
acostar. Entre tanto, Cupido estaba solo y encerrado en una cámara de las
que estaban más adentro de casa:
el cual estaba allí encerrado así por que la
herida no se dañase, si algún mal deseo le viniese, como por que no hablase
con su amada Psiches. De esta manera, dentro de una casa y debajo de un
tejado, apartados los enamorados, con mucha fatiga pasaron aquella noche
negra y muy obscura.
Capítulo III
En el cual trata cómo la vieja, procediendo en su muy largo cuento, narra
los trabajos que Venus dio a Psiches, por darle ocasión a desesperar y
morir. Y cómo, por conmiseración de los dioses, Venus la vino a perdonar,
y con mucho placer se celebraron las bodas en el cielo.
-Después que amaneció, mandó Venus llamar a Psiches y dijo de esta
manera:
«¿Ves tú aquella floresta por donde pasa aquel río que tiene aquellos
grandes árboles alrededor, debajo del cual está una fuente cerca? ¿Y ves
aquellas ovejas resplandecientes y de color de oro que andan por allí
paciendo sin que nadie las guarde? Pues ve allá luego y tráeme la flor de su
precioso vellocino en cualquier manera que lo puedas haber.»
Psiches, de muy buena gana se fue hacia allá, no con pensamiento de
hacer lo que Venus le había mandado, sino por dar fin a sus males,
lanzándose de un risco de aquellos dentro en el río. Cuando Psiches llegó al
río, una caña verde, que es madre de la música suave, meneada por un
dulce aire por inspiración divina, habló de esta manera:
«Psiches, tú que has sufrido tantas tribulaciones no quieras ensuciar mis
santas aguas con tu misérrima muerte, ni tampoco llegues a estas
espantosas ovejas, porque tomando el calor y ardor del Sol suelen ser muy
rabiosas, y con los cuernos agudos y las frentes de piedra, aun mordiendo
con los dientes ponzoñosos, matan a muchos hombres. Pero después que
pasare el ardor del mediodía y las ovejas se van a reposar a la frescura del
río, podrás esconderte debajo de aquel alto plátano, que bebe del agua de
este río que yo bebo. Y como tú vieres que las ovejas, pospuesta toda su
ferocidad, comienzan a dormir, sacudirás las ramas y hojas de aquel monte
que está cerca de ellas y allí hallarás las guedejas de oro que se pegan por
aquellas matas cuando las ovejas pasan.»
En esta manera la caña, por su virtud y humanidad, enseñaba a la
mezquina de Psiches de cómo se había de remediar. Ella, cuando esto oyó,
no fue negligente en cumplirlo. Pero haciendo y guardando todo lo que ella
dijo, hurtó el oro con la lana de aquellos montes, y cogido lo trajo y echó
en el regazo de Venus. Mas con todo esto nunca mereció cerca de su señora
galardón su segundo trabajo, antes, torciendo las cejas con una risa falsa,
dijo en esta manera:
«Tampoco creo yo ahora que en esto que tú hiciste no faltó quien te
ayudase falsamente. Pero yo quiero experimentar si por ventura tú lo haces
con esfuerzo tuyo y prudencia o con ayuda de otro; por ende, mira bien
aquella altura de aquel monte adonde están aquellos riscos muy altos, de
donde sale una fuente de agua muy negra, y desciende por aquel valle
donde hace aquellas lagunas negras y turbias y de allí salen algunos arroyos
infernales. De allí, de la altura donde sale aquella fuente, tráeme este vaso
lleno de rocío de aquella agua.»
Y diciendo esto, le dio un vaso de cristal, amenazándola con palabras
ásperas si no cumpliese lo que le mandaba. Psiches, cuando esto oyó,
aceleradamente se fue hacia aquel monte, para subir encima de él y desde
allí echarse, para dar fin a su amarga vida. Pero como llegó alrededor de
aquel monte, vio una mortal y muy grande dificultad para llegar a él,
porque estaba allí un risco muy alto que parecía que llegaba al cielo, y tan
liso, que no había quien por él pudiese subir; de encima de aquél salía una
fuente de agua negra y espantable, la cual, saliendo de su nación, corría por
aquellos riscos abajo y venía por una canal angosta cercada de muchos
árboles, la cual venía a un valle grande que estaba cercado de una parte y
de otra de grandes riscos, adonde moraban dragones muy espantables, con
los cuellos alzados y los ojos tan abiertos, para velar, que jamás los
cerraban ni pestañeaban, en tal manera, que perpetuamente estaban en vela;
y como ella llegó allí, las mismas aguas le hablaron, diciéndole muy
muchas veces:
«Psiches, apártate de ahí, mira muy bien lo que haces. Y guárdate de
hacer lo que quieres; huye luego, si no, cata que morirás.»
Cuando Psiches vio la imposibilidad que había de llegar a aquel lugar,
fue tornada como una piedra, y aunque estaba presente con el cuerpo,
estaba ausente con el sentido. En tal manera, que con el gran miedo del
peligro estaba tan muerta que carecía del último consuelo y solaz de las
lágrimas. Pero no pudo esconderse a los ojos de la Providencia tanta fatiga
y turbación de la inocente Psiches, la cual, estando en esta fatiga, aquella
ave real de Júpiter que se llama águila, abiertas las alas, vino volando
súbitamente, recordándose del servicio que antiguamente hizo Cupido a
Júpiter, cuando por su diligencia arrebató a Ganimedes el troyano, para su
copero, queriendo dar ayuda y pagar el beneficio recibido, en ayudar a los
trabajos de Psiches, mujer de Cupido, dejó de volar por el cielo y vínose a
la presencia de Psiches y díjole en esta manera:
«¿Cómo tú eres tan simple y necia de las tales cosas, que esperas poder
hurtar ni solamente tocar una sola gota de esta fuente no menos cruel que
santísima? ¿Tú nunca oíste alguna vez que estas aguas estígeas son
espantables a los dioses y aun al mismo Júpiter? Además de esto, vosotros,
los mortales, juráis por los dioses, pero los dioses acostumbran jurar por la
majestad del lago estigio:
pero dame este vaso que traes.»
El cual ella le dio y el águila se lo arrebató de la mano muy presto, y
volando entre las bocas y dientes crueles y las lenguas de tres órdenes de
aquellos dragones, fue al agua e hinchó el vaso, consintiéndolo la misma
agua, y aun amonestándole que prestamente se fuese, antes que los
dragones la matasen. El águila, fingiendo que por mandato de la diosa
Venus y para su servicio había venido por aquella agua, por la cual causa
más fácilmente llegó a henchir el vaso y salir libre con ella, en esta manera,
tornó con mucho gozo y dio el vaso a Psiches, lleno de agua; la cual la
llevó luego a la diosa Venus. Pero con todo esto nunca pudo aplacar ni
amansar la crueldad de Venus; antes ella, con su risa mortal, como solía, le
habló amenazándola con mayores y más peores tormentos, diciendo:
«Ya tú me pareces una maga y gran hechicera, porque muy bien has
obtemperado a mis mandamientos y hecho lo que yo te mandé; mas tú,
lumbre de mis ojos, aún resta otra cosa que has de hacer. Toma esta bujeta,
la cual le dio, y vete a los palacios del infierno, y darás esta bujeta a
Proserpina, diciéndole:
Venus te ruega que le des aquí una poca de tu
hermosura, que baste siquiera para un día, porque todo lo hermoso que ella
tenía lo ha perdido y consumido curando a su hijo Cupido, que está muy
mal, y torna presto con ella, porque tengo necesidad de lavarme la cara con
esto para entrar en el teatro y fiesta de los dioses.»
Entonces, Psiches, abiertamente, sintió su último fin y que era
compelida manifiestamente a la muerte que le estaba aparejada. ¿Qué
maravilla que lo pensase, pues que era compelida a que de su propia gana y
por sus propios pies entrase al infierno, donde estaban las ánimas de los
muertos? Con este pensamiento no tardó mucho, que se fue a una torre muy
alta para echarse de allí abajo, porque de esta manera ella pensaba
descender muy presto y muy derechamente a los infiernos. Pero la torre le
habló en esta manera:
«¿Por qué, mezquina de ti, te quieres matar,
echándote de aquí abajo, pues que ya éste es el peligro y trabajo que has de
pasar? Porque si una vez tu alma fuere apartada de tu cuerpo, bien podrás ir
de cierto al infierno. Pero, créeme, que en ninguna manera podrás tornar a
salir de allí. No está muy lejos de aquí una noble ciudad de Achaya, que se
llama Lacedemonia; cerca de esta ciudad busca un monte que se llama
Tenaro, el cual está apartado en lugares remotos. En este monte está una
puerta del infierno, y por la boca de aquella cueva se muestra un camino sin
caminantes, por donde si tú entras, en pasando el umbral de la puerta, por la
canal de la cueva derecho, podrás ir hasta los palacios del rey Plutón; pero
no entiendas que has de llevar las manos vacías, porque te conviene llevar
en cada una de las manos una sopa de pan mojada en meloja, y en la boca
has de llevar dos monedas; y después que ya hubieres andado buena parte
de aquel camino de la muerte hallarás un asno cojo cargado de leña, y con
él un asnero también cojo, el cual te rogará que le des ciertas chamizas para
echar en la carga que se le cae:
pero tú pásate callando, sin hablarle
palabra; y después, como llegares al río muerto donde está Carón, él te
pedirá el portazgo, porque así pasa él en su barca de la otra parte a los
muertos que allí llegan:
porque has de saber que hasta allí entre los muertos
hay avaricia, que ni Carón ni aquel gran rey Plutón hacen cosa alguna de
gracia, y si algún pobre muere cúmplele buscar dineros para el camino,
porque si no los llevare en la mano no le pasarán de allí. A este viejo suyo
darás en nombre de flete una moneda de aquellas que llevares; pero ha de
ser que él mismo la tome con su mano de tu boca. Después que hubieres
pasado este río muerto hallarás otro viejo muerto y podrido que anda
nadando sobre las aguas de aquel río, y alzando las manos te rogará que lo
recibas dentro en la barca; pero tú no cures de usar piedad, que no te
conviene. Pasado el río y andando un poco adelante hallarás unas viejas
tejedoras que están tejiendo una tela, las cuales te rogarán que les toques la
mano; pero no lo hagas, porque no te conviene tocarles en manera ninguna.
Que has de saber que todas estas cosas y otras muchas nacen de las
asechanzas de Venus, que querría que te pudiesen quitar de las manos una
de aquellas sopas:
lo cual te sería muy grave daño, porque si una de ellas
perdieses nunca jamás tornarías a esta vida. Demás de esto sepas que está
un poco adelante un perro muy grande, que tiene tres cabezas, el cual es
muy espantable, y ladrando con aquellas bocas abiertas espanta a los
muertos, a los cuales ya ningún mal puede hacer, y siempre está velando
ante la puerta del obscuro palacio de Proserpina, guardando la casa vacía de
Plutón. Cuando aquí llegares, con una sopa que le lances lo tendrá
enfrenado y podrás luego pasar fácilmente, y entrarás adonde está
Proserpina, la cual te recibirá benigna y alegremente y te mandará sentar y
dar muy bien de comer. Pero tú siéntate en el suelo y come de aquel pan
negro que te dieren; y pide luego de parte de Venus aquello por que eres
venida, y recibido lo que te dieren en la bujeta, cuando tornares, amansarás
la rabia de aquel perro con la otra sopa. Y cuando llegares al barquero
avariento, le darás la otra moneda que guardaste en la boca; y pasando
aquel río tornarás por las mismas pisadas por donde entraste, y así vendrá a
ver esta claridad celestial. Pero sobre todas las cosas te apercibo que
guardes una:
que en ninguna manera cures de abrir ni mirar lo que traes en
la bujeta, ni procures de ver el tesoro escondido de la divina hermosura.»
De esta manera aquella torre, habiendo mancilla de Psiches, le declaró
lo que le era menester de adivinar. No tardó Psiches, que luego se fue al
monte Tenaro, y tomados aquellos dineros y aquellas sopas como le mandó
la torre, entrose por aquella boca del infierno, y pasado callando aquel
asnero cojo, y pagado a Carón su flete por que le pasase, y menospreciado
asimismo el deseo de aquel viejo muerto que andaba nadando, y también
no curando de los engañosos ruegos de las viejas tejedoras, y habiendo
amansado la rabia de aquel temeroso perro con el manjar de aquella sopa,
llegó, pasado todo esto, a los palacios de Proserpina; pero no quiso aceptar
el asentamiento que Proserpina le mandaba dar, ni quiso comer de aquel
manjar que le ofrecían; mas humildemente se sentó ante sus pies, y
contenta con un pedazo de pan bazo, le expuso la embajada que traía de
Venus; y luego, Proserpina le hinchó la bujeta secretamente de lo que
pedía; la cual luego se partió, y aplacado el ladrar y la braveza del perro
infernal con el engaño de la otra sopa que le quedaba, y habiendo dado la
otra moneda a Carón el barquero por que la pasase, tornó del infierno más
esforzada de lo que entró. Y después de adorada la clara luz del día, que
tornó a ver, como quiera que en cumplir esto acababa el servicio que Venus
le había mandado, vínole al pensamiento una temeraria curiosidad,
diciendo:
«Bien soy yo necia trayendo conmigo la divina hermosura que no tome
de ella siquiera un poquito para mí, para que pueda placer a aquel mi
hermoso enamorado.»
Y como esto dijo, abrió la bujeta, dentro de la cual ninguna cosa había,
ni hermosura alguna, salvo un sueño infernal y profundo, el cual, como fue
destapado, cubrió a Psiches de una niebla de sueño grueso, que todos sus
miembros le tomó y poseyó, y en el mismo camino por donde venía cayó
durmiendo como una cosa muerta. Pero Cupido, ya que convalecía de su
llaga, no pudiendo tolerar ni sufrir la luenga ausencia de su amiga, estando
ya bien dispuesto y las alas restauradas, porque había días que holgaba,
saliose por una ventana pequeña de su cámara, donde estaba encerrado, y
fue presto a socorrer a su mujer Psiches, y apartando de ella el sueño, y
lanzado otra vez dentro en la bujeta, tocó livianamente a Psiches con una
de sus saetas y despertola diciéndole:
«¿Aun tú, mezquina de ti, no escarmientas, que poco menos fueras
muerta por semejante curiosidad que la que hiciste conmigo? Pero ve ahora
con la embajada que mi madre te mandó, y entre tanto, yo proveeré en lo
otro que fuere menester.»
Dicho esto, levantose con sus alas y fuese volando. Psiches llevó lo que
traía de Proserpina y diolo a Venus; entre tanto, Cupido, que andaba muy
fatigado del gran amor, la cara amarilla, temiendo la severidad no
acostumbrada de su madre, tornose al almario de su pecho y con sus ligeras
alas voló al cielo y suplicó al gran Júpiter que le ayudase, y recontole toda
su causa. Entonces Júpiter tomole la barba, y trayéndole la mano por la cara
lo comenzó a besar, diciendo:
«Como quiera que tú, señor hijo, nunca me guardaste la honra que se
debe a los padres por mandamiento de los dioses; pero aun este mismo
pecho, en el cual se encierran y disponen todas las leyes de los elementos, y
a las veces de las estrellas, muchas veces lo llagaste con continuos golpes
del amor, y lo ensuciaste con muchos lazos de terrenal lujuria, y lisiaste mi
honra y fama con adulterios torpes y sucios contra las leyes, especialmente
contra la ley Julia, y a la pública disciplina, transformando mi cara y
hermosura en serpientes, en fuegos, en bestias, en aves y en cualquier otro
ganado. Pero, con todo esto, recordándome de mi mansedumbre y de que tú
creciste entre estas mis manos, yo haré todo lo que tú quisieres, y tú sépaste
guardar de otros que desean lo que tú deseas. Esto sea con una condición:
que si tú sabes de alguna doncella hermosa en la tierra, que por este
beneficio que de mí recibes debes de pagarme con ella la recompensa.»
Después que esto hubo hablado, mandó a Mercurio que llamase a todos
los dioses a consejo; y si alguno de ellos faltase, que pagase diez mil
talentos de pena. Por el cual miedo todos vinieron y fue lleno el palacio
donde estaba Júpiter, el cual, asentado en la silla alta, comenzó a decir de
esta manera:
«¡Oh dioses, escritos en el blanco de las musas! Vosotros todos sabéis
cómo este mancebo que yo crié en mis manos procuré de refrenar los
ímpetus y movimientos ardientes de su primera juventud. Pero harto basta
que él es infamado entre todos de adulterios y de otras corruptelas, por lo
cual es bien que se quite toda ocasión, y para esto me parece que su
licencia de juventud se debe de atar con lazo de matrimonio. Él ha escogido
una doncella, la cual privó de su virginidad:
téngala y poséala y siempre
use de sus amores.»
Y diciendo esto, volvió la cara a Venus y díjole:
«Tú, hija, no te entristezcas por esto; no temas a tu linaje ni al estado del
matrimonio mortal, porque yo haré que estas bodas no sean desiguales, mas
legítimas o bien ordenadas como el derecho lo manda.»
Y luego mandó a Mercurio que tomase a Psiches y la subiese al cielo, a
la cual Júpiter dio a beber del vino a los dioses, diciéndole:
«Toma, Psiches, bebe esto y serás inmortal; Cupido nunca se apartará de
ti; estas bodas vuestras durarán para siempre.»
Dicho esto, no tardó mucho cuando vino la cena muy abundante, como a
tales bodas convenía. Estaba sentado a la mesa Cupido en el primer lugar y
Psiches en su regazo. De la otra parte estaba Júpiter con Juno, su mujer, y
después, por orden, todos los otros dioses. El vino de alfajor, que es un
vino de los dioses, suministrábalo Ganimedes a Júpiter como copero suyo,
y a los otros, el dios Baco. Vulcano cocinaba la cena; las ninfas henchían
de flores y rosas y otros olores la sala donde cenaban; las musas cantaban
muy dulcemente; Apolo cantaba con su vihuela; Venus entró a la suave
música y bailó hermosamente. En esta manera era el convite ordenado:
que
el coro de las musas cantase y el sátiro hinchase la gaita y el dios Pan
tañese un tamboril. De esta manera vino Psiches en manos del dios Cupido.
Y estando ya Psiches en tiempo del parir, nacioles una hija, a la cual
llamamos Placer.
En esta manera aquella vejezuela loca y liviana contaba esta conseja a la
doncella cautiva; pero yo, como estaba allí cerca, oíalo todo y dolíame que
no tenía tinta y papel para escribir y notar tan hermosa novela.»
Capítulo IV
Cómo, después que la vieja acabó de contar esta fábula a una doncella,
para consolarla, vinieron los ladrones, y cómo, tornándose a ausentar,
probó Lucio a libertarse con huida, llevándose consigo a la doncella, y
topando a los ladrones en el camino, los volvieron, amenazándolos con el
morir.
En esto entraron los ladrones por la puerta, cargados, diciendo que
habían peleado muy fuertemente, y dejados en casa algunos de los heridos
para que curasen sus llagas, algunos de los otros más esforzados tornaban,
según decían, por ciertos líos y cosas que habían dejado escondidas en una
cueva; y luego que comieron muy de prisa y arrebatadamente, sacaron del
establo a mí y a mi caballo, dándonos buenas varadas para que trajésemos
aquellas cosas, y puestos en el camino, pasadas muchas cuestas y valles,
yendo muy fatigados, casi a la noche llegamos a una cueva, de donde,
cargados de muchas cosas, que un poquito de tiempo no nos dejaron
descansar, tornaron al camino; ellos se apresuraban con tanto miedo, que
con los muchos palos que me daban, empujándome por que anduviese, me
lanzaron e hicieron caer sobre una piedra que estaba cerca del camino:
de
donde recibí tantos golpes y guinchones, que por levantarme me lisiaron en
la pierna derecha y en el casco de la mano siniestra. Y como yo comencé a
andar cojeando, uno de aquellos ladrones dijo:
-¿Hasta cuándo hemos de mantener de balde a este asnillo cansado y
aun ahora cojo?
Al cual otro respondió:
-¿Qué te maravillas? Que con mal pie entró en nuestra casa; después que
a nuestro poder vino, nunca hubimos otra buena ganancia, sino heridas y
muertes de nuestros compañeros.
A esto añadió otro:
-Cierto, lo que yo haría es que, como él, aunque le pese, haya llevado
esta carga hasta casa, luego le lanzaría de esas peñas abajo para que diese
de comer y fuese manjar agradable de los buitres.
En tanto que los mansos y misericordiosos hombres entre sí altercaban
de mi muerte, ya llegamos a casa, porque el temor de la muerte me hizo
alas en los pies. Como llegamos, luego prestamente nos quitaron de encima
lo que llevábamos, y no curando de nuestra salud, ni tampoco de mi
muerte, llamaron a sus compañeros que habían quedado en casa heridos, y
según lo que ellos decían era para contarles el enojo que habían habido de
nuestra tardanza. En todo esto no tenía yo poco miedo de la muerte, de que
me habían amenazado, y pensando en ella decía entre mí de esta manera:
-¿En qué estás, Lucio? ¿Qué cosa más extrema puedes esperar? Esta
muerte muy cruel te está aparejada por deliberación y acuerdo de los
ladrones, y en el cierto peligro poco aprovecha el esfuerzo. ¿Ves estos
riscos y peñas muy agudas? A cualquier parte que cayeres por ellas te
desmembrarás y harás pedazos:
porque el arte mágica que tú andabas a
buscar no te dio tan solamente la cara y las fatigas y trabajos de asno, mas
no cuero grueso como de asno, sino delgado y muy sutil, como de
golondrina. Pues que así es, ¿por qué no te esfuerzas y en tanto que puedes
provees a tu salud? Tienes ahora muy buena oportunidad para huir, y en
tanto que los ladrones no están en casa, ¿has de temer, por ventura, la
guarda de una vieja medio muerta, la cual puedes matar con una coz de tu
pie cojo? Pero ¿hasta dónde podré huir? O ¿quién me acogerá en su casa?
Este pensamiento, cierto, me parece necio y de asno:
porque ¿qué
caminante me hallará en el camino que no cabalgue encima de mí y me
lleve consigo?
Diciendo esto, con muy alegre esfuerzo, quebré el cabestro con que
estaba atado y eché a correr cuanto más presto pude; pero no pudiendo huir
los ojos de milano de aquella falsa vieja, la cual, como me vio suelto,
tomada audacia y esfuerzo más que su edad y condición le podían dar,
arrebatome por el cabestro y porfió a quererme tornar por fuerza al establo;
pero yo, recordándome del propósito mortal de aquellos ladrones, no me
moví a piedad alguna, antes, alzados los pies, le di un par de coces en
aquellos pechos, que di con ella en tierra. La vieja, como quiera que estaba
en tierra, todavía me tenía fuertemente por el cabestro:
de manera que,
aunque yo corría, la llevaba medio arrastrando; la cual luego comenzó con
grandes voces y gritos a pedir ayuda de otra más fuerza que la suya; pero
de nadie llamaba ayuda con sus voces, porque nadie oía que le pudiese
socorrer, salvo aquella doncella que allí estaba presa, la cual, a las voces
que la vieja daba, salió y vio una fiesta y aparato para ver. Conviene a
saber:
la vejezuela, trabada no de un toro, mas de un asno, y como aquello
vio, tomada en sí fuerza de varón, osó hacer una hazaña muy hermosa:
trabome con sus manos del cabestro y con palabras de halago comenzome a
detener un poco, y saltó encima de mí:
desde que allí se vio incitábame otra
vez para que corriese, y yo así, por la gana que tenía de huir como por
escapar aquella doncella, también por las varadas que muchas veces me
daba, corría como un caballo, saltando cuanto podía, y tentaba de responder
a las delicadas palabras de la doncella, y aun algunas veces, fingiendo
quererme rascar en el espinazo, volvía la cabeza y besaba los hermosos pies
de la moza. Entonces ella, con gran suspiro, mirando en hito hasta el cielo,
dijo:
-¡Oh soberanos dioses, dad ayuda y favor a mis extremos peligros, y tú,
cruel fortuna, déjame ya de perseguir:
harto te basta que ya te he
sacrificado con estas mis penas y tribulaciones; y tú, remedio de mi libertad
y de mi salud, si me llevares en salvo a mi casa y me tornares a mis padres
y a mi hermoso marido, ¡cuántas gracias te daré! ¡Cuántas honras te haré!
Primeramente estas tus crines muy bien peinadas te adornaré con mis joyas,
que me dio mi esposo; en tu frente peinada te haré una partidura; las cerdas
de tu cola, que por negligencia están revueltas y mal curadas, con mucha
diligencia las puliré y ataviaré:
todo te adornaré con chatones de oro, que
relumbres como las estrellas del cielo, como cuando en algún triunfo el
pueblo sale con mucha pompa y gozo a recibir al que triunfa; de continuo
traeré en el seno, debajo de la vestidura de seda, avellanas y otros manjares
delicados para engordar a ti, mi salvador y conservador; pero entre estos
manjares y la perpetua libertad que tendrás, la cual es felicidad de toda la
vida, no te faltará gloria de tu honra. Porque yo haré un testimonio y
perpetua memoria de esta mi presente fortuna de la divinal providencia, y
pintaré en una tabla la imagen y semejanza de esta mi presente huida y la
pondré en el palacio principal de mi casa; la cual será vista y oída entre
otras novelas, y será perpetuada esta historia por escritos de hombres
letrados, que diga así:
Una doncella de linaje real huyó de su cautividad
llevándola un asno. Tú serás comparado a los antiguos milagros, porque
por ejemplo de tu verdad creemos que Frixo nadó por la mar sobre un
carnero, y Arión escapó encima de un delfín, y Europa cabalgó y huyó
encima de un toro:
porque si fue verdad que Júpiter se transfiguró en buey,
bien puede ser que en este mi asno se esconda o alguna figura de hombre o
imagen de los dioses.
Entretanto que la doncella replicaba entre sí muchas veces estas cosas,
mezclando con este deseo grandes y continuados suspiros, llegamos adonde
se apartaban tres caminos. Cuando allí llegamos, ella, tirándome del
cabestro con cuanta fuerza podía, porfiaba de enderezarme por el camino
de a mano derecha, porque aquélla era la vía para ir a casa de sus padres.
Mas yo, sabiendo que los ladrones habían ido por allí a hacer otros robos y
saltos, resistíale fuertemente y entre mí callando decía de esta manera:
«¿Qué haces, moza desventurada, qué haces? ¿Por qué te apresuras para la
muerte? ¿Qué es lo que porfías a hacer con mis pies? Porque no solamente
perderás a ti, pero a mí también.» Estando nosotros altercando cada uno en
su porfía y en causa final contendiendo de la propiedad del suelo o dividir
el camino, he aquí los ladrones cargados de lo que habían robado; nos
tomaron a manos, y como con la claridad de la Luna nos conocieron un
poco de lejos, con una risa falsa y maligna nos comenzaron a saludar, y el
uno de ellos dijo de esta manera:
-¿Hacia dónde tan de priesa trasnocháis este camino, que no teméis las
brujas y fantasmas de la soledad de la noche? Y tú, muy buena doncella,
¿das mucha priesa en ir a ver a tus padres? Pues que así es, nosotros
socorreremos tu soledad y te mostraremos el camino bien ancho para ir a
tus padres.
Y siguiendo las palabras con el hecho, echó mano del cabestro y
tornome para atrás dándome buenos palos y guinchones con un palo
nudoso que traía en la mano. Entonces yo, contra mi voluntad, tornando a
la muerte que me estaba aparejada, recordeme del dolor de la uña y
comencé cabeceando a cojear. Aquel que me tornó para atrás dijo:
-¿Y cómo tú otra vez vas titubeando y vacilando? ¿Y estos tus pies
podridos pueden huir y no saben andar? Ahora, poco ha, vencían la
celeridad de Pegaso, aquel caballo que volaba.
En tanto que este compañero muy sabroso jugaba conmigo de esta
manera, sacudiéndome muy buenas varadas, ya llegamos al canto de su
casa:
he aquí donde vimos aquella vejezuela que estaba ahorcada, con una
soga, de la rama de un alto ciprés, a la cual los ladrones descolgaron y así
con su cuerda al pescuezo la lanzaron por estas peñas abajo, y entrando en
casa, después que hubieron atado la doncella con sus cordeles, pegaron con
la cena que la desventurada vieja en su última diligencia había aparejado; y
después que con sus ánimos bestiales y ferocidad tragaron todo lo que allí
había, comenzaron entre sí a platicar y considerar de nuestra pena y de su
venganza, y, como suele acontecer entre gente turbulenta, fueron diferentes
las sentencias que cada uno dijo. El primero dijo que le parecía que debían
quemar viva a aquella doncella. El segundo, que la echasen a las bestias. El
tercero, que la debían ahorcar en una horca. El cuarto mandaba que con
tormentos la despedazasen. Cierto, a dicho de todos, como quiera que
fuese, la muerte le era aparejada. Entonces uno de aquéllos mandó callar a
todos, y con palabras agradables comenzó a hablar de esta manera:
-No conviene a la secta de nuestro colegio, ni a la mansedumbre de cada
uno, ni aun tampoco a mi modestia, sufrir que vosotros seáis crueles más de
lo que el delito merece; ni debéis traer para esto bestias fieras, ni horca, ni
fuego, ni tormentos, ni aun tampoco muerte apresurada. Así que vosotros,
si tomáis mi voto, habéis de dar vida a la doncella, pero aquella vida que
merece. No creo yo que se os ha olvidado lo que teníais deliberado de hacer
de este asno, aunque continuo perezoso, pero gran comilón, y aun ahora
mentiroso, fingiendo que estaba cojo, era ministro y medianero de la huida
de esta doncella. Así que me parece que mañana degollemos a este asno, y
sacadas del todo las entrañas, por medio de la barriga, cosámosle dentro
esta doncella que hubo en más que a nosotros, y solamente que tenga la
cara de fuera, todo el cuerpo de la moza se encierre en el cuerpo del asno; y
después me parece que se debe poner este asno así relleno y cosido encima
de un risco de éstos, adonde le dé el ardor del Sol. Y de esta manera
sufrirán ambos todas las penas que vosotros derechamente hayáis
sentenciado. Porque ese asno recibirá la muerte que días ha merecido, y
ella sufrirá los bocados de las bestias fieras cuando sus miembros serán
roídos de los gusanos; y también pasará pena de fuego cuando el Sol
encenderá el vientre del asno, con sus grandes ardores, y asimismo sufrirá
pena de la horca cuando los perros y bueyes llevarán sus carnes y entrañas
a pedazos; además de esto, debéis pensar muchos tormentos y penas que
pasará ella; siendo viva morirá en el vientre de la bestia muerta, y del gran
hedor sus narices penarán, y de no comer se secará de hambre mortal, y
como estará cosida, no tendrá libres las manos para poderse matar.
Los ladrones, cuando oyeron esto que aquél decía, no solamente con los
pies, mas con todas sus voluntades y ánimos, se allegaron a aquella
sentencia, la cual yendo yo con estas mis grandes orejas, ¿qué otra cosa
podría hacer sino llorar mi muerte, que había de ser otro día?
Séptimo libro
Argumento
La historia que Luciano escribió en un libro, Apuleyo la repitió en muchos,
contando largamente cada cosa por sí, por que no pareciese que era
intérprete de obra ajena, sino hacedor de historia nueva, y por que en la
variedad de las cosas que suele ser muy agradable prendiese, halagase y
deleitase a los lectores sin darles enojo. Así que ahora cuenta cómo de
mañana uno de aquellos ladrones vino de fuera y contaba a los otros en qué
manera culpaban a Apuleyo y le imputaban el robo y destrucción que se
había hecho en la casa de Milón, y que a ninguno de los ladrones culpaban
de tan gran crimen, salvo sólo a Apuleyo, que era capitán y autor de toda
esta traición, porque nunca más había parecido:
lo cual, oyendo Apuleyo,
que estaba hecho asno, gemía entre sí, quejándose amargamente que era
tenido por culpado no siéndolo, y por traidor siendo bueno, y que no podía
defender su causa. Entreteje algunas fábulas muy graciosas y la maldad de
un mozo que traía leña con él, y otros engaños de mujeres.
Capítulo I
Que trata cómo viniendo un ladrón de la compañía de la ciudad de Hipata,
cuenta a los compañeros la seguridad que de sus hechos ha espiado por
allá, y cómo oyó en la casa de Milón que toda la culpa del robo echaban a
Lucio Apuleyo, y cómo fue recibido un afamado ladrón en la compañía.
El día siguiente de mañana, después de salido el Sol, uno de la
compañía de aquellos ladrones, según yo conocí en sus hablas, entró por la
puerta, y como llegó a la entrada de la cueva sentose allí para cobrar
resuello y comenzó a hablar a su compañía de esta manera:
-Cuanto toca a la casa de Milón el de la ciudad de Hipata, la cual poco
ha robamos, ya podemos estar seguros, porque yo lo he bien solicitado; que
después que vosotros robasteis todo lo de aquella casa y os partisteis para
esta nuestra estancia, mezcleme entre aquella gente popular de aquella
ciudad, haciendo parecer que me dolía y me pesaba de aquel negocio.
Andaba mirando qué consejo tomaban sobre buscar quién había hecho
aquel robo y en qué manera y cómo querían hacer la pesquisa para buscar
los ladrones, lo cual todo yo miraba para decíroslo como mandasteis, y no
solamente por dudosos argumentos, más por razones probadas, todos los de
aquella ciudad y de consentimiento de todos pedían no sé qué Lucio,
diciendo ser el autor manifiesto de tan gran crimen; el cual, pocos días
antes, con ciertas cartas fingidas y fingiéndose hombre de bien, había hecho
amistad estrechamente con aquel Milón, en tanto que lo recibió por
huésped de su casa y por amigo muy íntimo entre sus familiares y amigos,
y él se detuvo algunos días en su casa fingiendo tener amores con una
criada de Milón, y espió muy bien las cerraduras de la puerta y de los
palacios donde Milón tenía todo su patrimonio; para lo cual no pequeño
indicio se halla contra aquel mal hombre, porque aquella misma noche y en
el momento de aquel robo él huyó, y desde entonces acá nunca más
pareció; y porque tuviese ayuda para su huida y muy prestamente lejos y
bien lejos se escondiese, dejando atrás los que lo seguían, tuvo buen
remedio que llevó consigo, en qué fue cabalgando, aquel su caballo blanco
en que había venido, dejando en la posada a su mozo; el cual hallado allí
por las justicias de la ciudad, lo mandaron echar en la cárcel como testigo
que sabía de las maldades y consejos de su señor, y otro día, puesto a
cuestión de tormento, que lo quebrantaron y desmembraron casi hasta
llevarlo a la muerte, nunca confesó cosa alguna de lo que le preguntaban;
por la cual causa enviaron muchos del número de la ciudad a tierra de aquel
Lucio, para hacerle pagar la pena del delito que había cometido.
Contando él estas cosas yo gemía y lloraba dentro de las entrañas,
haciendo comparación de aquella mi primera fortuna, de aquel Lucio
bienaventurado, con la presente calamidad de asno malaventurado; además
de esto, me veía en el pensamiento que los varones de la antigua doctrina,
no sin causa, fingían y pronunciaban ser la fortuna ciega y sin ojos, la cual
siempre daba sus riquezas a hombres malos y que no las merecían, y nunca
escogía a alguno de los hombres por juicio y justo, antes, conversaba
principalmente con tales personas de las cuales debía huir si de lejos las
viese; y lo que más extremo y peor es de todos los extremos, que nos da
diversas y contrarias opiniones, en tal manera que un mal hombre sea
glorificado y alabado con fama de buen varón, y, por el contrario, un bueno
sea maltratado en boca de los malos. Así que yo, a quien su cruel ímpetu
trajo y reformó en una bestia de cuatro pies, de la más vil suerte de todas
las bestias, de la cual desdicha justamente habría mancillada y se dolería
quienquiera de aquel a quien hubiese acontecido, aunque fuese muy mal
hombre, sobre todo era ahora acusado de crimen de ladrón contra mi
huésped muy amado, que tanta honra me hizo en su casa, el cual crimen, no
solamente quienquiera podría nombrar latrocinio, pero más justamente se
llamaría parricidio; y con todo esto no podía defender mi causa, al menos
negar con una sola palabra; finalmente, por que la mala conciencia no
pareciese que estando yo presente consentía a tan celerado crimen, con esta
impaciencia enojado, quise decir. «No hice yo tal cosa.» La primera sílaba
bien la dije, no una vez, mas muchas; pero las siguientes palabras nunca las
pude declarar, y quedeme en la primera voz, rebuznando siempre una cosa:
no, no. La cual nunca pude más pronunciar, como quiera que menease las
labios caídos y redondos. ¿Qué más puedo yo quejarme de crueldad de la
fortuna, sino que aun no hubo vergüenza de juntarme y hacer compañero
con mi caballo y servidor que me trajo a cuestas? Estando yo entre mí,
fluctuando en tales pensamientos, vínome aquel cuidado principal, en que
me recordaba cómo por consejo y deliberación de los ladrones yo estaba
sentenciado para ser sacrificio del ánima de aquella doncella, y mirando
muchas veces mi barriga, me parecía que ya estaba pariendo a la mezquina
de la moza. Mas, si os place, aquel que trujo de mí falsa relación del hurto,
sacados de su seno mil ducados que allí traía cosidos, los cuales, según
decía, había robado a diversos caminantes, echándolos dentro en el arca
para provecho común de todos, comenzó a inquirir y preguntar
solícitamente de la salud de todos los compañeros; y sabido cómo algunos
de los más esforzados eran muertos en diversos, aunque no perezosos
casos, persuadioles que entre tanto no robasen los caminos y guardasen
treguas con todos, hasta que entendiesen en buscar compañeros y con la
malicia de la nueva juventud fuese restituido el número de su compañía,
como antes estaba, porque haciendo así podrían compeler, poniendo miedo
a los que no quisiesen y provocando con premio a los que de su voluntad
quisiesen:
que no habría pocos que, renunciando a la vida pobre y servir, no
quisiesen más seguir su opinión y compañía, la cual parecía que era cosa de
grande estado y poderío, diciendo que él había hablado, por su parte, con
un hombre poco había, alto de cuerpo y mancebo bien esforzado, y le había
persuadido y finalmente acabado con él que tornase a ejercitar las manos,
que traía embotadas de la luenga paz:
y que mientras pudiese usase de los
bienes de la buena fortuna y no quisiese ensuciar sus esforzadas manos
pidiendo por amor de Dios, sino que se ejercitase cogiendo oro a manos
llenas. Cuando aquel mancebo hubo dicho estas cosas, todos los que allí
estaban consintieron en ello, diciendo que tal hombre como aquél, que era
ya probado en las armas, que debería ser luego llamado, y buscaron otros
para suplir el número de los compañeros. Entonces aquél salió fuera de
casa y tardó un poco, el cual trajo consigo un mancebo grande y esforzado,
como había prometido, que no sé si se podría comparar a ninguno de los
que estaban presentes, porque, además de la grandeza de su cuerpo,
sobrepujaba en altura a los otros toda la cabeza, y, si os place, entonces le
apuntaban los pelos de las barbas; como quiera que venía muy mal vestido
y mal ataviado, con un sayo vil y roto, entre el cual parecía el pecho y
vientre con las costras y callos duros y fuertes, de esta manera como entró
en casa, dijo:
-Dios os salve, servidores del fortísimo dios Marte y mis fieles
compañeros; recibid, queriendo de vuestra voluntad y gana, un hombre de
gran corazón que quiere estar en vuestra compañía:
que de mejor gana
recibe heridas en el cuerpo que dineros en la mano, y es mejor que la
muerte, la cual otros temen; y no penséis que soy pobre y desechado, ni
estiméis mis virtudes de estos paños rotos, porque yo fui capitán de un
esforzado ejército que casi destruimos a toda Macedonia:
yo soy aquel
ladrón famoso que ha por nombre Hemo de Tracia, del cual todas las
provincias temen. Yo soy hijo de aquel Terón, que fue muy famoso ladrón;
yo fui criado con sangre de hombres, y crecí entre los hombres de guerra, y
fui heredero e imitador de la virtud de mi padre; pero en el espacio de poco
tiempo perdí aquellas grandes riquezas y aquella primera muchedumbre de
mis fuertes compañeros; porque además de yo haber sido procurador del
emperador César, fui también su capitán de doscientos hombres, de donde
la mala fortuna me derribó y fue causa de todo mi mal. Dejado esto aparte,
como ya en vuestra presencia había comenzado, tomaré la orden de contar
el negocio porque sepáis cómo pasa. En el palacio del emperador César
había un caballero muy noble e hidalgo y muy conocido y privado del
emperador, al cual cruel envidia, por malicia de algunos acusado, lanzó y
desterró de palacio. Su mujer, que había nombre Plotina, dueña de mucha
fidelidad y de singular prudencia y castidad, que había acrecentado el linaje
de su marido con diez hijos que le había parido, menospreciando y
desechando los placeres y reposos de la ciudad, le acompañó y fue
compañera de su desdicha, la cual, cortados los cabellos, en hábito de
hombre, ceñida una cinta llena de oro y de joyas muy preciosas, entre las
manos y espadas de los caballeros que la guardaban, salió sin ningún
temor, siendo participante de todos los peligros, y sosteniendo cuidado
continuo por la salud de su marido, sufrió y pasó continuas tribulaciones
con ánimo y esfuerzo de hombre. Y después de pasadas muchas
dificultades y peligros por mar y por tierra, llegó a la ciudad de Zacinto,
adonde su suerte y ventura le había dado por algún tiempo estancia y
morada; pero cuando llegó al puerto de Acciaco, por donde nosotros
andábamos robando toda Macedonia, ya que era de noche, por apartarse de
la mar y por tomar algún refresco, entrose aquella noche a dormir en una
venta que estaba cerca de la mar; adonde nosotros llegamos y robamos todo
cuanto traía; y no con poco peligro de nuestras personas nos partimos de
allí, porque como aquella dueña oyó el sonido de la puerta cuando la
abríamos, lanzose en su cámara, dando gritos y voces, que despertó a todos,
llamando por sus nombres a sus escuderos y criados y a toda la vecindad,
que le viniese a socorrer, y si no fuera que con el miedo que cada uno tenía
de sí mismo se escondían, el negocio fuera de tal manera que no
partiéramos de allí sin pena; pero después de poco, aquella dueña, muy
buena y honrada, de gran fe y graciosa en buenas costumbres, porque es
razón de contar la verdad, suplicó a la majestad del emperador César, y
alcanzó muy presta, tornada para su marido, y asimismo impetró llena
venganza del robo que le fue hecho. Finalmente, que el emperador no quiso
que hubiese colegio ni compañía del ladrón Hemo, y luego se deshizo y
perdió, porque todo lo puede la voluntad de un gran príncipe. Así que,
hecha pesquisa contra nosotros, toda la compañía de los caballeros y
pendones de aquella hueste fue muerta y destruida; yo solo, en gran pena y
fatiga, me hurté entre los otros y escapé de la boca del infierno en esta
manera:
Vestido con una ropa de mujer, y tocada una toca en la cabeza,
calzados los pies con servillas de mujer blancas y delgadas, así escondido
debajo de este hábito de mujer, cabalgando encima de un asnillo que iba
cargado de espigas de cebada, pasé por medio de las batallas de los
enemigos. Los cuales, pensando que era una mujer asnera, me dejaron
pasar libremente, cuanto más que en aquel tiempo yo no tenía barbas y con
la juventud me resplandecía la cara; pero con todo esto, yo nunca me aparté
ni caí de la gloria de mi padre, ni de mi esfuerzo y virtud. Verdad es que
casi con miedo, pasando cerca de las lanzas y espadas de los caballeros,
encubierto con engaño de hábito ajeno, yo solo me iba por esas villas y
castillos, donde apañaba lo que podía, para provisión de mi camino.
Diciendo esto, descojó de aquellos paños rasgados que traía vestidos y
sacó dos mil ducados de oro, diciendo:
-Veis aquí esta pitanza, y aun digo que en dote los doy de buena gana
para vuestro colegio y compañía; y aun me ofrezco por vuestro capitán
fidelísimo, y si vosotros, señores, no rehusáis esto, yo me obligo a hacer
que en espacio de breve tiempo esta vuestra casa, que ahora es de piedra, se
torne toda oro.
No tardaron más los ladrones:
todos conformes y de un voto le hicieron
su capitán, y le vistieron luego una vestidura de seda, como convenía a tal
capitán, quitándole primero el sayo roto, aunque rico, que traía. En esta
manera reformado, dio paz y abrazó a cado uno de ellos, y sentado en más
alto lugar que ninguno, comenzaba a hacer fiesta con su cena de muchos
manjares.
Capítulo II
Cómo aquel mancebo recibido en la compañía por Hemo, afamado ladrón,
fue descubierto ser Lepolemo, esposo de la doncella, el cual la libertó con
su buena industria y llevó a su tierra.
Entonces, hablando unos con otros, comenzaron a decir de la huida de la
doncella y de cómo yo la llevaba a cuestas, y diciendo asimismo de la
monstruosa y no oída muerte que para entrambos nos tenían aparejada:
lo
cual, todo por él oído, preguntó dónde estaba aquella moza; y lleváronlo
adonde estaba, y como la vio en la prisión cargada de hierros, comenzó a
despreciarla, haciendo un sonido con las narices, y saliose luego de la
cámara, y desde que se tornó a sentar, dijo luego a los ladrones:
-Yo, señores, no soy tan bruto ni temerario que quiera refrenar vuestra
sentencia y acuerdo; pero yo pensaría que tenía dentro, en mi corazón,
pecado de mala conciencia si disimulase lo que me parece que es bueno y
provechoso; mas una cosa habéis de pensar:
que esto que yo os digo es por
vuestra causa y provecho. Por ende, si esto que dijere no os pluguiera, digo
que tengáis libertad para tornaros al asno. Porque yo, señores, pienso que
los ladrones y los que de ellos saben más, ninguna cosa deben anteponer a
su ganancia; también esta venganza es dañosa muchas veces a ellos y a
otros. Pues si mataréis la doncella en el asno, no haréis otra cosa sino
ejercitar vuestro enojo sin ningún provecho ni ganancia. Por ende, me
parece que esta doncella se debería de llevar a alguna ciudad, porque no
sería liviano el precio que por ella se diese, según su edad; que aun yo
tengo conocido, días ha, algunos rufianes, de los cuales uno podría, según
yo pienso, comprar esta moza con grandes talentos de oro, para ponerla al
partido, como ella merece, y aun de semejante huida que ésta, cuando ella
hubiere servido en el burdel, no os dará poca venganza. Éste es mi parecer,
y de lo que yo haría, por ser útil y provechoso; pero sobre todo digo que
vosotros sois señores de mis consejos y de todas mis cosas.
De esta manera aquel abogado del fisco de los ladrones proponía
nuestro pleito y causa, como muy buen defensor de la doncella y del asno.
Mas como los otros se tardaban en deliberar, con la tardanza de su consejo
atormentaban mis entrañas y el mezquino de mi espíritu. Finalmente, de
buena gana todos se allegaron a la sentencia del nuevo ladrón, y luego
soltaron a la doncella de las cadenas en que estaba; la cual, como vio a
aquel mancebo y oyó hacer mención del burdel y del rufián, comenzó con
una gran risa a alegrarse tanto, que a mí me vino el pensamiento que todo
el linaje de las mujeres merecía ser vituperado, por ver una doncella que,
olvidado el amor del mancebo su marido y el deseo de las castas bodas que
con él habría de hacer, se alegró súbitamente oyendo el nombre del sucio y
hediondo burdel. Y la verdad es que la secta y costumbres de todas las
mujeres pendían entonces del juicio de un asno. Aquel mancebo, tornando
a repetir la habla, procediendo adelante, dijo:
-Pues ¿por qué no aparejamos de suplicar y hacer sacrificio al dios
Marte, nuestro compañero, y también para vender esta moza y buscar
compañeros para nuestro colegio? Pero, según yo veo, no hay aquí animal
ninguno para hacer sacrificio, ni tenemos vino para que suficientemente
podamos beber. Así que dadme diez compañeros de éstos, con los cuales
yo me contentaré, e iré a un lugar de éstos por aquí cerca, donde compraré
lo que es menester para comer y otras cosas necesarias.
De esta manera, partido de allí, los otros encendieron un gran fuego e
hicieron un altar al dios Marte de céspedes verdes. A poco rato tornó aquél,
y los otros traían ciertos odres llenos de vino y una manada de ganado
delante, de donde tomaron un cabrón grande y escogido, de muchos años,
con las guedejas alzadas, el cual sacrificaron al dios Marte, su compañero,
a quien ellos seguían, y luego fue aparejado el comer muy abundantemente;
entonces, aquel huésped nuevo dijo:
-Vosotros, señores, no solamente me habéis de tener por capitán de
vuestras batallas y robos, pero también es razón que me debáis sentir muy
diligente para vuestros placeres.
Y diciendo esto, con mucha gracia hablando, ministra a todos con
diligencia, barriendo la casa, poniendo la mesa, cocinando manjares
sabrosos y poniéndolos delante abundantemente para que comiesen;
mayormente se esmeraba en henchir y hartar a todos con grandes y espesas
copas de vino. Entre esto, algunas veces, fingiendo que iba por las cosas
necesarias para la mesa, entraba donde estaba la moza y traíale algunas
cosas de comer que escondidamente tomaba de la mesa, y alegre le traía
asimismo alguna taza de vino, de la cual él gustaba primero y ella lo recibía
de buena gana; y alguna vez que él la quería besar ella lo consentía,
recibiéndole con la boca abierta, la cual cosa a mí me desplacía en extrema
manera, y decía entre mí:
«¡Oh moza doncella!, ¿tan presto te has olvidado
de tu desposorio y de aquel tu muy amado, por quien tanto llorabas, y
antepones este advenedizo y cruel matador a aquél, que no sé quién es, tu
nuevo marido y esposo, que tus padres ayuntaron contigo? ¿No te acusa la
conciencia, y paréceme que, hollado el amor y afición que le tenías, te
conviene ser mala mujer entre estas lanzas y espadas? Pues ¿qué será si en
alguna manera los otros ladrones sintieron esta burla? ¿Piensas que no
tornarás otra vez al asno y otra vez me causarás a mí la muerte? Cierto, tú
burlas y juegas de cuero ajeno.» En tanto que yo, en mi pensamiento,
falsamente acusaba estas cosas y disputaba de ellas con grande enojo,
conocí de sus mismas palabras, algo dudosas, aunque no muy obscuras para
asno discreto, que aquel mancebo no era Hemo, ladrón famoso, mas que
era Lepolemo, esposo de la doncella:
porque procediendo en sus palabras,
que ya un poco más claramente hablaran, no curando de mi presencia,
estuvieron hablando muy quedo, y él dijo:
-Tú, señora Carites, mi dulcísima esposa, ten buen esfuerzo, que todos
estos tus enemigos te los daré presos y cautivos en las manos.
Y diciendo esto, no cesa de darles el vino, ya mezclado y algo tibio, con
mayor instancia; de manera que ellos estaban ya lijados del vino y de la
violencia y muchedumbre de él; él se abstenía de no beber, y por Dios que
a mí me dio sospecha que les habría echado dentro de los cántaros del vino
algunas hierbas para hacerles dormir; finalmente, que todos, sin que uno
faltase, estaban sepultados en vino, y algunos de ellos aparejados para la
muerte. Entonces, Lepolemo, sin ninguna dificultad y trabajo, puestos ellos
en prisiones y atados en ellas como a él le pareció, puso encima de mí la
doncella y enderezó el camino para su tierra, a la cual llegamos. Toda la
ciudad salió a ver lo que mucho deseaban:
salieron su padre y madre y
parientes, cuñados, servidores, criados y esclavos, las caras llenas de gozo,
que quien lo viera pudiera ver muy bien una gran fiesta de personas de todo
linaje y edad:
que, por Dios, era un espectáculo digno de gran memoria ver
una doncella triunfante encima de un asno. Yo también, como hombre
varón, porque no pareciese que era ajeno del presente placer, alzadas mis
orejas e hinchadas las narices, rebuzné muy fuertemente, y aun puedo decir
que canté con clamor alto y grande.
Capítulo III
Cómo, celebradas las bodas de la doncella, se pensó con gran consejo qué
premio se daría a Lucio, asno, en recompensa de su libertad; donde cuenta
grandes trabajos que padeció.
Después que la doncella entró en casa, los padres la recibieron y
regalaban como mejor podían. Lepolemo tomome a mí con otra
muchedumbre de asnos y acémilas de la ciudad y tornome para atrás,
adonde yo iba de buena gana, porque tenía mucha gana y deseo de tornar a
ver la prisión y cautividad de aquellos ladrones, a los cuales hallamos bien
atados con el vino más que con cadenas; así que nosotros, cargados de oro
y plata y otras cosas suyas, que nada les dejaron, tomaron a los ladrones
atados como estaban, y a los unos envueltos los lanzaron de esos riscos
abajo, otros degollados con sus espadas se los dejaron por allí. Con esta tal
venganza, alegres y con mucho placer, nos tornamos a la ciudad, adonde
pusieron todas aquellas riquezas en el tesoro y arca pública de ella; y la
doncella diéronla a Lepolemo, su esposo, como era razón y derecho. Desde
allí, la dueña, que ya era casada, me buscaba a mí y me nombraba como a
su guardador, que le había librado de tanto peligro, y ese mismo día de las
bodas me mandó henchir el pesebre de cebada y poner heno tan
abundantemente que bastara para un camello. Cuántas maldiciones podría
yo echar ahora a mi Fotis, que es merecedora de ellas y de la ira de los
dioses, porque me tornó en asno y no en perro, porque veía por allí los
perros hartos de aquellas reliquias y sobras de la boda y de la cena muy
abundante. Después de pasada la primera noche de boda, la recién casada
no se le olvidó, así cerca de sus padres como de su marido, de darme
muchas gracias, rogando que le prometiesen de hacerme mucha honra; para
lo que, llamados otros amigos de seso y edad, les preguntó qué consejo
darían como pudiese remunerar tanto beneficio como de mí había recibido,
y uno dijo que me tuviesen encerrado en casa sin que cosa alguna hiciese y
me engordasen con cebada y habas y buena cama; pero venció a éste otro,
que miró más a mi libertad, diciendo que me echasen al campo con las
yeguas, y que allí, andando a mi placer, holgando entre ellas, daría a mis
señores muchas mulas y buenas; así que llamaron al yegüerizo, habláronle
muy largamente y con gran prefación de palabras entregáronme a él que me
llevase; adonde, por cierto, yo iba muy alegre y gozoso, creyendo que ya
había renunciado el trabajo y cargas que me solían echar; además de esto,
me gozaba que me habían dado aquella libertad en principio del verano,
cuando los prados estaban llenos de hierbas y flores, donde pensaba hallar
algunas rosas, porque me subía un continuo pensamiento que, habiendo
hecho tantas honras y dado tantas gracias a un asno, que tornándome en
hombre humano, con muchos mayores y más beneficios me honrarían. Mas
después que aquel yegüerizo me apartó y llevó lejos de la ciudad, ningunos
placeres ni ninguna libertad yo tomé; porque luego su mujer, que era
avarienta y muy mala hembra, me puso a moler en una tahona, y con un
palo nudoso me castigaba de continuo, ganando con mi cuero para sí y para
los suyos; y no solamente era contenta de fatigarme y trabajar por causa de
su comer, pero matábame moliendo continuamente por dineros el trigo de
sus vecinos, y por todos estos trabajos y fatigas no me daba a comer la
cebada que habían señalado para mí, mezquino, la cual tostaba ella y me la
hacía moler con mis continuas vueltas y la vendía a esos vecinos cercanos,
y a mí, que andaba atento todo el día al continuo trabajo de la tahona, a la
noche me ponía unos pocos de salvados sucios y por cernir, llenos de
piedras, que no había quien los pudiese comer. Estando yo bien domado
con tales penas y tribulaciones, la cruel Fortuna me trajo a otro nuevo
tormento; conviene a saber:
que como dicen yo me gloriase haber sufrido
trabajos de loar, así en casa como fuera de ella, aquel buen pastor que tarde
escuchó el mandado de su señor, plúgole ya de echarme a las yeguas;
finalmente, desde que yo me vi asno libre, alegre y saltando con mis pasos
blandos a mi placer, andaba escogiendo las yeguas que mejor me parecían,
creyendo que habían de ser mis enamoradas. Pero aun aquí la alegre
esperanza procedió a fin y salida mortal, porque los garañones, como
estaban hartos y gruesos y muy terribles, por haber muchos días que
andaban a pasto, eran cierto mucho más fuertes que ningún asno, y
temiéndose de mí, guardando que no hiciese adulterio monstruoso con sus
amigas, no guardando la amistad que Júpiter mandó tener con sus
huéspedes, comenzaron a perseguir su ira con mucha furia y odio. El uno,
alzados sus grandes pechos en alto, su cabeza alta y con las manos sobre mi
cabeza, peleaba con sus uñas contra mí; el otro, con sus ancas redondas y
gruesas volviéndolas hacia mí, me daba de pernadas; otro, amenazándome
con sus malditos relinchos y bajadas las orejas y descubiertas las astas de
los blancos dientes, me mordía todo. Así lo había yo leído en la historia del
gran rey de Tracia, que daba a sus caballos los mezquinos de los huéspedes,
que acogía para despedazarlos y comerlos. Tanto era aquel tirano escaso de
la cebada, que con abundancia de cuerpos humanos ensuciaba la hambre de
sus rabiosos caballos. De aquella misma manera yo era mordido y lacerado
de los saltos y varios golpes de aquellos caballos; tanto, que pensábame
sería mejor tornar a la tahona.
Mas la Fortuna, que no se hartaba de atormentarme, me instruyó y
aparejó de nuevo otra mayor pestilencia y daño; la cual fue que me echaron
a traer leña de un monte y entregáronme a un muchacho que me llevase y
trajese, el más falso rapaz y maligno de todos los del mundo:
que no me
fatigaba tanto la áspera subida del monte muy alto, ni las piedras y riscos
ásperos por donde pasando me quebrantaba las uñas, como los grandes y
muchos golpes de las varadas que a menudo me daba, en tal manera, que
dentro en el corazón me entraba el dolor de las heridas, y con el pie
derecho siempre me daba tantos golpes, que hiriendo en un lugar, me
desollaba el cuero y abierto un agujero de una llaga muy ancha, que más se
puede decir hoyo y aun ventana grande. Y con todo esto no dejaba de
siempre martillar en una misma llaga llena de sangre, y echábame tan gran
carga de leña a cuestas, que quienquiera que la viera dijera bastaba más
para un elefante que para un asno. Aquel falso rapaz, cada vez que la carga
pesaba más a una parte, y se acostaba a un lado, en lugar de quitarme la
leña de aquel cabo para que, quitado el peso, me quitase de aquella fatiga, o
al menos pasar los leños de un lado al otro para igualar la carga, hacíalo al
contrario, porque echaba muchas piedras a la otra parte. Y así curaba el mal
y pena de mi carga. No contento con tan gran peso de cargas como me
echaba, después de otras muchas fatigas y tribulaciones, como habíamos de
pasar un río que acaso estaba en el camino, por no mojarse los pies, saltaba
encima de mis ancas, y así pasaba cabalgando, y aunque él era pequeño, la
sobrecarga que me echaba era de tan gran peso, que si acaso en el cieno
resbaloso que estaba en la vera del río yo caía con la fatiga de la carga, el
bueno del asnero, en lugar de ayudarme con la mano alzándome la cabeza
con el cabestro y tirándome de la cola, o al menos quitarme alguna parte de
la carga de encima hasta que me levantase, ninguna ayuda de éstas me
hacía, aunque me veía cansado; antes, comenzando desde la cabeza, y aun
de las orejas, con un palo bien pesado me daba tantos golpes que todo el
cuero me desollaba, hasta tanto que con las heridas y palos que me daba me
hacía levantar. Este mal rapaz pensó e hizo una travesura de esta manera:
tomó un manojo de zarzas, con las espinas muy agudas y venenosas, las
cuales, atadas, colgó y puso debajo de mi cola para atormentarme; de
manera que, como yo comenzase a andar, conmovidas e incitadas me
llegaban con sus púas y mortales aguijones.
Así que yo estaba puesto entre dos males: porque si quería huir
corriendo, heríame muy más reciamente la fuerza de las espinas, y si me
estaba quedo un poco, porque no me lastimasen las zarzas, dábame de
varadas para hacerme correr; que cierto aquel maligno rapaz no parecía que
pensaba en otra cosa sino cómo me matase y echase a perder, y así lo
juraba, y algunas veces me amenazaba. Y cierto su detestable malicia le
estimulaba para que hiciese otras peores cosas; porque un día, a causa que
mi paciencia ya no podía sufrir su gran soberbia, dile un par de coces, por
la cual causa él inventó contra mí un crimen y hazaña endiablada:
cargome
encima dos barcinas de tascos muy bien ligados con sus cuerdas, y así
llevome por ese camino adelante, y llegado a una aldehuela, hurtó una
brasa de fuego encendida y púsola en medio de la carga; el fuego,
calentado y criado con el nutrimiento de los tascos, alzó grandes llamas, de
manera que el ardor mortal me cubrió, que ni había remedio a tan gran mal
ni parecía socorro alguno a mi salud; y como semejante peligro no sufre
tardanza, antes pervierte todo buen consejo, la providencia de la fortuna
resplandece a las veces muy alegre en los casos crueles y contrarios. No sé
si lo hizo aquí por guardarme para otro mayor peligro; pero cierto ella me
libró de la presente y cierta muerte. Acaso estaba un charquillo de agua
turbia, que había llovido otro día antes, el cual, como yo vi, lanceme dentro
en un salto, sin pensar otro peligro, y la llama fue luego apagada en tal
manera, que yo fui vacío de la carga y escapé libre de la muerte; mas aquel
maligno y temerario mozo tornó contra mí toda su malignidad que había
hecho, diciendo y afirmando a todos los pastores que por ahí estaban que,
pasando yo por los fuegos de los vecinos de aquella aldea, de mi propia
gana, titubeando los pasos, había tomado aquel fuego, y aun haciendo burla
de mí, añadía diciendo:
«¿Hasta cuándo habemos de mantener de balde a
este engendrador de fuego?»
Capítulo IV
En el cual Lucio cuenta grandes trabajos que padeció por causa de venir a
poder y manos de un rapaz que en extremo le fatigó, hasta que una osa le
despedazó en el monte.
No pasaron muchos días que me buscó otro mayor engaño. Vendió la
carga de leña que yo traía en una casa de aquella aldea, y tornome vacío a
casa, dando voces que no podía su fuerza bastar a mi maldad, y que él no
quería más servicio en este miserable oficio, y las quejas que inventaba
contra mí eran de esta manera:
-¿Vosotros veis este perezoso, tardón y grande asno? Además de otras
maldades que cada día hace, ahora me fatiga con nuevos peligros:
como ve
por ese camino algún caminante, ahora sea mujer vieja, ahora moza
doncella para casar, o muchacho de tierna edad, luego lanzada la carga en
el suelo, y aun algunas veces la albarda y cuanto trae encima, con mucha
furia corre como enamorado de personas humanas, y lanzados por aquel
suelo prueba de hacer con ellos lo que es contra natura, y aun muérdelos
con su boca sucia, que parece que los quiere besar; lo cual nos es causa de
muchos litigios y cuestiones, y aun quizá algún día nos traerá mayor daño.
Que ahora halló en el camino una moza honesta y hermosa, y como la vio,
lanzada por ese suelo la carga de leña que traía, arremetió a ella con ímpetu
furioso, y el gentil enamorado derribó la mujer por el suelo, y allí, en
presencia de todos, trabajaba por subir encima de ella; en tal manera, que si
no fuera por los gritos y voces que dio y le acorrieron los que pasaban por
el camino, quitándosela de entre medias de los brazos y piernas, cierto que
él abriera y rompiera la mezquina de la moza, y ella sufriera la muerte y a
nosotros nos dejara pena y malaventura.
Con estas mentiras, mezclando otras palabras que mucho atormentaban
a mi vergonzoso callar, incitó cruel y fieramente los ánimos de los pastores
para destrucción mía. Finalmente, que uno de ellos dijo:
-Pues que así es, ¿por qué no sacrificamos este marido público y
adúltero común de todas y hacemos sacrificio de él, cual lo merecen
aquellas sus bodas contra natura? Y tú, mozo, oye: mátalo luego y echa las
entrañas y asadura a nuestros perros, y la otra carne guárdala para que
coman los gañanes, porque polvoreada ceniza encima del cuero lo
llevaremos a sus señores, y, finalmente, podemos mentir diciendo que lo
mató un lobo. Cuando esto oyó aquel mortal enemigo y acusador mío
estaba muy alegre por ser ejecutor de la sentencia de los pastores, y
procurando siempre mi mal, recordándose de aquellas coces que le había
dado, y a mí me dolía porque no lo había muerto, quitada toda tardanza
comenzó luego a aguzar el cuchillo en una piedra. Entonces uno de la
compañía de aquellos labradores dijo:
-Grande mal es que matemos de esta manera un asno tan hermoso como
éste, y que por lujuria o amores él sea acusado y carezcamos de su obra y
servicio tan necesario; cuanto más que quitándole los compañones nunca
más será celoso ni se alzará para hacer mala cosa, a nosotros quitaremos de
peligro y él se hará muy más hermoso y grueso. Porque yo he visto
muchos, no solamente de estos asnos perezosos, mas caballos muy fieros,
que eran celosos en gran manera, y por aquella causa bravos y crueles, y
haciéndoles este remedio de castrarlos se tornaban muy mansos, sin
ninguna furia, y por esto no eran menos hábiles para traer la carga y hacer
todo lo otro que era menester. Si todo esto que os digo creéis y os parece
bien, de aquí un poco de rato yo he acordado de ir a este mercado que aquí
cerca se hace, y tomadas de casa las herramientas que son menester para
hacer esta cura, tornaré a vosotros muy presto, y castrado este enamorado
cruel y bravo, yo lo entiendo tornar más manso que un cordero.
Con esta sentencia yo fui revocado de las manos de la muerte; pero
como quedé desde entonces reservado para aquella pena, yo lloraba y
plañía viendo que era ya muerto en la última parte de mi cuerpo.
Finalmente, yo deliberaba de dejarme morir de hambre o de matarme
echándome de un risco abajo, porque, aunque hubiese de morir, muriese
entero. Entretanto que yo tardaba en pensar y elegir cuál de estas muertes
tomaría, a la mañana aquel malvado mozo que me quería matar me llevó a
aquel monte donde solíamos traer leña, y allí atome muy bien del ramo de
una encina. Yo muy bien atado, él se fue un poco adelante con su hacha
para cortar leña:
y he aquí que de una grande cueva que allí estaba salió una
osa espantable, alzada la cabeza, la cual, como yo vi, con su vista
repentina, muy espantado y temeroso, colgué todo el peso del cuerpo sobre
las corvas de los pies, y la cerviz alta tiré cuanto pude:
de manera que
quebré el cabestro con que estaba atado y eché a huir cuanto pude, y por
allí abajo no solamente corría con los pies mas con todo el cuerpo; medio
tropezando salí por esos campos llanos, huyendo con grandísimo ímpetu de
aquella grande osa y del bellaco del mozo, que era peor que la osa.
Entonces un caminante que por allí pasaba, como me vio vagabundo y
solitario, cabalgó encima de mí, y con un palo que traía en la mano
comenzome a echar por otro camino que yo no sabía. Pero yo no iba contra
mi voluntad, antes me amañaba para andar muy presto, por dejar aquella
cruel carnicería de mis compañones, y tampoco me curaba mucho porque
aquél me daba con el palo, porque yo estaba acostumbrado que cada día me
desollaban a varadas; mas aquella fortuna, que siempre fue contraria y
pertinaz a mis casos, pervirtió muy prestamente esta mi huida tan oportuna
y luego ordenó otras nuevas asechanzas. Aquellos mis pastores andaban a
buscar una vaquilla que se les había perdido, y habiendo atravesado y
andado por muchas partes, acaso encontraron con nosotros, y luego como
me conocieron tomáronme por el cabestro y comenzáronme a llevar; pero
aquel otro resistía con mucha osadía, llamando ayuda y protestando la fe de
los hombres y del señorío que tenía en mí, diciendo:
«¿Por qué me robáis lo
mío?, ¿por qué me salteáis?» Ellos dijeron:
«¿Tú dices que te tratamos
descortésmente llevando como llevas hurtado nuestro asno? Antes has de
decir dónde escondiste el mozo que traía el asno, el cual tú mataste.» Y
diciendo esto dieron con él en tierra y sacudiéronle muy bien de coces y
puñadas; y él juraba que nunca había visto quién trajese el asno, sino que lo
cierto era que él lo había hallado suelto y solo por ese camino, y que lo
había tomado por ganar el hallazgo; pero que la verdad era que él tenía
pensamiento de restituirlo a su dueño, y que pluguiese a Dios que este asno,
el cual nunca hubiese encontrado, pudiera hablar con voz humana para que
declarara y diera testimonio de su inocencia, porque cierto a ellos les pesara
de la injuria que le habían hecho. De esta manera, porfiando y defendiendo
su causa, ninguna cosa le aprovechaba, porque los pastores enojados le
echaron las manos al pescuezo y así lo tornaron hasta cerca de aquella
montaña donde el mozo acostumbraba hacer leña para llevar a casa; el cual
nunca pareció en toda aquella tierra, pero al cabo hallaron su cuerpo
desmembrado y despedazado derramado por muchas partes; lo cual yo por
muy cierto sentía que era hecho por los dientes de aquella osa, y por Dios
yo dijera lo que sabía si la copia de hablar me ayudara, más aquello sólo
que podía me alegraba entre mí de aquella venganza, aunque había venido
tarde. Los pastores cogieron todos aquellos pedazos del cuerpo, y con
mucha pena ayuntado y compuesto lo enterraron allí; de esta manera,
criminando y acusando a mi guiador indubitado y mi bellorofonte, diciendo
que era cruelmente ladrón y matador, lleváronlo bien preso y atado;
tornáronse a sus casas y chozas diciendo que otro día siguiente lo llevasen
ante la justicia para que le diesen la pena que merecía. Entretanto que los
padres del mozo muerto lloraban y plañían su hijo, he aquí do viene aquel
rústico que había ido al mercado, al cual no se le había olvidado lo que
prometió; y venía pidiendo muy ahincadamente que me castrasen, a lo cual
uno de los que allí estaban dijo:
-No es nuestro daño presente de lo que tú ahora solamente pides. Pero
antes conviene que mañana, no solamente cortemos la natura a este pésimo
asno, mas es razón que también le cortemos la cabeza, y no creas que para
esto te faltará ayuda y diligencia de éstos.
En esta manera fue hecho que mi malaventura se dilatase hasta otro día.
Yo, entre mí, daba gracias al bueno del mozo, porque al menos siendo
muerto daba un día de espacio a mi carnicería. Pero con todo esto nunca
fue dado un poquito de espacio a mi reposo y placer, porque la madre de
aquel mozo, llorando la muerte amarga de su hijo, con muchas lágrimas y
llantos, cubierta de luto, mesaba sus canas con ambas manos, aullando y
gritando, y de esta manera lanzose en mi establo, adonde abofeteándose la
cara y dándose de puñadas en los pechos, dijo de esta manera:
-Ahora este asno está muy seguro sobre su pesebre, entendiendo en
tragar y comiendo siempre ensancha su profunda barriga, que nunca se
harta, y no se recuerda de mi amarga mancilla ni del caso desdichado que
aconteció a su maestro difunto; antes me parece que menosprecia y tiene en
poco mi vejez y flaqueza y piensa que pasará sin pena de tan gran crimen
como hizo y cometió; pero como quiera que sea, él presume que es
inocente y sin culpa, que cierto es cosa conveniente a los malos
atrevimientos contra la conciencia culpada esperar seguridad. Mas, ¡oh
Dios!, tornando a mi propósito, tú, bestia, de cuatro pies maligna, aunque
tomases prestada habla de hombre, ¿a quién, aunque fuese la más necia
persona del mundo, podrías persuadir que esta crueldad tuya puede vacar
de culpa? Mayormente que tú pudieras socorrer y ayudar al mezquino del
mozo a coces y bocados. ¿Cómo pudiste muchas veces darle de coces y no
pudiste cuando le mataban defenderlo con aquella misma osadía y
esfuerzo? Cierto tú pudieras arrebatarlo encima de tus espaldas y escaparlo
de las manos de aquel cruel ladrón y enemigo. Finalmente, no, debieras tú
solo echar a huir y desamparar aquel tu compañero maestro y pastor. ¿No
sabes que aquellos que niegan ayuda y socorro a los que están en peligro de
muerte, que porque van contra las buenas costumbres y contra lo que son
obligados, suelen ser punidos y castigados? Pero tú, homicida traidor, no te
alegrarás mucho tiempo con mi pena y tribulación:
yo te prometo haga de
manera que sientas este miserable dolor mío tenga fuerzas naturales.
Y como esto dijo, desenvueltas sus manos, desató una faja que traía
ceñida, y ligados mis pies y manos con ella me apretó muy fuertemente,
porque no restase solaz alguno para mi venganza, y arrebató una tranca con
que se solían cerrar las puertas del establo y no cesó de darme de palos,
hasta que con el peso del madero vencida y fatigada su fuerza le saltó de la
mano. Entonces, quejándose que tan presto había cansado, arremetió al
fuego y tomó un tizón ardiendo, y lanzómele en medio de estas ingles, que
me quemó, hasta que ya no me restaba sino sólo un remedio, en que me
esforzaba, que solté un chisquete de líquido, que le ensucié toda la cara y
los ojos. Finalmente, que con aquella ceguedad y hedor se apartó tanta pena
y destrucción de mí, que, si no, perecía yo, asnal Meleagro, quemado por
aquella Altea.
Octavo libro
Argumento
En este libro se contiene la desdichada muerte del marido de Carites, y de
cómo ella sacó los ojos a su enamorado Trasilo; y cómo ella misma, de su
propia voluntad, se mató, y la mudanza que hicieron sus criados después de
su muerte; y cuenta muy lucidamente de ciertos echacuernos de la diosa
Siria, diciendo de sus vicios y suciedades y cómo se cortaban los miembros
para ganar dineros, y después cómo se descubrieron los engaños que
traían.
Capítulo I
Cómo venido un mancebo a casa de su amo de Lucio cuenta con admirable
dilación cómo Trasilo, por amores de Carites, mató con engaño a
Lepolemo, y cómo ella le sacó los ojos a Trasilo y después se mató a sí.
Esa misma noche, al primer canto de los gallos, vino un mancebo de una
ciudad que estaba allí cerca, el cual, según que a mí me parecía, debía de
ser uno de los criados y servidores de Carites, aquella doncella que padeció
conmigo tantas tribulaciones y trabajos en casa de aquellos ladrones. Este
mancebo, estando sentado al fuego con los otros gañanes y mozos, contaba
cosas maravillosas y espantables de la desventura e infortunio que había
venido a la fortuna y casa de su señora, diciendo de esta manera:
-Yegüerizos, vaqueros y boyeros:
quieroos contar cómo yo tuve una
mezquina de una señora, la cual murió de un caso gravísimo, aunque no fue
desacompañada y sin venganza al otro mundo; y por que mejor sepáis todas
las cosas, os quiero decir este negocio cómo aconteció desde el principio,
porque puedan muy bien los que son más discretos y la buena fortuna los
enseñó a escribir ponerlo en escritura a manera de historia. Era un mancebo
de esta ciudad que está aquí cerca, hidalgo y noble de linaje, caballero asaz
rico; pero era dado a los vicios de lujuria y tabernas, andando de continuo
en los mesones y burdeles acompañado de compañía de ladrones y
ensuciando sus manos con sangre humana, el cual se llamaba Trasilo:
tal
era su fama y así se decía de él. Este mancebo fue uno de los principales
que pidió en casamiento esta dueña Carites, siendo ella de edad para casar,
y con toda su posibilidad trabajó por casarse con ella; y como quiera que en
linaje precedía a todos los otros, y también con sus grandes dádivas y
presentes convidaba la voluntad y juicio de sus padres, pero por sus malas
costumbres él fue desechado y repelido. Después que la hija de mi señor se
casó y vino en manos de aquel noble varón Lepolemo, Trasilo criaba y
continuaba entre sí el amor por él comenzado, y recordándose de aquella
indignación y enojo que tenía por haberle negado el casamiento, buscaba
acceso para su cruel deseo; finalmente, que hallando oportuna ocasión para
la maldad que tenía pensada días había, se aparejó a hacer la traición. Y el
día que la doncella fue librada de mano de los ladrones por astucia y
esfuerzo de su esposo, él, mostrando alegrarse más señaladamente que otro,
se mezcló con los otros que hacían alegrías, y con mucho gozo mostraba
con su presencia que tenía placer del linaje que saldría de los nuevos
desposados; y por honra de tan noble generación él fue recibido en nuestra
casa como de los principales huéspedes, y callando el consejo de su traición
mentía y engañaba con persona y gesto de fidelísimo amigo. Ya con la
mucha conversación y continuas hablas, y algunas veces que comía y bebía
con ellos, era muy amado. Y con la amistad que le tenían, el necio
malaventurado poco a poco se lanzó en el pozo profundo del amor. ¿Por
qué no? Pues que el fuego del primer amor primeramente deleita con muy
poquito calor, pero, con la yesca de la conversación, de poco ardor sale tan
gran fuego que todo el hombre quema. Finalmente, Trasilo deliberó
consigo muchos días antes de hacer lo que pudiese; y como no hallase lugar
oportuno para poder hablar a la dueña secretamente, y viese asimismo que
por la muchedumbre de los que la guardaban estaban cercados todos los
caminos para cumplir su voluntad, y también conociese que el vínculo del
nuevo amor y afición que entre el marido y mujer crecía no se pudiese
desatar, y que la dueña, aunque quisiese, como quiera que ella no podía
querer tal cosa, no era posible comenzar a hacer maldad a su marido, pero
con todo esto Trasilo era forzado y compelido con porfía obstinada a
procurar lo que no podía alcanzar como si pudiese efectuarlo. Y lo que
ahora le parecía muy difícil de alcanzar, el amor loco que cada día más se
esforzaba le hacía creer y tener esperanza por su edad y juventud que era
fácil cosa de haber. Mas yo ruego ahora que, con mucha atención,
entendáis en qué paró el ímpetu de esta furiosa lujuria. Un día, Lepolemo
tomó consigo a Trasilo y fuese a caza de monte para buscar animales, así
como corzos, porque en esto no hay ferocidad ni braveza como en los otros
animales, y también Carites no consentía que su marido fuese a cazar
bestias armadas con dientes o con cuernos, por el peligro que de ello podía
seguir.
Y llegando a un monte muy espeso de árboles, comenzaron los
cazadores a llamar los perros, que eran monteros de linaje, para que
sacasen de allí los animales que había, y como los perros eran enseñados de
aquella arte, repartiéronse luego cercando todas las salidas de aquel monte.
Estando así cada uno aguardando en su estancia, hecha señal por los
cazadores, comenzaron de latir y ladrar tan reciamente, que toda la
montaña hinchieron de voces, de la cual no salió corza, ni gama, ni cierva,
que es mansa más que ninguna otra fiera, pero salió un puerco montés muy
grande y nunca otro tal visto, grueso y espantable, con las cerdas
levantadas encima del lomo, echando espumarajos, con el sonido de las
navajas, los ojos de fuego, su vista espantable, con ímpetu cruel que parecía
un rayo; y luego, como llegaron a él los principales y más esforzados
perros, dando con las navajas acá y allá los mató y despedazó, y después
saltó las redes por donde primero aderezó su camino, y por allí saltó.
Nosotros, cuando aquello vimos, espantados de gran miedo, como no
éramos acostumbrados de aquella peligrosa manera de caza, mayormente
que estábamos sin armas y sin ninguna manera de defensa, escondímonos
entre aquellas ramas y hojas de los árboles. Trasilo, como halló
oportunidad de la traición y maldad que tenía pensada, habló a Lepolemo
engañosamente de esta manera:
-¿Qué es la causa por que, confusos de miedo y semejantes a la flaqueza
de estos nuestros siervos, o espantados como mujeres, dejamos perder tan
hermosa presa de miedo de nuestras manos? ¿Por qué no subimos en
nuestros caballos y seguimos a este puerco? Toma tú este venablo, yo
tomaré mi lanza.
Y diciendo esto, no tardaron más y saltaron luego en sus caballos y con
grandísima gana siguieron tras el puerco; el cual, viéndose apretado, no se
le olvidó su esfuerzo y tornó con gran ímpetu y encendimiento de su
ferocidad, dando golpes con las navajas, hiriendo y rompiendo al primero
que tomaba. Mas el primero que llegó a él fue Lepolemo, que le lanzó el
venablo que llevaba, por las espaldas. Trasilo perdonó al jabalí y arrojó la
lanza al caballo de Lepolemo, que le cortó las corvas de los pies, por
manera que el caballo cayó hacia la parte donde estaba herido y contra su
voluntad dio con su señor en tierra. No tardó el puerco, que con mucha
furia vino para él y comenzole a trabar de la ropa, y él, que se quería
levantar, el puerco le dio tantas navajadas que le abrió por muchas partes;
pero en todo esto nunca el bueno de su amigo le socorrió ni se arrepintió de
la traición comenzada, ni se pudo hartar por ver en tanto peligro a su
amigo:
al menos debiera con esto satisfacer a su crueldad; antes hizo al
contrario, porque queriéndose levantar Lepolemo y cubriendo sus heridas,
rogándole con mucha fatiga que lo socorriese, Trasilo le metió la lanza por
el muslo de la pierna derecha, y tanto mayor golpe le dio cuanto creyó que
la llaga de la lanza era semejante a las heridas de las navajas. Asimismo
mató al puerco. En esta manera muerto Lepolemo, salimos todos de donde
estábamos escondidos y corrimos allá. Trasilo, como quiera que acabado lo
que deseaba, viendo muerto a su amigo, estaba alegre; pero con la cara
cubrió el gozo, fingiendo tristeza y dolor, y con mucha ansia abrazaba al
cuerpo que él había muerto. De manera que ninguna cosa dejó de hacer,
aunque disimuladamente, para cumplir el oficio de los que lloran la muerte
de sus amigos. Solamente los ojos nunca pudieron echar lágrimas; y así él,
confortándose con nosotros, que llorábamos de corazón y verdaderamente,
la culpa que tenía su mano, dábala al puerco. Aun casi no era acabado de
hacer este mal tan grande, cuando la fama corría por una parte y por otra, y
la primera jornada fue a casa de Lepolemo, la cual hirió las orejas de su
desdichada mujer. Cuando la mezquina recibió tal mensajero, el cual nunca
otro oirá, sin seso y conmovida de gran furor y pena, corriendo como loca
por esas calles y plazas, y después por los campos, dando voces,
quejándose de la muerte de su marido; luego se juntaron muchos de la
ciudad, tristes, llorando, y siguieron tras de ella, acompañando su dolor,
que casi nadie quedó en la ciudad con ganas de ver lo que había pasado. He
aquí donde viene el cuerpo de su marido, el cual, como ella vio, se cayó
amortecida encima de él; y cierto ella diera el ánima allí, como lo tenía
prometido, sino que, apartada por fuerza de sus criados, quedó viva.
Después, con mucha pompa y honra, acompañándolo todo el pueblo, lo
llevaron a enterrar. Trasilo, en todo esto, no hacía sino dar voces y llorar, y
las lágrimas que al principio de su llanto no tenía, creciéndole ya el gozo de
la muerte de su amigo, le salían de los ojos, engañando la verdad con
muchos nombres de amor y caridad:
llamándole amigo, y ambos de una
edad, su compañero y su hermano; finalmente, que le llamaba por su propio
nombre con mucho lloro y dolor. Así mismo, algunas veces tomaba las
manos de Carites por que no se diese golpes entre los pechos, y apartábale
el dolor cuanto podía, y con palabras blandas porfiábale mucho que no
tomase tanta pena, entremetiendo solaces de otros casos acontecidos por
muchos y varios ejemplos. De esta manera, metiendo todos los oficios de
amor y piedad, siempre entremetía gana de tocar a la dueña, como quiera
que podía, y deleitándose maliciosamente pensaba hacerle tomar su
aborrecible amor.
Después de acabadas las exequias de la sepultura, la dueña luego
procuró de ir adonde estaba su marido, para lo cual comenzó a tentar todas
las vías que pudo, de las cuales le pareció la más reposada y mansa, que no
ha menester cuchillo ni espada, y semejante a una apacible holganza, la
hambre; y escogiendo ésta por mejor para morir, ya había pasado algún día
sin comer, estando escondida en hondas tinieblas, llorando y
malaventurada, donde así deliberaba de morir. Mas Trasilo, con instancia
malvada, unas veces por sí mismo y otras por los familiares de casa y por
los parientes y padres de la misma moza, trabajó con ella que confortase los
miembros casi ya desfallecidos, amarillos y sucios de la hambre, lavándose
y comiendo algún poco. Ella, como tenía mucha reverencia a sus padres,
aunque contra su voluntad, por satisfacer a la obediencia que era obligada,
obedeció, pero no con gesto alegre, aunque un poco más que solía, e hizo lo
que le mandaban, comiendo como hacen los que quieren vivir, como quiera
que todos los días y noches consumía en lloroso deseo. Y dentro en su
pecho y de sus entrañas se deshacía su corazón llorando y plañendo de
continuo. Y la imagen de su marido difunto, que ella había hecho a su
semejanza del dios Baco, y continuamente adoraba y honraba como a Dios,
le era solaz; en el cual se atormentaba. Trasilo, como era hombre
arrebatado y temerario, como su nombre lo declara, antes que las lágrimas
hubiesen satisfecho al dolor y antes que el furor del corazón cesase y el
llanto se aplacase, no habiendo pasado mucho tiempo para que la pena se le
amansase, que aun estaba llorando a su marido, mesándose los cabellos y
rasgando sus vestiduras, no dudó de hablarle, diciéndole que se casase con
él, y con la poca vergüenza que tenía, no dudó tampoco descubrirle el
secreto de su pecho y los inefables engaños y maldades que pensaba.
Carites, cuando esto oyó, espantose de voz tan nefanda, y fue herida así
como de un gran trueno o relámpago, o como de un rayo del cielo, de
manera que cayó su cuerpo y el ánimo se obscureció. Pero dende a un
poco, tornando algo en sí, comenzó a hacer un fiero llanto y lloro; y
mirando que sobre aquel negocio que el malvado Trasilo le proponía era
razón de mirar, puso el deseo del demandador en dilación de mayor
consejo, y esa misma noche le apareció el ánima del mezquino de su
marido Lepolemo, que era muerto, la cual, alzando la cara ensangrentada,
amarilla y muy disforme, quebrantó el casto sueño de su mujer, diciendo:
-Señora mujer, lo cual no conviene que de otro hombre ninguno te sea
dicho, ni por este nombre seas de otro llamada:
si tienes memoria en tu
corazón y te recuerdas de mí, o si por ventura el vínculo del amor se te ha
quitado del corazón por el acaecimiento de mi grave y amarga muerte; yo
te doy licencia para que te cases en buena hora con quien quisieres, con tal
condición que jamás vengas a poder del traidor sacrílego de Trasilo, ni
hables con él, ni te sientes a la mesa, ni duermas en cama con él; huye de su
mano sangrienta que me mató. No quieras comenzar bodas con quien mató
a tu marido, que aquellas llagas, cuya sangre lavaron tus lágrimas, no son
todas de las navajas del puerco, porque la lanza del malvado de Trasilo me
hizo ajeno de ti.
Y de esta manera le contó todas las otras cosas, por donde le manifestó
toda la traición como había pasado. Ella, como estaba muy triste, con sueño
muy temeroso, apretó la cara con la ropa, y durmiendo le manaban tanto las
lágrimas, que bañaba la cama, y despertó muy espantada del reposo que
tenía sin holganza, así como si despertara espantada de un gran trueno; y
tornando a su lloro comenzó a dar aullidos y gritos muy largamente, y
rompida la camisa, se daba de bofetadas con las manos en la cara. Pero con
todo esto, nunca descubrió a persona el sueño que había visto, y disimulada
la traición y maldad de Trasilo, deliberó consigo de matar al malvado
matador y de apartarse ella y salir de vida tan mezquina y desdichada. Otro
día siguiente, he aquí dónde torna otra vez el abominable demandador de
placer tan presto y no convenible, y comenzó a porfiar en las orejas que
estaban cerradas para entender en cosa de casamiento; pero ella, con
astucia maravillosa, disimulando su corazón, comenzó blandamente a
menospreciar las palabras de Trasilo, el cual, con mucha instancia,
importunaba y humildemente le rogaba que quisiese casarse con él, y ella le
respondió:
-Aun ahora, le hermosa cara de tu hermano y mi amado marido se
representa ante mis ojos, y aun el olor celestial de su cuerpo dura en mis
narices, y aun también aquel hermoso Lepolemo vive dentro de mi corazón.
Por ende, tú tomarás buen consejo si concedieres tiempo necesario para el
luto y llanto que una mezquina hembra como yo es obligada a hacer
legítimamente por su marido, hasta que pasen algunos meses y se cumpla el
año, lo cual cumplirá así a mi honra como al provecho de mi salud. Porque,
por ventura, con la prisa de nuestro casamiento, no resucitemos el ánima de
mi marido con su causa y enojo justo, para daño y fin de su salud y vida.
Trasilo, no satisfecho con estas palabras ni contento al menos con el
prometimiento que le hacía de aquel poco tiempo, tornó a porfiar, echando
palabras falsas de su lengua lastimera, hasta tanto que Carites, vencida de
su importunidad, con gran disimulación, comenzó a decir de esta manera:
-Necesaria cosa es, Trasilo, que tú me otorgues lo que con mucha gana y
ansia te pido:
lo cual es que, por algunos días, secretamente seamos en uno,
en tal manera que ninguno de los familiares de casa lo sienta, hasta que
pasen algunos días en que se cumpla el año.
Trasilo, cuando esto oyó, oprimido de la engañosa promesa de la mujer,
consintió alegremente por cumplir su voluntad con ella a hurto; y luego
deseó con gran voluntad la noche y obscuras tinieblas, posponiendo todas
las cosas a una voluntad, que era tenerla a su placer. Carites le dijo:
-Tú, Trasilo, mira bien que lo hagas discretamente:
cubierta la cabeza y
con tu capa, solo, sin compañía, vendrás a mi puerta callando al primer
sueño, y solamente con un silbo que des, despertarás a esta mi ama, la cual
estará esperando a la puerta, y como llegares, ella te abrirá y recibirá en
casa, sin ninguna lumbre y te meterá en mi cámara.
Cuando esto oyó Trasilo, plúgole mucho de la manera y aparato que le
decía de sus bodas mortales, y no sospechando otra alguna mala cosa, sino
turbado con la esperanza, solamente se quejaba del espacio del día y de la
mucha tardanza de la noche. Después que el Sol dio lugar a la noche,
Trasilo, aparejado como lo mandó Carites y engañado con la vela engañosa
del ama, lanzose en la cámara lleno de placer y esperanza:
entonces la
vieja, por mandado de su señora, le comenzó a halagar y hacer caricias, y,
secretamente, sacado un jarro grande de vino, el cual estaba mezclado con
cierta medicina para darle sueño, de allí con una copa le dio a beber tres o
cuatro veces, fingiendo que su señora se tardaba porque estaba allí su padre
enfermo y ella estaba cerca de él hasta que reposase; en esta manera,
Trasilo, bebiendo de aquel vino seguramente y con aquel deseo que tenía,
fácilmente la vieja lo enterró en un profundo sueño. Estando él ya dispuesto
para sufrir todas las injurias que le quisiesen hacer durmiendo de espaldas,
la vieja llamó a Carites, la cual, con esfuerzo varonil y cruel ímpetu,
arremetió con aquel matador, y estando sobre él, dijo estas palabras:
-Veis aquí el fiel compañero de mi marido; éste es aquel noble cazador;
éste es el marido mucho amado; esta mano es aquella diestra que derramó
mi sangre; éste es el pecho que pensó y compuso aquellos engañosos
rodeos y palabras para mi destrucción y pérdida; éstos son los ojos a quien
yo en mal hora agradé, los cuales, en alguna manera sospechando las
tinieblas perpetuas que les habían de venir, previnieron su pena:
pues
duerme seguro y sueña bien a tu placer, que yo no te heriré con cuchillo ni
con espada; nunca plega a Dios que tal haga, por que no te iguale con mi
marido en semejante género de muerte. Pero siendo tú vivo morirán tus
ojos y no verás cosa alguna sino cuando durmieres; yo haré que tú sientas
ser más bienaventurada la muerte de tu enemigo que la vida que tú
hubieres, porque, cierto, tú no verás lumbre y habrás menester quien te
guíe; a Carites no tendrás ni gozarás de sus bodas, ni te alegrarás con el
reposo de la muerte, ni habrás placer con el deseo de la vida; pero andarás
como una estatua, incierto, andando entre el Sol y el infierno, que ni sepas
si te has de contar con los vivos o con los muertos; y andarás mucho tiempo
buscando la mano que quebró tus ojos y no la hallarás, la cual en la pena y
turbación es muy miserable y lleno de toda angustia, que no sepas de quién
te puedes quejar; además de esto, yo sacrificaré y aplacaré la sepultura de
Lepolemo con la sangre de tus ojos, y asimismo haré sacrificio con estos
tus ojos a su ánima santa. Mas ¿por qué soy causa yo que por esta mi
tardanza tú ganes alguna dilación de tu tormento y por ventura tú ahora
sueñas o piensas en mis pestíferos abracijos? Así que, dejadas las tinieblas
del sueño, vela y despierta a otra ceguedad de pena, alza y levanta la cara
vacía de lumbre; reconoce la venganza, entiende tu desdicha, cuenta tus
mancillas. De esta manera pluguieron tus ojos a la mujer casta y limpia; de
esta manera alumbraron las hachas de las bodas al tálamo de tu casamiento.
En esta manera tendrás las diosas del matrimonio por vengadoras y tendrás
la ceguedad por compañía y perpetuo estímulo de conciencia.
En esta manera, habiendo hablado y profetizado, Carites sacó un alfiler
de la cabeza e hirió con él en los ojos de Trasilo, y dejándolo así ciego del
todo, en tanto que con el dolor no sentido desechaba la embriaguez de
aquel sueño, ella arrebató la espada desnuda que su marido Lepolemo se
solía ceñir y echó a correr furiosamente por medio de la ciudad, que por
cierto yo no sabía qué mal era que quería hacer, y así se fue corriendo hasta
la sepultura de su marido. Nosotros y todo el pueblo, sin quedar nadie en
casa, seguimos tras de ella, apercibiendo unos a otros que le quitásemos la
espada de sus furiosas manos; pero Carites sentose cerca de la sepultura de
Lepolemo, y echando a unos y a otros con la espada en la mano, después
que vio los llantos y lloros de los que allí están, dijo:
-Apartad, señores, de vosotros estas lágrimas importunas; apartad el
llanto, que es ajeno de mis virtudes, porque yo me vengué del cruel
matador de mi marido; yo he punido y castigado al ladrón y malvado
robador de mis bodas; ya es tiempo que con esta espada busque el camino
para irme adonde estaba mi Lepolemo.
Y después que hubo contado por orden todas las cosas que su marido le
reveló en el sueño, asimismo en qué manera y con cuánta astucia había
engañado a Trasilo, diose con la espada por debajo del pecho derecho, y así
cayó muerta y revuelta en su propia sangre; finalmente, no pudiendo hablar
claro, se le salió el ánima. Entonces los criados de la mezquina de Carites
corrieron presto, y, con mucha diligencia lavado el cuerpo, en aquella
misma sepultura la enterraron, dando perpetua compañera a su marido.
Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo
hallar género de muerte que satisficiese a su presente tribulación, y
teniéndose por muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la
gran traición por él cometida, hízose llevar al sepulcro de Lepolemo, y
estando allí dijo así:
-¡Oh ánimas enemigas, veis aquí dónde viene la víctima y sacrificio de
su propia voluntad para vuestra venganza!
Y diciendo esto, lanzose en el sepulcro, y, cerradas las puertas de la
tumba, deliberó por hambre sacar de sí el ánima, condenada por su
sentencia.
Capítulo II
Cómo después que los vaqueros y yegüerizos y mayordomos del ganado de
Carites y Lepolemo supieron que sus señores eran muertos, robada toda la
hacienda que estaba en la alquería, huyeron para tierras extrañas; y de lo
que por el camino les aconteció.
Contando estas cosas aquel mancebo que allí había venido a los otros
labradores, que con gran atención lo escuchaban, suspiraba algunas veces,
y otras también lloraba, mostrando gran pena. Entonces ellos, temiendo la
novedad de la mudanza de otro señor y habiendo gran mancilla de la
desdicha que vino en la casa de su señor, aparejáronse para huir; pero aquel
mayordomo de la casa que tenía cargo de las yeguas y ganado, el cual me
recibió muy recomendado para tratar y curarme bien, todas cuantas cosas
había de precio en la casa lo cargó encima de mis espaldas y de otros
caballos, y así se partió desamparando ésta su primera morada. Nosotros
llevábamos a cuestas niños, mujeres; llevábamos gallinas, pollos, pájaros,
gatos y perrillos, y cualquier otra cosa que por su flaco paso podía detener
la huida, andaba con nuestros pies; y como quiera que la carga era grande,
no me fatigaba el peso de ella; antes, la huida era gozosa para mí, por dejar
aquel bellaco que me quería castrar y deshacerme de hombre.
Yendo por nuestro camino, habiendo pasado una cuesta muy áspera de
un espeso monte, entramos por unos grandes campos, y ya que la noche
venía, que casi no veíamos el camino, llegamos a una villa muy rica y
gruesa, adonde los vecinos nos defendieron que no caminásemos de noche,
ni aun tampoco de mañana antes del día, porque había por allí infinitos
lobos muy grandes y de terribles cuerpos, feroces y muy bravos, que
estaban acostumbrados a destruir y maltratar toda aquella tierra y que
salteaban en los caminos a manera de ladrones, matando a los que pasaban;
y aun con la hambre eran tan rabiosos, que combatían y entraban en los
lugares que por allí había, de manera que el daño y destrucción que habían
hecho en los ganados ya lo comenzaban a hacer en los hombres;
finalmente, nos dijeron que por aquel camino por donde habíamos de pasar
había muchos cuerpos de hombres medio comidos, blanqueando los huesos
y roídos, sin ninguna carne; y por esto, que fuésemos mucho sobre aviso,
que no anduviésemos por aquel camino sino en día claro y sereno, que el
día fuese ya bien alto y el Sol esforzado, excusándonos y apartándonos de
los montes, donde ellos acechaban, porque con el Sol del día el ímpetu y
braveza de estas bestias fieras se refrena y detiene, y que no fuésemos
derramados, mas toda la compañía junta pasásemos aquellos peligros y
dificultades. Pero aquellos malvados huidores que nos llevaban, ciegos con
el atrevimiento de la prisa que ellos llevaban y miedo que no los siguiesen,
desechado el consejo saludable que les daban, no esperaron el día, mas
cerca de media noche nos cargaron y comenzaron a caminar. Entonces yo,
por miedo del peligro susodicho, cuanto más pude me metí en medio de
todos, y, escondido en medio de todas las otras bestias, procuraba cuanto
podía de defender mis ancas que no me mordiese algún lobo, y todos se
maravillaban cómo yo andaba más liviano que cuantos caballos allí iban;
pero aquello no era livianeza de alegría, mas era indicio del miedo que
llevaba. Finalmente, que yo pensaba entre mí que aquel caballo Pegaso, por
miedo, le habían nacido alas con que voló, y por eso voló hasta el cielo,
habiendo miedo que no le mordiese la ardiente Quimera. Aquellos pastores
que nos llevaban hiciéronse a manera de un ejército:
unos llevaban lanzas;
otros, dardos; otros, ballestas, y otros, palos y piedras en las manos, de las
cuales había asaz abundancia, porque el camino era todo lleno de ellas;
otros llevaban picas bien agudas, y algunos había que llevaban hachas
ardiendo por espantar los lobos; en tal manera iban, que no les faltaba sino
una trompeta para que pareciera hueste de batalla. Pero como quiera que
pasamos nuestro miedo sin peligro, caímos en otro lazo mucho mayor,
porque los lobos, o por ver mucha gente, o por las lumbres, de que ellos
han gran miedo, o por ventura porque eran idos a otra parte, ninguno de
ellos vimos ni pareció cerca ni lejos; mas los vecinos de aquellas quinterías,
por donde pasábamos, como vieron tanta gente armada, pensaron que eran
ladrones, y proveyendo a sus bienes y haciendas, con gran temor que tenían
de ser robados, llamaron a los perros y mastines, que eran más rabiosos y
feroces que lobos y más crueles que osos, los cuales tenían criados así
bravos y furiosos para guarda de sus casas y ganados, y con sus silbos
acostumbrados y otras tales voces enhotaron los perros contra nosotros, y
ellos, además de su propia braveza, esforzados con las voces de sus amos,
nos cercaron de una parte y de otra y comienzan a saltar y morder en la
gente, sin hacer apartamiento de hombres ni de bestias; mordían tan
fieramente que a muchos echaron por ese suelo. Viérades una fiesta que era
más para haber mancilla que no para contarla, porque como había muchos
perros que ardían como rabiosos, a los que huían arrebataban con los
dientes, y a los que estaban quedos arremetían, y a los que estaban caídos
les sacaban los pedazos, en tal manera, que a bocados pasaban por toda
nuestra compañía. He aquí a este peligro sucedió otro mayor:
que los
villanos, de encima de los tejados y de una cuesta que estaba allí cerca,
echábannos tantas de piedras que no sabíamos de qué habíamos de huir:
de
una parte los perros que andaban cerca de nosotros, y de la otra, más lejos,
las piedras que venían sobre nosotros; de manera que estábamos en harto
aprieto. En esto vino una piedra que descalabró a una mujer que iba encima
de mí, y ella, con el gran dolor, comenzó a dar grandes gritos y voces
llamando a su marido, que era un pastor de aquéllos, que la viniese a
socorrer; él, cuando la vio, limpiándole la sangre, comenzó a dar gritos,
diciendo:
-¡Justicia, Dios! ¿Y por qué matáis los tristes caminantes y los
perseguís, espantáis y apedreáis con tan crueles ánimos? ¿Qué robo es éste?
¿Qué daño os habemos hecho? No muráis en cuevas de bestias fieras, ni
entre los riscos de salvajes bárbaros, que os gozéis derramando sangre
humana.
Como esto oyeron, luego cesó el llover de las piedras y apartaron la
tempestad de los perros bravos, y uno de aquellos labradores que estaba
encima de un ciprés, dijo a voces:
-No creáis que nosotros, teniendo codicia de vuestros despojos, os
queríamos robar, mas pensando que lo mismo queríais hacer a nosotros,
nos pusimos en defensa, por quitar nuestro daño de vuestras manos; así que
de aquí adelante podéis ir por vuestro camino seguros, en paz.
Esto dicho, comenzamos a andar nuestro camino bien descalabrados, y
cada uno contaba su mal:
los unos, heridos de piedras, los otros, mordidos
de los perros, de manera que todos iban lastimados. Yendo adelante ya
buena parte del camino, llegamos a un valle de muchas arboledas y muy
espeso de verduras y frescura, adonde acordaron aquellos pastores que nos
llevaban de holgar un rato, por descansar y curarse de las heridas; así que
echáronse todos por aquel prado, y después de haber reposado curáronse
sus llagas lo mejor que pudieron:
el uno se lavaba la sangre en un arroyo de
agua, y otros, con esponjas mojadas, remediaban la hinchazón de sus
llagas; otros ligaban las heridas con vendas, y de esta manera cada uno
procuraba su salud. Entre tanto, un viejo asomó por un cerro, el cual debía
de ser pastor de una manada de cabrillas que apacentaba por allí, y uno de
los de nuestra compañía le preguntó si tenía leche o cuajada para vender, y
el viejo cabrero, meneando la cabeza, dijo:
-¿Ahora tenéis vosotros cuidado de cosa de comer y de beber ni de otra
refección? ¿No sabéis en qué lugar estáis?
Y diciendo esto, cogió sus cabras y fuese bien lejos. La cual palabra y su
huida no poco miedo puso a nuestros pastores; así que, estando ellos
espantados y no viendo a quién preguntar qué cosa fuese aquélla, asomó
otro viejo muy mayor que aquél y más cargado de años, con un bordón en
la mano, corcovado, y venía como hombre cansado, y llorando muy
reciamente llegó a nosotros, y haciendo grandes reverencias, comenzó a
besar a cada uno de aquellos mancebos en las rodillas, diciendo:
-Señores, por vuestra virtud y por el Dios que adoráis, que me socorráis
en una tribulación a mí, viejo cuitado, de un niño mi nieto que casi está a la
puerta de la muerte; el cual venía conmigo en este camino y tiró una piedra
a un pajarito que estaba cantando, y por matarlo, cayó en una cueva que
estaba llena de árboles por encima, que no se parecía, y creo que está en lo
último de su vida, aunque por las voces que da, llamando socorro, conozco
que aún está vivo; mas por mi vejez y flaqueza, como veis, no le pude
ayudar; vosotros, señores, que sois mancebos y recios, fácilmente podéis
socorrer a este mezquino viejo, librándome aquel niño, que no tengo otro
heredero ni sucesor de mi linaje.
Diciendo esto, el viejo pelábase las barbas y mesábase las canas, de
manera que todas habían mancilla de él; pero uno, más recio que ninguno y
más mozo, de gran cuerpo y fuerzas, que sólo había quedado sano del ruido
pasado, levantose alegre y preguntó en qué lugar había caído; el viejo le
mostró con el dedo entre unas zarzas y matas espesas; así que el mancebo
siguió tras el viejo hacia do le había mostrado. Los compañeros, cuando
hubieron comido y nosotros pacido, cargáronnos para ir su camino, y como
aquel mancebo no venía, comenzaron a darles voces; cuando vieron que no
respondía, enviaron uno que lo buscase y le dijese que viniese presto, que
era ya hora de caminar; aquél tardó un poco en ir a buscar al otro, y tornó
amarillo y espantado, diciendo que había visto una cosa maravillosa de
aquel mancebo:
que vio cómo estaba muerto en el suelo, medio comido y
un dragón espantable encima de él, comiéndolo todo, y que no parecía el
viejo; lo cual, visto por los pastores y conociendo que no había en aquella
tierra otro morador, sino aquel viejo, conocieron que aquél era el dragón,
así que dejaron aquella mala tierra, y dándonos buenas varadas, fuéronse
huyendo cuanto pudieron.
Capítulo III
En el cual Lucio prosigue contando muchos y notables acontecimientos
que se ofrecieron siendo asno, y principalmente lo que le aconteció cuando
le llevaban hurtado los pastores de Carites, donde se cuentan cosas
graciosas.
Luego llegamos a una aldea donde estuvimos toda aquella noche, y allí
aconteció una cosa que yo deseo contar.
Un esclavo de un caballero, cuya era aquella heredad, estaba allí por
mayordomo y guarda de toda la hacienda, y era casado con una moza
esclava asimismo de aquel caballero; el marido andaba enamorado de otra
moza libre, hija de un vecino de allí; la mujer, con el dolor y enojo de los
amores del marido, tomó cuantos libros de sus cuentas tenía y toda la
hacienda y ropa de casa, no estando allí su marido, y quemolo todo; y no
contenta con lo que había hecho, ni pensando que estaba vengada de la
injuria, tornose contra sí misma y tomó en los brazos un niño hijo del
marido y atolo consigo y lanzose en un pozo muy hondo. El señor, cuando
supo la muerte de su esclava y del niño y que había sido por causa de los
amores del marido, hubo mucho enojo y tomolo desnudo y enmelado y
atolo muy fuertemente a una higuera vieja, que tenía muchas hormigas que
hervían de un cabo a otro; las cuales, como sintieron el dulzor de la miel y
el olor de la carne, aunque eran chicas, pero infinitas, con los continuos y
espesos bocados que le daban, en tres o cuatro días le comieron hasta las
entrañas, que dejaron los huesos blancos y sin carne ninguna, atados a la
triste de la higuera, de lo cual los otros labradores estaban espantados y con
mucho enojo. Dejamos también esta abominable tierra y partimos; todo
aquel día anduvimos por unos grandes campos, hasta que cansados
llegamos a una ciudad muy noble y muy poblada, adonde aquellos pastores
determinaron de tomar sus casas y morar toda su vida, porque les parecía
que allí se podrían muy bien esconder de los que de lejos les viniesen a
buscar; además de esto, les convidaba a morar allí la abundancia de mucho
pan y mantenimientos que había. Finalmente, que después de haber
reposado tres días por descansar, porque nos rehiciésemos del camino, para
mejor podernos vender, sacáronnos al mercado, y un pregonero con
grandes voces nos comenzó a pregonar, pidiendo su precio por cada uno. El
caballo y otro asno fueron comprados por unos mercaderes ricos; pero a mí
solo, casi desechado, todos con fastidio me dejaban y pasaban; ya estaba yo
muy enojado de los que allí estaban, que todos me palpaban las encías,
queriendo saber y contar de mis dientes la edad que había; y con este asco,
llegando a mí uno que le hedían las manos sobando muchas veces mi boca
con sus dedos sucios, dile un bocado en la mano, que casi le corté los
dedos; lo cual espantó tanto a los que allí estaban alrededor, que ninguno
me quiso comprar, diciendo que era asno bravo y fiero; entonces el
pregonero comenzó a dar grandes voces, que ya estaba ronco, diciendo
muchas gracias y burlas contra mi desdicha y fortuna.
-¿Hasta cuándo tardaremos en vender esta jaca o asno viejo? Él tiene las
manos y pies desportillados, flaco y muy ruin color, perezoso y sobre todo
bravo y feroz, tan sin provecho que no es bueno sino para hacer de su
pellejo una criba para cribar estiércol de cabras, o démoslo a alguno que no
le pese de perder la paja que comiere.
En esta manera, jugando aquel pregonero, hacía dar grandes risadas a
los que allí estaban; pero aquella mi crudísima fortuna, la cual yo huyendo
por tantas provincias nunca pude huir ni con tantos males y tribulaciones
como pasé pude aplacar, otra vez de nuevo lanzó sus ojos ciegos contra mí,
dándome un comprador perteneciente para mis duras adversidades; y
¿sabéis qué tal? Un viejo calvo y bellaco, cubierto de cabellos de los lados
llanos y medio canos, del más bajo linaje y de las heces de todo el pueblo;
el cual andaba con otros trayendo a la diosa Siria por esas plazas, villas y
lugares, tañendo panderos y atabales y mendigando de puerta en puerta.
Este echacuervo, con mucha gana que tenía de comprarme, preguntó al
pregonero que de dónde era yo. Él le respondió que era de Capadocia y que
era muy bueno y asaz recio. Preguntole más, qué edad había. El pregonero,
burlándose de mí, dijo:
-Un astrólogo que miró la constelación de su nacimiento, dijo que
podría ahora haber cinco años; pero él sé que sabrá mejor estas cosas según
la profesión de su ciencia; y como quiera que yo a sabiendas incurra en la
pena de la ley Cornelia si te vendiere ciudadano romano por esclavo, pero
¿por qué no compras un servidor tan bueno y provechoso, que te podrá
ayudar así en casa como fuera de ella?
Con todo esto, aquel comprador malo no dejó de preguntar cuando esto
oyó y sacar unas cosas de otras; finalmente, preguntó con mucha ansia si
yo era manso. El pregonero le dijo:
-Es tan manso, que no parece asno, sino cordero; para todo lo que
quisieres es aparejado; no muerde ni echa coces:
que no puedes creer sino
que debajo del cuerpo de un asno mora un hombre muy pacífico y modesto,
lo cual puedes luego conocer y experimentar, porque si metes la cara entre
los muslos de sus piernas, fácilmente podrás saber y ver cuán gran paciente
te mostrará.
En esta manera el pregonero, con sus chocarrerías, trataba a aquel
glotón echacuervos; pero él, que conoció que el pregonero le burlaba, hizo
que se enojaba, y díjole:
-¡Oh cuerpo sordo y muerto, pregonero loco; la muy poderosa diosa
Siria, criadora de todas las cosas, y santo Sabadio, y la diosa Belona, y la
madre Idea Cibeles, y la señora Venus, con su hijo Adonis, te tornen ciego
porque has dicho contra mí tantos juegos y truhanerías! ¿Piensas tú, necio,
que tengo yo de fiar la diosa a un asno fiero para que arroje por ese suelo la
imagen divina y que a mí, mezquino, sea forzado, con los cabellos sueltos,
a discurrir buscando algún medio para mi diosa, que está echada en el
suelo?
Cuando yo oí estas palabras, súbitamente, como quien sale de seso,
pensé saltar y correr por que, viéndome aquel bellaco movido de ferocidad
y braveza, me dejase de comprar; pero previno a mi pensamiento el
argucioso comprador, porque luego sacó el dinero de la bolsa, el cual con
mucho gozo fácilmente recibió mi amo, por enojo y fastidio que tenía de
mí, conviene a saber diecisiete dineros, y luego me ató con una cincha de
esparto, y así atado me dio a Filebo, que así se llamaba aquel que era mi
señor; él me tomó como a novicio servidor y me llevó a su casa, y luego a
la entrada de la puerta comenzó a dar voces a los de su casa, diciendo:
-Mozas, un servidor os traigo hermoso del mercado:
vedlo aquí.
Pero aquellas mozas que él decía era una manada de mozos bardajes, los
cuales, como lo oyeron, habiendo de ello mucho placer y alegría, con voces
roncas y mujeriles alzaron grandes clamores, pensando que era verdad que
les traía algún esclavo que fuese aparejado para lo que ellos querían; pero
cuando vieron que no sucedía como ellos pensaban, ni era cierva por
doncella, mas era un asno por hombre, el rostro torcido y con enojo
increpaban a su maestro, diciéndole que no había traído servidor para ellos,
mas que traía marido para sí. Decíanle, además de esto:
-Pues guárdate que tú solo no comas tan hermoso pollo; mas haz parte
de él a nosotros, que somos tus criados.
Estas y otras tales cosas parlando entre sí, atáronme a un pesebre que
allí cerca estaba; había entre aquéllos un mancebo alto y de buen cuerpo, el
cual sabía muy bien tañer flautas y trompetas, y estaba allí cogido por
sueldo para andar por allá fuera con los que traían a la diosa y para tañer la
trompeta, pero en casa ejercitándose en contentar a aquellos medio
mujeres. Cuando él me vio en casa, de muy buena gana me echó de comer,
y alegre dijo estas palabras:
-Basta que tú viniste para ayudarme al miserable trabajo; plegue a Dios
que vivas y contentes a tu señor y ayudes a mis lomos cansados y vacíos.
Y oyendo yo estas cosas, ya pensaba en mis fatigas venideras.
Capítulo IV
Cómo, después que a Lucio asno compró un echacuervos de la diosa Siria,
fue destinado para traer sobre sí a la diosa; donde cuenta acontecimientos
y casos notables de aquella falsa religión de echacuervos.
Otro día siguiente, vestidos de varios colores y cada uno de su traje,
afeitadas las caras con sus afeites sucios y los ojos alcoholados, salen muy
compuestamente con sus mitras y túnicas y otras vestiduras encima de lino
y algodón; otros llevaban túnicas blancas ceñidas y pintadas de colores
virguladas y calzados zapatos colorados. Yendo ellos de esta manera,
pusieron sobre mí a su diosa, cubierta de una vestidura de seda, para que la
llevase; y desnudos los brazos hasta los hombros, llevaban cuchillos y
hachas en las manos, y como hombres furiosos saltaban, y con el sonido de
la trompeta incitaban sus bailes como hombres sin seso. Habiendo andado
por algunas casas y quinterías, llegamos a una casa y posesión de uno que
se llamaba Britino; y luego como asomaron, comenzaron a correr hacia
allá, haciendo gran ruido con aullidos y desconcertadas voces furiosamente,
bajando la cabeza, torciendo a una parte y a otra los pescuezos, colgando
los cabellos y rodeándoselos a la cabeza y mordiéndose algunas veces los
brazos; finalmente, con unos cuchillos que traían de dos filos dábanse
cuchilladas en los brazos. Entre éstos había uno de ellos que con mayor
furia, así como hombre endemoniado, fingía aquella dañada locura, por
parecer que con las preferencias de los dioses suelen los hombres no ser
mejores en sí, mas antes hacerse flacos y enfermos. Pues espera y verás qué
galardón hubo de la Providencia celestial: él comenzó a decir, adivinando a
grandes voces y fingiendo mayor mentira, que quería castigar y reprender a
sí mismo, diciendo que había pecado contra su santa religión; y por esto
quería él tomar por sus propias manos la pena que merecía por aquel
pecado que había cometido; así que arrebató un azote, el cual es propia
insignia de aquellos medio mujeres, torcidos muchos cordeles de lana de
ovejas, y escaqueado con choquezuelas de pies de carnero a colores, y
diose con aquellos nudos muchos golpes, hasta que se adormeció las
carnes, que parecía que maravillosamente estaba preservado para poder
sufrir el dolor de aquellas llagas; que vieras cómo de las heridas de los
cuchillos y de los golpes de la disciplina, todo el suelo estaba bañado de la
suciedad de aquella sangre afeminada; la cual cosa no poco cuidado y
fatiga me ponía en mi corazón, viendo derramar tan largamente sangre de
tantas heridas; por ventura que al estómago de aquella diosa extraña no se
le antojase sangre de asno como a los estómagos de algunos hombres se les
antoja leche; así que, cuando ya estaban cansados, cierto, por mejor decir,
estaban hartos de abrirse sus carnes, hicieron pausa cesando de aquella
carnicería y comenzaron a recoger, en sus faldas abiertas, dineros de cobre,
y aun también de plata, que muchos les ofrecían; además de esto, les daban
jarros de vino y otros de leche y queso y harina y trigo candeal, y algunos
daban cebada para mí, que traía la diosa. Ellos, con aquella codicia,
robaban todo cuanto podían, y lanzando en costales, que para esto traían de
industria, aparejados para aquella echacorvería; y todos los echaban encima
de mí; de manera que ya yo iba bien cargado con carga doblada, porque iba
hecho troje y templo; en esta manera discurriendo por aquella región, la
robaban. Llegando a una villa principal, como allí hallaron provecho de
alguna ganancia alegre, hicieron un convite de placer, que sacaron un
carnero grueso a un vecino de allí, con una mentira de su fingida
predicación, diciéndole que con su limosna y sacrificio hartase a la diosa
Siria, que estaba hambrienta; así que su cena, bien aparejada, fuéronse al
baño, y luego vinieron muy bien lavados; trajeron consigo a un mancebo
aldeano de allí bien fuerte y bien aparejado para cenar con ellos; y como
hubieron comido unos bocados de ensalada, allí, delante de la mesa
aquélla, aquellos sucios bellacos comenzaron a burlar con aquel mancebo,
que tenían desnudo. Yo, cuando vi tan gran traición y maldad, no
pudiéndolo sufrir mis ojos, intenté dar voces, diciendo:
¡Oh romanos!; pero
no pudiendo pronunciar las otras letras y sílabas, solamente dije muy claro
y muy recio, como conviene y es propio de los asnos:
oh, oh:
lo cual, como
dije a tiempo oportuno, a causa que muchos mancebos de una aldea de allí
cerca andaban a buscar un asnillo que les habían hurtado aquella noche y
andaban muy aguciosos buscando por todos los caminos y apartamientos,
oyendo mi rebuzno dentro de aquellas casas, creyeron que en aquel rincón
de ella tenían escondido su asno; y pensaban lanzarse dentro para tomarlo
doquier que lo hallasen; de improviso todos juntos saltaron en casa, donde
tomaron aquellos bellacos, haciendo aquellas malditas suciedades; y, como
los vieron, comenzaron a llamar a todos los vecinos para que viesen aquel
aparato torpe y sucio; además de esto, haciendo burla, alababan la purísima
castidad de aquellos echacuervos. Ellos, embarazados y turbados con esta
infamia, que fácilmente fue divulgada por todo el pueblo, por lo cual, con
mucha razón, eran aborrecidos y malquistos de todos, aquella noche, a las
doce, ligadas todas sus ropas, se partieron furtivamente de aquella villa; y
habiendo andado buena parte del camino, antes del día, ya bien claro el día,
entramos por un desierto y soledad, que nadie andaba por allí. Entonces
hablaron entre sí primeramente y después aparejáronse para mi daño y
muerte; así que quitada la diosa de encima de mí y puesta en tierra,
quitáronse todos aquellos paramentos que traía, y desnudo atáronme a un
roble; y con aquel azote que estaba encadenado de osezuelos de ovejas,
diéronme tantos azotes, que casi me llegaron a lo último de la muerte; hubo
allí uno que con un hacha que traía en la mano me amenazaba de cortar las
piernas, diciendo por qué yo había habido victoria, infamando tan feamente
a su casta y limpia vergüenza. Pero los otros, no por respeto de mi salud,
mas por contemplación de la diosa, que estaba callando, acordaron que yo
no muriese:
en tal manera que me tornaron a cargar de aquellas cosas que
llevaba, y amenazándome con sus espadas, llegamos a una noble ciudad,
adonde un varón principal de allí, hombre de buena vida y que era muy
devoto de la diosa Siria, como oyó el sonido de los atabales y panderos y
los cantares de aquellos echacuervos, a la manera de los que cantan los
sacerdotes de la diosa Cibeles, corrió luego a recibirlos, y muy
devotamente recibió por huéspeda a la diosa, y a nosotros nos hizo meter
dentro del cercado de su ancha casa; y luego comenzaron a entender en
aplacar y sacrificar a la diosa con gran veneración y con gruesos animales y
sacrificios. En este lugar me recuerdo yo haber escapado de un grandísimo
peligro de muerte, el cual fue éste:
un labrador de allí envió en presente al
señor de aquella casa un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual
recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina,
no muy alto del suelo; un lebrel que allí estaba, sin que nadie lo viese,
alcanzolo, y alegre con su presa, prestamente desapareció delante los ojos
de los que allí estaban; el cocinero, cuando conoció su daño y la gran
negligencia en que había caído, llorando muy fieramente, y como
desesperado, que ya casi su señor demandaba de cenar, no sabiendo qué
hacer y con el mucho temor, besó y abrazó a un niño que tenía y tomó una
soga para ahorcarse; la mujer, que lo quería bien, no escondiéndosele el
caso extremo de su triste marido, con ambas manos arremetió a su marido
para quitarle el nudo mortal de la soga que tenía al pescuezo, y díjole:
-¿Cómo tan espantado te ha este presente mal, en que has caído y
perdido todo tu seso y no miras este remedio fortuito que acaso te es venido
por la providencia de los dioses? Porque si en este último ímpetu de la
fortuna tornas en ti, despierta y escúchame:
y toma este asno que ahora es
venido aquí, y, llevado a algún lugar apartado, degüéllalo, y una de sus
piernas, que es semejante de la perdida, córtasela, y muy bien guisada,
picada o de otra manera que sea muy sabrosa, ponla delante de tu señor en
lugar del ciervo.
Al bellaco azotado plúgole de su salud con mi muerte, y alabando la
sagacidad y astucia de su mujer, acordando de hacer de mí aquella
carnicería, aguzaba sus cuchillos.
Noveno libro
Argumento
En este noveno libro cuenta la astucia del asno cómo escapó de la muerte;
de donde se siguió otro mayor peligro, que creyeron que rabiaba y con el
agua que bebió vieron que estaba sano. Cuenta asimismo de una mujer que
engañaba a su marido, porque su enamorado, diciendo que quería comprar
un tonel viejo, burló al marido. Ítem el engaño de las suertes que traían
aquellos sacerdotes de la diosa Siria y cómo fueron tomados con el hurto; y
de cómo fue vendido a un tahonero, donde cuenta de la maldad de su mujer
y de otras; y después fue vendido a un hortelano; y de la desdicha que vino
a toda la gente de casa; y cómo un caballero lo tomó al hortelano; y el
hortelano lo tomó por fuerza al caballero y se escondió con el asno, donde
después fue hallado.
Capítulo I
Cómo Lucio, asno, fue libre de la muerte con buena astucia, por dos veces
que se le ofreció:
una, de las manos de un cocinero que le quería matar, y
otra, de los criados de casa que presumieron rabiaba.
De esta manera aquel carnicero traidor armaba contra mí sus crueles
manos; yo, con la presencia de tan gran peligro, no teniendo consejo, ni
había tiempo para pensar mucho en el negocio, deliberé huyendo escapar la
muerte que sobre mí estaba, y prestamente, quebrado el cabestro, con que
estaba atado, eché a correr a cuatro pies cuanto pude, echando coces a una
parte y a otra por ponerme en salvo; y así, como iba corriendo, pasada la
primera puerta, lanceme sin empacho ninguno dentro de la sala donde
estaba cenando aquel señor de casa sus manjares sacrificales con los
sacerdotes de aquella diosa Siria, y con mi ímpetu derramé y vertí todas
aquellas cosas que allí estaban, así el aparador de los manjares como las
mesas y candeleros y otras cosas semejantes; la cual disformidad y estrago,
como vio el señor de la casa, mandó a un siervo suyo que con diligencia me
tomase y como asno importuno y garañón me tuviese encerrado en algún
cierto lugar, porque otra vez con mi poca vergüenza no desbaratase su
convite placentero y alegre. Entonces yo me alegré con aquella guarda de la
cárcel saludable, viendo cómo con mi astucia y discreta invención había
escapado de las crueles manos de aquel carnicero; pero no es maravilla,
porque ninguna cosa viene al hombre derechamente, cuando la Fortuna es
contraria; porque la disposición y hado de la divina Providencia no se
puede huir ni reformar con prudente consejo ni con otro remedio, por sagaz
o discreto que sea; finalmente, que la misma invención que a mí pareció
haber hallado para la presente salud, me causó y fabricó otro gran peligro,
que aun mejor podría decir muerte presente. Porque un muchacho,
temblando y sin color, entró súbito en la sala donde cenaban, según que los
otros servidores y familiares entre sí hablaban; el cual dijo a su señor cómo
de una calleja de allí cerca había entrado un poco antes por el postigo de
casa un perro rabioso con gran ímpetu y ardiente furor y había embrujado
todos los perros de casa; y después había entrado en el establo y mordió
con aquella rabia a muchos caballos de los que allí estaban, y aun que
tampoco dejó a los hombres, porque él mordió a Mitilo, acemilero, y a
Epestión, cocinero, y también aquel Hipatalio, camarero, y a Apolonio,
físico, y a otros muchos de casa que lo querían echar fuera; en manera que
muchas de las bestias de casa estaban mordidas de aquellos rabiosos
bocados, lo cual asombró a todos, pensando, por estar yo inficionado de
aquella pestilencia, hacía aquellas ferocidades; así arrebataron lanzas y
dardos y comenzáronse a amonestar unos a otros que lanzasen de sí un mal
común y tan grande como aquél; cierto, ellos me perseguían y rabiaban más
que yo, por lo cual sin duda me mataran y despedazaran con aquellas
lanzas y venablos y con hachas que traían, sino porque yo, viendo el ímpetu
de tan gran peligro, luego me lancé en la cámara donde posaban aquellos
mis amos; entonces, bien cerradas las puertas, encima de mí velaban a la
puerta hasta que yo fuese consumido o muerto de aquella rabia y
pestilencia mortal y ellos pudiesen entrar sin peligro suyo; lo cual así
hecho, como yo me vi libre, abracé el don de la fortuna que a solas me
había venido, y lanceme encima de la cama, que estaba muy bien hecha, y
descansé, durmiendo como hombre, lo cual después de mucho tiempo yo
no había hecho. Ya otro día bien claro y habiendo yo muy bien descansado
con la blandura de la cama, levanteme esforzado y aceché aquellos
veladores que allí estaban guardándome, los cuales altercaban de mis
fortunas diciendo en esta manera:
-Este mezquino de asno creemos que está fatigado con su furor y rabia,
y aun lo que más cierto puede ser:
creciendo la ponzoña de su rabia estará
ya muerto.
Estando ellos en el término de estas variables opiniones, pónense a
espiar qué es lo que hacía, y mirando por una hendedura de la puerta,
viéronme que estaba sano y muy cuerdo, holgando a mi placer; y como me
vieron ellos ya más seguros, abiertas las puertas de la cámara, quisieron
experimentar más enteramente si por ventura yo estaba manso; y uno de
aquéllos, que parece que fue enviado del cielo para mi defensor, mostró a
los otros un tal argumento para conocimiento de mi sanidad, diciendo que
me pusiesen para beber una caldera de agua fresca, y si yo sin temor y
como acostumbraba llegase al agua y bebiese de buena voluntad, supiesen
que yo estaba sano y libre de toda enfermedad, y, por el contrario, si vista
el agua hubiese miedo y no la quisiese tocar, tuviesen por muy cierto que
aquella rabia mortal duraba y perseveraba en mí, y que esto tal se solía
guardar, según se cuenta en los libros antiguos. Como esto les pluguiese a
todos, tomaron luego una gran paila de agua muy clara, que habían traído
de una fuente de allí cerca, y dudando, con algún temor, pusiéronmela
delante; yo me salí luego sin tardanza ninguna a recibir el agua, con harta
sed que yo tenía, y abajado lancé toda la cabeza y comencé a beber de
aquella agua, que asaz era para mí verdaderamente saludable. Entonces yo
sufrí cuanto ellos hacían, dándome golpes con las manos, y tirarme de las
orejas, y trabarme del cabestro, y cualquier otra cosa que ellos querían
hacer por experimentar mi salud; yo había placer de ello hasta tanto que
contra su desvariada presunción yo probase claramente mi modestia y
mansedumbre para que a todos fuese manifiesta.
Capítulo II
En el cual cuenta Lucio una historia que oyó haber acontecido en un lugar
donde llegaron un día; cómo una mujer engañó graciosamente a su marido
por gozar de un enamorado que tenía.
En esta manera, habiendo escapado de dos peligros, otro día siguiente,
cargado otra vez de los divinos despojos, con sus panderos y campanillas,
echacorveando por esas aldeas empezamos a caminar; y habiendo ya
pasado por algunos castillos y caserías, llegamos a un lugarejo donde había
sido una ciudad muy rica, según que los vecinos de allí contaban y aun
parecía en los edificios caídos que había; aposentados allí aquella noche,
oíles contar una graciosa historia que había acaecido de una mujer casada
con un hombre pobre trabajador, la cual quiero que también sepáis
vosotros. Éste era un hombre que se alquilaba para ir a trabajar, y con
aquello poco que ganaba se mantenían miserablemente; tenía una
mujercilla, aunque también pobre, pero galana y requebrada. Un día, de
mañana, como su marido se fuese a la plaza donde lo alquilaban para
trabajar, vino el enamorado de su mujer y lanzose en casa; como ellos
estuviesen a su placer, encerrados en el palacio, el marido, que ninguna
cosa de aquello sabía ni sospechaba, tornó de improviso a casa, y, como vio
la puerta cerrada, alabando la bondad y continencia de su mujer, llamó a la
puerta, silbando, porque la mujer conociese que venía; entonces la mujer,
que era maliciosa y astuta para tales sobresaltos, abrazando y halagando a
su enamorado, hízolo meter en un tonel viejo que estaba a un rincón de
casa, medio roto y vacío, y abierta la puerta a su marido, comenzó a reñir
con él, diciendo:
-¿Cómo así venís vacío y mucho despacio? ¿Metidas las manos en el
seno habéis de venir? ¿No miráis nuestra grande necesidad y trabajo de
nuestra vida? ¿Por qué no traéis alguna cosilla para comer? Yo, mezquina,
que todo el día y toda la noche me estoy quebrando los dedos hilando y
encerrada en mi casa, al menos que tenga para encender un candil;
bienaventurada y dichosa mi vecina Dafne, que en amaneciendo come y
bebe cuanto quiere y todo el día se está a placer con sus enamorados.
El marido, con esto convencido, dijo:
-Pues ¿qué es ahora esto? Aunque nuestro amo está hoy ocupado en un
pleito y no pudo llevarnos a trabajar, yo he proveído a lo que habemos de
comer:
sabes, señora, aquel tonel que allí está vacío tanto tiempo ha
ocupándonos la casa, que otra cosa no aprovecha, lo he vendido por cinco
dineros a uno que aquí viene para que me dé el dinero y llévelo él por suyo.
¿Por qué no te levantas presto y me ayudas a que demos este tonel
quebrado y viejo a quien lo compró?
Cuando esto oyó la mujer, de lo mismo que su marido decía sacó un
engaño, y fingió una gran risa, diciendo:
-¡Oh qué gran hombre y buen negociador que he hallado, que la cosa
que yo, siendo mujer necesitada en mi casa, tengo vendida por siete
dineros, vendió en la calle por menos!
El marido contestó alegre y dijo:
-¿Quién es éste que tanto dio?
Respondió la mujer:
-Vos muy poco sabéis; ahora entró uno dentro en él para ver qué tal
estaba, si era muy viejo.
No faltó a su astucia la malicia del adúltero, que luego salió del tonel
alegre, diciendo:
-Buena mujer, ¿quieres saber la verdad? Este tonel, muy viejo y
podrido, es abierto por muchas partes.
Y disimuladamente volviose al marido, como que no lo conocía, y
díjole:
-Tú, hombrecillo, quienquiera que eres, ¿por qué no me traes presto un
candil para que, rayendo estas heces que tiene, pueda conocer si vale algo
para aprovecharme de él? ¿O piensas que tenemos los dineros ganados a
los naipes?
El buen hombre, no pensando ni sospechando mal, no tardó en traer el
candil. Dijo al comblezo:
-Apártate un poco, hermano; huelga tú, que yo entraré a ataviar y raer lo
que tú quieres.
Diciendo esto, quitose el capote y tomó la mujer el candil; él entró en el
tonel y comenzole a raer aquellas costras. El adúltero, como vio la mujer
estar bajada, alumbrando a su marido, burlábala; y ella, con astucia, metida
la cabeza en el tonel, burlaba del marido, diciendo:
-Rae aquí y allí y quita esto y esto otro, mostrándole con el dedo, hasta
que la obra de entrambos fue acabada.
Entonces salió del tonel, y tomando sus siete dineros, el mezquino del
marido cargó el tonel a cuestas y llevolo hasta casa del adúltero. Aquí
estuvimos algunos días, donde por la liberalidad de los de aquella ciudad
fuimos muy bien tratados y mis amos bien cargados de muchos dones y
mercedes que les daban por sus adivinanzas.
Capítulo III
En el cual Lucio cuenta una astuta manera de que usaban los echacuervos
para sacar dineros, y cómo fueron presos vilmente por haber hurtado de su
templo un cántaro de oro, y cómo fue el asno vendido a un tahonero, y del
trabajo que allí le sucedió.
Además de esto, los limpios y buenos de los echacuervos inventaron
otro nuevo linaje de apañar dineros; el cual fue que traían una suerte sola, y
ésta, aunque era una, ellos la referían a muchas cosas, porque en cada
quintería de aquéllas la sacaban para responder y engañar a los que les
preguntaban y consultaban sobre cosas varias, y la suerte decía de esta
manera:
«Por ende los bueyes juntos aran la tierra, porque para el tiempo
venidero nazcan los trigos alegres.» Con esta suerte burlaban a todos,
porque si algunos deseaban casarse, y les preguntaban cómo sucedería,
decían que la suerte respondía que era muy bueno para juntarse por
matrimonio y para criar hijos; si alguno quería comprar una heredad,
respondían que era muy bien, porque los bueyes y el yugo significaban los
campos floridos y alegres de la simiente; si alguno, solícito de caminar,
preguntaba a aquel adivino o agüero, decían que era muy bueno, porque
veían cómo estaban juntos y aparejados los más mansos animales de
cuantos hay de cuatro pies, y siempre prometían ganancia de lo que en la
tierra se sembraba; si algunos de aquéllos quería ir a la guerra o a perseguir
ladrones, y preguntaba si era su ida provechosa o no, respondía que la
victoria era muy cierta, según la demostración de la suerte, porque
sojuzgaría a su yugo las cervices de los enemigos y habría de lo que
robasen muy abundante y provechosa presa. Con esta manera de adivinar y
con su grande astucia engañosa no pocos dineros apañaban; pero ellos, ya
cansados de tantas preguntas y de recibir dineros, aparejáronse al camino y
comenzamos a caminar por una vía mucho peor que la que habíamos
andado de noche, porque había muchas lagunas de agua y sartenejas, que
cada rato caíamos:
de una parte del camino casi la bañaba un lago grande
que había allí, y de la otra parte resbaloso de un barro como de cieno;
finalmente, que cayendo y tropezando, ya desportillados los pies y las
manos, que apenas pude salir de allí, cansado y fatigado, llegamos a unos
campos; y he aquí súbitamente a nuestras espaldas una manada de gente a
caballo armada, que no podían tener los caballos, y con aquel rabioso
ímpetu arremetieron a Filebo y a los otros sus compañeros y echáronles las
manos a los pescuezos, llamándoles sacrílegos, irregulares y falsarios,
dándoles buenas puñadas, echáronles a todos esposas a las manos y con
palabras muy recias les comenzaron a apretar para que luego descubriesen
dónde llevaban un cántaro de oro que habían hurtado; y que dijesen la
verdad, que aquello era argumento e indicio de su maldad, que fingiendo
ellos de sacrificar secretamente a la madre de los dioses que allí había, de
su estrado lo hurtaron escondidamente; y pensando escapar la pena de tan
gran traición, callando su partida, antes que amaneciese, salieron ellos de la
ciudad. Diciendo esto, no faltó uno de aquellos caballeros que por encima
de mis espaldas metió la mano debajo las faldas de la diosa que yo traía y
buscando bien halló el cántaro de oro, el cual sacó delante de todos; pero
con todo este tan nefario crimen, no se avergonzaron ni espantaron aquellos
sucios bellacos, mas antes fingiendo un mentiroso reír, diciendo:
-¡Oh, qué crueldad! De tan indigna cosa, ¿cuántos hombres peligran no
teniendo culpa:
por un vasillo que la madre de los dioses presentó a su
hermana Siria en don de haber tenido por huéspeda en su casa, y por esto
vosotros lleváis sus sacerdotes como culpados? ¿Quebrantamos su religión
para condenarnos?
Estas y otras tales mentiras baladreando ellos por demás, no se curaron
aquellos caballeros y tornáronlos para atrás; y así bien atados los metieron
en la cárcel; y el cántaro de oro y la diosa que yo llevaba tornáronlo a poner
en su templo, donde estaban aquellos dones que allí ofrecían. Otro día
sacáronme a la plaza; y otra vez me pusieron en almoneda, pregonando el
pregonero a quién más da por él; y un tahonero de un lugar de allí cerca me
compró siete dineros más caro que primero me había comprado Filebo, el
cual molinero luego me cargó muy bien de trigo que allí había comprado; y
por un camino de muchas cuestas, pedregoso y muy malo de andar, me
llevó a su tahona, que aquel era su oficio:
así vi muchos caballos y acémilas
que traían aquellas muelas en derredor, dando vueltas siempre por un
camino, y no solamente de día, pero toda la noche con lumbre hacían,
volviendo continuamente aquellas tahonas; pero como yo venía de nuevo,
porque no me espantase de la novedad de aquel servicio, aposentome el
nuevo señor en lugar ancho, donde estuviese, porque aquel día, primero
que llegué, me dejó holgar, dándome muy bien de comer; pero aquella
bienaventuranza de holgar y comer no duró más adelante, porque otro día
siguiente bien de mañana yo fui ligado a una piedra de aquéllas, que
parecía ser la mayor de todas, y cubierta mi cara fui compelido a caminar
por aquel espacio redondo de la canal torcida, en manera que yo,
retornando y rehollando mis pasos en la redondez de aquel término
recíproco, andaba vagando por error cierto, y no olvidando mi sagacidad y
prudencia, fácilmente me di a la novedad de mi servicio; y como quiera que
cuando yo era hombre muchas veces hubiese visto semejantes piedras traer
alrededor, pero como no sabía aquello, mintiendo que me espantaba, estaba
quedo, que no quería andar, lo cual yo hacía creyendo que como no me
hallasen aparejado ni provechoso para oficio semejante, que me enviarían a
otro lugar adonde hubiese más liviano trabajo; o, por ventura, me dejarían
holgar y me darían de comer; pero en balde pensé yo aquella astucia
dañosa, porque luego muchos de los que allí estaban se pusieron alrededor
de mí con varas en las manos; y como yo estaba seguro, por tener los ojos
tapados, súbitamente, dada señal y grandes voces, diéronme muchas
varadas; y en tal manera con aquel ruido me espantaron, que luego, dejados
todos aquellos consejos, muy sabiamente, como estaba ligado con aquellas
cinchas de esparto, hice mis discursos y vueltas alegres; con esta súbita
mudanza de un extremo a otro, los que allí estaban se finaban de risa.
Ya gran parte del día había molido, que andaba cansado, cuando me
quitaron las cinchas de esparto con que andaba ligado a la piedra y
lleváronme al pesebre; pero yo, aunque estaba bien fatigado y había
menester descansar, que casi estaba perdido de hambre, pospuesto el
comer, que tenía asaz delante de mí, pareme a mirar la familia y gente de
aquella casa. ¡Oh Dios, y qué hombrecitos había allí pintados de las señales
de los azotes que les daban, las espaldas negras de las heridas y palos, con
unos enjalmillos más para cobertura que vestidura; otros solamente en
paños menores cubiertas sus vergüenzas, y tan rotos que casi todo se les
parecía; herrados en la frente y argollas de hierro en los pies; las cabezas
trasquiladas, los ojos pelados y comidas las pestañas del humo y hollín de
la casa; por lo cual, todos tenían los ojos muy malos y blanqueaban con la
ceniza sucia de la harina, como cuando los luchadores que quieren luchar
se polvorean con tierra! Pues de mis compañeros los otros asnos y acémilas
que molían, ¿qué podría decir? Cuán cansados aquellos mulos y otros
jacones flacos; cerca de los pesebres, cabizbajos, royendo granzones de
paja, los pescuezos desollados y llenos de llagas podridas, las narices
abiertas, que de cansados no podían tomar huelgo; los pechos de muermo
tosiendo y de los antepechos que les ponían para moler, todos pelados y
llagados, que casi les parecían los huesos; las uñas de pies y manos alzadas
hacia arriba de no errarse, y mancos de andar alrededor; todo el pellejo
sarnoso de magrez y flaqueza. Mirando yo esto, temía de venir en otro
tanto, y recordándome de cuando era hombre, y que había venido en tanta
desventura, bajada la cabeza, lloraba, y no tenía otro solaz de mi pena sino
que con mi natural ingenio, que tenía, me recreaba algo; porque, no
curando de mi presencia, libremente hacía y hablaba cada uno delante de
mí lo que querían; por donde yo conocí que no sin causa aquel divino autor
de la primera poesía, deseando mostrar un varón de gran prudencia entre
los griegos, celebró y alabó a Ulises haber alcanzado las soberanas virtudes
por haber andado muchas ciudades y conocido diversos pueblos; así que
yo, recordándome de esto, hacía muchas gracias a mi asno porque me traía
encubierto con su figura, ejercitándome por muchos diversos casos y
fortunas; por lo cual, si no fue prudente, al menos me hizo sabedor de
muchas cosas.
Capítulo IV
En el cual Lucio cuenta un gracioso acontecimiento; en el cual la mujer
del tahonero, su amo, gozó un enamorado que tenía, y cómo tomándolos
juntos los castigó, en la cual venganza le ahorcaron por arte de
encantamiento.
Finalmente, que yo deliberé de traer a vuestras orejas una buena historia
suavemente compuesta, mejor que las que he dicho, la cual comienzo.
Aquel molinero que me compró era hombre de bien y de buena
conversación y tenía una mujer la más pésima y mala que ninguna podía
ser, con la cual él pasaba mucha pena y enojo en su casa; que por cierto yo
había mancilla de aquel buen hombre, porque ningún vicio faltaba en
aquella mala mujer, que todos se habían lanzado en su cuerpo como en una
sucia necesaria:
soberbia, cruel, lujuriosa, borracha, porfiada, avara en
robar de donde pudiese, gastadora en cosas sucias, enemiga de fe y de
honra, menospreciaba los dioses y mentía jurando por ellos, y con estos
juramentos engañaba a todos y al mezquino de su marido; embeodábase
luego de mañana y todo el día gastaba con sus enamorados. Esta mala
mujer con grande odio me perseguía; que en amaneciendo, antes que ella se
levantase, llamaba a los mozos y mandábales que echasen a moler al asno
novicio; y como ella salía del palacio que se levantaba, allí en su presencia
mandábame dar de palos; y cuando soltaban las otras bestias temprano,
mandaba que a mí dejasen hasta más tarde, que no me diesen a comer; y
esta crueldad suya fue causa que yo más en sus costumbres mirase; de
manera que yo veía a menudo entrar un mancebo en su palacio, la cara del
cual yo deseaba ver, mas no podía, por los anteojos que traía ante los ojos;
verdad es que no me faltaba astucia para descubrir en cualquiera manera la
maldad que aquella mala mujer hacía a su marido; mas una vieja, que sabía
la ruindad y era mensajera entre ella y su amigo, nunca partía todo el día de
allí; las cuales en amaneciendo almorzaban, y el vino puro alternaban entre
sí quien bebería más. La mala de la vieja alcahueta hacía estos aparatos
engañosos en gran daño del triste marido, y aunque muchas veces me
enojaba contra Fotis, que por hacerme ave me tornó en asno, en esta triste
disformidad mía había placer, que como tenía las orejas largas, cualquier
cosa que decían luego la oía aunque estuviese lejos. Un día, estando la vieja
hablando con ella, decía estas palabras:
-De este mancebo, hija señora, mira bien lo que te cumple. Tú, sin mi
consejo, lo amaste; él es negligente y temeroso; tiene gran miedo en ver el
gesto arrugado de tu marido; y con tal enamorado frío y perezoso pasas tú
mucha pena y fatiga, que querrías holgar, ahora que tienes tiempo; cuánto
mejor Filesitero, aquel mancebo hermoso, gentil, hombre liberal,
magnífico, y contra los celos de estos maridos esforzados; digno por cierto
de ser enamorado de todas las mujeres y merecedor de traer una corona de
oro en la cabeza por sola una cosa que hizo el otro día e inventó contra un
casado coloso. Óyeme ahora y mira cuánta diferencia hay de un enamorado
a otro. ¿Conoces un barbudo, que es alcalde de esta villa, el cual, por ser
muy áspero en sus costumbres, y conversación, todo el pueblo le llama
escorpión? Éste tiene una mujer hija de rico y muy hermosa, con mucha
guarda encerrada en su casa.
A esto que la vieja decía, respondió la mujer del tahonero:
-¿Pues no la tengo de conocer? Tú, dices, mi compañera, que sabe tanto
de esta arte como yo.
La vieja procedió, diciendo:
-¿Pues sabes la historia que le aconteció con este Filesitero?
Respondió la mujer:
-Yo no sé tal cosa, pero deséola saber; por esto te ruego, señora madre,
que me la cuentes todo cómo pasó.
La mala vieja parlera, sin más tardar, comenzó:
-Este barbudo tenía necesidad de ir un viaje a otra parte, y como era
celoso y deseaba guardar la honra de su mujer, llamó a un esclavo, por
nombre Hormigón, el cual era tenido por más fiel que otro y más diligente;
a éste cometió secretamente toda la guarda de su mujer, diciéndole que si
no guardaba bien a su señora, de manera que ninguno pasando cerca de ella
le tocase con el dedo o con la falda, que le echaría hierros y en cárcel
perpetuamente donde muriese de hambre, lo cual juró y perjuró muchas
veces por todos los dioses; así que con esta seguridad él se partió, dejando
por recio guardián a Hormigón y bien amedrentado, el cual guardaba a su
señora con tanta diligencia, que a ninguna parte la dejaba salir y de
continuo estaba asentada cerca de ella, estando hilando o haciendo otras
cosas que las mujeres hacen en su casa, y si alguna vez por grande
necesidad iba a lavarse al baño, Hormigón iba tan apegado a ella, que las
faldas llevaba en la mano, y de esta manera, con mucha sagacidad, cumplía
lo que su señor le había mandado. Pero no se pudo esconder a Filesitero la
hermosura de esta gentil mujer, porque la bondad y castidad de ella, y la
gran diligencia de su guarda le inflamó y puso más codicia para hacer todo
lo que pudiese y ponerse a cualquier peligro que le viniese, y con esta gana
propuso de combatir y expugnar la pudicia y cosa bien guardada de la
dueña, confiando y siendo cierto que la flaqueza humana, con el dinero, al
cual toda dificultad es llana, se puede fácilmente derribar; que el oro por
donde quiera halla entrada, aunque las puertas sean de diamantes muy
fuertes. Un día, andando en este pensamiento, Filesitero halló solo a
Hormigón, y díjole abiertamente toda su pena y amor, rogándole con
mucha cortesía que diese remedio a su tormento, porque si presto no
alcanzaba lo que deseaba, su muerte era muy cierta, y que en esto no
temiese, porque él iría muy secreto de noche que nadie lo sintiese y en un
momento de hora se tornaría. Estas y otras persuasiones tales diciendo,
añadió un grandísimo aguijón, el cual rompió y pervirtió a Hormigón por
su codicia; echó mano a la escarcela y sacó treinta ducados nuevos,
resplandeciendo, de los cuales dijo a Hormigón que diese veinte a su señora
y tomase diez para sí. Cuando esto oyó Hormigón, espantose de tan
abominable pecado, y tapadas las orejas echó a huir, pero el resplandor y
codicia que tenía del oro no le pudo huir de los ojos y del corazón; mas
apartado lejos yéndose aprisa hacia casa, representábasele la hermosura de
la moneda ante los ojos y deseaba apañar lo que ya tenía arraigado en el
corazón. Con este pensamiento el mezquino navegaba como en las ondas
de la mar, ya en una sentencia, ya en otra; de la una parte se le representaba
la fidelidad, de la otra la ganancia; de la una la pena con que le amenazó su
señor, de la otra el deleite provechoso del oro; finalmente, que el oro
venció al miedo de la muerte, de manera que la codicia del hermoso dinero
por ningún espacio de tiempo se le mitigaba; antes de noche le daba tanto
cuidado la avaricia del dinero, que no podía dormir, que como quiera que
su señor le había amenazado que no saliese de casa, el ansia del oro le
sacaba fuera, y cuando más no pudo consigo tragaba la vergüenza, y
apartada de sí toda tardanza, llegose a su señora, y secretamente a la oreja
le dijo todo el negocio como pasaba; ella, con la natural liviandad, luego
obligó su pudicicia al maldito metal y se prendió por apañar el dinero;
cuando Hormigón oyó esto, lleno de placer y gozo deseaba ya, no
solamente recibir, sino siquiera tocar aquel dinero que en precio de su
fidelidad había visto por su mal, y con mucha alegría fue a decir a
Filesitero aquello que tenía concertado con su señora, y pidiole luego lo
que le había prometido. Cuando Hormigón vio en su mano mucha moneda
de oro, que nunca la había tenido de vellón, estaba tan alegre, que luego en
viniendo la noche tomó a Filesitero solo, y cubierta la cabeza lo llevó a su
casa y metió en la cámara de la señora. Los nuevos enamorados estando
desnudos tornando el primer fruto de sus amores, no pensando ni
sospechando la venida de su marido, dio súbitamente a la puerta de su casa,
y comienza a dar grandes voces y quebrar las puertas con una piedra, y
cuanto más tardaba en abrirle, tanto más sospecha le ponían de lo que él
tenía; así que comenzó a amenazar a Hormigón que lo mataría. Hormigón,
oyendo esto y con la prisa que le daba, estaba turbado, y con la turbación
no tenía consejo ni sabía qué hacerse; lo más que podía era decir que no
tenía lumbre y con la obscuridad que no acertaba con la llave de la puerta,
que tanto la tenía de bien guardada que no la hallaba; en tanto, Filesitero,
como oyó el ruido, arrebató su ropa y vistiose, mas con la turbación no se
recordó o no pudo calzarse las chinelas, y saliose de la cámara. En esto
Hormigón llegó con la llave y abrió las puertas a su señor, el cual entró
bramando:
-¿Ésta es la fidelidad que tú tienes a tu señor?
Y como entró arremetió a la cámara; en tanto Filesitero votó por la
puerta fuera de casa y Hormigón cerró las puertas. El marido, desde que vio
todo seguro, ya un poco manso fuese a dormir. Otro día luego de mañana,
como el barbudo se levantó, vio debajo de la cama unas chinelas que no
eran de casa, las cuales había traído Filesitero cuando allí vino. Él,
sospechando de allí lo que podía ser, calló su dolor, que ni a su mujer ni a
otro de casa dijo cosa alguna, y tomó las chinelas secretamente y
metióselas en el seno, y mandó a otros siervos que le trajesen a Hormigón
atado hasta la plaza. El barbudo, yendo todavía entre sí gruñendo y aprisa
andando hacia la plaza, tenía por cierto que por las chinelas había de hallar
al adúltero que sospechaba haber estado con su mujer. Yendo él en este
pensamiento, la cara turbia, las cejas caídas y muy enojado, y tras de él
Hormigón, atado, aunque no se sabía la culpa que tuviese, pero él mismo
bien lo sabía, por lo cual lloraba de manera que movía los que lo veían que
había mancilla, acaso Filesitero que iba a otro negocio encontró con ello, y
como vio en qué manera llevaban a Hormigón, sin miedo ni turbación,
recordándose que había olvidado en la cámara las chinelas y sospechando
que por aquello lo llevaban así atado a Hormigón, astutamente y con su
esfuerzo acostumbrado apartó a los otros siervos y arremetió con
Hormigón, y con grandes voces comiénzale a dar de puñadas y dícele:
-¡Oh malvado ladrón ahorcado! Este tu señor y todos los dioses del cielo
a quien tú has perjurado te hagan mal y te destruyan, que me hurtaste el
otro día mis chinelas en el baño; bien mereces por cierto, y muy bien lo
mereces, que mueras en estas cadenas y prisiones que ahora tienes, y aun
en cárceles obscuras.
Con este engaño de Filesitero, el barbudo, que iba determinado de matar
a Hormigón y puesto ya en toda crueldad, tornose a su casa y llamó a
Hormigón, al cual dio las chinelas y perdonó de muy buena gana, y le
mandó que luego las tornase a quien las había hurtado.
Acabado de decir esto la viejezuela, comenzó la mujer del tahonero:
-Bienaventurada ella, que goza de la libertad de tan constante y recio
enamorado; pero yo, mezquina de mí, que caí con uno que ha miedo del
sonido de la muela y de la cara cubierta de aquel asno sarnoso que allí está.
Respondió la vieja:
-Pues si tú quieres, yo emplazaré a este alegre enamorado que venga
delante de ti, y luego voy por él; cuando sea de noche espérame, que yo
tornaré.
La buena mujer, con el ansia que tenía de ver aquel enamorado, aparejó
muy bien de cenar, vinos muy preciosos, la mesa con manteles limpios,
esperando su venida como de algún dios; acaso el marido cenaba aquella
noche con un peraile su vecino. Ya casi a mediodía, que nos soltaban de la
tahona para darnos de comer, yo no había tanto placer con la comida y
descanso cuanto era porque me desataban los ojos, que libremente podía
ver las artes y engaños de aquella mala mujer, hasta que ya el Sol puesto
viene aquella mala vieja con el adúltero escondido a su lado. Era un mozo
gentilhombre, que casi entonces nacían las barbas. Ella recibiolo con
muchos besos, abrazándolo, y sentáronse a la mesa. En comenzando a
cenar los primeros bocados el marido llamó a la puerta, sin ser esperado ni
creyendo que viniera tan presto; ella, de muy buena mujer, cuando lo vio
comenzolo a maldecir, que las piernas tuviese quebradas y los ojos.
Diciendo esto, y sobresaltada, metió el enamorado debajo de una artesa en
que limpiaban el trigo y sentose cerca de él, y con su malicia acostumbrada,
disimulando tanta maldad con su rostro sereno, preguntó a su marido qué
era la causa por que venía tan presto, dejada la cena de su amigo y vecino.
Él comenzó a suspirar, y con mucha tristeza dijo:
-Yo me vine porque no pude sufrir tan abominable maldad de aquella
mala mujer. ¡Oh Dios, y qué mujer tan honrada, tan fiel a su marido, tan
cuerda, ensuciarse ahora en una cosa tan fea! Juro por este pan que aunque
yo lo viera por mis ojos no lo creyera.
Ella, incitada de estas palabras del marido, muy osada, deseando saber
qué cosa era aquello, no cesaba de importunar al marido que le contase
aquel negocio cómo pasaba, ni holgó hasta que él se lo contó y satisfizo a
su voluntad, contando duelos ajenos y no sabía de los suyos, diciendo así:
-La mujer de este peraile mi vecino y amigo, cierto parecía mujer de
vergüenza y casta, que según su buena fama y la gobernación de su casa y
servicio de su marido no había sospecha mala contra ella; ahora ha caído en
adulterio y maldad de su persona. Cuando íbamos a cenar a su casa ella
parece que estaba holgando con su enamorado secretamente, y como
llegamos, turbada con nuestra presencia, de súbito consejo provista tomó a
aquel su enamorado y metiolo debajo de un azufrador de mimbres, donde
tenía azufrando sus tocas que estaban junto con la mesa. Pensando ella que
ya estaba seguramente escondido su enamorado, sentose a la mesa a cenar
con nosotros sin ningún cuidado ni sobresalto; entre tanto, con el gran
humo del azufre embarazando el negro enamorado, y como no podía
resollar debajo del perfumador, como es vivo aquel humo, comenzó a
estornudar de la parte donde estaba sentada la mujer. El marido pensó que
era ella, y díjole:
«Dios te ayude», como se suele decir; dio otro estornudo,
y otro, y después estornudó tantas veces, que el marido sospechó lo que
podía ser y arrojó de sí la mesa y alzó el perfumador, y halló debajo el
gentil hombre, que con el gran humo estaba casi muerto, que no resollaba.
Cuando lo vio, inflamado de su injuria, echó mano a su espada, que lo
quería degollar, sino porque yo estaba presente y no me culpasen de la
muerte de aquel hombre lo defendí, diciendo también que no curase de él,
que presto moriría sin cargarnos culpa, según estaba casi ahogado de la
furia y violencia del azufre. Él, como vio que le haría bien, más por
necesidad suya que por mi persuasión, amansado del enojo, sacó al adúltero
medio vivo y echolo en una calleja cerca de su casa. Yo, como vi la
revuelta, dije a su mujer que huyese a casa de una vecina en tanto que al
marido se le pasaba el enojo y se le amansaba el calor de la ira y dolor del
corazón, porque con la rabia no dudaba que de sí y de su mujer hiciese
algún mal recado. Así que yo, enojado de lo que había acaecido en su
convite, torneme a mi casa.
Diciendo esto el tahonero, su mujer reprendía muy malas palabras a la
mujer de aquel peraile, diciendo que era una mala mujer sin fe y sin
vergüenza, deshonra de todas las mujeres, que, pospuesta su honra y
bondad, menospreciando la honra de su marido y casa, la había ensuciado y
deshonrado, por donde había perdido nombre de casada y tomado fama de
burdelera; y aun añadía, encima de esto, que tales hembras merecían vivas
ser quemadas. Pero ésta, instigada y amonestada de la llaga que sentía y de
su mala y sucia conciencia, queriendo librar a su enamorado de la pena que
tenía debajo de la artesa, ahincaba mucho a su marido que se fuese a
acostar temprano. Él, como lo había atajado la cena en casa de su amigo,
por no irse a dormir ayuno y sin cenar, demandó a la mujer que le pusiese
la mesa. Ella, aunque contra su voluntad, porque estaba para otro guisada,
púsosela delante muy de prisa y de mala gana. A mí se me quería arrancar
el corazón y las entrañas habiendo visto la maldad pasada que hizo y la
traición presente de tan mala mujer, y pensaba entre mí cómo descubriendo
aquel engaño y maldad podría ayudar a mi señor, y a aquel que estaba
como galápago debajo de la artesa hacer que todos le viesen. Estando en
pena con esto, la fortuna lo hubo de proveer, porque un viejo cojo que tenía
cargo de pensar las bestias, ya que era la hora de llevarnos a beber, sácanos
a todos juntos, lo cual me dio causa muy oportuna para vengar aquella
injuria; así que, pasando cerca de la artesa, vi que, como era angosta, tenía
fuera los dedos de la mano y púsele el pie encima, apretando tan
reciamente, que le desmenucé los dedos. El adúltero, con el gran dolor, dio
grandes veces, y alzando de sí la artesa de manera que quedó descubierto a
todos y fue publicada la maldad de aquella mala mujer. El tahonero,
cuando esto vio, no se curó mucho por el daño de la honestidad de su
mujer; antes, con el gesto sereno y alegre, comenzó a hablar al mozo, que
estaba amarillo y temeroso de muerte, y halagándole, dijo de esta manera:
-No temas, hijo, que de mí te pueda venir mal ninguno, porque yo no
soy bárbaro ni hombre rústico, ni tampoco hayas miedo que te mataré con
humo de piedra azufre mortal, como mi vecino el peraile, ni tampoco te
acusaré para degollarte por la severidad del derecho ni por el rigor de la ley
de los adúlteros, siendo tú tan hermoso y lindo mancebo. Mas cierto yo te
trataré igualmente con mi mujer, y no te apartaré de mi heredad; más
comúnmente partiré contigo y sin ninguna disensión ni controversia; todos
tres moraremos en uno, porque siempre yo viví con mi mujer en tanta
concordia, que, según la sentencia de los sabios, siempre una cosa agradaba
a entrambos. Pero la misma razón no padece ni consiente que tenga más
autoridad la mujer que el marido.
Con estos halagos burlando llevó al mozo a su cámara, aunque él no
quiso, y la buena de su mujer encerrola en la otra cámara.
Otro día de mañana, como el Sol fue salido, llamó a dos valientes
mancebos de sus criados y mandó tomar al mozo y azotarlo muy bien en
las nalgas con un azote, diciéndole:
-Pues que tú eres tan blando y tierno y tan muchacho, ¿por qué engañas
a tus enamoradas y andas tras las mujeres libres y rompes los matrimonios,
y tomas para ti muy temprano nombre de adúltero?
Diciéndole estas palabras y otras muchas, habiéndolo muy bien azotado,
echolo fuera de casa. Aquel valiente y muy esforzado enamorado, cuando
se vio en libertad que él no esperaba, aunque llevaba las nalgas blancas
bien azotadas de noche y de día, llorando, huyó. El tahonero dio carta de
quito a la mujer y luego la echó de casa. Ella, cuando se vio desechada del
marido y fuera de su casa, así con verse injuriada como con la gran malicia
y natural perversidad de corazón, tornose al armario de sus maldades y
armose de las artes que comúnmente usan las mujeres, y con mucha
diligencia buscó una mala vieja hechicera, que con sus maleficios y
hechizos se creía que haría todo lo que quisiese. A esta vieja dio muchas
dádivas, prometiéndole mayores, y rogó con gran afección que hiciese por
ella una de dos cosas:
o que amansase a su marido y le reconciliase con él,
o, si aquello no pudiese acabar, que enviase alguna fantasma o algún diablo
que le atormentase el espíritu. Entonces aquella hechicera comenzó a
invocar los demonios y hacer cuanto pudo por tornar el corazón del marido
al amor de su mujer; mas esto no sucedió como ella quería, por lo cual se
enojó contra los diablos, porque de más de hacerle perder la ganancia que
ya le habían prometido, parecía que la menospreciaban, y comenzó a hacer
su arte contra la cabeza del mezquino del marido, para lo cual llamó el
espíritu de una mujer muerta a hierro que le viniese a asombrar o matar.
Aquí, por ventura, tú, lector escrupuloso, reprehenderás lo que yo digo y
dirás así:
-Tú, asno malicioso, ¿dónde pudiste saber lo que afirmas y cuentas que
hablaban aquellas mujeres en secreto, estando tú ligado a la piedra de la
tahona y tapados los ojos?
A esto respondo:
-Oye ahora, hombre curioso, en qué manera, teniendo yo forma de asno,
conocí y vi todo lo que se ordenaba en daño de mi amo. Un día, casi a
mediodía, súbitamente cerca de la tahona apareció una mujer muy fea y
disforme, medio vestida de muy sucio y vilísimo hábito, los pies descalzos,
magra y muy amarilla, los cabellos medio canos, llenos de ceniza, y
desgreñada, colgando las greñas ante los ojos. Esta mujer o diablo echó
mano al tahonero, como que le quería hablar secreto, y llevolo a su palacio;
allí, cerrada la puerta, tardaba mucho, y como ya se acababa de moler todo
el trigo que estaba en las tolvas, los mozos tenían necesidad de pedir más,
fueron a la puerta del palacio, que estaba cerrada por dentro, y llamaron a
su señor que viniese a dar trigo. Como nadie les respondía, comenzaron a
dar golpes a la puerta de recio, y como estaba fuertemente cerrada,
sospechando algún mal, con una palanca arrancaron y desquiciaron las
puertas. Cuando entraron en el palacio la mujer no pareció, pero hallaron a
su señor ahorcado de un tirante del palacio, con una soga al pescuezo, el
cual descolgaron con muchos llantos y lloros. Hechas sus exequias,
lleváronlo a enterrar. Otro día vino su hija de otro lugar, donde era casada,
mesando y dándose puñadas en los pechos, la cual sabía de la desdicha que
había acontecido a su padre sin que persona se lo hubiese dicho; mas en
sueños le había aparecido el espíritu de su padre, muy lloroso, atada la soga
a la garganta, y le contó toda la maldad y traición de su madrastra, del
adulterio que le cometiera, de los hechizos y de cómo lo hizo endemoniado
descender a los infiernos, la cual, como se fatigaba mucho llorando y
plañendo, los familiares de casa la consolaron e hicieron que diese espacio
a su corazón y al dolor. Después, pasados los nueve días, hechos todos los
oficios y exequias de su sepultura, sacaron a vender en almoneda toda la
ropa y bestias como bienes de herencia.
Capítulo V
Cómo Lucio fue vendido a un hortelano y cuenta un acontecimiento
notable que sucedió en la casa de un caballero amigo del hortelano su
amo.
En manera que la fortuna con su gran licencia desbarató aquella casa en
breve punto, y nos derramó a todos. Yo fui vendido en aquella almoneda y
comprome un pobrecillo hortelano por cincuenta dineros, lo cual él decía
que era gran precio; pero que me había comprado por tanto precio por
buscar de comer para sí y para mí. En el tiempo y razón me parece
demanda que yo cuente la manera de mi servicio, la cual era ésta. Aquel mi
señor que me había comprado, acostumbraba bien de mañana cargado de
coles y hortaliza ir a la ciudad, que estaba allí cerca, y después que había
vendido su mercadería, cabalgaba encima de mí y tornábase a su huerta;
entre tanto que él andaba encorvado cavando y regando y haciendo las
otras cosas de su huerta, yo solamente me recreaba a todo mi placer y
descansaba callando, que en otra cosa no entendía; pero en esto he aquí
dónde revolviéndose los cielos y los planetas por sus números y cuenta de
los días y meses, tornó el año, después de cogidas las riquezas del vino y
del otoño, a las lluvias del signo de Capricornio; de manera que lloviendo
continuamente de noche y de día, yo estaba encerrado en un establo sin
techo y debajo del cielo, atormentado con el continuo frío; pero cómo no
había de estar así, pues que mi señor era tan pobre que no solamente para
mí no podía dar algún enjalmo, o siquiera un poco de tejado, más aun para
sí no lo tenía, que con la sombra de rama de una choza donde moraba era
contento; además de esto, en las mañanas hollaba aquel lodo frío y aquellos
carámbanos helados con los pies descalzos, y aun no podía henchir mi
vientre siquiera de los manjares acostumbrados, porque igual era la cena a
mí y a mi amo, y cierto no había diferencia, pero era bien poca:
hojas de
lechuga viejas sin sabor, aquellas que de mucha vejez estaban espigadas de
la simiente, tan altas como escobas, que ya el zumo de ellas se había
tornado como carcoma amarga. Una noche, un hombre honrado que
moraba en una aldea cerca de allí, no pudiendo llegar a su casa impedido
con la obscuridad de la noche y con la mucha agua que llovía, mojado,
habiendo errado el camino derecho, llegó a nuestra huerta con su caballo
cansado; el cual fue recibido alegremente según el tiempo; como quiera que
el recibimiento no fuese muy delicado, al menos fue necesario para su
reposo. Aquel buen hombre, queriendo remunerar este beneficio que le
había hecho su huésped, prometió de darle su hacienda, trigo, aceite y dos
barriles de vino. No se tardó mi amo; otro día tomó un costal y dos cueros
vacíos, y cabalgando encima de mí tomó su camino para aquella aldea, que
sería obra de una legua de allí. Desde que hubimos andado nuestro camino,
llegamos a aquellos campos donde moraba aquel buen hombre, el cual
luego convidó a comer a mi amo y le dio abundantemente de yantar.
Estando ellos altercando sobre el beber, acaeció un caso maravilloso:
el
cual fue que una gallina de las que allí había salió corriendo por medio de
casa, cacareando, como hacen las gallinas cuando quieren poner sus
huevos, y cuando su señor la vio, dijo:
-¡Oh buena servidora y asaz provechosa, que de mucho tiempo acá nos
has servido poniendo cada día un huevo, y ahora, según yo veo, piensas en
aparejarnos alguna cosa que comamos!
Y dijo a un mozo:
-Oye, tú, toma aquel canasto en que ponen las gallinas y ponlo en aquel
rincón donde suele estar.
El mozo hizo lo que le fue mandado; pero la gallina, desechando el nidal
acostumbrado, púsose allí delante los pies de su señor y echó un parto que
no era huevo, pero era un pollo hecho con sus plumas, pies y ojos y voz
perfecta, lo cual fue tenido por un anuncio de lo porvenir, y luego comenzó
a andar tras de su madre. No menor agüero y que con mucha razón se
podrían espantar los que lo viesen aconteció luego, el cual fue que debajo
de la mesa donde comían se abrió tierra, de donde salió una fuente de
mucha sangre, y de la sangre que saltaba se bañó toda la mesa. Estando
ellos maravillados y espantados de este tan gran milagro, vino corriendo el
despensero que tenía cargo de la bodega, haciendo cómo todo el vino que
había encerrado en los toneles y botas hervía tan reciamente y con tanto
calor como si gran fuego le metiesen debajo.
Entre tanto que esto se decía, vino por allí una comadreja, que traía de
fuera una culebra muerta en la boca. Asimismo de la boca de un mastín de
ganado salió una rana verde, y un carnero que estaba allí cerca arremetió
con el perro y diole un bocado que lo ahogó. Estas cosas y otras semejantes
pusieron tanto miedo en los corazones de aquel señor y de todos los de su
casa, que les dio mucha aflicción y los llegó a lo último de su vida y los
puso en mucha fatiga, pensando qué era lo primero o lo postrero, o qué era
lo más o lo menos que habían de hacer para aplacar las grandes amenazas
de los dioses, y con cuáles y cuántas animalías y víctimas habían de
procurar de amansar su ira. Estando ellos en este cuidado y espantable
temor, vino un mozo con nuevas muy amargas para el señor de aquella casa
y heredad, porque él tenía tres hijos mancebos muy bien criados y de
mucha vergüenza, con los cuales él vivía muy glorioso y contento; estos
mancebos tenían antigua amistad con un su vecino pobre que allí vivía en
una pequeña casilla, y un otro vecino rico y poderoso poseía grandes tierras
y posesiones juntas a la pequeña de éste, el cual era rico y mancebo y usaba
mal de la nobleza o hidalguía de su linaje; porque él tenía bandos en la
ciudad y fácilmente hacía lo que quería, y así perseguía la pobreza de este
su vecino como enemigo, matándole sus vacas, llevándole sus bueyes,
pisándole sus panes antes que espigasen, de manera que habiéndole
despojado de toda su sementera, porfiaba por destruirle los cogollos que
tornaban a nacer en los terrones; usurpaba y apropiaba para sí toda la tierra,
no curando de pleito que sobre ello el pobre le moviese. Entonces aquél,
aunque era aldeano, como era hombre de vergüenza, viéndose despojado de
lo suyo por la avaricia de aquel rico, queriendo siquiera quedar con la tierra
que su padre le había dejado para donde hiciese su sepultura, aunque con
mucho miedo, rogó a muchos de sus amigos que para que supiesen los
términos de sus tierras, estuviesen allí presentes, y entre los otros que allí
estaban vinieron estos tres hermanos por socorrer y ayudar a la fatiga y
pena de este su amigo; pero aquel malvado nunca se espantó ni tuvo
siquiera un poco de respeto a la presencia de todos aquellos ciudadanos que
allí se juntaron, que pues no se templaba de los robos, al menos se debiera
templar en sus palabras; pero aunque muy blandamente le rogaban y le
halagaban aplacándole sus soberbias costumbres, él comenzó a jurar por su
vida y sus hermanas que no tenía en nada la presencia de los medianeros, y
que él mandaría a sus esclavos tomar aquel su vecino por las orejas y
lanzarlo muy lejos de su casilla; lo cual oído por los que allí estaban, les
tomó grande enojo de lo que decía. Entonces uno de aquellos tres
hermanos, sin más esperar respondiole un poco serio, diciendo que por
demás confiaba él en sus riquezas y amenazaba a los otros con soberbia de
tirano, mayormente que los pobres, por liberal favor y ayuda de las leyes,
acostumbraban muchas veces a vengarse de la soberbia de los ricos. Esta
palabra encendió tanto la crueldad de aquel hombre, como suele encender
el aceite a la llama, o la piedra azufre al fuego, o el azote a la furia infernal;
de manera que estando fuera de seso en la extrema furia, daba voces que
mandaría ahorcar a él y a todos ellos y las leyes que decían, y mandó luego
soltar los perros del ganado, y otros que tenía en casa fieros y muy grandes,
acostumbrados de roer los cuerpos muertos que estaban por esos campos;
asimismo estaban criados y enseñados a morder y despedazar a los que
pasaban por los caminos, y así sueltos, mandolos asomar contra aquéllos.
Los perros, como oyeron la señal acostumbrada de los pastores, encendidos
e inflamados como rabiosos, dando ladridos espantables, arremetieron en
aquellos hombres, y como juntaron con ellos comiénzanlos a morder y
despedazar fieramente, y aunque huían no los dejaban por eso, antes más
bravamente los seguían. Entre esta muchedumbre de estrago, el menor de
los tres hermanos tropezó en una piedra y quebrose los dedos del pie, de
manera que cayó, y caído fue amargo manjar de aquellos perros fieros y
crueles, porque luego arremetieron con el mezquino del mozo que estaba
en tierra y lo hicieron pedazos, y como los otros hermanos conocieron las
voces mortales de su hermano, vinieron corriendo por ayudarle, y revueltas
las capas a las manos lanzaron muchas piedras por defender a su hermano y
echaron los perros de sobre él; pero nunca pudieron vencer ni quebrantar la
braveza y ferocidad de ellos, porque en diciendo el mezquino del mancebo
la última palabra, que fue que vengasen su muerte en aquel cruel y sucio
rico, luego murió hecho pedazos.
Entonces los otros hermanos, no cierto con tanta desesperación cuanto
menospreciando su vida, arremetieron hacia el rico, y con ánimos ardientes
y esforzados y furioso ímpetu echaban contra él muchas pedradas. Mas
aquel cruelísimo matador, ejercitado otras veces ante en muchos y
semejantes ruidos, bajó la lanza, con la cual atravesó por los pechos a uno
de los dos hermanos, el cual, como quiera que muerto no cayó en tierra,
porque atravesado con la lanza que le pasaba gran parte por las espaldas, y
teniéndolo apretado en tierra, con la fuerza de su violencia, lo alzó del
suelo con el hierro de la lanza. Entonces un esclavo de aquéllos, valiente y
esforzado, queriendo ayudar aquel homicida, lanzó una piedra de lejos y
dio al tercero de aquellos hermanos en el brazo derecho; pero el golpe no
fue nada, porque le tomó en soslayo el brazo y fue corriendo hasta los
dedos de la mano; de manera que, contra opinión de todos, la piedra cayó
sin hacerle mal. Este humano acaecimiento dio y administró al discreto
mancebo aviso y gran esperanza de vengarse de aquel mal hombre, y
fingiendo que estaba lisiado y manco de la mano, habló a aquel rico cruel
de esta manera:
-Gózate con la muerte de toda nuestra familia y harta tu crueldad
hambrienta con la sangre de tres hermanos, y sepas que has triunfado muy
gloriosamente siendo muertos tus ciudadanos, y como quiera que sea
privado el pobre de tus heredades y tú hayas alargado cuanto quisieres las
lides de las tuyas, por ventura tendrás algún vecino que resista; porque ésta
mi mano derecha, que de buena gana cortara tu cabeza, por mi desdicha la
tengo quebrada y caída.
La cual palabra oída por aquel furioso, enojose, y sacada la espada, con
mucha codicia arremetió al mancebo para matarlo. Como quiera que no
incitó a otro más flaco que él, porque el mancebo era esforzado, y
resistiendo contra él la opinión del rico, no esperando él tal cosa, abrazose
fuertemente con él y túvole el brazo con gran fuerza, y con un puñal diole
muchas puñaladas, hasta que le hizo echar la mala y sucia de su ánima, y
por poderse librar de la mano de aquellos sus servidores y familiares que lo
venían a socorrer, con aquel puñal que está lleno de sangre de su enemigo,
luego allí se degolló. Éstas eran aquellas cosas que predestinaban los
prodigios agüeros y lo que habían anunciado a aquel viejo, el cual, aunque
estaba cercado de tantos males, nunca pudo lanzar de sí una palabra ni
lágrima siquiera; pero arrebata un cuchillo con que cortaba queso y repartía
de la comida entre sus convidados, y a la manera de su hijo se dio muchos
golpes por la garganta, hasta que se mató, y temblando cayó sobre la mesa,
y con el arroyo de su nueva sangre lavó las mancillas de la otra prodigiosa.
Capítulo VI
Cómo un caballero tomó el asno al hortelano por fuerza, y cómo, por
industria, derrocó él al caballero del caballo, y puesto en el suelo tuvo
lugar de huir.
En esta manera aquel hortelano, habiendo mancilla de la desdicha y
caída de esta casa en tan brevísimo punto, gimiendo gravemente este caso y
echando algunas lágrimas en pago de la comida, dando golpes una mano
con otra muchas veces, cabalgó encima de mí y luego nos tornamos para
atrás por el camino que habíamos venido. Pero no fue la vuelta sin daño,
porque un hombre alto, y según mostraba su hábito y gesto debía de ser
hombre de armas de alguna hueste, encontronos en el camino, y preguntó
con una palabra muy soberbia y arrogante adónde llevaba aquel asno vacío.
Mi amo, como iba aún lloroso y triste, y también como no entendía la
lengua latina, no le respondió, y bajada la cabeza pasose. El caballero,
cuando esto vio, no pudo sufrir su acostumbrada soberbia, y enojado por su
callar, como si le hubiera hecho una injuria, diole de varadas con un
sarmiento que traía en la mano, que le hizo caer encima de mí. Entonces el
hortelano respondiole humildemente diciendo que por no saber la lengua
no podía saber qué es lo que le había dicho. El caballero, con enojo, tornó a
decir:
-Pues dime dónde llevas este asno.
El hortelano respondió que iba a aquella ciudad que allí cerca estaba. El
caballero dijo:
-Pues yo he menester este asno, porque ha de traer con las otras
acémilas de esta villa que aquí está cerca ciertas cargas de nuestro capitán.
Y luego lanzó la mano y arrebatome por el cabestro y comenzome a llevar.
El hortelano, estándose limpiando la sangre que le corría de la cabeza de
una descalabradura que le había hecho con el sarmiento, rogábale otra vez
que tratase bien y mansamente al compañero, lo cual le pedía diciendo que
así Dios le prosperase lo que esperaba, y asimismo decía que aquel asnillo
era perezoso, y además de esto tenía una abominable enfermedad, que era
gota coral, y que apenas acostumbraba a traer de cerca de allí unos pocos
de manojos de berzas, y cuando llegaba con ellos ya no podía resollar,
cuanto más para gran carga, que en ninguna manera era idóneo para ello.
Pero desde que el hortelano vio que por ningunos ruegos suyos se
amansaba el caballero, antes veía que se ensoberbecía más en su daño y
que volvía el sarmiento para darle con lo más grueso de él y más nudoso
quebrarle la cabeza, corrió al último remedio, fingiendo de quererle besar
las rodillas para conmoverle a misericordia, y estando así bajado y
encorvado, arrebató por entrambos los pies, y alzándolo arriba dio con él
un gran golpe en tierra, y luego saltó encima y diole muchas puñadas,
bofetadas y bocados, y arrebató una piedra del camino y sacudiole muy
bien en la cara y en las manos y en aquellos costados. El caballero, que fue
echado en el suelo, ni pudo pelear ni defenderse; pero muchas veces
amenazaba que si se levantaba que con su espada lo había de tajar en
piezas; lo cual oído por el hortelano y apercibido, arrebatole la espada, y
lanzada muy lejos, tornole a dar más crueles heridas. Estando él tendido en
tierra y prevenido de las puñadas y heridas que le había dado aquel
hortelano, no pudiendo hallar otro remedio a su salud, lo que ya solamente
restaba fue que fingió ser muerto.
Entonces el hortelano tomó consigo aquella espada, y caballero encima
de mí cuanto más aprisa pudo acogiose a la ciudad, que no curó solamente
de ver su huerta, y fuese a casa de un amigo suyo, al cual, contadas las
cosas, le rogó que lo ayudase en aquel peligro en que estaba y que lo
escondiese a él y a su asno tanto hasta que por el espacio de dos o tres días
él se escapase de aquel pleito y crimen. Aquel su amigo, no olvidando la
antigua amistad que le tenía, recibiolo de buena gana, y a mí, atados los
pies y las manos, subiéronme por una escalera en una cámara alta. El
hortelano estaba abajo en casa metido en una canasta con su tapadera
encima. El caballero, según que después supe, como quien se levanta de
una gran beodera, titubeando las piernas y flaco con el dolor de tantas
plagas, que casi con un bordón en la mano se podía sustentar, llegó a la
ciudad, y confuso de su poco poder y fuerza de su flaqueza, no osó decir
cosa alguna a ninguno de la ciudad; pero callando tragando su injuria habló
a ciertos compañeros suyos y contoles esta su fatiga y pena. A ellos les
pareció que él se debía esconder en su tienda, porque además de la injuria
que había recibido, tenía el juramento que había hecho de la caballería que
le fuese acusado por haber perdido su espada, y que ellos, como ya tenían
señas de nosotros, pondrían mucha diligencia en buscarnos para su
venganza. No faltó un traidor vecino suyo que luego descubrió que
estábamos allí escondidos. Entonces aquellos sus compañeros fuéronse a la
justicia, y mintiendo le dijeron que habían perdido en el camino una copa
rica y de mucho precio de su capitán, y que la había hallado un hortelano,
el cual no se la quería restituir, por lo cual estaba escondido en casa de un
su amigo. Entonces los alcaldes, conociendo el daño y el nombre del
capitán, vinieron a las puertas de nuestra posada y claramente dijeron a
nuestro huésped que aquellos que tenía escondidos dentro en su casa, pues
sabía que era más cierto que lo cierto, que luego nos entregase antes que
incurriese en pena de su propia cabeza. Pero él ninguna cosa se espantó,
antes procurando la salud de aquel que había recibido su protección y
amparo, no dijo cosa de nosotros, sino que había muchos días que nunca
había visto aquel hortelano. Los escuderos porfiaban el contrario, jurando
por vida del emperador que allí estaba escondido y no en otro lugar alguno.
Finalmente, que los alcaldes acordaron que, pues tan obstinadamente lo
negaba, que lo entrasen a buscar, y luego entraron los alguaciles y otros
hombres de la justicia, a los cuales mandaron que buscasen muy bien todos
los rincones de casa. Ellos desde que lo hubieron hecho dijeron que ningún
hombre había en toda la casa, ni asno había de los umbrales adentro.
Entonces creció la contención y porfía más recia entre ellos:
los escuderos
decían que tenían por muy cierto que nosotros estábamos allí, y protestaban
el ayuda y favor de la justicia del emperador; los otros, negaban, jurando
por los dioses que no estábamos allí. Yo, cuando oí la porfía y voces que
daban, como era asno curioso, con aquella procacidad sin reposo deseaba
saber lo que pasaba; como bajé la cabeza por una ventanilla que allí estaba,
por ver qué cosa era aquel tumulto y voces que daban, uno de aquellos
escuderos acaso alzó los ojos a mi sombra que daba abajo, y como me vio,
díjolo a dos, y luego levantaron un gran clamor y voces, riéndose de cómo
me vieron arriba, y traídas escalas, echáronme la mano y lleváronme como
a un esclavo cautivo. Ya después que se les quitó la duda y fueron
certificados que estábamos allí, comenzaron con más diligencia a buscar
todas las cosas de casa, y descubierta la cesta hallaron dentro el mezquino
del hortelano, el cual, sacado de allí, lo presentaron ante los alcaldes, y
ellos lo mandaron llevar a la cárcel pública, para que pagase la pena que
merecía; y en todo esto nunca cesaron de burlar con gran risa de mi
asomada a la fenestra, de donde asimismo nació aquel muy usado y común
proverbio de la mirada y sombra del asno.
Décimo libro
Argumento
En este décimo libro se contiene la ida del caballero con el asno a la
ciudad, y la hazaña grande que una mujer hizo por amores de su entenado,
y cómo el asno fue vendido a dos hermanos, de los cuales uno era pastelero
y otro cocinero; y luego cuenta la contención y discordia que hubo entre los
dos hermanos por los manjares que el asno hurtaba y comía. Y de la buena
vida que tuvo a todo su placer con un señor que lo compró, y de cómo se
echó con una dueña que se enamoró de él, y de cómo fue otra mujer
condenada a las bestias, y una fábula del juicio de Paris; en fin, cómo el
asno huyó del teatro donde se hacían aquellos juegos.
Capítulo I
Que trata cómo tornando a colocar el asno por el caballero, le llevó a
residir a una ciudad, en la cual sucedió un notable acontecimiento a una
mala mujer por amores de un su entenado.
Otro día siguiente no sé qué fue ni qué se hizo de mi amo el hortelano;
pero aquel caballero que por su gran cobardía y poquedad fue muy bien
aporreado, quitome de aquel pesebre y llevome al suyo, sin que nadie se lo
contradijese; después desde allí de su tienda, según que a mí me parecía
que debía ser suya, muy bien cargado de sus alhajas y adornado, y armado
a guisa de galán, porque resplandecía con un yelmo muy luciente y un
escudo más largo que todos los otros, y una lanza muy larga y reluciente, la
cual él había compuesto con mucha diligencia encima de lo más alto de la
carga, de la manera como la llevaban enristrada, lo cual él no hacía
tampoco por causa de enseñarse cuanto por espantar los mezquinos de los
caminantes que encontrase. Después que pasamos aquellos campos, no con
mucho trabajo, por ser el camino llano, llegamos a una ciudad pequeña, y
no fuimos a posar al mesón, sino a casa de un capitán de peones su amigo,
y luego como llegamos encomendome a un esclavo, y él fuese muy aprisa a
su capitán, que tenía la capitanía de mil hombres de armas. Después de
algunos días que allí estábamos, aconteció una hazaña muy terrible y
espantable, la cual, por que vosotros también sepáis, acordé poner en este
libro. Aquel decurio o capitán señor de esta posada tenía un hijo mancebo
buen letrado, en consecuencia de lo cual él era adornado de modestia y
piedad, el cual tú desearías para ti otro tal. Muerta la madre mucho tiempo
había, su padre se casó segunda vez, y esta segunda mujer parió otro hijo,
que ya pasaba de doce años; la madrastra, resplandeciendo en casa del
marido más en la hermosura de su persona que en las costumbres y
virtudes, o que naturalmente fuese sin castidad y vergüenza, o que por su
hado fuese compelida a un extremo vicio; finalmente, que ella puso los ojos
en su entenado. Ahora tú, buen lector, has de saber que no lees fábula de
cosas bajas, sino tragedia de altos y grandes hechos, y que has de subir de
comedia a tragedia. Aquella mujer, en tanto que en aquellos principios el
amor tierno y pequeño se criaba, como era aún flaco en las fuerzas, ella
reprimiendo su delgada vergüenza fácilmente callando lo resistía; pero
después que el fuego cruel del amor se encerró en sus entrañas, el furioso
amor sin ningún remedio la quemaba, en tal manera, que sucumbió y
obedeció al cruel dios de amor, y fingiendo enfermedad mintió, diciendo
que la llaga del corazón estaba en la enfermedad del cuerpo; ninguno hay
que no sepa que todo el detrimento de la salud y del gesto conviene por
regla cierta y común también a los enfermos como a los enamorados:
la
flaqueza y color amarillo de la cara, los ojos marchitos, las piernas
cansadas, el reposo sin sueño, grandes suspiros y luengos con mucha fatiga.
Quienquiera que viera a esta dueña, creyera que estaba atormentada de
ardientes fiebres, sino que lloraba. ¡Guay del seso e ingenio de los
médicos!, ¡qué cosa es la vena del pulso o qué cosa es la poca templanza
del calor!; ¡qué es la fatiga del resuello y las vueltas continuas de un lado a
otro sin reposo, oh buen día!; ¡cuán fácilmente se descubre el mal del amor,
no solamente al médico que es letrado, pero a cualquier hombre discreto,
especialmente cuando ves a alguno arder sin tener calor en el cuerpo! Así
ella, reciamente fatigada con la poca paciencia del amor, rompió el silencio
de lo que callaba mucho tiempo había y envió a llamar a su hijo, el cual
nombre de hijo ella rayera y quitara de muy buena gana, por causa de no
haber del mismo vergüenza. El mancebo no tardó en obedecer el
mandamiento de su madre enferma, y con el gesto triste y honesto entró en
la cámara de la mujer de su padre y madre de su hermano, para servirle en
todo lo que le mandase; pero ella, fatigada gran rato de un penado silencio,
estando atada en un vado de mucha duda, cualquier palabra que pensaba ser
muy convenible para la presente habla tornaba otra vez a reprobarla, y con
la gran vergüenza tardábase, que no sabía por dónde comenzar. El
mancebo, que ninguna cosa sospechaba, abarajados los ojos le preguntó
qué era la causa de su presente enfermedad. Entonces ella, hallando ocasión
muy dañosa, que es la soledad, prorrumpió en osadía, y llorando
reciamente, poniendo la ropa delante la cara, temblando, le comenzó a
hablar brevemente de esta manera:
-La causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él
y toda ni salud y remedio, tú solo eres; porque estos tus ojos, que entraron
por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel entendimiento en
mi corazón, por lo cual te ruego que hagas mancilla de quien por tu causa
muere, y no te espante que pecas contra tu padre, al cual antes guardarás su
mujer, que está para morir; porque conociendo yo su imagen en tu cara, con
mucha razón te amo; ahora tienes tiempo, por estar sólo conmigo; tienes
espacio harto para cumplir lo que te ruego, porque lo que nadie sabe no se
puede decir que es hecho.
El mancebo, cuando esto oyó, turbado de tan repentino mal, como
quiera que se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció de
exasperarla con la severidad presta de su negativa, antes tuvo por mejor de
amansarla con dilación de cautelosa promisión; así que le prometió
liberalmente, diciéndole que se esforzase y curase de sí y de la salud hasta
que su padre se fuese a alguna parte y hubiese tiempo libre para su placer.
Diciendo esto apartose de la mortal vista de su madrastra, y viendo que una
traición y mal tan grande de la casa de su padre había menester mayor
consejo, fuese luego a un viejo su ayo que lo había criado, hombre de buen
seso, al cual no pareció otro mejor consejo, habiendo platicado muchas
veces en ello, sino que el mancebo huyese lo más aceleradamente que
pudiese, escapar de la tempestad de la cruel fortuna; pero la madrastra,
como no tenía paciencia de esperar siquiera un poco, fingida cualquier
causa, persuadió a su marido con maravillosas artes y palabras, que luego
se fuese a unas aldeas que estaban bien lejos de allí; lo cual hecho, ella, con
su locura apresurada, viendo que había lugar para su esperanza, demandole
con mucha instancia que cumpliese con ella el plazo de lo que le había
prometido; pero el mancebo excusábase diciendo ahora una causa y
después otra, apartándose de su abominable vista cuanto podía, hasta tanto
que por los mensajeros que le había enviado, conociendo ella
manifiestamente que le negaba la promesa por él hecha, con la mudanza de
su variable ingenio, prestamente mudó su nefando amor en odio mortal, y
llamado luego por ella un su esclavo muy malo y aparejado para toda
maldad y traición, comunicó con él todo este negocio y pensamiento
malvado que ella tenía, lo cual entre ellos platicado, no les pareció otro
mejor consejo que privar de la vida al mezquino del mancebo. Así que,
incontinenti, ella envió a aquel ahorcadizo para que trajese veneno que
matase prestamente; el cual trajo y diligentemente desatado en vino, fue
aparejado para matar a su entenado que estaba sin culpa. En tanto que la
malvada hembra y su esclavo deliberaban entre sí de la oportunidad y
tiempo para podérselo dar, acaso el hermano menor, hijo propio de la mala
mujer, viniendo de la escuela a hora de comer, comenzó a almorzar, y
como hubo sed bebió de aquel veneno que halló, no sabiendo la ponzoña y
engaño escondido que allí dentro estaba; después que hubo bebido la
muerte que estaba aparejada para su hermano, cayó en tierra sin ánima y
vida. El bachiller, su maestro, conmovido de la arrebatada muerte del
mozo, comenzó a dar grandes aullidos y clamores, que la madre y toda la
casa alborotó. Conocido el caso del veneno mortal, cada uno de los que allí
estaban presentes acusaban a los autores de tan extremada traición y
maldad; pero aquella cruel y mala hembra, ejemplo único de la malicia de
las madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, ni por el parricidio
que ella misma había hecho, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo
de su marido, ni por la fatiga del enterramiento del hijo, procuró venganza
muy presta, por donde causó daño para toda su casa. Así que, muy presto,
despachó un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su
hijo y el daño de su casa. Cuando el marido oyó estas nuevas, tornose del
camino, y entrando en casa, luego ella con gran temeridad y audacia
comenzó a acusar y decir que su hijo era muerto con la ponzoña del
entenado, y en esto no mentía ella, porque el muchacho su hijo había
prevenido la muerte que estaba ya destinada y aparejada para el mancebo;
pero ella fingía que su hijo era muerto por maldad del entenado, a causa
que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había
tentado de forzarle, y no contenta con estas grandes mentiras, añadía que
por que ella había descubierto esta traición, él la amenazaba de matarla con
un puñal. Entonces el desventurado del marido, herido de la muerte de dos
hijos, fatigábase que no cabía en sí con la tempestad de tan gran pena y
tribulación como aquélla, porque ya él veía delante de sí enterrar al más
pequeño, y también sabía de cierto que el otro había de ser condenado a
pena de muerte por el pecado del incesto con su madrastra y por el
parricidio de su hermano. En esta manera las mentirosas lágrimas de su
muy amada mujer le pusieron en extrema enemistad de su hijo. Apenas
eran acabadas las exequias del enterramiento del hijo, cuando luego desde
allí se partió el desventurado viejo, regando su cara con lágrimas continuas
y sus canas ensuciadas con ceniza, y muy aprisa se lanzó en la casa de la
justicia, y allí, llorando y con muchas ruegos, besando en las rodillas de los
jueces, no sabiendo los engaños de su malvada mujer, trabajaba cuanto
podía porque ahorcasen al otro mancebo su hijo, diciendo que había
cometido crimen de incesto, ensuciando la cama de su padre, y que era
homicida habiendo muerto a su hermano, y que era un matador que había
amenazado de matar a la madrastra; finalmente, que él llorando inflamó a
los jueces y a todo el pueblo, con tanta mancilla de él y tanta indignación
contra el mancebo, que dejada la orden y dilación del juzgar y las
manifiestas probanzas de la acusación, y los rodeos y dilaciones del
responder, que todos a una voz clamaban y decían que aquel público mal,
públicamente se había de vengar, haciendo allí cubrir de piedras. Los
jueces, considerando y habiendo miedo de su propio peligro, porque de los
pequeños comienzos de indignación acontece muchas veces proceder gran
sedición y cuestiones para perdimiento de las leyes de la ciudad, parecioles
que era bien rogar a los oficiales de la justicia, y, por otra parte, refrenar al
pueblo para que derechamente y por las leyes de los antiguos el proceso se
hiciese, y oídas las partes y bien examinado el negocio civilmente, fuese la
sentencia pronunciada, y no a manera de ferocidad de bárbaros, de potencia
de tiranos, fuese condenado alguno, sin ser oído, y que en paz sosegada se
diese un ejemplo tan cruel que todo el mundo lo supiese. Este saludable
consejo plugo a todos, y luego mandaron al pregonero que llamase a todos
los senadores, que viniesen a cabildo, los cuales venidos y sentados en sus
acostumbrados lugares, según la orden de la dignidad de cada uno, el
pregonero otra vez llamó y vino el acusador. Entonces, asimismo, por
llamamiento del pregonero, entró el reo, y el pregonero amonestó a los
abogados de la causa, según la costumbre del senado y leyes de Atenas, que
no curasen de hacer proemios en la causa ni conmoviesen a los que allí
estaban haber mancilla.
Estas cosas en esta manera pasadas supe yo, que las oí a muchos que
hablaban en ello; pero cuántas alteraciones hubo de una parte a otra, y con
qué palabras el acusador decía contra el reo, y cómo el reo se defendía y
deshacía su acusación, estando yo ausente, atado al pesebre, no lo pude
bien saber por entero, ni las demandas, ni las respuestas y otras palabras
que entre ellos pasaron; y por esto no os podré contar lo que no supe; pero
lo que oí, quise poner en este libro.
Capítulo II
Cómo, por industria de un senador antiguo y sabio, fue descubierto el
delincuente, y ahorcado el esclavo, y desterrada la mujer, y libre el
entenado.
Después que fue acabada la contención entre ellos, plugo a los jueces de
buscar la verdad de este crimen por cierta probanza y no dar tanta conjetura
a la sospecha que del mancebo se decía; y mandaron que fuese traído allí
presente aquel esclavo muy diligente que afirmaba que él solo sabía cómo
había pasado el negocio; y venido aquel bellaco ahorcadizo, ningún
empacho ni turbación tuvo, ni de ver un caso de tan gran juicio, ni de ver
tampoco aquel senado, donde tales personas estaban, o a lo menos de su
conciencia culpada, que él sabía bien que lo que había fingido era falso, lo
cual él afirmaba como cosa muy verdadera, diciendo de esta manera:
que
aquel mancebo, muy enojado de su madrastra, lo había llamado y díjole
que por vengar su injuria había muerto a su hijo de ella, y que le había
prometido gran premio porque callase, y porque él dijo que no quería
callar, el mancebo le amenazó que lo mataría, y que el dicho mancebo
había destemplado con su propia mano la ponzoña, y la había dado al
esclavo para que la diese a su hermano; pero él, sospechando que el crimen
se descubría, no quiso tomar aquel vino ni darlo al muchacho, y que, en fin,
el mancebo con su mano propia se lo había dado. Diciendo estas cosas, que
parecían tener imagen de verdad, aquel azotado, fingiendo miedo, acabose
la audiencia; lo cual oído por los jueces, ninguno quedó tan justo y tan
derecho a la justicia del mancebo que no le pronunciase ser culpado
manifiestamente de este crimen, y como a tal lo debían meter en un cuero
de lobo y echarlo en el río como a parricida, y como ya las sentencias y
votos de todos fuesen iguales y estuviesen firmadas de la mano de cada
uno, para echarlos en un cántaro de cobre, según su perpetua costumbre, de
donde después de echados los votos no se podían sacar ni convenía mudar
cosa alguna, porque la sentencia era pasada en cosa juzgada y no restaba
otra cosa sino entregarlo al verdugo para que cumpliese la justicia, uno de
aquellos senadores, el más viejo y de mejor conciencia de todos, hombre
con mucha autoridad, letrado y médico, puso la mano encima de la boca del
cántaro, porque ninguno temerariamente echase su voto dentro, y dijo a
todos en esta manera:
-Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que por mi edad
vosotros, señores, me habéis de tener en alguna reputación, y por esto no
consentiré que, acusado el reo por falsos testigos, se haya de perpetrar
manifiesto homicidio, ni consentiré que vosotros, que jurasteis de juzgar
bien y fielmente, vosotros os perjuréis, siendo engañados por mentira de un
esclavo; porque, cierto, yo, engañando a mi conciencia y menospreciando a
Dios, no podía pronunciar injustamente contra éste; así que oíd ahora y
conoced todos cómo pasa este negocio:
este ladrón, muy diligente por
comprar ponzoña que luego matase, vino a mí poco ha, y ofrecíame cien
sueldos de oro por que se lo diese, diciendo que lo había menester para un
enfermo, el cual estaba muy fatigado en enfermedad de hidropesía, de la
cual no podía sanar y deseaba morir por librarse del tormento que con la
vida tenía. Yo, viendo que este azotado parlaba mucho y decía cosas
livianas, no satisfaciéndome, antes, siendo cierto que él procuraba alguna
traición, dile aquel brebaje, pero mirando a la verdad, que se podría saber,
no quise recibir luego el precio que me daba, y díjele:
«Porque quizás por
ventura alguna de estos sueldos que me das no se hallase falso o engañado,
vedlo aquí en esta taleguilla; séllalos con tu anillo hasta que mañana venga
un cambiador y los pese y vea si son buenos.» De esta manera él selló los
dineros en la taleguilla, la cual, luego que éste fue presentado en juicio, yo
hice muy prestamente traer de mi botica a uno de mis criados, y vedla aquí
en vuestra presencia; véala él y conozca su sello; porque la verdad es ésta:
¿en qué manera se puede acusar al hermano de la ponzoña que éste
compró?
Entonces tomó un gran miedo y temblor al bellaco del esclavo, y en
lugar de color de hombre sucedió una amarillura infernal, y un sudor frío
manaba por todos sus miembros, y comenzose a conmover de una parte a
otra, que no se podía tener sobre los pies, y rascarse en la cabeza, ahora a
un cabo, ahora a otro, y la boca medio cerrada, tartamudeando, comenzó a
decir ciertas mentiras y necedades, en tal manera que ninguno de los que
allí estaban podía creer que él estaba fuera de culpa; pero esforzándose en
su maldad, negaba con grandísima constancia y no dejaba de acusar al
médico que no decía verdad; el cual, por la honestidad y autoridad de su
juicio, viendo que en su presencia le negaban su fe y verdad, con mayor
esfuerzo comenzó a reprender a aquel ladronazo, hasta tanto que por
mandado de los jueces los hombres de pie de la justicia tomaron las manos
de aquel esclavo maligno y sacáronle un anillo de hierro, el cual, puesto
sobre el sello que estaba en el talegón, fue conocido que era aquél, y con
esta comparación fue creída la sospecha que tenían contra él; por lo cual
luego fueron allí aparejados géneros de tormentos; pero él, obstinado en su
presunción, nunca quiso confesar la verdad con azotes ni con tormentos
que le diesen, aunque lo pusieron en tormento de fuego. Entonces el físico
dijo:
-Por Dios, yo no sufriré que contra derecho vosotros condenéis a muerte
a este inocente mancebo, ni tampoco consentiré que este esclavo, burlando
de nuestro juicio, escape y huya de la pena de su traición y maldad, porque
yo os daré evidente y manifiesto argumento de este presente negocio, el
cual es que, como este malvado pensase comprar ponzoña matadora y yo
no creyese que a mi oficio conviene dar a ninguno causa de muerte, porque
la medicina no fue hallada para muerte, sino para salud de los hombres,
temiendo que si yo negase de darle ponzoña quizá por la mala respuesta le
daría camino para su maldad, porque podría ir a otro y comprar de él esta
mortífera poción, o, por ventura, con algún cuchillo u otro linaje de arma,
acabaría la traición que había comenzado, acordé darle, no ponzoña, mas
otra poción soñolienta de mandrágora, que es muy famosa para hacer
dormir gravemente, y da un sueño semejante a la muerte, y no es maravilla
que este ladrón, como muy desesperado, siendo cierto que le han de dar
pena de muerte, sufriese fácilmente estos tormentos que le han dado como
manda el derecho, teniéndolos por muy livianos. Pero si es verdad que el
muchacho bebió aquel brebaje que por mis manos fue templado, él es vivo
y reposa y duerme, y en quitándosele el sueño grave que tiene, despertará y
tornará a esta luz, y si él verdaderamente es muerto o verdaderamente fue
prevenido con la muerte, buscad las causas de ello de otra parte, que yo no
las sé.
En esta manera hablando aquel viejo, plugo a todos los que decía, y
fueron luego con mucha prisa al sepulcro donde estaba el cuerpo de aquel
mozo, que casi ninguno de los jueces ni de los principales de la ciudad, ni
aun tampoco de los del pueblo, quedó que no fuese allí con mucha
curiosidad por ver aquel milagro. En esto he aquí su padre, que con sus
propias manos, alzada la cobertura de la tumba, si os place, apartado ya el
mortal sueño, halló a su hijo que se levantaba, después de haber pasado los
fines y término de la muerte, y abrazándolo fuertemente, diciendo palabras
convenientes al gozo presente, enseñolo al pueblo, y así como estaba
amortajado y ligadas las manos y con sus fajas envuelto, lo llevaron a la
casa de la justicia.
Así que en esta manera descubierta y parecida líquidamente la traición
del malvado siervo y de la pésima mujer, la verdad desnuda y clara pareció
en presencia de todos, y la madrastra fue desterrada perpetuamente, y el
esclavo fue ahorcado, y al buen médico, de consentimiento de todos, fueron
dados los sueldos en precio de aquel oportuno sueño; y la fortuna famosa y
digna de memoria de aquel viejo hubo el fin digno a sus merecimientos por
la divina providencia, porque en un momento, y aun se puede decir que en
un pequeño punto, después del peligro en que estuvo de perder sus hijos,
súbitamente fue hecho padre de aquellos dos mancebos.
Capítulo III
Cómo el asno fue vendido a un cocinero y a un panadero, hermanos, y
cómo hallándole un caballero comiendo un día buenos manjares, se le
tomó y le encargó a un su criado, que le enseñó a bailar y otras cosas
notables.
Yo en aquel tiempo andaba revuelto en las ondas de los hados de la
fortuna. Aquel caballero que me había comprado, sin que nadie me
vendiese, y me hizo suyo sin que por mí diese precio alguno, húbose de
partir a Roma por mandado de su capitán, haciendo lo que era obligado, a
llevar ciertas cartas para un gran príncipe, y antes que se partiese vendiome
a dos siervos hermanos, sus vecinos, por once dineros. Éstos tenían un
señor rico, y el uno de ellos era panadero, que hacían pan y pasteles y fruta
y de otros manjares; el otro, cocinero, que hacía manjares más sabrosos de
zumos y otras salsas y manjares delicados. Estos dos hermanos moraban
ambos en una casa, y compráronme para traer platos y escudillas y lo que
era menester para su oficio; de manera que yo fui llamado como un tercer
compañero entre aquellos dos hermanos para andar por las aldeas de aquel
caballero y traer todo lo que era menester para su cocina; y, ciertamente, en
ningún tiempo yo experimenté tan benévola mi fortuna; porque a la noche,
después de aquellas abundantes cenas y sus esplendidísimos aparatos, mis
amos acostumbraban traer a su casilla muchas partes de aquellos manjares.
El cocinero traía grandes pedazos de puerco, de pollos y de pescado y otras
maneras de comer; el panadero traía pan y pedazos de pasteles y muchas
frutas de sartén, así como juncadas y pestiños, anzuelos y otras frutas de
miel; lo cual todo dejaban encerrado en su cámara para comer y se iban a
lavar al baño, en tanto yo comía y tragaba a mi placer de aquellos manjares
que Dios me daba, porque tampoco yo era tan loco ni tan verdadero asno
que, dejados aquellos tan dulces y sabrosos manjares, cenase heno áspero y
duro. Esta manera y artificio de comer a hurto me duró algunos días,
porque comía poco y a miedo, y como de muchos manjares comía lo
menos, no sospechaban ellos engaño ninguno en el asno; pero después que
yo tomé mayor atrevimiento en comer, tragaba lo más principal de lo que
allí estaba, y como yo escogía lo mejor y más dulce, no pequeña sospecha
entró en los corazones de los hermanos, los cuales, aunque de mí no
creyesen tal cosa, pero con el daño cotidiano, con mucha diligencia
procuraban saber quién lo hacía. Finalmente, que ellos, el uno al otro, se
acusaban de aquella rapiña y fealdad, y en adelante pusieron cuidado
diligente y mayor guarda, contando los pedazos y partes que dejaban; y
como siempre faltaba, rompiendo, en fin, el velo de la vergüenza, el uno al
otro habló de esta manera:
-Por cierto, ya esto ni es justo ni humano menospreciar o disminuir cada
día más la fe que está entre nosotros, hurtando lo principal que aquí queda,
y aquello vendido, acrecentando escondidamente su caudal, de esto poco
que queda, querer llevar su parte igual; por ende, si a ti no te place nuestra
compañía, podemos quedar hermanos en todas las otras cosas y apartarnos
de este vínculo de comunidad, porque, según yo veo, esta querella procede
en infinito, de donde nos puede venir gran discordia.
El otro hermano le respondió:
-Por Dios, que yo alabo esta tu constancia, que has querido prevenir la
querella a lo que hasta ahora es secretamente hurtado, lo cual yo, sufriendo
muchos días ha, entre mí mismo me he quejado, porque no pareciese que
reprendía a mi hermano de un hurto de tan poco valor como éste; pero bien
está, pues, que nos habemos descubierto, para que por mí y por ti se busque
el remedio de nuestro daño, y la envidia, procediendo calladamente, no nos
traiga contenciones, como entre los dos hermanos Eteocles y Polinices, que
el uno al otro se mataron.
Estas y otras semejantes palabras, dichas el uno al otro, juraron cada uno
de ellos que ningún engaño ni ningún hurto habían hecho ni cometido; pero
que debían por todas vías y artes que pudiesen buscar al ladrón que aquel
común daño les hacía, porque no era de creer que el asno que allí solamente
estaba se había de aficionar a comer tales manjares, pero que cada día
faltaban los principales y más preciados manjares; además de esto, en su
cámara no había muy grandes ratones ni moscas, como fueron otro tiempo
las arpías, que robaban los manjares de Phines, rey de Arcadia. Entre tanto
que ellos andaban en esto, yo, cenado de aquellas copiosas cenas y bien
gordo con los manjares de hombre, estaba redondo y lleno, y mi cuerpo,
ablandado con la hermosa grosura, y criado el pelo, que resplandecía; pero
esta hermosura de mi cuerpo causó gran deshonra y vergüenza para mí,
porque ellos, movidos de la grandeza no acostumbrada de mi cuerpo, y
viendo que el heno y cebada que me echaban cada día se quedaba allí, sin
tocar en ello, enderezaron toda su sospecha contra mí, y a la hora
acostumbrada hicieron como que se iban al baño, y, cerradas las puertas de
la cámara, como solían, pusiéronse a mirar por una hendedura de la puerta,
y viéronme cómo estaba pegado con aquellos manjares. Entonces ellos, no
curando de su daño y maravillándose de los monstruosos deleites del asno,
tornaron el enojo en muy gran risa, y llamado el otro hermano y después
todos los servidores de la casa, mostráronles la gula que no se puede decir,
y digna de poner en memoria, de un asno perezoso; finalmente, que tan
gran risa y tan liberal tomó a todos, que vino a las orejas del señor, que por
allí pasaba, el cual preguntó qué buena cosa era aquella de que tanto reía la
familia. Sabido el negocio que era, él también fue a mirar por el agujero, de
que hubo gran placer, y tan gran risa le tomó, que le dolían las ingles
riendo, y abierta la cámara, sentose y allí comenzó a mirar de cerca. Yo,
cuando esto vi, pareciome que veía la cara alegre de la fortuna, que en
alguna manera ya más blandamente me favorecía, y ayudándome el gozo
de los que estaban presentes, ninguna cosa me turbaba, antes comía
seguramente, hasta tanto que, con la novedad de aquella visita, el señor de
casa, muy alegre, mandome llevar, y él mismo por sus manos me llevó a su
sala, y puesta la mesa, mandome poner en ella todo género de manjares
enteros, sin que nadie hubiese tocado en ellos. Yo, como quiera que ya
estaba algún tanto harto de lo que había comido, pero deseando hacerme
gracioso al señor y que él me tuviese en algo, comía de aquellos manjares
como si estuviera muy hambriento. Ellos, por informarse bien si yo era
manso, aquello que creían que principalmente aborrecen los asnos, aquello
ponían delante por ver si lo comería, así como carne adobada, gallinas y
capones salpimentados, pescados en escabeche. Entre tanto que esto
pasaba, había muy gran risa entre los convidados que allí estaban, y un
truhán que allí estaba, dijo:
-Dad alguna otra cosa a este mi compañero.
A lo cual respondió el señor, diciendo:
-Pues tú, ladrón, no has hablado neciamente, que muy bien puede ser
que este nuestro comensal desee beber de buena gana de este vino.
Y luego dijo a un paje:
-Daca aquella copa de oro, y diligentemente lavada, hínchala de vino y
da de beber a mi truhán, y aunque dile cómo yo beba antes que él.
Los convidados que estaban a la mesa estuvieron muy atentos esperando
lo que había de pasar. Entonces yo, no espantado por cosa alguna, muy a
espacio y muy a mi placer, retorciendo el labio de abajo a manera de
lengua, de un golpe me llevé aquella grandísima copa; y luego todos a una
voz con gran clamor me dijeron:
-Dios te dé salud, que tan bien lo has hecho.
En fin, que aquel señor, lleno de gran placer y alegría, llamó a sus dos
criados que me habían comprado y mandoles dar por mí cuatro veces tanto
de lo que me habían comprado, y a mí diome a otro su criado muy privado
suyo y rico, haciéndole un gran sermón al principio en recomendación mía,
el cual me criaba asaz humanamente y como a un su compañero, y porque
su amo lo tuviese más acepto, procuraba cuanto podía de darle placer con
mis juegos, y primeramente me enseñó a estar a la mesa sobre el codo;
después también me enseñó a luchar y a saltar, alzadas las manos, y porque
fuese cosa maravillosa, me enseñó a responder a las palabras por señales.
En tal manera, que cuando no quería meneaba la cabeza, y cuando algo
quería, mostraba que me placía bajándola, y cuando había sed, miraba al
copero, y haciendo señal con las pestañas, demandábale de beber. Todas
estas cosas fácilmente las obedecía yo y hacía porque, aunque nadie me las
mostrara, las supiera muy bien hacer; pero temía que si por ventura, sin que
nadie me enseñase yo hiciera estas cosas, como hombre humano, muchos,
pensando que podría venir de esto algún cruel presagio, que como a
monstruo y mal agüero me matarían y darían muy bien de comer conmigo a
buitres.
Capítulo IV
En el cual relata el asno el estado de su señor, y cómo venidos a la ciudad
de Corinto, tuvo acceso con una valerosa matrona que por aquella noche
le alquiló para holgar con él en uno.
Ya andaba públicamente gran rumor y fama cómo yo, con mis
maravillosas artes y juegos, había hecho a mi señor muy afamado y acatado
de todos. Cuando iba por la calle decían:
«Éste es el que tiene un asno que
es compañero y convidado, que salta y lucha y entiende las hablas de los
hombres, y expresa el sentido con señales que hace.» Ahora lo demás que
os quiero decir, aunque lo debiera hacer al principio; pero al menos relataré
quién es éste, o de dónde fue nacido. Thiaso, que por tal nombre se llamaba
aquel mi señor, era natural de la ciudad de Corinto, que es cabeza de toda la
provincia de Acaya; según que la dignidad de su nacimiento lo demandaba,
y de grado en grado había tenido todos los oficios de honra de la ciudad, y
ahora estaba nombrado para ser la quinta vez cónsul, y porque respondiese
su nobleza al resplandor de tan gran oficio en que había de entrar, prometió
de dar al pueblo tres días de fiestas y juegos de placer, extendiendo
largamente su liberalidad y magnificencia. En fin, tanta gana de la gloria y
favor del pueblo, que hubo de ir a Tesalia a comprar bestias, fieras grandes
y hermosas, y a traer siervos para el juego de la esgrima. Después que hubo
a su placer comprado todas las cosas que había menester, aparejó de
tornarse a su casa, y menospreciadas aquellas ricas sillas en que lo traían, y
pospuestos los carros ricos, unos cubiertos del todo y otros descubiertos,
que allí venían vacíos y los traían aquellos caballos que nos seguían, y
dejados asimismo los caballos de Tesalia y otros palafrenes galos, a los
cuales el generoso linaje y crianza que de ellos sale los hace ser muy
estimados, venía con mucho amor cabalgando encima de mí, trayéndome
muy ataviado con guarnición dorada y cubierto de tapetes de seda y
púrpura, y con freno de plata, y las cinchas pintadas, y adornado de muchas
campanillas y cascabeles que venían sonando, y mi señor me hablaba con
palabras muy suaves y compañeras, y entre otras cosas decía que mucho se
deleitaba por tener en mí un convidado y quien lo traía a cuestas. Después
que hubimos caminado por la mar y por tierra, llegamos a Corinto, adonde
nos salió a recibir gran compañía de la ciudad, los cuales, según que a mí
me parecía, no salían tanto por hacer honra a Thiaso, cuanto deseando de
verme a mí, porque tanta fama había allí de mí, que no poca ganancia hubo
por mí aquel que me tenía a cargo. El cual, como veía que muchos tenían
grande ansia deseando de ver mis juegos, cerraba las puertas y entraban
uno a uno, y él, recibiendo los dineros, no poca suma rapaba cada día.
En aquel conventículo y ayuntamiento fueme a ver una matrona, mujer
rica y honrada, la cual, como los otros, mercó mi vista por su dinero, y con
las muchas maneras de juegos que yo hacía, ella se deleitó y maravilló
tanto, que poco a poco se enamoró maravillosamente de mí, y no tomando
medicina ni remedio alguno para su loco amor y deseo, ardientemente
deseaba estar conmigo y ser otra Pasifae de asno, como fue la otra del toro.
En fin, que ella concertó con aquel que me tenía a cargo que la dejase una
noche conmigo y que le daría gran precio por ello; así que aquel bellaco,
porque de mí le pudiese venir provecho, contento de su ganancia
prometióselo. Ya que habíamos cenado partimos de la sala de mi señor y
hallamos aquella dueña que me estaba esperando en mi cámara. ¡Oh Dios
bueno!, ¡qué tal era aquel aparato, cuán rico y ataviado! Cuatro eunucos
que allí tenía nos aparejaron luego la cama en el suelo, con muchos cojines
llenos de pluma delicada y muelle, que parecía que estaban hinchados de
viento, y encima ropas de brocado y de púrpura, y, encima de todo, otros
cojines más pequeños que los otros, con los cuales las mujeres delicadas
acostumbraban sostener sus rostros y cervices; y porque no impidiesen el
placer y deseo de la señora con su luenga tardanza, cerradas las puertas de
la cámara se fueron luego; pero dentro quedaron velas de cera ardiendo
resplandecientes, que nos esclarecían las tinieblas obscuras de la noche.
Entonces ella, desnuda de todas sus vestiduras, quitose asimismo una faja
con que se ligaba, y llegada cerca de la lumbre sacó un botecillo de estaño
y untose toda con bálsamo que allí traía, y a mí también me untó y fregó
muy largamente, pero con mucha mayor diligencia me untó la boca y
narices. Esto hecho, besome muy apretadamente, no de la manera que
suelen besar las mujeres que están en el burdel u otras rameras
demandonas, o las que suelen recibir a los negociantes que vienen, sino
pura y sinceramente, sin engaño, y comenzome a hablar muy blandamente
diciendo:
-Yo te amo y te deseo, y a ti solo, y sin ti ya no puedo vivir, y
semejantes cosas con que las mujeres atraen a otros y les declaran sus
aficiones y amor que les tienen. Así que tomome por el cabestro, y como ya
sabía la costumbre de aquel negocio, fácilmente me hizo bajar,
mayormente que yo bien veía que en aquello ninguna cosa nueva ni difícil
hacía, cuanto más al cabo de tanto tiempo que hubiese dicha de abrazar una
mujer tan hermosa y que tanto me deseaba; además de esto, yo estaba harto
de muy buen vino, y con aquel ungüento tan oloroso que me había untado,
desperté mucho más el deseo y aparejo de la lujuria. Verdad es que me
fatigaba entre mí, no con poco temor pensando en qué manera un asno
como yo, con tantas y tan grandes piernas, podría subir encima de una
dueña delicada, o cómo podría abrazar con mis duras uñas unos miembros
tan blancos y tiernos, hechos de miel y leche, y también aquellos labios
delgados colorados como rocío de púrpura había de tocar con una boca tan
ancha y grande, y besarla con mis dientes disformes y grandes como de
piedra. Finalmente, que aunque yo conocía que aquella dueña estaba
encendida desde las uñas hasta los cabellos, pensaba en qué manera había
de recibirme. Guay de mí, que rompiendo una mujer hijadalgo como
aquélla, yo había de ser echado a las bestias bravas que me comiesen y
despedazasen, y haría fiesta a mi señor. Ella, entre tanto, tornaba a decir
aquellas palabras blandas, besándome muchas veces y diciendo aquellos
halagos dulces con los ojos amodorridos, diciendo en suma:
«Téngote, mi
palomino, mi pajarito», y diciendo esto mostró que mi miedo y mi
pensamiento era muy necio, porque me abrazó fuertemente; y cuantas
veces yo, recelando de no hacer daño, me retraía, tantas veces ella, con
aquel rabioso ímpetu me apretaba y se allegaba a mí, tanto, que por Dios,
yo creía que me faltaba algo para suplir su deseo, por lo cual yo pensaba
que no de balde la madre del Minotauro se deleitaba con el toro su
enamorado. Ya que la noche trabajosa y muy veladera era pasada, ella
escondiose de la luz del día, partiose de mañana, dejando acordado otro
tanto precio para la noche venidera, lo cual aquel mi maestro, concedió de
su propia gana, sin mucha dificultad por dos cosas:
lo uno, por la ganancia
que a mi causa recibía; lo otro, por aparejar nueva fiesta para su señor. En
fin, que sin tardanza ninguna, él le descubrió todo el aparato del negocio y
en qué manera había pasado.
Cuando él oyó esto, hizo mercedes magníficamente a aquel su criado, y
mandó que me aparejase para hacer aquello en una fiesta pública.
Capítulo V
Cómo fue buscada una mujer que estaba condenada a muerte para que en
unas fiestas tuviese acceso con el asno en el teatro público, y cuenta el
delito que había cometido aquella mujer.
Y porque aquella buena de mi mujer, por ser de linaje y honrada, ni
tampoco otra alguna se pudo hallar para aquello, buscose una de baja
condición por gran precio, la cual estaba condenada por sentencia de la
justicia para echar a las bestias, para que públicamente, delante del pueblo,
en el teatro, se echase conmigo, de la cual yo supe esta historia. Aquella
mujer tenía un marido, el padre del cual, partiéndose a otra tierra, muy
lejos, dejaba preñada a su mujer, madre de aquel mancebo, y mandole que
si pariese hija, que, luego que fuese nacida, la matase. Ella parió una hija, y
por lo que el marido le había mandado, habiendo piedad de la niña, como
las madres la tienen de sus hijos, no quiso cumplir aquello que su marido le
dijo, y diola a criar a un vecino. Después que tornó el marido, díjole como
había muerto a una hija que parió; pero después que ya la moza estaba para
casar, la madre no la podía dotar sin que el marido lo supiese, y lo que
pudo hacer fue que descubrió el secreto a aquel mancebo, hijo suyo, porque
temía quizá por ventura no se enamorase de la moza, y, con el calor de la
juventud, no sabiéndolo, incurriese en mal caso con su hermana, que
tampoco lo sabía. Mas aquel mancebo, que era hombre de noble condición,
puso en obra lo que su madre le mandaba y lo que a su hermana cumplía, y
guardando mucho el secreto por la honra de la casa de su padre, y
mostrando de parte de fuera una humanidad común entre los buenos, quiso
satisfacer a lo que era obligado a su sangre, diciendo que por ser aquella
moza su vecina, desconsolada y apartada de la ayuda y favor de sus padres,
la quería recibir en su casa a su amparo y tutela, porque la quería dotar de
su propia hacienda y casarla con un compañero mucho su amigo y
allegado. Pero estas cosas, así con mucha nobleza y bondad bien
dispuestas, no pudieron huir de la mortal envidia de la fortuna, por
disposición de la cual luego los crueles celos entraron en casa del mancebo,
y luego la mujer de aquel mancebo, que ahora estaba condenada a echar a
las bestias por aquellos males que hizo, comenzó primeramente a sospechar
contra la moza que era su combleza y que se echaba con su marido, y por
ende decía mal de ella, y de aquí se puso en acecharla por todos los lazos
de la muerte. Finalmente, que inventó y pensó una traición y maldad de
esta manera. Esta mujer hurtó a su marido el anillo, y fuese a la aldea
donde tenía sus heredades y envió a un esclavo suyo que le era muy fiel,
aunque él merecía mal por la fe que le tenía, para que dijese a la moza que
aquel mancebo, su marido, la llamaba que viniese luego allí a la aldea
donde él estaba, añadiendo a esto que muy prestamente viniese, sola y sin
ningún compañero; y porque no hubiese causa para tardarse, diole el anillo
que había hurtado a su marido, el cual, como lo mostrase, ella daría fe a sus
palabras. El esclavo hizo lo que su señora le mandaba, y como aquella
doncella oyó el mandado de su hermano, aunque este nombre no lo sabía
otro, viendo la señal que le mostraron, prestamente se partió sin compañía,
como le era mandado. Pero después, caída en el hoyo del engaño, sintió las
acechanzas y lazos que le estaban aparejados. Aquella buena mujer,
desenfrenada, y con los estímulos de la furiosa lujuria, tomó a la hermana
de su marido, y primeramente desnuda la hizo azotar muy cruelmente, y
después, aunque ella hablando lo que era verdad decía que por demás tenía
pena y sospecha que ella era su combleza, y llamando muchas veces el
nombre de su hermano, aquella mujer le lanzó un tizón ardiendo entre las
piernas, diciendo que mentía y fingía aquellas cosas que decía, hasta que
cruelmente la mató. Entonces el marido de ésta y su hermano, sabiendo su
amarga muerte por los mensajes que vinieron, corrieron presto a la aldea
donde estaba, y después de muy llorada y plañida, pusiéronla en la
sepultura. El mancebo, su hermano, no pudiendo tolerar ni sufrir con
paciencia la rabiosa muerte de su hermana, y que sin duda había sido
muerta, conmovido y apasionado de gran dolor que tenía, en medio de su
corazón, encendido de un mortal furor de la amarga cólera, ardía con una
fiebre muy ardiente y encendida, en tal manera, que ya él le parecía tomar
medicinas. Pero la mujer, la cual antes de ahora había perdido con la fe el
nombre de su mujer, habló a un físico, que notoriamente era falsario y mal
hombre, el cual tenía ya hartos triunfos de su mano y era conocido en las
batallas de semejantes victorias, y prometiole cincuenta ducados por que le
vendiese ponzoña que luego matase, y ella comprase la muerte de su
marido, la cual, como vio la ponzoña, fingió que era necesario aquel noble
jarabe que los sabios llaman sagrado para amansar las entrañas y sacar toda
la cólera; pero, en lugar de esta medicina que ella decía, puso otra maldita
para ir a la salud del infierno. El físico, presentes todos los de casa y
algunos amigos y parientes, quería dar al enfermo aquel jarabe, muy bien
destemplado por su mano; pero aquella mujer, audaz y atrevida, por matar
juntamente al físico con su marido, como a hombre que sabía su traición y
no la descubriese, y también por quedarse con el dinero que le había
prometido, detuvo el vaso que el físico tenía y dijo:
-Señor doctor, pues eres el mejor de los físicos, no consiento que des
este jarabe a mi marido sin que primeramente tú bebas de él una buena
parte, porque ¿dónde sé yo ahora si por ventura está en él escondida alguna
ponzoña mortal? Cierto no te ofendas, siendo tan prudente y tan docto
físico, si la buena mujer, deseosa y solícita cerca de la salud de su marido,
procura piedad para su salud necesaria.
Cuando el físico esto oyó, fue súbitamente turbado por la maravillosa
desesperación de aquella hembra cruel, y viéndose privado de todo consejo,
por el poco tiempo que tenía para pensar, antes que con su miedo o
tardanza diese sospecha a los otros de su mala conciencia, gustó una buena
parte de aquella poción. El marido, viendo lo que el físico había hecho,
tomó el vaso en la mano y bebió lo que quedaba. Pasado el negocio de esta
manera, el médico se tornaba a su casa lo más presto que podía, para tomar
alguna saludable poción para apagar y matar la pestilencia de aquel vino
que había tomado; pero la mujer, con porfía y obstinación sacrílega, como
ya lo había comenzado, no consintió que el médico se apartase de ella tanto
como una uña, diciendo que no se partiese de allí hasta que el jarabe que su
marido había tomado fuese digerido y pareciese probado lo que la medicina
obraba. Finalmente, que fatigada de los ruegos e importunaciones del
físico, contra su voluntad y de mala gana lo dejó ir:
entre tanto, las entrañas
y el corazón habían recibido en sí aquella ponzoña furiosa y ciega; así que
él, lisiado de la muerte y lanzado en una graveza de sueño, que ya no se
podía tener, llegó a su casa y apenas pudo contar a su mujer cómo había
pasado; mandole que al menos pidiese los cincuenta ducados que le había
mandado en remuneración de aquellas dos muertes. En esta manera, aquel
físico, muy famoso, ahogado con la violencia de la ponzoña, dio el ánima;
ni tampoco aquel mancebo, marido de esta mujer, detuvo mucho la vida,
porque entre las fingidas lágrimas de ella, murió otra muerte semejante.
Después que el marido fue sepultado, pasados pocos de días, en los cuales
se hacen las exequias a los muertos, la mujer del físico vino a pedir el
precio de la muerte doblada de ambos maridos. Pero aquella mujer mala, en
todo semejante a sí misma, suprimiendo la verdad y mostrando semejanza
de querer cumplir con ella, respondiole muy blandamente, prometiendo que
le pagaría largamente y aun más adelante, y que luego era contenta con tal
condición que quisiese dar un poco de aquel jarabe para acabar el negocio
que había comenzado. La mujer del físico, inducida por los lazos y engaños
de aquella mala hembra, fácilmente consintió en lo que le demandaba, y
por agradar y mostrar ser servidora de aquella mujer, que era muy rica,
muy prestamente fue a su casa y trajo toda la bujeta de la ponzoña, y
diósela a aquella mujer, la cual, hallada causa y materia de grandes
maldades, procedió adelante largamente con sus manos sangrientas. Ella
tenía una hija pequeña de aquel marido que poco ha había muerto, y a esta
niña, como le venían por sucesión los bienes de su padre, como el derecho
manda, queríala muy mal, y codiciando con mucha ansia todo el patrimonio
de su hija, deseábala ver muerta. Así que ella, siendo cierto que las madres,
aunque sean malas, heredan los bienes de los hijos difuntos, deliberó de ser
tan buena madre para su hija cual fue mujer para su marido; de manera que,
como vio tiempo, ordenó un convite, en el cual hirió con aquella ponzoña a
la mujer del físico, juntamente con su misma hija; y como la niña era
pequeña y tenía el espíritu sutil, luego la ponzoña rabiosa se entró en las
delicadas y tiernas venas y entrañas, y murió. La mujer del físico, en tanto
que la tempestad de aquella poción detestable andaba dando vueltas por sus
pulmones, sospechando primero lo que había de ser y luego cómo se
comenzó a hinchar, ya más cierta que lo cierto, corrió presto a la casa del
senador, y con gran clamor comenzó a llamar su ayuda y favor, a las cuales
voces el pueblo todo se levantó con gran tumulto; diciendo ella que quería
descubrir grandes traiciones, hizo que las puertas de la casa y juntamente
las orejas del senador se abriesen, y contadas por orden las maldades de
aquella cruda mujer desde el principio, súbitamente le tomó un
desvanecimiento de cabeza, cayó con la boca medio abierta, que no pudo
más hablar, y dando grandes tenazadas con los dientes, cayó muerta ante
los pies del senador. Cuando él esto vio, como era hombre ejercitado en
tales cosas, maldiciendo la maldad de aquella hechicera, con que tantos
había muerto, no permitió que el negocio se enfriase con perezosa dilación;
y luego traída allí aquella mujer, apartados los de su cámara, con amenazas
y tormentos sacó de ella toda la verdad, y así fue sentenciada que la
echasen a las bestias, como quiera que esta pena era menor de la que ella
merecía; pero diéronsela, porque no se pudo pensar otro tormento que más
digno fuese para su maldad. Tal era la mujer con quien yo había de tener
matrimonio públicamente; por lo cual, estando así suspenso, tenía conmigo
muy gran pena y fatiga, esperando el día de aquella fiesta; y, cierto, muchas
veces pensaba tomar la muerte con mis manos y matarme antes que
ensuciarme juntándome yo con mujer tan maligna, o que hubiese yo de
perder la vergüenza con infamia de tan público espectáculo. Pero privado
yo de manos humanas, y privado de los dedos, con la uña redonda y
maciza, no podía aprestar espada ni cuchillo para hacer lo que quería; en
fin, yo consolaba estas mis extremas fatigas con una muy pequeña
esperanza, y era que el verano comenzaba ya y que pintaba todas las cosas
con hierbezuelas floridas y vestía los prados con flores de muchos colores,
y que luego las rosas, echando de sí olores celestiales, salidas de su
vestidura espinosa, resplandecerían y me tornarían a mi primer Lucio,
como yo antes era.
Capítulo VI
En el cual se cuentan muy largamente las solemnes fiestas que en Corinto
se celebraron, y cómo, estando aparejado el teatro para la fiesta que el
asno había de hacer, huyó sin más parecer.
En esto, he aquí do viene el día que era señalado para aquella fiesta, y
con muy gran pompa y favor, acompañándome todo el pueblo, yo fui
llevado al teatro, y en tanto que comenzaban a hacer para principio de la
fiesta ciertas danzas y representaciones, yo estuve parado ante a puerta del
teatro, paciendo grama y otras hierbas frescas que yo había placer de
comer, y como la puerta del teatro estaba abierta, sin impedimento, muy
muchas veces recreaba los ojos curiosos mirando aquellas graciosas fiestas.
Porque allí había mozos y mozas de muy florida edad, hermosos en sus
personas y resplandecientes en las vestiduras, en el andar, saltadores que
bailaban y representaban una fábula griega, que se llama pírrica, los cuales,
dispuestos sus órdenes, andaban sus graciosas vueltas, unas veces en rueda,
otras juntos en ordenanza torcida, otras veces hechos en cuña, en manera
cuadrada y apartándose unos de otros. Después que aquella trompa con que
tañían hizo señal que acababan ya la danza, fueron quitados los paños de
ras que allí había, y cogidas las velas, aparejose el aparato de la fiesta, el
cual era de esta manera:
Estaba allí un monte de madera, hecho a la forma
de aquel muy nombrado monte, el cual el muy gran poeta Homero celebró
llamándolo Ideo, adornado y hecho de muy excelente arte, lleno de matas y
árboles verdes, y de encima de la altura de aquel monte manaba una fuente
de agua muy hermosa, hecha de mano del carpintero, y allí andaban unas
pocas de cabrillas que comían de aquellas hierbas. Estaba allí un mancebo
muy hermosamente vestido, con un sombrero de oro en la cabeza y una
ropa al hombro, a manera de Paris, pastor troyano. El cual mancebo fingía
ser pastor de aquellas cabras. En esto vino un muchacho muy lindo,
desnudo, salvo que en el hombro izquierdo llevaba una ropa blanca, los
cabellos rubios y de toda parte muy gracioso, y entre los cabellos saltaban
unas plumas de oro, hermanadas unas a otras. El cual, según el instrumento
y verga que llevaba en la mano, manifestaba ser Mercurio. Éste, saltando y
bailando, con una manzana de láminas de oro que llevaba en su mano, llegó
a aquel que parecía Paris y diósela, significándole por señales lo que Júpiter
mandaba que hiciese, y luego, prestamente tornando los pasos hacia atrás,
fuese de delante. Luego vino una doncella honesta en su gesto, semejante a
la diosa Juno, porque traía con una diadema blanca ligada la cabeza, y traía
asimismo un cetro real. Tras de ésta salió otra, que luego pensaras que era
Minerva, la cabeza cubierta con un yelmo resplandeciente, y encima del
yelmo una corona de ramos de oliva, con una lanza y una adarga,
meneándola a una parte y a otra, como cuando ella pelea. Después de éstas
entró otra muy poderosa; con hermosa vista y la gracia de su divina color
manifestaba que debía ser la diosa Venus, la cual ella era cuando fue
doncella, el cuerpo desnudo y sin ninguna vestidura, mostrando su perfecta
hermosura, salvo que con un velo de sutil seda obumbraba su espectáculo,
el cual velo un airecillo curioso enamoradamente meneaba, ahora,
burlándoselo, alzaba en tal manera, que, apartado, descubría la flor de su
edad; ahora, con mayor amor se le allegaba tan apretadamente que señalaba
las líneas hermosas de su cuerpo. El color de esta diosa era tan hermoso,
que el cuerpo era blanco y claro como cuando sale del cielo, y la vestidura
azul, como cuando torna del mar. Estas tres doncellas, que representaban
aquellas tres diosas, traían sus compañas consigo, que muy suntuosamente
las acompañaban; a Juno acompañaba Cástor y Pólux, cubiertas las cabezas
con sus yelmos y cimeras, adornados de estrellas. Pero estos dos Cástores
eran dos muchachos de aquellos que representaban la fábula. Esta doncella,
como quiera que la trompa tañía diversos sones y bailes, salió muy
reposada y sin hacer gesto ninguno, y honestamente, con su gesto sereno,
prometió al pastor que si le diese aquella manzana, que era premio de la
hermosura, le daría el reino y señorío de toda Asia. A la otra doncella, que
en el atavío de sus armas parecía Minerva, acompañaban dos muchachos
pajes que llevaban las armas de esta diosa de las batallas, a los cuales
llamaban al uno Espanto y al otro Miedo. Éstos venían saltando y
esgrimiendo con sus espadas sacadas.
A las espaldas de ellos estaban las trompetas, que tañían como cuando
entran en las batallas, y junto con las trompetas bastardas tocaban clarines,
de manera que incitaban gana de ligeramente saltar. Esta doncella,
volviendo la cabeza, y con los ojos que parecía que amenazaba, saltando y
dando vueltas muy alegremente, demostraba a Paris que si le diese la
victoria de la hermosura, que lo haría muy esforzado y muy famoso con su
favor y ayuda en los triunfos de las batallas.
Después de esto, he aquí do sale Venus con gran favor de todo el
pueblo, que allí estaba, y en medio del teatro, cercada de muchachos
alegres y hermosos, y riéndose dulcemente, estuvo queda con gentil
continencia. Cierto, quienquiera que viera aquellos niños gordos y blancos,
dijera que eran dioses del amor, como Cupido, que a la hora habían salido
del mar o volado del cielo; porque ellos conformaban en las plumas, arcos
y saetas y en todo el otro hábito al dios Cupido, y llevaban hachas
encendidas, como si su señora Venus se casara. Así mismo, otro linaje de
damas la cercaban:
de una parte, las Gracias agradables, y de la otra, las
muy hermosas Horas, que son ninfas que acompañan a Venus, las cuales,
por agradar a su señora, con sus guirnaldas de flores y otras en las manos,
que por allí echaban y derramaban, hacían un coro muy bien ordenado para
dar placer a su señora con aquellas hierbas y flores del verano.
Ya las chirimías tañían dulcemente aquellos cantos y sones músicos y
suaves, los cuales deleitaban suavemente los corazones de los que allí
estaban mirando; pero muy más suavemente se conmovían con la vista de
Venus, la cual, paso a paso, por medio de aquellos niños y de sus plumas y
alas, moviendo poco a poco la cabeza, comenzó a andar y con su gesto y
aire delicado responder al son y canto de los instrumentos. Una vez bajando
los ojos, otra vez parecía que saltaba con los ojos. Ésta como llegó ante la
presencia del juez, echole los brazos encima, prometiéndole que si ella
fuese preferida a las otras diosas, que le daría una mujer tan hermosa y
semejante a sí misma. Entonces aquel mancebo troyano, de muy buena
gana; le dio, en señal de victoria, aquella manzana de oro que tenía en la
mano. ¿De qué os maravilláis, hombres muy viles, y aun bestias letradas y
abogados, y aun más digo, buitres de rapiña, vestidos como jueces, si ahora
todos los jueces venden por dineros sus sentencias, pues que en el
comienzo de todas las cosas del mundo la gracia y hermosura corrompió el
juicio que se trataba entre los dioses y el hombre, y aquel pastor rústico,
juez elegido por consejo del gran Júpiter, vendió la primera sentencia de
aquel antiguo siglo, por ganancia de su lujuria, con destrucción y
perdimiento de todo linaje? Por cierto, de esta manera aconteció otro juicio
hecho y celebrado en aquellos famosos duques y capitanes de los griegos,
cuando Palámides, poderoso en armas y claro en doctrina y sabiduría, fue
condenado de traición con falsas acusaciones, o cuando Ulises pequeño fue
preferido al grande Ayaces, poderoso en la virtud de las batallas. Pues ¿qué
tal fue aquel otro juicio cerca los letrados y discretos de Atenas y los otros
maestros de toda la ciencia? Por ventura, aquel viejo Sócrates, de divina
prudencia, el cual fue preferido a todos los mortales en sabiduría por el dios
Apolo, ¿no fue muerto con el zumo de la hierba mortal, acusado por
engaño y envidia de malos hombres, diciendo que era corrompedor de la
juventud, la cual él constreñía y apretaba con el freno de su doctrina, y
murió dejando a los ciudadanos de Atenas mácula de perpetua ignominia?
Mayormente que los filósofos de este tiempo desean y siguen su doctrina
santísima, y con grandísimo estudio y afición de felicidad juran por su
nombre. Mas por que alguno no reprenda el ímpetu de mi enojo, diciendo
entre sí de esta manera:
«¡Cómo!, ¿es ahora razón que suframos un asno
que nos esté aquí diciendo filosofías?», tornaré otra vez a contar la fábula
donde la dejé.
Después que fue acabado el juicio de Paris, aquellas diosas Juno y
Minerva, tristes y semejantes y enojadas, fuéronse del teatro, manifestando
en sus gestos la indignación y pena de la repulsa que les era hecha. Pero la
diosa Venus, gozosa y muy alegre, saltando y bailando con toda su
compaña, manifestó su alegría. Entonces de encima de aquel monte, por un
caño escondido, salió una fuente de agua desleída con azafrán, y cayendo
de arriba, roció aquellas cabras que andaban allí paciendo con aquella agua
olorosa, en tal manera que, teñidas y pintadas del agua, mudaron la color
blanca que era propia suya en color amarilla. Así que oliendo suavemente
todo el teatro, ya que era acabada la fábula, sumiose aquel monte de
madera en una abertura grande de la tierra que allí estaba hecha. En esto, he
aquí do viene por medio de la plaza corriendo un caballero diciendo que
sacasen de la cárcel pública aquella mujer, porque el pueblo así lo
demandaba, la cual, según arriba dije, por la muchedumbre de sus
maldades había sido condenada a las bestias y destinada para mis honradas
bodas; así mismo, con mucha diligencia se hacía la cama de nuestro
matrimonio:
el lecho era de marfil muy luciente y de colchones de pluma
lleno y con una cobertura de seda adornado y florido.
Yo, además de la vergüenza que tenía de echarme públicamente con una
mujer, y también haber de juntarme con una hembra tan sucia y malvada,
me atormentaba gravemente el miedo de la muerte, diciendo entre mí en
esta manera:
Que estando nosotros juntos, cualquiera bestia que soltasen
para matar a aquella mujer, no había de ser tan prudente en la discreción, ni
tan enseñada por arte, ni templada por abstinencia, que despedazase y
comiese a la mujer que estaba a mi lado y a mí me perdonase, como a quien
no tuviese culpa ni fuese condenado. Así que, estando yo en este
pensamiento, ya no tenía yo tanto cuidado de la vergüenza como de mi
propia salud, y en tanto que mi maestro estaba muy atento en aparejar el
lecho, y la otra gente que por allí andaba, los unos estaban ocupados en
mirar la caza de las bestias, los otros, atónitos en aquel espectáculo y fiesta
deleitosa, en tal manera que daban libre albedrío a mi pensamiento para
pensar lo que había de hacer, y aun también nadie tenía pensamiento ni se
curaba de guardar un asno tan manso, así, que poco a poco comencé a
retraer los pies furtivamente, y cuando llegué a la puerta de la ciudad, que
estaba cerca de allí, eché a correr cuanto pude muy apresuradamente, y
andadas seis millas, en breve espacio llegué a Zencreas, que es una villa
muy noble de los corintios, junta con ella el mar Egeo de una parte y de la
otra el mar Sarónico, adonde, porque hay puerto muy seguro para las naos,
es frecuentada de muchos mercaderes y pueblos. Cuando yo allí llegué,
aparteme de la gente que no me viese, y en la ribera del mar, secretamente
cerca del rocío de las ondas del agua, me eché en un blando montón de
arena, y allí recreé mi cuerpo cansado, porque ya el carro del Sol había
bajado y puesto último término al día, adonde yo, estando descansando de
noche, un dulce sueño me tomó.
Undécimo libro
Argumento
Nuestro Lucio Apuleyo todo es lleno de doctrina y elegancia; pero este
último libro excede a todos los otros, en el cual dice algunas cosas
simplemente, y muchas de historia verdadera, y otras muchas sacadas de
los secretos de la filosofía y de la religión de Egipto. En el principio,
explica con gran elocuencia una oración no de asno, mas de teólogo, que
hizo a la Luna, y luego la respuesta y benévola instrucción de la Luna a
Lucio Apuleyo; la copiosa y muy discreta descripción de la pompa
sacerdotal; la reformación de asno en hombre, comidas las rosas; la entrada
que hizo en la religión de Isis y Osiris; la abstinencia de su castidad. Otra
oración muy devota a la Luna, y, tras de esto, la feliz tornada hacia Roma,
donde, ordenado en las cosas sagradas, de allí fue puesto en el colegio de
los principales sacerdotes. Habla tan copiosamente, que es difícil a la letra
tornarlo en nuestro romance. Haya paciencia quien lo leyere, y no culpe lo
que, por ventura, él no podrá hacer.
Capítulo I
En el cual Lucio cuenta cómo, venido en aquel lugar de Zencreas, después
del primer sueño vio la Luna, y pone una elocuente oración que le hizo,
suplicando le diese manera cómo fuese convertido en hombre.
Cerca, poco más o menos, del primer sueño de la noche, despertado con
un súbito pavor, vi la gran redondez de la Luna relumbrando y con un
resplandor grande, que a la hora salía de las ondas de la mar. Así que,
hallando ocasión de la obscura noche, que es aparejada y llena de silencio,
y también siendo cierto que la Luna es diosa soberana y que resplandece
con gran majestad, y que todas las cosas humanas son regidas por su
providencia, no tan solamente las animalías domésticas y bestias fieras,
más aún las que son sin ánima, se esfuerzan y crecen por la divina voluntad
de su lumbre y deidad, también por consiguiente los mismos cuerpos en la
tierra, en el aire y en la mar ahora se aumentan con los crecimientos de la
Luna, ahora se disminuyen, cuando ella mengua; pensado yo asimismo que
mi fortuna estaría ya harta con tantas tribulaciones y desventuras como me
había dado, y que ahora, aunque tarde, me mostraba alguna esperanza de
salud, deliberé de rogar y suplicar a aquella venerable hermosura de la
diosa presente, y luego, quitada de mí toda pereza, levanteme alegre, y con
gana de limpiarme y purificarme, lanceme en la mar, metiendo la cabeza
siete veces debajo del agua, porque aquel divino Pitágoras manifestó que
aquel número septenario era en gran manera aparejado para la religión y
santidad, y con el placer alegre, saliéndome las lágrimas de los ojos,
suplicábale de esta manera:
«¡Oh reina del cielo! Ahora tú seas aquella santa Ceres, madre primera
de los panes, que te alegraste cuando te halló tu hija, y quitado el manjar
bestial antiguo de las bellotas, mostraste manjar deleitoso, que moras y
estás en las tierras de Atenas; o ahora tú seas aquella Venus celestial, que
en el principio del mundo juntaste la diversidad de los linajes, engendrando
amor entre ellos y, acrecentando el género humano con perpetuo linaje,
eres honrada en el templo sagrado de Paphos, cercado de la mar; o ahora tú
seas hermana del Sol, que con tus medicinas, amansando y recreando el
parto de las mujeres preñadas, criaste tantas gentes, y ahora eres adorada en
el magnífico templo de Efeso; o ahora tú seas aquella temerosa Proserpina
a quien sacrifican con aullidos de noche y que comprimes las fantasmas
con tu forma de tres caras, y refrenándote de los encerramientos de la tierra,
andas por diversas montañas y arboledas y eres sacrificada y adorada por
diversas maneras; tú alumbras todas las ciudades del mundo con ésta tu
claridad mujeril, y criando las simientes alegres con tus húmidos rayos,
dispensas tu lumbre incierta con las vueltas y rodeos del Sol; por cualquier
nombre, o por cualquier rito, o cualquier gesto y cara que sea lícito
llamarte, tú, señora, socorre y ayuda ahora a mis extremas angustias. Tú
levanta mi caída fortuna, tú da paz y reposo a los acaecimientos crueles por
mí pasados y sufridos; basten ya asimismo los peligros, y quita esta cara
maldita y terrible de asno, y tórname a mi Lucio y a la presencia y vista de
los míos; y si, por ventura, algún dios yo he enojado y me aprieta con
crueldad inexorable, consienta al menos que muera, pues que no me
conviene que viva en esta manera.»
Habiendo hecho mis rogativas y compuesto mis lloros, tornó otra vez el
sueño a oprimir mi corazón soñoliento, en aquel mismo lugar donde me
había echado, y no había casi cerrado bien los ojos, he aquí aquella divina
cara alzando su gesto honrado, salió de medio de la mar, y en saliendo,
poco a poco su luciente figura, ya que toda estaba fuera del agua, pareció
que se puso delante mí:
de la cual su maravillosa imagen yo me esforzaré
de contar, si el defecto de la habla humana me diere para ello facultad o si
su divinidad me administrare abundantemente copia de facundia para
poderlo decir. Primeramente ella tenía los cabellos muy largos, derramados
por el divino cuello y que le cubrían las espaldas; tenía en su cabeza una
corona adornada de diversas flores, en medio de la cual estaba una
redondez llana a manera de espejo, que resplandecía la lumbre de él para
demostración de la Luna de la una parte, y de la otra había muchos surcos
de arados torcidos como culebras y con muchas espigas de trigo por allí
nacidas; traía una vestidura de lino, tejida de muy muchos colores:
ahora
era blanca y muy luciente, ahora amarilla como flor de azafrán, ahora
inflamada con un color rosado, que, aunque estaba yo lejos, me quitaba la
vista de los ojos; traía encima otra ropa negra, que resplandecía la
obscuridad de ella, la cual traía cubierta y echada por debajo del brazo
diestro, al hombro izquierdo, como un escudo pendiendo con muchos
pliegues y dobleces.
Era esta ropa bordada alrededor con sus trenzas de oro, y sembrada toda
de unas estrellas muy resplandecientes, en medio de las cuales la Luna de
quince días lanzaba de sí rayos inflamados; y como quiera que esta ropa la
cercaba pendiendo de toda parte y tenía la corona ligada con ella, adornada
de muchas flores, manzanas y otras frutas, pero en la mano tenía otra cosa
muy diversa de lo que habemos dicho; porque ella tenía en la mano derecha
un pandero con sonajas de alambre, atravesadas por medio con sus
vírgulas, y con un palillo dábale muchos golpes, que lo hacía sonar muy
sabrosamente; en la mano izquierda traía un jarro de oro, y del asa del
jarro, que era muy linda, salía una serpiente, que se llamaba Aspis, alzando
la cabeza y con el cuello muy alto; en los pies divinos traía unos alpargates,
hechos de hojas de palma. Tal y tan grande me apareció aquella diosa,
echando de sí un olor divino, como los olores que se crían en Arabia, y
tuvo por bien de hablarme en esta manera:
-Heme aquí do vengo conmovida por tus ruegos, ¡oh Lucio!; sepas que
yo soy madre y natura de todas las cosas, señora de todos los elementos,
principio y generación de los siglos, la mayor de los dioses y reina de todos
los difuntos, primera y única gola de todos los dioses y diosas del cielo, que
dispenso con mi poder y mando las alturas resplandecientes del cielo, y las
aguas saludables de la mar, y los secretos lloros del infierno. A mí sola y
una diosa honra y sacrifica todo el mundo, en muchas maneras de nombres.
De aquí, los troyanos, que fueron los primeros que nacieron en el mundo,
me llaman Pesinuntica, madre de los dioses. De aquí asimismo los
atenienses, naturales y allí nacidos, me llaman Minerva cecrópea, y
también los de Chipre, que moran cerca de la mar, me nombran Venus
Pafia. Los arqueros y sagitarios de Creta, Diana. Los sicilianos de tres
lenguas me llaman Proserpina. Los eleusinos, la diosa Ceres antigua. Otros
me llaman Juno, otros Bellona, otros Hecates, otros Ranusia. Los etíopes,
ilustrados de los hirvientes rayos del sol, cuando nace, y los arrios y
egipcios, poderosos y sabios, donde nació toda la doctrina, cuando me
honran y sacrifican con mis propios ritos y ceremonias, me llaman mi
verdadero nombre, que es la reina Isis. Habiendo merced de tu desastrado
caso y desdicha, vengo en persona a favorecerte y ayudarte; por eso deja ya
estos lloros y lamentaciones; aparta de ti toda tristeza y fatiga, que ya por
mi providencia es llegado el día saludable para ti. Así que, con mucha
solicitud y diligencia, entiende y cumple lo que te mandare. El día de
mañana, que nacerá de esta noche, nombro la religión de los hombres y lo
festivo y dedico para siempre en mi nombre, porque apaciguadas las
tempestades del invierno y amansadas las ondas y tormenta de la mar,
estando ya manso para navegar, los sacerdotes de un templo me
sacrificaban una barca nueva, en señal y primicia de su navegación. Esta mi
fiesta y sacrificio no la debes de esperar con pensamiento profano y
solícito, porque por mi aviso y mandado el sacerdote que fuere en esta
procesión y pompa llevará en la mano derecha, colgando del instrumento,
una guirnalda de rosas; así que tú, sin empacho ni tardanza, alegre,
apartando la gente, llégate a la procesión confiando en mi voluntad, y
blandamente, como que quieres llegar a besar la mano al sacerdote,
morderás en aquellas rosas, las cuales, comidas luego, yo te desnudaré del
cuero de esta pésima y detestable bestia, en que ha tantos días que andas
metido; y no temas cosa alguna de lo que te digo, diciendo que es cosa
ardua y difícil, porque en este mismo monte que estoy aquí y me ves
presente, apercibo asimismo y mando en sueños al sacerdote lo que ha de
hacer en prosecución de lo que te digo, y por mi mandado el pueblo,
aunque esté muy apretado, se apartará y te dará lugar; y ninguno, aunque
esté entre las alegres ceremonias y fiestas, se espantará en ver esta cara
diforme que traes, ni tampoco acusará maliciosamente ni interpretará en
mala parte que tu figura súbitamente sea tornada en hombre. De una cosa te
acordarás y tendrás siempre escondida en lo íntimo de tu corazón:
que todo
el tiempo de tu vida que de aquí adelante vivieres, hasta el último término
de ella, todo aquello que vives, lo debes, con mucha razón, a aquella por
cuyo beneficio tornas a estar entre los hombres. Tú vivirás bienaventurado
y vivirás glorioso, sin amparo y tutela, y cuando vivieres, acabado el
espacio de tu vida, y entrares en el infierno, allí en aquel soterraño medio
redondo, me verás que alumbro a las tinieblas del río Aqueronte y que
reino en los palacios secretos del infierno; y tú, que estarás y morirás en los
Campos Elíseos, muchas veces me adorarás como a tu abogada propia.
Además de esto, sepas que si con servicios continuos, actos religiosos y
perpetua castidad, merecieres mi gracia, yo te podré alargar, y a mí
solamente conviene prolongarte la vida, allende el tiempo constituido a tu
hado.
En esta manera acabada la habla de esta venerable visión, desapareció
delante de mis ojos, tornándose en sí misma.
Capítulo II
En el cual se describe, con muy grande elocuencia, una solemne procesión
que los sacerdotes hicieron a la Luna, en la cual procesión el asno apañó
las rosas de las manos del gran sacerdote, y comidas, se volvió hombre.
No tardó mucho que yo, despierto de aquel sueño, me levanté con un
pavor y gozo, y asimismo mezclado de un gran sudor, maravillándome
mucho de tan clara presencia de esta diosa poderosa, y rociándome con el
agua de la mar, estando muy atento a sus grandes mandamientos, recolegía
entre mí la orden de su monición. En esto no tardó mucho que el Sol
dorado salió, apartando las tinieblas de la noche obscura, y llegándome a la
ciudad, yo vi que la gente y pueblo de ella henchían todas las plazas en
hábito religioso y triunfante, con tanta alegría, que además del placer que
yo tenía, me parecía que todas las cosas se alargaban en tal manera, que
hasta los bueyes y brutos animales y todas las cosas y aun el mismo día,
sentía yo que con alegres gestos se gozaban, porque el día sereno y
apacible había seguido a la pluvia que otro día antes había hecho. En tal
manera, que los pajaritos y avecillas, alegrándose del vapor del verano,
sonaban cantos muy dulces y suaves, halagando blandamente a la madre de
las estrellas, principio de los tiempos, señora de todo el mundo. ¿Qué
puedo decir sino que los árboles, así los que dan fruto como los que se
contentan con solamente su sombra, meneando y alzando las ramas, con el
viento austro, se reían y alegraban con el nuevo nacimiento de sus hojas y
con el manso movimiento de sus ramos chiflaban y hacían un dulce
estrépito? El mar, amansado de la tormenta y tempestad, y depuesto el
rumor e hinchazón de las ondas, estaba templado y con muy grandísimo
reposo. El cielo, habiendo lanzado de sí las obscuras nubes, relumbraba con
la severidad y resplandor de su propia lumbre. He aquí dónde vienen
delante de la procesión, poco a poco, muchas maneras de juegos muy
hermosamente adornados, así en las voces como en los otros actos y gestos.
Uno venía en hábito de caballero, ceñido con su banda; otro vestida su
vestidura y zapatos de caza, con un venablo en la mano, representando un
cazador; otro vestido con una ropa de seda y chapines dorados y otros
ornamentos de mujer, con una cabellera en la cabeza, andando
pomposamente, mintiendo con su gesto persona de mujer; otro iba armado
con quijote y capacete y barbera y con su broquel en la mano, que parecía
salía del juego de la esgrima; no faltaba otro que le seguía, vestido de
púrpura y con insignias de senador, y tras éste, otro, con su bordón,
esclavina y alpargates y con sus barbas de cabrón, representaba y fingía de
persona de filósofo; otro iba con diversas cañas, la una para cazar aves con
visco, y otra para pescar con anzuelo. Además de esto vi asimismo que
llevaban una osa mansa, sentada en una silla y vestida en hábitos de mujer
casada y honrada; otro llevaba una mona con un sombrerete velloso en la
cabeza, vestida con un sayo amarillo, con una capa de oro, que parecía a
Ganimedes, aquel pastor troyano que Júpiter arrebató para su servicio; tras
esto vi que iba allí un asno con alas, que representaba aquel caballo
Bellerofonte, y cerca de él andaba un viejo, que podía decir, quien lo viese,
que era Pegaso, como quiera que podía reírse y burlar de entrambos a dos.
Entre estas cosas de juego que popularmente allí se hacían, ya se
aparejaba y venía la fiesta y pompa de mi propia diosa que me había de
salvar y escapar de tanta tribulación; y delante de ella venían muchas
mujeres resplandecientes, con vestiduras blancas y alegres, con diversas
guirnaldas de flores que traían, las cuales henchían de flores que sacaban de
sus senos las calles y plazas por donde venía la fiesta y procesión.
Otras llevaban en las espaldas unos espejos resplandecientes, por
mostrar a la diosa que venía tras ellas el servicio y fiesta que le hacían.
Otras había que traían muy hermosos peines de marfil en las manos,
haciendo actos y gestos con los brazos, volviendo los dedos a una parte y a
otra, fingiendo que peinaban y adornaban los cabellos de la reina Isis.
Otras había que rociaban las plazas con muchos ungüentos olorosos,
derramando bálsamo con una almarraja. Además de esto, iba muy gran
muchedumbre de hombres y mujeres con sus candelas y hachas y cirios y
con otro género de lumbre artificial, favoreciendo y honrando las estrellas
celestiales. Después iban muy muchos instrumentos de muy suave música,
así como sinfonías muy suaves y flautas y chirimías que cantaban muy
dulce y suavemente, a las cuales seguía una danza de muy hermosas
doncellas con sus alcandoras blancas, cantando un canto muy gracioso, el
cual con favor de las musas, ordenó aquel sabio poeta, en el cual se
contenía el argumento y ordenanza de toda la fiesta. Otros también había
que iban cantando canciones de mayores votos, y otros con trompetas,
dedicadas al gran dios de Egipto Serapis, los cuales, con las trompetas
retorcidas, puestas a la oreja derecha, cantaban aquellos versos familiares
del templo y de la diosa; otros muchos había que iban haciendo lugar por
donde pasase la fiesta.
En esto vino una gran muchedumbre de hombres y mujeres de toda
suerte y edad, relumbrando con vestiduras de lino puro y muy blanco, y
mezcláronse con los sacerdotes que allí iban. Las unas llevaban los cabellos
untados con olores y ligados en limpios y blandos trenzados; los hombres
llevaban las cabezas raídas, reluciéndoles las coronas, como estrellas
terrenales de gran religión, tañendo y haciendo dulce sonido con panderos
y sonajas de alambre y de plata, y aun también de oro; y aquellos
principales sacerdotes, que iban vestidos de aquellas vestiduras blancas
hasta los pies, llevaban las alhajas e insignias de sus poderosos dioses.
El primero de los cuales llevaba una lámpara resplandeciente, no
semejante a nuestra lumbre con que nos alumbramos en las cenas de la
noche; pero era un jarro de oro, que tenía la boca ancha, por donde echaba
la llama de la lumbre largamente. El segundo iba vestido semejante a éste;
pero llevaba en ambas manos un altar, que quiere decir auxilio, al cual la
providencia do la soberana diosa, que es ayudadora, le dio este propio
nombre. Iba el tercero y llevaba en la mano una palma con hoja de oro muy
sutilmente labrada, y en la otra un caduceo, que es instrumento de
Mercurio. El cuarto mostraba un indicio y señal de equidad; conviene a
saber:
que llevaba la mano izquierda extendida, la cual, por ser de su natura
perezosa y que no es astuta ni maliciosa, parece que es más aparejada y
conveniente a la igualdad y razón, que no la mano derecha. Este mismo
llevaba en la otra mano un vaso de oro redondo y hecho a manera de pecho,
del cual salía leche. El quinto llevaba una criba de oro llena de ramos
dorados. Otro también llevaba un cántaro grande. No tardaron tras de esto
de salir los dioses que tuvieron por bien de andar sobre pies humanos. Y
aquí venía una cosa espantable, que era Mercurio, mensajero del cielo y del
abismo, con la cara ahora negra, ahora de oro, alzando la cerviz y cabeza de
perro, el cual traía en la mano izquierda un caduceo y en la derecha sacudía
una palma. Tras de él seguía una vaca levantada en su estado, la cual es
figura de la diosa, madre de todas las cosas. Porque como la vaca es
provechosa y útil, así lo es esta diosa, la cual imagen o figura llevaba en
cuna de sus hombros uno de aquellos sacerdotes con pasos muy pomposos.
Otro había que llevaba un cofre donde iban todas las cosas secretas de
aquella magnífica religión. Otro asimismo llevaba en su regazo la muy
venerable figura de su diosa soberana, la cual no era de bestia, ni de ave ni
de otra fiera, ni tampoco era semejante a figura de hombre; mas por una
astuta invención y novedad, para argumento inefable de la reverencia y
gran silencio de su secreta religión, era una cosa de oro resplandeciente
figurado de esta manera: Un vaso pulidamente obrado, por abajo redondo y
de partes de fuera bien esculpido, con figuras y simulacros de los egipcios;
la boca no muy alta, pero tenía un pico luengo, como canal por donde
echaba el agua, y de la otra parte un asa muy larga y apartada del vaso,
encima del cual estaba torcida una muy poderosa serpiente Aspis, con la
cerviz escamosa y el cuello alto y muy soberbio; y luego he aquí dónde
llegan mis hados y beneficios, que por la presente diosa fueron prometidos,
y el sacerdote, que traía esta misma salud mía, allegó a cumplir el mandado
de la divina promisión, el cual traía en su mano derecha un pandero con
sonajas, y colgada de ella una corona de rosas, la cual, por cierto, a mí se
podía muy bien dar, porque habiendo pasado tantos y tan grandes trabajos y
escapado de tan grandes peligros por la providencia de la gran diosa, yo
hubiese vencido y sobrepujado a la crudelísima fortuna, que siempre lucha
contra mí.
A todo esto yo no me moví súbitamente, arremetiendo recio y con
ferocidad, temiendo que, por ventura, con el ímpetu repentino de una bestia
de cuatro pies, no se turbase el orden y sosiego de la religión; mas poco a
poco, tardándome, con la cara alegre y el paso como hombre de seso,
bajando el cuerpo, dándome lugar el pueblo, por la gracia de la diosa,
llegueme muy pasito. Entonces el sacerdote, siendo ya amonestado y
avisado por el sueño y visión de la noche pasada, según que del mismo
negocio yo pude conocer, maravillándose asimismo cómo todo aquello
concordaba con lo que le había sido revelado, luego estuvo quedo, y de su
propia gana tendió su mano a mi boca y me dio la corona de rosas.
Entonces yo, temblando y dándome el corazón muchos saltos en el cuerpo,
llegué a la corona, la cual resplandecía tejida de rosas delicadas y muy
frescas, y tomándolas con mucha gana y deseo, deseosamente la tragué. No
me engañó el prometimiento celestial, porque luego, a la hora, se me cayó
aquel diforme y fiero gesto de asno. Primeramente los pelos duros se me
quitaron, y después el cuero grueso se adelgazó; el vientre, hinchado y
redondo, se asentó; las plantas de los pies, que estaban hechas uñas, se
tornaron dedos; las manos ya no eran como antes, y se levantaron derechas
para muy bien hacer su oficio; la cerviz alta y grande se achicó; la boca y la
cabeza se redondeó; las orejas, grandes y enormes, se tornaron a su primera
forma, y también los dientes, como de piedra, tornaron a ser menudos,
como de hombre; la cola, que principalmente me apenaba, desapareció.
Aquellas gentes y el pueblo que allí estaba se maravillaron todos; los
sacerdotes adoraron y honraron tan evidente potencia de la gran diosa, y la
magnificencia semejante a la revelación de la noche pasada, y la facilidad
de esta mi reformación, y alzando las manos al cielo todos a una voz
testificaban y decían este tan ilustre beneficio de su diosa. Yo, espantado y
como pasmado, estaba quedo y callando, revolviendo en mi corazón tan
repentino y tan gran gozo, que no cabía en mí, pensando qué era lo primero
que principalmente había de comenzar a hablar, de dónde había de tomar
exordio y comienzo de la nueva voz; con qué palabras podría ahora la
lengua, otra vez nacida, comenzar con mejor dicha; con cuáles y cuántas
palabras yo podría hacer gracia a tan gran diosa; pero el sacerdote, que por
la divina revelación estaba informado de todos mis trabajos y penas desde
el principio, como quiera que él también estaba espantado, hizo señal y
mandó que primeramente me diesen una vestidura de lino con que me
cubriese, porque yo, luego que vi que el asno me había despojado de
aquella cobertura bruta y nefanda, apretadas las piernas estrechamente y
puestas las manos encima, según que convenía a hombre desnudo, tapaba
mis vergüenzas con natural cobertura. Entonces, uno de la compañía de
aquella religión prestamente desnudose la ropa que traía él encima de todo
y cubriome, lo cual así hecho, el sacerdote, con cara alegre y cierto asaz
humanamente, estando atónito de verme en la forma que me veía, hablome
de esta manera:
«¡Oh Lucio!, habiendo tú padecido muchos y diversos trabajos con
grandes tempestades de la fortuna, y siendo maltratado de mayores
turbaciones, finalmente viniste al puerto de salud y ara de misericordia, y
no te aprovechó tu linaje y la dignidad de tu persona, ni aun tampoco la
ciencia que tienes; más antes, con la incontinencia de tu mocedad, puesto
en vicios de hombres siervos y de poco ser, reportaste el premio y galardón
siniestro de tu agudeza y curiosidad sin provecho; mas como quiera que
sea, la ciega fortuna, pensando de atormentarte con estos pésimos trabajos
y peligros, te trajo con su malicia, no por ella vista, a esta religión
bienaventurada. Pues vaya ahora y bravee con su furia cuanto quisiere, y
busque para su crueldad otra materia donde se ejercite, porque en aquellos
cuyas vidas y servicios la majestad de nuestra diosa tomó so su amparo y
protección, no ha lugar ningún caso contrario. ¿Qué le aprovechó a la
malvada de la fortuna los ladrones? ¿Qué le aprovecharon las fieras o el
servicio en que te puso, o las idas y venidas de los caminos ásperos que
anduviste, o el miedo de la muerte en que cada día te ponía?»
Y ahora eres recibido en tutela y guarda de la fortuna, pero de la que ve,
la cual, con el resplandor de su luz, alumbra a todos los otros dioses, y que
se conforme con este tu hábito cándido y blanco; acompaña la pompa y
procesión de esta diosa que te salvó con pasos alegres, porque lo vean los
herejes y vean y reconozcan su error; he aquí, Lucio, librado de las
primeras tribulaciones, se goza con la providencia de la gran diosa y triunfa
con vencimiento de su fortuna; y por que seas más seguro y mejor
guardado, da tu nombre a esta santa milicia y religión, a la cual en otro
tiempo no fueras rogado ni llamado como ahora; así, que oblígate ahora al
servicio de nuestra religión, y por tu voluntad toma el yugo de este
ministerio, porque cuando comenzares a servir a esta diosa, entonces tú
sentirás mucho más el fruto de tu libertad.»
De esta manera habiendo hablado aquel egregio sacerdote, estando ya
cansado de hablar, calló, y después yo, mezclándome con aquella compañía
de religiosos, iba en la procesión acompañando aquella solemnidad,
señalándome y notándome con los dedos y gestos todos los de la ciudad, y
todos hablaban de mí diciendo:
«La dignidad de nuestra gran diosa reformó y trasladó hoy a éste de
bestia en hombre; por cierto él es bienaventurado y hubo buena dicha, que,
por la inocencia y fe de la vida pasada, mereció tan gran favor y ayuda del
cielo, que cuasi tornado a nacer hoy de nuevo luego fue dedicado y puesto
en el servicio de las cosas sagradas.»
Dicho esto, viniendo un poco adelante con la procesión, llegamos a la
ribera de la mar, en aquel mismo lugar donde otro día antes mi amo había
tenido su establo; y allí puesta la diosa y las otras cosas sagradas en tierra
honradamente, el principal de los sacerdotes ofreció a la diosa una nave
muy pulidamente obrada, y pintada con pinturas maravillosas como las que
se pintan en Egipto, y hechos sus sacrificios y solemnísimas preces con una
tea ardiendo y un huevo y piedra azufre, rezando con su casta boca después
de haberla limpiado y purificado, la dedicó y nombró a ésta su gran diosa;
la nave tenía una vela muy blanca de lino delgado, en la cual estaban
escritas letras que declaraban el voto de los que la ofrecían por que la diosa
les diese próspero viaje; tenía asimismo la nave su mástil, que era un pino
redondo, alto y muy hermoso, con su entena y su gavia, y la popa de la
nave era cubierta de láminas de oro, con las cuales resplandecía, y todo el
cuerpo de la nave era de cedro limpio y muy pulido. Entonces todo el
pueblo, así los religiosos como los seglares, con sus harneros y espuertas en
las manos, llenos de olores y de otras cosas semejantes, para suplicar a su
diosa, la lanzaban dentro en la nao, y asimismo desmenuzadas estas cosas
con leche, las lanzaban sobre las ondas del mar, por ceremonia de sus
sacrificios, hasta tanto que la nao, llena de estos dones y otras largas
promesas y devociones, sueltas las cuerdas de las áncoras, fue echada en la
mar con su sereno y próspero viento, la cual, después que con su ida se nos
perdió de vista, los que traían las cosas sagradas, tomando cada uno lo que
traía a cargo, alegres y con mucho placer, en procesión, como habían ido,
se tornaron a su templo. Después que hubimos llegado al templo, el
principal de los sacerdotes y los otros que traían aquellas divinas reliquias y
los que eran novicios en aquella religión, entráronse dentro en el sagrario,
adonde pusieron sus imágenes y reliquias que traían. Entonces uno de
aquéllos, al cual los otros llamaban escribano, estando a la puerta, llamó
allí todo el colegio de aquellos sacerdotes, y de encima de un púlpito
comenzó a pronunciar en palabras y lenguaje griego, diciendo:
«Paz sea al príncipe y gran senado, caballeros, y a todo el pueblo
romano, y buen viaje a los marineros y a las naves que van por la mar, y
salud a todos los que son regidos y gobernados debajo de nuestro imperio.»
En fin de lo cual, dio licencia a todo el pueblo, diciendo que se fuesen
con Dios, a lo cual respondió todo el pueblo con gran clamor y alegría, por
donde pareció que a todos había de venir buena ventura como el escribano
decía. Después de esto, todos los que allí estaban con gran gozo y con sus
guirnaldas de rosas y flores, besados los pies de la diosa, que estaba hecha
de plata y puesta en las gradas del templo, fuéronse para sus casas. Pero a
mí no me dejaba mi corazón apartarme de allí cuanto una uña. Mas atento
con la hermosura de la diosa, me recordaba de la fortuna y acaecimiento
que me había acontecido.
Capítulo III
Cómo Lucio cuenta el ardiente deseo que tuvo de entrar en la religión de
la diosa y cómo fue primero industriado para recibirla.
En esto la fama, que vuela con sus alas muy ligeramente, no cesó ni fue
perezosa, y antes voló muy presto en mi tierra, recontando el honorable
beneficio de la providencia de la diosa y la memorable fortuna que por mí
había pasado; en tal manera que mis familiares y criados, asimismo mis
parientes, quitado el luto que a mi causa habían tomado por la falsa
relación y mensajería que de mi muerte tenían, súbitamente se alegraron, y
luego corriendo vinieron a mí cada uno con su presente, para ver mi cara y
presencia cómo era tornado cuasi del infierno a esta vida. Yo así mismo,
holgándome con ver mi gesto y persona, de lo cual ya estaba desesperado,
recibí sus dones y presentes, dándole muchas mercedes y gracias por ello,
lo cual yo tenía razón de hacer, porque estos mis familiares y amigos
habían tenido cuidado de traerme cumplidamente lo que había menester, así
para mi vestir y ataviar como para el otro gasto; así que después que les
hube hablado en general y a cada uno en particularmente, diciéndoles todas
mis primeras fatigas y penas y el gozo presente en que estaba, torneme otra
vez a la muy agradable vista y presencia de la diosa, y alquilada una casa
dentro del cerco del templo, constituí allí mi morada temporal, sirviendo
por entonces en las cosas de dentro de casa que me mandaban, estando de
continuo en la compañía de aquellos sacerdotes, no apartándome del
servicio de la diosa en tal manera, que ninguna noche pasé ni hube reposo
alguno sin que viese y contemplase en esta diosa, cuyos sagrados
mandamientos y servicios, como quiera que mucho antes a él yo me
hubiese obligado, me parecía que ahora lo comenzaba a hacer y a servirla,
aunque en esto yo tenía gran deseo y voluntad. Pero excusábame y
deteníame con un religioso temor y vergüenza mayormente que con mucha
diligencia preguntaba la dificultad que había en el servicio de aquella
religión, y sabía yo que había gran abstinencia y castidad. Además de esto,
miraba con mucha cautela que la vida de aquella religión era disminuida y
estaba debajo de muchos casos y ocasiones, lo cual, todo pensado entre mí
muchas veces, no sé cómo dilataba lo que mucho deseaba. Estando en este
pensamiento una noche, soñaba que el sumo sacerdote me daba y ofrecía la
falda llena, y preguntándole yo qué cosa era aquélla, me respondía que traía
allí ciertas cosas que me enviaban de Tesalia, y que asimismo había venido
de allá un siervo mío que se llamaba Cándido. Despertando con este sueño,
revolvía muchas veces mi pensamiento diciendo qué cosa podía ser
aquesta, mayormente que no me recordaba en tiempo alguno haber tenido
siervo que por tal nombre se llamase. Pero porque la adivinanza y presagio
de sueño se enderezase a bien, yo creía se me figuraba que el ofrecimiento
de aquellas cosas que me daban en todas maneras significaban alguna cierta
ganancia. En esta manera, estando en congoja, atónito con la prosperidad
de la ganancia, esperaba la hora de maitines para que las puertas del templo
fuesen abiertas, las cuales, desde que se abrieron, comenzaron a adorar, a
suplicar a la imagen venerable de la diosa, y el sumo sacerdote, andando
por esos altares y aras, procuraba de hacer su sacrificio y divinos oficios, y
después tomó un vaso de agua de la fuente secreta, e hizo la salva como se
acostumbra en las solemnidades y suplicaciones divinas, lo cual, todo muy
bien acabado, los otros religiosos comenzaron a cantar la hora de prima,
adorando y saludando a la luz del día, que entonces comenzaba. En esto he
aquí do vienen de su tierra mis criados y servidores, que allá había dejado
cuando Fotis, criada de Milón, me encabestró por su necio error; así que
conocidos mis criados y mi caballo cándido y blanco que ellos me traían, el
cual era perdido y lo habían cobrado por conocimiento de una señal que
traía en las espaldas, por lo cual yo me maravillaba de la solercia de mi
sueño, mayormente que de más de concordar con la ganancia prometida,
me habría dado, en lugar de siervo Cándido, mi caballo, que era de color
cándido y blanco, lo cual todo así hecho con mucha solicitud y diligencia,
yo frecuentaba el servicio del templo, con esperanza cierta que por los
servicios presentes habría futura remuneración; no menos con todo esto,
cada día me recrecía el deseo y codicia de recibir aquel hábito y religión,
por lo cual muchas veces rogué y supliqué ahincadamente al principal de
los sacerdotes que tuviese por bien de ordenarme para que yo pudiese
intervenir en los secretos sacrificios; pero él era persona grave y muy
afamado en la observancia y guarda de su religión; con mucha clemencia y
humanidad, como suelen los padres templar los deseos apresurados de sus
hijos, halagaba y aplacaba la fatiga de mi deseo, dilatando mi importunidad
con promesa de mejor esperanza:
diciendo que el día que cualquiera se
hubiese de ordenar, había de ser mostrado y señalado por la voluntad de la
diosa, y también por su providencia había de ser elegido el sacerdote que
había de administrar en sus sacrificios, y, por semejante, ella había de
declarar el gasto necesario para aquellas ceremonias, las cuales cosas
nosotros somos obligados a guardar con mucha paciencia, y también
guardarnos de ser apresurados y de ser remisos, apartándonos de no caer en
culpa de lo uno ni de lo otro; conviene a saber:
que si yo soy llamado a la
religión, no tengo de tardarme, y si no me llaman, que no dé prisa a que me
reciban; ni hay ninguno del número de estos sacerdotes que tengan tan
perdido el seso, ni se pondría tan a peligro de muerte, que sin ser llamado
por la diosa osase emprender tan sacrílego ministerio, de donde pudiese
contraer culpa mortal, porque en mano de esta diosa están las llaves de la
muerte y la guarda de la vida, y la entrada de esta religión se ha de celebrar
a manera de una muerte voluntaria y rogada salud; mayormente que esta
diosa acostumbra a elegir para su servicio y religión los hombres que ya
están en el último término de su vivir, a los cuales seguramente se puede
cometer el silencio y autoridad de su orden, porque con su providencia hace
tornar luego a vivir los que, en alguna manera renacidos a esta religión,
entran en ella; por las cuales razones me convenía obedecer el
mandamiento celestial, y como quiera que clara y abiertamente la diosa,
por su gracia y bondad, me hubiese señalado y elegido para el ministerio de
su religión; pero que ni más ni menos que los otros sus servidores me había
de abstener, guardar y apartar de todos los manjares y actos profanos y
seglares, por donde más derechamente pudiese llegar a los secretos
purísimos de esta sagrada religión.
Después que el sacerdote hubo dicho esto, no creáis que por ello yo me
enojase ni se interrumpió mi servicio; antes muy atento, con gran paciencia
y sufrimiento, continuamente hacía el oficio conveniente a las cosas
sagradas del templo, y no recibí en ello engaño ni la liberalidad de la diosa
consintió que yo padeciese pena de luenga tardanza. Mas una noche
obscura, claramente en sueños me reveló diciendo que ya era llegado el día
que yo mucho deseaba, en el cual alcanzaría y habría efecto mi voto y
deseo, diciendo asimismo cuánto era lo que se habría de gastar en el
aparato de los oficios y ceremonias, y cómo aquel su principal sacerdote,
que Mitra se llamaba, me había de ayuntar a la compañía sagrada de las
estrellas, señalándome ministro de la santa religión. Yo, cuando oí estas
razones y otras semejantes palabras de aquella gran diosa, recreado en mi
corazón, cuasi aun no era bien de día, cuando muy presto me fui a la celda
del sacerdote. Y yo que llegaba a la puerta, si os place el que salía, dile los
buenos días, y con mayor instancia y ahínco que salía, pensaba decirle que
tuviese ya por bien de recibirme al servicio y deuda que debía su religión;
el sacerdote, luego que me vio, antes que nada le dijese, comenzó en esta
manera:
«¡Oh, Lucio! Tú eres dichoso y bienaventurado, pues que por su propia
voluntad nuestra diosa santa te ha juzgado y escogido por hombre digno
para su servicio; así que, pues esto así es, ¿por qué te tardas y no despachas
presto? Éste es aquel día que tú mucho deseabas, en el cual por estas mis
manos tú seas ordenado para los purísimos secretos de esta diosa y de su
santa religión.»
Diciendo esto aquel viejo honrado, tomome con su mano derecha y
llevome muy presto a las puertas del magnífico templo, las cuales abiertas
con aquella solemnidad y rito que conviene, acabado el sacrificio de la
mañana, sacó de un lugar secreto del templo ciertos libros escritos de letras
y figuras no conocidas; en parte eran figuras de animales que declaraban lo
que allí se contenía, y en parte figuras de sarmientos torcidos y atados por
las puertas, por que la lección de estas letras fuese escondida de la
curiosidad de los legos; de allí me dijo y me enseñó las cosas que eran
necesarias aparejar para mi profesión, las cuales luego yo, con alguna
liberalidad por una parte y mis compañeros por otra, procuramos de
comprar y buscar. Así que, venido el tiempo según que el sacerdote decía,
llevome, acompañado de muchos religiosos, a unos baños que allí cerca
estaban, y primeramente me hizo lavar como es costumbre, y después,
rezando y suplicando a los dioses, rociándome todo de una parte y de otra,
limpiome muy bien y tornome al templo cuasi pasadas dos partes del día, y
púsome ante los pies de su diosa diciéndome secretamente ciertos
mandamientos que es mejor callar que decir; pero en presencia de todos me
dijo estas cosas:
conviene a saber:
Que en aquellos diez días continuos me
abstuviese de comer, ayunando, y que no comiese carne de ningún animal
ni bebiese vino. Las cuales cosas por mí guardadas derechamente con
venerable abstinencia, ya que era llegado el día señalado y prometido para
mi recepción, cuasi a la tarde, cuando el Sol baja, he aquí dónde vienen
muchos con paños vestidos al modo antiguo de vestiduras sagradas, y cada
uno de ellos diversamente me daba su don. Entonces, apartados de allí
todos los legos y vestido yo de una túnica de lino blanca, el sacerdote me
tomó por la mano y me llevó a lo íntimo y secreto del sagrario. Por ventura
tú, lector estudioso, podrás aquí con ansia preguntar qué es lo que después
fue dicho o hecho que me aconteció; lo cual yo diría si fuese conveniente
decirlo, y si no conociese que a ninguno conviene saberlo ni oírlo, porque
en igual culpa incurrían las orejas y la lengua de aquella temeraria osadía.
Pero con todo esto no quiero dar pena a tu deseo, por ventura religioso,
teniéndote gran rato suspenso. Mas créelo que es verdad; sepas que yo
llegué al término de la muerte, y hallado el palacio de Proserpina, anduve y
fui traído por todos los elementos, y a media noche vi el Sol
resplandeciente con muy hermosa claridad, y vi los dioses altos y bajos, y
llegueme cerca y adorelos; he aquí, te he dicho, lo que vi, lo cual como
quiera que has oído es necesario que no lo sepas; pero aquello que se puede
manifestar y denunciar a las orejas de todos los legos, yo muy claramente
lo diré.
Capítulo IV
En el cual cuenta su entrada en la religión, y cómo se fue vuelto a Roma,
donde, ordenado en las cosas sagradas, fue recibido en el colegio de los
principales sacerdotes de la diosa Isis.
Otro día, como fue de mañana, acabadas las horas solemnes, salí vestido
con doce vestiduras, que es hábito muy devoto y religioso, del cual puedo
hablar sin prohibición alguna, mayormente que en aquel tiempo muy
muchos que estaban presentes lo vieron. Estaba en medio del templo
sagrado delante de la imagen de la diosa hecho un cadalso de madera,
encima del cual yo estaba muy adornado de una vestidura que era blanca de
lino, pero de diversas flores pintadas, que me colgaba de los hombros por
las espaldas hasta los pies; ella era tan rica y preciosa, que de cualquier
parte que la viese parecía de diversos colores y muy adornada de animales
en ella bordados; de una parte había dragones de India; de la otra, grifos
hiperbóreos que nacen y son criados en otro mundo, con alas a manera de
aves; a esta vestidura llamaban los sacerdotes estola olímpica.
En la mano derecha yo tenía una hacha encendida, y en mi cabeza una
hermosa corona resplandeciente, a manera de unas hojas de palma alzadas
arriba como rayos. En esta manera yo adornado, que parecía el sol, y
ataviado como una imagen, súbitamente alzaron la vela que estaba delante
y quedé descubierto en presencia de todo el pueblo. Después de esto
celebré muy solemnemente la fiesta de mi profesión e hice convite de muy
suaves manjares, y otros placeres y fiestas que duraron tres días, así en lo
que pertenecía a la honesta y religiosa comida, como en todas otras cosas
que eran necesarias a la solemnidad y perfección de mi entrada; después,
continuando allí algunos pocos días, mi deseo y trabajo gozaba de aquel
gozo inestimable por estar en servicio de la divina diosa, siendo prendado
de tan grande beneficio. Finalmente, que habiendo referido humildemente,
según mi posibilidad, aunque no tan entero como era razón, las gracias del
beneficio y merced recibida, siendo amonestado por la diosa y con gran
pena rotas las áncoras de mi ardiente deseo, alcancé licencia, aunque tardía,
para tornar a mi casa; así que echado en tierra con mi cara ante sus pies y
lavándolos con mis lágrimas, matando la habla con grandes sollozos y
tragando las palabras finalmente, dije en esta manera:
«¡Oh reina del cielo! Tú, cierto, eres santa y abogada continua del
humanal linaje. Tú, señora, eres siempre liberal en conservar y guardar los
pecados, dando dulcísima afición y amor de madre a las turbaciones y
caídas de los miserables:
ningún día, hora, ni pequeño momento pasa vacío
de tus grandes beneficios. Tú, señora, guardas los hombres, así en la mar
como en la tierra, y apartados los peligros de esta vida, les das tu diestra
saludable, con la cual haces y desatas los torcidos lazos y nudos ciegos de
la muerte, y amansas las tempestades de la fortuna, refrenas los variables
cursos de las estrellas:
los cielos te honran, la tierra y abismos te acatan. Tú
traes la redondez del cielo, tú alumbras el Sol, tú riges el mundo y huellas
el infierno; a ti responden las estrellas, y en ti tornan los tiempos; tú eres
gozo de los ángeles; a ti sirven los elementos; por tu consentimiento
espiran los vientos y se crían las nubes, nacen las simientes, brotan los
árboles y crecen las sembradas; las aves del cielo y las fieras que andan por
los montes, las serpientes de la tierra y las bestias de la mar temen tu
majestad. Yo, señora, como quiera que para alabarte soy de flaco ingenio y
para sacrificarte pobre de patrimonio, y que para decir lo que siento de tu
majestad no basta facundia de habla, ni mil bocas, ni otras tantas lenguas,
ni aunque perpetuamente mi decir no cansase; pero en lo que solamente
puede hacer un religioso, aunque pobre, me esforzaré que todos los días de
mi vida contemplaré tu divina cara y santísima deidad, guardándola y
adorándola dentro del secreto de mi corazón.»
De esta manera, habiendo hecho mi oración a la gran diosa, abracé al
sacerdote Mitra, padre mío, y colgado de su pescuezo, dándole muchos
besos, le mandaba perdón, porque no podía remunerar ni agradecerle tantos
beneficios y mercedes como de él había recibido. Finalmente, que a cabo
de gran rato que pasamos en referir las gracias y ofrecimientos, nos
partimos. Yo, a poco tiempo, aderecé mi camino para tornar a ver la casa
de mis padres. Así que, ya pasados algunos días, por aviso y mandado de la
gran diosa, hice liar prestamente mi hacienda, y entrando en la nao tomé el
camino hacia Roma, y navegando con favor y prosperidad de los vientos
que nos traía, muy presto tomé puerto. De allí por tierra subí en un carro y
llegué a esta sacrosanta ciudad a doce días del mes de diciembre, adonde
no tuve otro mayor cuidado, como llegué, sino cada día irme a rezar y orar
a la gran majestad de la reina Isis, al templo donde con gran veneración se
adora, que se llama Campense, tomando el nombre del sitio donde está
edificado, así que yo era orador continuo de aquel templo. Y aunque
nuevamente venido, era casi nacido en la religión; he aquí dónde, pasado el
Sol por los doce signos del cielo, había cumplido un año, y el cuidado de la
diosa que bien me quería tornó de nuevo a interrumpir mi descanso y
reposo, diciéndome en sueños que otra vez aparejase para limpiarme y
ordenar y para entrar en la religión. Yo estaba maravillado qué cosa podía
ser aquélla, si por ventura no era bien ordenado y me faltaba algo.
En tanto que yo tenía este religioso escrúpulo cerca de mi pensamiento y
disputaba en él así entre mí como también comunicándolo con los letrados
del templo, hallé una cosa nueva y maravillosa; conviene a saber:
que
aunque yo estaba embebido en los sacrificios de la diosa Isis, no estaba
alumbrado ni limpio para los del gran dios y soberano padre de todos los
dioses, Osiris, y como quiera que toda cuasi fuese una misma religión y
ambas estuviesen juntas, pero que había gran diferencia cuanto al hacer de
la profesión y consagración. Por ende, que supiese como me convenía ser
también servidor del gran dios, y que así era pedido por él. No estuvo
mucho tiempo la cosa en duda, porque esta noche vi en sueños uno de
aquellos sacerdotes cubierto de una vestidura de lino sagrada, el cual ponía
a mi puerta pámpanos, hiedras y otras cosas que traía en su mano, y
sentado en mi silla denunció los manjares y fiestas de la gran religión de
Osiris. Este sacerdote, por darme conocimiento de sí por alguna cierta
señal, andaba poco a poco, con pasos tardíos, cojeando un poco del
calcañar del pie izquierdo. Así que, quitada toda obscuridad de duda por la
manifiesta voluntad de los dioses, luego, de mañana, acabadas las horas
matutinas, miraba con gran diligencia a cada uno quién de ellos era
semejante al que vi en sueños, y no me faltó lo prometido, porque vi luego
uno de aquellos sacerdotes que, de más de indicio de ser cojo del pie
izquierdo, concordaba justamente en todo lo otro, así en hábito como en
estatura, al cual vi en sueños durmiendo, y, según después supe, se llamaba
Asino Marcelo, el cual nombre no era ajeno de mi reformación de cuando
yo andaba hecho asno. Visto esto, no me tardé y fuile luego a hablar; pero
él no estaba incierto de lo que yo le decía, que ya no había sido avisado por
semejante relación cómo me había de administrar y admitir en estas cosas
de sus sacrificios y religión, porque en sueños él había oído la noche
próxima pasada al gran dios Osiris, estándole ataviando la corona a su
propia boca, con la cual dice y declara los hados y ventura de cada uno,
cómo le era enviado un hombre de Madaura muy pobre, al cual luego él
recibiese a sus sacrificios, porque de aquello este de Madaura alcanzaría
gloria de sus virtudes y el sacerdote gran provecho y ganancia. En esta
manera, estando yo destinado para entrar en la religión, estaba impedido,
contra mi voluntad, por la pobreza y por no tener para cumplir lo que era
necesario para la costa, porque los grandes gastos de mi larga peregrinación
habían consumido las fuerzas de mi patrimonio, y también las costas y
expensas que se habían de hacer en Roma precedían y eran mayores que las
que se habían hecho en la provincia de Acaya, donde tomé el hábito. Así,
que con la pobreza y necesidad que tenía estaba en mucha fatiga, puesto,
como dice el proverbio, entre el cuchillo y la piedra. De más de lo cual,
continuamente era fatigado y amonestado por la instancia de la diosa. En
esta manera inducido y estimulado muchas veces, no sin gran turbación y
pena mía; finalmente, visto que no había otro remedio, viendo esas alhajas
y ropa que tenía, aunque poca, apañé alguna suma de dineros, lo cual
especialmente me había sido mandada por la diosa, diciéndome:
«Veamos:
si tú quisieses hacer alguna cosa para tu placer y deleite
temporal, ¿perdonarías tus ropas? Pues para entrar en una religión como
ésta, ¿por qué tardas en acompañarte de pobreza que nunca te arrepientas?»
Así que, aparejadas abundantemente las cosas que eran menester, otra vez
torné a ayunar diez días, contentándome con manjares de hierbas y no
comer de cosas animadas. De más de esto, siendo amonestado por las
nocturnas revelaciones del dios Osiris, estaba ya muy satisfecho para entrar
en su religión, por ser hermana de la otra de la gran diosa Isis, y por esto yo
frecuentaba su divino servicio, lo cual daba gran descanso y placer a mi
luenga peregrinación y trabajo; no menos me ayudaba y daba
abundantemente lo necesario a mi vivir el oficio de abogar causas en
lengua romana, que con el favor de mi buena dicha yo ejercitaba y tenía, en
que ganaba algo de lo que había menes ter:
he aquí a poquillo tiempo, no
pensándolo yo, que otra vez soy amonestado, compelido por maravillosos
mandamientos de los dioses, para que la tercera vez me ordenase y
consagrase en su religión, lo cual no poco cuidado y pena me dio, antes con
gran congoja de mi corazón pensaba qué cosa podía ser esta nueva y no
oída intención de los dioses, qué querían decir o adónde se enderezaba, o
qué faltaba a la procesión y entrada que ya dos veces había hecho: ¿por
ventura maliciosamente y no bien habían entrambos los sacerdotes
celebrado mi entrada y profesión? Y aun por Dios que ya comenzaba a
dudar de su fe, pensando ser de otra manera, cuando estando yo en este
pensamiento, como hombre sin seso, me pareció en sueños una persona que
mansamente me instituyó y dijo en esta manera:
«No hay causa de que te puedas espantar creyendo que por ordenarte
tantas veces faltó algo de lo que era necesario en tu primera institución y
entrada; antes te debes alegrar, haciendo tres veces lo que una a otros
apenas se concede, y con este número ternario siempre presume que has de
ser bienaventurado:
así que este acto y entrada, que te mandan hacer, te es
muy necesaria, y si contigo mismo pensares, hallarás que en Roma te
cumple perseverar en el templo de la diosa Isis con el hábito y vestiduras
de su religión, que tomaste en la provincia de Acaya, y no puedes en los
días solemnes suplicar, ni tampoco cuando te fuere mandado puedes ser
ilustrado y alumbrado sin este felice y religioso hábito, lo cual por que para
ti sea dichoso y de buena ventura, recíbelo otra vez con ánimo gozoso y
placentero, pues lo manda y son autores de ellos los dioses grandes y
soberanos.»
Hasta aquí, de la manera que he contado, me persuadió la revelación de
la divina majestad, diciéndome todo lo que era menester para mi entrada:
en adelante no dilaté ni olvidé el negocio; antes luego me fui al sacerdote
principal, y dichas todas las cosas que había visto, me puse a la obediencia
y yugo de la castidad y abstinencia de comer cosa de sangre, y por la ley
perpetua de aquellos días, yo de mi propia gana multipliqué otros más
adelante, de manera que largamente aparejé todo lo que era menester para
mi profesión y entrada, porque muchas cosas de aquellas que me fueron
dadas más por virtud y piedad de algunos que por medida de dinero; como
quiera que a mí no me pesaba del trabajo ni del gasto, pues que
liberalmente la providencia de los dioses había bien proveído en los
negocios y causas de mi abogacía; finalmente, después de bien pocos días,
el dios principal de los grandes dioses y soberanos de los mayores, y más
grande de los soberanos, Osiris, digo que reina sobre todos los altos y
grandes, me apareció en sueños, no en persona o figura ajena, sino con su
venerable gesto y presencia, tuvo por bien de hablarme mansamente,
mandándome que sin alguna tardanza tomase cargo de patrocinar y ayudar
en las causas y pleitos de los que poco pueden, y no temiese las envidias y
murmuraciones de los que mal me querían, las cuales allí se cansaban y
divulgaban por la doctrina y trabajo de mi estudio, y no solamente su gran
majestad tenía por bien que yo fuese ayuntado en la compañía de los
sacerdotes, mas que fuese uno de los principales entre los decuriones que
de cinco en cinco años se elegían. Finalmente, que yo, trayendo mi cabeza
rasa de cada parte, según la ceremonia e institución del antiguo colegio que
se instituyó en los tiempos de Sila, me ejercitaba y servía mis oficios y
cargos, perseverando en ellos con mucho placer y alegría.