EL CORAZÓN DE LAS
TINIEBLAS
Joseph Conrad
El
Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el
ancla sin
una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la
marea
había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río
abajo, lo
único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la
marea. El
estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo
de un
interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin
ninguna
interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los
navíos que
subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente
triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La
bruma que
se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se
desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más
lejos aún,
parecía condensarse en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más
grande y
poderosa del universo.
El
director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro
anfitrión.
Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en
la proa,
contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad
de su
aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la
personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil
comprender
que su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino
atrás, en
la ciudad cubierta por la niebla. Existía
entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo
del mar.
Además de mantener nuestros corazones unidos durante largos periodos de
separación,
tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las experiencias
personales, y aun
ante las convicciones de cada uno. El abogado, el mejor de los viejos
camaradas, tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único
almohadón de la
cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había
sacado la
caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las fichas.
Marlow,
sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la espalda en el palo
de
mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda
erguida, el
aspecto ascético; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia
afuera,
parecía un ídolo. El director, satisfecho de que el ancla hubiese
agarrado
bien, se dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas
palabras
perezosamente. Luego se hizo el silencio a bordo del yate. Por una u
otra razón
no comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos,
dispuestos
sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de
tranquilo y
exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente; el cielo, despejado,
era una
inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de
Essex,
era como una gasa radiante colgada de las colinas, cubiertas de
bosques, que
envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas del
oeste,
extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más
sombrías, como si las irritara la proximidad del sol.
Y
por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol descendió, y
de un
blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido, sin rayos y sin luz,
dispuesto a
desaparecer súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquellas
tinieblas que cubrían a una multitud de hombres.
Inmediatamente
se produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos
brillante pero
más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a la
caída
del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que
poblaba
sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que constituye un
camino
que lleva a los más remotos lugares de la tierra. Contemplamos aquella
corriente venerable no en el vívido flujo de un breve día que llega y
parte
para siempre, sino en la augusta luz de una memoria perenne. Y en
efecto, nada
le resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se dice,
“seguido el
mar” con reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en
las
bajas regiones del Támesis. La marea fluye y refluye en su constante
servicio,
ahíta de recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado hacia el
reposo del
hogar o hacia batallas marítimas. Ha conocido y ha servido a todos los
hombres
que han honrado a la patria, desde sir Francis Drake hasta sir John
Franklin,
caballeros todos, con título o sin título... grandes caballeros
andantes del
mar. Había transportado a todos los navíos cuyos nombres son como
resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden
Hind, que
volvía con el vientre colmado de tesoros, para ser visitado por su
majestad, la
reina, y entrar a formar parte de un relato monumental, hasta el Erebus
y el
Terror, destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron.
Había
conocido a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos partidos
de
Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes;
capitanes,
almirantes, oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y
“generales”
comisionados de la flota de la India. Buscadores
de oro, enamorados de la fama:
todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la espada
y a
veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué
grandezas
no habían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al
misterio de
tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la semilla de
organizaciones
internacionales, los gérmenes de los imperios.
El
sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y comenzaron a
aparecer
luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, una construcción
erguida
sobre un trípode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las
luces de
los barcos se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y
descendía. Hacia el oeste, el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se
marcaba
de un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo
el sol,
un resplandor cárdeno bajo las estrellas.
—Y
también éste —dijo de pronto Marlow— ha sido uno de los lugares oscuros
de la
tierra.
De
entre nosotros era el único que aún “seguía el mar”. Lo peor que de él
podía
decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también
un
vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así
decirlo, una
vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que
su hogar
—el barco— va siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es
muy
parecido a otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de
cuanto los
circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable
inmensidad de vida se desliza imperceptiblemente, velada, no por un
sentimiento
de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que nada
resulta
misterioso para el marino a no ser la mar misma, la amante de su
existencia,
tan inescrutable como el destino. Por lo demás, después de sus horas de
trabajo, un paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra
firme, bastan
para revelarle los secretos de todo un continente, y por lo general
decide que
ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso mismo
los
relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su
significación puede
encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un
típico
hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para
él la
importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera,
envolviendo
la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a
semejanza
de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la
iluminación espectral de la claridad de la luna.
A
nadie pareció sorprender su comentario. Era típico de Marlow. Se aceptó
en
silencio; nadie se tomó ni siquiera la molestia de refunfuñar. Después
dijo,
muy lentamente:
—Estaba
pensando en épocas remotas, cuando llegaron por primera vez los romanos
a estos
lugares, hace diecinueve siglos... el otro día... La luz iluminó este
río a
partir de entonces. ¿Qué decía, caballeros? Sí, como una llama que
corre por
una llanura, como un fogonazo del relámpago en las nubes. Vivimos bajo
esa
llama temblorosa. ¡Y ojalá pueda durar mientras la vieja tierra
continúe dando
vueltas! Pero la oscuridad reinaba aquí aún ayer. Imaginad los
sentimientos del
comandante de un hermoso... ¿cómo se llamaban?... trirreme del
Mediterráneo,
destinado inesperadamente a viajar al norte. Después de atravesar a
toda prisa
las Galias, teniendo a su cargo uno de esos artefactos que los
legionarios (no
me cabe duda de que debieron haber sido un maravilloso pueblo de
artesanos)
solían construir, al parecer por centenas en sólo un par de meses, si
es que
debemos creer lo que hemos leído. Imaginadlo aquí, en el mismo fin del
mundo,
un mar color de plomo, un cielo color de humo, una especie de barco tan
fuerte
como una concertina, remontando este río con aprovisionamientos u
órdenes, o
con lo que os plazca. Bancos de arena, pantanos, bosques, salvajes. Sin
los
alimentos a los que estaba acostumbrado un hombre civilizado, sin otra
cosa
para beber que el agua del Támesis. Ni vino de Falerno ni paseos por
tierra. De
cuando en cuando un campamento militar perdido en los bosques, como una
aguja
en medio de un pajar. Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades,
exilio,
muerte acechando siempre tras los matorrales, en el agua, en el aire.
¡Deben
haber muerto aquí como las moscas! Oh, sí, nuestro comandante debió
haber
pasado por todo eso, y sin duda debió haber salido muy bien librado,
sin pensar
tampoco demasiado en ello salvo después, cuando contaba con jactancia
sus
hazañas. Era lo suficientemente hombre como para enfrentarse a las
tinieblas.
Tal vez lo alentaba la esperanza de obtener un ascenso en la flota de
Ravena,
si es que contaba con buenos amigos en Roma y sobrevivía al terrible
clima.
Podríamos pensar también en un joven ciudadano elegante con su toga;
tal vez
habría jugado demasiado, y venía aquí en el séquito de un prefecto, de
un
cuestor, hasta de un comerciante, para rehacer su fortuna. Un país
cubierto de
pantanos, marchas a través de los bosques, en algún lugar del interior
la
sensación de que el salvajismo, el salvajismo extremo, lo rodea... toda
esa
vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas,
en el corazón
del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha de vivir
en
medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo
ello una
fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo
abominable.
Podéis imaginar el pesar creciente, el deseo de escapar, la impotente
repugnancia, el odio.
Hizo
una pausa.
—Tened
en cuenta —comenzó de nuevo, levantando un brazo desde el codo, la
palma de la
mano hacia afuera, de modo que con los pies cruzados ante sí parecía un
Buda
predicando, vestido a la europea y sin la flor de loto en la mano—,
tened en
cuenta que ninguno de nosotros podría conocer esa experiencia. Lo que a
nosotros nos salva es la eficiencia... el culto por la eficiencia. Pero
aquellos
jóvenes en realidad no tenían demasiado en qué apoyarse. No eran
colonizadores;
su administración equivalía a una pura opresión y nada más, imagino.
Eran conquistadores,
y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno
vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una
casualidad
nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que
podían.
Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes en
gran
escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural entre
quienes
se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo
general
consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o
narices
ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se
observa
con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la
respalda: no
un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa
idea, en
algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y
ofrecerse en
sacrificio...
Se
interrumpió. Unas llamas se deslizaban en el río, pequeñas llamas
verdes,
rojas, blancas, persiguiéndose y alcanzándose, uniéndose y cruzándose
entre sí,
otras veces separándose lenta o rápidamente. El tráfico de la gran
ciudad
continuaba al acentuarse la noche sobre el río insomne. Observábamos el
espectáculo y esperábamos con paciencia. No se podía hacer nada más
mientras no
terminara la marea. Pero sólo después de un largo silencio, volvió a
hablar con
voz temblorosa: —Supongo que recordaréis que en una época fui marino de
agua
dulce, aunque por poco tiempo. Comprendimos que, antes de que empezara
el
reflujo, estábamos predestinados a escuchar otra de las inacabables
experiencias de Marlow.
—No
quiero aburriros demasiado con lo que me ocurrió personalmente
—comenzó,
mostrando en ese comentario la debilidad de muchos narradores de
aventuras que
a menudo parecen ignorar las preferencias de su auditorio—. Sin
embargo, para
que podáis comprender el efecto que todo aquello me produjo es
necesario que
sepáis cómo fui a dar allá, qué es lo que vi y cómo tuve que remontar
el río
hasta llegar al sitio donde encontré a aquel pobre tipo. Era en el
último punto
navegable, la meta de mi expedición. En cierto modo pareció irradiar
una
especie de luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamientos. Fue algo
bastante
sombrío, digno de compasión... nada extraordinario sin embargo... ni
tampoco
muy claro. No, no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una especie
de luz.
»
Acababa yo de volver, como recordaréis, a Londres, después de una buena
dosis
de Océano Índico, de Pacífico y de Mar de China; una dosis más que
suficiente
de Oriente, seis años o algo así, y había comenzado a holgazanear,
impidiéndoos
trabajar, invadiendo vuestras casas, como si hubiera recibido la misión
celestial de civilizaros. Por un breve periodo aquello resultaba
excelente,
pero después de cierto tiempo comencé a fatigarme de tanto descanso.
Entonces
empecé a buscar un barco; hubiera aceptado hasta el trabajo más duro de
la
tierra. Pero los barcos parecían no fijarse en mí, y también ese juego
comenzó
a cansarme.
»
Debo decir que de muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar
horas
enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en
los
proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la
tierra
muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me
resultaba
especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo
encima y
decir: cuando crezca iré aquí. Recuerdo que el Polo Norte era uno de
esos
espacios. Bueno, aún no he estado allí, y creo que ya no he de
intentarlo. El
hechizo se ha desvanecido. Otros lugares estaban esparcidos alrededor
del
ecuador, y en toda clase de latitudes sobre los dos hemisferios. He
estado en
algunos de ellos y... bueno, no es el momento de hablar de eso. Pero
había un
espacio, el más grande, el más vacío por así decirlo, por el que sentía
verdadera pasión.
»
En verdad ya en aquel tiempo no era un espacio en blanco. Desde mi
niñez se
había llenado de ríos, lagos, nombres. Había dejado de ser un espacio
en blanco
con un delicioso misterio, una zona vacía en la que podía soñar
gloriosamente
un muchacho. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Había en él
especialmente un río, un caudaloso gran río, que uno podía ver en el
mapa, como
una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo
ondulante a
lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades
del
territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me
fascinaba como
una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro, a un pajarillo
tonto.
Entonces recordé que había sido creada una gran empresa, una compañía
para el
comercio en aquel río. ¡Maldita sea! Me dije que no podían desarrollar
el
comercio sin usar alguna clase de transporte en aquella inmensidad de
agua
fresca. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentaba yo encargarme de uno?
Seguí
caminando por Fleet Street, pero no podía sacarme aquella idea de la
cabeza. La
serpiente me había hipnotizado.
»
Como todos sabéis, aquella compañía comercial era una sociedad europea,
pero yo
tengo muchas relaciones que viven en el continente, porque es más
barato y no
tan desagradable como parece, según cuentan.
»
Me desconsuela tener que admitir que comencé a darles la lata. Aquello
era
completamente nuevo en mi. Yo no estaba acostumbrado a obtener nada de
ese
modo, ya lo sabéis. Siempre seguí mi propio camino y me dirigí por mis
propios
pasos a donde me había propuesto ir. No hubiera creído poder
comportarme de ese
modo, pero estaba decidido en esa ocasión a salirme con la mía. Así que
comencé
a darles la lata. Los hombres dijeron “mi querido amigo” y no hicieron
nada.
Entonces, ¿podéis creerlo?, me dediqué a molestar a las mujeres. Yo,
Charlie
Marlow, puse a trabajar a las mujeres... para obtener un empleo. ¡Santo
cielo!
Bueno, veis, era una idea lo que me movía. Tenía yo una tía, un alma
querida y
entusiasta. Me escribió: “Será magnífico. Estoy dispuesta a hacer
cualquier
cosa, todo lo que esté en mis manos por ti. Es una idea gloriosa.
Conozco a la
esposa de un alto funcionario de la administración, también a un hombre
que
tiene gran influencia allí”, etcétera. Estaba dispuesta a no parar
hasta
conseguir mi nombramiento como capitán de un barco fluvial, si tal era
mi
deseo.
»
Por supuesto que obtuve el nombramiento, y lo obtuve muy pronto. Al
parecer la
compañía había recibido noticias de que uno de los capitanes había
muerto en
una riña con los nativos. Aquélla era mi oportunidad y me hizo sentir
aún más
ansiedad por marcharme. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté
rescatar lo
que había quedado del cuerpo, me enteré de que aquella riña había
surgido a
causa de un malentendido sobre unas gallinas. Sí, dos gallinas negras.
Fresleven se llamaba aquel joven.., era un danés. Pensó que lo habían
engañado
en la compra, bajó a tierra y comenzó a pegarle con un palo al jefe de
la
tribu. Oh, no me sorprendió ni pizca enterarme de eso y oír decir al
mismo
tiempo que Fresleven era la criatura más dulce y pacífica que había
caminado
alguna vez sobre dos piernas. Sin duda lo era; pero había pasado ya un
par de
años al servicio de la noble causa, sabéis, y probablemente sintió al
fin la
necesidad de afirmar ante sí mismo su autoridad de algún modo. Por eso
golpeó
sin piedad al viejo negro, mientras una multitud lo observaba con
estupefacción,
como fulminada por un rayo, hasta que un hombre, el hijo del jefe según
me
dijeron, desesperado al oír chillar al anciano, intentó detener con una
lanza
al hombre blanco y por supuesto lo atravesó con gran facilidad por
entre los
omóplatos. Entonces la población se internó en el bosque, esperando
toda clase
de calamidades. Por su parte, el vapor que Fresleven comandaba abandonó
también
el lugar presa del pánico, gobernado, creo, por el maquinista. Después
nadie
pareció interesarse demasiado por los restos de Fresleven, hasta que yo
llegué
y busqué sus huellas. No podía dejar ahí el cadáver. Pero cuando al fin
tuve la
oportunidad de ir en busca de los huesos de mi predecesor, resultó que
la
hierba que crecía a través de sus costillas era tan alta que cubría sus
huesos.
Estaban intactos. Aquel ser sobrenatural no había sido tocado después
de la
caída. La aldea había sido abandonada, las cabañas se derrumbaban con
los
techos podridos. Era evidente que había ocurrido una catástrofe. La
población había
desaparecido. Enloquecidos por el terror, hombres, mujeres y niños se
habían
dispersado por el bosque y no habían regresado. Tampoco sé qué pasó con
las
gallinas; debo pensar que la causa del progreso las recibió de todos
modos. Sin
embargo, gracias a ese glorioso asunto obtuve mi nombramiento antes de
que
comenzara a esperarlo.
Me
di una prisa enorme para aprovisionarme, y antes de que hubieran pasado
cuarenta y ocho horas atravesaba el canal para presentarme ante mis
nuevos
patrones y firmar el contrato. En unas cuantas horas llegué a una
ciudad que
siempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Sin duda es un
prejuicio.
No tuve ninguna dificultad en hallar las oficinas de la compañía. Era
la más
importante de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que ver con ella.
Iban a
crear un gran imperio en ultramar, las inversiones no conocían límite.
»
Una calle recta y estrecha profundamente sombreada, altos edificios,
innumerables ventanas con celosías venecianas, un silencio de muerte,
hierba
entre las piedras, imponentes garajes abovedados a derecha e izquierda,
inmensas puertas dobles, pesadamente entreabiertas. Me introduje por
una de
esas aberturas, subí una escalera limpia y sin ningún motivo
ornamental, tan
árida como un desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dos
mujeres, una
gorda y la otra raquítica, estaban sentadas sobre sillas de paja,
tejiendo unas
madejas de lana negra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y
continuó su
tejido con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartarme de su
camino, como
cualquiera de ustedes lo habría hecho frente a un sonámbulo, se detuvo
y
levantó la mirada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de un
paraguas. Se
volvió sin decir una palabra y me precedió hasta una sala de espera.
“Di mi
nombre y miré a mi alrededor. Una frágil mesa en el centro, sobrias
sillas a lo
largo de la pared, en un extremo un gran mapa brillante con todos los
colores
del arco iris. En aquel mapa había mucho rojo, cosa que siempre resulta
agradable de ver, porque uno sabe que en esos lugares se está
realizando un
buen trabajo, y una excesiva cantidad de azul, un poco de verde,
manchas color
naranja, y sobre la costa oriental una mancha púrpura para indicar el
sitio en
que los alegres pioneros del progreso bebían jubilosos su cerveza. De
todos
modos, yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me correspondía
el
amarillo. La muerte en el centro. Allí estaba el río, fascinante,
mortífero,
como una serpiente. ¡Ay! Se abrió una puerta, apareció una cabeza de
secretario,
de cabellos blancos y expresión compasiva; un huesudo dedo índice me
hizo una
señal de admisión en el santuario. En el centro de la habitación, bajo
una luz
difusa, había un pesado escritorio. Detrás de aquella estructura
emergía una
visión de pálida fofez enfundada en un frac. Era el gran hombre en
persona.
Tenía seis pies y medio de estatura, según pude juzgar, y su mano
empuñaba un
lapicero acostumbrado a la suma de muchos millones. Creo que me la
tendió,
murmuró algo, pareció satisfecho de mi francés. Bon voyage.
»
Cuarenta y cinco segundos después me hallaba nuevamente en la sala de
espera
acompañado del secretario de expresión compasiva, quien, lleno de
desolación y
simpatía, me hizo firmar algunos documentos. Según parece, me
comprometía entre
otras cosas a no revelar ninguno de los secretos comerciales. Bueno, no
voy a
hacerlo.
»
Empecé a sentirme ligeramente a disgusto. No estoy acostumbrado, ya lo
sabéis,
a tales ceremonias. Había algo fatídico en aquella atmósfera. Era
exactamente
como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo
que no
era del todo correcto. Me sentí dichoso de poder retirarme. En el
cuarto
exterior las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres de
lana
negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeres se paseaba de un
lado a
otro haciéndolos entrar en la sala de espera. La vieja seguía sentada
en el
asiento; sus amplias zapatillas reposaban en un calentador de pies y un
gato
dormía en su regazo. Llevaba una cofia blanca y almidonada en la
cabeza, tenía
una verruga en una mejilla y unos lentes con montura de plata en el
extremo de
la nariz. Me lanzó una mirada por encima de los cristales. La rápida e
indiferente placidez de aquella mirada me perturbó. Dos jóvenes con
rostros
cándidos y alegres eran piloteados por la otra en aquel momento; y ella
lanzó
la misma mirada rápida de indiferente sabiduría. Parecía saberlo todo
sobre
ellos y también sobre mí. Me sentí invadido por un sentimiento de
importancia.
La mujer parecía desalmada y fatídica. Con frecuencia, lejos de allí,
he
pensado en aquellas dos mujeres guardando las puertas de la Oscuridad,
tejiendo sus
lanas negras como para un paño mortuorio, la una introduciendo,
introduciendo
siempre a los recién llegados en lo desconocido, la otra escrutando las
caras
alegres e ingenuas con sus ojos viejos e impasibles. Ave, viejas
hilanderas de lana negra. Morituri te salutant. No a
muchos pudo volver a verlos una segunda
vez, ni siquiera a la mitad.
»
Yo debía visitar aún al doctor. “Se trata sólo de una formalidad”, me
aseguró
el secretario, con aire de participar en todas mis penas. Por
consiguiente un
joven, que llevaba el sombrero caído sobre la ceja izquierda, supongo
que un
empleado (debía de haber allí muchísimos empleados aunque el edificio
parecía
tan tranquilo como si fuera una casa en el reino de la muerte), salió
de alguna
parte, bajó la escalera y me condujo a otra sala. Era un joven
desaseado, con
las mangas de la chaqueta manchadas de tinta, y su corbata era grande y
ondulada debajo de un mentón que por su forma recordaba un zapato
viejo. Era
muy temprano para visitar al doctor, así que propuse ir a beber algo.
Entonces
mostró que podía desarrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos
nuestros
vermuts, él glorificaba una y otra vez los negocios de la compañía, y
entonces
le expresé accidentalmente mi sorpresa de que no fuera allá. En seguida
se
enfrió su entusiasmo. “No soy tan tonto como parezco, les dijo Platón a
sus
discípulos”, recitó sentenciosamente. Vació su vaso de un solo trago y
nos levantamos.
»
El viejo doctor me tomó el pulso, pensando evidentemente en alguna otra
cosa
mientras lo hacía. “Está bien, está bien para ir allá”, musitó, y con
cierta
ansiedad me preguntó si le permitía medirme la cabeza. Bastante
sorprendido le
dije que sí. Entonces sacó un instrumento parecido a un compás
calibrado y tomó
las dimensiones por detrás y delante, de todos lados, apuntando unas
cifras con
cuidado. Era un hombre de baja estatura, sin afeitar y con una levita
raída que
más bien parecía una gabardina. Tenía los pies calzados con zapatillas
y me
pareció desde el primer momento un loco inofensivo. “Siempre pido
permiso,
velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los
que
parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté.
“Nunca los
vuelvo a ver”, comentó, “además, los cambios se producen en el
interior, sabe
usted.” Se río como si hubiera dicho alguna broma placentera. “De modo
que va
usted a ir. Debe ser interesante.” Me lanzó una nueva mirada
inquisitiva e hizo
una nueva anotación. “¿Ha habido algún caso de locura en su familia?”,
preguntó
con un tono casual. Me sentí fastidiado. “¿También esa pregunta tiene
algo que
ver con la ciencia?” “Es posible”, me respondió sin hacer caso de mi
irritación, “a la ciencia le interesa observar los cambios mentales que
se
producen en los individuos en aquel sitio, pero...” “¿Es usted
alienista?”, lo
interrumpí. “Todo médico debería serlo un poco”, respondió aquel tipo
original
con tono imperturbable. “He formado una pequeña teoría, que ustedes,
señores,
los que van allá, me deberían ayudar a demostrar. Ésta es mi
contribución a los
beneficios que mi país va a obtener de la posesión de aquella magnífica
colonia. La riqueza se la dejo a los demás. Perdone mis preguntas, pero
usted
es el primer inglés a quien examino.” Me apresuré a decirle que de
ninguna
manera era yo un típico inglés. “Si lo fuera, no estaría conversando de
esta
manera con usted.” “Lo que dice es bastante profundo, aunque
probablemente
equivocado”, dijo riéndose. “Evite usted la irritación más que los
rayos solares.
Adiós. ¿Cómo dicen ustedes, los ingleses? Good-bye.
¡Ah! Good-bye. Adieu. En el trópico
hay que mantener sobre todas las cosas la calma.” Levantó el índice e
hizo la advertencia:
“Du calme, du calme. Adieu.”
»
Me quedaba todavía algo por hacer, despedirme de mi excelente tía. La
encontré
triunfante. Me ofreció una taza de té. Fue mi última taza de té decente
en
muchos días. Y en una habitación muy confortable, exactamente como os
podéis
imaginar el salón de una dama, tuvimos una larga conversación junto a
la
chimenea. En el curso de sus confidencias, resultó del todo evidente
que yo había
sido presentado a la mujer de un alto funcionario de la compañía, y
quién sabe
ante cuántas personas más, como una criatura excepcionalmente dotada,
un
verdadero hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se
encuentran
todos los días. ¡Cielos! ¡Yo iba a hacerme cargo de un vapor de dos
centavos!
De cualquier manera parecía que yo era considerado como uno de tantos
trabajadores,
pero con mayúsculas. Algo así como un emisario de la luz, como un
individuo
apenas ligeramente inferior a un apóstol. Una enorme cantidad de esas
tonterías
corría en los periódicos y en las conversaciones de aquella época, y la
excelente
mujer se había visto arrastrada por la corriente. Hablaba de “liberar a
millones de ignorantes de su horrible destino”, hasta que, palabra, me
hizo
sentir verdaderamente incómodo. Traté de insinuar que lo que a la
compañía le
interesaba era su propio beneficio.
»
"Olvidas, querido Charlie, que el trabajador merece también su
recompensa”, dijo ella con brío. Es extraordinario comprobar cuán lejos
de la
realidad pueden situarse las mujeres. Viven en un mundo propio, y nunca
ha
existido ni podrá existir nada semejante. Es demasiado hermoso; si
hubiera que
ponerlo en pie se derrumbaría antes del primer crepúsculo. Alguno de
esos
endemoniados hechos con que nosotros los hombres nos las hemos tenido
que ver
desde el día de la creación, surgiría para echarlo todo a rodar.
»
Después de eso fui abrazado; mi tía me recomendó que llevara ropas de
franela,
me hizo asegurarle que le escribiría con frecuencia, y al fin pude
marcharme.
Ya en la calle, y no me explico por qué, experimenté la extraña
sensación de
ser un impostor. Y lo más raro de todo fue que yo, que estaba
acostumbrado a
largarme a cualquier parte del mundo en menos de veinticuatro horas,
con menos
reflexión de la que la mayor parte de los hombres necesitan para cruzar
una
calle, tuve un momento, no diría de duda, pero sí de pausa ante aquel
vulgar
asunto. La mejor manera de explicarlo es decir que durante uno o dos
segundos
sentí como si en vez de ir al centro de un continente estuviera a punto
de
partir hacia el centro de la tierra.
»
Me embarqué en un barco francés, que se detuvo en todos los malditos
puertos
que tienen allá, con el único propósito, según pude percibir, de
desembarcar
soldados y empleados aduanales. Yo observaba la costa. Observar una
costa que
se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante
uno,
sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda
siempre, con
el aire de murmurar: “Ven y me descubrirás.” Aquella costa era casi
informe,
como si estuviera en proceso de creación, sin ningún rasgo
sobresaliente. El
borde de una selva colosal, de un verde tan oscuro que llegaba casi al
negro,
orlada por el blanco de la resaca, corría recta como una línea tirada a
cordel,
lejos, cada vez más lejos, a lo largo de un mar azul, cuyo brillo se
enturbiaba
a momentos por una niebla baja. Bajo un sol feroz, la tierra parecía
resplandecer
y chorrear vapor. Aquí y allá apuntaban algunas manchas grisáceas o
blancuzcas
agrupadas en la espuma blanca, con una bandera a veces ondeando sobre
ellas.
Instalaciones coloniales que contaban ya con varios siglos de
existencia y que
no eran mayores que una cabeza de alfiler sobre la superficie intacta
que se
extendía tras ellas. Navegábamos a lo largo de la costa, nos
deteníamos,
desembarcábamos soldados, continuábamos, desembarcábamos empleados de
aduana
para recaudar impuestos en algo que parecía un páramo olvidado por
Dios, con
una casucha de lámina y un asta podrida sobre ella; desembarcábamos aún
más
soldados, para cuidar de los empleados de aduana, supongo. Algunos, por
lo que
oí decir, se ahogaban en el rompiente, pero, fuera o no cierto, nadie
parecía
preocuparse demasiado. Eran arrojados a su destino y nosotros
continuábamos
nuestra marcha. La costa parecía ser la misma cada día, como si no nos
hubiésemos
movido; sin embargo, dejamos atrás diversos lugares, centros
comerciales con
nombres como Gran Bassam, Little Popo; nombres que parecían pertenecer
a alguna
sórdida farsa representada ante un telón siniestro. Mi ociosidad de
pasajero,
mi aislamiento entre todos aquellos hombres con quienes nada tenía en
común, el
mar lánguido y aceitoso, la oscuridad uniforme de la costa, parecían
mantenerme
al margen de la verdad de las cosas, en el estupor de una penosa e
indiferente
desilusión. La voz de la resaca, oída de cuando en cuando, era un
auténtico
placer, como las palabras de un hermano. Era algo natural, que tenía
razón de
ser y un sentido. De vez en cuando un barco que venía de la costa nos
proporcionaba
un momentáneo contacto con la realidad. Los remeros eran negros. Desde
lejos
podía vislumbrarse el blanco de sus ojos. Gritaban y cantaban; sus
cuerpos
estaban bañados de sudor; sus caras eran como máscaras grotescas; pero
tenían
huesos, músculos, una vitalidad salvaje, una intensa energía en los
movimientos, que era tan natural y verdadera como el oleaje a lo largo
de la
costa. No necesitaban excusarse por estar allí. Contemplarlos servía de
consuelo. Durante algún tiempo pude sentir que pertenecía todavía a un
mundo de
hechos naturales, pero esta creencia no duraría demasiado. Algo iba a
encargarse de destruirla. En una ocasión, me acuerdo muy bien, nos
acercamos a
un barco de guerra anclado en la costa. No había siquiera una cabaña, y
sin
embargo disparaba contra los matorrales. Según parece los franceses
libraban
allí una de sus guerras. Su enseña flotaba con la flexibilidad de un
trapo
desgarrado. Las bocas de los largos cañones de seis pulgadas
sobresalían de la
parte inferior del casco. El oleaje aceitoso y espeso levantaba al
barco y lo
volvía a bajar perezosamente, balanceando sus espigados mástiles. En la
vacía
inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, aquella nave disparaba
contra el
continente. ¡Paf!, haría uno de sus pequeños cañones de seis pulgadas;
aparecería una pequeña llama y se extinguiría; se esfumaría una ligera
humareda
blanca; un pequeño proyectil silbaría débilmente y nada habría
ocurrido. Nada
podría ocurrir. Había un aire de locura en aquella actividad; su
contemplación
producía una impresión de broma lúgubre. Y esa impresión no desapareció
cuando
alguien de a bordo me aseguró con toda seriedad que allí había un
campamento de
aborígenes (¡los llamaba enemigos!), oculto en algún lugar fuera de
nuestra
vista.
»
Le entregamos sus cartas (me enteré de que los hombres en aquel barco
solitario
morían de fiebre a razón de tres por día) y proseguimos nuestra ruta.
Hicimos
escala en algunos otros lugares de nombres grotescos, donde la alegre
danza de
la muerte y el comercio continuaba desenvolviéndose en una atmósfera
tranquila
y terrenal, como en una catacumba ardiente. A lo largo de aquella costa
informe, bordeada de un rompiente peligroso, como si la misma
naturaleza
hubiera tratado de desalentar a los intrusos, remontamos y descendimos
algunos
ríos, corrientes de muerte en vida, cuyos bordes se pudrían en el
cieno, y
cuyas aguas, espesadas por el limo, invadían los manglares
contorsionados que
parecían retorcerse hacia nosotros, en el extremo de su impotente
desesperación. En ningún lugar nos detuvimos el tiempo suficiente como
para
obtener una impresión precisa, pero un sentimiento general de estupor
vago y
opresivo se intensificó en mí. Era como un fatigoso peregrinar en medio
de
visiones de pesadilla.
»
Pasaron más de treinta días antes de que viera la boca del gran río.
Anclamos
cerca de la sede del gobierno, pero mi trabajo sólo comenzaría unas
doscientas
millas más adentro. Tan pronto como pude, llegué a un lugar situado
treinta
millas arriba.
»
Tomé pasaje en un pequeño vapor. El capitán era sueco, y cuando supo
que yo era
marino me invitó a subir al puente. Era un joven delgado, rubio y
lento, con
una cabellera y porte desaliñados. Cuando abandonamos el pequeño y
miserable
muelle, meneó la cabeza en ademanes despectivos y me preguntó: “¿Ha
estado
viviendo aquí?” Le dije que sí. “Estos muchachos del gobierno son un
grupo
excelente”, continuó hablando el inglés con gran precisión y
considerable
amargura. “Es gracioso lo que algunos de ellos pueden hacer por unos
cuantos
francos al mes. Me asombra lo que les ocurre cuando se internan río
arriba.” Le
dije que pronto esperaba verlo con mis propios ojos. “¡Vaya!”, exclamó.
Luego
me dio por un momento la espalda mirando con ojo vigilante la ruta. “No
esté
usted tan seguro. Hace poco recogí a un hombre colgado en el camino.
También
era sueco.” “¿Se colgó? ¿Por qué, en nombre de Dios?”, exclamé. Él
seguía mirando
con preocupación el río. “¿Quién puede saberlo? ¡Quizás estaba harto
del sol!
¡O del país!”
»
Al fin se abrió ante nosotros una amplia extensión de agua. Apareció
una punta
rocosa, montículos de tierra levantados en la orilla, casas sobre una
colina,
otras con techo metálico, entre las excavaciones o en un declive. Un
ruido
continuo producido por las caídas de agua dominaba esa escena de
devastación
habitada. Un grupo de hombres, en su mayoría negros desnudos, se movían
como
hormigas. El muelle se proyectaba sobre el río. Un crepúsculo cegador
hundía
todo aquello en un resplandor deslumbrante. “Ésa es la sede de su
compañía”,
dijo el sueco, señalando tres barracas de madera sobre un talud rocoso.
“Voy a
hacer que le suban el equipaje. ¿Cuatro bultos, dice usted? Bueno,
adiós.”
»
Pasé junto a un caldero que estaba tirado sobre la hierba, llegué a un
sendero
que conducía a la colina. El camino se desviaba ante las grandes
piedras y ante
unas vagonetas tiradas boca abajo con las ruedas al aire. Faltaba una
de ellas.
Parecía el caparazón de un animal extraño. Encontré piezas de
maquinaria
desmantelada, y una pila de rieles mohosos. A mi izquierda un macizo de
árboles
producía un lugar umbroso, donde algunas cosas oscuras parecían
moverse. Yo
pestañeaba; el sendero era escarpado. A la derecha oí sonar un cuerno y
vi
correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo
estremecerse la
tierra, una bocanada de humo salió de la roca; eso fue todo. Ningún
cambio se
advirtió en la superficie de la roca. Estaban construyendo un
ferrocarril. Aquella
roca no estaba en su camino; sin embargo aquella voladura sin objeto
era el
único trabajo que se llevaba a cabo.
»
Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Seis negros
avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero.
Caminaban
lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de
tierra
sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban
trapos
negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia
adelante y
hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las
uniones
de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado
al cuello
un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones
colgaban
entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo
pensar de
pronto en aquel barco de guerra que había visto disparar contra la
tierra
firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no
podían, ni
aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran
considerados como
criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les
había
llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible. Sus
pechos
delgados jadeaban al unísono. Se estremecían las aletas violentamente
dilatadas
de sus narices. Los ojos contemplaban impávidamente la colina. Pasaron
a seis
pulgadas de donde yo estaba sin dirigirme siquiera una mirada, con la
más
completa y mortal indiferencia de salvajes infelices. Detrás de aquella
materia
prima, un negro amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción,
vagaba
con desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de
uniforme
a la que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino,
se
llevó con toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple
prudencia; los
hombres blancos eran tan parecidos a cierta distancia que él no podía
decir
quién era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa vil, y una mirada
a sus
hombres, pareció hacerme partícipe de su confianza exaltada. Después de
todo,
también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y
justos
procedimientos.
»
En lugar de seguir subiendo, me volví y bajé a la izquierda. Me
proponía dejar
que aquella cuerda de criminales desapareciera de mi vista antes de que
llegara
yo a la cima de la colina. Ya sabéis que no me caracterizo por la
delicadeza;
he tenido que combatir y sé defenderme. He tenido que resistir y
algunas veces
atacar (lo que es otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el
valor
exacto, en concordancia con las exigencias del modo de vida que me ha
sido
propio. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia,
el
demonio del deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquéllos
eran unos
demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían
a los hombres,
sí, a los hombres, repito. Pero mientras permanecía de pie en el borde
de la
colina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel país me
llegaría a
acostumbrar al demonio blando y pretencioso de mirada apagada y locura
rapaz y
despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia sólo lo iba a descubrir
varios
meses después y a unas mil millas río adentro. Por un instante quedé
amedrentado, como si hubiese oído una advertencia. Al fin, descendí la
colina,
oblicuamente, hacia la arboleda que había visto.
»
Evité un gran hoyo artificial que alguien había abierto en el declive,
cuyo
objeto me resultaba imposible adivinar. No se trataba ni de una cantera
ni de
una mina de arena. Era simplemente un hoyo. Podía relacionarse con el
filantrópico
deseo de proporcionar alguna ocupación a los criminales. No lo sé.
Después
estuve casi a punto de caer por un estrecho barranco, no mucho mayor
que una
cicatriz en el costado de la colina. Descubrí que algunos tubos de
drenaje
importados para los campamentos de la compañía habían sido dejados
allí. Todos
estaban rotos. Era un destrozo lamentable. Al final llegué a la
arboleda. Me
proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve
la
sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del
infierno. Las
cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose
ininterrumpida,
llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el
aire, ni
una hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la
tierra
herida se hubiera vuelto de pronto audible allí.
»
Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los
árboles,
apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles,
parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de
dolor,
abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno
en la
roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies.
El
trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de
los
colaboradores se habían retirado para morir.
»
Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran
criminales, no
eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento,
que yacían
confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del
interior,
contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados
con una
comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles,
y
entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas
formas
moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a
distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la
vista,
vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos
a lo
largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron
lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie
de llama
blanca y ciega en las profundidades de las órbitas. Aquel hombre era
joven al
parecer, casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil
calcular la
edad. Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del
vapor
del buen sueco que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron
lentamente
sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada.
Llevaba un
trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde
lo había
podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto
propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel trozo de
hilo
blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más extraño en
su
cuello.
»
Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos
con las
piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar
la vista
en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su
hermano
fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran
fatiga.
Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las
posiciones posibles
de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo
permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó
sobre
sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando
el agua
con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las
piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el
esternón.
»
No quise perder más tiempo bajo aquella sombra y me apresuré a
dirigirme al
campamento. Cerca de los edificios encontré a un hombre vestido con una
elegancia tan inesperada que en el primer momento llegué a creer que
era una
visión. Vi un cuello alto y almidonado, puños blancos, una ligera
chaqueta de
alpaca, pantalones impecables, una corbata clara y botas relucientes.
No
llevaba sombrero. Los cabellos estaban partidos, cepillados, aceitados,
bajo un
parasol a rayas verdes sostenido por una mano blanca. Era un individuo
asombroso; llevaba un portaplumas tras la oreja.
»
Estreché la mano de aquel ser milagroso, y me enteré de que era el
principal
contable de la compañía, y de que toda la contabilidad se llevaba en
ese
campamento. Dijo que había salido un momento para tomar un poco de aire
fresco.
Aquella expresión sonó de un modo extraordinariamente raro, con todo lo
que
sugería de una sedentaria vida de oficina. No tendría que mencionar
para nada
ahora a aquel individuo, a no ser que fue a sus labios a los que oí
pronunciar
por vez primera el nombre de la persona tan indisolublemente ligada a
mis
recuerdos de aquella época. Además sentí respeto por aquel individuo.
Sí, respeto
por sus cuellos, sus amplios puños, su cabello cepillado. Su aspecto
era
indudablemente el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensa
desmoralización de aquellos territorios, conseguía mantener esa
apariencia. Eso
era firmeza. Sus camisas almidonadas y las pecheras enhiestas eran
logros de un
carácter firme. Había vivido allí cerca de tres años, y, más adelante,
no pude
dejar de preguntarle cómo lograba ostentar aquellas prendas. Se sonrojó
ligeramente y me respondió con modestia: “He logrado adiestrar a una de
las
nativas del campamento. Fue difícil. Le disgustaba hacer este trabajo.”
Así que
aquel hombre había logrado realmente algo. Vivía consagrado a sus
libros, que
llevaba con un orden perfecto.
»
Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la
confusión;
personas, cosas, edificios. Cordones de negros sucios con los pies
aplastados
llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos
manufacturados,
algodón de desecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada
a lo más
profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos
cargamentos de
marfil.
»
Tuve que esperar en el campamento diez días, una eternidad. Vivía en
una choza
dentro del cercado, pero para lograr apartarme del caos iba a veces a
la
oficina del contable. Estaba construida con tablones horizontales y tan
mal
unidos que, cuando él se inclinaba sobre su alto escritorio, se veía
cruzado
desde el cuello hasta los talones por estrechas franjas de luz solar.
No era
necesario abrir la amplia celosía para ver. También allí hacía calor.
Unos
moscardones gordos zumbaban endiabladamente y no picaban sino que
mordían. Por
lo general me sentaba en el suelo, mientras él, con su aspecto
impecable (llegaba
hasta a usar un perfume ligero), encaramado en su alto asiento,
escribía,
anotaba. A veces se levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron en
su
oficina un catre con un enfermo (un inválido llegado del interior), se
mostró
moderadamente irritado. “Los quejidos de este enfermo”, dijo, “distraen
mi
atención. Sin concentración es extremadamente fácil cometer errores en
este
clima.”
»
Un día comentó, sin levantar la cabeza: “En el interior se encontrará
usted con
el señor Kurtz.” Cuando le pregunté quién era el señor Kurtz, me
respondió que
era un agente de primera clase, y viendo mi desencanto ante esa
información,
añadió lentamente, dejando la pluma: “Es una persona notable.”
Preguntas
posteriores me hicieron saber que el señor Kurtz estaba por el momento
a cargo
de una estación comercial muy importante en el verdadero país del
marfil, en el
corazón mismo, y que enviaba tanto marfil como todos los demás agentes
juntos.
“Empezó a escribir de nuevo. El enfermo estaba demasiado grave para
quejarse. Las
moscas zumbaban en medio del silencio.
»
De pronto se oyó un murmullo creciente de voces y fuertes pisadas.
Había
llegado una caravana. Un rumor de sonidos extraños penetró desde el
otro lado
de los tablones. Todo el mundo hablaba a la vez, y en medio del
alboroto se
dejó oír la voz quejumbrosa del agente jefe “renunciando a todo” por
vigésima
vez en ese día... El contable se levantó lentamente. “¡Qué horroroso
estrépito!”,
dijo. Cruzó la habitación con paso lento para ver al hombre enfermo y
volviéndose
añadió: “Ya no oye” “¡Cómo! ¿Ha muerto?”, le pregunté, sobresaltado.
“No, aún
no”, me respondió con calma. Luego, aludiendo con un movimiento de
cabeza al
tumulto que se oía en el patio del campamento, añadió: “Cuando se
tienen que
hacer las cuentas correctamente, uno llega a odiar a estos salvajes, a
odiarlos
mortalmente.” Permaneció pensativo por un momento. “Cuando vea al señor
Kurtz”,
continuó, “dígale de mi parte que todo está aquí”, señaló al
escritorio,
“registrado satisfactoriamente. No me gusta escribirle... con los
mensajeros
que tenemos nunca se sabe quién va a recibir la carta... en esa
Estación
Central.” Me miró fijamente con ojos afectuosos: “Oh, él llegará muy
lejos, muy
lejos. Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el
Consejo de
Europa, sabe usted... quieren que lo sea.”
»
Volvió a sumirse en su labor. Afuera el ruido había cesado, y, al
salir, me
detuve en la puerta. En medio del revoloteo de las moscas, el agente
que volvía
a casa estaba tendido ardiente e insensible; el otro, reclinado sobre
sus
libros, hacía perfectos registros de transacciones perfectamente
correctas; y
cincuenta pies más abajo de la puerta podía ver las inmóviles fronteras
del
foso de la muerte.
»
Al día siguiente abandoné por fin el campamento, con una caravana de
sesenta
hombres, para recorrer un tramo de doscientas millas. “No es necesario
que os
cuente lo que fue aquello. Veredas, veredas por todas partes. Una
amplia red de
veredas que se extendía por el jardín vacío, a lo largo de amplías
praderas,
praderas quemadas, a través de la selva, subiendo y bajando profundos
barrancos,
subiendo y bajando colinas pedregosas asoladas por el calor. Y una
soledad
absoluta. Nadie. Ni siquiera una cabaña. La población había
desaparecido mucho
tiempo atrás. Bueno, si una multitud de negros misteriosos, armados con
toda
clase de armas temibles, emprendiera de pronto el camino de Deal a
Gravesend
con cargadores a ambos lados soportando pesados fardos, imagino que
todas las
granjas y casas de los alrededores pronto quedarían vacías. Sólo que en
aquellos lugares también las habitaciones habían desaparecido. De
cualquier
modo, pasé aún por algunas aldeas abandonadas. Hay algo patéticamente
pueril en
las ruinas cubiertas de maleza. Día tras día, el continuo paso
arrastrado de sesenta
pares de pies desnudos junto a mí, cada par cargado con un bulto de
sesenta
libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campamento, emprender
nuevamente
la marcha. De cuando en cuando un hombre muerto tirado en medio de los
altos
yerbajos a un lado del sendero, con una cantimplora vacía y un largo
palo junto
a él. A su alrededor, y encima de él, un profundo silencio. Tal vez en
una
noche tranquila, el redoble de tambores lejanos, apagándose y
aumentando, un
redoble amplio y lánguido; un sonido fantástico, conmovedor, sugestivo
y
salvaje que expresaba tal vez un sentimiento tan profundo como el
sonido de las
campanas en un país cristiano. En una ocasión un hombre blanco con un
uniforme
desabrochado, acampado junto al sendero con una escolta armada de
macilentos
zanzíbares, muy hospitalario y festivo, por no decir ebrio, se
encargaba, según
nos dijo, de la conservación del camino. No puedo decir que yo haya
visto
ningún camino, ni ninguna obra de conservación, a menos que el cuerpo
de un
negro d e mediana edad con un balazo en la frente con el que tropecé
tres
millas más adelante pudiera considerarse como tal. Yo iba también con
un
compañero blanco, no era mal sujeto, pero demasiado grueso y con la
exasperante
costumbre de fatigarse en las calurosas pendientes de las colinas, a
varias
millas del más mínimo fragmento de sombra y agua. Es un fastidio,
sabéis,
llevar la propia chaqueta sobre la cabeza de otro hombre como si fuera
un
parasol mientras recobraba el sentido. No pude contenerme y en una
ocasión le
pregunté por qué había ido a parar a aquellos lugares. Para hacer
dinero, por
supuesto. “¿Para qué otra cosa cree usted?”, me dijo desdeñosamente.
Después
tuvo fiebre y hubo que llevarlo en una hamaca colgada de un palo. Como
pesaba
ciento veinte kilos, tuve dificultades sin fin con los cargadores.
Ellos
protestaban, amenazaban con escapar, desaparecer por la noche con la
carga...
era casi motín. Una noche lancé un discurso en inglés ayudándome de
gestos, ninguno
de los cuales pasó inadvertido por los sesenta pares de ojos que tenía
frente a
mí, y a la mañana siguiente hice que la hamaca marchara delante de
nosotros.
Una hora más tarde todo el asunto fracasaba en medio de unos
matorrales... el
hombre, la hamaca, quejidos, cobertores, un horror. El pesado palo le
había
desollado la nariz. Yo estaba dispuesto a matar a alguien, pero no
había cerca
de nosotros ni la sombra de un cargador. Me acordé de las palabras del
viejo
médico: “A la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se
producen
en los individuos en aquel sitio.” Sentí que me comenzaba a convertir
en algo
científicamente interesante. Sin embargo, todo esto no tiene
importancia. Al
decimoquinto día volví a ver nuevamente el gran río, y llegué con
dificultad a la
Estación Central.
Estaba situada en un remanso, rodeada de maleza y de bosque, con una
cerca de
barro maloliente a un lado y a los otros tres una valla absurda de
juncos. Una
brecha descuidada era la única entrada. Una primera ojeada al lugar
bastaba
para comprender que era el diablo el autor de aquel espectáculo.
Algunos
hombres blancos con palos largos en las manos surgieron desganadamente
entre
los edificios, se acercaron para echarme una ojeada y volvieron a
desaparecer
en alguna parte. Uno de ellos, un muchacho de bigote negro, robusto e
impetuoso, me informó con gran volubilidad y muchas digresiones, cuando
le dije
quién era, que mi vapor se hallaba en el fondo del río. Me quedé
estupefacto.
¿Qué, cómo, por qué? ¡Oh!, no había de qué preocuparse. El director en
persona
se encontraba allí. Todo estaba en orden. “¡Se portaron
espléndidamente!
¡Espléndidamente! Debe usted ir a ver en seguida al director general.
Lo está
esperando”, me dijo con cierta agitación.
»
No comprendí de inmediato la verdadera significación de aquel
naufragio. Me
parece que la comprendo ahora, pero tampoco estoy seguro... al menos no
del
todo. Lo cierto es que cuando pienso en ello todo el asunto me parece
demasiado
estúpido, y sin embargo natural. De todos modos... Bueno, en aquel
momento se
me presentaba como una maldición. El vapor había naufragado. Había
partido
hacía dos días con súbita premura por remontar el río, con el director
a bordo,
confiando la nave a un piloto voluntario, y antes de que hubiera
navegado tres
horas había encallado en unas rocas, y se había hundido junto a un
banco de
arena. Me pregunté qué tendría que hacer yo en ese lugar, ahora que el
barco se
había hundido. Para decirlo brevemente, mi misión consistió en rescatar
el
barco del río. Tuve que ponerme a la obra al día siguiente. Eso, y las
reparaciones, cuando logré llevar todas las piezas a la estación,
consumió
varios meses.
»
Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a
sentarme, a
pesar de que yo había caminado unas veinte millas aquella mañana. El
rostro,
los modales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatura y
complexión
fuerte. Sus ojos, de un azul normal, resultaban quizá notablemente
fríos,
seguramente podía hacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y
pesada
como un hacha. Pero incluso en aquellos instantes, el resto de su
persona
parecía desmentir tal intención. Por otra parte, la expresión de sus
labios era
indefinible, furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa.
Recuerdo muy
bien el gesto, pero no logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente,
aunque
después dijo algo que la intensificó por un instante. Asomaba al final
de sus
frases, como un sello aplicado a las palabras más anodinas para darles
una
significación especial, un sentido completamente inescrutable. Era un
comerciante
común empleado en aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era
obedecido, a pesar de que no inspiraba amor ni odio, ni siquiera
respeto.
Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una
desconfianza
definida, sólo inquietud, nada más. Y no podéis figuraros cuán efectiva
puede
ser tal... tal... facultad. Carecía de talento organizador, de
iniciativa,
hasta de sentido del orden. Eso era evidente por el deplorable estado
que
presentaba la estación. No tenía cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había
logrado
ocupar tal puesto? Tal vez por la única razón de que nunca enfermaba.
Había
servido allí tres periodos de tres años... Una salud triunfante en
medio de la
derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie
de poder.
Cuando iba a su país con licencia se entregaba a un desenfreno en gran
escala,
pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la diferencia de que lo
era sólo
en lo exterior. Eso se podía deducir por la conversación general. No
era capaz
de crear nada, mantenía sólo la rutina, eso era todo. Pero era genial.
Era
genial por aquella pequeña cosa que era imposible deducir en él. Nunca
le
descubrió a nadie ese secreto. Es posible que en su interior no hubiera
nada.
Esta sospecha lo hacía a uno reflexionar, porque en el exterior no
había ningún
signo. En una ocasión en que varias enfermedades tropicales hablan
reducido al
lecho a casi todos los “agentes” de la estación, se le oyó decir: “Los
hombres
que vienen aquí deberían carecer de entrañas.” Selló la frase con
aquella
sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se abría a la
oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía ver algo... pero el sello
estaba
encima. Cuando en las comidas se hastió de las frecuentes querellas
entre los
blancos por la prioridad en los puestos, mandó hacer una inmensa mesa
redonda
para la que hubo que construir una casa especial. Era el comedor de la
estación. El lugar donde él se sentaba era el primer puesto, los demás
no
tenían importancia. Uno sentía que aquélla era su convicción
inalterable. No
era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía que su
“muchacho”, un
joven negro de la costa, sobrealimentado, tratara a los blancos, bajo
sus
propios ojos, con una insolencia provocativa.
»
En cuanto me vio comenzó a hablar. Yo había estado demasiado tiempo en
camino.
Él no podía esperar. Había tenido que partir sin mí. Había que revisar
las
estaciones del interior. Habían sido tantas las dilaciones en los
últimos
tiempos que ya no sabía quién había muerto y quién seguía con vida,
cómo
andaban las cosas, etcétera. No prestó ninguna atención a mis
explicaciones, y,
mientras jugaba con una barra de lacre, repitió varias veces que la
situación
era muy grave, muy grave. Corrían rumores de que una estación
importante tenía
dificultades y de que su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfermo.
Esperaba
que no fuera verdad. El señor Kurtz era... Yo me sentía cansado e
irritado. ¡A
la horca con el tal Kurtz!, pensaba. Lo interrumpí diciéndole que ya en
la
costa había oído hablar del señor Kurtz. “¡Ah! ¡De modo que se habla de
él allá
abajo!”, murmuró. Luego continuó su discurso, asegurándome que el señor
Kurtz
era el mejor agente con que contaba, un hombre excepcional, de la mayor
importancia para la compañía; por consiguiente yo debía tratar de
comprender su
ansiedad. Se hallaba, según decía, “muy, muy intranquilo”. Lo cierto
era que se
agitaba sobre la silla y exclamaba: “¡Ah, el señor Kurtz!” En ese
momento rompió
la barra de lacre y pareció confundirse ante el accidente. Después
quiso saber
cuánto tiempo me llevaría rehacer el barco. Volví a interrumpirlo.
Estaba
hambriento, sabéis, y seguía de pie, por lo que comencé a sentirme como
un
salvaje. “¿Cómo puedo afirmar nada?”, le dije. “No he visto aún el
barco.
Seguramente se necesitarán varios meses.” La conversación me parecía de
lo más
fútil. “¿Varios meses?”, dijo. “Bueno, pongamos tres meses antes de que
podamos
salir. Habrá que hacerlo en ese tiempo.” Salí de su cabaña (vivía solo
en una
cabaña de barro con una especie de terraza) murmurando para mis
adentros la
opinión que me había merecido. Era un idiota charlatán. Más tarde tuve
que
modificar esta opinión, cuando comprobé para mi asombro la
extraordinaria exactitud
con que había señalado el tiempo necesario para la obra.
»
Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por decirlo así, la espalda
a la
estación. Sólo de ese modo me parecía que podía mantener el control
sobre los
hechos redentores de la vida. Sin embargo, algunas veces había que
mirar
alrededor; veía entonces la estación y aquellos hombres que caminaban
sin
objeto por el patio bajo los rayos del sol. En algunas ocasiones me
pregunté
qué podía significar aquello. Caminaban de un lado a otro con sus
absurdos
palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el
interior de
una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los
murmullos,
en los suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un tinte de
imbécil
rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un
cadáver. ¡Por
Júpiter! Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en el exterior,
la
silenciosa soledad que rodeaba ese claro en la tierra me impresionaba
como algo
grande e invencible, como el mal o la verdad, que esperaban
pacientemente la
desaparición de aquella fantástica invasión.
»
¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, no importa. Ocurrieron varias cosas.
Una noche
una choza llena de percal, algodón estampado, abalorios y no sé qué
más, se
inflamó en una llamarada tan repentina que se podía creer que la tierra
se había
abierto para permitir que un fuego vengador consumiera toda aquella
basura. Yo
estaba fumando mi pipa tranquilamente al lado de mi vapor desmantelado,
y vi
correr a todo el mundo con los brazos en alto ante el resplandor,
cuando el
robusto hombre de los bigotes llegó al río con un cubo en la mano y me
aseguró
que todos “se portaban espléndidamente, espléndidamente”. Llenó el cubo
de agua
y se largó de nuevo a toda prisa. Pude ver que había un agujero en el
fondo del
cubo.
»
Caminé río arriba. Sin prisa. Mirad, aquello había ardido como si fuera
una
caja de cerillas. Desde el primer momento no había tenido remedio. La
llama
había saltado a lo alto, haciendo retroceder a todo el mundo, y después
de
consumirlo todo se había apagado. La cabaña no era más que un montón de
ascuas
y cenizas candentes. Un negro era azotado cerca del lugar. Se decía que
de
alguna manera había provocado el incendio; fuera cierto o no, gritaba
horriblemente. Volví a verlo días después, sentado a la sombra de un
árbol;
parecía muy enfermo, trataba de recuperarse; más tarde se levantó y se
marchó,
y la selva muda volvió a recibirlo en su seno. Mientras me acercaba al
calor
vivo desde la oscuridad, me encontré a la espalda de dos hombres que
hablaban
entre sí. Oí que pronunciaban el nombre de Kurtz y que uno le decía al
otro:
“Deberías aprovechar este incidente desgraciado.” Uno de los hombres
era el
director. Le deseé buenas noches. “¿Ha visto usted algo parecido? Es
increíble”, dijo y se marchó. El otro hombre permaneció en el lugar.
Era un
agente de primera categoría, joven, de aspecto distinguido, un poco
reservado,
con una pequeña barba bifurcada y nariz aguileña. Se mantenía al margen
de los
demás agentes, y éstos a su vez decían que era un espía al servicio del
director. En lo que a mí respecta, no había cambiado nunca una palabra
con él.
Comenzamos a conversar y sin darnos cuenta nos fuimos alejando de las
ruinas
humeantes. Después me invitó a acompañarlo a su cuarto, que estaba en
el
edificio principal de la estación. Encendió una cerilla, y pude
advertir que
aquel joven aristócrata no sólo tenía un tocador montado en plata sino
una vela
entera, toda suya. Se suponía que el director era el único hombre que
tenía
derecho a las velas. Las paredes de barro estaban cubiertas con tapices
indígenas; una colección de lanzas, azagayas, escudos, cuchillos,
colgaba de
ellas como trofeos. Según me habían informado, el trabajo confiado a
aquel
individuo era la fabricación de ladrillos, pero en toda la estación no
había un
solo pedazo de ladrillo, y había tenido que permanecer allí desde hacía
más de
un año, esperando. Al parecer no podía construir ladrillos sin un
material, no
sé qué era, tal vez paja. Fuera lo que fuese, allí no se conseguía, y
como no
era probable que lo enviaran de Europa, no resultaba nada claro
comprender qué
esperaba. Un acto de creación especial, tal vez. De un modo u otro
todos
esperaban, todos (bueno, los dieciséis o veinte peregrinos) esperaban
que algo
ocurriera; y les doy mi palabra de que aquella espera no parecía nada
desagradable, dada la manera en que la aceptaban, aunque lo único que
parecían
recibir eran enfermedades, de eso podía darme cuenta. Pasaban el tiempo
murmurando e intrigando unos contra otros de un modo completamente
absurdo. En
aquella estación se respiraba un aire de conspiración, que, por
supuesto, no se
resolvía en nada. Era tan irreal como todo lo demás, como las
pretensiones
filantrópicas de la empresa, como sus conversaciones, como su gobierno,
como
las muestras de su trabajo. El único sentimiento real era el deseo de
ser
destinado a un puesto comercial donde poder recoger el marfil y obtener
el
porcentaje estipulado. Intrigaban, calumniaban y se detestaban sólo por
eso,
pero en cuanto a mover aunque fuese el dedo meñique, oh, no. ¡Cielos
santos!,
hay algo después de todo en el mundo que permite que un hombre robe un
caballo
mientras que otro ni siquiera puede mirar un ronzal. Robar un caballo
directamente,
pase. Quien lo hace tal vez pueda montarlo. Pero hay una manera de
mirar un
ronzal que incitaría al piadoso de los santos a dar un puntapié.
»
Yo no tenía idea de por qué aquel hombre deseaba mostrarse sociable
conmigo,
pero mientras conversábamos me pareció de pronto que aquel individuo
trataba de
llegar a algo, a un hecho real, y que me interrogaba. Aludía
constantemente a
Europa, a las personas que suponía que yo conocía allí, dirigiéndome
preguntas
insinuantes sobre mis relaciones en la ciudad sepulcral. Sus ojos
pequeños
brillaban como discos de mica, llenos de curiosidad, aunque procuraba
conservar
algo de su altivez. Al principio su actitud me sorprendió, pero muy
pronto comencé
a sentir una intensa curiosidad por saber qué se proponía obtener de
mí. Me era
imposible imaginar qué podía despertar su interés. Era gracioso ver
cómo
luchaba en el vacío, porque lo cierto es que mi cuerpo estaba lleno
sólo de
escalofríos y en mi cabeza no había otra cosa fuera de aquel condenado
asunto
del vapor hundido. Era evidente que me consideraba como un
desvergonzado
prevaricador. Al final se enfadó y, para disimular un movimiento de
furia y
disgusto, bostezó. Me levanté. Entonces pude ver un pequeño cuadro al
óleo en
un marco, representando a una mujer envuelta en telas y con los ojos
vendados,
que llevaba en la mano una antorcha encendida. El fondo era sombrío,
casi
negro. La mujer permanecía inmóvil y el efecto de la luz de la antorcha
en su
rostro era siniestro.
»
Eso me retuvo, y él permaneció de pie por educación, sosteniendo una
botella
vacía de champaña (para usos medicinales) con la vela colocada encima.
A mi pregunta,
respondió que el señor Kurtz lo había pintado, en esa misma estación,
hacía
poco más de un año, mientras esperaba un medio de trasladarse a su
estación
comercial. “Dígame, por favor”, le pedí, “¿quién es ese señor Kurtz?”
»
El jefe de la estación interior”, respondió con sequedad, mirando hacia
otro
lado. “Muchas gracias”, le dije riendo, “y usted es el fabricante de
ladrillos
de la
Estación Central. Eso todo el mundo lo sabe.” Por un
momento
permaneció callado. “Es un prodigio”, dijo al fin. “Es un emisario de
la
piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más.
Nosotros
necesitamos”, comenzó de pronto a declamar, “para realizar la causa que
Europa
nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias superiores, gran
simpatía,
unidad de propósitos.” “¿Quién ha dicho eso?”, pregunté. “Muchos de
ellos”,
respondió. “Algunos hasta lo escriben; y de pronto llegó aquí él, un ser especial, como debe usted
saber.” “¿Por qué debo saberlo?”, lo interrumpí, realmente sorprendido.
Él no
me prestó ninguna atención. “Sí, hoy día es el jefe de la mejor
estación, el
año próximo será asistente en la dirección, dos años más y... pero me
atrevería
a decir que usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par de
años. Usted
forma parte del nuevo equipo... el equipo de la virtud. La misma
persona que lo
envió a él lo ha recomendado muy especialmente a usted. Oh, no diga que
no. Yo
tengo mis propios ojos, sólo en ellos confío.” La luz se hizo en mí.
Las poderosas
amistades de mi tía estaban produciendo un efecto inesperado en aquel
joven.
Estuve a punto de soltar una carcajada. “¿Lee usted la correspondencia
confidencial
de la compañía?”, le pregunté. No pudo decir una palabra. Me resultó
muy
divertido. “Cuando el señor Kurtz”, continué severamente, “sea director
general, no va usted a tener oportunidad de hacerlo.”
»
Apagó la vela de pronto
y salimos. La luna se había levantado. Algunas figuras negras vagaban
alrededor, echando agua sobre los escombros de los que salía un sonido
silbante. El vapor ascendía a la luz de la luna, el negro golpeado
gemía en
alguna parte. “¡Qué escándalo hace ese animal!”, dijo el hombre
infatigable de
los bigotes, quien de pronto apareció a nuestro lado. “De algo le
servirá.
Transgresión... castigo... ¡plaf! Sin piedad, sin piedad. Es la única
manera.
Eso prevendrá cualquier otro incendio en el futuro. Le acabo de decir
al
director... “Se fijó en mi acompañante e inmediatamente pareció perder
la
energía: “¿Todavía levantado?”, dijo con una especie de afecto servil.
“Bueno,
es natural. Peligro... agitación”, y se desvaneció. Llegué hasta la
orilla del
río y el otro me acompañó. Oí un chirriante murmullo: “¡Montón de
inútiles,
seguid!” Podía ver a los peregrinos en grupitos, gesticulando,
discutiendo.
Algunos tenían todavía los palos en la mano. Yo creo que llegaban a
acostarse
con aquellos palos. Del otro lado de la empalizada la selva se erguía
espectral
a la luz de la luna, y a través del incierto movimiento, a través de
los
débiles ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se
introducía en el corazón de todos... su misterio, su grandeza, la
asombrosa
realidad de su vida oculta. El negro castigado se lamentaba débilmente
en algún
lugar cercano, y luego emitió un doloroso suspiro que hizo que mis
pasos tomaran
otra dirección. Sentí que una mano se introducía bajo mi brazo. “Mi
querido
amigo”, dijo el tipo, “no quiero que me malinterprete, especialmente
usted, que
verá al señor Kurtz mucho antes de que yo pueda tener ese placer. No
quisiera
que se fuera a formar una idea falsa de mi disposición...”
»
Dejé continuar a aquel
Mefistófeles de pacotilla; me pareció que de haber querido hubiera
podido
traspasarlo con mi índice y no habría encontrado sino un poco de
suciedad
blanduzca en su interior. Se había propuesto, sabéis, ser ayudante del
director, y la llegada posible de aquel Kurtz lo había sobresaltado
tanto como
al mismo director general. Hablaba precipitadamente y yo no traté de
detenerlo.
Apoyé la espalda sobre los restos del vapor, colocado en la orilla,
como el
esqueleto de algún gran animal fluvial. El olor del cieno, del cieno
primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de
aquella
selva estaba ante mis ojos; había manchas brillantes en la negra
ensenada. La
luna extendía sobre todas las cosas una fina capa de plata, sobre la
fresca
hierba, sobre el muro de vegetación que se elevaba a una altura mayor
que el
muro de un templo, sobre el gran río, que resplandecía mientras corría
anchurosamente sin un murmullo. Todo aquello era grandioso,
esperanzador, mudo,
mientras aquel hombre charlaba banalmente sobre sí mismo. Me pregunté
si la
quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos
significaba un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros,
extraviados
en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la
que nos
manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era
aquella
cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había
allí?
Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el
señor
Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin
embargo
aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen
dicho que un
ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en
que
cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el
planeta Marte.
Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba convencido,
firmemente convencido, de que había habitantes en Marte. Si se le
interrogaba
sobre la idea que tenía sobre su aspecto y su comportamiento, adoptaba
una
expresión tímida y murmuraba algo sobre que “andaban a cuatro patas”.
Si
alguien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los sesenta, era capaz
de
desafiar al burlón a duelo. Yo no hubiera llegado tan lejos como a
batirme por
Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de mentir. Vosotros
sabéis que
odio, detesto, me resulta intolerable la mentira, no porque sea más
recto que
los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de
muerte, un
sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y
detesto
en el mundo, lo que quiero olvidar. Me hace sentir desgraciado y
enfermo, como
la mordedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino.
Pues
bien, estuve cerca de eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo
que le
viniera en gana sobre mi influencia en Europa. Por un momento me sentí
tan
lleno de pretensiones como el resto de aquellos embrujados peregrinos.
Sólo
porque tenía la idea de que eso de algún modo iba a resultarle útil a
aquel
señor Kurtz a quien hasta el momento no había visto... ya entendéis.
Para mí
era apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la
persona como
lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me
parece
que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano
esfuerzo,
porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que
produce esa
mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y
rechazo,
esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia
de los
sueños.
»
Marlow permaneció un
rato en silencio.
—...
No, es imposible; es
imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la
propia
existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y
penetrante
esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos.
Volvió
a hacer otra pausa
como reflexionando. Después añadió:
—Por
supuesto, en esto
vosotros podréis ver más de lo que yo podía ver entonces. Me veis a mí,
a quien
conocéis...
La
oscuridad era tan
profunda que nosotros, sus oyentes, apenas podíamos vernos unos a
otros. Hacía
ya largo rato que él, sentado aparte, no era para nosotros más que una
voz.
Nadie decía una palabra. Los otros podían haberse dormido, pero yo
estaba
despierto. Escuchaba, escuchaba aguardando la sentencia, la palabra que
pudiera
servirme de pista en la débil angustia que me inspiraba aquel relato
que
parecía formularse por sí mismo, sin necesidad de labios humanos, en el
aire
pesado y nocturno de aquel río.
—Sí,
lo dejé continuar
—volvió a decir de nuevo Marlow— y que pensara lo que le diera la gana
sobre
los poderes que existían detrás de mí. ¡Lo hice! ¡Y detrás de mí no
había nada!
No había nada salvo aquel condenado, viejo y maltrecho vapor sobre el
que me
apoyaba, mientras él hablaba fluidamente de la necesidad que tenía cada
hombre
de progresar. “Cuando alguien llega aquí, usted lo sabe, no es para
contemplar
la luna”, me dijo. El señor Kurtz era un “genio universal”, pero hasta
un genio
encontraría más fácil trabajar con “instrumentos adecuados y hombres
inteligentes”. Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Bueno, había una
imposibilidad material que lo impedía, como yo muy bien sabía, y si
trabajaba
como secretario del director era porque ningún hombre inteligente puede
rechazar absurdamente la confianza que en él depositan sus superiores.
¿Me daba
yo cuenta? Sí, me daba cuenta. ¿Qué más quería yo? Lo que realmente
quería eran
remaches, ¡cielo santo!, ¡remaches!, para poder continuar el trabajo y
tapar
aquel agujero. Remaches. En la costa había cajas llenas de ellos, cajas
amontonadas,
rajadas, herrumbrosas. En aquella estación de la colina uno tropezaba
con un
remache desprendido a cada paso que daba. Algunos habían rodado hasta
el bosque
de la muerte. Uno podía llenarse los bolsillos de remaches sólo con
molestarse
en recogerlos; y en cambio donde eran necesarios no se encontraba uno
solo.
Teníamos chapas que nos podían servir, pero nada con qué poder
ajustarlas. Cada
semana el mensajero, un negro solo, con un saco de cartas al hombro,
dejaba la
estación para dirigirse a la costa. Y varias veces a la semana una
caravana
llegaba de la costa con productos comerciales, percal horriblemente
teñido que
daba escalofríos de sólo mirar, cuentas de cristal de las que podía
comprarse
un cuarto de galón por un penique, pañuelos de algodón
estrafalariamente estampados.
Y nunca remaches. Tres negros hubieran podido transportar todo lo
necesario
para poner a flote aquel vapor.
»
Se estaba poniendo
confidencial, pero me imagino que al no encontrar ninguna respuesta de
mi parte
debió haberse exasperado, ya que consideró necesario informarme que no
temía a
Dios ni al diablo, y mucho menos a los hombres. Le dije que podía darme
perfecta cuenta, pero que lo que yo necesitaba era una determinada
cantidad de
remaches... y que en realidad lo que el señor Kurtz hubiera pedido, si
estuviese informado de esa situación, habrían sido los remaches. Y él
enviaba
cartas a la costa cada semana... “Mi querido señor” gritó, “yo escribo
lo que
me dictan.” Seguí pidiendo remaches. Un hombre inteligente tiene medios
para
obtenerlos. Cambió de modales. De pronto adoptó un tono frío y comenzó
a hablar
de un hipopótamo. Me preguntó si cuando dormía a bordo (permanecía allí
noche y
día), no tenía yo molestias. Un viejo hipopótamo tenía la mala
costumbre de
salir de noche a la orilla y errar por los terrenos de la estación. Los
peregrinos solían salir en pelotón y descargar sus rifles sobre él.
Algunos
velaban toda la noche esperándole. Sin embargo había sido una energía
desperdiciada. “Ese animal tiene una vida encantada, y eso sólo se
puede decir
de las bestias de este país. Ningún hombre, ¿me entiende usted?, ningún
hombre
tiene aquí el mismo privilegio”, dijo. Permaneció un momento a la luz
de la
luna con su delicada nariz aguileña un poco ladeada, y los ojos de mica
brillantes, sin pestañear. Después se despidió secamente y se retiró a
grandes
zancadas. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemente confuso, lo
que me
hizo alentar mayores esperanzas de las que había abrigado en los días
anteriores. Me servía de consuelo apartar a aquel tipo para volver a mi
influyente amigo, el roto, torcido, arruinado, desfondado barco de
vapor. Subí
a bordo. Crujió bajo mis pies como una lata de bizcochos Hunley &
Palmer
vacía que hubiera recibido un puntapié en un escalón. No era sólido,
mucho
menos bonito, pero había invertido en él demasiado trabajo como para no
quererlo. Ningún amigo influyente me hubiera servido mejor. Me había
dado la
oportunidad de moverme un poco y descubrir lo que podía hacer. No, no
me gusta
el trabajo. Prefiero ser perezoso y pensar en las bellas cosas que
pueden
hacerse. No me gusta el trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me
gusta lo que
hay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a sí mismo. La propia
realidad,
eso que sólo uno conoce y no los demás, que ningún otro hombre puede
conocer.
Ellos sólo pueden ver el espectáculo, y nunca pueden decir lo que
realmente
significa.
»
No me sorprendió ver a
una
persona sentada en la cubierta, con las piernas colgantes sobre el
barro.
Mirad, mis relaciones eran buenas con los pocos mecánicos que había en
la
estación, y a los que los otros peregrinos naturalmente despreciaban;
me
imagino que por la rudeza de sus modales. Era el capataz, un fabricante
de
marmitas, buen trabajador, un individuo seco, huesudo, de rostro
macilento, con
ojos grandes y mirada intensa. Tenía un aspecto preocupado. Su cabeza
era tan
calva como la palma de mi mano; parecía que los cabellos, al caer, se
le habían
pegado a la barbilla y que habían prosperado en aquella nueva
localidad, pues
la barba le llegaba a la cintura. Era un viudo con seis hijos (los
había dejado
a cargo de una hermana suya al emprender el viaje) y la pasión de su
vida eran
las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un conocedor. Deliraba por
las
palomas. Después del horario de trabajo acostumbraba ir a veces al
barco a
conversar sobre sus hijos, y sobre las palomas. En el trabajo, cuando
se debía
arrastrar por el barro bajo la quilla del vapor, recogía su barba en
una
especie de servilleta blanca que llevaba para ese propósito, con unas
cintas
que ataba tras las orejas. Por las noches se le podía ver inclinado
sobre el
río, lavando con sumo cuidado esa envoltura en la corriente, y
tendiéndola
después solemnemente sobre una mata para que se secara.
»
Le di una palmada en la
espalda y exclamé: “Vamos a tener remaches.” Se puso de pie y exclamó:
“¿No? ¡Remaches!”,
como si no pudiera creer a sus oídos. Luego, añadió en voz baja:
“Usted...
¿Eh?” No sé por qué nos comportábamos como lunáticos. Me lleve un dedo
a la
nariz inclinando la cabeza misteriosamente. “¡Bravo por usted!”,
exclamó,
chasqueando sus dedos sobre la cabeza y levantando un pie. Comencé a
bailotear.
Saltábamos sobre la cubierta de hierro. Un ruido horroroso salió de
aquel casco
arrumbado y el bosque virgen desde la otra margen del río lo envió de
vuelta en
un eco atronador a la estación dormida. Aquello debió hacer levantar a
algunos
peregrinos en sus cabañas. Una figura oscura apareció en el portal de
la cabaña
del director, desapareció, y luego, un segundo o dos después, también
la puerta
desapareció. Nos detuvimos y el silencio interrumpido por nuestro
zapateo
volvió de nuevo a nosotros desde los lugares más remotos de la tierra.
El gran
muro de vegetación, una masa exuberante y confusa de troncos, ramas,
hojas,
guirnaldas, inmóviles a la luz de la luna, era como una tumultuosa
invasión de
vida muda, una ola arrolladora de plantas, apiladas, con penachos,
dispuestas a
derrumbarse sobre el río, a barrer la pequeña existencia de todos los
pequeños
hombres que, como nosotros, estábamos en su seno. Y no se movía. Una
explosión
sorda de grandiosas salpicaduras y bufidos nos llegó de lejos, como si
un ictiosaurio
se estuviera bañando en el resplandor del gran río. “Después de todo”,
dijo el
fabricante de marmitas, en tono razonable, “¿por qué no iban a darnos
los
remaches?” ¡En efecto, por qué no! No conocía ninguna razón para que no
los
tuviésemos. “Llegarán dentro de unas tres semanas”, le dije en tono
confidencial.
»
Pero no fue así. En
lugar de remaches tuvimos una invasión, un castigo, una visita. Llegó
en
secciones durante las tres semanas siguientes; cada sección encabezada
por un
burro en el que iba montado un blanco con traje nuevo y zapatos
relucientes, un
blanco que saludaba desde aquella altura a derecha e izquierda a los
impresionados
peregrinos. Una banda pendenciera de negros descalzos y desarrapados
marchaba
tras el burro; un equipaje de tiendas, sillas de campaña, cajas de
lata,
cajones blancos y fardos grises eran depositados en el patio, y el aire
de
misterio parecía espesarse sobre el desorden de la estación. Llegaron
cinco
expediciones semejantes, con el aire absurdo de una huida desordenada,
con el
botín de innumerables almacenes y abundante acopio de provisiones que
uno
podría pensar habían sido arrancadas de la selva para ser repartidas
equitativamente. Era una mezcla indecible de cosas, útiles en sí, pero
a las
cuales la locura humana hacía parecer como el botín de un robo.
»
Aquella devota banda se
daba a sí misma el nombre de Expedición de Exploradores Eldorado.
Parece ser
que todos sus miembros habían jurado guardar secreto. Su conversación,
de
cualquier manera, era una conversación de sórdidos filibusteros. Era un
grupo
temerario pero sin valor, voraz sin audacia, cruel sin osadía. No había
en
aquella gente un átomo de previsión ni de intención seria, y ni
siquiera
parecían saber que esas cosas son requeridas para el trabajo en el
mundo. Arrancar
tesoros a las entrañas de la tierra era su deseo, pero aquel deseo no
tenía
detrás otro propósito moral que el de la acción de unos bandidos que
fuerzan
una caja fuerte. No sé quién costearía los gastos de aquella noble
empresa,
pero un tío de nuestro director era el jefe del grupo.
»
Por su exterior parecía
el carnicero de un barrio pobre, y sus ojos tenían una mirada de
astucia
somnolienta. Ostentaba un enorme vientre sobre las cortas piernas, y
durante el
tiempo que aquella banda infestó la estación sólo habló con su sobrino.
Podía
uno verlos vagando durante el día por todas partes, las cabezas unidas
en una
interminable confabulación.
»
Renuncié a molestarme
más por el asunto de los remaches. La capacidad humana para esa especie
de locura
es más limitada de lo que vosotros podéis suponer. Me dije: “A la horca
con
todos.” Y dejé de preocuparme. Tenía tiempo en abundancia para la
meditación, y
de vez en cuando dedicaba algún pensamiento a Kurtz. No me interesaba
mucho.
No. Sin embargo, sentía curiosidad por saber si aquel hombre que había
llegado
equipado con ideas morales de alguna especie lograría subir a la cima
después
de todo, y cómo realizaría el trabajo una vez que lo hubiese
conseguido.”
II
—Una
noche, mientras estaba tendido en la cubierta de mi vapor, oí voces que
se
acercaban. Eran el tío y el sobrino que caminaban por la orilla del
río. Volví
a apoyar la cabeza sobre el brazo, y estaba a punto de volverme a
dormir,
cuando alguien dijo casi en mi oído: “Soy tan inofensivo como un niño,
pero no
me gusta que me manden. ¿Soy el director o no lo soy? Me ordenaron
enviarlo
allí. Es increíble...” Me di cuenta de que ambos se hallaban en la
orilla, al
lado de popa, precisamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me
ocurrió
moverme. Estaba amodorrado. “Es muy desagradable”, gruñó el tío. “Él
había pedido
a la administración que le enviaran allí”, dijo el otro, “con la idea
de demostrar
lo que era capaz de hacer. Yo recibí instrucciones al respecto. Debe
tener una
influencia tremenda. ¿No te parece terrible?” Ambos convinieron en que
aquello
era terrible; después hicieron observaciones extrañas: la lluvia... el
buen
tiempo... un hombre... el Consejo... por la nariz... Fragmentos de
frases
absurdas que me hicieron salir de mi estado de somnolencia. De modo que
estaba
en pleno uso de mis facultades mentales cuando el tío dijo: “El clima
puede
eliminar esa dificultad. ¿Está solo allá?” “Sí”, respondió el director.
“Me
envió a su asistente, con una nota redactada más o menos en estos
términos:
“Saque usted a este pobre diablo del país, y no se moleste en enviarme
a otras
personas de esta especie. Prefiero estar solo a tener a mi lado la
clase de
hombres de que ustedes pueden disponer.” Eso fue hace ya más de un año.
¿Puedes
imaginarte desfachatez semejante?” “¿Y nada a partir de entonces?”,
preguntó el
otro con voz ronca. “Marfil”, masculló el sobrino, “a montones... y de
primera
clase. Grandes cargamentos; todo para fastidiar, me parece.” “¿De qué
manera?”
preguntó un rugido sordo. “Facturas”, fue la respuesta. Se podía decir
que
aquella palabra había sido disparada. Luego se hizo el silencio. Habían
estado
hablando de Kurtz.
»
Para entonces yo estaba del todo despierto. Permanecía acostado tal
como
estaba, sin cambiar de postura. “¿Cómo ha logrado abrirse paso todo ese
marfil?”, explotó de pronto el más anciano de los dos, que parecía muy
contrariado. El otro explicó que había llegado en una flotilla de
canoas, a las
órdenes de un mestizo inglés que Kurtz tenía a su servicio. El mismo
Kurtz, al
parecer, había tratado de hacer el viaje, por encontrarse en ese tiempo
la
estación desprovista de víveres y pertrechos, pero después de recorrer
unas
trescientas millas había decidido de pronto regresar, y lo hizo solo,
en una
pequeña canoa con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río
abajo
con el marfil. Los dos hombres estaban sorprendidos ante semejante
proceder.
Trataban de encontrar un motivo que explicara esa actitud. En cuanto a
mí, me pareció
ver por primera vez a Kurtz. Fue un vislumbre preciso: la canoa, cuatro
remeros
salvajes; el blanco solitario que de pronto le daba la espalda a las
oficinas
principales, al descanso, tal vez a la idea del hogar, y volvía en
cambio el
rostro hacia lo más profundo de la selva, hacia su campamento vacío y
desolado.
Yo no conocía el motivo. Era posible que sólo se tratara de un buen
sujeto que
se había entusiasmado con su trabajo. Su nombre, sabéis, no había sido
pronunciado ni una sola vez durante la conversación. Se referían a
“aquel
hombre”. El mestizo que, según podía yo entender, había realizado con
gran
prudencia y valor aquel difícil viaje era invariablemente llamado “ese
canalla”.
El “canalla” había informado que “aquel hombre” había estado muy
enfermo; aún
no se había restablecido del todo... Los dos hombres debajo de mí se
alejaron
unos pasos; paseaban de un lado a otro a cierta distancia. Escuché:
“puesto
militar... médico... doscientas millas... ahora completamente solo...
plazos
inevitables... nueve meses... ninguna noticia... extraños rumores”.
Volvieron a
acercarse. Precisamente en esos momentos decía el director: “Nadie, que
yo
sepa, a menos que sea una especie de mercader ambulante, un tipo
malvado que
les arrebata el marfil a los nativos. “¿De quién hablaban ahora? Pude
deducir
que se trataba de algún hombre que estaba en el distrito de Kurtz y
cuya
presencia era desaprobada por el director. “No nos veremos libres de
esos
competidores de mala fe hasta que colguemos a uno para escarmiento de
los
demás”, dijo. “Por supuesto”, gruñó el otro. “¡Deberías colgarlo! ¿Por
qué no?
En este país se puede hacer todo, todo. Eso es lo que yo sostengo; aquí
nadie
puede poner en peligro tu posición. ¿Por qué? Porque resistes el clima.
Sobrevives
a todos los demás. El peligro está en Europa. Pero antes de salir tuve
la
precaución de...” “Se alejaron y sus voces se convirtieron en un
murmullo.
Después volvieron a elevarse. “Esta extraordinaria serie de retrasos no
es
culpa mía. He hecho todo lo que he podido.” “Es una lástima”, suspiró
el viejo.
“Y esa peste absurda que es su conversación” rugió el otro. “Me molestó
mucho
cuando estaba aquí: «Cada estación debería ser como un faro en medio
del
camino, que iluminara la senda hacia cosas mejores; un centro
comercial, por supuesto,
pero también de humanidad, de mejoras, de instrucción.» ¡Habráse visto
semejante asno! ¡Y quiere ser director! ¡No, es como...!” “El exceso de
indignación
lo hizo sofocarse. Yo levanté un poco la cabeza. Me sorprendió ver lo
cerca que
estaban, justo debajo de mí. Habría podido escupir sobre sus sombreros.
Miraban
el suelo, absortos en sus pensamientos. El director se fustigaba la
pierna con
una fina varita. Su sagaz pariente levantó de pronto la cabeza. “¿Y te
has
encontrado bien todo el tiempo, desde que llegaste?”, preguntó. El otro
pareció
sobresaltarse. “¿Quién? ¿Yo? ¡Oh, perfectamente, perfectamente! Pero el
resto... ¡santo cielo!, todos enfermos. Se mueren tan rápidamente que
no tengo
casi tiempo de mandarlos fuera de la región... ¡Es increíble!” “Hum.
Así es
precisamente”, gruñó el tío. “Ah, muchacho, confía en eso... te lo
digo, confía
en eso.” Le vi extender un brazo que más bien parecía una aleta y
señalar hacia
la selva, la ensenada, el barco, el río; parecía sellar con un gesto
vil ante
la iluminada faz de la tierra un pacto traidor con la muerte en acecho,
el mal
escondido, las profundas tinieblas del corazón humano. Fue tan
espantoso que me
puse en pie de un salto y miré hacia atrás, al lindero de la selva,
como esperando
encontrar una respuesta a ese negro intercambio de confidencias. Ya
sabéis que
a veces uno llega a abrigar las más locas ideas. Una profunda calma
rodeaba a
aquellas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando el paso de una
invasión fantástica.
»
Los dos hombres maldijeron a la vez, de puro miedo creo yo... Después
pretendieron no saber nada de mi existencia y volvieron a la estación.
El sol
estaba bajo; e inclinados hacia adelante, uno al lado del otro,
parecían tirar
a duras penas, colina arriba, de sus dos sombras grotescas, de longitud
irregular, que se arrastraban lentamente tras ellos sobre la hierba
espesa, sin
inclinar una sola brizna.
»
Unos días más tarde la Expedición Eldorado se internó en la
paciente
selva, que se cerró sobre ellos como el mar sobre un buzo. Algún tiempo
después
nos llegaron noticias de que todos los burros habían muerto. No sé nada
sobre
la suerte que corrieron los otros animales, los menos valiosos. No me
cabe duda
de que, como el resto de nosotros, encontraron su merecido. No hice
averiguaciones.
Me excitaba enormemente la perspectiva de conocer muy pronto a Kurtz.
Cuando
digo muy pronto, hablo en términos relativos. Dos meses pasaron desde
el
momento en que dejamos la ensenada hasta nuestra llegada a la orilla de
la
estación de Kurtz.
»
Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando
la
vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se
convirtieron en
reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable.
El aire
era caliente, denso, pesado, embriagador. No había ninguna alegría en
el
resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto, en la
penumbra de las
grandes extensiones. En playas de arena plateada, los hipopótamos y los
cocodrilos tomaban el sol lado a lado. Las aguas, al ensancharse,
fluían a
través de archipiélagos boscosos; era tan fácil perderse en aquel río
como en
un desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo
contra
bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar
embrujado,
lejos de todas las cosas una vez conocidas... en alguna parte... lejos
de
todo... tal vez en otra existencia. Había momentos en que el pasado
volvía a
aparecer, como sucede cuando uno no tiene ni un momento libre, pero
aparecía en
forma de un sueño intranquilo y estruendoso, recordado con asombro en
medio de
la realidad abrumadora de aquel mundo extraño de plantas, y agua, y
silencio. Y
aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna manera a la
tranquilidad.
Era la inmovilidad de una fuerza implacable que envolvía una intención
inescrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo. Después llegué a
acostumbrarme.
Y al acostumbrarme dejé de verla; no tenía tiempo. Debía estar todo el
tiempo
tratando de adivinar el cauce del canal; tenía que adivinar, más por
inspiración que por otra cosa, las señales de los bancales ocultos,
descubrir
las rocas sumergidas. Aprendí a rechinar los dientes sonoramente antes
de que
el corazón me estallara cuando rozábamos algún viejo tronco infernal
que
hubiera podido terminar con la vida de aquel vapor de hojalata y ahogar
a todos
los peregrinos. Necesitaba encontrar todos los días señales de madera
seca que
pudiéramos cortar todas las noches para alimentar las calderas al día
siguiente. Cuando uno tiene que estar pendiente de ese tipo de cosas,
los meros
incidentes de la superficie, la realidad, sí, la realidad digo, se
desvanece.
La verdad íntima se oculta, por suerte, por suerte. Pero yo la sentía
durante
todo el tiempo. Sentía con frecuencia aquella inmovilidad misteriosa
que me
contemplaba, que observaba mis artimañas de mono, tal como os observa a
vosotros, camaradas, cuando trabajáis en vuestros respectivos cables
por...
cuánto es... media corona la vuelta.”
—Intenta
ser más cortés, Marlow —gruñó una voz, y supe que por lo menos había
otro
auditor tan despierto como yo.
—Perdón.
¿En realidad, qué importa el precio si la cosa está bien hecha?
Vosotros
desempeñáis muy bien vuestros oficios. Yo tampoco he hecho mal el mío
desde que
logré que no naufragara aquel vapor en mi primer viaje. Todavía me
asombro de
ello. Imaginad a un hombre con los ojos vendados obligado a conducir un
vehículo por un mal camino. Lo que puedo deciros es que sudé y temblé
de verdad
durante aquel viaje. Después de todo, para un marino, que se rompa el
fondo de
la cosa que se supone flota todo el tiempo bajo su vigilancia es el
pecado más
imperdonable. Puede que nadie se entere, pero él no olvida el porrazo,
¿no es
cierto? Es un golpe en el mismo corazón. Uno lo recuerda, lo sueña,
despierta a
media noche para pensar en él, años después, y vuelve a sentir
escalofríos. No
pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Más de una vez
tuvo que
vadear un poco, con veinte caníbales chapoteando alrededor de él y
empujando.
Durante el viaje habíamos enganchado una tripulación con algunos de
esos muchachos.
¡Excelentes tipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que se podía
trabajar,
y aún hoy les estoy agradecido. Y, después de todo, no se devoraban los
unos a
los otros en mi presencia; llevaban consigo una provisión de carne de
hipopótamo, que una vez podrida hizo llegar a mis narices todo el
misterio de
la selva. ¡Puuuf! Aún puedo olerla. Llevaba a bordo al director y a
tres o
cuatro peregrinos con sus palos. Eso era todo. Algunas veces nos
acercábamos a
una estación próxima a la orilla, pegada a las faldas de lo
desconocido; los
blancos salían de sus cabañas con grandes expresiones de alegría, de
sorpresa,
de bienvenida. Me parecían muy extraños. Tenían todo el aspecto de
haber sido
víctimas de un hechizo. La palabra marfil flotaba un buen rato en el
aire, y
luego seguíamos de nuevo en medio del silencio, a lo largo de inmensas
extensiones desiertas, alrededor de mansos recodos, entre los altos
muros de
nuestro camino sinuoso, que resonaba en profundos ruidos al pesado
golpe de
nuestra rueda de popa. Árboles, árboles, millones de árboles, masas
inmensas de
ellos, elevándose hacia las alturas; y a sus pies, navegando junto a la
orilla,
contra la corriente, se deslizaba aquel vapor lisiado, como se arrastra
un
escarabajo perezoso sobre el suelo de un elevado pórtico. Uno tenía por
fuerza
que sentirse muy pequeño, totalmente perdido, y sin embargo aquel
sentimiento
no era deprimente. Después de todo, por muy pequeño que fuera, aquel
sucio
animalillo seguía arrastrándose, y eso era lo que se le pedía. A dónde
imaginaban arrastrarse los peregrinos, eso sí que no lo sé. Hacia algún
lugar
del que esperaban obtener algo, creo. En cuanto a mí, el escarabajo se
arrastraba exclusivamente hacia Kurtz. Pero cuando el casco comenzó a
hacer
agua nos arrastramos muy lentamente. Aquellas grandes extensiones se
abrían
ante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto
poco a poco
un pie en el agua para cortarnos la retirada en el momento del regreso.
Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. Allí
había
verdadera calma. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás
de la
cortina vegetal, corría por el río, se sostenía débilmente, se
prolongaba, como
si revoloteara en el aire por encima de nuestras cabezas, hasta la
primera luz
del día. Si aquello significaba guerra, paz u oración es algo que no
podría
decir. La aurora se anunciaba por el descenso de una desapacible calma;
los
leñadores dormían, sus hogueras se extinguían; el chasquido de una rama
lo
podía llenar a uno de sobresalto. Éramos vagabundos en medio de una
tierra
prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta
desconocido. Nos
podíamos ver a nosotros mismos como los primeros hombres tomando
posesión de
una herencia maldita, sobreviviendo a costa de una angustia profunda de
un
trabajo excesivo. Pero, de pronto, cuando luchábamos para cruzar un
recodo,
podíamos vislumbrar unos muros de juncos técnicos de hierba
puntiagudos, un
estallido de gritos, un revuelo de músculos negros, una multitud de
manos que
palmoteaban, de pies que pateaban, de cuerpos en movimiento, de ojos
furtivos,
bajo la sombra de pesados e inmóviles follajes. El vapor se movía lenta
y
dificultosamente al borde de un negro e incomprensible frenesí. ¿Nos
maldecía,
nos imprecaba, nos daba la bienvenida el hombre prehistórico? ¿Quién
podría
decirlo? Estábamos incapacitados para comprender todo lo que nos
rodeaba; nos
deslizábamos como fantasmas, asombrados y con un pavor secreto, como
pueden
hacerlo los hombres cuerdos ante un estallido de entusiasmo en una casa
de
orates. No podíamos entender porque nos hallábamos muy lejos, y no
podíamos
recordar porque viajábamos en la noche de los primeros tiempos, de esas
épocas
ya desaparecidas, que dejan con dificultades alguna huella... pero
ningún
recuerdo.
»
La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la
imagen
encadenada de un monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela
como
algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran... No,
no se
podía decir inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha de que no
fueran
inhumanos. La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se
colgaban de
las lianas, hacían muecas horribles, pero lo que en verdad producía
estremecimiento era la idea de su humanidad, igual que la de uno, la
idea del
remoto parentesco con aquellos seres salvajes, apasionados y
tumultuosos. Feo,
¿no? Sí, era algo bastante feo. Pero si uno era lo suficientemente
hombre debía
admitir precisamente en su interior una débil traza de respuesta a la
terrible
franqueza de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aquello tenía
un
sentido en el que uno (uno, tan distante de la noche de los primeros
tiempos)
podía participar. ¿Por qué no? La mente del hombre es capaz de todo,
porque
todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí,
después de
todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera... ¿Quién podía
saberlo?... Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del
tiempo.
Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan... El que es hombre
sabe y
puede mirar aquello sin pestañear. Pero tiene que ser por lo menos tan
hombre
como los que había en la orilla. Debe confrontar esa verdad con su
propia y verdadera
esencia... con su propia fuerza innata. Los principios no bastan.
Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos... harapos que velarían a la
primera
sacudida. No, lo que se requiere es una creencia deliberada. ¿Hay allí
algo que
me llama, en esa multitud demoníaca? Muy bien. La oigo, lo admito, pero
también
tengo una voz y para bien o para mal no puedo silenciarla. Por
supuesto, un
necio con puro miedo y finos sentimientos está siempre a salvo. ¿Quién
protesta? ¿Os preguntáis si también bajé a la orilla para aullar y
danzar? Pues
no, no lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis? ¡Al diablo con los nobles
sentimientos! No tenía tiempo para ellos. Tenía que mezclar albayalde
con tiras
de mantas de lana para tapar los agujeros por donde entraba el agua.
Tenía que
estar al tanto del gobierno del barco, evitar troncos, y hacer que
marchara
aquella caja de hojalata por las buenas o por las malas. Esas cosas
poseen la
suficiente verdad superficial como para salvar a un hombre sabio. A
ratos
tenía, además, que vigilar al salvaje que llevaba yo como fogonero. Era
un
espécimen perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Allí
estaba,
debajo de mí y, palabra de honor, mirarlo resultaba tan edificante como
ver a
un perro en una parodia con pantalones y sombrero de plumas, paseando
sobre sus
patas traseras. Unos meses de entrenamiento habían hecho de él un
muchacho
realmente eficaz. Observaba el regulador de vapor y el carburador de
agua con
un evidente esfuerzo por comprender, tenía los dientes afilados
también, pobre
diablo, y el cabello lanudo afeitado con arreglo a un modelo muy
extraño, y
tres cicatrices ornamentales en cada mejilla. Hubiera debido palmotear
y
golpear el suelo con la planta de los pies, y en vez de ello se
esforzaba por
realizar un trabajo, iniciarse en una extraña brujería, en la que iba
adquiriendo nuevos conocimientos. Era útil porque había recibido alguna
instrucción;
lo que sabía era que si el agua desaparecía de aquella cosa
transparente, el
mal espíritu encerrado en la caldera mostraría su cólera por la
enormidad de su
sed y tomaría una venganza terrible. Y así sudaba, calentaba y
observaba el
cristal con temor (con un talismán improvisado, hecho de trapos, atado
a un
brazo, y un pedazo de hueso del tamaño de un reloj, colocado entre la
encía y
el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de selva se
deslizaban
lentamente ante nosotros, el pequeño ruido quedaba atrás y se sucedían
millas
interminables de silencio... Y nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz.
Pero los
troncos eran grandes, el agua traidora y poco profunda, la caldera
parecía tener
en efecto un demonio hostil en su seno, y de esa manera ni el fogonero
ni yo
teníamos tiempo para internarnos en nuestros melancólicos pensamientos.
»
A
unas cincuenta millas de la estación interior encontramos una choza
hecha de
cañas y, sobre ella, un mástil inclinado y melancólico, con los restos
irreconocibles de lo que había sido una bandera ondeando sobre él, y al
lado un
montón de leña, cuidadosamente apilado. Aquello constituía algo
inesperado.
Bajamos a la orilla, y sobre la leña encontramos una tablilla con
algunas
palabras borrosas. Cuando logramos descifrarlas, leímos: “Leña para
ustedes.
Apresúrense. Deben acercarse con precauciones. “Había una firma, pero
era
ilegible. No era la de Kurtz. Era una palabra mucho más larga.
Apresúrense.
¿Adónde? ¿Remontando el río? ¿Acercarse con precauciones? No lo
habíamos hecho
así. Pero la advertencia no podía ser para llegar a aquel lugar, ya que
nadie
tendría conocimiento de su existencia. Algo anormal encontraríamos más
arriba.
¿Pero qué, y en qué cantidad? Ése era el problema. Comentamos
despectivamente
la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. Los arbustos cercanos no
nos
dijeron nada, y tampoco nos permitieron ver muy lejos. Una cortina
destrozada
de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña, y rozaba tristemente
nuestras
caras. El interior estaba desmantelado, pero era posible deducir que
allí había
vivido no hacía mucho tiempo un blanco. Quedaba aún una tosca mesa, una
tabla
sobre dos postes un montón de escombros en un rincón oscuro y, cerca de
la
puerta, un libro que recogí inmediatamente. Había perdido la cubierta y
las
páginas estaban muy sucias y blandas, pero el lomo había sido
recientemente
cosido con cuidado, con hilo de algodón blanco que aún conservaba un
aspecto
limpio. El título era Una investigación
sobre algunos aspectos de náutica, y el autor un tal Towsen o
Towson,
capitán al servicio de su majestad. El contenido era bastante monótono,
con
diagramas aclaratorios y múltiples láminas con figuras. El ejemplar
tenía una
antigüedad de unos sesenta años. Acaricié aquella impresionante
antigualla con
la mayor ternura posible, temeroso de que fuera a disolverse en mis
manos. En
su interior, Towson o Towsen investigaba seriamente la resistencia de
tensión
de los cables y cadenas empleados en los aparejos de los barcos, y
otras
materias semejantes. No era un libro apasionante, pero a primera vista
se podía
ver una unidad de intención, una honrada preocupación por realizar
seriamente
el trabajo, que hacía que aquellas páginas, concebidas tantos años
atrás,
resplandecieran con una luminosidad no provocada sólo por el interés
profesional. El sencillo y viejo marino, con su disquisición sobre
cadenas y
tuercas, me hizo olvidar la selva y los peregrinos, en una deliciosa
sensación
de haber encontrado algo inconfundiblemente real. El que un libro
semejante se
encontrara allí era ya bastante asombroso, pero aún lo eran más las
notas
marginales, escritas a lápiz, con referencia al texto. ¡No podía creer
en mis
propios ojos! Estaban escritas en lenguaje cifrado. Sí, aquello parecía
una
clave. Imaginad a un hombre que llevara consigo un libro de esa especie
a aquel
lugar perdido del mundo, lo estudiara e hiciera comentarios en lenguaje
cifrado. Era un misterio de lo más extravagante.
»
Desde hacía un rato era vagamente consciente de cierto ruido molesto, y
al
alzar los ojos vi que la pila de leña había desaparecido, y que el
director,
junto con todos los peregrinos, me llamaba a voces desde la orilla del
río. Me
metí el libro en un bolsillo. Puedo aseguraros que arrancarse de su
lectura era
como separarse del abrigo de una vieja y sólida amistad.
»
Volví a poner en marcha la inválida máquina. “Debe de ser ese miserable
comerciante, ese intruso”, exclamó el director, mirando con
malevolencia hacia
el sitio que habíamos dejado atrás. “Debe ser inglés”, dije yo. “Eso no
lo
librará de meterse en dificultades si no es prudente”, murmuró
sombríamente el
director. Y yo comenté con fingida inocencia que en este mundo nadie
está libre
de dificultades.
»
La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de
emitir su
último suspiro; las aspas de las ruedas batían lánguidamente el agua.
Yo
esperaba que aquél fuera el último esfuerzo, porque a decir verdad
temía a cada
momento que aquella desvencijada embarcación no pudiera ya más. Me
parecía
estar contemplando las últimas llamadas de una vida. Sin embargo,
seguíamos
avanzando. A veces tomaba como punto de referencia un árbol, situado un
poco
más arriba, para medir nuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía
invariablemente
antes de llegar a él. Mantener la vista fija durante tanto tiempo era
una labor
demasiado pesada para la paciencia humana. El director mostraba una
magnífica
resignación. Yo me impacientaba, me encolerizaba y discutía conmigo
mismo sobre
la posibilidad de hablar abiertamente con Kurtz. Pero antes de poder
llegar a
una conclusión, se me ocurrió que tanto mi silencio como mis
declaraciones eran
igualmente fútiles. ¿Qué importancia podía tener que él supiera o
ignorara la
situación? ¿Qué importaba quién fuera el director? A veces tenemos esos
destellos de perspicacia. Lo esencial de aquel asunto yacía muy por
debajo de
la superficie, más allá de mi alcance y de mi poder de meditación.
»
Hacia la tarde del segundo día creíamos estar a unas ocho millas de la
estación
de Kurtz. Yo quería continuar, pero el director me dijo con aire grave
que la
navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecía
prudente,
ya que el sol estaba a punto de ocultarse, esperar allí hasta la mañana
siguiente. Es más, insistió en la advertencia de que nos acercáramos
con
prudencia. Sería mejor hacerlo a la luz del día y no en la penumbra del
crepúsculo o en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho
millas
significaban cerca de tres horas de navegación, y yo había visto
ciertos rizos
sospechosos en el curso superior del río. No obstante, aquel retraso me
produjo
una indecible contrariedad, y sin razón, ya que una noche poco podía
importar
después de tantos meses. Como teníamos leña en abundancia y la palabra
precaución
no nos abandonaba, detuve el barco en el centro del río. El cauce era
allí
angosto, recto, con altos bordes, como una trinchera de ferrocarril. La
oscuridad comenzó a cubrirnos antes de que el sol se pusiera. La
corriente
fluía rápida y tersa, pero una silenciosa inmovilidad cubría las
márgenes. Los
árboles vivientes, unidos entre sí por plantas trepadoras, así como
todo arbusto
vivo en la maleza, parecían haberse convertido en piedra, hasta la rama
más
delgada, hasta la hoja más insignificante. No era un sueño, era algo
sobrenatural, como un estado de trance. Uno miraba aquello con asombro
y
llegaba a sospechar si se habría vuelto sordo. De pronto se hizo la
noche,
súbitamente, y también nos dejó ciegos. A eso de las tres de la mañana
saltó un
gran pez, y su fuerte chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido
disparado por
un cañón. Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la
noche,
empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba
precisamente
allí, rodeándonos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de la
mañana comenzó
a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos contemplar la multitud de
altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada selva, con el pequeño
sol
resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba en una calma
absoluta, y
después la blanca cortina descendió otra vez, suavemente, como si se
deslizara
por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo la cadena que
habíamos
comenzado a halar. Y antes de que hubiera acabado de descender,
rechinando
sordamente, un aullido, un aullido terrible como de infinita
desolación, se
elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor
lastimero,
modulado con una discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo
inesperado de
aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé
qué impresión
les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera
gritado;
tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había elevado a
la vez
aquel grito tumultuoso y luctuoso. Culminó con el estallido acelerado
de un
chillido exorbitante, casi intolerable, que al cesar nos dejó helados
en una
variedad de actitudes estúpidas, tratando obstinadamente de escuchar el
silencio
excesivo, casi espantoso, que siguió. “¡Dios mío! ¿Qué es esto?”,
murmuró junto
a mí uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de cabellos arenosos
y rojas
patillas, que llevaba botas con suelas de goma y un pijama color de
rosa recogido
en los tobillos. Otros dos se quedaron boquiabiertos por un minuto,
luego se
precipitaron a la pequeña cabina, para salir al siguiente instante,
lanzando
miradas tensas y con los rifles preparados en la mano. Nada podíamos
ver más
allá del vapor: veíamos su punta borrosa como si estuviera a punto de
disolverse, y una línea brumosa, de quizás dos pies de anchura, a su
alrededor.
Nada más. El resto del mundo no existía para nuestros ojos y oídos.
Aquello era
nuestra tierra de nadie. Todo se había ido, desaparecido, barrido, sin
dejar murmullo
ni sombras detrás.
»
Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, con objeto de poder levar
anclas
y poner en marcha el vapor si se hacía necesario. “¿Nos atacarán?”,
murmuró una
voz amedrentada. “Nos asesinarán a todos en medio de esta niebla”
murmuró otro.
Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban
ligeramente, los
ojos olvidaban el parpadeo. Era curioso ver el contraste entre los
blancos y
los negros de nuestra tripulación, tan extranjeros como nosotros en
aquella
parte del río, aunque sus hogares estuvieran a sólo una distancia de
ochocientas millas de aquel lugar. Los blancos, como es natural
terriblemente
sobresaltados, tenían además el aspecto de sentirse penosamente
sorprendidos
por aquel oprobioso recibimiento. Los otros tenían una expresión de
alerta, de
interés natural en los acontecimientos, pero sus rostros aparentaban
sobre todo
tranquilidad, incluso había uno o dos cuyas dentaduras brillaban
mientras
tiraban de la cadena. Algunos cambiaron breves, sobrias frases, que
parecían
resolver el asunto satisfactoriamente. Su jefe, un joven de amplio
pecho,
vestido severamente con una tela orlada, azul oscuro, con feroces
agujeros
nasales y el cabello artísticamente arreglado en anillos aceitosos,
estaba en
pie a mi lado. “¡Ajá!”, dije sólo por espíritu de compañerismo.
“¡Cogedlos!”,
exclamó, abriendo los ojos inyectados de sangre y con un destello de
sus
dientes puntiagudos. “Cogedlos y dádnoslos.” “¿A vosotros?”, pregunté.
“¿Qué
haríais con ellos?” “Nos los comeríamos”, dijo tajantemente y, apoyando
un codo
en la borda, miró hacia afuera, a la bruma, en una actitud digna y
profundamente meditativa. No me cabe duda de que me habría sentido
profundamente
horrorizado si no se me hubiese ocurrido que tanto él como sus
muchachos debían
de estar muy hambrientos; el hambre seguramente se había acumulado
durante el
último mes. Habían sido contratados por seis meses (no creo que ninguno
de
ellos tuviera una noción clara del tiempo como la tenemos nosotros
después de
innumerables siglos; pertenecían aún a los comienzos del tiempo, no
tenían
ninguna experiencia heredada que les indicara lo que eso era) y, por
supuesto,
mientras existiera un pedazo de papel escrito de acuerdo con alguna ley
absurda,
o de cualquier otro precepto (redactados río abajo), no cabía en la
cabeza
preocuparse sobre su sustento. Era cierto que habían embarcado con
carne
podrida de hipopótamo, que no podía de cualquier manera durar demasiado
tiempo,
aun en el caso de que los peregrinos no hubieran arrojado, en medio de
una riña
desagradable, gran parte de ella por la borda. Parecía un proceder
arbitrario,
pero en realidad se trataba de una situación de legítima defensa. No se
puede
respirar carne de hipopótamo podrida al despertar, al dormir y al
comer, y a la
vez conservar el precario asidero a la existencia. Además, se les daba
tres
pedazos de alambre de cobre a la semana, cada uno de nueve pulgadas de
longitud. En teoría aquella moneda les permitiría comprar sus
provisiones en
las aldeas a lo largo del río. ¡Pero hay que ver cómo funcionaba
aquello! O no
había aldeas, o la población era hostil, o el director que, como el
resto de
nosotros, se alimentaba a base de latas de conserva que ocasionalmente
nos
ofrecían carne de viejo macho cabrío, se negaba a que el vapor se
detuviera por
alguna razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que se
alimentaran con
el alambre mismo o que lo convirtieran en anzuelos para pescar, no veo
de qué
podía servirles aquel extravagante salario. Debo decir que se les
pagaba con
una regularidad digna de una gran y honorable empresa comercial. Por lo
demás,
lo único comestible (aunque no tuviera aspecto de serlo) que vi en su
posesión
eran unos trozos de una materia como pasta medio cocida, de un color de
lavanda
sucia, que llevaban envuelta en hojas y de la cual de vez en cuando
arrancaban
un pedazo, paro tan pequeño que parecía más bien arrancado para ser
mirado que
con un propósito serio de sustento. ¿Por qué en nombre de todos los
roedores
diablos del hambre no nos atacaron (eran treinta para cinco) y se
dieron con
nosotros un buen banquete? Es algo que todavía hoy me asombra. Eran
hombres
grandes, vigorosos, sin gran capacidad para meditar en las
consecuencias,
valientes, fuertes aún entonces, aunque su piel había perdido ya el
brillo y
sus músculos se habían ablandado. Comprendí que alguna inhibición, uno
de esos
secretos humanos que desmienten la probabilidad de algo, estaba en
acción. Los
miré con un repentino aumento de interés, y no porque pensara que podía
ser devorado
por ellos dentro de poco, aunque debo reconocer que fue entonces cuando
precisamente vi, bajo una nueva luz, por decirlo así, el aspecto
enfermizo de
los peregrinos, y tuve la esperanza, sí, positivamente tuve la
esperanza de que
mi aspecto no fuera ¿cómo diría?, tan poco apetitoso. Fue un toque de
vanidad fantástica,
muy de acuerdo con la sensación de sueño que llenaba todos mis días en
aquel
entonces. Quizá me sintiera también un poco afiebrado. Uno no puede
vivir
llevándose los dedos eternamente al pulso. Tenía siempre “un poco de
fiebre”, o
un poco de algo; los arañazos juguetones de la selva, las bromas
preliminares a
un ataque serio, que se presentó a su debido tiempo. Sí, lo miré como
lo
podríais hacer vosotros ante cualquier ser humano, con una curiosidad
ante sus
impulsos, motivaciones, capacidad, debilidades, cuando son puestos a
prueba por
una inexorable necesidad física. ¿Represión? Pero, ¿de qué tipo? ¿Era
superstición,
disgusto, paciencia, miedo, o una especie de honor primitivo? Ningún
miedo
logra resistir al hambre, ni hay paciencia que pueda soportarla. La
repugnancia
sencillamente desaparece cuando llega el hambre, y en cuanto a la
superstición,
creencias, y lo que vosotros podríais llamar principios, pesan menos
que una
hoja en medio de la brisa. ¿Sabéis lo diabólica que puede ser una
inanición
prolongada, su tormento exasperante, los negros pensamientos que
produce, su
sombría y envolvente ferocidad? Bueno, yo sí. Le hace perder al hombre
toda su
fortaleza innata para luchar dignamente contra el hambre.
Indudablemente es más
fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición
del alma,
que con el hambre prolongada. Es triste, pero cierto. Y aquellos
sujetos, además,
no tenían ninguna razón en la tierra para abrigar algún escrúpulo.
¡Represión!
Del mismo modo podría yo esperar represión de una hiena que deambulara
entre
los cadáveres de un campo de batalla. Pero allí, frente a mí, estaban
los
hechos, el hecho asombroso que podía ver, como un pliegue de un enigma
inexplicable, un misterio mayor, si pienso bien en ello, que aquella
curiosa e
inexplicable nota de desesperación y dolor en el clamor salvaje que nos
había
llegado de las márgenes del río, más allá de la ciega blancura de la
bruma.
»
Dos peregrinos discutían en murmullos apresurados sobre cuál de las
orillas
estaba ocupada. “A la izquierda.” “No, no. ¿Cómo se te ocurre? Están a
la
derecha, por supuesto.” “Esto es muy serio”, oí que decía el director
detrás de
mí. “Lamentaría que le hubiera ocurrido algo al señor Kurtz antes de
que
lleguemos.” Me volví a mirarlo y no me cupo la menor duda de que
hablaba con
sinceridad. Era precisamente de esa especie de hombres que saben
guardar las
apariencias. Aquél era su freno. Pero cuando dijo algo sobre la
posibilidad de
seguir en el acto, ni siquiera me tomé la molestia de responder. Tanto
yo como
él sabíamos que eso era imposible. En cuanto perdiéramos nuestro único
punto de
apoyo, el fondo, quedaríamos completamente en el aire, en el espacio.
No
podíamos decir adónde iríamos, si hacia arriba o hacia abajo, o hacia
los
lados, hasta que llegáramos a alguna de las márgenes, y entonces ni
siquiera
podríamos decir en cuál estábamos. Por supuesto no hice ningún
movimiento. No
podéis imaginar un sitio más abominable para un naufragio. O nos
ahogaríamos
enseguida, o pereceríamos después de una u otra manera. “Le autorizo a
correr
todos los riesgos”, dijo, después de un breve silencio. “Me niego a
correr
ninguno”, dije tajantemente. Y era la respuesta que él esperaba, aunque
el tono
quizá lo sorprendiera. “Bueno, debo ceder a su juicio. Usted es el
capitán”,
dijo, con pronunciada cortesía. Hice un movimiento con el hombro en
señal de
reconocimiento y miré hacia la niebla. ¿Cuánto podía durar? Era un
espectáculo
desesperante. La aproximación a aquel Kurtz que extraía el marfil de
aquella
maldita selva estaba rodeada de tantos peligros como la visita a una
princesa
encantada, dormida en un castillo fabuloso. “¿Cree usted que nos
atacarán?”,
preguntó el director en tono confidencial.
»
Yo no pensaba que fueran a atacarnos, por varias razones obvias. La
espesa
niebla era una de ellas. Si se alejaban de la orilla en sus piraguas,
se
encontrarían perdidos en el río, igual que nosotros si intentábamos
movernos.
No obstante, yo había considerado que la selva de ambas orillas era
absolutamente impenetrable y a pesar de ello había allí ojos que nos
habían
visto. La selva en ambas márgenes del río era con toda certidumbre muy
espesa,
pero la maleza podía por lo visto ser penetrada. Sin embargo, yo no
había visto
canoas en ninguna parte, y mucho menos cerca del barco. Pero lo que
hacía que
me resultara inconcebible la idea de un ataque era la naturaleza del
sonido.
Los gritos que habíamos escuchado no tenían el carácter feroz que
precede a una
intención hostil inmediata. A pesar de lo inesperados, salvajes y
violentos que
fueron, me habían dejado una impresión de irresistible tristeza. La
contemplación del vapor había llenado a aquellos salvajes, a saber por
qué
razón, de un dolor desenfrenado. El peligro, si existía, expliqué,
residía en
la proximidad de una gran pasión humana desencadenada. Hasta el dolor
más agudo
puede al fin desahogarse en violencia, aunque por lo general tome la
forma de
apatía...
»
¡Debería haber visto la mirada fija de aquellos peregrinos! No se
atrevían a
sonreír, o a rebatirme, pero estoy seguro de que creían que me había
vuelto
loco, por el miedo, tal vez. Les dirigí casi una conferencia. Queridos
amigos,
de nada valía asustarse. ¿Mantenerse en guardia? Bueno, ya podían
imaginar que
yo observaba la niebla esperando señales de que se abriera, como un
gato puede
observar a un ratón, pero nuestros ojos no nos servían de nada, era
igual que
si estuviéramos enterrados a varias millas de profundidad en un montón
de
algodón en rama. Así me sentía yo, fastidiado, acalorado, sofocado.
Además, todo
lo que decía, por extraño que sonara, era absolutamente cierto. Lo que
nosotros
considerábamos como un ataque era realmente un intento de rechazo. La
acción
distaba mucho de ser agresiva, ni siquiera era defensiva en el sentido
clásico.
Se había iniciado bajo la presión de la desesperación, y en esencia era
puramente protectora.
»
Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas después de que se
levantara la
niebla, y su principio, aproximadamente, fue una milla y media antes de
llegar
a la estación de Kurtz. Precisamente acabábamos de ser sacudidos en un
recodo,
cuando vi una isla, una colina herbosa de un verde deslumbrante, en
medio de la
corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se
ensanchó
vi que era la cabeza de un amplio banco de arena, o más bien de una
cadena de
pequeñas porciones de tierra que se extendían a flor de agua. Estaban
descoloridas,
junto a la superficie, y todo el grupo parecía estar bajo el agua,
exactamente
de la manera en que puede verse la columna vertebral de un hombre bajo
la piel
de la espalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquierda. Por
supuesto
yo no conocía ningún paso. Ambas márgenes tenían el mismo aspecto, la
profundidad parecía ser la misma. Pero como me habían informado de que
la estación
estaba situada en la parte occidental, tomé naturalmente el paso más
próximo a
esa orilla.
»
No bien acabábamos de entrar, cuando advertí que era mucho más estrecho
de lo
que había previsto. A nuestra izquierda se extendía, sin interrupción,
el largo
banco de arena, y a la derecha una orilla elevada y abrupta, densamente
cubierta de maleza. Los árboles se agrupaban en filas apretadas. Las
ramas
colgaban sobre la corriente, y, de cuando en cuando, el gran tronco de
un árbol
se proyectaba rígidamente en ella. Era ya por la tarde, el aspecto del
bosque
era lúgubre y una amplia franja de sombra caía sobre el agua. En esa
sombra bogábamos
muy lentamente, como ya podéis imaginar. Dirigí el vapor cerca de la
orilla,
donde el agua era más profunda, según me informaba el palo de sonda.
»
Uno de mis hambrientos y pacientes amigos sondeaba desde la proa,
exactamente
debajo de mí. Aquel barco de vapor era exactamente como un lanchón con
una
cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca, con
puertas y
ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior, y la maquinaria en
la popa.
Sobre todo aquello se tendía una techumbre ligera sostenida por vigas.
La
chimenea emergía de aquel techo, y enfrente de la chimenea una pequeña
cabina
de tablas delgadas albergaba al piloto. Había en su interior un lecho,
dos
sillas de campaña, una escopeta cargada, colgada de un rincón, una
pequeña mesa
y la rueda del timón. Tenía una amplia puerta al frente con postigos a
ambos
lados. Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abiertas, como
es
natural. Yo pasaba los días en el punto extremo de aquella cubierta,
junto a la
puerta. De noche dormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un negro
atlético procedente de alguna tribu de la costa, y educado por mi
desdichado
predecesor, era el timonel. Llevaba un par de pendientes de bronce, una
tela
azul lo envolvía de la cintura a los tobillos, y tenía una alta opinión
de sí
mismo. Era el imbécil menos sosegado que haya visto jamás. Guiaba con
cierto
sentido común el barco si uno permanecía cerca de él, pero tan pronto
como se
sentía no observado era inmediatamente presa de una abyecta pereza y
era capaz
de dejar que aquel vapor destartalado tomara la dirección que quisiera.
»
Estaba yo mirando hacia el palo de sonda, muy disgustado al comprobar
que
sobresalía cada vez un poco más, cuando vi que el hombre abandonaba su
ocupación y se tendía sobre cubierta, sin preocuparse siquiera de subir
a bordo
el palo, seguía sujetándolo con la mano, y el palo flotaba en el agua.
Al mismo
tiempo el fogonero, al que también podía ver debajo de mí, se sentó
bruscamente
ante la caldera y hundió la cabeza entre las manos. Yo estaba
asombrado.
Después miré rápidamente hacia el río, donde vi un tronco de árbol
sumergido.
Unas varas, unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumbaban ante mis
narices,
caían cerca de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero a
la vez
el río, la playa, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta.
Sólo podía
oír el estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa, y el zumbido de
aquellos
objetos. ¡Por Júpiter, eran flechas! ¡Nos estaban disparando! Entré
rápidamente
en la cabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río. El
estúpido
timonel, con las manos en las cabillas del timón, levantaba las
rodillas,
golpeaba el suelo con los pies, y se mordía los labios como un caballo
sujeto
por el freno. ¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menos de diez
pies de
la playa. Al asomarme para cerrar las ventanas, me incliné a la derecha
y pude
ver un rostro entre las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y
ferozmente.
Y entonces, súbitamente, como si se hubiera removido un velo ante mis
ojos,
descubrí en la maleza, en el seno de las oscuras tinieblas, pechos
desnudos,
brazos, piernas, ojos brillantes. La maleza hervía de miembros humanos
en
movimiento, lustrosos, bronceados. Las ramas se estremecían, se
inclinaban,
crujían. De ahí salían las flechas. Cerré el postigo. “Guía en línea
recta”, le
dije al timonel. Su cabeza miraba con rigidez hacia adelante, los ojos
giraban,
y continuaba levantando y bajando los pies lentamente. Tenía espuma en
la boca.
“¡Mantén la calma!”, le ordené furioso. Pero era igual que si le
hubiera
ordenado a un árbol que no se inclinara bajo la acción del viento. Me
lancé
hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de pies sobre la
cubierta
metálica y exclamaciones confusas. Una voz gritó: “¿No puede dar la
vuelta?”
Percibí un obstáculo en forma de V delante del barco, en el agua. ¿Qué
era
aquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería estalló a mis pies.
Los
peregrinos habían disparado sus winchesters, rociando de plomo la
maleza. Se
elevó una humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Lancé
un
juramento. Ya no podía ver el obstáculo. Yo permanecía de pie, en la
puerta,
observando las nubes de flechas que caían sobre nosotros. Podían estar
envenenadas,
pero por su aspecto no podía uno pensar que llegaran a matar a un gato.
La
maleza comenzó a aullar, y nuestros caníbales emitieron un grito de
guerra. El
disparo de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojeada por
encima de
mi hombro; la cabina del piloto estaba aún llena de humo y estrépito
cuando di
un salto y agarré el timón. Aquel imbécil negro lo había soltado para
abrir la
ventana y disparar un Martini-Henry. Estaba de pie ante la ventana
abierta y
resplandeciente. Le ordené a gritos que volviera, mientras corregía en
ese
mismo instante la desviación del barco. No había modo de dar la vuelta.
El obstáculo
estaba muy cerca, frente a nosotros, bajo aquella maldita humareda. No
había
tiempo que perder, así que viré directamente hacia la orilla donde
sabía que el
agua era profunda.
»
Avanzábamos lentamente a lo largo de espesas selvas en un torbellino de
ramas
rotas y hojas caídas. Los disparos de abajo cesaron, como yo había
previsto que
sucedería tan pronto como quedaran vacíos los cargadores. Eché atrás la
cabeza
ante un súbito zumbido que atravesó la cabina, entrando por una
abertura de los
postigos y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitaba su rifle
descargado y gritaba hacia la orilla. Vi vagas formas humanas que
corrían,
saltaban, se deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para
desvanecerse luego. Una cosa grande apareció en el aire delante del
postigo, el
rifle cayó por la borda y el hombre retrocedió rápidamente, me miró por
encima
del hombro, de una manera extraña, profunda y familiar, y cayó a mis
pies.
Golpeó dos veces un costado del timón con la cabeza, y algo que parecía
un palo
largo repiqueteó a su lado y arrastró una silla de campaña. Parecía
que,
después de arrancar aquello a alguien de la orilla, el esfuerzo le
hubiera
hecho perder el equilibrio. El humo había desaparecido, estábamos
libres del
obstáculo, y al mirar hacia adelante pude ver que después de unas cien
yardas o
algo así podría alejar el barco de la orilla. Pero mis pies sintieron
algo
caliente y húmedo y tuve que mirar qué era. El hombre había caído de
espaldas y
me miraba fijamente, sujetando con ambas manos el palo. Era el mango de
una
lanza que, tras pasar por la abertura del postigo, le había atravesado
por
debajo de las costillas. La punta no se llegaba a ver; le había
producido una
herida terrible. Tenía los zapatos llenos de sangre, y un gran charco
se iba
extendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y brillante, bajo el timón.
Sus ojos
me miraban con un resplandor extraño. Estalló una nueva descarga. El
negro me
miró ansiosamente, sujetando la lanza como algo precioso, como si
temiera que
intentara quitársela. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mis ojos
de su
presencia y atender al timón. Busqué con una mano el cordón de la
sierra, y
tiré de él a toda prisa produciendo silbido tras silbido. El tumulto de
los
gritos hostiles y guerreros se calmó inmediatamente, y entonces, de las
profundidades de la selva, surgió un lamento trémulo y prolongado.
Expresaba
dolor, miedo y una absoluta desesperación, como podría uno imaginar que
iba a
seguir a la pérdida de la última esperanza en la tierra. Hubo una gran
conmoción entre la maleza; cesó la lluvia de flechas; hubo algunos
disparos
sueltos. Luego se hizo el silencio, en el cual el lánguido jadeo de la
rueda de
popa llegaba con claridad a mis oídos. Acababa de dirigir el timón a
estribor,
cuando el peregrino del pijama color de rosa, acalorado y agitado,
apareció en
el umbral. “El director me envía...”, comenzó a decir en tono oficial y
se
detuvo. “¡Dios mío!”, dijo, fijando la vista en el herido.
»
Los dos blancos permanecíamos frente a él, y su mirada lustrosa e
inquisitiva
nos envolvía. Os aseguro que era como si quisiera hacernos una pregunta
en un
lenguaje incomprensible, pero murió sin emitir un sonido, sin mover un
miembro,
sin crispar un músculo. Sólo al final, en el último momento, como en
respuesta
a una señal que nosotros no podíamos ver, o a un murmullo que nos era
inaudible, frunció pesadamente el rostro, y aquel gesto dio a su negra
máscara
mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, envolvente y
amenazadora. El
brillo de su mirada interrogante se marchitó rápidamente en una
vaguedad
vidriosa. “¿Puede usted gobernar el timón?”, pregunté ansiosamente al
peregrino. El pareció dudar, pero lo sujeté por un brazo, y él
comprendió al
instante que yo le daba una orden, le gustara o no. Para decir la
verdad sentía
la ansiedad casi morbosa de cambiarme los zapatos y los calcetines.
“Está
muerto”, exclamó aquel sujeto, enormemente impresionado.
“Indudablemente”, dije
yo, tirando como un loco de los cordones de mis zapatos, “y por lo que
puedo
ver imagino que también el señor Kurtz estará ya muerto en estos
momentos.”
»
Aquél era mi pensamiento dominante. Era un sentimiento en extremo
desconsolador, como si mi inteligencia comprendiera que me había
esforzado por
obtener algo que carecía de fundamento. No podía sentirme más
disgustado que si
hubiera hecho todo ese viaje con el único propósito de hablar con
Kurtz. Hablar
con... Tiré un zapato por la borda, y percibí que aquello precisamente
era lo
que había estado deseando... hablar con Kurtz. Hice el extraño
descubrimiento
de que nunca me lo había imaginado en acción, sabéis, sino hablando. No
me
decía: ahora ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle la mano,
sino:
ahora ya no podré oírlo. El hombre aparecía ante mí como una voz.
Aquello no
quería decir que lo disociara por completo de la acción. ¿No había yo
oído
decir en todos los tonos de los celos y la admiración que había
reunido,
cambiado, estafado y robado más marfil que todos los demás agentes
juntos?
Aquello no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una
criatura
de grandes dotes, y que entre ellas, la que destacaba, la que daba la
sensación
de una presencia real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus
dotes
oratorias, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante
corriente de luz, o aquel falso fluir que surgía del corazón de unas
tinieblas
impenetrables.
»
Lancé el otro zapato al fondo de aquel maldito río. Pensé: “¡Por
Júpiter, todo
ha terminado! Hemos llegado demasiado tarde. Ha desaparecido... Ese don
ha
desaparecido, por obra de alguna lanza, flecha o mazo. Después de todo,
nunca
oiré hablar a ese individuo.” Y mi tristeza tenía una extravagante nota
de
emoción igual a la que había percibido en el doliente aullido de
aquellos
salvajes de la selva. De cualquier manera, no hubiera podido sentirme
más desolado
si me hubieran despojado violentamente de una creencia o hubiera errado
mi
destino en la vida... ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Os parece
absurdo? Bueno,
muy bien, es absurdo. ¡Cielo santo! ¿No debe un hombre siempre...? En
fin,
dadme un poco de tabaco.
»
Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló una cerilla, y
apareció la
delgada cara de Marlow, fatigada, hundida, surcada de arrugas de arriba
abajo,
con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada. Y
mientras
daba vigorosas chupadas a su pipa, el rostro parecía avanzar y
retirarse en la
oscuridad, con las oscilaciones regulares de aquella débil llama. La
cerilla se
apagó.
—¡Absurdo!
—exclamó—. Eso es lo peor cuando trata uno de expresar algo... Aquí
estáis
todos muy tranquilos, en un viejo barco bien anclado. Tenéis un
carnicero en la
esquina, un policía en la otra. Disfrutáis, además, de excelente
apetito, y de
una temperatura normal. ¿Me oís? Normal, desde principios hasta finales
de año.
Y entonces vais y decís: ¡Absurdo! ¡Claro que es absurdo! Pero,
queridos
amigos, ¿qué podéis esperar de un hombre que por puro nerviosismo había
arrojado por la borda un par de zapatos nuevos? Ahora que pienso en
ello, me
sorprende no haber derramado lágrimas. Por lo general estoy orgulloso
de mi
fortaleza. Pero me sentí como herido por un rayo ante la idea de haber
perdido
el inestimable privilegio de escuchar al excepcional Kurtz. Por
supuesto,
estaba equivocado. Aquel privilegio me estaba reservado. Oh, sí, y oí
más de lo
suficiente. Puedo decir que yo tenía razón. Él era una voz. Era poco
más que
una voz. Y lo oí, a él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos ellos
eran poco
más que voces. El mismo recuerdo que guardo de aquella época me rodea,
impalpable, como una vibración agonizante de un vocerío inmenso,
enloquecido,
atroz, sórdido, salvaje, o sencillamente despreciable, sin ninguna
clase de
sentido. Voces, voces... incluso la de la muchacha... Pero...
Permaneció
en silencio durante largo rato.
—Finalmente
logré formar el fantasma de sus méritos gracias a una mentira — comenzó
a decir
de pronto—. ¡La muchacha! ¿Cómo? ¿He mencionado ya a la muchacha? ¡Oh,
ella
está completamente fuera de todo aquello! Ellas, las mujeres quiero
decir,
están fuera de aquello, deberían permanecer al margen. Las deberíamos
ayudar a
permanecer en este hermoso mundo que les es propio y asumir nosotros la
peor
parte. Sí, ella está al margen de aquello. Debíais haber oído a aquel
cadáver
desenterrado que era Kurtz decir “mi prometida”. Entonces hubierais
percibido
por completo qué lejos se hallaba ella de todo. ¡Y aquel pronunciado
hueso
frontal del señor Kurtz! Dicen que a veces el cabello continúa
creciendo, pero
aquel... aquel espécimen, era impresionantemente calvo. La calva le
había
acariciado la cabeza; y se la había convertido en una bola, una bola de
marfil.
La había acariciado y la había blanqueado. Había acogido a Kurtz, lo
había
amado, abrazado, se le había infiltrado en las venas, había consumido
su carne,
había sellado su alma con la suya por medio de ceremonias inconcebibles
de
alguna iniciación diabólica. Lo había convertido en su favorito, mimado
y
adulado. ¿Marfil? Ya lo creo. Montañas de marfil. La vieja cabaña de
barro
reventaba de él. Vosotros habríais supuesto que no había dejado un solo
colmillo encima o debajo de la tierra en toda la región. “La mayor
parte es
fósil”, observó desdeñosamente el director. Era tan fósil como lo puedo
ser yo,
pero él llamaba fósil a todo lo que había estado enterrado. Según
parece los
negros enterraban a veces los colmillos, y por lo visto no habían
enterrado
aquella cantidad a la profundidad necesaria para contrariar el hado del
dotado
señor Kurtz. Llenamos el vapor y tuvimos que apilar una buena cantidad
en
cubierta. Así él pudo verlo y disfrutarlo mientras aún pudo ver, porque
el
aprecio de aquel material permaneció vivo en él hasta el final. Debían
oírlo,
cuando decía “mi marfil”. Oh, sí, yo pude oírlo: “Mi marfil, mi
prometida, mi
estación, mi río, mi...” Todo le pertenecía. Aquello me hizo retener el
aliento
en espera de que la barbarie estallara en una prodigiosa carcajada que
llegara
a sacudir hasta las estrellas. Todo le pertenecía... pero aquello no
significaba nada. Lo importante era saber a quién pertenecía él,
cuántos poderes
de las tinieblas lo reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía
escalofríos. Era imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar de
imaginarlo. Había ocupado un alto sitial entre los demonios de la
tierra... lo
digo literalmente. Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo,
teniendo
como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos
amables
siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente
entre el
carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la
horca y
los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región
de los
primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el
camino de la
soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del
silencio,
el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino
generoso que
se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden
constituir una
enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a
su propia
fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser
demasiado
estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han
asaltado
los poderes de las tinieblas. Estoy seguro, ningún tonto ha hecho un
pacto con
el diablo sobre su alma; puede que el tonto sea demasiado tonto, o el
diablo
demasiado diablo, no lo sé. O puede ser uno una criatura
tempestuosamente
exaltada y quedar sordo y ciego para todo lo demás, menos para las
visiones y
sonidos celestiales. Entonces la tierra se convierte en una estación de
tránsito... Si es para bien o para mal, no pretendo saberlo. Pero la
mayor
parte de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra para nosotros
es un
lugar donde vivir, donde debemos llenarnos de visiones, sonidos,
olores; donde
debemos respirar un aire viciado por la carne podrida de un hipopótamo,
por así
decirlo, y no contaminarnos. Y entonces, ¿lo veis?, entra en juego la
fuerza
personal, la confianza en la propia capacidad para cavar un agujero
oculto
donde esconder la materia esencial, el poder de devoción, no hacia uno
mismo
sino hacia el trabajo oscuro y aplastante. Y eso es bastante difícil.
Creedme,
no trato de disculpar, ni siquiera explicar, trato sólo de ver al señor
Kurtz... a la sombra del señor Kurtz. Aquel espíritu iniciado en el
fondo de la
nada me honró con sus asombrosas confidencias antes de desvanecerse
definitivamente. Gracias al hecho de hablar inglés conmigo. El Kurtz
original
se había educado en gran parte en Inglaterra y —como él mismo solía
decir— sus
simpatías estaban depositadas en el sitio correcto. Su madre era medio
inglesa,
su padre medio francés. Toda Europa participó en la educación de Kurtz.
Poco a
poco me fui enterando de que, muy acertadamente, la Sociedad para la Eliminación
de
las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe
que le
sirviera en el futuro como guía. Y lo había escrito. Yo lo he visto, lo
he
leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado idealista,
a mi
juicio. Diecisiete páginas de escritura apretada había llenado en sus
momentos
libres. Eso debió haber sido antes de que sus, digamos nervios, se
vieran
afectados, y lo llevaran a presidir ciertas danzas a media noche que
terminaban
con ritos inexpresables, los cuales, según pude deducir por lo que oí
en varias
ocasiones, eran ofrecidos en su honor. ¿Me entendéis? Como tributo al
señor
Kurtz. Pero aquel informe era una magnífica pieza literaria. El párrafo
inicial
sin embargo, a la luz de una información posterior, podría calificarse
de
ominoso. Empezaba desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos,
desde
el punto de evolución a que hemos llegado “debemos por fuerza
parecerles a
ellos (los salvajes) seres sobrenaturales: nos acercamos a ellos
revestidos con
los poderes de una deidad”, y otras cosas por el estilo... “Por el
simple
ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien
prácticamente ilimitado”, etcétera. Ese era el tono; me llegó a
cautivar. Su
argumentación era magnífica, aunque difícil de recordar. Me dio la
noción de
una inmensidad exótica gobernada por una benevolencia augusta. Me hizo
estremecer de entusiasmo. Las palabras se desencadenaban allí con el
poder de
la elocuencia... Eran palabras nobles y ardientes. No había ninguna
alusión
práctica que interrumpiera la mágica corriente de las frases, salvo que
una
especie de nota, al pie de la última página, escrita evidentemente
mucho más
tarde con mano temblorosa, pudiera ser considerada como la exposición
de un
método. Era muy simple, y, al final de aquella apelación patética a
todos los
sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible,
como un
relámpago en un cielo sereno: “¡Exterminad a estos bárbaros!” Lo
curioso era
que, al parecer, había olvidado todo lo relacionado con aquel
importante post-scriptum, porque más tarde, cuando
en cierto modo logró volver en sí, me suplicó en repetidas ocasiones
que velara
celosamente por “mi planfeto” (así lo llamaba), ya que estaba seguro de
que en
el futuro podía influir beneficiosamente en su carrera. Tenía yo
entonces una
amplia información sobre esas cosas, y, además, como luego resultó, me
tocaría
a mí conservar su memoria.
Ya
he hecho lo bastante como para concederme el indiscutible derecho de
depositarla, si quiero, para su eterno reposo, en el cajón de basura
del
progreso, entre todos los gatos muertos de la civilización. Pero
entonces,
veis, yo no podía elegir. No será olvidado. Fuera lo que fuese, no era
un ser
común. Poseía el poder de encantar o asustar a las almas rudimentarias
con
ritos de brujería que organizaba en su honor. Podía llenar también las
estrechas almas de los peregrinos con amargos recelos: tenía además un
amigo
devoto, había conquistado un alma en el mundo que no era rudimentaria
ni estaba
viciada por la rapacidad. No, no logro olvidarlo, aunque no estoy
dispuesto a
afirmar que fuera digno de la vida que perdimos al ir en su busca. Yo
echaba
atrozmente de menos a mí difunto timonel; lo echaba de menos, ya en los
momentos en que su cuerpo estaba tendido en la cabina de pilotaje. Tal
vez
juzguéis bastante extraño ese pesar por un salvaje que no contaba más
que un
grano de arena en un Sahara negro. Bueno, había hecho algo, había
guiado el
barco. Durante meses yo lo había tenido a mis espaldas, como una ayuda,
un
instrumento. Era una especie de socio. Conducía el barco y yo tenía que
preocuparme
de sus deficiencias, y de esa manera un vínculo sutil se había creado,
del cual
fui consciente sólo cuando se rompió. Y la íntima profundidad de la
mirada que
me dirigió cuando recibió aquel golpe aún vive en mi memoria, como una
súplica
de un parentesco lejano, afirmado en el momento supremo.
»
¡Pobre tonto! ¡Si hubiera dejado en paz aquella ventana! Pero no podía
estarse
quieto, igual que Kurtz, igual que un árbol sacudido por el viento. Tan
pronto
como me puse un par de zapatillas secas, lo arrastré afuera, después de
arrancar de su costado la lanza, operación que debo confesar ejecuté
con los
ojos cerrados. Sus talones rebotaron en el pequeño escalón de la
puerta; sus hombros
oprimieron mi pecho. Lo abracé por detrás desesperadamente. ¡Oh, era
pesado,
pesado!, ¡más de lo que hubiera podido imaginar que pesara cualquier
hombre!
Luego, sin más, lo tiré por la borda. La corriente lo arrastró como si
fuera
una brizna de hierba; vi el cuerpo volverse dos veces antes de perderlo
de
vista para siempre. Los peregrinos y el director se habían reunido en
cubierta
junto a la cabina de pilotaje, graznando como una bandada de urracas
excitadas,
y hubo un murmullo escandalizado por mi despiadado proceder. Para qué
deseaban
conservar a bordo aquel cuerpo es algo que no logro adivinar. Tal vez
para
embalsamarlo. Pero también oí otro murmullo, y muy siniestro, en la
cubierta
inferior. Mis amigos, los leñadores, estaban igualmente escandalizados
y con
mayor razón, aunque admito que esa razón era del todo inadmisible. ¡Oh,
sí! Yo
había decidido que si el cuerpo de mi timonel debía ser devorado, sólo
serían
los peces quienes se beneficiaran de él. En vida había sido un timonel
bastante
incompetente, pero ahora que estaba muerto podía constituir una
tentación de
primera clase, y posiblemente la causa de algunos transtornos serios.
Además,
estaba ansioso por tomar el timón, porque el hombre del pijama color de
rosa
daba muestras de ser desesperadamente ineficaz para aquel trabajo.
»
Eso hice precisamente, después de haber realizado aquel sencillo
funeral.
Íbamos a media velocidad, manteniéndonos en medio de la corriente. Yo
escuchaba
las conversaciones que tenían lugar a mis espaldas. Habían renunciado a
Kurtz,
renunciado a la estación. Kurtz habría muerto; la estación habría sido
quemada,
etcétera. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí ante el pensamiento
de que
por lo menos aquel Kurtz había sido debidamente vengado. “¿No es
cierto?
Debemos haber hecho una magnífica matanza entre los matorrales. ¿Eh?
¿Qué piensan?
¿Digan?” Bailaba de júbilo. ¡El pequeño y sanguinario mendigo color
jengibre!
¡Y casi se había desvanecido al ver el cadáver del piloto! No pude
contenerme y
le dije: “Al menos produjo usted una gloriosa cantidad de humo.” Yo
había
podido ver, por la forma en que las copas de los arbustos crujían y
volaban,
que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No es posible
dar en
el blanco a menos que apunten y tiren desde el hombro, pero aquellos
tipos
tiraban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La
retirada,
sostuve, y en eso tenía toda la razón, había sido provocada por el
pitido de la
sirena. En ese momento se habían olvidado de Kurtz y aullaban a mi lado
con
protestas de indignación.
El
director estaba junto al timón, murmurándome confidencialmente la
necesidad de
escapar río abajo antes de que oscureciera, cuando vi a distancia un
claro en
el bosque y los contornos de una especie de edificio. “¿Qué es esto?”,
pregunté. Dio una palmada sorprendido. “¡La estación!”, gritó. Me
acerqué a la
orilla inmediatamente, aunque conservando la navegación a media
velocidad.
»
A
través de mis gemelos vi el declive de una colina con unos cuantos
árboles y el
terreno enteramente libre de maleza. En la cima se veía un amplio y
deteriorado
edificio, semioculto por la alta hierba. Los grandes agujeros del techo
puntiagudo se observaban desde lejos como manchas negras. La selva y la
maleza
formaban el fondo. No había empalizada ni tapia de ninguna especie,
pero era
posible que hubiera habido antes una, ya que cerca de la casa pude ver
media
docena de postes delgados alineados, toscamente adornados, con la parte
superior decorada con unas bolas redondas y talladas. Los barrotes, o
cualquier
cosa que hubiera habido entre ellos, habían desaparecido. Por supuesto
el
bosque lo rodeaba todo. La orilla del río estaba despejada, y junto al
agua vi
a un blanco bajo un sombrero parecido a una rueda de carro. Nos hacía
señas
insistentes con el brazo. Al examinar los lindes del bosque de arriba
abajo,
tuve casi la seguridad de ver movimientos, formas humanas deslizándose
aquí y
allá. Me fui acercando con prudencia, luego detuve las máquinas y dejé
que el
barco avanzara hacia la orilla. El hombre de la playa comenzó a gritar,
llamándonos a tierra. “Hemos sido atacados”, gritó el director. “Lo sé,
lo sé.
No hay problema”, gritó el otro en respuesta, tan alegre como se lo
puedan
imaginar. “Vengan, no hay problema. Me siento feliz.”
»
Su aspecto me recordaba algo, algo que había visto antes. Mientras
maniobraba
para atracar, me preguntaba: “¿A quién se parece este tipo?” De pronto
encontré
el parecido. Era como un arlequín. Sus ropas habían sido hechas de un
material
que probablemente había sido holanda cruda, pero estaban cubiertas de
remiendos
por todas partes, parches brillantes, azules, rojos y amarillos,
remiendos en
la espalda, remiendos en el pecho, en los codos, en las rodillas; una
faja de
colores alrededor de la chaqueta, bordes escarlatas en la parte
inferior de los
pantalones. La luz del sol lo hacia parecer un espectáculo
extraordinariamente
alegre y maravillosamente limpio, porque permitía ver con cuánto esmero
habían
sido hechos aquellos remiendos. Una cara imberbe, adolescente, muy
agradable,
sin ningún rasgo característico, una nariz despellejada, pequeños ojos
azules,
sonrisas y fruncimientos de la frente, se mezclaban en su rostro como
el sol y
la sombra en una llanura asolada por el viento.
»
Cuidado, capitán”,
exclamó. “Anoche tiraron allí un tronco.” “¿Qué? ¡Otro obstáculo!”
Confieso que
lancé maldiciones en una forma vergonzosa. Estuve a punto de agujerear
mi
cascarón al concluir aquel viaje encantador. El arlequín de la orilla
dirigió
hacia mí su pequeña nariz respingada. “¿Es usted inglés?”, me preguntó
con una
sonrisa. “¿Y usted?”, le grité desde el timón. Las sonrisas
desaparecieron,
movió la cabeza como apesadumbrado por mi posible desilusión. Luego
volvió a
iluminársele el rostro. “¡No importa!”, me gritó animadamente.
“¿Llegamos a
tiempo?”, le pregunté. “Él está allá arriba”, respondió, y señaló con
la cabeza
la colina. De pronto su aspecto se volvió lúgubre. Su cara parecía un
cielo de
otoño, ensombrecido un momento, para despejarse al siguiente.
»
Cuando el director,
escoltado por los peregrinos, armados todos hasta los dientes, se
dirigieron a
la casa, aquel individuo subió a bordo. “Puedo decirle que no me gusta
nada
esto”, le dije. “Los nativos están escondidos entre los matorrales.” Me
aseguró
confiadamente que no había ningún problema. “Son gente sencilla”,
añadió.
“Bueno, estoy contento de que hayan llegado. Me he pasado todo el
tiempo
tratando de mantenerlos tranquilos.” “Pero usted me ha dicho que no
había
problema”, exclamé. “¡Oh, no querían hacer daño!”, dijo. Y como yo me
le quedé
mirando con estupor, se corrigió al instante: “Bueno, no exactamente.”
Después
añadió con vivacidad: “¡Dios mío, esta cabina necesita una buena
limpieza!” Y
me recomendó tener bastante vapor en la caldera para hacer sonar la
sirena en
caso de que se produjera alguna dificultad. “Un buen silbido podrá
hacer más por
usted que todos los rifles. Son gente sencilla”, volvió a repetir.
Charlaba tan
abundantemente que me abrumó. Parecía querer compensar una larga
jornada de
silencio, y en realidad admitió, sonriendo, que tal era su caso. “¿No
habla
usted con el señor Kurtz?” “Con ese hombre no se habla, se le escucha”,
exclamó
con severa exaltación. “Pero ahora...” Agitó un brazo y en un abrir y
cerrar de
ojos se sumió en el silencio más absoluto. Luego pareció volver a
resurgir, se
posesionó de mis dos manos, y las sacudió repetidamente, mientras
exclamaba:
“Hermano marino... honor, satisfacción... deleite... me presento...
ruso...
hijo de un arcipreste... gobierno de Tambov... ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco
inglés,
el excelente tabaco inglés! Bueno, esto es fraternidad. ¿Fuma usted?
¿Dónde hay
un marino que no fume?”
»
La pipa lo tranquilizó,
y gradualmente fui sabiendo que se había escapado de la escuela, se
había
embarcado en un barco ruso, escapó nuevamente, sirvió por algún tiempo
en
barcos ingleses, se reconcilió con el arcipreste. Insistió en ese
punto. Pero
cuando se es joven debían verse cosas, adquirir experiencia, ideas,
ensanchar
la inteligencia. “¿Aquí?”, lo interrumpí. “Nunca puede uno decir dónde.
Aquí
encontré al señor Kurtz”, dijo jovialmente solemne y con expresión de
reproche.
Después permanecí en silencio. Al parecer había persuadido a una casa
de
comercio holandesa de la costa para que lo equipara con provisiones y
mercancías, y había partido hacia el interior con el corazón ligero y
sin mayor
idea de lo que podría ocurrirle de la que pudiera tener un bebé. Había
vagado
solo por el río por espacio de dos años, separado de hombres y de
cosas. “No
soy tan joven como parezco. Tengo veinticinco años”, dijo. “Al comienzo
el
viejo Van Shuyten me quería mandar al diablo”, relató con profundo
regocijo,
“pero yo no me apartaba de él. Hablaba, hablaba, hasta que al fin tuvo
miedo de
que llegara a hablar de la pata trasera de su perro favorito, así que
me dio
algunos productos baratos y unos fusiles, y me dijo que esperaba no
volver a
ver mi rostro nunca más. ¡Ah, el buen viejo holandés, Van Shuyten! Hace
un año
le envié un pequeño lote de marfil, así que no podrá decir que he sido
un bandido
cuando vuelva. Espero que lo habrá recibido. De todos modos me da lo
mismo.
Apilé un poco de leña para ustedes. Aquélla era mi vieja casa. ¿La ha
visto?”
»
Le di el libro de
Towson. Hizo ademán de besarme, pero se contuvo. “El último libro que
me
quedaba y pensé que lo había perdido”, dijo mirándome extasiado. “Le
ocurren
tantos accidentes a un hombre cuando va errando solo por el mundo, sabe
usted.
A veces zozobran las canoas, a veces hay necesidad de partir a toda
prisa,
porque el pueblo se enfada.” Pasó las hojas con los dedos. “¿Son
anotaciones en
ruso?”, le pregunté. Afirmó con un movimiento de cabeza. “Creí que
estaban en
clave.” Se río; luego volvió a quedarse serio. “Tuve mucho trabajo para
tratar
de mantener a raya a esta gente” dijo. “¿Querían matarle?”, pregunté.
“¡Oh,
no!”, exclamó, y se contuvo. “¿Por qué nos atacaron?”, insistí. Dudó
antes de
responder. Al fin lo hizo: “No quieren que se marche.” “¿No quieren?”,
pregunté
con curiosidad. Asintió con una expresión llena de misterio y de
sabiduría. “Se
lo vuelvo a decir”, exclamó, “ese hombre ha ensanchado mi mente.” Abrió
los brazos
y me miró con sus pequeños ojos azules, perfectamente redondos.”
III
—Me
le quedé mirando, perdido en el asombro. Allí estaba delante de mí, en
su traje
de colores, como si hubiera desertado de una troupe de
saltimbanquis, entusiasta, fabuloso. Su misma existencia
era algo improbable, inexplicable y a la vez anonadante. Era un
problema insoluble.
Resultaba inconcebible ver cómo había conseguido ir tan lejos, cómo
había
logrado sobrevivir, por qué no desaparecía instantáneamente. “Fui un
poco más lejos”,
dijo, “cada vez un poco más lejos, hasta que he llegado tan lejos que
no sé
cómo podré regresar alguna vez. No me importa. Ya habrá tiempo para
ello. Puedo
arreglármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto...” El hechizo de
la
juventud envolvía aquellos harapos de colores, su miseria, su soledad,
la
desolación esencial de sus fútiles andanzas. Durante meses, durante
años, su
vida no había valido lo que uno puede adquirir en un día, y allí
estaba,
galante, despreocupadamente vivo, indestructible según las apariencias,
sólo en
virtud de su juventud y de su irreflexiva audacia. Me sentí seducido
por algo
parecido a la admiración y la envidia. La aventura lo estimulaba,
emanaba un
aire de aventura. Con toda seguridad no deseaba otra cosa que la selva
y el
espacio para respirar y para transitar. Necesitaba existir, y moverse
hacia
adelante, hacia los mayores riesgos posibles, y con los más mínimos
elementos.
Si el espíritu absolutamente puro, sin cálculo, ideal de la aventura,
había
tomado posesión alguna vez de un ser humano, era de aquel joven
remendado. Casi
sentí envidia por la posesión de aquella modesta y pura llama. Parecía
haber
consumido todo pensamiento de sí y tan completamente que, incluso
cuando
hablaba, uno olvidaba que era él (el hombre que se tenía frente a los
ojos)
quien había vivido todas aquellas experiencias. Sin embargo, no envidié
su
devoción por Kurtz. Él no había meditado sobre ella. Le había llegado y
la
aceptó con una especie de vehemente fatalismo. Debo decir que me
parecía la cosa
más peligrosa de todas las que le habían ocurrido.
»
Se habían unido inevitablemente, como dos barcos anclados uno junto al
otro,
que acaban por rozar sus bordes. Supongo que Kurtz deseaba tener un
oyente,
porque en cierta ocasión, acampados en la selva, habían hablado toda la
noche,
o más probablemente Kurtz había hablado toda la noche. “Hablamos de
todo”, dijo
el joven, transportado por sus recuerdos. “Olvidé que existía algo
semejante al
sueño. Me pareció que la noche duraba menos de una hora. ¡De todo! ¡De
todo!...
También del amor...” “¡ Ah!, ¿ así que le habló de amor?”, le dije, muy
divertido. “No, no de lo que usted piensa”, exclamó con pasión. “Habló
en
términos generales. Me hizo ver cosas... cosas...”
»
Levantó los brazos. En aquel momento estábamos sobre cubierta, y el
capataz de
mis leñadores, que se hallaba cerca, volvió hacia él su mirada densa y
brillante. Miré a mi alrededor, y no sé por qué, pero puedo aseguraros
que
nunca antes, nunca, aquella tierra, el río, la selva, la misma bóveda
de ese
cielo tan resplandeciente, me habían parecido tan desesperados y
oscuros, tan
implacables frente a la fragilidad humana. “¿Y a partir de entonces ha
estado
con él?”, le pregunté.
»
Al contrario. Parecía que sus relaciones se habían roto profundamente
por
diversas causas. Él había, me informó con orgullo, procurado asistir a
Kurtz
durante dos enfermedades (aludía a ello como se puede aludir a una
hazaña
audaz), pero, por regla general, Kurtz deambulaba solo, aun en las
profundidades de la selva. “Muy a menudo, cuando venía a esta estación,
debía
esperar días y días antes de que él volviera”, me dijo. “Pero valía la
pena
esperarlo en esas ocasiones.” “¿Qué hacía él en esas ocasiones?
¿Explorar o
qué?”, quise saber. “Oh, sí, por supuesto. Llegó a descubrir gran
cantidad de
aldeas, un lago además...” No sabía exactamente en qué dirección; era
peligroso
preguntar demasiado. La mayor parte de las veces emprendía esas
expediciones en
busca de marfil. “Pero no tenía ya para entonces mercancías con las que
negociar”,
objeté. “Todavía ahora le quedan algunos cartuchos”, respondió, mirando
hacia
otro lado. “Para decirlo claramente, se apoderó del país”, dije. Él
asintió.
“Aunque seguramente no lo haría solo”, concluí. Murmuró algo respecto a
los
pueblos que rodeaban el lago. “Kurtz logró que la tribu lo siguiera,
¿no es
cierto?”, sugerí. “Se intranquilizó un poco. “Lo adoraban”, dijo. El
tono de
aquellas palabras fue tan extraordinario que lo miré con fijeza. Era
curioso
comprobar su mezcla de deseo y resistencia a hablar de Kurtz. Aquel
hombre
llenaba su vida, ocupaba sus pensamientos, movía sus emociones. “¿Qué
puede
usted esperar?”, estalló. “Llegó a ellos con truenos y relámpagos, y
ellos
jamás habían visto nada semejante... nada tan terrible. Él podía ser
realmente
terrible. No se puede juzgar al señor Kurtz como a un hombre ordinario.
¡No,
no, no! Para darle a usted una idea, no me importa decírselo, pero un
día quiso
disparar contra mí también, aunque yo no lo juzgo por eso.” “¿Disparar
contra
usted?”, pregunté. “¿Por qué?” “Bueno, yo tenía un pequeño lote de
marfil que
el jefe de la aldea situada cerca de mi casa me había dado. Sabe usted,
yo
solía cazar para ellos. Pues Kurtz lo quiso, y era incapaz de atender a
otras razones.
Declaró que me mataría si no le entregaba el marfil y desaparecía de la
región,
porque él podía hacerlo, y quería hacerlo, y no había poder sobre la
tierra que
pudiera impedirle matar a quien se le antojara. Y era cierto. Así que
le
entregué el marfil. ¡Qué me importaba! Pero no me marché. No, no podía
abandonarlo. Por supuesto, tuve que ser prudente, hasta que volvimos a
ser
amigos de nuevo por algún tiempo. Entonces padeció su segunda
enfermedad.
Después de eso me vi obligado a evitarle, pero no me preocupaba. Él
pasaba la mayor
parte del tiempo en las aldeas del lago. Cuando regresaba al río, a
veces se
acercaba a mí, otras era necesario que yo tuviera cuidado. Aquel hombre
sufría
demasiado. Odiaba todo esto y sin embargo no podía marcharse. Cuando
tuve una
oportunidad, le supliqué que tratara de partir mientras fuera aún
posible. Le
ofrecí acompañarlo en el viaje de regreso. Decía que sí, y luego se
quedaba.
Volvía a salir a cazar marfil, desaparecía durante semanas enteras, se
olvidaba
de sí mismo cuando estaba entre esas gentes, se olvidaba de sí mismo,
sabe
usted.” “¿Cómo? ¡Debía estar loco!”, dije. Él protestó con indignación.
El
señor Kurtz no podía estar loco. Si yo hubiera podido oírlo hablar,
sólo dos
días atrás, no me atrevería a insinuar semejante cosa... Cogí mis
binoculares
mientras hablábamos, y enfoqué la costa, pasando y repasando
rápidamente por el
lindero del bosque, a ambos lados y detrás de la casa. Saber que había
gente
escondida dentro de aquellos matorrales, tan silenciosos y tranquilos
como la
casa en ruinas de la colina, me ponía nervioso. No había señales sobre
la faz
de la naturaleza de esa historia extraña que me había sido, más que
relatada,
sugerida por exclamaciones desoladas, encogimientos de hombros, frases
interrumpidas, insinuaciones que terminaban en profundos suspiros. La
maleza
permanecía inmóvil, como una máscara pesada, como la puerta cerrada de
una
prisión. Nos miraba con un aire de conocimiento oculto, de paciente
expectación, de inexpugnable silencio. El ruso me explicaba que sólo
recientemente había vuelto el señor Kurtz al río, trayendo consigo a
aquellos
hombres de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios meses
(haciéndose
adorar, supongo), y había vuelto inesperadamente, con la intención al
parecer
de hacer una excursión por las orillas del río. Evidentemente el ansia
de
marfil se había apoderado de (¿cómo llamarlas?) sus aspiraciones menos
materiales. Sin embargo, había empeorado de pronto. “Oí decir que
estaba en
cama, desamparado, así que remonté el río. Me aventuré a hacerlo”, dijo
el
ruso. “Se encuentra muy mal, muy mal.” “Dirigí los binoculares hacia la
casa.
No se veían señales de vida, pero allí estaba el techo arruinado, la
larga
pared de barro sobresaliendo por encima de la hierba, con tres pequeñas
ventanas cuadrangulares, de un tamaño distinto. Todo aquello parecía al
alcance
de mi mano. Después hice un movimiento brusco y uno de los postes que
quedaban
de la desaparecida empalizada apareció en el campo visual de los
gemelos.
Recordad que he dicho que me habían llamado la atención, a distancia,
los
intentos de ornamentación que contrastaban con el aspecto ruinoso del
lugar. En
aquel momento pude tener una visión más cercana, y el primer resultado
fue
hacerme echar hacia atrás la cabeza, como si hubiese recibido un golpe.
Entonces
examiné con mis lentes cuidadosamente cada poste, y comprobé mi error.
Aquellos
bultos redondos no eran motivos ornamentales sino simbólicos. Eran
expresivos y
enigmáticos, asombrosos y perturbadores, alimento para la mente y
también para
los buitres, si es que había alguno bajo aquel cielo, y de todos modos
para las
hormigas, que eran lo suficientemente industriosas como para subir al
poste.
Hubieran sido aún más impresionantes, aquellas cabezas clavadas en las
estacas,
si sus rostros no hubiesen estado vueltos hacia la casa. Sólo una, la
primera
que había contemplado, miraba hacia mí. No me disgustó tanto como
podríais
imaginar. El salto hacia atrás que había dado no había sido más que un
movimiento de sorpresa. Yo había esperado ver allí una bola de madera,
ya
sabéis. Volví a enfocar deliberadamente los gemelos hacia la primera
que había
visto. Allí estaba, negra, seca, consumida, con los párpados
cerrados... Una
cabeza que parecía dormitar en la punta de aquel poste, con los labios
contraídos y secos, mostrando la estrecha línea de la dentadura.
Sonreía,
sonreía continuamente ante un interminable y jocoso sueño.
»
No estoy revelando ningún secreto comercial. En efecto, el director
dijo más
tarde que los métodos del señor Kurtz habían constituido la ruina de
aquella
región. No puedo opinar al respecto, pero quiero dejar claramente
sentado que
no había nada provechoso en el hecho de que esas cabezas permanecieran
allí.
Sólo mostraban que el señor Kurtz carecía de frenos para satisfacer sus
apetitos,
que había algo que faltaba en él, un pequeño elemento que, cuando
surgía una
necesidad apremiante, no podía encontrarse en su magnífica elocuencia.
Si él
era consciente de esa deficiencia, es algo que no puedo decir. Creo que
al
final llegó a advertirla, pero fue sólo al final. La selva había
logrado
poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de
que había
sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que
él no
conocía, cosas de las que no tenía idea hasta que se sintió aconsejado
por esa
gran soledad... y aquel susurro había resultado irresistiblemente
fascinante. Resonó
violentamente en su interior porque tenía el corazón vacío... Dejé los
gemelos,
y la cabeza que había parecido estar lo suficientemente cerca como para
poder
hablar con ella, pareció saltar de pronto a una distancia inaccesible.
»
El admirador del señor Kurtz estaba un poco cabizbajo. Con una voz
apresurada y
confusa, comenzó a decirme que no se había atrevido a quitar aquellos
símbolos,
por así llamarlos. No tenía miedo de los nativos; no se moverían a
menos que el
señor Kurtz se lo ordenara. Su ascendiente sobre ellos era
extraordinario. Los
campamentos de aquella gente rodeaban el lugar y sus jefes iban
diariamente a
visitarlo. Se hubieran arrastrado... “No quiero saber nada de las
ceremonias
realizadas para acercarse al señor Kurtz”, grité. “Es curioso, pero en
aquel
momento tuve la sensación de que aquellos detalles resultarían más
intolerables
que las cabezas que se secaban sobre los postes, frente a las ventanas
del
señor Kurtz. Después de todo, aquello no era sino un espectáculo
salvaje,
mientras que yo me sentía de pronto transportado a una región oscura de
sutiles
horrores, donde un salvajismo puro y sin complicaciones era un alivio
positivo,
algo que tenía derecho a existir, evidentemente, bajo la luz del sol.
El joven
me miró con sorpresa. Supongo no concebía que para mí el señor Kurtz no
fuera
un ídolo. Olvidaba que yo no había escuchado ninguno de aquellos
espléndidos
monólogos sobre, ¿sobre qué?, el amor, la justicia, la conducta del
hombre, y
otras cosas por el estilo. Si hubiera tenido necesidad de arrastrarse
ante el
señor Kurtz, lo hubiera hecho como el salvaje más auténtico de todos
ellos. Yo
no tenía idea de la situación, el ruso me dijo que aquellas cabezas
eran
cabezas de rebeldes. Le ofendió extraordinariamente mi risa. ¡Rebeldes!
¿Cuál
sería la próxima definición que debía yo oír? Había oído hablar de
enemigos,
criminales, trabajadores... ahora de rebeldes. Aquellas cabezas
rebeldes me
parecían muy apaciguadas desde sus postes. “Usted no sabe cómo ha
fatigado esta
vida al señor Kurtz”, gritó su último discípulo. “Bueno, ¿y a usted?”,
le dije.
“¡A mí! ¡A mí! Yo soy un hombre sencillo. No tengo grandes ideas. No
quiero
nada de nadie. ¿Cómo puede compararme con...?” Apenas acertaba a
expresar sus
sentimientos, de pronto se detuvo. “No comprendo”, gimió. “He hecho
todo lo
posible para conservarle con vida, y eso es suficiente. Yo no he
participado en
todo esto. No tengo ninguna capacidad para ello. Durante meses no ha
habido
aquí ni una gota de medicina ni un bocado para un hombre enfermo. Había
sido
vergonzosamente abandonado. Un hombre como él, con aquellas ideas.
¡Vergonzosamente!
¡Vergonzosamente! Yo no he dormido durante las últimas diez noches...”
»
Su voz se perdió en la calma de la tarde. Las amplias sombras de la
selva se
habían deslizado colina abajo mientras conversábamos, llegando más allá
de la
ruinosa cabaña, más allá de la hilera de postes simbólicos. Todo
aquello estaba
en la penumbra, mientras nosotros, abajo, estábamos aún bajo los rayos
del sol,
y el espacio del río extendido ante la parte aún no sombreada brillaba
con un
fulgor tranquilo y deslumbrante, con una faja de sombra oscura y
lóbrega encima
y abajo. No se veía un alma viviente en la orilla. Los matorrales no se
movían.
»
De pronto, tras una esquina de la casa apareció un grupo de hombres,
como si
hubieran brotado de la tierra. Avanzaban en una masa compacta, con la
hierba
hasta la cintura, llevando en medio unas parihuelas improvisadas.
Instantáneamente, en aquel paisaje vacío, se elevó un grito cuya
estridencia
atravesó el aire tranquilo como una flecha aguda que volara
directamente del
corazón mismo de la tierra, y, como por encanto, corrientes de seres
humanos,
de seres humanos desnudos, con lanzas en las manos, con arcos y
escudos, con
miradas y movimientos salvajes, irrumpieron en la estación, vomitados
por el
bosque tenebroso y plácido. Los arbustos se movieron, la hierba se
sacudió por
unos momentos, luego todo quedó tranquilo, en una tensa inmovilidad.
»
Si ahora no les dice lo que debe decirles, estamos todos perdidos”,
dijo el
ruso a mis espaldas. El grupo de hombres con las parihuelas se había
detenido a
medio camino, como petrificado. Vi que el hombre de la camilla se
semincorporaba, delgado, con un brazo en alto, apoyado en los hombros
de los
camilleros. “Esperemos que el hombre que sabe hablar tan bien del amor
en
general, encuentre alguna razón particular para salvarnos esta vez”,
dije.
“Presentía amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si
el
estar a merced de aquel atroz fantasma fuera una necesidad vergonzosa.
No podía
oír ningún sonido, pero a través de los gemelos vi el brazo delgado
extendido imperativamente,
la mandíbula inferior en movimiento, los ojos de aquella aparición que
brillaban sombríos a lo lejos, en su cabeza huesuda, que oscilaba con
grotescas
sacudidas. Kurtz... Kurtz, eso significa pequeño en alemán, ¿no es
cierto?
Bueno el nombre era tan cierto como todo lo demás en su vida y en su
muerte.
Parecía tener por lo menos siete pies de estatura. La manta que lo
cubría cayó
y su cuerpo surgió lastimoso y descarnado como de una mortaja. Podía
ver la
caja torácica, con las costillas bien marcadas. Era como si una imagen
animada
de la muerte, tallada en viejo marfil, hubiese agitado la mano
amenazadora ante
una multitud inmóvil de hombres hechos de oscuro y brillante bronce. Le
vi
abrir la boca; lo que le dio un aspecto indeciblemente voraz, como si
hubiera
querido devorar todo el aire, toda la tierra, y todos los hombres que
tenía
ante sí. Una voz profunda llegó débilmente hasta el barco. Debía de
haber
gritado. Repentinamente cayó hacia atrás. La camilla osciló cuando los
camilleros caminaron de nuevo hacia adelante, y al mismo tiempo observé
que la
multitud de salvajes se desvanecía con movimientos del todo
imperceptibles,
como si el bosque que había arrojado súbitamente aquellos seres se los
hubiera
tragado de nuevo, como el aliento es atraído en una prolongada
aspiración.
»
Algunos peregrinos, detrás de las parihuelas, llevaban preparadas las
armas:
dos escopetas, un rifle pesado y un ligero revólver carabina; los rayos
de
aquel Júpiter lastimoso. El director se inclinaba sobre él y murmuraba
algo
mientras caminaba. Lo colocaron en uno de los pequeños camarotes, el
espacio
justo para una cama y una o dos sillas de campaña. Le habíamos llevado
su correspondencia
atrasada, y un montón de sobres rotos y cartas abiertas se esparcía
sobre la
cama. Su mano vagaba débilmente sobre esos papeles. Me asombraba el
fuego de
sus ojos y la serena languidez de su expresión. No parecía ser tan
grande el
agotamiento que había producido en él la enfermedad. No parecía sufrir.
Aquella
sombra parecía satisfecha y tranquila, como si por el momento hubiera
saciado
todas sus emociones.
»
Arrugó una de las cartas, y, mirándome directamente a la cara, me dijo:
“Me
alegro”. Alguien le había escrito sobre mí. Aquellas recomendaciones
especiales
volvían a aparecer de nuevo. El volumen de su voz, que emitió sin
esfuerzo,
casi sin molestarse en mover los labios, me asombró. ¡Qué voz! ¡Qué
voz! Era
grave, profunda y vibrante, a pesar de que el hombre no parecía emitir
un
murmullo. Sin embargo, tenía la suficiente fuerza como para casi acabar
con
todos nosotros, como vais a oír.
»
El director volvió a aparecer silenciosamente en el umbral de la
puerta. Salí
en seguida y él corrió la cortina detrás de mí. El ruso, observado con
curiosidad por los peregrinos, miraba hacia la playa. Seguí la
dirección de su
mirada.
»
Oscuras formas humanas podían verse a distancia, deslizándose frente al
tenebroso borde de la selva, y cerca del río dos figuras de bronce
apoyadas en
largas picas estaban en pie a la luz del sol, las cabezas tocadas con
fantásticos gorros de piel moteada; un par de guerreros inmóviles en un
reposo
estatutario. De derecha a izquierda, a lo largo de la orilla iluminada,
se
movía una salvaje y deslumbrante figura femenina.
»
La mujer caminaba con pasos mesurados, envuelta en una tela rayada,
guarnecida
de flecos, pisando el suelo orgullosamente, con un ligero sonido
metálico y un
resplandor de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza erguida, sus
cabellos
estaban arreglados en forma de yelmo, llevaba anillos de bronce hasta
las
rodillas, pulseras de bronce hasta los codos, innumerables collares de
abalorios en el cuello; objetos estrambóticos, amuletos, presentes de
hechiceros, que colgaban sobre ella, que brillaban y temblaban a cada
paso que
daba. Debía de tener encima objetos con valor de varios colmillos de
elefante.
Era feroz y soberbia, de ojos salvajes y espléndidos; había algo
siniestro y majestuoso
en su lento paso... Y en la quietud que envolvió repentinamente toda
aquella
tierra doliente, la selva inmensa, el cuerpo colosal de la fecunda y
misteriosa
vida parecía mirarla, pensativa, como si contemplara la imagen de su
propia
alma tenebrosa y apasionada.
»
Llegó frente al barco y se detuvo de cara hacia nosotros. La larga
sombra de su
cuerpo llegaba hasta el borde del agua. Su rostro tenía un trágico y
feroz
aspecto de tristeza salvaje y de un mudo dolor mezclado con el temor de
alguna
decisión apenas formulada con la que luchaba. De pie, inmóvil, nos
miraba como
la misma selva, con aire de cobijar algún proyecto inescrutable. Dejó
transcurrir un minuto entero, y entonces dio un paso hacia adelante. Se
oyó un
ligero repiqueteo, brilló el metal dorado, oscilaron los flecos de la
túnica, y
entonces se detuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven que
estaba a
mi lado refunfuñó algo. Los peregrinos murmuraron a mis espaldas. Ella
nos miró
a todos como si su vida dependiera de la dureza e inflexibilidad de su
mirada.
De pronto abrió los brazos desnudos y los elevó rígidos por encima de
su cabeza
como en un deseo indómito de tocar el cielo, y al mismo tiempo las
tinieblas se
precipitaron de golpe sobre la tierra, pasaron velozmente sobre el río,
envolviendo el barco en un abrazo sombrío. Un silencio formidable
acompañó la
escena.
»
Se dio vuelta lentamente, comenzó a caminar por la orilla y se dirigió
hacia
los arbustos de la izquierda. Sólo una vez sus ojos volvieron a
contemplarnos,
en la oscuridad de la espesura, antes de desaparecer.
»
Si hubiera insistido en subir a bordo, creo que realmente habría
disparado
contra ella”, dijo el hombre de los remiendos, con gran nerviosismo.
“He
arriesgado mi vida todos los días durante la última quincena tratando
de mantenerla
fuera de la casa. Un día logró entrar y armó un gran escándalo debido a
unos
miserables harapos que yo había recogido del almacén para remendar mis
ropas.
Debió haberle parecido un robo. Al menos eso imagino, porque estuvo
hablando
durante una hora y señalándome de vez en cuando. Yo no entiendo el
dialecto de
esta tribu. Por fortuna para mí, Kurtz se sentía ese día demasiado
enfermo como
para hacerle caso, de otro modo lo hubiera pasado muy mal. No
comprendo...
No... es demasiado para mí. Bueno, ahora todo ha pasado.”
»
En ese momento escuché la profunda voz de Kurtz detrás de la cortina:
“¡Salvarme!... Salvar el marfil querrá usted decir. Usted interrumpe
mis
planes. ¡Enfermo! ¡Enfermo! No tan enfermo como a usted le gustaría
creer. No
importa. Yo llevaré a cabo mis proyectos... Yo volveré. Le mostraré lo
que
puede hacerse. Usted, con sus pequeñas ideas mezquinas... usted
interfiere
ahora en mi trabajo. Yo regresaré. Yo...”
»
El director salió. Me hizo el honor de cogerme por un brazo y llevarme
aparte.
“Está muy mal, muy mal”, dijo. Consideró necesario suspirar, pero
prescindió de
mostrarse afligido. “Hemos hecho por él todo lo que hemos podido, ¿no
es
cierto? Pero no podemos dejar de reconocer que el señor Kurtz ha hecho
más daño
que bien a la compañía. No ha entendido que el tiempo no está aún
maduro para
emprender una acción vigorosa. Cautela, cautela, ése es mi principio.
Debemos
ser todavía cautos. Esta región quedará cerrada para nosotros por algún
tiempo.
¡Deplorable! En conjunto, el comercio va a sufrir mermas. No niego que
hay una
cantidad considerable de marfil... en su mayor parte fósil. Debemos
salvarlo a
toda costa, pero mire usted cuán precaria es nuestra situación... ¿Todo
por
qué? Porque el método es inadecuado.” “¿Llama usted a eso”, dije yo,
mirando
hacia la orilla, “un método inadecuado?” “Sin duda”, declaró con ardor.
“¿Usted
no?”
»
Yo no llego a considerarlo un método”, murmuré después de un momento.
“Exactamente”, exclamó. “Yo ya preveía todo esto. Demuestra una
absoluta falta
de juicio. Es mi deber comunicarlo al lugar oportuno.” “Oh”, dije,
“aquel
tipo... ¿cómo se llama?... el fabricante de ladrillos, podrá hacerle un
buen
informe.” Pareció turbarse por un momento. Tuve la sensación de no
haber
respirado nunca antes una atmósfera tan vil, y mentalmente me dirigí a
Kurtz en
busca de alivio, sí, es verdad, en busca de alivio. “De cualquier
manera pienso
que el señor Kurtz es un hombre notable”, dije con énfasis. El director
se
sobresaltó, dejó caer sobre mí una mirada pesada y luego respondió en
voz baja:
“Era.” Y me volvió la espalda. Mi hora de favoritismo había pasado; me
encontraba unido a Kurtz como partidario de métodos para los cuales el
momento
aún no estaba maduro. ¡Métodos inadecuados! ¡Ah, pero de cualquier
manera era
algo poder elegir entre las pesadillas!
»
En realidad yo había optado por la selva, no por el señor Kurtz, quien,
debía
admitirlo, no servía ya sino para ser enterrado. Y por un momento me
pareció
que yo también estaba enterrado en una amplia tumba llena de secretos
indecibles. Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, el olor de
la
tierra húmeda, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las
tinieblas de la noche impenetrable... El ruso me dio un golpecito en el
hombro.
Lo oí murmurar y balbucear algo: “Hermano marino... no puedo ocultar el
conocimiento de asuntos que afectarán la reputación del señor Kurtz.”
Esperé
que continuara. Para él, evidentemente Kurtz no estaba al borde de la
tumba. Sospecho
que, para él, el señor Kurtz era inmortal. “Bueno”, dije finalmente,
“hable.
Como usted puede ver, en cierto sentido soy amigo del señor Kurtz.”
»
Declaró con bastante formalidad que si no tuviéramos la misma
profesión, él se
hubiera reservado ese asunto para sí mismo sin importarle las
consecuencias.
“Sospecho”, dijo, “que hay cierta mala voluntad activa hacia mí por
parte de
esos blancos que...” “Tiene usted toda la razón”, le dije, recordando
cierta
conversación que por casualidad había oído. “El director piensa que
debería
usted ser colgado.” Mostró tal preocupación ante esa noticia que al
principio
me divirtió. “Lo mejor será que despeje pronto el camino”, dijo con
seriedad. “No
puedo hacer nada más por Kurtz ahora, y ellos pronto encontrarán alguna
excusa.
¿Qué podría detenerlos? Hay un puesto militar a trescientas millas de
aquí.”
“Bueno, a mi juicio lo mejor que podría usted hacer es marcharse, si
cuenta con
amigos entre los salvajes de la región.” “Muchos”, dijo. “Son gente
sencilla, y
yo no quiero nada, usted ya lo sabe.” Estaba de pie; se mordía los
labios.
Después continuó: “No quiero que les ocurra nada a estos blancos, pero
naturalmente pensaba en la reputación del señor Kurtz, usted es un
hermoso
marino y...” “Muy bien”, le dije después de un rato. “En lo que a mí se
refiere, la reputación del señor Kurtz está a salvo.” Y no sabía con
cuánta exactitud
estaba hablando en ese momento.
»
Me informó, bajando la voz, que había sido Kurtz quien había ordenado
el ataque
al vapor. “Odiaba a veces la idea de ser sacado de aquí... y además...
Pero yo
no entiendo estas cosas. Soy un hombre sencillo. Pensó que eso les
asustaría,
que renunciarían ustedes, considerándolo muerto. No pude detenerle. Oh,
este
último mes ha sido terrible para mí.” “Muy bien”, le dije. “Ahora está
bien.”
“Sí”, murmuró sin parecer demasiado convencido. “Gracias”, le dije.
“Tendré los
ojos bien abiertos.” “Pero tenga cuidado, ¿eh?”, me imploró con
ansiedad.
“Sería terrible para su reputación que alguien aquí...” Le prometí
completa
discreción con gran seriedad. “Tengo una canoa y tres negros
esperándome no muy
lejos de aquí. Me marcho. ¿Me podría dar usted unos cuantos cartuchos
Martini-Henry?” Pude y se los di, con la debida reserva. Tomó un puñado
de
tabaco. “Entre marinos, usted sabe, buen tabaco inglés.” En la parte de
la
timonera se volvió hacia mí. “Diga, ¿no tiene por casualidad un par de
zapatos
que le sobre? ¡Mire!” Levantó un pie. Las suelas estaban atadas con
cordones
anudados en forma de sandalias, debajo de los pies desnudos. Saqué un
viejo par
que él miró con admiración antes de meterlo bajo el brazo izquierdo.
Uno de sus
bolsillos (de un rojo brillante) estaba lleno de cartuchos, del otro
(azul marino)
asomaba el libro de Towson. Parecía considerarse excelentemente bien
equipado
para un nuevo encuentro con la selva. “¡Oh, nunca, nunca volveré a
encontrar un
hombre semejante!”, dijo. “Debía haberlo oído recitar poemas, algunos
eran suyos,
¿se imagina? ¡Poemas!” Hizo girar los ojos ante el recuerdo de aquellos
poemas.
“¡Ha ampliado mi mente!” “Adiós”, le dije. Nos estrechamos las manos y
se
perdió en la noche. A veces me pregunto si realmente lo habré visto
alguna vez.
Si es posible que haya existido un fenómeno de esa especie.
»
Cuando desperté poco después de media noche, su advertencia vino a mi
memoria
con la insinuación de un peligro, que parecía, en aquella noche
estrellada, lo
bastante real como para que me levantara a mirar a mi alrededor. En la
colina
habían encendido una fogata, iluminando parcialmente una esquina de la
cabaña.
Uno de los agentes, con un piquete formado con nuestros negros, armados
en esa
ocasión, montaba guardia ante el marfil. Pero en las profundidades de
la selva,
rojos centelleos oscilantes, que parecían hundirse y surgir del suelo
entre
confusas formas de columnas de intensa negrura, mostraban la posición
exacta
del campo donde los adoradores del señor Kurtz sostenían su inquieta
vigilia.
El monótono redoble de un tambor llenaba el aire con golpes sordos y
con una
vibración prolongada. El continuo zumbido de muchos hombres que
cantaban algún
conjuro sobrenatural salía del negro y uniforme muro vegetal, como un
zumbido
de abejas sale de una colmena, y tenía un efecto extraño y narcotizante
sobre
mis sentidos aletargados. Creo que empecé a dormitar, apoyado en la
barandilla,
hasta que un repentino brote de alaridos, una erupción irresistible de
un hasta
ese momento reprimido y misterioso frenesí, me despertó y me dejó por
el
momento totalmente aturdido. Miré por casualidad hacia el pequeño
camarote.
Había una luz en su interior, pero el señor Kurtz no estaba allí.
»
Supongo que hubiera lanzado un grito de haber dado crédito a mis ojos.
Pero al
principio no les creí... ¡Aquello me parecía tan decididamente
imposible! El
hecho es que estaba yo del todo paralizado por un miedo total; era una
especie
de terror puro y abstracto, sin ninguna conexión con cualquier
evidencia de
peligro físico. Lo que hacía tan avasalladora aquella emoción era...
¿cómo
podía definirlo?... el golpe moral que recibí, como si algo a la vez
monstruoso, intolerable de concebir y odioso al alma, me hubiera sido
impuesto
inesperadamente. Aquello duró sin duda alguna sólo una mínima fracción
de
segundo, y después el sentimiento habitual de común y mortal peligro,
la
posibilidad de un ataque repentino y de una carnicería o algo por el
estilo que
me parecía estar en el aire fue recibida por mí como algo agradable y
reconfortante. Me tranquilicé hasta tal punto que no di la voz de
alarma.
»
Había un agente envuelto en un chaquetón, durmiendo en una silla, a
unos tres
pies de donde yo estaba. Los gritos no lo habían despertado; roncaba
suavemente. Le dejé entregado a su sueño y bajé a tierra. Yo no
traicionaba a
Kurtz; estaba escrito que nunca había de traicionarle, estaba escrito
que debía
ser leal a la pesadilla que había elegido. Me sentía impaciente por
tratar con
aquella sombra por mi cuenta, solo... Y hasta el día de hoy no logro
comprender
por qué me sentía tan celoso de compartir con los demás la peculiar
negrura de
esa experiencia.
»
Tan pronto como llegué a la orilla, vi un rastro... un rastro amplio
entre la
hierba. Recuerdo la exaltación con que me dije: “No puede andar; se
está
arrastrando a cuatro patas. Ya lo tengo.” La hierba estaba húmeda por
el rocío.
Yo caminaba rápidamente con los puños cerrados. Imagino que tenía la
vaga idea
de darle una paliza cuando lo encontrara. No sé. Tenía algunos
pensamientos
imbéciles. La vieja que tejía con el gato penetraba en mi memoria como
una
persona sumamente inadecuada en el extremo de aquel asunto. Vi a una
fila de
peregrinos, disparando chorros de plomo con los winchesters apoyados en
la
cadera. Pensé que no volvería al barco, y me imaginé viviendo solitario
y sin
armas en medio de la selva hasta una edad avanzada. Futilezas por el
estilo,
sabéis. Recuerdo que confundí el batir de los tambores con el de mi
propio
corazón, y que me agradaba su tranquila regularidad.
»
Seguí el rastro... luego me detuve a escuchar. La noche era muy clara;
un
espacio azul oscuro, brillante de rocío y luz de estrellas, en el que
algunos
bultos negros permanecían muy tranquilos. Me pareció vislumbrar algo
que se
movía delante de mí. Estaba extrañamente seguro de todo aquella noche.
Abandoné
el rastro y corrí en un amplio semicírculo (supongo que en realidad me
estaba
riendo de mis propias argucias) a fin de aparecer frente a aquel bulto,
a aquel
movimiento que yo había visto... si es que en realidad había visto
algo. Estaba
cercando a Kurtz como si se tratara de un juego infantil.
»
Llegué donde él estaba y, de no haber sido porque me oyó acercarme, lo
hubiera
podido atrapar enseguida. Logró levantarse a tiempo. Se puso en pie,
inseguro,
largo, pálido, confuso, como un vapor exhalado por la tierra, se
tambaleó
ligeramente, brumosa y silenciosamente delante de mí, mientras que a mi
espalda
las fogatas brillaban entre los árboles y el murmullo de muchas voces
brotaba
del bosque. Lo había aislado hábilmente, pero en ese momento, al
hacerle frente
y recobrar los sentidos, advertí el peligro en toda su verdadera
proporción. De
ninguna manera había pasado. ¿Y si él comenzaba a gritar? Aunque apenas
podía
tenerse en pie, su voz era aún bastante vigorosa. “¡Márchese,
escóndase!”, dijo
con aquel tono profundo. Era terrible. Miré a mis espaldas. Estábamos a
unas
treinta yardas de distancia de la fogata más próxima. Una figura negra
se
levantó, cruzó en amplias zancadas, con sus largas piernas negras,
levantando
sus largos brazos negros, ante el resplandor del fuego. Tenía
cuernos... una
cornamenta de antílope, me parece, sobre la cabeza. Algún hechicero,
algún
brujo, sin duda; tenía un aspecto realmente demoníaco. “¿Sabe usted lo
que está
haciendo?”, murmuré. “Perfectamente”, respondió, elevando la voz para
decir
aquella única palabra. Aquella voz resonó lejana y fuerte a la vez,
como una
llamada a través de una bocina. Pensé que si comenzaba a discutir
estábamos
perdidos. Por supuesto no era el momento para resolver el conflicto a
puñetazos, aparte de la natural aversión que yo sentía a golpear
aquella sombra...
aquella cosa errante y atormentada. “Se perderá usted, se perderá
completamente” murmuré. A veces uno tiene esos relámpagos de
inspiración, ya
sabéis. Yo había dicho la verdad, aunque de hecho él no podía perderse
más de
lo que ya lo estaba en aquel momento, cuando los fundamentos de nuestra
amistad
se asentaron para durar... para durar... para durar... hasta el fin...
más allá
del fin.
»
“Yo tenía planes inmensos”, murmuró con indecisión. “Sí”, le dije,
“pero si
intenta usted gritar le destrozaré la cabeza con...” Vi que no había ni
un palo
ni una piedra cerca. “Lo estrangularé”, me corregí. “Me hallaba en el
umbral de
grandes cosas”, suplicó con una voz plañidera, con una avidez de tono
que hizo
que la sangre se me helara en las venas. “Y ahora por ese estúpido
canalla...”
“Su éxito en Europa está asegurado en todo caso”, afirmé con
resolución. No me
hubiera gustado tener que estrangularlo.., y de cualquier modo aquello
no
habría tenido ningún sentido práctico. Intenté romper el hechizo, el
denso y
mudo hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su seno despiadado
despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones
monstruosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo eso lo había
llevado a
dirigirse al borde de la selva, a la maleza, hacia el resplandor de las
fogatas, el sonido de los tambores, el zumbido de conjuros
sobrenaturales. Sólo
eso había seducido a su alma forajida hasta más allá de los límites de
las
aspiraciones lícitas. Y, ¿os dais cuenta?, lo terrible de la situación
no
estaba en que me dieran un golpe en la cabeza, aunque tenía una
sensación muy
viva de ese peligro también, sino en el hecho de que tenía que vérmelas
con un
hombre ante quien no podía apelar a ningún sentimiento elevado o bajo.
Debía,
igual que los negros, invocarlo a él, a él mismo, a su propia exaltada
e
increíble degradación. No había nada por encima ni por debajo de él, y
yo lo
sabía. Se había desprendido de la tierra. ¡Maldito sea! Había golpeado
la
tierra hasta romperla en pedazos. Estaba solo, y yo frente a él no
sabía si
pisaba tierra o si flotaba en el aire. Os he dicho a vosotros que
hablamos, he
repetido las frases que pronunciamos... pero, ¿qué sentido tiene todo
esto?
Eran palabras comunes, cotidianas, los familiares, vagos sonidos
cambiados al
despertar de cada día. ¿Y qué sentido tenían? Existía detrás, en mi
espíritu,
la terrible sugestión de palabras oídas en sueños, frases murmuradas en
pesadillas. ¡Un alma! Si hay alguien que ha luchado con un alma yo soy
ese
hombre. Y no es que estuviera discutiendo con un lunático. Lo creáis o
no, el
hecho es que su inteligencia seguía siendo perfectamente lúcida...
concentrada,
es cierto, sobre él mismo con horrible intensidad, y sin embargo con
lucidez. Y
en eso estribaba mi única oportunidad, fuera, por supuesto, de matarlo
allí, lo
que no hubiera resultado bien debido al ruido inevitable. Pero su alma
estaba
loca. Al quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y
¡cielos!, puedo
afirmarlo, había enloquecido. Yo tuve (debido a mis pecados, imagino)
que pasar
la prueba de mirar también dentro de ella. Ninguna elocuencia hubiera
podido
marchitar tan eficazmente la fe en la humanidad como su estallido final
de
sinceridad. Luchó consigo mismo, también. Lo vi... lo oí. Vi el
misterio inconcebible
de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que
había
luchado, sin embargo, ciegamente, contra sí misma. Conservé la cabeza
bastante
bien, pero cuando lo tuve ya tendido en el lecho, me enjugué la frente,
mi
entras mis piernas temblaban como si acabara de transportar media
tonelada
sobre la espalda hasta la cima de una colina. Y sin embargo sólo había
sostenido
su brazo huesudo apoyado en mis hombros; no era mucho más pesado que un
niño.
»
Cuando al día siguiente partimos a mediodía, la multitud, de cuya
presencia
tras la cortina de árboles había sido agudamente consciente todo el
tiempo,
volvió a salir de la maleza, llenó el patio de la estación, cubrió el
declive
de la colina con una masa de cuerpos desnudos que respiraban, que se
estremecían, bronceados. Remonté un poco el río, luego viré y navegué
con la
corriente. Dos mil ojos seguían las evoluciones del demonio del río,
que
chapoteaba dando golpes impetuosos, azotando el agua con su cola
terrible y
esparciendo humo negro por el aire. Frente a la primera fila, a lo
largo del
río, tres hombres, cubiertos de un fango rojo brillante de los pies a
la
cabeza, se contoneaban impacientes. Cuando llegamos de nuevo frente a
ellos,
miraban al río, pateaban, movían sus cuerpos enrojecidos; sacudían
hacia el
feroz demonio del río un manojo de plumas negras, una piel repugnante
con una
cola colgante, algo que parecía una calabaza seca. Y a la vez gritaban
periódicamente series extrañas de palabras que no se parecían a ningún
sonido
humano, y los profundos murmullos de la multitud interrumpidos de
pronto eran
como los responsos de alguna letanía satánica.
»
Transportamos a Kurtz a la cabina del piloto: allí había más aire.
Tendido sobre
el lecho, miraba fijamente por los postigos abiertos. Hubo un remolino
en la
masa de cuerpos humanos, y la mujer de la cabeza en forma de yelmo y
las
mejillas teñidas corrió hasta la orilla misma de la corriente. Él
tendió las
manos, gritó algo, toda aquella multitud salvaje continuó el grito en
un coro
rugiente, articulado, rápido e incesante.
»
“¿Entiende lo que dicen?”, le pregunté.
»
Él continuaba mirando hacia el exterior, más allá de mí, con ferocidad,
con
ojos ardientes, añorantes, con una expresión en que se mezclaban la
avidez y el
odio. No respondió. Pero vi una sonrisa, una sonrisa de indefinible
significado, aparecer en sus labios descoloridos, que un momento
después se
crisparon convulsivamente. “Por supuesto”, dijo lentamente, en sílabas
entrecortadas,
como si las palabras se le hubieran escapado por obra y gracia de una
fuerza
sobrenatural.
»
Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi a los peregrinos en
la
cubierta preparar sus rifles con el aire de quien se dispone a
participar en
una alegre francachela. Ante el súbito silbido, hubo un movimiento de
abyecto
terror en aquella apiñada masa de cuerpos. “No haga usted eso, no lo
haga. ¿No
ve que los ahuyenta usted?”, gritó alguien desconsoladamente desde
cubierta.
Tiré de cuando en cuando del cordón. Se separaban y corrían, saltaban,
se
agachaban, se apartaban, se evadían del terror del sonido. Los tres
tipos
embadurnados de rojo se habían tirado boca abajo, en la orilla, como si
hubieran sido fusilados. Sólo aquella mujer bárbara y soberbia no
vaciló
siquiera, y extendió trágicamente hacia nosotros sus brazos desnudos,
sobre la
corriente oscura y brillante.
»
Y
entonces la imbécil multitud que se apiñaba en cubierta comenzó su
pequeña
diversión y ya no pude ver nada más debido al humo.
»
La oscura corriente corría rápidamente desde el corazón de las
tinieblas,
llevándonos hacia abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del
viaje
en sentido inverso. Y la vida de Kurtz corría también rápidamente,
desintegrándose, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. El
director
se sentía feliz, no tenía ahora preocupaciones vitales. Nos miraba a
ambos con
una mirada comprensiva y satisfecha; el asunto se había resuelto de la
mejor
manera que se podía esperar. Yo veía acercarse el momento en que me
quedaría
solo debido a mi apoyo a los métodos inadecuados. Los peregrinos me
miraban
desfavorablemente. Se me contaba ya. por así decirlo, entre los
muertos. Me
resulta extraña la manera en que acepté aquella asociación inesperada;
aquella elección
de pesadillas pesaba sobre mí en la tenebrosa tierra invadida por
aquellos
mezquinos y rapaces fantasmas.
»
Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profundamente hasta el mismo
fin. Su
fortaleza sobrevivió para ocultar entre los magníficos pliegues de su
elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Pero él luchaba,
luchaba! Su
cerebro desgastado por la fatiga era visitado por imágenes sombrías...
imágenes
de riquezas y fama que giraban obsequiosamente alrededor de su don
inextinguible de noble y elevada expresión. Mi prometida, mi estación,
mi
carrera, mis ideas... aquellos eran los temas que le servían de
material para
la expresión de sus elevados sentimientos. La sombra del Kurtz original
frecuentaba la cabecera de aquella sombra vacía cuyo destino era ser
enterrada
en el seno de una tierra primigenia. Pero tanto el diabólico amor como
el odio
sobrenatural de los misterios que había penetrado luchaban por la
posesión de
aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de gloria falsa, de
distinción
fingida y de todas las apariencias de éxito y poder.
»
A
veces era lamentablemente pueril. Deseaba encontrarse con reyes que
fueran a
recibirlo en las estaciones ferroviarias, a su regreso de algún
espantoso
rincón del mundo, donde tenía el proyecto de realizar cosas magnas.
“Usted les
muestra que posee algo verdaderamente aprovechable y entonces no habrá
limites
para el reconocimiento de su capacidad”, decía. “Por supuesto debe
tener
siempre en cuenta los motivos, los motivos correctos.” Las largas
extensiones
que eran siempre como una misma e igual extensión, se deslizaban ante
el barco
con su multitud de árboles seculares que miraban pacientemente a aquel
desastroso fragmento de otro mundo, el apasionado de los cambios, las
conquistas, el comercio, las matanzas y las bendiciones. Yo miraba
hacia
adelante, llevando el timón. “Cierre los postigos”, dijo Kurtz
repentinamente
un día. “No puedo tolerar ver todo esto.” Lo hice. Hubo un silencio.
“¡Oh, pero
todavía te arrancaré el corazón!”, le gritó a la selva invisible.
»
El barco se averió (como había temido), y tuvimos que detenernos para
repararlo
en la punta de una isla. Fue esa demora lo primero que provocó las
confidencias
de Kurtz. Una mañana me dio un paquete de papeles y una fotografía.
Todo estaba
atado con un cordón de zapatos. “Guárdeme esto”, me pidió. “Aquel
imbécil
(aludía al director) es capaz de hurgar en mis cajas cuando no me doy
cuenta.”
Por la tarde volví a verle. Estaba acostado sobre la espalda, con los
ojos
cerrados. Me retiré sin ruido, pero le oí murmurar: “Vive rectamente,
muere,
muere...” Lo escuché. Pero no hubo nada más. ¿Estaba ensayando algún
discurso
en medio del sueño, o era un fragmento de una frase de algún artículo
periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo.
“...Para poder
desarrollar mis ideas. Es un deber.”
»
La suya era una oscuridad impenetrable. Yo le miraba como se mira,
hacia abajo,
a un hombre tendido en el fondo de un precipicio, al que no llegan
nunca los
rayos del sol. Pero no tenía demasiado tiempo que dedicarle porque
estaba
ayudando al maquinista a desarmar los cilindros dañados, a fortalecer
las
bielas encorvadas, y otras cosas por el estilo. Vivía en una confusión
infernal
de herrumbre: limaduras, tuercas, clavijas, llaves, martillos,
barrenos, cosas
que detesto porque jamás me he logrado entender bien con ellas. Estaba
trabajando en una pequeña fragua que por fortuna teníamos a bordo;
trabajaba
asiduamente con mi pequeño montón de limaduras, a menos que tuviera
escalofríos
demasiado fuertes y no pudiera tenerme en pie...
»
Una noche al entrar en la cabina con una vela me alarmé al oírle decir
con voz
trémula: “Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte.” La
luz
estaba a menos de un pie de sus ojos. Me esforcé en murmurar:
“¡Tonterías!” Y
permanecí a su lado, como traspasado.
»
No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos,
y espero
no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como
si se
hubiera rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de
sombrío
orgullo, de implacable poder, de pavoroso terror... de una intensa e
irremediable desesperación. ¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de
deseo,
tentación y entrega, durante ese momento supremo de total lucidez?
Gritó en un
susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que
no era
más que un suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
»
Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban
almorzando en el comedor, y ocupé un sitio frente al director, que
levantó los
ojos para dirigirme una mirada interrogante, que yo logré ignorar con
éxito. Se
echó hacia atrás, sereno, con esa sonrisa peculiar con que sellaba las
profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una lluvia continua de
pequeñas
moscas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras manos y
caras.
De pronto el muchacho del director introdujo su insolente cabeza negra
por la
puerta y dijo en un tono de maligno desprecio:
»
Señor Kurtz... él, muerto.”
»
Todos los peregrinos salieron precipitadamente para verlo. Yo permanecí
allí, y
terminé mi cena. Creo que fui considerado como un individuo brutalmente
duro.
Sin embargo, no logré comer mucho. Había allí una lámpara... luz... y
afuera
una oscuridad bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había
pronunciado un juicio sobre las aventuras de su espíritu en esta
tierra. La voz
se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero por supuesto me enteré
de que al
día siguiente los peregrinos enterraron algo en un foso cavado en el
fango.
»
Y
luego casi tuvieron que sepultarme a mí.
»
Sin embargo, como podéis ver, no fui a reunirme allí con Kurtz. No fue
así.
Permanecí aquí, para soñar la pesadilla hasta el fin, y para demostrar
mi
lealtad hacia Kurtz una vez más. El destino. ¡Mi destino! ¡Es curiosa
la
vida... ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos
fútiles! Lo
más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo...
que
llega demasiado tarde... una cosecha de inextinguibles remordimientos.
He
luchado a brazo partido con la muerte. Es la contienda menos
estimulante que
podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los
pies, sin
nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran
deseo de
victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de
tibio
escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en
los del
adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un
enigma
mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de
aquel trance
y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir.
Por esa
razón afirmo que Kurtz era un hombre notable. Él tenía algo que decir.
Lo
decía. Desde el momento en que yo mismo me asomé al borde, comprendí
mejor el
sentido de su mirada, que no podía ve r la llama de la vela, pero que
era lo
suficientemente amplia como para abrazar el universo entero, lo
suficientemente
penetrante como para introducirse en todos los corazones que baten en
la oscuridad.
Había resumido, había juzgado. “¡El horror!” Era un hombre notable.
Después de
todo, aquello expresaba cierta creencia. Había candor, convicción, una
nota
vibrante de rebeldía en su murmullo, el aspecto espantoso de una verdad
apenas
entrevista... una extraña mezcla de deseos y de odio. Y no es mi propia
agonía
lo que recuerdo mejor: una visión de grisura sin forma colmada de dolor
físico,
y un desprecio indiferente ante la disipación de todas las cosas,
incluso de
ese mismo dolor. ¡No! Es su agonía lo que me parece haber vivido.
Cierto que él
había dado el último paso, había traspuesto el borde, mientras que a mí
me
había sido permitido volver sobre mis pasos. Tal vez toda la diferencia
estribe
en eso; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad, toda la sinceridad,
están comprimidas
en aquel inapreciable momento de tiempo en el que atravesamos el umbral
de lo
invisible. Tal vez! Me gustaría pensar que mi resumen no fuera una
palabra de
desprecio indiferente. Mejor fue su grito.., mucho mejor. Era una
victoria
moral pagada por las innumerables derrotas, por los terrores
abominables y las
satisfacciones igualmente abominables. ¡Pero era una victoria! Por eso
permanecí leal a Kurtz hasta el final y aún más allá, cuando mucho
tiempo
después volví a oír, no su voz, sino el eco de su magnífica elocuencia
que
llegaba a mí de un alma tan translúcidamente pura como el cristal de
roca.
»
No, no me enterraron, aunque hay un periodo de tiempo que recuerdo
confusamente, con un asombro tembloroso, como un paso a través de algún
mundo
inconcebible en el que no existía ni esperanza ni deseo. Me encontré
una vez
más en la ciudad sepulcral, sin poder tolerar la contemplación de la
gente que
se apresuraba por las calles para extraer unos de. otros un poco de
dinero,
para devorar su infame comida, para tragar su cerveza malsana, para
soñar sus
sueños insignificantes y torpes. Era una infracción a mis pensamientos.
Eran
intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía para mí una pretensión
irritante, porque estaba seguro de que no era posible que supieran las
cosas
que yo sabía. Su comportamiento, que era sencillamente el
comportamiento de los
individuos comunes que iban a sus negocios con la afirmación de una
seguridad
perfecta, me resultaba tan ofensivo como las ultrajantes ostentaciones
de
insensatez ante un peligro que no se logra comprender. No sentía ningún
deseo
de demostrárselo, pero tenía a veces dificultades para contenerme y no
reírme
en sus caras, tan llenas de estúpida importancia. Me atrevería a decir
que no
estaba yo muy bien en aquella época. Vagaba por las calles (tenía
algunos
negocios que arreglar) haciendo muecas amargas ante personas
respetables.
Admito que mi conducta era inexcusable, pero en aquellos días mi
temperatura
rara vez era normal. Los esfuerzos de mi querida tía para restablecer
“mis
fuerzas” me parecían algo del todo inadecuado. No eran mis fuerzas las
que
necesitaban restablecerse, era mi imaginación la que necesitaba un
sedante.
Conservaba el paquete de papeles que Kurtz me había entregado, sin
saber
exactamente qué debía hacer con ellos. Su madre había muerto hacía
poco,
asistida, como supe después, por su prometida. Un hombre bien afeitado,
con
aspecto oficial y lentes de oro, me visitó un día y comenzó a hacerme
algunas
preguntas, al principio veladas, luego suavemente apremiantes, sobre lo
que él
daba en llamar “ciertos documentos”. No me sorprendió, porque yo había
tenido
dos discusiones con el director a ese respecto. Me había negado a ceder
el más
pequeño fragmento de aquel paquete, y adopté la misma actitud ante el
hombre de
los lentes de oro. Me hizo algunas amenazas veladas y arguyó con
acaloramiento
que la compañía tenía derecho a cada ápice de información sobre sus
“territorios”.
Según él, el conocimiento del señor Kurtz sobre las regiones
inexploradas debía
ser por fuerza muy amplio y peculiar, dada su gran capacidad y las
deplorables
circunstancias en que había sido colocado. Sobre eso, le aseguré que el
conocimiento del señor Kurtz, aunque extenso, no tenía nada que ver con
los
problemas comerciales o administrativos. Entonces invocó el nombre de
la
ciencia. Sería una pérdida incalculable que... etcétera. Le ofrecí el
informe
sobre la “Supresión de las Costumbres Salvajes”, con el post-scriptum
borrado. Lo cogió ávidamente, pero terminó por
dejarlo a un lado con un aire de desprecio. “No es esto lo que teníamos
derecho
a esperar”, observó. “No espere nada más”, le dije. “Se trata sólo de
cartas
privadas.” “Se retiró, emitiendo algunas vagas amenazas de
procedimientos
legales, y no le vi más. Pero otro individuo, diciéndose primo de
Kurtz, apareció
dos días más tarde, ansioso por oír todos los detalles sobre los
últimos
momentos de su querido pariente. Incidentalmente, me dio a entender que
Kurtz
había sido en esencia un gran músico. “Hubiera podido tener un éxito
inmenso”,
dijo aquel hombre, que era organista, creo, con largos y lacios
cabellos grises
que le caían sobre el cuello grasiento de la chaqueta. No tenía yo
razón para
poner en duda aquella declaración, y hasta el día de hoy soy incapaz de
decir
cuál fue la profesión de Kurtz, si es que tuvo alguna... cuál fue el
mayor de
sus talentos. Lo había considerado como un pintor que escribía a veces
en los periódicos,
o como un periodista a quien le gustaba pintar, pero ni siquiera el
primo (que
no dejaba de tomar rapé durante la conversación) pudo decirme cuál
había sido
exactamente su profesión. Se había tratado de un genio universal. Sobre
este
punto estuve de acuerdo con aquel viejo tipo, que entonces se sonó
estruendosamente la nariz con un gran pañuelo de algodón y se marchó
con una
agitación senil, llevándose algunas cartas de familia y recuerdos sin
importancia.
Por último apareció un periodista ansioso por saber algo de la suerte
de su
“querido colega”. Aquel visitante me informó que la esfera propia de
Kurtz era
la política en su aspecto popular. Tenía cejas pobladas y rectas,
cabello
áspero, muy corto, un monóculo al extremo de una larga cinta, y cuando
se
sintió expansivo confesó su opinión de que Kurtz en realidad no sabía
escribir,
pero, ¡cielos!, qué manera de hablar la de aquel hombre. Electrizaba a
las
multitudes. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía convencerse y llegar
a creer
cualquier cosa, cualquier cosa. Hubiera podido ser un espléndido
dirigente para
un partido extremista. “¿Qué partido?”, le pregunté. “Cualquier
partido”,
respondió. “Era un... un extremista. “Inquirió si no estaba yo de
acuerdo, y
asentí. Sabía yo, me preguntó, qué lo había inducido a ir a aquel
lugar. “Sí”,
le dije, y enseguida le entregué el famoso informe para que lo
publicara, si lo
consideraba pertinente. Lo hojeó apresuradamente, mascullando algo todo
el
tiempo. Juzgó que “podía servir”, y se retiró con el botín.
»
De manera que me quedé al fin con un manojo de cartas y el retrato de
una
joven. Me causó impresión su belleza... o, mejor dicho, la belleza de
su
expresión. Sé que la luz del sol también puede contribuir a la mentira,
sin
embargo uno podía afirmar que ninguna manipulación de la luz y de la
sombra
podía haber inventado los delicados y veraces rasgos de aquellas
facciones.
Parecía estar dispuesta a escuchar sin ninguna reserva mental, sin
sospechas,
sin ningún pensamiento para sí misma. Decidí ir yo mismo a devolver
esas
cartas. ¿Curiosidad? Sí, y tal vez también algún otro sentimiento. Todo
lo que
había pertenecido a Kurtz había pasado por mis manos: su alma, su
cuerpo, su
estación, sus proyectos, su marfil, su carrera. Sólo quedaba su
recuerdo y su
prometida, y en cierto modo quería también relegar eso al pasado...
para entregar
personalmente todo lo que de él permanecía en mí a ese olvido que es la
última
palabra de nuestro destino común. No me defiendo. No tenía una clara
percepción
de lo que realmente quería. Tal vez era un impulso de inconsciente
lealtad, o
el cumplimiento de una de esas irónicas necesidades que acechan en la
realidad
de la existencia humana. No lo sé. No puedo decirlo, pero fui.
»
Pensaba que su recuerdo era como los otros recuerdos de los muertos que
se
acumulan en la vida de cada hombre... una vaga huella en el cerebro de
las
sombras que han caído en él en su rápido tránsito final. Pero ante la
alta y
pesada puerta, entre las elevadas casas de una calle tan tranquila y
decorosa
como una avenida bien cuidada en un cementerio, tuve una visión de él
en la
camilla, abriendo la boca vorazmente como tratando de devorar toda la
tierra y
a toda su población con ella. Vivió entonces ante mí, vivió tanto como
había
vivido alguna vez... Una sombra insaciable de apariencia espléndida, de
realidad terrible, una sombra más oscura que las sombras de la noche,
envuelta
notablemente en los pliegues de su brillante elocuencia. La visión
pareció
entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales camilleros,
la
multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el
brillo
de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores,
regular y
apagado como el latido de un corazón... el corazón de las tinieblas
vencedoras.
Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción invasora y
vengativa,
que me pareció que debía guardar sólo para la salvación de otra alma. Y
el
recuerdo de lo que había oído decir allá lejos, con las figuras
cornudas
deslizándose a mis espaldas, ante el brillo de las fogatas, dentro de
los
bosques pacientes, aquellas frases rotas que llegaban hasta mí,
volvieron a
oírse en su fatal y terrible simplicidad. Recordé su abyecta súplica,
sus
abyectas amenazas, la escala colosal de sus viles deseos, la
mezquindad, el
tormento, la tempestuosa agonía de su espíritu. Y más tarde me pareció
ver su
aire sosegado y displicente cuando me dijo un día: “Esta cantidad de
marfil es
ahora realmente mía. La compañía no pagó nada por ella. Yo la he
reunido a
costa de grandes riesgos personales. Temo que intenten reclamarla como
suya.
¡Hmm! Es un caso difícil. ¿Qué cree usted que deba hacer? ¿Resistir?
¿Eh? Lo
único que pido es justicia...” Lo único que quería era justicia... sólo
justicia. Llamé al timbre ante una puerta de caoba en el primer piso,
y,
mientras esperaba, él parecía mirarme desde los cristales, mirarme con
esa
amplia y extensa mirada con que había abrazado, condenado, aborrecido
todo el
universo. Me pareció oír nuevamente aquel grito: “¡Ah! el horror! ¡El
horror!”
»
Caía el crepúsculo. Tuve que esperar en un amplio salón con tres
grandes
ventanas, que iban del suelo al techo, semejantes a tres columnas
luminosas y
acortinadas. Las patas curvas y doradas y los respaldos de los muebles
brillaban bajo el reflejo de la luz. La alta chimenea de mármol
ostentaba una
blancura fría y monumental. Un gran piano hacía su aparición masiva en
una
esquina; con oscuros destellos en las superficies planas como un
sombrío y
pulimentado sarcófago. Se abrió una puerta, se cerró. Yo me puse de
pie.
»
Vino hacia mí, toda de negro, con una cabeza pálida. Parecía flotar en
la
oscuridad. Llevaba luto. Hacía más de un año que él había muerto, más
de un año
desde que las noticias habían llegado, pero parecía que ella pensaba
recordarlo
y llorarlo siempre. Tomó mis manos entre las suyas y murmuró: “Había
oído decir
que venía usted.” “Advertí que no era muy joven.., quiero decir que no
era una
muchacha. Tenía una capacidad madura para la confianza, para el
sufrimiento. La
habitación parecía haberse ensombrecido, como si toda la triste luz de
la tarde
nublada se hubiera concentrado en su frente. Su cabellera clara, su
pálido
rostro, sus cejas delicadamente trazadas, parecían rodeados por un halo
ceniciento desde el que me observaban sus ojos oscuros. Su mirada era
sencilla,
profunda, confiada y leal. Llevaba la cabeza como si estuviera
orgullosa de su
tristeza, como si pudiera decir: “Sólo yo sé llorarle como se merece.
Pero
mientras permanecíamos aún con las manos estrechadas, apareció en su
rostro una
expresión de desolación tan intensa que percibí que no era una de esas
criaturas
que se convierten en juguete del tiempo. Para ella él había muerto
apenas ayer.
Y, ¡por Júpiter!, la impresión fue tan poderosa que a mí también me
pareció que
hubiera muerto sólo ayer, es más, en ese mismo momento. Los vi juntos
en ese
mismo instante... la muerte de él, el dolor de ella... ¿me comprendéis?
Los vi
juntos, los oí juntos. Ella decía en un suspiro profundo: “He
sobrevivido”,
mientras mis oídos parecían oír con toda claridad, mezclado con el tono
de
reproche desesperado de ella, el grito en el que él resumía su
condenación
eterna. Me pregunté, con una sensación de pánico en el corazón, como si
me
hubiera equivocado al penetrar en un sitio de crueles y absurdos
misterios que
un ser humano no puede tolerar, qué hacía yo ahí. Me indicó una silla.
Nos
sentamos. Coloqué el paquete en una pequeña mesa y ella puso una mano
sobre él.
“Usted lo conoció bien”, murmuró, después de un momento de luctuoso
silencio.
»
“La intimidad surge rápidamente allá”, dije. “Le conocí tan bien como
es
posible que un hombre conozca a otro.”
»
“Y lo admiraba”, dijo. “Era imposible conocerlo y no admirarlo. ¿No es
cierto?”
»
“Era un hombre notable”, dije, con inquietud. Luego, ante la exigente
fijeza de
su mirada que parecía espiar las palabras en mis mismos labios,
proseguí: “Era
imposible no...”
»
“Amarlo, concluyó ansiosamente, imponiéndome silencio, reduciéndome a
una
estupefacta mudez. “¡Es muy cierto! ¡Muy cierto! ¡Piense que nadie lo
conocía
mejor que yo! ¡Yo merecí toda su noble confianza! Lo conocí mejor que
nadie.”
»
“Lo conoció usted mejor que nadie”, repetí. Y tal vez era cierto. Pero
ante
cada palabra que pronunciaba, la habitación se iba haciendo más oscura,
y sólo
su frente, tersa y blanca, permanecía iluminada por la inextinguible
luz de la
fe y el amor.
»
“Usted era su amigo”, continuó. “Su amigo”, repitió en voz un poco más
alta.
“Debe usted haberlo sido, ya que él le entregó esto y lo envió a mí.
Siento que
puedo hablar con usted... y, ¡oh!... debo hablar. Quiero que usted,
usted que
oyó sus últimas palabras, sepa que he sido digna de él... No se trata
de
orgullo... Sí. De lo que me enorgullezco es de saber que he podido
entenderlo
mejor que cualquier otra persona en el mundo... Él mismo me lo dijo. Y
desde
que su madre murió no he tenido a nadie... a nadie... para... para...
»
Yo escuchaba. La oscuridad se hacía más profunda. Ni siquiera estaba
seguro de
que él me hubiera dado el paquete correcto. Tengo la firme sospecha de
que,
según sus deseos, yo debía haber cuidado de otro paquete de papeles,
que, después
de su muerte, vi examinar al director bajo la lámpara. Y la joven
hablaba,
aliviando su dolor en la certidumbre de mi simpatía; hablaba de la
misma manera
en que beben los hombres sedientos. Le oí decir que su compromiso con
Kurtz no
había sido aprobado por su familia. No era lo suficientemente rico, o
algo así.
Y, en efecto, no sé si no había sido pobre toda su vida. Me había dado
a
entender que había sido la impaciencia de una pobreza relativa lo que
le había
llevado allá.
»
“¿Quién, quién que lo hubiera oído hablar una sola vez no se convertía
en su
amigo?”, decía. “Atraía a los hombres hacia él por lo que había de
mejor en
ellos.” Me miró con intensidad. “Es el don de los grandes hombres”,
continuó, y
el sonido de su voz profunda parecía tener el acompañamiento de todos
los demás
sonidos, llenos de misterios, desolación y tristeza que yo había oído
en otro
tiempo: el murmullo del río el susurro de la selva sacudida por el
viento, el
zumbido de las multitudes, el débil timbre de las palabras
incomprensibles
gritadas a distancia, el aleteo de una voz que hablaba desde el umbral
de unas
tinieblas eternas. “¡Pero usted lo ha oído! ¡Usted lo sabe!”, exclamó.
»
“¡Sí, lo sé”, le dije con una especie de desesperación en el corazón,
pero
incliné la frente ante la fe que veía en ella, ante la grande y
redentora
ilusión que brillaba con un resplandor sobrenatural en las tinieblas,
en las
tinieblas triunfantes de las que no hubiera yo podido defenderla... de
las que
tampoco me hubiera yo podido defender.
»
“¡Qué
pérdida ha sido para mí... para nosotros!”, se corrigió con hermosa
generosidad. Y añadió en un murmullo: “Para el mundo.” Los últimos
destellos
del crepúsculo me permitieron ver el brillo de sus ojos, llenos de
lágrimas que
no caerían.
»
He sido muy feliz, muy afortunada. Demasiado feliz. Demasiado
afortunada por un
breve tiempo. Y ahora soy desgraciada... para toda la vida.”
»
Se levantó; su brillante cabello pareció atrapar toda la luz que aún
quedaba en
un resplandor de oro. Yo también me levanté.
»
“Y de todo esto”, continuó tristemente, “de todo lo que prometía, de
toda su
grandeza, de su espíritu generoso y su noble corazón no queda nada...
nada más
que un recuerdo. Usted y yo...”
»
“Lo recordaremos siempre”, añadí con premura.
»
“¡No!”, gritó ella. “Es imposible que todo esto se haya perdido, que
una vida
como la suya haya sido sacrificada sin dejar nada, sino tristeza. Usted
sabe
cuán amplios eran sus planes. También yo estaba enterada de ellos,
quizás no
podía comprenderlos, pero otros los conocían. Algo debe quedar. Por lo
menos
sus palabras no han muerto.”
»
“Sus palabras permanecerán”, dije.
»
“Y su ejemplo”, susurró, más bien para sí misma. “Los hombres le
buscaban; la
bondad brillaba en cada uno de sus actos. Su ejemplo...”
»
“Es cierto”, dije, “también su ejemplo. Sí, su ejemplo. Me había
olvidado.”
»
“Pero yo no. Yo no puedo... no puedo creer... no aún. No puedo creer
que nunca
más volveré a verlo, que nadie lo va a volver a ver, nunca, nunca,
nunca.”
»
Extendió los brazos como si tratara de asir una figura que
retrocediera, con
las pálidas manos enlazadas, a través del marchito y estrecho
resplandor de la
ventana. ¡No verlo nunca! Yo lo veía con bastante claridad en ese
momento. Yo
veré aquel elocuente fantasma mientras viva, de la misma manera en que
la veré
a ella, una sombra trágica y familiar, parecida en ese gesto a otra
sombra,
trágica también, cubierta de amuletos sin poder, que extendía sus
brazos
desnudos frente al reflejo de la infernal corriente, de la corriente
que
procedía de las tinieblas. De pronto dijo en voz muy baja: “Murió como
había
vivido.”
»
“Su fin”, dije yo, con una rabia sorda que comenzaba a apoderarse de
mí, “fue
en todo sentido digno de su vida.”
»
“Y yo no estuve con él”, murmuró. Mi cólera cedió a un sentimiento de
infinita
piedad.
»
“Todo lo que pudo hacerse...”, murmuré.
»
“¡Ah, pero yo creía en él más que cualquier otra persona en el mundo,
más que
su propia madre, más que... que él mismo! ¡Él me necesitaba! ¡A mí! Yo
hubiera
atesorado cada suspiro, cada palabra, cada gesto, cada mirada.”
»
Sentí un escalofrío en el pecho. “No, no”, dije con voz sorda.
»
“Perdóneme, he padecido tanto tiempo en silencio... en silencio...
¿Estuvo
usted con él... hasta el fin? Pienso en su soledad. Nadie cerca que
pudiera
entenderlo como yo hubiera podido hacerlo. Tal vez nadie que oyera...”
»
“Hasta el fin”, dije temblorosamente. “Oí sus últimas palabras...” Me
detuve
lleno de espanto.
»
“Repítalas”, murmuró con un tono desconsolado. “Quiero... algo...
algo... para
poder vivir.”
»
Estaba a punto de gritarle: “¿No las oye usted?” La oscuridad las
repetía en un
susurro que parecía aumentar amenazadoramente como el primer silbido de
un
viento creciente. “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
»
“Su última palabra... para vivir con ella”, insistía. “¿No comprende
usted que
yo lo amaba... lo amaba?”
»
Reuní todas mis fuerzas y hablé lentamente.
»
“La última palabra que pronunció fue el nombre de usted.”
» Oí un ligero suspiro y mi corazón se detuvo bruscamente, como
si hubiera muerto por un grito triunfante y terrible, por un grito de inconcebible
triunfo, de inexplicable dolor. “¡Lo sabía! ¡Estaba segura!...” Lo sabía. Estaba
segura. La oí llorar; ocultó el rostro entre las manos. Me parecía que la casa
iba a derrumbarse antes de que yo pudiera escapar, que los cielos caerían sobre
mi cabeza. Pero nada ocurrió. Los cielos no se vienen abajo por semejantes tonterías.
¿Se habrían desplomado, me pregunto, si le hubiera rendido a Kurtz la justicia
que le debía? ¿No había dicho él que sólo quería justicia? Pero me era imposible.
No pude decírselo a ella. Hubiera sido demasiado siniestro...
»
Marlow calló, se sentó aparte, concentrado y silencioso, en la postura
de un
Buda en meditación. Durante un rato nadie se movió. —Hemos perdido el
primer
reflujo —dijo de pronto el director. Yo levanté la cabeza. El mar
estaba
cubierto por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente
que
llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el
cielo
cubierto... Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas
tinieblas.
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de Anarkasis