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EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Joseph Conrad

 

El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea. El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.

El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa, contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil comprender que su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones unidos durante largos periodos de separación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las experiencias personales, y aun ante las convicciones de cada uno. El abogado, el mejor de los viejos camaradas, tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón de la cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había sacado la caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las fichas. Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la espalda en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascético; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera, parecía un ídolo. El director, satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien, se dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas palabras perezosamente. Luego se hizo el silencio a bordo del yate. Por una u otra razón no comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos, dispuestos sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente; el cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las colinas, cubiertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas del oeste, extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías, como si las irritara la proximidad del sol.

Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una multitud de hombres.

Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos brillante pero más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a la caída del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que constituye un camino que lleva a los más remotos lugares de la tierra. Contemplamos aquella corriente venerable no en el vívido flujo de un breve día que llega y parte para siempre, sino en la augusta luz de una memoria perenne. Y en efecto, nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se dice, “seguido el mar” con reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en las bajas regiones del Támesis. La marea fluye y refluye en su constante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado hacia el reposo del hogar o hacia batallas marítimas. Ha conocido y ha servido a todos los hombres que han honrado a la patria, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con título o sin título... grandes caballeros andantes del mar. Había transportado a todos los navíos cuyos nombres son como resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que volvía con el vientre colmado de tesoros, para ser visitado por su majestad, la reina, y entrar a formar parte de un relato monumental, hasta el Erebus y el Terror, destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había conocido a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos partidos de Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes; capitanes, almirantes, oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y “generales” comisionados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamorados de la fama: todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la espada y a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué grandezas no habían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al misterio de tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la semilla de organizaciones internacionales, los gérmenes de los imperios.

El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, una construcción erguida sobre un trípode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de los barcos se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y descendía. Hacia el oeste, el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se marcaba de un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las estrellas.

—Y también éste —dijo de pronto Marlow— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.

De entre nosotros era el único que aún “seguía el mar”. Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar —el barco— va siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es muy parecido a otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de cuanto los circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable inmensidad de vida se desliza imperceptiblemente, velada, no por un sentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que nada resulta misterioso para el marino a no ser la mar misma, la amante de su existencia, tan inescrutable como el destino. Por lo demás, después de sus horas de trabajo, un paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra firme, bastan para revelarle los secretos de todo un continente, y por lo general decide que ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso mismo los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.

A nadie pareció sorprender su comentario. Era típico de Marlow. Se aceptó en silencio; nadie se tomó ni siquiera la molestia de refunfuñar. Después dijo, muy lentamente:

—Estaba pensando en épocas remotas, cuando llegaron por primera vez los romanos a estos lugares, hace diecinueve siglos... el otro día... La luz iluminó este río a partir de entonces. ¿Qué decía, caballeros? Sí, como una llama que corre por una llanura, como un fogonazo del relámpago en las nubes. Vivimos bajo esa llama temblorosa. ¡Y ojalá pueda durar mientras la vieja tierra continúe dando vueltas! Pero la oscuridad reinaba aquí aún ayer. Imaginad los sentimientos del comandante de un hermoso... ¿cómo se llamaban?... trirreme del Mediterráneo, destinado inesperadamente a viajar al norte. Después de atravesar a toda prisa las Galias, teniendo a su cargo uno de esos artefactos que los legionarios (no me cabe duda de que debieron haber sido un maravilloso pueblo de artesanos) solían construir, al parecer por centenas en sólo un par de meses, si es que debemos creer lo que hemos leído. Imaginadlo aquí, en el mismo fin del mundo, un mar color de plomo, un cielo color de humo, una especie de barco tan fuerte como una concertina, remontando este río con aprovisionamientos u órdenes, o con lo que os plazca. Bancos de arena, pantanos, bosques, salvajes. Sin los alimentos a los que estaba acostumbrado un hombre civilizado, sin otra cosa para beber que el agua del Támesis. Ni vino de Falerno ni paseos por tierra. De cuando en cuando un campamento militar perdido en los bosques, como una aguja en medio de un pajar. Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades, exilio, muerte acechando siempre tras los matorrales, en el agua, en el aire. ¡Deben haber muerto aquí como las moscas! Oh, sí, nuestro comandante debió haber pasado por todo eso, y sin duda debió haber salido muy bien librado, sin pensar tampoco demasiado en ello salvo después, cuando contaba con jactancia sus hazañas. Era lo suficientemente hombre como para enfrentarse a las tinieblas. Tal vez lo alentaba la esperanza de obtener un ascenso en la flota de Ravena, si es que contaba con buenos amigos en Roma y sobrevivía al terrible clima. Podríamos pensar también en un joven ciudadano elegante con su toga; tal vez habría jugado demasiado, y venía aquí en el séquito de un prefecto, de un cuestor, hasta de un comerciante, para rehacer su fortuna. Un país cubierto de pantanos, marchas a través de los bosques, en algún lugar del interior la sensación de que el salvajismo, el salvajismo extremo, lo rodea... toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo abominable. Podéis imaginar el pesar creciente, el deseo de escapar, la impotente repugnancia, el odio.

Hizo una pausa.



—Tened en cuenta —comenzó de nuevo, levantando un brazo desde el codo, la palma de la mano hacia afuera, de modo que con los pies cruzados ante sí parecía un Buda predicando, vestido a la europea y sin la flor de loto en la mano—, tened en cuenta que ninguno de nosotros podría conocer esa experiencia. Lo que a nosotros nos salva es la eficiencia... el culto por la eficiencia. Pero aquellos jóvenes en realidad no tenían demasiado en qué apoyarse. No eran colonizadores; su administración equivalía a una pura opresión y nada más, imagino. Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían. Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes en gran escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural entre quienes se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio...

Se interrumpió. Unas llamas se deslizaban en el río, pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, persiguiéndose y alcanzándose, uniéndose y cruzándose entre sí, otras veces separándose lenta o rápidamente. El tráfico de la gran ciudad continuaba al acentuarse la noche sobre el río insomne. Observábamos el espectáculo y esperábamos con paciencia. No se podía hacer nada más mientras no terminara la marea. Pero sólo después de un largo silencio, volvió a hablar con voz temblorosa: —Supongo que recordaréis que en una época fui marino de agua dulce, aunque por poco tiempo. Comprendimos que, antes de que empezara el reflujo, estábamos predestinados a escuchar otra de las inacabables experiencias de Marlow.

—No quiero aburriros demasiado con lo que me ocurrió personalmente —comenzó, mostrando en ese comentario la debilidad de muchos narradores de aventuras que a menudo parecen ignorar las preferencias de su auditorio—. Sin embargo, para que podáis comprender el efecto que todo aquello me produjo es necesario que sepáis cómo fui a dar allá, qué es lo que vi y cómo tuve que remontar el río hasta llegar al sitio donde encontré a aquel pobre tipo. Era en el último punto navegable, la meta de mi expedición. En cierto modo pareció irradiar una especie de luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamientos. Fue algo bastante sombrío, digno de compasión... nada extraordinario sin embargo... ni tampoco muy claro. No, no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una especie de luz.

» Acababa yo de volver, como recordaréis, a Londres, después de una buena dosis de Océano Índico, de Pacífico y de Mar de China; una dosis más que suficiente de Oriente, seis años o algo así, y había comenzado a holgazanear, impidiéndoos trabajar, invadiendo vuestras casas, como si hubiera recibido la misión celestial de civilizaros. Por un breve periodo aquello resultaba excelente, pero después de cierto tiempo comencé a fatigarme de tanto descanso. Entonces empecé a buscar un barco; hubiera aceptado hasta el trabajo más duro de la tierra. Pero los barcos parecían no fijarse en mí, y también ese juego comenzó a cansarme.

» Debo decir que de muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre Sudamérica, África o Australia, y perderme en los proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo encima y decir: cuando crezca iré aquí. Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos espacios. Bueno, aún no he estado allí, y creo que ya no he de intentarlo. El hechizo se ha desvanecido. Otros lugares estaban esparcidos alrededor del ecuador, y en toda clase de latitudes sobre los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y... bueno, no es el momento de hablar de eso. Pero había un espacio, el más grande, el más vacío por así decirlo, por el que sentía verdadera pasión.

» En verdad ya en aquel tiempo no era un espacio en blanco. Desde mi niñez se había llenado de ríos, lagos, nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco con un delicioso misterio, una zona vacía en la que podía soñar gloriosamente un muchacho. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Había en él especialmente un río, un caudaloso gran río, que uno podía ver en el mapa, como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me fascinaba como una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro, a un pajarillo tonto. Entonces recordé que había sido creada una gran empresa, una compañía para el comercio en aquel río. ¡Maldita sea! Me dije que no podían desarrollar el comercio sin usar alguna clase de transporte en aquella inmensidad de agua fresca. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentaba yo encargarme de uno? Seguí caminando por Fleet Street, pero no podía sacarme aquella idea de la cabeza. La serpiente me había hipnotizado.

» Como todos sabéis, aquella compañía comercial era una sociedad europea, pero yo tengo muchas relaciones que viven en el continente, porque es más barato y no tan desagradable como parece, según cuentan.

» Me desconsuela tener que admitir que comencé a darles la lata. Aquello era completamente nuevo en mi. Yo no estaba acostumbrado a obtener nada de ese modo, ya lo sabéis. Siempre seguí mi propio camino y me dirigí por mis propios pasos a donde me había propuesto ir. No hubiera creído poder comportarme de ese modo, pero estaba decidido en esa ocasión a salirme con la mía. Así que comencé a darles la lata. Los hombres dijeron “mi querido amigo” y no hicieron nada. Entonces, ¿podéis creerlo?, me dediqué a molestar a las mujeres. Yo, Charlie Marlow, puse a trabajar a las mujeres... para obtener un empleo. ¡Santo cielo! Bueno, veis, era una idea lo que me movía. Tenía yo una tía, un alma querida y entusiasta. Me escribió: “Será magnífico. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, todo lo que esté en mis manos por ti. Es una idea gloriosa. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la administración, también a un hombre que tiene gran influencia allí”, etcétera. Estaba dispuesta a no parar hasta conseguir mi nombramiento como capitán de un barco fluvial, si tal era mi deseo.

» Por supuesto que obtuve el nombramiento, y lo obtuve muy pronto. Al parecer la compañía había recibido noticias de que uno de los capitanes había muerto en una riña con los nativos. Aquélla era mi oportunidad y me hizo sentir aún más ansiedad por marcharme. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté rescatar lo que había quedado del cuerpo, me enteré de que aquella riña había surgido a causa de un malentendido sobre unas gallinas. Sí, dos gallinas negras. Fresleven se llamaba aquel joven.., era un danés. Pensó que lo habían engañado en la compra, bajó a tierra y comenzó a pegarle con un palo al jefe de la tribu. Oh, no me sorprendió ni pizca enterarme de eso y oír decir al mismo tiempo que Fresleven era la criatura más dulce y pacífica que había caminado alguna vez sobre dos piernas. Sin duda lo era; pero había pasado ya un par de años al servicio de la noble causa, sabéis, y probablemente sintió al fin la necesidad de afirmar ante sí mismo su autoridad de algún modo. Por eso golpeó sin piedad al viejo negro, mientras una multitud lo observaba con estupefacción, como fulminada por un rayo, hasta que un hombre, el hijo del jefe según me dijeron, desesperado al oír chillar al anciano, intentó detener con una lanza al hombre blanco y por supuesto lo atravesó con gran facilidad por entre los omóplatos. Entonces la población se internó en el bosque, esperando toda clase de calamidades. Por su parte, el vapor que Fresleven comandaba abandonó también el lugar presa del pánico, gobernado, creo, por el maquinista. Después nadie pareció interesarse demasiado por los restos de Fresleven, hasta que yo llegué y busqué sus huellas. No podía dejar ahí el cadáver. Pero cuando al fin tuve la oportunidad de ir en busca de los huesos de mi predecesor, resultó que la hierba que crecía a través de sus costillas era tan alta que cubría sus huesos. Estaban intactos. Aquel ser sobrenatural no había sido tocado después de la caída. La aldea había sido abandonada, las cabañas se derrumbaban con los techos podridos. Era evidente que había ocurrido una catástrofe. La población había desaparecido. Enloquecidos por el terror, hombres, mujeres y niños se habían dispersado por el bosque y no habían regresado. Tampoco sé qué pasó con las gallinas; debo pensar que la causa del progreso las recibió de todos modos. Sin embargo, gracias a ese glorioso asunto obtuve mi nombramiento antes de que comenzara a esperarlo.

Me di una prisa enorme para aprovisionarme, y antes de que hubieran pasado cuarenta y ocho horas atravesaba el canal para presentarme ante mis nuevos patrones y firmar el contrato. En unas cuantas horas llegué a una ciudad que siempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Sin duda es un prejuicio. No tuve ninguna dificultad en hallar las oficinas de la compañía. Era la más importante de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que ver con ella. Iban a crear un gran imperio en ultramar, las inversiones no conocían límite.

» Una calle recta y estrecha profundamente sombreada, altos edificios, innumerables ventanas con celosías venecianas, un silencio de muerte, hierba entre las piedras, imponentes garajes abovedados a derecha e izquierda, inmensas puertas dobles, pesadamente entreabiertas. Me introduje por una de esas aberturas, subí una escalera limpia y sin ningún motivo ornamental, tan árida como un desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dos mujeres, una gorda y la otra raquítica, estaban sentadas sobre sillas de paja, tejiendo unas madejas de lana negra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y continuó su tejido con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartarme de su camino, como cualquiera de ustedes lo habría hecho frente a un sonámbulo, se detuvo y levantó la mirada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de un paraguas. Se volvió sin decir una palabra y me precedió hasta una sala de espera. “Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una frágil mesa en el centro, sobrias sillas a lo largo de la pared, en un extremo un gran mapa brillante con todos los colores del arco iris. En aquel mapa había mucho rojo, cosa que siempre resulta agradable de ver, porque uno sabe que en esos lugares se está realizando un buen trabajo, y una excesiva cantidad de azul, un poco de verde, manchas color naranja, y sobre la costa oriental una mancha púrpura para indicar el sitio en que los alegres pioneros del progreso bebían jubilosos su cerveza. De todos modos, yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me correspondía el amarillo. La muerte en el centro. Allí estaba el río, fascinante, mortífero, como una serpiente. ¡Ay! Se abrió una puerta, apareció una cabeza de secretario, de cabellos blancos y expresión compasiva; un huesudo dedo índice me hizo una señal de admisión en el santuario. En el centro de la habitación, bajo una luz difusa, había un pesado escritorio. Detrás de aquella estructura emergía una visión de pálida fofez enfundada en un frac. Era el gran hombre en persona. Tenía seis pies y medio de estatura, según pude juzgar, y su mano empuñaba un lapicero acostumbrado a la suma de muchos millones. Creo que me la tendió, murmuró algo, pareció satisfecho de mi francés. Bon voyage.

» Cuarenta y cinco segundos después me hallaba nuevamente en la sala de espera acompañado del secretario de expresión compasiva, quien, lleno de desolación y simpatía, me hizo firmar algunos documentos. Según parece, me comprometía entre otras cosas a no revelar ninguno de los secretos comerciales. Bueno, no voy a hacerlo.

» Empecé a sentirme ligeramente a disgusto. No estoy acostumbrado, ya lo sabéis, a tales ceremonias. Había algo fatídico en aquella atmósfera. Era exactamente como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no era del todo correcto. Me sentí dichoso de poder retirarme. En el cuarto exterior las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres de lana negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeres se paseaba de un lado a otro haciéndolos entrar en la sala de espera. La vieja seguía sentada en el asiento; sus amplias zapatillas reposaban en un calentador de pies y un gato dormía en su regazo. Llevaba una cofia blanca y almidonada en la cabeza, tenía una verruga en una mejilla y unos lentes con montura de plata en el extremo de la nariz. Me lanzó una mirada por encima de los cristales. La rápida e indiferente placidez de aquella mirada me perturbó. Dos jóvenes con rostros cándidos y alegres eran piloteados por la otra en aquel momento; y ella lanzó la misma mirada rápida de indiferente sabiduría. Parecía saberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me sentí invadido por un sentimiento de importancia. La mujer parecía desalmada y fatídica. Con frecuencia, lejos de allí, he pensado en aquellas dos mujeres guardando las puertas de la Oscuridad, tejiendo sus lanas negras como para un paño mortuorio, la una introduciendo, introduciendo siempre a los recién llegados en lo desconocido, la otra escrutando las caras alegres e ingenuas con sus ojos viejos e impasibles. Ave, viejas hilanderas de lana negra. Morituri te salutant. No a muchos pudo volver a verlos una segunda vez, ni siquiera a la mitad.

» Yo debía visitar aún al doctor. “Se trata sólo de una formalidad”, me aseguró el secretario, con aire de participar en todas mis penas. Por consiguiente un joven, que llevaba el sombrero caído sobre la ceja izquierda, supongo que un empleado (debía de haber allí muchísimos empleados aunque el edificio parecía tan tranquilo como si fuera una casa en el reino de la muerte), salió de alguna parte, bajó la escalera y me condujo a otra sala. Era un joven desaseado, con las mangas de la chaqueta manchadas de tinta, y su corbata era grande y ondulada debajo de un mentón que por su forma recordaba un zapato viejo. Era muy temprano para visitar al doctor, así que propuse ir a beber algo. Entonces mostró que podía desarrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos nuestros vermuts, él glorificaba una y otra vez los negocios de la compañía, y entonces le expresé accidentalmente mi sorpresa de que no fuera allá. En seguida se enfrió su entusiasmo. “No soy tan tonto como parezco, les dijo Platón a sus discípulos”, recitó sentenciosamente. Vació su vaso de un solo trago y nos levantamos.

» El viejo doctor me tomó el pulso, pensando evidentemente en alguna otra cosa mientras lo hacía. “Está bien, está bien para ir allá”, musitó, y con cierta ansiedad me preguntó si le permitía medirme la cabeza. Bastante sorprendido le dije que sí. Entonces sacó un instrumento parecido a un compás calibrado y tomó las dimensiones por detrás y delante, de todos lados, apuntando unas cifras con cuidado. Era un hombre de baja estatura, sin afeitar y con una levita raída que más bien parecía una gabardina. Tenía los pies calzados con zapatillas y me pareció desde el primer momento un loco inofensivo. “Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nunca los vuelvo a ver”, comentó, “además, los cambios se producen en el interior, sabe usted.” Se río como si hubiera dicho alguna broma placentera. “De modo que va usted a ir. Debe ser interesante.” Me lanzó una nueva mirada inquisitiva e hizo una nueva anotación. “¿Ha habido algún caso de locura en su familia?”, preguntó con un tono casual. Me sentí fastidiado. “¿También esa pregunta tiene algo que ver con la ciencia?” “Es posible”, me respondió sin hacer caso de mi irritación, “a la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se producen en los individuos en aquel sitio, pero...” “¿Es usted alienista?”, lo interrumpí. “Todo médico debería serlo un poco”, respondió aquel tipo original con tono imperturbable. “He formado una pequeña teoría, que ustedes, señores, los que van allá, me deberían ayudar a demostrar. Ésta es mi contribución a los beneficios que mi país va a obtener de la posesión de aquella magnífica colonia. La riqueza se la dejo a los demás. Perdone mis preguntas, pero usted es el primer inglés a quien examino.” Me apresuré a decirle que de ninguna manera era yo un típico inglés. “Si lo fuera, no estaría conversando de esta manera con usted.” “Lo que dice es bastante profundo, aunque probablemente equivocado”, dijo riéndose. “Evite usted la irritación más que los rayos solares. Adiós. ¿Cómo dicen ustedes, los ingleses? Good-bye. ¡Ah! Good-bye. Adieu. En el trópico hay que mantener sobre todas las cosas la calma.” Levantó el índice e hizo la advertencia: “Du calme, du calme. Adieu.”

» Me quedaba todavía algo por hacer, despedirme de mi excelente tía. La encontré triunfante. Me ofreció una taza de té. Fue mi última taza de té decente en muchos días. Y en una habitación muy confortable, exactamente como os podéis imaginar el salón de una dama, tuvimos una larga conversación junto a la chimenea. En el curso de sus confidencias, resultó del todo evidente que yo había sido presentado a la mujer de un alto funcionario de la compañía, y quién sabe ante cuántas personas más, como una criatura excepcionalmente dotada, un verdadero hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se encuentran todos los días. ¡Cielos! ¡Yo iba a hacerme cargo de un vapor de dos centavos! De cualquier manera parecía que yo era considerado como uno de tantos trabajadores, pero con mayúsculas. Algo así como un emisario de la luz, como un individuo apenas ligeramente inferior a un apóstol. Una enorme cantidad de esas tonterías corría en los periódicos y en las conversaciones de aquella época, y la excelente mujer se había visto arrastrada por la corriente. Hablaba de “liberar a millones de ignorantes de su horrible destino”, hasta que, palabra, me hizo sentir verdaderamente incómodo. Traté de insinuar que lo que a la compañía le interesaba era su propio beneficio.

» "Olvidas, querido Charlie, que el trabajador merece también su recompensa”, dijo ella con brío. Es extraordinario comprobar cuán lejos de la realidad pueden situarse las mujeres. Viven en un mundo propio, y nunca ha existido ni podrá existir nada semejante. Es demasiado hermoso; si hubiera que ponerlo en pie se derrumbaría antes del primer crepúsculo. Alguno de esos endemoniados hechos con que nosotros los hombres nos las hemos tenido que ver desde el día de la creación, surgiría para echarlo todo a rodar.

» Después de eso fui abrazado; mi tía me recomendó que llevara ropas de franela, me hizo asegurarle que le escribiría con frecuencia, y al fin pude marcharme. Ya en la calle, y no me explico por qué, experimenté la extraña sensación de ser un impostor. Y lo más raro de todo fue que yo, que estaba acostumbrado a largarme a cualquier parte del mundo en menos de veinticuatro horas, con menos reflexión de la que la mayor parte de los hombres necesitan para cruzar una calle, tuve un momento, no diría de duda, pero sí de pausa ante aquel vulgar asunto. La mejor manera de explicarlo es decir que durante uno o dos segundos sentí como si en vez de ir al centro de un continente estuviera a punto de partir hacia el centro de la tierra.

» Me embarqué en un barco francés, que se detuvo en todos los malditos puertos que tienen allá, con el único propósito, según pude percibir, de desembarcar soldados y empleados aduanales. Yo observaba la costa. Observar una costa que se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno, sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre, con el aire de murmurar: “Ven y me descubrirás.” Aquella costa era casi informe, como si estuviera en proceso de creación, sin ningún rasgo sobresaliente. El borde de una selva colosal, de un verde tan oscuro que llegaba casi al negro, orlada por el blanco de la resaca, corría recta como una línea tirada a cordel, lejos, cada vez más lejos, a lo largo de un mar azul, cuyo brillo se enturbiaba a momentos por una niebla baja. Bajo un sol feroz, la tierra parecía resplandecer y chorrear vapor. Aquí y allá apuntaban algunas manchas grisáceas o blancuzcas agrupadas en la espuma blanca, con una bandera a veces ondeando sobre ellas. Instalaciones coloniales que contaban ya con varios siglos de existencia y que no eran mayores que una cabeza de alfiler sobre la superficie intacta que se extendía tras ellas. Navegábamos a lo largo de la costa, nos deteníamos, desembarcábamos soldados, continuábamos, desembarcábamos empleados de aduana para recaudar impuestos en algo que parecía un páramo olvidado por Dios, con una casucha de lámina y un asta podrida sobre ella; desembarcábamos aún más soldados, para cuidar de los empleados de aduana, supongo. Algunos, por lo que oí decir, se ahogaban en el rompiente, pero, fuera o no cierto, nadie parecía preocuparse demasiado. Eran arrojados a su destino y nosotros continuábamos nuestra marcha. La costa parecía ser la misma cada día, como si no nos hubiésemos movido; sin embargo, dejamos atrás diversos lugares, centros comerciales con nombres como Gran Bassam, Little Popo; nombres que parecían pertenecer a alguna sórdida farsa representada ante un telón siniestro. Mi ociosidad de pasajero, mi aislamiento entre todos aquellos hombres con quienes nada tenía en común, el mar lánguido y aceitoso, la oscuridad uniforme de la costa, parecían mantenerme al margen de la verdad de las cosas, en el estupor de una penosa e indiferente desilusión. La voz de la resaca, oída de cuando en cuando, era un auténtico placer, como las palabras de un hermano. Era algo natural, que tenía razón de ser y un sentido. De vez en cuando un barco que venía de la costa nos proporcionaba un momentáneo contacto con la realidad. Los remeros eran negros. Desde lejos podía vislumbrarse el blanco de sus ojos. Gritaban y cantaban; sus cuerpos estaban bañados de sudor; sus caras eran como máscaras grotescas; pero tenían huesos, músculos, una vitalidad salvaje, una intensa energía en los movimientos, que era tan natural y verdadera como el oleaje a lo largo de la costa. No necesitaban excusarse por estar allí. Contemplarlos servía de consuelo. Durante algún tiempo pude sentir que pertenecía todavía a un mundo de hechos naturales, pero esta creencia no duraría demasiado. Algo iba a encargarse de destruirla. En una ocasión, me acuerdo muy bien, nos acercamos a un barco de guerra anclado en la costa. No había siquiera una cabaña, y sin embargo disparaba contra los matorrales. Según parece los franceses libraban allí una de sus guerras. Su enseña flotaba con la flexibilidad de un trapo desgarrado. Las bocas de los largos cañones de seis pulgadas sobresalían de la parte inferior del casco. El oleaje aceitoso y espeso levantaba al barco y lo volvía a bajar perezosamente, balanceando sus espigados mástiles. En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, aquella nave disparaba contra el continente. ¡Paf!, haría uno de sus pequeños cañones de seis pulgadas; aparecería una pequeña llama y se extinguiría; se esfumaría una ligera humareda blanca; un pequeño proyectil silbaría débilmente y nada habría ocurrido. Nada podría ocurrir. Había un aire de locura en aquella actividad; su contemplación producía una impresión de broma lúgubre. Y esa impresión no desapareció cuando alguien de a bordo me aseguró con toda seriedad que allí había un campamento de aborígenes (¡los llamaba enemigos!), oculto en algún lugar fuera de nuestra vista.

» Le entregamos sus cartas (me enteré de que los hombres en aquel barco solitario morían de fiebre a razón de tres por día) y proseguimos nuestra ruta. Hicimos escala en algunos otros lugares de nombres grotescos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio continuaba desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terrenal, como en una catacumba ardiente. A lo largo de aquella costa informe, bordeada de un rompiente peligroso, como si la misma naturaleza hubiera tratado de desalentar a los intrusos, remontamos y descendimos algunos ríos, corrientes de muerte en vida, cuyos bordes se pudrían en el cieno, y cuyas aguas, espesadas por el limo, invadían los manglares contorsionados que parecían retorcerse hacia nosotros, en el extremo de su impotente desesperación. En ningún lugar nos detuvimos el tiempo suficiente como para obtener una impresión precisa, pero un sentimiento general de estupor vago y opresivo se intensificó en mí. Era como un fatigoso peregrinar en medio de visiones de pesadilla.

» Pasaron más de treinta días antes de que viera la boca del gran río. Anclamos cerca de la sede del gobierno, pero mi trabajo sólo comenzaría unas doscientas millas más adentro. Tan pronto como pude, llegué a un lugar situado treinta millas arriba.

» Tomé pasaje en un pequeño vapor. El capitán era sueco, y cuando supo que yo era marino me invitó a subir al puente. Era un joven delgado, rubio y lento, con una cabellera y porte desaliñados. Cuando abandonamos el pequeño y miserable muelle, meneó la cabeza en ademanes despectivos y me preguntó: “¿Ha estado viviendo aquí?” Le dije que sí. “Estos muchachos del gobierno son un grupo excelente”, continuó hablando el inglés con gran precisión y considerable amargura. “Es gracioso lo que algunos de ellos pueden hacer por unos cuantos francos al mes. Me asombra lo que les ocurre cuando se internan río arriba.” Le dije que pronto esperaba verlo con mis propios ojos. “¡Vaya!”, exclamó. Luego me dio por un momento la espalda mirando con ojo vigilante la ruta. “No esté usted tan seguro. Hace poco recogí a un hombre colgado en el camino. También era sueco.” “¿Se colgó? ¿Por qué, en nombre de Dios?”, exclamé. Él seguía mirando con preocupación el río. “¿Quién puede saberlo? ¡Quizás estaba harto del sol! ¡O del país!”

» Al fin se abrió ante nosotros una amplia extensión de agua. Apareció una punta rocosa, montículos de tierra levantados en la orilla, casas sobre una colina, otras con techo metálico, entre las excavaciones o en un declive. Un ruido continuo producido por las caídas de agua dominaba esa escena de devastación habitada. Un grupo de hombres, en su mayoría negros desnudos, se movían como hormigas. El muelle se proyectaba sobre el río. Un crepúsculo cegador hundía todo aquello en un resplandor deslumbrante. “Ésa es la sede de su compañía”, dijo el sueco, señalando tres barracas de madera sobre un talud rocoso. “Voy a hacer que le suban el equipaje. ¿Cuatro bultos, dice usted? Bueno, adiós.”

» Pasé junto a un caldero que estaba tirado sobre la hierba, llegué a un sendero que conducía a la colina. El camino se desviaba ante las grandes piedras y ante unas vagonetas tiradas boca abajo con las ruedas al aire. Faltaba una de ellas. Parecía el caparazón de un animal extraño. Encontré piezas de maquinaria desmantelada, y una pila de rieles mohosos. A mi izquierda un macizo de árboles producía un lugar umbroso, donde algunas cosas oscuras parecían moverse. Yo pestañeaba; el sendero era escarpado. A la derecha oí sonar un cuerno y vi correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo estremecerse la tierra, una bocanada de humo salió de la roca; eso fue todo. Ningún cambio se advirtió en la superficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril. Aquella roca no estaba en su camino; sin embargo aquella voladura sin objeto era el único trabajo que se llevaba a cabo.

» Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero. Caminaban lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia adelante y hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las uniones de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo pensar de pronto en aquel barco de guerra que había visto disparar contra la tierra firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no podían, ni aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran considerados como criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible. Sus pechos delgados jadeaban al unísono. Se estremecían las aletas violentamente dilatadas de sus narices. Los ojos contemplaban impávidamente la colina. Pasaron a seis pulgadas de donde yo estaba sin dirigirme siquiera una mirada, con la más completa y mortal indiferencia de salvajes infelices. Detrás de aquella materia prima, un negro amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción, vagaba con desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme a la que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino, se llevó con toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple prudencia; los hombres blancos eran tan parecidos a cierta distancia que él no podía decir quién era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa vil, y una mirada a sus hombres, pareció hacerme partícipe de su confianza exaltada. Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos.

» En lugar de seguir subiendo, me volví y bajé a la izquierda. Me proponía dejar que aquella cuerda de criminales desapareciera de mi vista antes de que llegara yo a la cima de la colina. Ya sabéis que no me caracterizo por la delicadeza; he tenido que combatir y sé defenderme. He tenido que resistir y algunas veces atacar (lo que es otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el valor exacto, en concordancia con las exigencias del modo de vida que me ha sido propio. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio del deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquéllos eran unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los hombres, sí, a los hombres, repito. Pero mientras permanecía de pie en el borde de la colina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel país me llegaría a acostumbrar al demonio blando y pretencioso de mirada apagada y locura rapaz y despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia sólo lo iba a descubrir varios meses después y a unas mil millas río adentro. Por un instante quedé amedrentado, como si hubiese oído una advertencia. Al fin, descendí la colina, oblicuamente, hacia la arboleda que había visto.

» Evité un gran hoyo artificial que alguien había abierto en el declive, cuyo objeto me resultaba imposible adivinar. No se trataba ni de una cantera ni de una mina de arena. Era simplemente un hoyo. Podía relacionarse con el filantrópico deseo de proporcionar alguna ocupación a los criminales. No lo sé. Después estuve casi a punto de caer por un estrecho barranco, no mucho mayor que una cicatriz en el costado de la colina. Descubrí que algunos tubos de drenaje importados para los campamentos de la compañía habían sido dejados allí. Todos estaban rotos. Era un destrozo lamentable. Al final llegué a la arboleda. Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí.

» Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los colaboradores se habían retirado para morir.

» Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del interior, contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles, y entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las órbitas. Aquel hombre era joven al parecer, casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más extraño en su cuello.

» Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su hermano fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las posiciones posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón.

» No quise perder más tiempo bajo aquella sombra y me apresuré a dirigirme al campamento. Cerca de los edificios encontré a un hombre vestido con una elegancia tan inesperada que en el primer momento llegué a creer que era una visión. Vi un cuello alto y almidonado, puños blancos, una ligera chaqueta de alpaca, pantalones impecables, una corbata clara y botas relucientes. No llevaba sombrero. Los cabellos estaban partidos, cepillados, aceitados, bajo un parasol a rayas verdes sostenido por una mano blanca. Era un individuo asombroso; llevaba un portaplumas tras la oreja.

» Estreché la mano de aquel ser milagroso, y me enteré de que era el principal contable de la compañía, y de que toda la contabilidad se llevaba en ese campamento. Dijo que había salido un momento para tomar un poco de aire fresco. Aquella expresión sonó de un modo extraordinariamente raro, con todo lo que sugería de una sedentaria vida de oficina. No tendría que mencionar para nada ahora a aquel individuo, a no ser que fue a sus labios a los que oí pronunciar por vez primera el nombre de la persona tan indisolublemente ligada a mis recuerdos de aquella época. Además sentí respeto por aquel individuo. Sí, respeto por sus cuellos, sus amplios puños, su cabello cepillado. Su aspecto era indudablemente el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensa desmoralización de aquellos territorios, conseguía mantener esa apariencia. Eso era firmeza. Sus camisas almidonadas y las pecheras enhiestas eran logros de un carácter firme. Había vivido allí cerca de tres años, y, más adelante, no pude dejar de preguntarle cómo lograba ostentar aquellas prendas. Se sonrojó ligeramente y me respondió con modestia: “He logrado adiestrar a una de las nativas del campamento. Fue difícil. Le disgustaba hacer este trabajo.” Así que aquel hombre había logrado realmente algo. Vivía consagrado a sus libros, que llevaba con un orden perfecto.

» Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cordones de negros sucios con los pies aplastados llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos manufacturados, algodón de desecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada a lo más profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de marfil.

» Tuve que esperar en el campamento diez días, una eternidad. Vivía en una choza dentro del cercado, pero para lograr apartarme del caos iba a veces a la oficina del contable. Estaba construida con tablones horizontales y tan mal unidos que, cuando él se inclinaba sobre su alto escritorio, se veía cruzado desde el cuello hasta los talones por estrechas franjas de luz solar. No era necesario abrir la amplia celosía para ver. También allí hacía calor. Unos moscardones gordos zumbaban endiabladamente y no picaban sino que mordían. Por lo general me sentaba en el suelo, mientras él, con su aspecto impecable (llegaba hasta a usar un perfume ligero), encaramado en su alto asiento, escribía, anotaba. A veces se levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron en su oficina un catre con un enfermo (un inválido llegado del interior), se mostró moderadamente irritado. “Los quejidos de este enfermo”, dijo, “distraen mi atención. Sin concentración es extremadamente fácil cometer errores en este clima.”

» Un día comentó, sin levantar la cabeza: “En el interior se encontrará usted con el señor Kurtz.” Cuando le pregunté quién era el señor Kurtz, me respondió que era un agente de primera clase, y viendo mi desencanto ante esa información, añadió lentamente, dejando la pluma: “Es una persona notable.” Preguntas posteriores me hicieron saber que el señor Kurtz estaba por el momento a cargo de una estación comercial muy importante en el verdadero país del marfil, en el corazón mismo, y que enviaba tanto marfil como todos los demás agentes juntos. “Empezó a escribir de nuevo. El enfermo estaba demasiado grave para quejarse. Las moscas zumbaban en medio del silencio.

» De pronto se oyó un murmullo creciente de voces y fuertes pisadas. Había llegado una caravana. Un rumor de sonidos extraños penetró desde el otro lado de los tablones. Todo el mundo hablaba a la vez, y en medio del alboroto se dejó oír la voz quejumbrosa del agente jefe “renunciando a todo” por vigésima vez en ese día... El contable se levantó lentamente. “¡Qué horroroso estrépito!”, dijo. Cruzó la habitación con paso lento para ver al hombre enfermo y volviéndose añadió: “Ya no oye” “¡Cómo! ¿Ha muerto?”, le pregunté, sobresaltado. “No, aún no”, me respondió con calma. Luego, aludiendo con un movimiento de cabeza al tumulto que se oía en el patio del campamento, añadió: “Cuando se tienen que hacer las cuentas correctamente, uno llega a odiar a estos salvajes, a odiarlos mortalmente.” Permaneció pensativo por un momento. “Cuando vea al señor Kurtz”, continuó, “dígale de mi parte que todo está aquí”, señaló al escritorio, “registrado satisfactoriamente. No me gusta escribirle... con los mensajeros que tenemos nunca se sabe quién va a recibir la carta... en esa Estación Central.” Me miró fijamente con ojos afectuosos: “Oh, él llegará muy lejos, muy lejos. Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted... quieren que lo sea.”

» Volvió a sumirse en su labor. Afuera el ruido había cesado, y, al salir, me detuve en la puerta. En medio del revoloteo de las moscas, el agente que volvía a casa estaba tendido ardiente e insensible; el otro, reclinado sobre sus libros, hacía perfectos registros de transacciones perfectamente correctas; y cincuenta pies más abajo de la puerta podía ver las inmóviles fronteras del foso de la muerte.

» Al día siguiente abandoné por fin el campamento, con una caravana de sesenta hombres, para recorrer un tramo de doscientas millas. “No es necesario que os cuente lo que fue aquello. Veredas, veredas por todas partes. Una amplia red de veredas que se extendía por el jardín vacío, a lo largo de amplías praderas, praderas quemadas, a través de la selva, subiendo y bajando profundos barrancos, subiendo y bajando colinas pedregosas asoladas por el calor. Y una soledad absoluta. Nadie. Ni siquiera una cabaña. La población había desaparecido mucho tiempo atrás. Bueno, si una multitud de negros misteriosos, armados con toda clase de armas temibles, emprendiera de pronto el camino de Deal a Gravesend con cargadores a ambos lados soportando pesados fardos, imagino que todas las granjas y casas de los alrededores pronto quedarían vacías. Sólo que en aquellos lugares también las habitaciones habían desaparecido. De cualquier modo, pasé aún por algunas aldeas abandonadas. Hay algo patéticamente pueril en las ruinas cubiertas de maleza. Día tras día, el continuo paso arrastrado de sesenta pares de pies desnudos junto a mí, cada par cargado con un bulto de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campamento, emprender nuevamente la marcha. De cuando en cuando un hombre muerto tirado en medio de los altos yerbajos a un lado del sendero, con una cantimplora vacía y un largo palo junto a él. A su alrededor, y encima de él, un profundo silencio. Tal vez en una noche tranquila, el redoble de tambores lejanos, apagándose y aumentando, un redoble amplio y lánguido; un sonido fantástico, conmovedor, sugestivo y salvaje que expresaba tal vez un sentimiento tan profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano. En una ocasión un hombre blanco con un uniforme desabrochado, acampado junto al sendero con una escolta armada de macilentos zanzíbares, muy hospitalario y festivo, por no decir ebrio, se encargaba, según nos dijo, de la conservación del camino. No puedo decir que yo haya visto ningún camino, ni ninguna obra de conservación, a menos que el cuerpo de un negro d e mediana edad con un balazo en la frente con el que tropecé tres millas más adelante pudiera considerarse como tal. Yo iba también con un compañero blanco, no era mal sujeto, pero demasiado grueso y con la exasperante costumbre de fatigarse en las calurosas pendientes de las colinas, a varias millas del más mínimo fragmento de sombra y agua. Es un fastidio, sabéis, llevar la propia chaqueta sobre la cabeza de otro hombre como si fuera un parasol mientras recobraba el sentido. No pude contenerme y en una ocasión le pregunté por qué había ido a parar a aquellos lugares. Para hacer dinero, por supuesto. “¿Para qué otra cosa cree usted?”, me dijo desdeñosamente. Después tuvo fiebre y hubo que llevarlo en una hamaca colgada de un palo. Como pesaba ciento veinte kilos, tuve dificultades sin fin con los cargadores. Ellos protestaban, amenazaban con escapar, desaparecer por la noche con la carga... era casi motín. Una noche lancé un discurso en inglés ayudándome de gestos, ninguno de los cuales pasó inadvertido por los sesenta pares de ojos que tenía frente a mí, y a la mañana siguiente hice que la hamaca marchara delante de nosotros. Una hora más tarde todo el asunto fracasaba en medio de unos matorrales... el hombre, la hamaca, quejidos, cobertores, un horror. El pesado palo le había desollado la nariz. Yo estaba dispuesto a matar a alguien, pero no había cerca de nosotros ni la sombra de un cargador. Me acordé de las palabras del viejo médico: “A la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se producen en los individuos en aquel sitio.” Sentí que me comenzaba a convertir en algo científicamente interesante. Sin embargo, todo esto no tiene importancia. Al decimoquinto día volví a ver nuevamente el gran río, y llegué con dificultad a la Estación Central. Estaba situada en un remanso, rodeada de maleza y de bosque, con una cerca de barro maloliente a un lado y a los otros tres una valla absurda de juncos. Una brecha descuidada era la única entrada. Una primera ojeada al lugar bastaba para comprender que era el diablo el autor de aquel espectáculo. Algunos hombres blancos con palos largos en las manos surgieron desganadamente entre los edificios, se acercaron para echarme una ojeada y volvieron a desaparecer en alguna parte. Uno de ellos, un muchacho de bigote negro, robusto e impetuoso, me informó con gran volubilidad y muchas digresiones, cuando le dije quién era, que mi vapor se hallaba en el fondo del río. Me quedé estupefacto. ¿Qué, cómo, por qué? ¡Oh!, no había de qué preocuparse. El director en persona se encontraba allí. Todo estaba en orden. “¡Se portaron espléndidamente! ¡Espléndidamente! Debe usted ir a ver en seguida al director general. Lo está esperando”, me dijo con cierta agitación.

» No comprendí de inmediato la verdadera significación de aquel naufragio. Me parece que la comprendo ahora, pero tampoco estoy seguro... al menos no del todo. Lo cierto es que cuando pienso en ello todo el asunto me parece demasiado estúpido, y sin embargo natural. De todos modos... Bueno, en aquel momento se me presentaba como una maldición. El vapor había naufragado. Había partido hacía dos días con súbita premura por remontar el río, con el director a bordo, confiando la nave a un piloto voluntario, y antes de que hubiera navegado tres horas había encallado en unas rocas, y se había hundido junto a un banco de arena. Me pregunté qué tendría que hacer yo en ese lugar, ahora que el barco se había hundido. Para decirlo brevemente, mi misión consistió en rescatar el barco del río. Tuve que ponerme a la obra al día siguiente. Eso, y las reparaciones, cuando logré llevar todas las piezas a la estación, consumió varios meses.

» Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme, a pesar de que yo había caminado unas veinte millas aquella mañana. El rostro, los modales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatura y complexión fuerte. Sus ojos, de un azul normal, resultaban quizá notablemente fríos, seguramente podía hacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y pesada como un hacha. Pero incluso en aquellos instantes, el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por otra parte, la expresión de sus labios era indefinible, furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa. Recuerdo muy bien el gesto, pero no logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente, aunque después dijo algo que la intensificó por un instante. Asomaba al final de sus frases, como un sello aplicado a las palabras más anodinas para darles una significación especial, un sentido completamente inescrutable. Era un comerciante común empleado en aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era obedecido, a pesar de que no inspiraba amor ni odio, ni siquiera respeto. Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud, nada más. Y no podéis figuraros cuán efectiva puede ser tal... tal... facultad. Carecía de talento organizador, de iniciativa, hasta de sentido del orden. Eso era evidente por el deplorable estado que presentaba la estación. No tenía cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? Tal vez por la única razón de que nunca enfermaba. Había servido allí tres periodos de tres años... Una salud triunfante en medio de la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su país con licencia se entregaba a un desenfreno en gran escala, pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la diferencia de que lo era sólo en lo exterior. Eso se podía deducir por la conversación general. No era capaz de crear nada, mantenía sólo la rutina, eso era todo. Pero era genial. Era genial por aquella pequeña cosa que era imposible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese secreto. Es posible que en su interior no hubiera nada. Esta sospecha lo hacía a uno reflexionar, porque en el exterior no había ningún signo. En una ocasión en que varias enfermedades tropicales hablan reducido al lecho a casi todos los “agentes” de la estación, se le oyó decir: “Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas.” Selló la frase con aquella sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se abría a la oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía ver algo... pero el sello estaba encima. Cuando en las comidas se hastió de las frecuentes querellas entre los blancos por la prioridad en los puestos, mandó hacer una inmensa mesa redonda para la que hubo que construir una casa especial. Era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era el primer puesto, los demás no tenían importancia. Uno sentía que aquélla era su convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía que su “muchacho”, un joven negro de la costa, sobrealimentado, tratara a los blancos, bajo sus propios ojos, con una insolencia provocativa.

» En cuanto me vio comenzó a hablar. Yo había estado demasiado tiempo en camino. Él no podía esperar. Había tenido que partir sin mí. Había que revisar las estaciones del interior. Habían sido tantas las dilaciones en los últimos tiempos que ya no sabía quién había muerto y quién seguía con vida, cómo andaban las cosas, etcétera. No prestó ninguna atención a mis explicaciones, y, mientras jugaba con una barra de lacre, repitió varias veces que la situación era muy grave, muy grave. Corrían rumores de que una estación importante tenía dificultades y de que su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfermo. Esperaba que no fuera verdad. El señor Kurtz era... Yo me sentía cansado e irritado. ¡A la horca con el tal Kurtz!, pensaba. Lo interrumpí diciéndole que ya en la costa había oído hablar del señor Kurtz. “¡Ah! ¡De modo que se habla de él allá abajo!”, murmuró. Luego continuó su discurso, asegurándome que el señor Kurtz era el mejor agente con que contaba, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la compañía; por consiguiente yo debía tratar de comprender su ansiedad. Se hallaba, según decía, “muy, muy intranquilo”. Lo cierto era que se agitaba sobre la silla y exclamaba: “¡Ah, el señor Kurtz!” En ese momento rompió la barra de lacre y pareció confundirse ante el accidente. Después quiso saber cuánto tiempo me llevaría rehacer el barco. Volví a interrumpirlo. Estaba hambriento, sabéis, y seguía de pie, por lo que comencé a sentirme como un salvaje. “¿Cómo puedo afirmar nada?”, le dije. “No he visto aún el barco. Seguramente se necesitarán varios meses.” La conversación me parecía de lo más fútil. “¿Varios meses?”, dijo. “Bueno, pongamos tres meses antes de que podamos salir. Habrá que hacerlo en ese tiempo.” Salí de su cabaña (vivía solo en una cabaña de barro con una especie de terraza) murmurando para mis adentros la opinión que me había merecido. Era un idiota charlatán. Más tarde tuve que modificar esta opinión, cuando comprobé para mi asombro la extraordinaria exactitud con que había señalado el tiempo necesario para la obra.

» Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por decirlo así, la espalda a la estación. Sólo de ese modo me parecía que podía mantener el control sobre los hechos redentores de la vida. Sin embargo, algunas veces había que mirar alrededor; veía entonces la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté qué podía significar aquello. Caminaban de un lado a otro con sus absurdos palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver. ¡Por Júpiter! Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en el exterior, la silenciosa soledad que rodeaba ese claro en la tierra me impresionaba como algo grande e invencible, como el mal o la verdad, que esperaban pacientemente la desaparición de aquella fantástica invasión.

» ¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, no importa. Ocurrieron varias cosas. Una noche una choza llena de percal, algodón estampado, abalorios y no sé qué más, se inflamó en una llamarada tan repentina que se podía creer que la tierra se había abierto para permitir que un fuego vengador consumiera toda aquella basura. Yo estaba fumando mi pipa tranquilamente al lado de mi vapor desmantelado, y vi correr a todo el mundo con los brazos en alto ante el resplandor, cuando el robusto hombre de los bigotes llegó al río con un cubo en la mano y me aseguró que todos “se portaban espléndidamente, espléndidamente”. Llenó el cubo de agua y se largó de nuevo a toda prisa. Pude ver que había un agujero en el fondo del cubo.

» Caminé río arriba. Sin prisa. Mirad, aquello había ardido como si fuera una caja de cerillas. Desde el primer momento no había tenido remedio. La llama había saltado a lo alto, haciendo retroceder a todo el mundo, y después de consumirlo todo se había apagado. La cabaña no era más que un montón de ascuas y cenizas candentes. Un negro era azotado cerca del lugar. Se decía que de alguna manera había provocado el incendio; fuera cierto o no, gritaba horriblemente. Volví a verlo días después, sentado a la sombra de un árbol; parecía muy enfermo, trataba de recuperarse; más tarde se levantó y se marchó, y la selva muda volvió a recibirlo en su seno. Mientras me acercaba al calor vivo desde la oscuridad, me encontré a la espalda de dos hombres que hablaban entre sí. Oí que pronunciaban el nombre de Kurtz y que uno le decía al otro: “Deberías aprovechar este incidente desgraciado.” Uno de los hombres era el director. Le deseé buenas noches. “¿Ha visto usted algo parecido? Es increíble”, dijo y se marchó. El otro hombre permaneció en el lugar. Era un agente de primera categoría, joven, de aspecto distinguido, un poco reservado, con una pequeña barba bifurcada y nariz aguileña. Se mantenía al margen de los demás agentes, y éstos a su vez decían que era un espía al servicio del director. En lo que a mí respecta, no había cambiado nunca una palabra con él. Comenzamos a conversar y sin darnos cuenta nos fuimos alejando de las ruinas humeantes. Después me invitó a acompañarlo a su cuarto, que estaba en el edificio principal de la estación. Encendió una cerilla, y pude advertir que aquel joven aristócrata no sólo tenía un tocador montado en plata sino una vela entera, toda suya. Se suponía que el director era el único hombre que tenía derecho a las velas. Las paredes de barro estaban cubiertas con tapices indígenas; una colección de lanzas, azagayas, escudos, cuchillos, colgaba de ellas como trofeos. Según me habían informado, el trabajo confiado a aquel individuo era la fabricación de ladrillos, pero en toda la estación no había un solo pedazo de ladrillo, y había tenido que permanecer allí desde hacía más de un año, esperando. Al parecer no podía construir ladrillos sin un material, no sé qué era, tal vez paja. Fuera lo que fuese, allí no se conseguía, y como no era probable que lo enviaran de Europa, no resultaba nada claro comprender qué esperaba. Un acto de creación especial, tal vez. De un modo u otro todos esperaban, todos (bueno, los dieciséis o veinte peregrinos) esperaban que algo ocurriera; y les doy mi palabra de que aquella espera no parecía nada desagradable, dada la manera en que la aceptaban, aunque lo único que parecían recibir eran enfermedades, de eso podía darme cuenta. Pasaban el tiempo murmurando e intrigando unos contra otros de un modo completamente absurdo. En aquella estación se respiraba un aire de conspiración, que, por supuesto, no se resolvía en nada. Era tan irreal como todo lo demás, como las pretensiones filantrópicas de la empresa, como sus conversaciones, como su gobierno, como las muestras de su trabajo. El único sentimiento real era el deseo de ser destinado a un puesto comercial donde poder recoger el marfil y obtener el porcentaje estipulado. Intrigaban, calumniaban y se detestaban sólo por eso, pero en cuanto a mover aunque fuese el dedo meñique, oh, no. ¡Cielos santos!, hay algo después de todo en el mundo que permite que un hombre robe un caballo mientras que otro ni siquiera puede mirar un ronzal. Robar un caballo directamente, pase. Quien lo hace tal vez pueda montarlo. Pero hay una manera de mirar un ronzal que incitaría al piadoso de los santos a dar un puntapié.

» Yo no tenía idea de por qué aquel hombre deseaba mostrarse sociable conmigo, pero mientras conversábamos me pareció de pronto que aquel individuo trataba de llegar a algo, a un hecho real, y que me interrogaba. Aludía constantemente a Europa, a las personas que suponía que yo conocía allí, dirigiéndome preguntas insinuantes sobre mis relaciones en la ciudad sepulcral. Sus ojos pequeños brillaban como discos de mica, llenos de curiosidad, aunque procuraba conservar algo de su altivez. Al principio su actitud me sorprendió, pero muy pronto comencé a sentir una intensa curiosidad por saber qué se proponía obtener de mí. Me era imposible imaginar qué podía despertar su interés. Era gracioso ver cómo luchaba en el vacío, porque lo cierto es que mi cuerpo estaba lleno sólo de escalofríos y en mi cabeza no había otra cosa fuera de aquel condenado asunto del vapor hundido. Era evidente que me consideraba como un desvergonzado prevaricador. Al final se enfadó y, para disimular un movimiento de furia y disgusto, bostezó. Me levanté. Entonces pude ver un pequeño cuadro al óleo en un marco, representando a una mujer envuelta en telas y con los ojos vendados, que llevaba en la mano una antorcha encendida. El fondo era sombrío, casi negro. La mujer permanecía inmóvil y el efecto de la luz de la antorcha en su rostro era siniestro.

» Eso me retuvo, y él permaneció de pie por educación, sosteniendo una botella vacía de champaña (para usos medicinales) con la vela colocada encima. A mi pregunta, respondió que el señor Kurtz lo había pintado, en esa misma estación, hacía poco más de un año, mientras esperaba un medio de trasladarse a su estación comercial. “Dígame, por favor”, le pedí, “¿quién es ese señor Kurtz?”

» El jefe de la estación interior”, respondió con sequedad, mirando hacia otro lado. “Muchas gracias”, le dije riendo, “y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Eso todo el mundo lo sabe.” Por un momento permaneció callado. “Es un prodigio”, dijo al fin. “Es un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más. Nosotros necesitamos”, comenzó de pronto a declamar, “para realizar la causa que Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos.” “¿Quién ha dicho eso?”, pregunté. “Muchos de ellos”, respondió. “Algunos hasta lo escriben; y de pronto llegó aquí él, un ser especial, como debe usted saber.” “¿Por qué debo saberlo?”, lo interrumpí, realmente sorprendido. Él no me prestó ninguna atención. “Sí, hoy día es el jefe de la mejor estación, el año próximo será asistente en la dirección, dos años más y... pero me atrevería a decir que usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par de años. Usted forma parte del nuevo equipo... el equipo de la virtud. La misma persona que lo envió a él lo ha recomendado muy especialmente a usted. Oh, no diga que no. Yo tengo mis propios ojos, sólo en ellos confío.” La luz se hizo en mí. Las poderosas amistades de mi tía estaban produciendo un efecto inesperado en aquel joven. Estuve a punto de soltar una carcajada. “¿Lee usted la correspondencia confidencial de la compañía?”, le pregunté. No pudo decir una palabra. Me resultó muy divertido. “Cuando el señor Kurtz”, continué severamente, “sea director general, no va usted a tener oportunidad de hacerlo.”

» Apagó la vela de pronto y salimos. La luna se había levantado. Algunas figuras negras vagaban alrededor, echando agua sobre los escombros de los que salía un sonido silbante. El vapor ascendía a la luz de la luna, el negro golpeado gemía en alguna parte. “¡Qué escándalo hace ese animal!”, dijo el hombre infatigable de los bigotes, quien de pronto apareció a nuestro lado. “De algo le servirá. Transgresión... castigo... ¡plaf! Sin piedad, sin piedad. Es la única manera. Eso prevendrá cualquier otro incendio en el futuro. Le acabo de decir al director... “Se fijó en mi acompañante e inmediatamente pareció perder la energía: “¿Todavía levantado?”, dijo con una especie de afecto servil. “Bueno, es natural. Peligro... agitación”, y se desvaneció. Llegué hasta la orilla del río y el otro me acompañó. Oí un chirriante murmullo: “¡Montón de inútiles, seguid!” Podía ver a los peregrinos en grupitos, gesticulando, discutiendo. Algunos tenían todavía los palos en la mano. Yo creo que llegaban a acostarse con aquellos palos. Del otro lado de la empalizada la selva se erguía espectral a la luz de la luna, y a través del incierto movimiento, a través de los débiles ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se introducía en el corazón de todos... su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida oculta. El negro castigado se lamentaba débilmente en algún lugar cercano, y luego emitió un doloroso suspiro que hizo que mis pasos tomaran otra dirección. Sentí que una mano se introducía bajo mi brazo. “Mi querido amigo”, dijo el tipo, “no quiero que me malinterprete, especialmente usted, que verá al señor Kurtz mucho antes de que yo pueda tener ese placer. No quisiera que se fuera a formar una idea falsa de mi disposición...”

» Dejé continuar a aquel Mefistófeles de pacotilla; me pareció que de haber querido hubiera podido traspasarlo con mi índice y no habría encontrado sino un poco de suciedad blanduzca en su interior. Se había propuesto, sabéis, ser ayudante del director, y la llegada posible de aquel Kurtz lo había sobresaltado tanto como al mismo director general. Hablaba precipitadamente y yo no traté de detenerlo. Apoyé la espalda sobre los restos del vapor, colocado en la orilla, como el esqueleto de algún gran animal fluvial. El olor del cieno, del cieno primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de aquella selva estaba ante mis ojos; había manchas brillantes en la negra ensenada. La luna extendía sobre todas las cosas una fina capa de plata, sobre la fresca hierba, sobre el muro de vegetación que se elevaba a una altura mayor que el muro de un templo, sobre el gran río, que resplandecía mientras corría anchurosamente sin un murmullo. Todo aquello era grandioso, esperanzador, mudo, mientras aquel hombre charlaba banalmente sobre sí mismo. Me pregunté si la quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había allí? Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta Marte. Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba convencido, firmemente convencido, de que había habitantes en Marte. Si se le interrogaba sobre la idea que tenía sobre su aspecto y su comportamiento, adoptaba una expresión tímida y murmuraba algo sobre que “andaban a cuatro patas”. Si alguien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los sesenta, era capaz de desafiar al burlón a duelo. Yo no hubiera llegado tan lejos como a batirme por Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de mentir. Vosotros sabéis que odio, detesto, me resulta intolerable la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino. Pues bien, estuve cerca de eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo que le viniera en gana sobre mi influencia en Europa. Por un momento me sentí tan lleno de pretensiones como el resto de aquellos embrujados peregrinos. Sólo porque tenía la idea de que eso de algún modo iba a resultarle útil a aquel señor Kurtz a quien hasta el momento no había visto... ya entendéis. Para mí era apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños.

» Marlow permaneció un rato en silencio.

—... No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos.

Volvió a hacer otra pausa como reflexionando. Después añadió:

—Por supuesto, en esto vosotros podréis ver más de lo que yo podía ver entonces. Me veis a mí, a quien conocéis...

La oscuridad era tan profunda que nosotros, sus oyentes, apenas podíamos vernos unos a otros. Hacía ya largo rato que él, sentado aparte, no era para nosotros más que una voz. Nadie decía una palabra. Los otros podían haberse dormido, pero yo estaba despierto. Escuchaba, escuchaba aguardando la sentencia, la palabra que pudiera servirme de pista en la débil angustia que me inspiraba aquel relato que parecía formularse por sí mismo, sin necesidad de labios humanos, en el aire pesado y nocturno de aquel río.

—Sí, lo dejé continuar —volvió a decir de nuevo Marlow— y que pensara lo que le diera la gana sobre los poderes que existían detrás de mí. ¡Lo hice! ¡Y detrás de mí no había nada! No había nada salvo aquel condenado, viejo y maltrecho vapor sobre el que me apoyaba, mientras él hablaba fluidamente de la necesidad que tenía cada hombre de progresar. “Cuando alguien llega aquí, usted lo sabe, no es para contemplar la luna”, me dijo. El señor Kurtz era un “genio universal”, pero hasta un genio encontraría más fácil trabajar con “instrumentos adecuados y hombres inteligentes”. Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Bueno, había una imposibilidad material que lo impedía, como yo muy bien sabía, y si trabajaba como secretario del director era porque ningún hombre inteligente puede rechazar absurdamente la confianza que en él depositan sus superiores. ¿Me daba yo cuenta? Sí, me daba cuenta. ¿Qué más quería yo? Lo que realmente quería eran remaches, ¡cielo santo!, ¡remaches!, para poder continuar el trabajo y tapar aquel agujero. Remaches. En la costa había cajas llenas de ellos, cajas amontonadas, rajadas, herrumbrosas. En aquella estación de la colina uno tropezaba con un remache desprendido a cada paso que daba. Algunos habían rodado hasta el bosque de la muerte. Uno podía llenarse los bolsillos de remaches sólo con molestarse en recogerlos; y en cambio donde eran necesarios no se encontraba uno solo. Teníamos chapas que nos podían servir, pero nada con qué poder ajustarlas. Cada semana el mensajero, un negro solo, con un saco de cartas al hombro, dejaba la estación para dirigirse a la costa. Y varias veces a la semana una caravana llegaba de la costa con productos comerciales, percal horriblemente teñido que daba escalofríos de sólo mirar, cuentas de cristal de las que podía comprarse un cuarto de galón por un penique, pañuelos de algodón estrafalariamente estampados. Y nunca remaches. Tres negros hubieran podido transportar todo lo necesario para poner a flote aquel vapor.

» Se estaba poniendo confidencial, pero me imagino que al no encontrar ninguna respuesta de mi parte debió haberse exasperado, ya que consideró necesario informarme que no temía a Dios ni al diablo, y mucho menos a los hombres. Le dije que podía darme perfecta cuenta, pero que lo que yo necesitaba era una determinada cantidad de remaches... y que en realidad lo que el señor Kurtz hubiera pedido, si estuviese informado de esa situación, habrían sido los remaches. Y él enviaba cartas a la costa cada semana... “Mi querido señor” gritó, “yo escribo lo que me dictan.” Seguí pidiendo remaches. Un hombre inteligente tiene medios para obtenerlos. Cambió de modales. De pronto adoptó un tono frío y comenzó a hablar de un hipopótamo. Me preguntó si cuando dormía a bordo (permanecía allí noche y día), no tenía yo molestias. Un viejo hipopótamo tenía la mala costumbre de salir de noche a la orilla y errar por los terrenos de la estación. Los peregrinos solían salir en pelotón y descargar sus rifles sobre él. Algunos velaban toda la noche esperándole. Sin embargo había sido una energía desperdiciada. “Ese animal tiene una vida encantada, y eso sólo se puede decir de las bestias de este país. Ningún hombre, ¿me entiende usted?, ningún hombre tiene aquí el mismo privilegio”, dijo. Permaneció un momento a la luz de la luna con su delicada nariz aguileña un poco ladeada, y los ojos de mica brillantes, sin pestañear. Después se despidió secamente y se retiró a grandes zancadas. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemente confuso, lo que me hizo alentar mayores esperanzas de las que había abrigado en los días anteriores. Me servía de consuelo apartar a aquel tipo para volver a mi influyente amigo, el roto, torcido, arruinado, desfondado barco de vapor. Subí a bordo. Crujió bajo mis pies como una lata de bizcochos Hunley & Palmer vacía que hubiera recibido un puntapié en un escalón. No era sólido, mucho menos bonito, pero había invertido en él demasiado trabajo como para no quererlo. Ningún amigo influyente me hubiera servido mejor. Me había dado la oportunidad de moverme un poco y descubrir lo que podía hacer. No, no me gusta el trabajo. Prefiero ser perezoso y pensar en las bellas cosas que pueden hacerse. No me gusta el trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a sí mismo. La propia realidad, eso que sólo uno conoce y no los demás, que ningún otro hombre puede conocer. Ellos sólo pueden ver el espectáculo, y nunca pueden decir lo que realmente significa.

» No me sorprendió ver a una persona sentada en la cubierta, con las piernas colgantes sobre el barro. Mirad, mis relaciones eran buenas con los pocos mecánicos que había en la estación, y a los que los otros peregrinos naturalmente despreciaban; me imagino que por la rudeza de sus modales. Era el capataz, un fabricante de marmitas, buen trabajador, un individuo seco, huesudo, de rostro macilento, con ojos grandes y mirada intensa. Tenía un aspecto preocupado. Su cabeza era tan calva como la palma de mi mano; parecía que los cabellos, al caer, se le habían pegado a la barbilla y que habían prosperado en aquella nueva localidad, pues la barba le llegaba a la cintura. Era un viudo con seis hijos (los había dejado a cargo de una hermana suya al emprender el viaje) y la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un conocedor. Deliraba por las palomas. Después del horario de trabajo acostumbraba ir a veces al barco a conversar sobre sus hijos, y sobre las palomas. En el trabajo, cuando se debía arrastrar por el barro bajo la quilla del vapor, recogía su barba en una especie de servilleta blanca que llevaba para ese propósito, con unas cintas que ataba tras las orejas. Por las noches se le podía ver inclinado sobre el río, lavando con sumo cuidado esa envoltura en la corriente, y tendiéndola después solemnemente sobre una mata para que se secara.

» Le di una palmada en la espalda y exclamé: “Vamos a tener remaches.” Se puso de pie y exclamó: “¿No? ¡Remaches!”, como si no pudiera creer a sus oídos. Luego, añadió en voz baja: “Usted... ¿Eh?” No sé por qué nos comportábamos como lunáticos. Me lleve un dedo a la nariz inclinando la cabeza misteriosamente. “¡Bravo por usted!”, exclamó, chasqueando sus dedos sobre la cabeza y levantando un pie. Comencé a bailotear. Saltábamos sobre la cubierta de hierro. Un ruido horroroso salió de aquel casco arrumbado y el bosque virgen desde la otra margen del río lo envió de vuelta en un eco atronador a la estación dormida. Aquello debió hacer levantar a algunos peregrinos en sus cabañas. Una figura oscura apareció en el portal de la cabaña del director, desapareció, y luego, un segundo o dos después, también la puerta desapareció. Nos detuvimos y el silencio interrumpido por nuestro zapateo volvió de nuevo a nosotros desde los lugares más remotos de la tierra. El gran muro de vegetación, una masa exuberante y confusa de troncos, ramas, hojas, guirnaldas, inmóviles a la luz de la luna, era como una tumultuosa invasión de vida muda, una ola arrolladora de plantas, apiladas, con penachos, dispuestas a derrumbarse sobre el río, a barrer la pequeña existencia de todos los pequeños hombres que, como nosotros, estábamos en su seno. Y no se movía. Una explosión sorda de grandiosas salpicaduras y bufidos nos llegó de lejos, como si un ictiosaurio se estuviera bañando en el resplandor del gran río. “Después de todo”, dijo el fabricante de marmitas, en tono razonable, “¿por qué no iban a darnos los remaches?” ¡En efecto, por qué no! No conocía ninguna razón para que no los tuviésemos. “Llegarán dentro de unas tres semanas”, le dije en tono confidencial.

» Pero no fue así. En lugar de remaches tuvimos una invasión, un castigo, una visita. Llegó en secciones durante las tres semanas siguientes; cada sección encabezada por un burro en el que iba montado un blanco con traje nuevo y zapatos relucientes, un blanco que saludaba desde aquella altura a derecha e izquierda a los impresionados peregrinos. Una banda pendenciera de negros descalzos y desarrapados marchaba tras el burro; un equipaje de tiendas, sillas de campaña, cajas de lata, cajones blancos y fardos grises eran depositados en el patio, y el aire de misterio parecía espesarse sobre el desorden de la estación. Llegaron cinco expediciones semejantes, con el aire absurdo de una huida desordenada, con el botín de innumerables almacenes y abundante acopio de provisiones que uno podría pensar habían sido arrancadas de la selva para ser repartidas equitativamente. Era una mezcla indecible de cosas, útiles en sí, pero a las cuales la locura humana hacía parecer como el botín de un robo.

» Aquella devota banda se daba a sí misma el nombre de Expedición de Exploradores Eldorado. Parece ser que todos sus miembros habían jurado guardar secreto. Su conversación, de cualquier manera, era una conversación de sórdidos filibusteros. Era un grupo temerario pero sin valor, voraz sin audacia, cruel sin osadía. No había en aquella gente un átomo de previsión ni de intención seria, y ni siquiera parecían saber que esas cosas son requeridas para el trabajo en el mundo. Arrancar tesoros a las entrañas de la tierra era su deseo, pero aquel deseo no tenía detrás otro propósito moral que el de la acción de unos bandidos que fuerzan una caja fuerte. No sé quién costearía los gastos de aquella noble empresa, pero un tío de nuestro director era el jefe del grupo.

» Por su exterior parecía el carnicero de un barrio pobre, y sus ojos tenían una mirada de astucia somnolienta. Ostentaba un enorme vientre sobre las cortas piernas, y durante el tiempo que aquella banda infestó la estación sólo habló con su sobrino. Podía uno verlos vagando durante el día por todas partes, las cabezas unidas en una interminable confabulación.

» Renuncié a molestarme más por el asunto de los remaches. La capacidad humana para esa especie de locura es más limitada de lo que vosotros podéis suponer. Me dije: “A la horca con todos.” Y dejé de preocuparme. Tenía tiempo en abundancia para la meditación, y de vez en cuando dedicaba algún pensamiento a Kurtz. No me interesaba mucho. No. Sin embargo, sentía curiosidad por saber si aquel hombre que había llegado equipado con ideas morales de alguna especie lograría subir a la cima después de todo, y cómo realizaría el trabajo una vez que lo hubiese conseguido.”



II


 

—Una noche, mientras estaba tendido en la cubierta de mi vapor, oí voces que se acercaban. Eran el tío y el sobrino que caminaban por la orilla del río. Volví a apoyar la cabeza sobre el brazo, y estaba a punto de volverme a dormir, cuando alguien dijo casi en mi oído: “Soy tan inofensivo como un niño, pero no me gusta que me manden. ¿Soy el director o no lo soy? Me ordenaron enviarlo allí. Es increíble...” Me di cuenta de que ambos se hallaban en la orilla, al lado de popa, precisamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme. Estaba amodorrado. “Es muy desagradable”, gruñó el tío. “Él había pedido a la administración que le enviaran allí”, dijo el otro, “con la idea de demostrar lo que era capaz de hacer. Yo recibí instrucciones al respecto. Debe tener una influencia tremenda. ¿No te parece terrible?” Ambos convinieron en que aquello era terrible; después hicieron observaciones extrañas: la lluvia... el buen tiempo... un hombre... el Consejo... por la nariz... Fragmentos de frases absurdas que me hicieron salir de mi estado de somnolencia. De modo que estaba en pleno uso de mis facultades mentales cuando el tío dijo: “El clima puede eliminar esa dificultad. ¿Está solo allá?” “Sí”, respondió el director. “Me envió a su asistente, con una nota redactada más o menos en estos términos: “Saque usted a este pobre diablo del país, y no se moleste en enviarme a otras personas de esta especie. Prefiero estar solo a tener a mi lado la clase de hombres de que ustedes pueden disponer.” Eso fue hace ya más de un año. ¿Puedes imaginarte desfachatez semejante?” “¿Y nada a partir de entonces?”, preguntó el otro con voz ronca. “Marfil”, masculló el sobrino, “a montones... y de primera clase. Grandes cargamentos; todo para fastidiar, me parece.” “¿De qué manera?” preguntó un rugido sordo. “Facturas”, fue la respuesta. Se podía decir que aquella palabra había sido disparada. Luego se hizo el silencio. Habían estado hablando de Kurtz.

» Para entonces yo estaba del todo despierto. Permanecía acostado tal como estaba, sin cambiar de postura. “¿Cómo ha logrado abrirse paso todo ese marfil?”, explotó de pronto el más anciano de los dos, que parecía muy contrariado. El otro explicó que había llegado en una flotilla de canoas, a las órdenes de un mestizo inglés que Kurtz tenía a su servicio. El mismo Kurtz, al parecer, había tratado de hacer el viaje, por encontrarse en ese tiempo la estación desprovista de víveres y pertrechos, pero después de recorrer unas trescientas millas había decidido de pronto regresar, y lo hizo solo, en una pequeña canoa con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo con el marfil. Los dos hombres estaban sorprendidos ante semejante proceder. Trataban de encontrar un motivo que explicara esa actitud. En cuanto a mí, me pareció ver por primera vez a Kurtz. Fue un vislumbre preciso: la canoa, cuatro remeros salvajes; el blanco solitario que de pronto le daba la espalda a las oficinas principales, al descanso, tal vez a la idea del hogar, y volvía en cambio el rostro hacia lo más profundo de la selva, hacia su campamento vacío y desolado. Yo no conocía el motivo. Era posible que sólo se tratara de un buen sujeto que se había entusiasmado con su trabajo. Su nombre, sabéis, no había sido pronunciado ni una sola vez durante la conversación. Se referían a “aquel hombre”. El mestizo que, según podía yo entender, había realizado con gran prudencia y valor aquel difícil viaje era invariablemente llamado “ese canalla”. El “canalla” había informado que “aquel hombre” había estado muy enfermo; aún no se había restablecido del todo... Los dos hombres debajo de mí se alejaron unos pasos; paseaban de un lado a otro a cierta distancia. Escuché: “puesto militar... médico... doscientas millas... ahora completamente solo... plazos inevitables... nueve meses... ninguna noticia... extraños rumores”. Volvieron a acercarse. Precisamente en esos momentos decía el director: “Nadie, que yo sepa, a menos que sea una especie de mercader ambulante, un tipo malvado que les arrebata el marfil a los nativos. “¿De quién hablaban ahora? Pude deducir que se trataba de algún hombre que estaba en el distrito de Kurtz y cuya presencia era desaprobada por el director. “No nos veremos libres de esos competidores de mala fe hasta que colguemos a uno para escarmiento de los demás”, dijo. “Por supuesto”, gruñó el otro. “¡Deberías colgarlo! ¿Por qué no? En este país se puede hacer todo, todo. Eso es lo que yo sostengo; aquí nadie puede poner en peligro tu posición. ¿Por qué? Porque resistes el clima. Sobrevives a todos los demás. El peligro está en Europa. Pero antes de salir tuve la precaución de...” “Se alejaron y sus voces se convirtieron en un murmullo. Después volvieron a elevarse. “Esta extraordinaria serie de retrasos no es culpa mía. He hecho todo lo que he podido.” “Es una lástima”, suspiró el viejo. “Y esa peste absurda que es su conversación” rugió el otro. “Me molestó mucho cuando estaba aquí: «Cada estación debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda hacia cosas mejores; un centro comercial, por supuesto, pero también de humanidad, de mejoras, de instrucción.» ¡Habráse visto semejante asno! ¡Y quiere ser director! ¡No, es como...!” “El exceso de indignación lo hizo sofocarse. Yo levanté un poco la cabeza. Me sorprendió ver lo cerca que estaban, justo debajo de mí. Habría podido escupir sobre sus sombreros. Miraban el suelo, absortos en sus pensamientos. El director se fustigaba la pierna con una fina varita. Su sagaz pariente levantó de pronto la cabeza. “¿Y te has encontrado bien todo el tiempo, desde que llegaste?”, preguntó. El otro pareció sobresaltarse. “¿Quién? ¿Yo? ¡Oh, perfectamente, perfectamente! Pero el resto... ¡santo cielo!, todos enfermos. Se mueren tan rápidamente que no tengo casi tiempo de mandarlos fuera de la región... ¡Es increíble!” “Hum. Así es precisamente”, gruñó el tío. “Ah, muchacho, confía en eso... te lo digo, confía en eso.” Le vi extender un brazo que más bien parecía una aleta y señalar hacia la selva, la ensenada, el barco, el río; parecía sellar con un gesto vil ante la iluminada faz de la tierra un pacto traidor con la muerte en acecho, el mal escondido, las profundas tinieblas del corazón humano. Fue tan espantoso que me puse en pie de un salto y miré hacia atrás, al lindero de la selva, como esperando encontrar una respuesta a ese negro intercambio de confidencias. Ya sabéis que a veces uno llega a abrigar las más locas ideas. Una profunda calma rodeaba a aquellas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando el paso de una invasión fantástica.

» Los dos hombres maldijeron a la vez, de puro miedo creo yo... Después pretendieron no saber nada de mi existencia y volvieron a la estación. El sol estaba bajo; e inclinados hacia adelante, uno al lado del otro, parecían tirar a duras penas, colina arriba, de sus dos sombras grotescas, de longitud irregular, que se arrastraban lentamente tras ellos sobre la hierba espesa, sin inclinar una sola brizna.

» Unos días más tarde la Expedición Eldorado se internó en la paciente selva, que se cerró sobre ellos como el mar sobre un buzo. Algún tiempo después nos llegaron noticias de que todos los burros habían muerto. No sé nada sobre la suerte que corrieron los otros animales, los menos valiosos. No me cabe duda de que, como el resto de nosotros, encontraron su merecido. No hice averiguaciones. Me excitaba enormemente la perspectiva de conocer muy pronto a Kurtz. Cuando digo muy pronto, hablo en términos relativos. Dos meses pasaron desde el momento en que dejamos la ensenada hasta nuestra llegada a la orilla de la estación de Kurtz.

» Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, pesado, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto, en la penumbra de las grandes extensiones. En playas de arena plateada, los hipopótamos y los cocodrilos tomaban el sol lado a lado. Las aguas, al ensancharse, fluían a través de archipiélagos boscosos; era tan fácil perderse en aquel río como en un desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo contra bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas... en alguna parte... lejos de todo... tal vez en otra existencia. Había momentos en que el pasado volvía a aparecer, como sucede cuando uno no tiene ni un momento libre, pero aparecía en forma de un sueño intranquilo y estruendoso, recordado con asombro en medio de la realidad abrumadora de aquel mundo extraño de plantas, y agua, y silencio. Y aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna manera a la tranquilidad. Era la inmovilidad de una fuerza implacable que envolvía una intención inescrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo. Después llegué a acostumbrarme. Y al acostumbrarme dejé de verla; no tenía tiempo. Debía estar todo el tiempo tratando de adivinar el cauce del canal; tenía que adivinar, más por inspiración que por otra cosa, las señales de los bancales ocultos, descubrir las rocas sumergidas. Aprendí a rechinar los dientes sonoramente antes de que el corazón me estallara cuando rozábamos algún viejo tronco infernal que hubiera podido terminar con la vida de aquel vapor de hojalata y ahogar a todos los peregrinos. Necesitaba encontrar todos los días señales de madera seca que pudiéramos cortar todas las noches para alimentar las calderas al día siguiente. Cuando uno tiene que estar pendiente de ese tipo de cosas, los meros incidentes de la superficie, la realidad, sí, la realidad digo, se desvanece. La verdad íntima se oculta, por suerte, por suerte. Pero yo la sentía durante todo el tiempo. Sentía con frecuencia aquella inmovilidad misteriosa que me contemplaba, que observaba mis artimañas de mono, tal como os observa a vosotros, camaradas, cuando trabajáis en vuestros respectivos cables por... cuánto es... media corona la vuelta.”

—Intenta ser más cortés, Marlow —gruñó una voz, y supe que por lo menos había otro auditor tan despierto como yo.

—Perdón. ¿En realidad, qué importa el precio si la cosa está bien hecha? Vosotros desempeñáis muy bien vuestros oficios. Yo tampoco he hecho mal el mío desde que logré que no naufragara aquel vapor en mi primer viaje. Todavía me asombro de ello. Imaginad a un hombre con los ojos vendados obligado a conducir un vehículo por un mal camino. Lo que puedo deciros es que sudé y temblé de verdad durante aquel viaje. Después de todo, para un marino, que se rompa el fondo de la cosa que se supone flota todo el tiempo bajo su vigilancia es el pecado más imperdonable. Puede que nadie se entere, pero él no olvida el porrazo, ¿no es cierto? Es un golpe en el mismo corazón. Uno lo recuerda, lo sueña, despierta a media noche para pensar en él, años después, y vuelve a sentir escalofríos. No pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que vadear un poco, con veinte caníbales chapoteando alrededor de él y empujando. Durante el viaje habíamos enganchado una tripulación con algunos de esos muchachos. ¡Excelentes tipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que se podía trabajar, y aún hoy les estoy agradecido. Y, después de todo, no se devoraban los unos a los otros en mi presencia; llevaban consigo una provisión de carne de hipopótamo, que una vez podrida hizo llegar a mis narices todo el misterio de la selva. ¡Puuuf! Aún puedo olerla. Llevaba a bordo al director y a tres o cuatro peregrinos con sus palos. Eso era todo. Algunas veces nos acercábamos a una estación próxima a la orilla, pegada a las faldas de lo desconocido; los blancos salían de sus cabañas con grandes expresiones de alegría, de sorpresa, de bienvenida. Me parecían muy extraños. Tenían todo el aspecto de haber sido víctimas de un hechizo. La palabra marfil flotaba un buen rato en el aire, y luego seguíamos de nuevo en medio del silencio, a lo largo de inmensas extensiones desiertas, alrededor de mansos recodos, entre los altos muros de nuestro camino sinuoso, que resonaba en profundos ruidos al pesado golpe de nuestra rueda de popa. Árboles, árboles, millones de árboles, masas inmensas de ellos, elevándose hacia las alturas; y a sus pies, navegando junto a la orilla, contra la corriente, se deslizaba aquel vapor lisiado, como se arrastra un escarabajo perezoso sobre el suelo de un elevado pórtico. Uno tenía por fuerza que sentirse muy pequeño, totalmente perdido, y sin embargo aquel sentimiento no era deprimente. Después de todo, por muy pequeño que fuera, aquel sucio animalillo seguía arrastrándose, y eso era lo que se le pedía. A dónde imaginaban arrastrarse los peregrinos, eso sí que no lo sé. Hacia algún lugar del que esperaban obtener algo, creo. En cuanto a mí, el escarabajo se arrastraba exclusivamente hacia Kurtz. Pero cuando el casco comenzó a hacer agua nos arrastramos muy lentamente. Aquellas grandes extensiones se abrían ante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto poco a poco un pie en el agua para cortarnos la retirada en el momento del regreso. Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. Allí había verdadera calma. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corría por el río, se sostenía débilmente, se prolongaba, como si revoloteara en el aire por encima de nuestras cabezas, hasta la primera luz del día. Si aquello significaba guerra, paz u oración es algo que no podría decir. La aurora se anunciaba por el descenso de una desapacible calma; los leñadores dormían, sus hogueras se extinguían; el chasquido de una rama lo podía llenar a uno de sobresalto. Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Nos podíamos ver a nosotros mismos como los primeros hombres tomando posesión de una herencia maldita, sobreviviendo a costa de una angustia profunda de un trabajo excesivo. Pero, de pronto, cuando luchábamos para cruzar un recodo, podíamos vislumbrar unos muros de juncos técnicos de hierba puntiagudos, un estallido de gritos, un revuelo de músculos negros, una multitud de manos que palmoteaban, de pies que pateaban, de cuerpos en movimiento, de ojos furtivos, bajo la sombra de pesados e inmóviles follajes. El vapor se movía lenta y dificultosamente al borde de un negro e incomprensible frenesí. ¿Nos maldecía, nos imprecaba, nos daba la bienvenida el hombre prehistórico? ¿Quién podría decirlo? Estábamos incapacitados para comprender todo lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas, asombrados y con un pavor secreto, como pueden hacerlo los hombres cuerdos ante un estallido de entusiasmo en una casa de orates. No podíamos entender porque nos hallábamos muy lejos, y no podíamos recordar porque viajábamos en la noche de los primeros tiempos, de esas épocas ya desaparecidas, que dejan con dificultades alguna huella... pero ningún recuerdo.

» La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran... No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían muecas horribles, pero lo que en verdad producía estremecimiento era la idea de su humanidad, igual que la de uno, la idea del remoto parentesco con aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos. Feo, ¿no? Sí, era algo bastante feo. Pero si uno era lo suficientemente hombre debía admitir precisamente en su interior una débil traza de respuesta a la terrible franqueza de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aquello tenía un sentido en el que uno (uno, tan distante de la noche de los primeros tiempos) podía participar. ¿Por qué no? La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera... ¿Quién podía saberlo?... Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan... El que es hombre sabe y puede mirar aquello sin pestañear. Pero tiene que ser por lo menos tan hombre como los que había en la orilla. Debe confrontar esa verdad con su propia y verdadera esencia... con su propia fuerza innata. Los principios no bastan. Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos... harapos que velarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es una creencia deliberada. ¿Hay allí algo que me llama, en esa multitud demoníaca? Muy bien. La oigo, lo admito, pero también tengo una voz y para bien o para mal no puedo silenciarla. Por supuesto, un necio con puro miedo y finos sentimientos está siempre a salvo. ¿Quién protesta? ¿Os preguntáis si también bajé a la orilla para aullar y danzar? Pues no, no lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis? ¡Al diablo con los nobles sentimientos! No tenía tiempo para ellos. Tenía que mezclar albayalde con tiras de mantas de lana para tapar los agujeros por donde entraba el agua. Tenía que estar al tanto del gobierno del barco, evitar troncos, y hacer que marchara aquella caja de hojalata por las buenas o por las malas. Esas cosas poseen la suficiente verdad superficial como para salvar a un hombre sabio. A ratos tenía, además, que vigilar al salvaje que llevaba yo como fogonero. Era un espécimen perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Allí estaba, debajo de mí y, palabra de honor, mirarlo resultaba tan edificante como ver a un perro en una parodia con pantalones y sombrero de plumas, paseando sobre sus patas traseras. Unos meses de entrenamiento habían hecho de él un muchacho realmente eficaz. Observaba el regulador de vapor y el carburador de agua con un evidente esfuerzo por comprender, tenía los dientes afilados también, pobre diablo, y el cabello lanudo afeitado con arreglo a un modelo muy extraño, y tres cicatrices ornamentales en cada mejilla. Hubiera debido palmotear y golpear el suelo con la planta de los pies, y en vez de ello se esforzaba por realizar un trabajo, iniciarse en una extraña brujería, en la que iba adquiriendo nuevos conocimientos. Era útil porque había recibido alguna instrucción; lo que sabía era que si el agua desaparecía de aquella cosa transparente, el mal espíritu encerrado en la caldera mostraría su cólera por la enormidad de su sed y tomaría una venganza terrible. Y así sudaba, calentaba y observaba el cristal con temor (con un talismán improvisado, hecho de trapos, atado a un brazo, y un pedazo de hueso del tamaño de un reloj, colocado entre la encía y el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de selva se deslizaban lentamente ante nosotros, el pequeño ruido quedaba atrás y se sucedían millas interminables de silencio... Y nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz. Pero los troncos eran grandes, el agua traidora y poco profunda, la caldera parecía tener en efecto un demonio hostil en su seno, y de esa manera ni el fogonero ni yo teníamos tiempo para internarnos en nuestros melancólicos pensamientos.

» A unas cincuenta millas de la estación interior encontramos una choza hecha de cañas y, sobre ella, un mástil inclinado y melancólico, con los restos irreconocibles de lo que había sido una bandera ondeando sobre él, y al lado un montón de leña, cuidadosamente apilado. Aquello constituía algo inesperado. Bajamos a la orilla, y sobre la leña encontramos una tablilla con algunas palabras borrosas. Cuando logramos descifrarlas, leímos: “Leña para ustedes. Apresúrense. Deben acercarse con precauciones. “Había una firma, pero era ilegible. No era la de Kurtz. Era una palabra mucho más larga. Apresúrense. ¿Adónde? ¿Remontando el río? ¿Acercarse con precauciones? No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía ser para llegar a aquel lugar, ya que nadie tendría conocimiento de su existencia. Algo anormal encontraríamos más arriba. ¿Pero qué, y en qué cantidad? Ése era el problema. Comentamos despectivamente la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. Los arbustos cercanos no nos dijeron nada, y tampoco nos permitieron ver muy lejos. Una cortina destrozada de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña, y rozaba tristemente nuestras caras. El interior estaba desmantelado, pero era posible deducir que allí había vivido no hacía mucho tiempo un blanco. Quedaba aún una tosca mesa, una tabla sobre dos postes un montón de escombros en un rincón oscuro y, cerca de la puerta, un libro que recogí inmediatamente. Había perdido la cubierta y las páginas estaban muy sucias y blandas, pero el lomo había sido recientemente cosido con cuidado, con hilo de algodón blanco que aún conservaba un aspecto limpio. El título era Una investigación sobre algunos aspectos de náutica, y el autor un tal Towsen o Towson, capitán al servicio de su majestad. El contenido era bastante monótono, con diagramas aclaratorios y múltiples láminas con figuras. El ejemplar tenía una antigüedad de unos sesenta años. Acaricié aquella impresionante antigualla con la mayor ternura posible, temeroso de que fuera a disolverse en mis manos. En su interior, Towson o Towsen investigaba seriamente la resistencia de tensión de los cables y cadenas empleados en los aparejos de los barcos, y otras materias semejantes. No era un libro apasionante, pero a primera vista se podía ver una unidad de intención, una honrada preocupación por realizar seriamente el trabajo, que hacía que aquellas páginas, concebidas tantos años atrás, resplandecieran con una luminosidad no provocada sólo por el interés profesional. El sencillo y viejo marino, con su disquisición sobre cadenas y tuercas, me hizo olvidar la selva y los peregrinos, en una deliciosa sensación de haber encontrado algo inconfundiblemente real. El que un libro semejante se encontrara allí era ya bastante asombroso, pero aún lo eran más las notas marginales, escritas a lápiz, con referencia al texto. ¡No podía creer en mis propios ojos! Estaban escritas en lenguaje cifrado. Sí, aquello parecía una clave. Imaginad a un hombre que llevara consigo un libro de esa especie a aquel lugar perdido del mundo, lo estudiara e hiciera comentarios en lenguaje cifrado. Era un misterio de lo más extravagante.

» Desde hacía un rato era vagamente consciente de cierto ruido molesto, y al alzar los ojos vi que la pila de leña había desaparecido, y que el director, junto con todos los peregrinos, me llamaba a voces desde la orilla del río. Me metí el libro en un bolsillo. Puedo aseguraros que arrancarse de su lectura era como separarse del abrigo de una vieja y sólida amistad.

» Volví a poner en marcha la inválida máquina. “Debe de ser ese miserable comerciante, ese intruso”, exclamó el director, mirando con malevolencia hacia el sitio que habíamos dejado atrás. “Debe ser inglés”, dije yo. “Eso no lo librará de meterse en dificultades si no es prudente”, murmuró sombríamente el director. Y yo comenté con fingida inocencia que en este mundo nadie está libre de dificultades.

» La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de emitir su último suspiro; las aspas de las ruedas batían lánguidamente el agua. Yo esperaba que aquél fuera el último esfuerzo, porque a decir verdad temía a cada momento que aquella desvencijada embarcación no pudiera ya más. Me parecía estar contemplando las últimas llamadas de una vida. Sin embargo, seguíamos avanzando. A veces tomaba como punto de referencia un árbol, situado un poco más arriba, para medir nuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía invariablemente antes de llegar a él. Mantener la vista fija durante tanto tiempo era una labor demasiado pesada para la paciencia humana. El director mostraba una magnífica resignación. Yo me impacientaba, me encolerizaba y discutía conmigo mismo sobre la posibilidad de hablar abiertamente con Kurtz. Pero antes de poder llegar a una conclusión, se me ocurrió que tanto mi silencio como mis declaraciones eran igualmente fútiles. ¿Qué importancia podía tener que él supiera o ignorara la situación? ¿Qué importaba quién fuera el director? A veces tenemos esos destellos de perspicacia. Lo esencial de aquel asunto yacía muy por debajo de la superficie, más allá de mi alcance y de mi poder de meditación.

» Hacia la tarde del segundo día creíamos estar a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería continuar, pero el director me dijo con aire grave que la navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecía prudente, ya que el sol estaba a punto de ocultarse, esperar allí hasta la mañana siguiente. Es más, insistió en la advertencia de que nos acercáramos con prudencia. Sería mejor hacerlo a la luz del día y no en la penumbra del crepúsculo o en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación, y yo había visto ciertos rizos sospechosos en el curso superior del río. No obstante, aquel retraso me produjo una indecible contrariedad, y sin razón, ya que una noche poco podía importar después de tantos meses. Como teníamos leña en abundancia y la palabra precaución no nos abandonaba, detuve el barco en el centro del río. El cauce era allí angosto, recto, con altos bordes, como una trinchera de ferrocarril. La oscuridad comenzó a cubrirnos antes de que el sol se pusiera. La corriente fluía rápida y tersa, pero una silenciosa inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, unidos entre sí por plantas trepadoras, así como todo arbusto vivo en la maleza, parecían haberse convertido en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más insignificante. No era un sueño, era algo sobrenatural, como un estado de trance. Uno miraba aquello con asombro y llegaba a sospechar si se habría vuelto sordo. De pronto se hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó ciegos. A eso de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuerte chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido disparado por un cañón. Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí, rodeándonos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de la mañana comenzó a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos contemplar la multitud de altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada selva, con el pequeño sol resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba en una calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez, suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que hubiera acabado de descender, rechinando sordamente, un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera gritado; tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso. Culminó con el estallido acelerado de un chillido exorbitante, casi intolerable, que al cesar nos dejó helados en una variedad de actitudes estúpidas, tratando obstinadamente de escuchar el silencio excesivo, casi espantoso, que siguió. “¡Dios mío! ¿Qué es esto?”, murmuró junto a mí uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de cabellos arenosos y rojas patillas, que llevaba botas con suelas de goma y un pijama color de rosa recogido en los tobillos. Otros dos se quedaron boquiabiertos por un minuto, luego se precipitaron a la pequeña cabina, para salir al siguiente instante, lanzando miradas tensas y con los rifles preparados en la mano. Nada podíamos ver más allá del vapor: veíamos su punta borrosa como si estuviera a punto de disolverse, y una línea brumosa, de quizás dos pies de anchura, a su alrededor. Nada más. El resto del mundo no existía para nuestros ojos y oídos. Aquello era nuestra tierra de nadie. Todo se había ido, desaparecido, barrido, sin dejar murmullo ni sombras detrás.

» Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, con objeto de poder levar anclas y poner en marcha el vapor si se hacía necesario. “¿Nos atacarán?”, murmuró una voz amedrentada. “Nos asesinarán a todos en medio de esta niebla” murmuró otro. Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban ligeramente, los ojos olvidaban el parpadeo. Era curioso ver el contraste entre los blancos y los negros de nuestra tripulación, tan extranjeros como nosotros en aquella parte del río, aunque sus hogares estuvieran a sólo una distancia de ochocientas millas de aquel lugar. Los blancos, como es natural terriblemente sobresaltados, tenían además el aspecto de sentirse penosamente sorprendidos por aquel oprobioso recibimiento. Los otros tenían una expresión de alerta, de interés natural en los acontecimientos, pero sus rostros aparentaban sobre todo tranquilidad, incluso había uno o dos cuyas dentaduras brillaban mientras tiraban de la cadena. Algunos cambiaron breves, sobrias frases, que parecían resolver el asunto satisfactoriamente. Su jefe, un joven de amplio pecho, vestido severamente con una tela orlada, azul oscuro, con feroces agujeros nasales y el cabello artísticamente arreglado en anillos aceitosos, estaba en pie a mi lado. “¡Ajá!”, dije sólo por espíritu de compañerismo. “¡Cogedlos!”, exclamó, abriendo los ojos inyectados de sangre y con un destello de sus dientes puntiagudos. “Cogedlos y dádnoslos.” “¿A vosotros?”, pregunté. “¿Qué haríais con ellos?” “Nos los comeríamos”, dijo tajantemente y, apoyando un codo en la borda, miró hacia afuera, a la bruma, en una actitud digna y profundamente meditativa. No me cabe duda de que me habría sentido profundamente horrorizado si no se me hubiese ocurrido que tanto él como sus muchachos debían de estar muy hambrientos; el hambre seguramente se había acumulado durante el último mes. Habían sido contratados por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una noción clara del tiempo como la tenemos nosotros después de innumerables siglos; pertenecían aún a los comienzos del tiempo, no tenían ninguna experiencia heredada que les indicara lo que eso era) y, por supuesto, mientras existiera un pedazo de papel escrito de acuerdo con alguna ley absurda, o de cualquier otro precepto (redactados río abajo), no cabía en la cabeza preocuparse sobre su sustento. Era cierto que habían embarcado con carne podrida de hipopótamo, que no podía de cualquier manera durar demasiado tiempo, aun en el caso de que los peregrinos no hubieran arrojado, en medio de una riña desagradable, gran parte de ella por la borda. Parecía un proceder arbitrario, pero en realidad se trataba de una situación de legítima defensa. No se puede respirar carne de hipopótamo podrida al despertar, al dormir y al comer, y a la vez conservar el precario asidero a la existencia. Además, se les daba tres pedazos de alambre de cobre a la semana, cada uno de nueve pulgadas de longitud. En teoría aquella moneda les permitiría comprar sus provisiones en las aldeas a lo largo del río. ¡Pero hay que ver cómo funcionaba aquello! O no había aldeas, o la población era hostil, o el director que, como el resto de nosotros, se alimentaba a base de latas de conserva que ocasionalmente nos ofrecían carne de viejo macho cabrío, se negaba a que el vapor se detuviera por alguna razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que se alimentaran con el alambre mismo o que lo convirtieran en anzuelos para pescar, no veo de qué podía servirles aquel extravagante salario. Debo decir que se les pagaba con una regularidad digna de una gran y honorable empresa comercial. Por lo demás, lo único comestible (aunque no tuviera aspecto de serlo) que vi en su posesión eran unos trozos de una materia como pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que llevaban envuelta en hojas y de la cual de vez en cuando arrancaban un pedazo, paro tan pequeño que parecía más bien arrancado para ser mirado que con un propósito serio de sustento. ¿Por qué en nombre de todos los roedores diablos del hambre no nos atacaron (eran treinta para cinco) y se dieron con nosotros un buen banquete? Es algo que todavía hoy me asombra. Eran hombres grandes, vigorosos, sin gran capacidad para meditar en las consecuencias, valientes, fuertes aún entonces, aunque su piel había perdido ya el brillo y sus músculos se habían ablandado. Comprendí que alguna inhibición, uno de esos secretos humanos que desmienten la probabilidad de algo, estaba en acción. Los miré con un repentino aumento de interés, y no porque pensara que podía ser devorado por ellos dentro de poco, aunque debo reconocer que fue entonces cuando precisamente vi, bajo una nueva luz, por decirlo así, el aspecto enfermizo de los peregrinos, y tuve la esperanza, sí, positivamente tuve la esperanza de que mi aspecto no fuera ¿cómo diría?, tan poco apetitoso. Fue un toque de vanidad fantástica, muy de acuerdo con la sensación de sueño que llenaba todos mis días en aquel entonces. Quizá me sintiera también un poco afiebrado. Uno no puede vivir llevándose los dedos eternamente al pulso. Tenía siempre “un poco de fiebre”, o un poco de algo; los arañazos juguetones de la selva, las bromas preliminares a un ataque serio, que se presentó a su debido tiempo. Sí, lo miré como lo podríais hacer vosotros ante cualquier ser humano, con una curiosidad ante sus impulsos, motivaciones, capacidad, debilidades, cuando son puestos a prueba por una inexorable necesidad física. ¿Represión? Pero, ¿de qué tipo? ¿Era superstición, disgusto, paciencia, miedo, o una especie de honor primitivo? Ningún miedo logra resistir al hambre, ni hay paciencia que pueda soportarla. La repugnancia sencillamente desaparece cuando llega el hambre, y en cuanto a la superstición, creencias, y lo que vosotros podríais llamar principios, pesan menos que una hoja en medio de la brisa. ¿Sabéis lo diabólica que puede ser una inanición prolongada, su tormento exasperante, los negros pensamientos que produce, su sombría y envolvente ferocidad? Bueno, yo sí. Le hace perder al hombre toda su fortaleza innata para luchar dignamente contra el hambre. Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada. Es triste, pero cierto. Y aquellos sujetos, además, no tenían ninguna razón en la tierra para abrigar algún escrúpulo. ¡Represión! Del mismo modo podría yo esperar represión de una hiena que deambulara entre los cadáveres de un campo de batalla. Pero allí, frente a mí, estaban los hechos, el hecho asombroso que podía ver, como un pliegue de un enigma inexplicable, un misterio mayor, si pienso bien en ello, que aquella curiosa e inexplicable nota de desesperación y dolor en el clamor salvaje que nos había llegado de las márgenes del río, más allá de la ciega blancura de la bruma.

» Dos peregrinos discutían en murmullos apresurados sobre cuál de las orillas estaba ocupada. “A la izquierda.” “No, no. ¿Cómo se te ocurre? Están a la derecha, por supuesto.” “Esto es muy serio”, oí que decía el director detrás de mí. “Lamentaría que le hubiera ocurrido algo al señor Kurtz antes de que lleguemos.” Me volví a mirarlo y no me cupo la menor duda de que hablaba con sinceridad. Era precisamente de esa especie de hombres que saben guardar las apariencias. Aquél era su freno. Pero cuando dijo algo sobre la posibilidad de seguir en el acto, ni siquiera me tomé la molestia de responder. Tanto yo como él sabíamos que eso era imposible. En cuanto perdiéramos nuestro único punto de apoyo, el fondo, quedaríamos completamente en el aire, en el espacio. No podíamos decir adónde iríamos, si hacia arriba o hacia abajo, o hacia los lados, hasta que llegáramos a alguna de las márgenes, y entonces ni siquiera podríamos decir en cuál estábamos. Por supuesto no hice ningún movimiento. No podéis imaginar un sitio más abominable para un naufragio. O nos ahogaríamos enseguida, o pereceríamos después de una u otra manera. “Le autorizo a correr todos los riesgos”, dijo, después de un breve silencio. “Me niego a correr ninguno”, dije tajantemente. Y era la respuesta que él esperaba, aunque el tono quizá lo sorprendiera. “Bueno, debo ceder a su juicio. Usted es el capitán”, dijo, con pronunciada cortesía. Hice un movimiento con el hombro en señal de reconocimiento y miré hacia la niebla. ¿Cuánto podía durar? Era un espectáculo desesperante. La aproximación a aquel Kurtz que extraía el marfil de aquella maldita selva estaba rodeada de tantos peligros como la visita a una princesa encantada, dormida en un castillo fabuloso. “¿Cree usted que nos atacarán?”, preguntó el director en tono confidencial.

» Yo no pensaba que fueran a atacarnos, por varias razones obvias. La espesa niebla era una de ellas. Si se alejaban de la orilla en sus piraguas, se encontrarían perdidos en el río, igual que nosotros si intentábamos movernos. No obstante, yo había considerado que la selva de ambas orillas era absolutamente impenetrable y a pesar de ello había allí ojos que nos habían visto. La selva en ambas márgenes del río era con toda certidumbre muy espesa, pero la maleza podía por lo visto ser penetrada. Sin embargo, yo no había visto canoas en ninguna parte, y mucho menos cerca del barco. Pero lo que hacía que me resultara inconcebible la idea de un ataque era la naturaleza del sonido. Los gritos que habíamos escuchado no tenían el carácter feroz que precede a una intención hostil inmediata. A pesar de lo inesperados, salvajes y violentos que fueron, me habían dejado una impresión de irresistible tristeza. La contemplación del vapor había llenado a aquellos salvajes, a saber por qué razón, de un dolor desenfrenado. El peligro, si existía, expliqué, residía en la proximidad de una gran pasión humana desencadenada. Hasta el dolor más agudo puede al fin desahogarse en violencia, aunque por lo general tome la forma de apatía...

» ¡Debería haber visto la mirada fija de aquellos peregrinos! No se atrevían a sonreír, o a rebatirme, pero estoy seguro de que creían que me había vuelto loco, por el miedo, tal vez. Les dirigí casi una conferencia. Queridos amigos, de nada valía asustarse. ¿Mantenerse en guardia? Bueno, ya podían imaginar que yo observaba la niebla esperando señales de que se abriera, como un gato puede observar a un ratón, pero nuestros ojos no nos servían de nada, era igual que si estuviéramos enterrados a varias millas de profundidad en un montón de algodón en rama. Así me sentía yo, fastidiado, acalorado, sofocado. Además, todo lo que decía, por extraño que sonara, era absolutamente cierto. Lo que nosotros considerábamos como un ataque era realmente un intento de rechazo. La acción distaba mucho de ser agresiva, ni siquiera era defensiva en el sentido clásico. Se había iniciado bajo la presión de la desesperación, y en esencia era puramente protectora.

» Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas después de que se levantara la niebla, y su principio, aproximadamente, fue una milla y media antes de llegar a la estación de Kurtz. Precisamente acabábamos de ser sacudidos en un recodo, cuando vi una isla, una colina herbosa de un verde deslumbrante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó vi que era la cabeza de un amplio banco de arena, o más bien de una cadena de pequeñas porciones de tierra que se extendían a flor de agua. Estaban descoloridas, junto a la superficie, y todo el grupo parecía estar bajo el agua, exactamente de la manera en que puede verse la columna vertebral de un hombre bajo la piel de la espalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquierda. Por supuesto yo no conocía ningún paso. Ambas márgenes tenían el mismo aspecto, la profundidad parecía ser la misma. Pero como me habían informado de que la estación estaba situada en la parte occidental, tomé naturalmente el paso más próximo a esa orilla.

» No bien acabábamos de entrar, cuando advertí que era mucho más estrecho de lo que había previsto. A nuestra izquierda se extendía, sin interrupción, el largo banco de arena, y a la derecha una orilla elevada y abrupta, densamente cubierta de maleza. Los árboles se agrupaban en filas apretadas. Las ramas colgaban sobre la corriente, y, de cuando en cuando, el gran tronco de un árbol se proyectaba rígidamente en ella. Era ya por la tarde, el aspecto del bosque era lúgubre y una amplia franja de sombra caía sobre el agua. En esa sombra bogábamos muy lentamente, como ya podéis imaginar. Dirigí el vapor cerca de la orilla, donde el agua era más profunda, según me informaba el palo de sonda.

» Uno de mis hambrientos y pacientes amigos sondeaba desde la proa, exactamente debajo de mí. Aquel barco de vapor era exactamente como un lanchón con una cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca, con puertas y ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior, y la maquinaria en la popa. Sobre todo aquello se tendía una techumbre ligera sostenida por vigas. La chimenea emergía de aquel techo, y enfrente de la chimenea una pequeña cabina de tablas delgadas albergaba al piloto. Había en su interior un lecho, dos sillas de campaña, una escopeta cargada, colgada de un rincón, una pequeña mesa y la rueda del timón. Tenía una amplia puerta al frente con postigos a ambos lados. Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abiertas, como es natural. Yo pasaba los días en el punto extremo de aquella cubierta, junto a la puerta. De noche dormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un negro atlético procedente de alguna tribu de la costa, y educado por mi desdichado predecesor, era el timonel. Llevaba un par de pendientes de bronce, una tela azul lo envolvía de la cintura a los tobillos, y tenía una alta opinión de sí mismo. Era el imbécil menos sosegado que haya visto jamás. Guiaba con cierto sentido común el barco si uno permanecía cerca de él, pero tan pronto como se sentía no observado era inmediatamente presa de una abyecta pereza y era capaz de dejar que aquel vapor destartalado tomara la dirección que quisiera.

» Estaba yo mirando hacia el palo de sonda, muy disgustado al comprobar que sobresalía cada vez un poco más, cuando vi que el hombre abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta, sin preocuparse siquiera de subir a bordo el palo, seguía sujetándolo con la mano, y el palo flotaba en el agua. Al mismo tiempo el fogonero, al que también podía ver debajo de mí, se sentó bruscamente ante la caldera y hundió la cabeza entre las manos. Yo estaba asombrado. Después miré rápidamente hacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unas varas, unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumbaban ante mis narices, caían cerca de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero a la vez el río, la playa, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta. Sólo podía oír el estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa, y el zumbido de aquellos objetos. ¡Por Júpiter, eran flechas! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente en la cabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río. El estúpido timonel, con las manos en las cabillas del timón, levantaba las rodillas, golpeaba el suelo con los pies, y se mordía los labios como un caballo sujeto por el freno. ¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menos de diez pies de la playa. Al asomarme para cerrar las ventanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro entre las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y ferozmente. Y entonces, súbitamente, como si se hubiera removido un velo ante mis ojos, descubrí en la maleza, en el seno de las oscuras tinieblas, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes. La maleza hervía de miembros humanos en movimiento, lustrosos, bronceados. Las ramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí salían las flechas. Cerré el postigo. “Guía en línea recta”, le dije al timonel. Su cabeza miraba con rigidez hacia adelante, los ojos giraban, y continuaba levantando y bajando los pies lentamente. Tenía espuma en la boca. “¡Mantén la calma!”, le ordené furioso. Pero era igual que si le hubiera ordenado a un árbol que no se inclinara bajo la acción del viento. Me lancé hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de pies sobre la cubierta metálica y exclamaciones confusas. Una voz gritó: “¿No puede dar la vuelta?” Percibí un obstáculo en forma de V delante del barco, en el agua. ¿Qué era aquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería estalló a mis pies. Los peregrinos habían disparado sus winchesters, rociando de plomo la maleza. Se elevó una humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Lancé un juramento. Ya no podía ver el obstáculo. Yo permanecía de pie, en la puerta, observando las nubes de flechas que caían sobre nosotros. Podían estar envenenadas, pero por su aspecto no podía uno pensar que llegaran a matar a un gato. La maleza comenzó a aullar, y nuestros caníbales emitieron un grito de guerra. El disparo de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojeada por encima de mi hombro; la cabina del piloto estaba aún llena de humo y estrépito cuando di un salto y agarré el timón. Aquel imbécil negro lo había soltado para abrir la ventana y disparar un Martini-Henry. Estaba de pie ante la ventana abierta y resplandeciente. Le ordené a gritos que volviera, mientras corregía en ese mismo instante la desviación del barco. No había modo de dar la vuelta. El obstáculo estaba muy cerca, frente a nosotros, bajo aquella maldita humareda. No había tiempo que perder, así que viré directamente hacia la orilla donde sabía que el agua era profunda.

» Avanzábamos lentamente a lo largo de espesas selvas en un torbellino de ramas rotas y hojas caídas. Los disparos de abajo cesaron, como yo había previsto que sucedería tan pronto como quedaran vacíos los cargadores. Eché atrás la cabeza ante un súbito zumbido que atravesó la cabina, entrando por una abertura de los postigos y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitaba su rifle descargado y gritaba hacia la orilla. Vi vagas formas humanas que corrían, saltaban, se deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerse luego. Una cosa grande apareció en el aire delante del postigo, el rifle cayó por la borda y el hombre retrocedió rápidamente, me miró por encima del hombro, de una manera extraña, profunda y familiar, y cayó a mis pies. Golpeó dos veces un costado del timón con la cabeza, y algo que parecía un palo largo repiqueteó a su lado y arrastró una silla de campaña. Parecía que, después de arrancar aquello a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El humo había desaparecido, estábamos libres del obstáculo, y al mirar hacia adelante pude ver que después de unas cien yardas o algo así podría alejar el barco de la orilla. Pero mis pies sintieron algo caliente y húmedo y tuve que mirar qué era. El hombre había caído de espaldas y me miraba fijamente, sujetando con ambas manos el palo. Era el mango de una lanza que, tras pasar por la abertura del postigo, le había atravesado por debajo de las costillas. La punta no se llegaba a ver; le había producido una herida terrible. Tenía los zapatos llenos de sangre, y un gran charco se iba extendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y brillante, bajo el timón. Sus ojos me miraban con un resplandor extraño. Estalló una nueva descarga. El negro me miró ansiosamente, sujetando la lanza como algo precioso, como si temiera que intentara quitársela. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mis ojos de su presencia y atender al timón. Busqué con una mano el cordón de la sierra, y tiré de él a toda prisa produciendo silbido tras silbido. El tumulto de los gritos hostiles y guerreros se calmó inmediatamente, y entonces, de las profundidades de la selva, surgió un lamento trémulo y prolongado. Expresaba dolor, miedo y una absoluta desesperación, como podría uno imaginar que iba a seguir a la pérdida de la última esperanza en la tierra. Hubo una gran conmoción entre la maleza; cesó la lluvia de flechas; hubo algunos disparos sueltos. Luego se hizo el silencio, en el cual el lánguido jadeo de la rueda de popa llegaba con claridad a mis oídos. Acababa de dirigir el timón a estribor, cuando el peregrino del pijama color de rosa, acalorado y agitado, apareció en el umbral. “El director me envía...”, comenzó a decir en tono oficial y se detuvo. “¡Dios mío!”, dijo, fijando la vista en el herido.

» Los dos blancos permanecíamos frente a él, y su mirada lustrosa e inquisitiva nos envolvía. Os aseguro que era como si quisiera hacernos una pregunta en un lenguaje incomprensible, pero murió sin emitir un sonido, sin mover un miembro, sin crispar un músculo. Sólo al final, en el último momento, como en respuesta a una señal que nosotros no podíamos ver, o a un murmullo que nos era inaudible, frunció pesadamente el rostro, y aquel gesto dio a su negra máscara mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, envolvente y amenazadora. El brillo de su mirada interrogante se marchitó rápidamente en una vaguedad vidriosa. “¿Puede usted gobernar el timón?”, pregunté ansiosamente al peregrino. El pareció dudar, pero lo sujeté por un brazo, y él comprendió al instante que yo le daba una orden, le gustara o no. Para decir la verdad sentía la ansiedad casi morbosa de cambiarme los zapatos y los calcetines. “Está muerto”, exclamó aquel sujeto, enormemente impresionado. “Indudablemente”, dije yo, tirando como un loco de los cordones de mis zapatos, “y por lo que puedo ver imagino que también el señor Kurtz estará ya muerto en estos momentos.”

» Aquél era mi pensamiento dominante. Era un sentimiento en extremo desconsolador, como si mi inteligencia comprendiera que me había esforzado por obtener algo que carecía de fundamento. No podía sentirme más disgustado que si hubiera hecho todo ese viaje con el único propósito de hablar con Kurtz. Hablar con... Tiré un zapato por la borda, y percibí que aquello precisamente era lo que había estado deseando... hablar con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca me lo había imaginado en acción, sabéis, sino hablando. No me decía: ahora ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle la mano, sino: ahora ya no podré oírlo. El hombre aparecía ante mí como una voz. Aquello no quería decir que lo disociara por completo de la acción. ¿No había yo oído decir en todos los tonos de los celos y la admiración que había reunido, cambiado, estafado y robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Aquello no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una criatura de grandes dotes, y que entre ellas, la que destacaba, la que daba la sensación de una presencia real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus dotes oratorias, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante corriente de luz, o aquel falso fluir que surgía del corazón de unas tinieblas impenetrables.

» Lancé el otro zapato al fondo de aquel maldito río. Pensé: “¡Por Júpiter, todo ha terminado! Hemos llegado demasiado tarde. Ha desaparecido... Ese don ha desaparecido, por obra de alguna lanza, flecha o mazo. Después de todo, nunca oiré hablar a ese individuo.” Y mi tristeza tenía una extravagante nota de emoción igual a la que había percibido en el doliente aullido de aquellos salvajes de la selva. De cualquier manera, no hubiera podido sentirme más desolado si me hubieran despojado violentamente de una creencia o hubiera errado mi destino en la vida... ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Os parece absurdo? Bueno, muy bien, es absurdo. ¡Cielo santo! ¿No debe un hombre siempre...? En fin, dadme un poco de tabaco.

» Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló una cerilla, y apareció la delgada cara de Marlow, fatigada, hundida, surcada de arrugas de arriba abajo, con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada. Y mientras daba vigorosas chupadas a su pipa, el rostro parecía avanzar y retirarse en la oscuridad, con las oscilaciones regulares de aquella débil llama. La cerilla se apagó.

—¡Absurdo! —exclamó—. Eso es lo peor cuando trata uno de expresar algo... Aquí estáis todos muy tranquilos, en un viejo barco bien anclado. Tenéis un carnicero en la esquina, un policía en la otra. Disfrutáis, además, de excelente apetito, y de una temperatura normal. ¿Me oís? Normal, desde principios hasta finales de año. Y entonces vais y decís: ¡Absurdo! ¡Claro que es absurdo! Pero, queridos amigos, ¿qué podéis esperar de un hombre que por puro nerviosismo había arrojado por la borda un par de zapatos nuevos? Ahora que pienso en ello, me sorprende no haber derramado lágrimas. Por lo general estoy orgulloso de mi fortaleza. Pero me sentí como herido por un rayo ante la idea de haber perdido el inestimable privilegio de escuchar al excepcional Kurtz. Por supuesto, estaba equivocado. Aquel privilegio me estaba reservado. Oh, sí, y oí más de lo suficiente. Puedo decir que yo tenía razón. Él era una voz. Era poco más que una voz. Y lo oí, a él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos ellos eran poco más que voces. El mismo recuerdo que guardo de aquella época me rodea, impalpable, como una vibración agonizante de un vocerío inmenso, enloquecido, atroz, sórdido, salvaje, o sencillamente despreciable, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces... incluso la de la muchacha... Pero...

Permaneció en silencio durante largo rato.

—Finalmente logré formar el fantasma de sus méritos gracias a una mentira — comenzó a decir de pronto—. ¡La muchacha! ¿Cómo? ¿He mencionado ya a la muchacha? ¡Oh, ella está completamente fuera de todo aquello! Ellas, las mujeres quiero decir, están fuera de aquello, deberían permanecer al margen. Las deberíamos ayudar a permanecer en este hermoso mundo que les es propio y asumir nosotros la peor parte. Sí, ella está al margen de aquello. Debíais haber oído a aquel cadáver desenterrado que era Kurtz decir “mi prometida”. Entonces hubierais percibido por completo qué lejos se hallaba ella de todo. ¡Y aquel pronunciado hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que a veces el cabello continúa creciendo, pero aquel... aquel espécimen, era impresionantemente calvo. La calva le había acariciado la cabeza; y se la había convertido en una bola, una bola de marfil. La había acariciado y la había blanqueado. Había acogido a Kurtz, lo había amado, abrazado, se le había infiltrado en las venas, había consumido su carne, había sellado su alma con la suya por medio de ceremonias inconcebibles de alguna iniciación diabólica. Lo había convertido en su favorito, mimado y adulado. ¿Marfil? Ya lo creo. Montañas de marfil. La vieja cabaña de barro reventaba de él. Vosotros habríais supuesto que no había dejado un solo colmillo encima o debajo de la tierra en toda la región. “La mayor parte es fósil”, observó desdeñosamente el director. Era tan fósil como lo puedo ser yo, pero él llamaba fósil a todo lo que había estado enterrado. Según parece los negros enterraban a veces los colmillos, y por lo visto no habían enterrado aquella cantidad a la profundidad necesaria para contrariar el hado del dotado señor Kurtz. Llenamos el vapor y tuvimos que apilar una buena cantidad en cubierta. Así él pudo verlo y disfrutarlo mientras aún pudo ver, porque el aprecio de aquel material permaneció vivo en él hasta el final. Debían oírlo, cuando decía “mi marfil”. Oh, sí, yo pude oírlo: “Mi marfil, mi prometida, mi estación, mi río, mi...” Todo le pertenecía. Aquello me hizo retener el aliento en espera de que la barbarie estallara en una prodigiosa carcajada que llegara a sacudir hasta las estrellas. Todo le pertenecía... pero aquello no significaba nada. Lo importante era saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos. Era imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar de imaginarlo. Había ocupado un alto sitial entre los demonios de la tierra... lo digo literalmente. Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas. Estoy seguro, ningún tonto ha hecho un pacto con el diablo sobre su alma; puede que el tonto sea demasiado tonto, o el diablo demasiado diablo, no lo sé. O puede ser uno una criatura tempestuosamente exaltada y quedar sordo y ciego para todo lo demás, menos para las visiones y sonidos celestiales. Entonces la tierra se convierte en una estación de tránsito... Si es para bien o para mal, no pretendo saberlo. Pero la mayor parte de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra para nosotros es un lugar donde vivir, donde debemos llenarnos de visiones, sonidos, olores; donde debemos respirar un aire viciado por la carne podrida de un hipopótamo, por así decirlo, y no contaminarnos. Y entonces, ¿lo veis?, entra en juego la fuerza personal, la confianza en la propia capacidad para cavar un agujero oculto donde esconder la materia esencial, el poder de devoción, no hacia uno mismo sino hacia el trabajo oscuro y aplastante. Y eso es bastante difícil. Creedme, no trato de disculpar, ni siquiera explicar, trato sólo de ver al señor Kurtz... a la sombra del señor Kurtz. Aquel espíritu iniciado en el fondo de la nada me honró con sus asombrosas confidencias antes de desvanecerse definitivamente. Gracias al hecho de hablar inglés conmigo. El Kurtz original se había educado en gran parte en Inglaterra y —como él mismo solía decir— sus simpatías estaban depositadas en el sitio correcto. Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa participó en la educación de Kurtz. Poco a poco me fui enterando de que, muy acertadamente, la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como guía. Y lo había escrito. Yo lo he visto, lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado idealista, a mi juicio. Diecisiete páginas de escritura apretada había llenado en sus momentos libres. Eso debió haber sido antes de que sus, digamos nervios, se vieran afectados, y lo llevaran a presidir ciertas danzas a media noche que terminaban con ritos inexpresables, los cuales, según pude deducir por lo que oí en varias ocasiones, eran ofrecidos en su honor. ¿Me entendéis? Como tributo al señor Kurtz. Pero aquel informe era una magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sin embargo, a la luz de una información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evolución a que hemos llegado “debemos por fuerza parecerles a ellos (los salvajes) seres sobrenaturales: nos acercamos a ellos revestidos con los poderes de una deidad”, y otras cosas por el estilo... “Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien prácticamente ilimitado”, etcétera. Ese era el tono; me llegó a cautivar. Su argumentación era magnífica, aunque difícil de recordar. Me dio la noción de una inmensidad exótica gobernada por una benevolencia augusta. Me hizo estremecer de entusiasmo. Las palabras se desencadenaban allí con el poder de la elocuencia... Eran palabras nobles y ardientes. No había ninguna alusión práctica que interrumpiera la mágica corriente de las frases, salvo que una especie de nota, al pie de la última página, escrita evidentemente mucho más tarde con mano temblorosa, pudiera ser considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno: “¡Exterminad a estos bárbaros!” Lo curioso era que, al parecer, había olvidado todo lo relacionado con aquel importante post-scriptum, porque más tarde, cuando en cierto modo logró volver en sí, me suplicó en repetidas ocasiones que velara celosamente por “mi planfeto” (así lo llamaba), ya que estaba seguro de que en el futuro podía influir beneficiosamente en su carrera. Tenía yo entonces una amplia información sobre esas cosas, y, además, como luego resultó, me tocaría a mí conservar su memoria.

Ya he hecho lo bastante como para concederme el indiscutible derecho de depositarla, si quiero, para su eterno reposo, en el cajón de basura del progreso, entre todos los gatos muertos de la civilización. Pero entonces, veis, yo no podía elegir. No será olvidado. Fuera lo que fuese, no era un ser común. Poseía el poder de encantar o asustar a las almas rudimentarias con ritos de brujería que organizaba en su honor. Podía llenar también las estrechas almas de los peregrinos con amargos recelos: tenía además un amigo devoto, había conquistado un alma en el mundo que no era rudimentaria ni estaba viciada por la rapacidad. No, no logro olvidarlo, aunque no estoy dispuesto a afirmar que fuera digno de la vida que perdimos al ir en su busca. Yo echaba atrozmente de menos a mí difunto timonel; lo echaba de menos, ya en los momentos en que su cuerpo estaba tendido en la cabina de pilotaje. Tal vez juzguéis bastante extraño ese pesar por un salvaje que no contaba más que un grano de arena en un Sahara negro. Bueno, había hecho algo, había guiado el barco. Durante meses yo lo había tenido a mis espaldas, como una ayuda, un instrumento. Era una especie de socio. Conducía el barco y yo tenía que preocuparme de sus deficiencias, y de esa manera un vínculo sutil se había creado, del cual fui consciente sólo cuando se rompió. Y la íntima profundidad de la mirada que me dirigió cuando recibió aquel golpe aún vive en mi memoria, como una súplica de un parentesco lejano, afirmado en el momento supremo.

» ¡Pobre tonto! ¡Si hubiera dejado en paz aquella ventana! Pero no podía estarse quieto, igual que Kurtz, igual que un árbol sacudido por el viento. Tan pronto como me puse un par de zapatillas secas, lo arrastré afuera, después de arrancar de su costado la lanza, operación que debo confesar ejecuté con los ojos cerrados. Sus talones rebotaron en el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimieron mi pecho. Lo abracé por detrás desesperadamente. ¡Oh, era pesado, pesado!, ¡más de lo que hubiera podido imaginar que pesara cualquier hombre! Luego, sin más, lo tiré por la borda. La corriente lo arrastró como si fuera una brizna de hierba; vi el cuerpo volverse dos veces antes de perderlo de vista para siempre. Los peregrinos y el director se habían reunido en cubierta junto a la cabina de pilotaje, graznando como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado por mi despiadado proceder. Para qué deseaban conservar a bordo aquel cuerpo es algo que no logro adivinar. Tal vez para embalsamarlo. Pero también oí otro murmullo, y muy siniestro, en la cubierta inferior. Mis amigos, los leñadores, estaban igualmente escandalizados y con mayor razón, aunque admito que esa razón era del todo inadmisible. ¡Oh, sí! Yo había decidido que si el cuerpo de mi timonel debía ser devorado, sólo serían los peces quienes se beneficiaran de él. En vida había sido un timonel bastante incompetente, pero ahora que estaba muerto podía constituir una tentación de primera clase, y posiblemente la causa de algunos transtornos serios. Además, estaba ansioso por tomar el timón, porque el hombre del pijama color de rosa daba muestras de ser desesperadamente ineficaz para aquel trabajo.

» Eso hice precisamente, después de haber realizado aquel sencillo funeral. Íbamos a media velocidad, manteniéndonos en medio de la corriente. Yo escuchaba las conversaciones que tenían lugar a mis espaldas. Habían renunciado a Kurtz, renunciado a la estación. Kurtz habría muerto; la estación habría sido quemada, etcétera. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí ante el pensamiento de que por lo menos aquel Kurtz había sido debidamente vengado. “¿No es cierto? Debemos haber hecho una magnífica matanza entre los matorrales. ¿Eh? ¿Qué piensan? ¿Digan?” Bailaba de júbilo. ¡El pequeño y sanguinario mendigo color jengibre! ¡Y casi se había desvanecido al ver el cadáver del piloto! No pude contenerme y le dije: “Al menos produjo usted una gloriosa cantidad de humo.” Yo había podido ver, por la forma en que las copas de los arbustos crujían y volaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No es posible dar en el blanco a menos que apunten y tiren desde el hombro, pero aquellos tipos tiraban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, sostuve, y en eso tenía toda la razón, había sido provocada por el pitido de la sirena. En ese momento se habían olvidado de Kurtz y aullaban a mi lado con protestas de indignación.

El director estaba junto al timón, murmurándome confidencialmente la necesidad de escapar río abajo antes de que oscureciera, cuando vi a distancia un claro en el bosque y los contornos de una especie de edificio. “¿Qué es esto?”, pregunté. Dio una palmada sorprendido. “¡La estación!”, gritó. Me acerqué a la orilla inmediatamente, aunque conservando la navegación a media velocidad.

» A través de mis gemelos vi el declive de una colina con unos cuantos árboles y el terreno enteramente libre de maleza. En la cima se veía un amplio y deteriorado edificio, semioculto por la alta hierba. Los grandes agujeros del techo puntiagudo se observaban desde lejos como manchas negras. La selva y la maleza formaban el fondo. No había empalizada ni tapia de ninguna especie, pero era posible que hubiera habido antes una, ya que cerca de la casa pude ver media docena de postes delgados alineados, toscamente adornados, con la parte superior decorada con unas bolas redondas y talladas. Los barrotes, o cualquier cosa que hubiera habido entre ellos, habían desaparecido. Por supuesto el bosque lo rodeaba todo. La orilla del río estaba despejada, y junto al agua vi a un blanco bajo un sombrero parecido a una rueda de carro. Nos hacía señas insistentes con el brazo. Al examinar los lindes del bosque de arriba abajo, tuve casi la seguridad de ver movimientos, formas humanas deslizándose aquí y allá. Me fui acercando con prudencia, luego detuve las máquinas y dejé que el barco avanzara hacia la orilla. El hombre de la playa comenzó a gritar, llamándonos a tierra. “Hemos sido atacados”, gritó el director. “Lo sé, lo sé. No hay problema”, gritó el otro en respuesta, tan alegre como se lo puedan imaginar. “Vengan, no hay problema. Me siento feliz.”

» Su aspecto me recordaba algo, algo que había visto antes. Mientras maniobraba para atracar, me preguntaba: “¿A quién se parece este tipo?” De pronto encontré el parecido. Era como un arlequín. Sus ropas habían sido hechas de un material que probablemente había sido holanda cruda, pero estaban cubiertas de remiendos por todas partes, parches brillantes, azules, rojos y amarillos, remiendos en la espalda, remiendos en el pecho, en los codos, en las rodillas; una faja de colores alrededor de la chaqueta, bordes escarlatas en la parte inferior de los pantalones. La luz del sol lo hacia parecer un espectáculo extraordinariamente alegre y maravillosamente limpio, porque permitía ver con cuánto esmero habían sido hechos aquellos remiendos. Una cara imberbe, adolescente, muy agradable, sin ningún rasgo característico, una nariz despellejada, pequeños ojos azules, sonrisas y fruncimientos de la frente, se mezclaban en su rostro como el sol y la sombra en una llanura asolada por el viento.

» Cuidado, capitán”, exclamó. “Anoche tiraron allí un tronco.” “¿Qué? ¡Otro obstáculo!” Confieso que lancé maldiciones en una forma vergonzosa. Estuve a punto de agujerear mi cascarón al concluir aquel viaje encantador. El arlequín de la orilla dirigió hacia mí su pequeña nariz respingada. “¿Es usted inglés?”, me preguntó con una sonrisa. “¿Y usted?”, le grité desde el timón. Las sonrisas desaparecieron, movió la cabeza como apesadumbrado por mi posible desilusión. Luego volvió a iluminársele el rostro. “¡No importa!”, me gritó animadamente. “¿Llegamos a tiempo?”, le pregunté. “Él está allá arriba”, respondió, y señaló con la cabeza la colina. De pronto su aspecto se volvió lúgubre. Su cara parecía un cielo de otoño, ensombrecido un momento, para despejarse al siguiente.

» Cuando el director, escoltado por los peregrinos, armados todos hasta los dientes, se dirigieron a la casa, aquel individuo subió a bordo. “Puedo decirle que no me gusta nada esto”, le dije. “Los nativos están escondidos entre los matorrales.” Me aseguró confiadamente que no había ningún problema. “Son gente sencilla”, añadió. “Bueno, estoy contento de que hayan llegado. Me he pasado todo el tiempo tratando de mantenerlos tranquilos.” “Pero usted me ha dicho que no había problema”, exclamé. “¡Oh, no querían hacer daño!”, dijo. Y como yo me le quedé mirando con estupor, se corrigió al instante: “Bueno, no exactamente.” Después añadió con vivacidad: “¡Dios mío, esta cabina necesita una buena limpieza!” Y me recomendó tener bastante vapor en la caldera para hacer sonar la sirena en caso de que se produjera alguna dificultad. “Un buen silbido podrá hacer más por usted que todos los rifles. Son gente sencilla”, volvió a repetir. Charlaba tan abundantemente que me abrumó. Parecía querer compensar una larga jornada de silencio, y en realidad admitió, sonriendo, que tal era su caso. “¿No habla usted con el señor Kurtz?” “Con ese hombre no se habla, se le escucha”, exclamó con severa exaltación. “Pero ahora...” Agitó un brazo y en un abrir y cerrar de ojos se sumió en el silencio más absoluto. Luego pareció volver a resurgir, se posesionó de mis dos manos, y las sacudió repetidamente, mientras exclamaba: “Hermano marino... honor, satisfacción... deleite... me presento... ruso... hijo de un arcipreste... gobierno de Tambov... ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco inglés, el excelente tabaco inglés! Bueno, esto es fraternidad. ¿Fuma usted? ¿Dónde hay un marino que no fume?”

» La pipa lo tranquilizó, y gradualmente fui sabiendo que se había escapado de la escuela, se había embarcado en un barco ruso, escapó nuevamente, sirvió por algún tiempo en barcos ingleses, se reconcilió con el arcipreste. Insistió en ese punto. Pero cuando se es joven debían verse cosas, adquirir experiencia, ideas, ensanchar la inteligencia. “¿Aquí?”, lo interrumpí. “Nunca puede uno decir dónde. Aquí encontré al señor Kurtz”, dijo jovialmente solemne y con expresión de reproche. Después permanecí en silencio. Al parecer había persuadido a una casa de comercio holandesa de la costa para que lo equipara con provisiones y mercancías, y había partido hacia el interior con el corazón ligero y sin mayor idea de lo que podría ocurrirle de la que pudiera tener un bebé. Había vagado solo por el río por espacio de dos años, separado de hombres y de cosas. “No soy tan joven como parezco. Tengo veinticinco años”, dijo. “Al comienzo el viejo Van Shuyten me quería mandar al diablo”, relató con profundo regocijo, “pero yo no me apartaba de él. Hablaba, hablaba, hasta que al fin tuvo miedo de que llegara a hablar de la pata trasera de su perro favorito, así que me dio algunos productos baratos y unos fusiles, y me dijo que esperaba no volver a ver mi rostro nunca más. ¡Ah, el buen viejo holandés, Van Shuyten! Hace un año le envié un pequeño lote de marfil, así que no podrá decir que he sido un bandido cuando vuelva. Espero que lo habrá recibido. De todos modos me da lo mismo. Apilé un poco de leña para ustedes. Aquélla era mi vieja casa. ¿La ha visto?”

» Le di el libro de Towson. Hizo ademán de besarme, pero se contuvo. “El último libro que me quedaba y pensé que lo había perdido”, dijo mirándome extasiado. “Le ocurren tantos accidentes a un hombre cuando va errando solo por el mundo, sabe usted. A veces zozobran las canoas, a veces hay necesidad de partir a toda prisa, porque el pueblo se enfada.” Pasó las hojas con los dedos. “¿Son anotaciones en ruso?”, le pregunté. Afirmó con un movimiento de cabeza. “Creí que estaban en clave.” Se río; luego volvió a quedarse serio. “Tuve mucho trabajo para tratar de mantener a raya a esta gente” dijo. “¿Querían matarle?”, pregunté. “¡Oh, no!”, exclamó, y se contuvo. “¿Por qué nos atacaron?”, insistí. Dudó antes de responder. Al fin lo hizo: “No quieren que se marche.” “¿No quieren?”, pregunté con curiosidad. Asintió con una expresión llena de misterio y de sabiduría. “Se lo vuelvo a decir”, exclamó, “ese hombre ha ensanchado mi mente.” Abrió los brazos y me miró con sus pequeños ojos azules, perfectamente redondos.”


 

III

 

—Me le quedé mirando, perdido en el asombro. Allí estaba delante de mí, en su traje de colores, como si hubiera desertado de una troupe de saltimbanquis, entusiasta, fabuloso. Su misma existencia era algo improbable, inexplicable y a la vez anonadante. Era un problema insoluble. Resultaba inconcebible ver cómo había conseguido ir tan lejos, cómo había logrado sobrevivir, por qué no desaparecía instantáneamente. “Fui un poco más lejos”, dijo, “cada vez un poco más lejos, hasta que he llegado tan lejos que no sé cómo podré regresar alguna vez. No me importa. Ya habrá tiempo para ello. Puedo arreglármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto...” El hechizo de la juventud envolvía aquellos harapos de colores, su miseria, su soledad, la desolación esencial de sus fútiles andanzas. Durante meses, durante años, su vida no había valido lo que uno puede adquirir en un día, y allí estaba, galante, despreocupadamente vivo, indestructible según las apariencias, sólo en virtud de su juventud y de su irreflexiva audacia. Me sentí seducido por algo parecido a la admiración y la envidia. La aventura lo estimulaba, emanaba un aire de aventura. Con toda seguridad no deseaba otra cosa que la selva y el espacio para respirar y para transitar. Necesitaba existir, y moverse hacia adelante, hacia los mayores riesgos posibles, y con los más mínimos elementos. Si el espíritu absolutamente puro, sin cálculo, ideal de la aventura, había tomado posesión alguna vez de un ser humano, era de aquel joven remendado. Casi sentí envidia por la posesión de aquella modesta y pura llama. Parecía haber consumido todo pensamiento de sí y tan completamente que, incluso cuando hablaba, uno olvidaba que era él (el hombre que se tenía frente a los ojos) quien había vivido todas aquellas experiencias. Sin embargo, no envidié su devoción por Kurtz. Él no había meditado sobre ella. Le había llegado y la aceptó con una especie de vehemente fatalismo. Debo decir que me parecía la cosa más peligrosa de todas las que le habían ocurrido.

» Se habían unido inevitablemente, como dos barcos anclados uno junto al otro, que acaban por rozar sus bordes. Supongo que Kurtz deseaba tener un oyente, porque en cierta ocasión, acampados en la selva, habían hablado toda la noche, o más probablemente Kurtz había hablado toda la noche. “Hablamos de todo”, dijo el joven, transportado por sus recuerdos. “Olvidé que existía algo semejante al sueño. Me pareció que la noche duraba menos de una hora. ¡De todo! ¡De todo!... También del amor...” “¡ Ah!, ¿ así que le habló de amor?”, le dije, muy divertido. “No, no de lo que usted piensa”, exclamó con pasión. “Habló en términos generales. Me hizo ver cosas... cosas...”

» Levantó los brazos. En aquel momento estábamos sobre cubierta, y el capataz de mis leñadores, que se hallaba cerca, volvió hacia él su mirada densa y brillante. Miré a mi alrededor, y no sé por qué, pero puedo aseguraros que nunca antes, nunca, aquella tierra, el río, la selva, la misma bóveda de ese cielo tan resplandeciente, me habían parecido tan desesperados y oscuros, tan implacables frente a la fragilidad humana. “¿Y a partir de entonces ha estado con él?”, le pregunté.

» Al contrario. Parecía que sus relaciones se habían roto profundamente por diversas causas. Él había, me informó con orgullo, procurado asistir a Kurtz durante dos enfermedades (aludía a ello como se puede aludir a una hazaña audaz), pero, por regla general, Kurtz deambulaba solo, aun en las profundidades de la selva. “Muy a menudo, cuando venía a esta estación, debía esperar días y días antes de que él volviera”, me dijo. “Pero valía la pena esperarlo en esas ocasiones.” “¿Qué hacía él en esas ocasiones? ¿Explorar o qué?”, quise saber. “Oh, sí, por supuesto. Llegó a descubrir gran cantidad de aldeas, un lago además...” No sabía exactamente en qué dirección; era peligroso preguntar demasiado. La mayor parte de las veces emprendía esas expediciones en busca de marfil. “Pero no tenía ya para entonces mercancías con las que negociar”, objeté. “Todavía ahora le quedan algunos cartuchos”, respondió, mirando hacia otro lado. “Para decirlo claramente, se apoderó del país”, dije. Él asintió. “Aunque seguramente no lo haría solo”, concluí. Murmuró algo respecto a los pueblos que rodeaban el lago. “Kurtz logró que la tribu lo siguiera, ¿no es cierto?”, sugerí. “Se intranquilizó un poco. “Lo adoraban”, dijo. El tono de aquellas palabras fue tan extraordinario que lo miré con fijeza. Era curioso comprobar su mezcla de deseo y resistencia a hablar de Kurtz. Aquel hombre llenaba su vida, ocupaba sus pensamientos, movía sus emociones. “¿Qué puede usted esperar?”, estalló. “Llegó a ellos con truenos y relámpagos, y ellos jamás habían visto nada semejante... nada tan terrible. Él podía ser realmente terrible. No se puede juzgar al señor Kurtz como a un hombre ordinario. ¡No, no, no! Para darle a usted una idea, no me importa decírselo, pero un día quiso disparar contra mí también, aunque yo no lo juzgo por eso.” “¿Disparar contra usted?”, pregunté. “¿Por qué?” “Bueno, yo tenía un pequeño lote de marfil que el jefe de la aldea situada cerca de mi casa me había dado. Sabe usted, yo solía cazar para ellos. Pues Kurtz lo quiso, y era incapaz de atender a otras razones. Declaró que me mataría si no le entregaba el marfil y desaparecía de la región, porque él podía hacerlo, y quería hacerlo, y no había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le antojara. Y era cierto. Así que le entregué el marfil. ¡Qué me importaba! Pero no me marché. No, no podía abandonarlo. Por supuesto, tuve que ser prudente, hasta que volvimos a ser amigos de nuevo por algún tiempo. Entonces padeció su segunda enfermedad. Después de eso me vi obligado a evitarle, pero no me preocupaba. Él pasaba la mayor parte del tiempo en las aldeas del lago. Cuando regresaba al río, a veces se acercaba a mí, otras era necesario que yo tuviera cuidado. Aquel hombre sufría demasiado. Odiaba todo esto y sin embargo no podía marcharse. Cuando tuve una oportunidad, le supliqué que tratara de partir mientras fuera aún posible. Le ofrecí acompañarlo en el viaje de regreso. Decía que sí, y luego se quedaba. Volvía a salir a cazar marfil, desaparecía durante semanas enteras, se olvidaba de sí mismo cuando estaba entre esas gentes, se olvidaba de sí mismo, sabe usted.” “¿Cómo? ¡Debía estar loco!”, dije. Él protestó con indignación. El señor Kurtz no podía estar loco. Si yo hubiera podido oírlo hablar, sólo dos días atrás, no me atrevería a insinuar semejante cosa... Cogí mis binoculares mientras hablábamos, y enfoqué la costa, pasando y repasando rápidamente por el lindero del bosque, a ambos lados y detrás de la casa. Saber que había gente escondida dentro de aquellos matorrales, tan silenciosos y tranquilos como la casa en ruinas de la colina, me ponía nervioso. No había señales sobre la faz de la naturaleza de esa historia extraña que me había sido, más que relatada, sugerida por exclamaciones desoladas, encogimientos de hombros, frases interrumpidas, insinuaciones que terminaban en profundos suspiros. La maleza permanecía inmóvil, como una máscara pesada, como la puerta cerrada de una prisión. Nos miraba con un aire de conocimiento oculto, de paciente expectación, de inexpugnable silencio. El ruso me explicaba que sólo recientemente había vuelto el señor Kurtz al río, trayendo consigo a aquellos hombres de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios meses (haciéndose adorar, supongo), y había vuelto inesperadamente, con la intención al parecer de hacer una excursión por las orillas del río. Evidentemente el ansia de marfil se había apoderado de (¿cómo llamarlas?) sus aspiraciones menos materiales. Sin embargo, había empeorado de pronto. “Oí decir que estaba en cama, desamparado, así que remonté el río. Me aventuré a hacerlo”, dijo el ruso. “Se encuentra muy mal, muy mal.” “Dirigí los binoculares hacia la casa. No se veían señales de vida, pero allí estaba el techo arruinado, la larga pared de barro sobresaliendo por encima de la hierba, con tres pequeñas ventanas cuadrangulares, de un tamaño distinto. Todo aquello parecía al alcance de mi mano. Después hice un movimiento brusco y uno de los postes que quedaban de la desaparecida empalizada apareció en el campo visual de los gemelos. Recordad que he dicho que me habían llamado la atención, a distancia, los intentos de ornamentación que contrastaban con el aspecto ruinoso del lugar. En aquel momento pude tener una visión más cercana, y el primer resultado fue hacerme echar hacia atrás la cabeza, como si hubiese recibido un golpe. Entonces examiné con mis lentes cuidadosamente cada poste, y comprobé mi error. Aquellos bultos redondos no eran motivos ornamentales sino simbólicos. Eran expresivos y enigmáticos, asombrosos y perturbadores, alimento para la mente y también para los buitres, si es que había alguno bajo aquel cielo, y de todos modos para las hormigas, que eran lo suficientemente industriosas como para subir al poste. Hubieran sido aún más impresionantes, aquellas cabezas clavadas en las estacas, si sus rostros no hubiesen estado vueltos hacia la casa. Sólo una, la primera que había contemplado, miraba hacia mí. No me disgustó tanto como podríais imaginar. El salto hacia atrás que había dado no había sido más que un movimiento de sorpresa. Yo había esperado ver allí una bola de madera, ya sabéis. Volví a enfocar deliberadamente los gemelos hacia la primera que había visto. Allí estaba, negra, seca, consumida, con los párpados cerrados... Una cabeza que parecía dormitar en la punta de aquel poste, con los labios contraídos y secos, mostrando la estrecha línea de la dentadura. Sonreía, sonreía continuamente ante un interminable y jocoso sueño.

» No estoy revelando ningún secreto comercial. En efecto, el director dijo más tarde que los métodos del señor Kurtz habían constituido la ruina de aquella región. No puedo opinar al respecto, pero quiero dejar claramente sentado que no había nada provechoso en el hecho de que esas cabezas permanecieran allí. Sólo mostraban que el señor Kurtz carecía de frenos para satisfacer sus apetitos, que había algo que faltaba en él, un pequeño elemento que, cuando surgía una necesidad apremiante, no podía encontrarse en su magnífica elocuencia. Si él era consciente de esa deficiencia, es algo que no puedo decir. Creo que al final llegó a advertirla, pero fue sólo al final. La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad... y aquel susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó violentamente en su interior porque tenía el corazón vacío... Dejé los gemelos, y la cabeza que había parecido estar lo suficientemente cerca como para poder hablar con ella, pareció saltar de pronto a una distancia inaccesible.

» El admirador del señor Kurtz estaba un poco cabizbajo. Con una voz apresurada y confusa, comenzó a decirme que no se había atrevido a quitar aquellos símbolos, por así llamarlos. No tenía miedo de los nativos; no se moverían a menos que el señor Kurtz se lo ordenara. Su ascendiente sobre ellos era extraordinario. Los campamentos de aquella gente rodeaban el lugar y sus jefes iban diariamente a visitarlo. Se hubieran arrastrado... “No quiero saber nada de las ceremonias realizadas para acercarse al señor Kurtz”, grité. “Es curioso, pero en aquel momento tuve la sensación de que aquellos detalles resultarían más intolerables que las cabezas que se secaban sobre los postes, frente a las ventanas del señor Kurtz. Después de todo, aquello no era sino un espectáculo salvaje, mientras que yo me sentía de pronto transportado a una región oscura de sutiles horrores, donde un salvajismo puro y sin complicaciones era un alivio positivo, algo que tenía derecho a existir, evidentemente, bajo la luz del sol. El joven me miró con sorpresa. Supongo no concebía que para mí el señor Kurtz no fuera un ídolo. Olvidaba que yo no había escuchado ninguno de aquellos espléndidos monólogos sobre, ¿sobre qué?, el amor, la justicia, la conducta del hombre, y otras cosas por el estilo. Si hubiera tenido necesidad de arrastrarse ante el señor Kurtz, lo hubiera hecho como el salvaje más auténtico de todos ellos. Yo no tenía idea de la situación, el ruso me dijo que aquellas cabezas eran cabezas de rebeldes. Le ofendió extraordinariamente mi risa. ¡Rebeldes! ¿Cuál sería la próxima definición que debía yo oír? Había oído hablar de enemigos, criminales, trabajadores... ahora de rebeldes. Aquellas cabezas rebeldes me parecían muy apaciguadas desde sus postes. “Usted no sabe cómo ha fatigado esta vida al señor Kurtz”, gritó su último discípulo. “Bueno, ¿y a usted?”, le dije. “¡A mí! ¡A mí! Yo soy un hombre sencillo. No tengo grandes ideas. No quiero nada de nadie. ¿Cómo puede compararme con...?” Apenas acertaba a expresar sus sentimientos, de pronto se detuvo. “No comprendo”, gimió. “He hecho todo lo posible para conservarle con vida, y eso es suficiente. Yo no he participado en todo esto. No tengo ninguna capacidad para ello. Durante meses no ha habido aquí ni una gota de medicina ni un bocado para un hombre enfermo. Había sido vergonzosamente abandonado. Un hombre como él, con aquellas ideas. ¡Vergonzosamente! ¡Vergonzosamente! Yo no he dormido durante las últimas diez noches...”

» Su voz se perdió en la calma de la tarde. Las amplias sombras de la selva se habían deslizado colina abajo mientras conversábamos, llegando más allá de la ruinosa cabaña, más allá de la hilera de postes simbólicos. Todo aquello estaba en la penumbra, mientras nosotros, abajo, estábamos aún bajo los rayos del sol, y el espacio del río extendido ante la parte aún no sombreada brillaba con un fulgor tranquilo y deslumbrante, con una faja de sombra oscura y lóbrega encima y abajo. No se veía un alma viviente en la orilla. Los matorrales no se movían.

» De pronto, tras una esquina de la casa apareció un grupo de hombres, como si hubieran brotado de la tierra. Avanzaban en una masa compacta, con la hierba hasta la cintura, llevando en medio unas parihuelas improvisadas. Instantáneamente, en aquel paisaje vacío, se elevó un grito cuya estridencia atravesó el aire tranquilo como una flecha aguda que volara directamente del corazón mismo de la tierra, y, como por encanto, corrientes de seres humanos, de seres humanos desnudos, con lanzas en las manos, con arcos y escudos, con miradas y movimientos salvajes, irrumpieron en la estación, vomitados por el bosque tenebroso y plácido. Los arbustos se movieron, la hierba se sacudió por unos momentos, luego todo quedó tranquilo, en una tensa inmovilidad.

» Si ahora no les dice lo que debe decirles, estamos todos perdidos”, dijo el ruso a mis espaldas. El grupo de hombres con las parihuelas se había detenido a medio camino, como petrificado. Vi que el hombre de la camilla se semincorporaba, delgado, con un brazo en alto, apoyado en los hombros de los camilleros. “Esperemos que el hombre que sabe hablar tan bien del amor en general, encuentre alguna razón particular para salvarnos esta vez”, dije. “Presentía amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si el estar a merced de aquel atroz fantasma fuera una necesidad vergonzosa. No podía oír ningún sonido, pero a través de los gemelos vi el brazo delgado extendido imperativamente, la mandíbula inferior en movimiento, los ojos de aquella aparición que brillaban sombríos a lo lejos, en su cabeza huesuda, que oscilaba con grotescas sacudidas. Kurtz... Kurtz, eso significa pequeño en alemán, ¿no es cierto? Bueno el nombre era tan cierto como todo lo demás en su vida y en su muerte. Parecía tener por lo menos siete pies de estatura. La manta que lo cubría cayó y su cuerpo surgió lastimoso y descarnado como de una mortaja. Podía ver la caja torácica, con las costillas bien marcadas. Era como si una imagen animada de la muerte, tallada en viejo marfil, hubiese agitado la mano amenazadora ante una multitud inmóvil de hombres hechos de oscuro y brillante bronce. Le vi abrir la boca; lo que le dio un aspecto indeciblemente voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire, toda la tierra, y todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó débilmente hasta el barco. Debía de haber gritado. Repentinamente cayó hacia atrás. La camilla osciló cuando los camilleros caminaron de nuevo hacia adelante, y al mismo tiempo observé que la multitud de salvajes se desvanecía con movimientos del todo imperceptibles, como si el bosque que había arrojado súbitamente aquellos seres se los hubiera tragado de nuevo, como el aliento es atraído en una prolongada aspiración.

» Algunos peregrinos, detrás de las parihuelas, llevaban preparadas las armas: dos escopetas, un rifle pesado y un ligero revólver carabina; los rayos de aquel Júpiter lastimoso. El director se inclinaba sobre él y murmuraba algo mientras caminaba. Lo colocaron en uno de los pequeños camarotes, el espacio justo para una cama y una o dos sillas de campaña. Le habíamos llevado su correspondencia atrasada, y un montón de sobres rotos y cartas abiertas se esparcía sobre la cama. Su mano vagaba débilmente sobre esos papeles. Me asombraba el fuego de sus ojos y la serena languidez de su expresión. No parecía ser tan grande el agotamiento que había producido en él la enfermedad. No parecía sufrir. Aquella sombra parecía satisfecha y tranquila, como si por el momento hubiera saciado todas sus emociones.

» Arrugó una de las cartas, y, mirándome directamente a la cara, me dijo: “Me alegro”. Alguien le había escrito sobre mí. Aquellas recomendaciones especiales volvían a aparecer de nuevo. El volumen de su voz, que emitió sin esfuerzo, casi sin molestarse en mover los labios, me asombró. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda y vibrante, a pesar de que el hombre no parecía emitir un murmullo. Sin embargo, tenía la suficiente fuerza como para casi acabar con todos nosotros, como vais a oír.

» El director volvió a aparecer silenciosamente en el umbral de la puerta. Salí en seguida y él corrió la cortina detrás de mí. El ruso, observado con curiosidad por los peregrinos, miraba hacia la playa. Seguí la dirección de su mirada.

» Oscuras formas humanas podían verse a distancia, deslizándose frente al tenebroso borde de la selva, y cerca del río dos figuras de bronce apoyadas en largas picas estaban en pie a la luz del sol, las cabezas tocadas con fantásticos gorros de piel moteada; un par de guerreros inmóviles en un reposo estatutario. De derecha a izquierda, a lo largo de la orilla iluminada, se movía una salvaje y deslumbrante figura femenina.

» La mujer caminaba con pasos mesurados, envuelta en una tela rayada, guarnecida de flecos, pisando el suelo orgullosamente, con un ligero sonido metálico y un resplandor de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza erguida, sus cabellos estaban arreglados en forma de yelmo, llevaba anillos de bronce hasta las rodillas, pulseras de bronce hasta los codos, innumerables collares de abalorios en el cuello; objetos estrambóticos, amuletos, presentes de hechiceros, que colgaban sobre ella, que brillaban y temblaban a cada paso que daba. Debía de tener encima objetos con valor de varios colmillos de elefante. Era feroz y soberbia, de ojos salvajes y espléndidos; había algo siniestro y majestuoso en su lento paso... Y en la quietud que envolvió repentinamente toda aquella tierra doliente, la selva inmensa, el cuerpo colosal de la fecunda y misteriosa vida parecía mirarla, pensativa, como si contemplara la imagen de su propia alma tenebrosa y apasionada.

» Llegó frente al barco y se detuvo de cara hacia nosotros. La larga sombra de su cuerpo llegaba hasta el borde del agua. Su rostro tenía un trágico y feroz aspecto de tristeza salvaje y de un mudo dolor mezclado con el temor de alguna decisión apenas formulada con la que luchaba. De pie, inmóvil, nos miraba como la misma selva, con aire de cobijar algún proyecto inescrutable. Dejó transcurrir un minuto entero, y entonces dio un paso hacia adelante. Se oyó un ligero repiqueteo, brilló el metal dorado, oscilaron los flecos de la túnica, y entonces se detuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven que estaba a mi lado refunfuñó algo. Los peregrinos murmuraron a mis espaldas. Ella nos miró a todos como si su vida dependiera de la dureza e inflexibilidad de su mirada. De pronto abrió los brazos desnudos y los elevó rígidos por encima de su cabeza como en un deseo indómito de tocar el cielo, y al mismo tiempo las tinieblas se precipitaron de golpe sobre la tierra, pasaron velozmente sobre el río, envolviendo el barco en un abrazo sombrío. Un silencio formidable acompañó la escena.

» Se dio vuelta lentamente, comenzó a caminar por la orilla y se dirigió hacia los arbustos de la izquierda. Sólo una vez sus ojos volvieron a contemplarnos, en la oscuridad de la espesura, antes de desaparecer.

» Si hubiera insistido en subir a bordo, creo que realmente habría disparado contra ella”, dijo el hombre de los remiendos, con gran nerviosismo. “He arriesgado mi vida todos los días durante la última quincena tratando de mantenerla fuera de la casa. Un día logró entrar y armó un gran escándalo debido a unos miserables harapos que yo había recogido del almacén para remendar mis ropas. Debió haberle parecido un robo. Al menos eso imagino, porque estuvo hablando durante una hora y señalándome de vez en cuando. Yo no entiendo el dialecto de esta tribu. Por fortuna para mí, Kurtz se sentía ese día demasiado enfermo como para hacerle caso, de otro modo lo hubiera pasado muy mal. No comprendo... No... es demasiado para mí. Bueno, ahora todo ha pasado.”

» En ese momento escuché la profunda voz de Kurtz detrás de la cortina: “¡Salvarme!... Salvar el marfil querrá usted decir. Usted interrumpe mis planes. ¡Enfermo! ¡Enfermo! No tan enfermo como a usted le gustaría creer. No importa. Yo llevaré a cabo mis proyectos... Yo volveré. Le mostraré lo que puede hacerse. Usted, con sus pequeñas ideas mezquinas... usted interfiere ahora en mi trabajo. Yo regresaré. Yo...”

» El director salió. Me hizo el honor de cogerme por un brazo y llevarme aparte. “Está muy mal, muy mal”, dijo. Consideró necesario suspirar, pero prescindió de mostrarse afligido. “Hemos hecho por él todo lo que hemos podido, ¿no es cierto? Pero no podemos dejar de reconocer que el señor Kurtz ha hecho más daño que bien a la compañía. No ha entendido que el tiempo no está aún maduro para emprender una acción vigorosa. Cautela, cautela, ése es mi principio. Debemos ser todavía cautos. Esta región quedará cerrada para nosotros por algún tiempo. ¡Deplorable! En conjunto, el comercio va a sufrir mermas. No niego que hay una cantidad considerable de marfil... en su mayor parte fósil. Debemos salvarlo a toda costa, pero mire usted cuán precaria es nuestra situación... ¿Todo por qué? Porque el método es inadecuado.” “¿Llama usted a eso”, dije yo, mirando hacia la orilla, “un método inadecuado?” “Sin duda”, declaró con ardor. “¿Usted no?”

» Yo no llego a considerarlo un método”, murmuré después de un momento. “Exactamente”, exclamó. “Yo ya preveía todo esto. Demuestra una absoluta falta de juicio. Es mi deber comunicarlo al lugar oportuno.” “Oh”, dije, “aquel tipo... ¿cómo se llama?... el fabricante de ladrillos, podrá hacerle un buen informe.” Pareció turbarse por un momento. Tuve la sensación de no haber respirado nunca antes una atmósfera tan vil, y mentalmente me dirigí a Kurtz en busca de alivio, sí, es verdad, en busca de alivio. “De cualquier manera pienso que el señor Kurtz es un hombre notable”, dije con énfasis. El director se sobresaltó, dejó caer sobre mí una mirada pesada y luego respondió en voz baja: “Era.” Y me volvió la espalda. Mi hora de favoritismo había pasado; me encontraba unido a Kurtz como partidario de métodos para los cuales el momento aún no estaba maduro. ¡Métodos inadecuados! ¡Ah, pero de cualquier manera era algo poder elegir entre las pesadillas!

» En realidad yo había optado por la selva, no por el señor Kurtz, quien, debía admitirlo, no servía ya sino para ser enterrado. Y por un momento me pareció que yo también estaba enterrado en una amplia tumba llena de secretos indecibles. Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las tinieblas de la noche impenetrable... El ruso me dio un golpecito en el hombro. Lo oí murmurar y balbucear algo: “Hermano marino... no puedo ocultar el conocimiento de asuntos que afectarán la reputación del señor Kurtz.” Esperé que continuara. Para él, evidentemente Kurtz no estaba al borde de la tumba. Sospecho que, para él, el señor Kurtz era inmortal. “Bueno”, dije finalmente, “hable. Como usted puede ver, en cierto sentido soy amigo del señor Kurtz.”

» Declaró con bastante formalidad que si no tuviéramos la misma profesión, él se hubiera reservado ese asunto para sí mismo sin importarle las consecuencias. “Sospecho”, dijo, “que hay cierta mala voluntad activa hacia mí por parte de esos blancos que...” “Tiene usted toda la razón”, le dije, recordando cierta conversación que por casualidad había oído. “El director piensa que debería usted ser colgado.” Mostró tal preocupación ante esa noticia que al principio me divirtió. “Lo mejor será que despeje pronto el camino”, dijo con seriedad. “No puedo hacer nada más por Kurtz ahora, y ellos pronto encontrarán alguna excusa. ¿Qué podría detenerlos? Hay un puesto militar a trescientas millas de aquí.” “Bueno, a mi juicio lo mejor que podría usted hacer es marcharse, si cuenta con amigos entre los salvajes de la región.” “Muchos”, dijo. “Son gente sencilla, y yo no quiero nada, usted ya lo sabe.” Estaba de pie; se mordía los labios. Después continuó: “No quiero que les ocurra nada a estos blancos, pero naturalmente pensaba en la reputación del señor Kurtz, usted es un hermoso marino y...” “Muy bien”, le dije después de un rato. “En lo que a mí se refiere, la reputación del señor Kurtz está a salvo.” Y no sabía con cuánta exactitud estaba hablando en ese momento.

» Me informó, bajando la voz, que había sido Kurtz quien había ordenado el ataque al vapor. “Odiaba a veces la idea de ser sacado de aquí... y además... Pero yo no entiendo estas cosas. Soy un hombre sencillo. Pensó que eso les asustaría, que renunciarían ustedes, considerándolo muerto. No pude detenerle. Oh, este último mes ha sido terrible para mí.” “Muy bien”, le dije. “Ahora está bien.” “Sí”, murmuró sin parecer demasiado convencido. “Gracias”, le dije. “Tendré los ojos bien abiertos.” “Pero tenga cuidado, ¿eh?”, me imploró con ansiedad. “Sería terrible para su reputación que alguien aquí...” Le prometí completa discreción con gran seriedad. “Tengo una canoa y tres negros esperándome no muy lejos de aquí. Me marcho. ¿Me podría dar usted unos cuantos cartuchos Martini-Henry?” Pude y se los di, con la debida reserva. Tomó un puñado de tabaco. “Entre marinos, usted sabe, buen tabaco inglés.” En la parte de la timonera se volvió hacia mí. “Diga, ¿no tiene por casualidad un par de zapatos que le sobre? ¡Mire!” Levantó un pie. Las suelas estaban atadas con cordones anudados en forma de sandalias, debajo de los pies desnudos. Saqué un viejo par que él miró con admiración antes de meterlo bajo el brazo izquierdo. Uno de sus bolsillos (de un rojo brillante) estaba lleno de cartuchos, del otro (azul marino) asomaba el libro de Towson. Parecía considerarse excelentemente bien equipado para un nuevo encuentro con la selva. “¡Oh, nunca, nunca volveré a encontrar un hombre semejante!”, dijo. “Debía haberlo oído recitar poemas, algunos eran suyos, ¿se imagina? ¡Poemas!” Hizo girar los ojos ante el recuerdo de aquellos poemas. “¡Ha ampliado mi mente!” “Adiós”, le dije. Nos estrechamos las manos y se perdió en la noche. A veces me pregunto si realmente lo habré visto alguna vez. Si es posible que haya existido un fenómeno de esa especie.

» Cuando desperté poco después de media noche, su advertencia vino a mi memoria con la insinuación de un peligro, que parecía, en aquella noche estrellada, lo bastante real como para que me levantara a mirar a mi alrededor. En la colina habían encendido una fogata, iluminando parcialmente una esquina de la cabaña. Uno de los agentes, con un piquete formado con nuestros negros, armados en esa ocasión, montaba guardia ante el marfil. Pero en las profundidades de la selva, rojos centelleos oscilantes, que parecían hundirse y surgir del suelo entre confusas formas de columnas de intensa negrura, mostraban la posición exacta del campo donde los adoradores del señor Kurtz sostenían su inquieta vigilia. El monótono redoble de un tambor llenaba el aire con golpes sordos y con una vibración prolongada. El continuo zumbido de muchos hombres que cantaban algún conjuro sobrenatural salía del negro y uniforme muro vegetal, como un zumbido de abejas sale de una colmena, y tenía un efecto extraño y narcotizante sobre mis sentidos aletargados. Creo que empecé a dormitar, apoyado en la barandilla, hasta que un repentino brote de alaridos, una erupción irresistible de un hasta ese momento reprimido y misterioso frenesí, me despertó y me dejó por el momento totalmente aturdido. Miré por casualidad hacia el pequeño camarote. Había una luz en su interior, pero el señor Kurtz no estaba allí.

» Supongo que hubiera lanzado un grito de haber dado crédito a mis ojos. Pero al principio no les creí... ¡Aquello me parecía tan decididamente imposible! El hecho es que estaba yo del todo paralizado por un miedo total; era una especie de terror puro y abstracto, sin ninguna conexión con cualquier evidencia de peligro físico. Lo que hacía tan avasalladora aquella emoción era... ¿cómo podía definirlo?... el golpe moral que recibí, como si algo a la vez monstruoso, intolerable de concebir y odioso al alma, me hubiera sido impuesto inesperadamente. Aquello duró sin duda alguna sólo una mínima fracción de segundo, y después el sentimiento habitual de común y mortal peligro, la posibilidad de un ataque repentino y de una carnicería o algo por el estilo que me parecía estar en el aire fue recibida por mí como algo agradable y reconfortante. Me tranquilicé hasta tal punto que no di la voz de alarma.

» Había un agente envuelto en un chaquetón, durmiendo en una silla, a unos tres pies de donde yo estaba. Los gritos no lo habían despertado; roncaba suavemente. Le dejé entregado a su sueño y bajé a tierra. Yo no traicionaba a Kurtz; estaba escrito que nunca había de traicionarle, estaba escrito que debía ser leal a la pesadilla que había elegido. Me sentía impaciente por tratar con aquella sombra por mi cuenta, solo... Y hasta el día de hoy no logro comprender por qué me sentía tan celoso de compartir con los demás la peculiar negrura de esa experiencia.

» Tan pronto como llegué a la orilla, vi un rastro... un rastro amplio entre la hierba. Recuerdo la exaltación con que me dije: “No puede andar; se está arrastrando a cuatro patas. Ya lo tengo.” La hierba estaba húmeda por el rocío. Yo caminaba rápidamente con los puños cerrados. Imagino que tenía la vaga idea de darle una paliza cuando lo encontrara. No sé. Tenía algunos pensamientos imbéciles. La vieja que tejía con el gato penetraba en mi memoria como una persona sumamente inadecuada en el extremo de aquel asunto. Vi a una fila de peregrinos, disparando chorros de plomo con los winchesters apoyados en la cadera. Pensé que no volvería al barco, y me imaginé viviendo solitario y sin armas en medio de la selva hasta una edad avanzada. Futilezas por el estilo, sabéis. Recuerdo que confundí el batir de los tambores con el de mi propio corazón, y que me agradaba su tranquila regularidad.

» Seguí el rastro... luego me detuve a escuchar. La noche era muy clara; un espacio azul oscuro, brillante de rocío y luz de estrellas, en el que algunos bultos negros permanecían muy tranquilos. Me pareció vislumbrar algo que se movía delante de mí. Estaba extrañamente seguro de todo aquella noche. Abandoné el rastro y corrí en un amplio semicírculo (supongo que en realidad me estaba riendo de mis propias argucias) a fin de aparecer frente a aquel bulto, a aquel movimiento que yo había visto... si es que en realidad había visto algo. Estaba cercando a Kurtz como si se tratara de un juego infantil.

» Llegué donde él estaba y, de no haber sido porque me oyó acercarme, lo hubiera podido atrapar enseguida. Logró levantarse a tiempo. Se puso en pie, inseguro, largo, pálido, confuso, como un vapor exhalado por la tierra, se tambaleó ligeramente, brumosa y silenciosamente delante de mí, mientras que a mi espalda las fogatas brillaban entre los árboles y el murmullo de muchas voces brotaba del bosque. Lo había aislado hábilmente, pero en ese momento, al hacerle frente y recobrar los sentidos, advertí el peligro en toda su verdadera proporción. De ninguna manera había pasado. ¿Y si él comenzaba a gritar? Aunque apenas podía tenerse en pie, su voz era aún bastante vigorosa. “¡Márchese, escóndase!”, dijo con aquel tono profundo. Era terrible. Miré a mis espaldas. Estábamos a unas treinta yardas de distancia de la fogata más próxima. Una figura negra se levantó, cruzó en amplias zancadas, con sus largas piernas negras, levantando sus largos brazos negros, ante el resplandor del fuego. Tenía cuernos... una cornamenta de antílope, me parece, sobre la cabeza. Algún hechicero, algún brujo, sin duda; tenía un aspecto realmente demoníaco. “¿Sabe usted lo que está haciendo?”, murmuré. “Perfectamente”, respondió, elevando la voz para decir aquella única palabra. Aquella voz resonó lejana y fuerte a la vez, como una llamada a través de una bocina. Pensé que si comenzaba a discutir estábamos perdidos. Por supuesto no era el momento para resolver el conflicto a puñetazos, aparte de la natural aversión que yo sentía a golpear aquella sombra... aquella cosa errante y atormentada. “Se perderá usted, se perderá completamente” murmuré. A veces uno tiene esos relámpagos de inspiración, ya sabéis. Yo había dicho la verdad, aunque de hecho él no podía perderse más de lo que ya lo estaba en aquel momento, cuando los fundamentos de nuestra amistad se asentaron para durar... para durar... para durar... hasta el fin... más allá del fin.

» “Yo tenía planes inmensos”, murmuró con indecisión. “Sí”, le dije, “pero si intenta usted gritar le destrozaré la cabeza con...” Vi que no había ni un palo ni una piedra cerca. “Lo estrangularé”, me corregí. “Me hallaba en el umbral de grandes cosas”, suplicó con una voz plañidera, con una avidez de tono que hizo que la sangre se me helara en las venas. “Y ahora por ese estúpido canalla...” “Su éxito en Europa está asegurado en todo caso”, afirmé con resolución. No me hubiera gustado tener que estrangularlo.., y de cualquier modo aquello no habría tenido ningún sentido práctico. Intenté romper el hechizo, el denso y mudo hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo eso lo había llevado a dirigirse al borde de la selva, a la maleza, hacia el resplandor de las fogatas, el sonido de los tambores, el zumbido de conjuros sobrenaturales. Sólo eso había seducido a su alma forajida hasta más allá de los límites de las aspiraciones lícitas. Y, ¿os dais cuenta?, lo terrible de la situación no estaba en que me dieran un golpe en la cabeza, aunque tenía una sensación muy viva de ese peligro también, sino en el hecho de que tenía que vérmelas con un hombre ante quien no podía apelar a ningún sentimiento elevado o bajo. Debía, igual que los negros, invocarlo a él, a él mismo, a su propia exaltada e increíble degradación. No había nada por encima ni por debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra. ¡Maldito sea! Había golpeado la tierra hasta romperla en pedazos. Estaba solo, y yo frente a él no sabía si pisaba tierra o si flotaba en el aire. Os he dicho a vosotros que hablamos, he repetido las frases que pronunciamos... pero, ¿qué sentido tiene todo esto? Eran palabras comunes, cotidianas, los familiares, vagos sonidos cambiados al despertar de cada día. ¿Y qué sentido tenían? Existía detrás, en mi espíritu, la terrible sugestión de palabras oídas en sueños, frases murmuradas en pesadillas. ¡Un alma! Si hay alguien que ha luchado con un alma yo soy ese hombre. Y no es que estuviera discutiendo con un lunático. Lo creáis o no, el hecho es que su inteligencia seguía siendo perfectamente lúcida... concentrada, es cierto, sobre él mismo con horrible intensidad, y sin embargo con lucidez. Y en eso estribaba mi única oportunidad, fuera, por supuesto, de matarlo allí, lo que no hubiera resultado bien debido al ruido inevitable. Pero su alma estaba loca. Al quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y ¡cielos!, puedo afirmarlo, había enloquecido. Yo tuve (debido a mis pecados, imagino) que pasar la prueba de mirar también dentro de ella. Ninguna elocuencia hubiera podido marchitar tan eficazmente la fe en la humanidad como su estallido final de sinceridad. Luchó consigo mismo, también. Lo vi... lo oí. Vi el misterio inconcebible de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente, contra sí misma. Conservé la cabeza bastante bien, pero cuando lo tuve ya tendido en el lecho, me enjugué la frente, mi entras mis piernas temblaban como si acabara de transportar media tonelada sobre la espalda hasta la cima de una colina. Y sin embargo sólo había sostenido su brazo huesudo apoyado en mis hombros; no era mucho más pesado que un niño.

» Cuando al día siguiente partimos a mediodía, la multitud, de cuya presencia tras la cortina de árboles había sido agudamente consciente todo el tiempo, volvió a salir de la maleza, llenó el patio de la estación, cubrió el declive de la colina con una masa de cuerpos desnudos que respiraban, que se estremecían, bronceados. Remonté un poco el río, luego viré y navegué con la corriente. Dos mil ojos seguían las evoluciones del demonio del río, que chapoteaba dando golpes impetuosos, azotando el agua con su cola terrible y esparciendo humo negro por el aire. Frente a la primera fila, a lo largo del río, tres hombres, cubiertos de un fango rojo brillante de los pies a la cabeza, se contoneaban impacientes. Cuando llegamos de nuevo frente a ellos, miraban al río, pateaban, movían sus cuerpos enrojecidos; sacudían hacia el feroz demonio del río un manojo de plumas negras, una piel repugnante con una cola colgante, algo que parecía una calabaza seca. Y a la vez gritaban periódicamente series extrañas de palabras que no se parecían a ningún sonido humano, y los profundos murmullos de la multitud interrumpidos de pronto eran como los responsos de alguna letanía satánica.

» Transportamos a Kurtz a la cabina del piloto: allí había más aire. Tendido sobre el lecho, miraba fijamente por los postigos abiertos. Hubo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer de la cabeza en forma de yelmo y las mejillas teñidas corrió hasta la orilla misma de la corriente. Él tendió las manos, gritó algo, toda aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente, articulado, rápido e incesante.

» “¿Entiende lo que dicen?”, le pregunté.

» Él continuaba mirando hacia el exterior, más allá de mí, con ferocidad, con ojos ardientes, añorantes, con una expresión en que se mezclaban la avidez y el odio. No respondió. Pero vi una sonrisa, una sonrisa de indefinible significado, aparecer en sus labios descoloridos, que un momento después se crisparon convulsivamente. “Por supuesto”, dijo lentamente, en sílabas entrecortadas, como si las palabras se le hubieran escapado por obra y gracia de una fuerza sobrenatural.

» Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi a los peregrinos en la cubierta preparar sus rifles con el aire de quien se dispone a participar en una alegre francachela. Ante el súbito silbido, hubo un movimiento de abyecto terror en aquella apiñada masa de cuerpos. “No haga usted eso, no lo haga. ¿No ve que los ahuyenta usted?”, gritó alguien desconsoladamente desde cubierta. Tiré de cuando en cuando del cordón. Se separaban y corrían, saltaban, se agachaban, se apartaban, se evadían del terror del sonido. Los tres tipos embadurnados de rojo se habían tirado boca abajo, en la orilla, como si hubieran sido fusilados. Sólo aquella mujer bárbara y soberbia no vaciló siquiera, y extendió trágicamente hacia nosotros sus brazos desnudos, sobre la corriente oscura y brillante.

» Y entonces la imbécil multitud que se apiñaba en cubierta comenzó su pequeña diversión y ya no pude ver nada más debido al humo.

 

» La oscura corriente corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos hacia abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y la vida de Kurtz corría también rápidamente, desintegrándose, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. El director se sentía feliz, no tenía ahora preocupaciones vitales. Nos miraba a ambos con una mirada comprensiva y satisfecha; el asunto se había resuelto de la mejor manera que se podía esperar. Yo veía acercarse el momento en que me quedaría solo debido a mi apoyo a los métodos inadecuados. Los peregrinos me miraban desfavorablemente. Se me contaba ya. por así decirlo, entre los muertos. Me resulta extraña la manera en que acepté aquella asociación inesperada; aquella elección de pesadillas pesaba sobre mí en la tenebrosa tierra invadida por aquellos mezquinos y rapaces fantasmas.

» Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profundamente hasta el mismo fin. Su fortaleza sobrevivió para ocultar entre los magníficos pliegues de su elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Pero él luchaba, luchaba! Su cerebro desgastado por la fatiga era visitado por imágenes sombrías... imágenes de riquezas y fama que giraban obsequiosamente alrededor de su don inextinguible de noble y elevada expresión. Mi prometida, mi estación, mi carrera, mis ideas... aquellos eran los temas que le servían de material para la expresión de sus elevados sentimientos. La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de aquella sombra vacía cuyo destino era ser enterrada en el seno de una tierra primigenia. Pero tanto el diabólico amor como el odio sobrenatural de los misterios que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de gloria falsa, de distinción fingida y de todas las apariencias de éxito y poder.

» A veces era lamentablemente pueril. Deseaba encontrarse con reyes que fueran a recibirlo en las estaciones ferroviarias, a su regreso de algún espantoso rincón del mundo, donde tenía el proyecto de realizar cosas magnas. “Usted les muestra que posee algo verdaderamente aprovechable y entonces no habrá limites para el reconocimiento de su capacidad”, decía. “Por supuesto debe tener siempre en cuenta los motivos, los motivos correctos.” Las largas extensiones que eran siempre como una misma e igual extensión, se deslizaban ante el barco con su multitud de árboles seculares que miraban pacientemente a aquel desastroso fragmento de otro mundo, el apasionado de los cambios, las conquistas, el comercio, las matanzas y las bendiciones. Yo miraba hacia adelante, llevando el timón. “Cierre los postigos”, dijo Kurtz repentinamente un día. “No puedo tolerar ver todo esto.” Lo hice. Hubo un silencio. “¡Oh, pero todavía te arrancaré el corazón!”, le gritó a la selva invisible.

» El barco se averió (como había temido), y tuvimos que detenernos para repararlo en la punta de una isla. Fue esa demora lo primero que provocó las confidencias de Kurtz. Una mañana me dio un paquete de papeles y una fotografía. Todo estaba atado con un cordón de zapatos. “Guárdeme esto”, me pidió. “Aquel imbécil (aludía al director) es capaz de hurgar en mis cajas cuando no me doy cuenta.” Por la tarde volví a verle. Estaba acostado sobre la espalda, con los ojos cerrados. Me retiré sin ruido, pero le oí murmurar: “Vive rectamente, muere, muere...” Lo escuché. Pero no hubo nada más. ¿Estaba ensayando algún discurso en medio del sueño, o era un fragmento de una frase de algún artículo periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo. “...Para poder desarrollar mis ideas. Es un deber.”

» La suya era una oscuridad impenetrable. Yo le miraba como se mira, hacia abajo, a un hombre tendido en el fondo de un precipicio, al que no llegan nunca los rayos del sol. Pero no tenía demasiado tiempo que dedicarle porque estaba ayudando al maquinista a desarmar los cilindros dañados, a fortalecer las bielas encorvadas, y otras cosas por el estilo. Vivía en una confusión infernal de herrumbre: limaduras, tuercas, clavijas, llaves, martillos, barrenos, cosas que detesto porque jamás me he logrado entender bien con ellas. Estaba trabajando en una pequeña fragua que por fortuna teníamos a bordo; trabajaba asiduamente con mi pequeño montón de limaduras, a menos que tuviera escalofríos demasiado fuertes y no pudiera tenerme en pie...

» Una noche al entrar en la cabina con una vela me alarmé al oírle decir con voz trémula: “Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte.” La luz estaba a menos de un pie de sus ojos. Me esforcé en murmurar: “¡Tonterías!” Y permanecí a su lado, como traspasado.

» No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de implacable poder, de pavoroso terror... de una intensa e irremediable desesperación. ¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”

» Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban almorzando en el comedor, y ocupé un sitio frente al director, que levantó los ojos para dirigirme una mirada interrogante, que yo logré ignorar con éxito. Se echó hacia atrás, sereno, con esa sonrisa peculiar con que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una lluvia continua de pequeñas moscas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras manos y caras. De pronto el muchacho del director introdujo su insolente cabeza negra por la puerta y dijo en un tono de maligno desprecio:

» Señor Kurtz... él, muerto.”

» Todos los peregrinos salieron precipitadamente para verlo. Yo permanecí allí, y terminé mi cena. Creo que fui considerado como un individuo brutalmente duro. Sin embargo, no logré comer mucho. Había allí una lámpara... luz... y afuera una oscuridad bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había pronunciado un juicio sobre las aventuras de su espíritu en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero por supuesto me enteré de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en un foso cavado en el fango.

» Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.

» Sin embargo, como podéis ver, no fui a reunirme allí con Kurtz. No fue así. Permanecí aquí, para soñar la pesadilla hasta el fin, y para demostrar mi lealtad hacia Kurtz una vez más. El destino. ¡Mi destino! ¡Es curiosa la vida... ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles! Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo... que llega demasiado tarde... una cosecha de inextinguibles remordimientos. He luchado a brazo partido con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir. Por esa razón afirmo que Kurtz era un hombre notable. Él tenía algo que decir. Lo decía. Desde el momento en que yo mismo me asomé al borde, comprendí mejor el sentido de su mirada, que no podía ve r la llama de la vela, pero que era lo suficientemente amplia como para abrazar el universo entero, lo suficientemente penetrante como para introducirse en todos los corazones que baten en la oscuridad. Había resumido, había juzgado. “¡El horror!” Era un hombre notable. Después de todo, aquello expresaba cierta creencia. Había candor, convicción, una nota vibrante de rebeldía en su murmullo, el aspecto espantoso de una verdad apenas entrevista... una extraña mezcla de deseos y de odio. Y no es mi propia agonía lo que recuerdo mejor: una visión de grisura sin forma colmada de dolor físico, y un desprecio indiferente ante la disipación de todas las cosas, incluso de ese mismo dolor. ¡No! Es su agonía lo que me parece haber vivido. Cierto que él había dado el último paso, había traspuesto el borde, mientras que a mí me había sido permitido volver sobre mis pasos. Tal vez toda la diferencia estribe en eso; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad, toda la sinceridad, están comprimidas en aquel inapreciable momento de tiempo en el que atravesamos el umbral de lo invisible. Tal vez! Me gustaría pensar que mi resumen no fuera una palabra de desprecio indiferente. Mejor fue su grito.., mucho mejor. Era una victoria moral pagada por las innumerables derrotas, por los terrores abominables y las satisfacciones igualmente abominables. ¡Pero era una victoria! Por eso permanecí leal a Kurtz hasta el final y aún más allá, cuando mucho tiempo después volví a oír, no su voz, sino el eco de su magnífica elocuencia que llegaba a mí de un alma tan translúcidamente pura como el cristal de roca.

» No, no me enterraron, aunque hay un periodo de tiempo que recuerdo confusamente, con un asombro tembloroso, como un paso a través de algún mundo inconcebible en el que no existía ni esperanza ni deseo. Me encontré una vez más en la ciudad sepulcral, sin poder tolerar la contemplación de la gente que se apresuraba por las calles para extraer unos de. otros un poco de dinero, para devorar su infame comida, para tragar su cerveza malsana, para soñar sus sueños insignificantes y torpes. Era una infracción a mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía para mí una pretensión irritante, porque estaba seguro de que no era posible que supieran las cosas que yo sabía. Su comportamiento, que era sencillamente el comportamiento de los individuos comunes que iban a sus negocios con la afirmación de una seguridad perfecta, me resultaba tan ofensivo como las ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un peligro que no se logra comprender. No sentía ningún deseo de demostrárselo, pero tenía a veces dificultades para contenerme y no reírme en sus caras, tan llenas de estúpida importancia. Me atrevería a decir que no estaba yo muy bien en aquella época. Vagaba por las calles (tenía algunos negocios que arreglar) haciendo muecas amargas ante personas respetables. Admito que mi conducta era inexcusable, pero en aquellos días mi temperatura rara vez era normal. Los esfuerzos de mi querida tía para restablecer “mis fuerzas” me parecían algo del todo inadecuado. No eran mis fuerzas las que necesitaban restablecerse, era mi imaginación la que necesitaba un sedante. Conservaba el paquete de papeles que Kurtz me había entregado, sin saber exactamente qué debía hacer con ellos. Su madre había muerto hacía poco, asistida, como supe después, por su prometida. Un hombre bien afeitado, con aspecto oficial y lentes de oro, me visitó un día y comenzó a hacerme algunas preguntas, al principio veladas, luego suavemente apremiantes, sobre lo que él daba en llamar “ciertos documentos”. No me sorprendió, porque yo había tenido dos discusiones con el director a ese respecto. Me había negado a ceder el más pequeño fragmento de aquel paquete, y adopté la misma actitud ante el hombre de los lentes de oro. Me hizo algunas amenazas veladas y arguyó con acaloramiento que la compañía tenía derecho a cada ápice de información sobre sus “territorios”. Según él, el conocimiento del señor Kurtz sobre las regiones inexploradas debía ser por fuerza muy amplio y peculiar, dada su gran capacidad y las deplorables circunstancias en que había sido colocado. Sobre eso, le aseguré que el conocimiento del señor Kurtz, aunque extenso, no tenía nada que ver con los problemas comerciales o administrativos. Entonces invocó el nombre de la ciencia. Sería una pérdida incalculable que... etcétera. Le ofrecí el informe sobre la “Supresión de las Costumbres Salvajes”, con el post-scriptum borrado. Lo cogió ávidamente, pero terminó por dejarlo a un lado con un aire de desprecio. “No es esto lo que teníamos derecho a esperar”, observó. “No espere nada más”, le dije. “Se trata sólo de cartas privadas.” “Se retiró, emitiendo algunas vagas amenazas de procedimientos legales, y no le vi más. Pero otro individuo, diciéndose primo de Kurtz, apareció dos días más tarde, ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente. Incidentalmente, me dio a entender que Kurtz había sido en esencia un gran músico. “Hubiera podido tener un éxito inmenso”, dijo aquel hombre, que era organista, creo, con largos y lacios cabellos grises que le caían sobre el cuello grasiento de la chaqueta. No tenía yo razón para poner en duda aquella declaración, y hasta el día de hoy soy incapaz de decir cuál fue la profesión de Kurtz, si es que tuvo alguna... cuál fue el mayor de sus talentos. Lo había considerado como un pintor que escribía a veces en los periódicos, o como un periodista a quien le gustaba pintar, pero ni siquiera el primo (que no dejaba de tomar rapé durante la conversación) pudo decirme cuál había sido exactamente su profesión. Se había tratado de un genio universal. Sobre este punto estuve de acuerdo con aquel viejo tipo, que entonces se sonó estruendosamente la nariz con un gran pañuelo de algodón y se marchó con una agitación senil, llevándose algunas cartas de familia y recuerdos sin importancia. Por último apareció un periodista ansioso por saber algo de la suerte de su “querido colega”. Aquel visitante me informó que la esfera propia de Kurtz era la política en su aspecto popular. Tenía cejas pobladas y rectas, cabello áspero, muy corto, un monóculo al extremo de una larga cinta, y cuando se sintió expansivo confesó su opinión de que Kurtz en realidad no sabía escribir, pero, ¡cielos!, qué manera de hablar la de aquel hombre. Electrizaba a las multitudes. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía convencerse y llegar a creer cualquier cosa, cualquier cosa. Hubiera podido ser un espléndido dirigente para un partido extremista. “¿Qué partido?”, le pregunté. “Cualquier partido”, respondió. “Era un... un extremista. “Inquirió si no estaba yo de acuerdo, y asentí. Sabía yo, me preguntó, qué lo había inducido a ir a aquel lugar. “Sí”, le dije, y enseguida le entregué el famoso informe para que lo publicara, si lo consideraba pertinente. Lo hojeó apresuradamente, mascullando algo todo el tiempo. Juzgó que “podía servir”, y se retiró con el botín.

» De manera que me quedé al fin con un manojo de cartas y el retrato de una joven. Me causó impresión su belleza... o, mejor dicho, la belleza de su expresión. Sé que la luz del sol también puede contribuir a la mentira, sin embargo uno podía afirmar que ninguna manipulación de la luz y de la sombra podía haber inventado los delicados y veraces rasgos de aquellas facciones. Parecía estar dispuesta a escuchar sin ninguna reserva mental, sin sospechas, sin ningún pensamiento para sí misma. Decidí ir yo mismo a devolver esas cartas. ¿Curiosidad? Sí, y tal vez también algún otro sentimiento. Todo lo que había pertenecido a Kurtz había pasado por mis manos: su alma, su cuerpo, su estación, sus proyectos, su marfil, su carrera. Sólo quedaba su recuerdo y su prometida, y en cierto modo quería también relegar eso al pasado... para entregar personalmente todo lo que de él permanecía en mí a ese olvido que es la última palabra de nuestro destino común. No me defiendo. No tenía una clara percepción de lo que realmente quería. Tal vez era un impulso de inconsciente lealtad, o el cumplimiento de una de esas irónicas necesidades que acechan en la realidad de la existencia humana. No lo sé. No puedo decirlo, pero fui.

» Pensaba que su recuerdo era como los otros recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de cada hombre... una vaga huella en el cerebro de las sombras que han caído en él en su rápido tránsito final. Pero ante la alta y pesada puerta, entre las elevadas casas de una calle tan tranquila y decorosa como una avenida bien cuidada en un cementerio, tuve una visión de él en la camilla, abriendo la boca vorazmente como tratando de devorar toda la tierra y a toda su población con ella. Vivió entonces ante mí, vivió tanto como había vivido alguna vez... Una sombra insaciable de apariencia espléndida, de realidad terrible, una sombra más oscura que las sombras de la noche, envuelta notablemente en los pliegues de su brillante elocuencia. La visión pareció entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales camilleros, la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores, regular y apagado como el latido de un corazón... el corazón de las tinieblas vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar sólo para la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que había oído decir allá lejos, con las figuras cornudas deslizándose a mis espaldas, ante el brillo de las fogatas, dentro de los bosques pacientes, aquellas frases rotas que llegaban hasta mí, volvieron a oírse en su fatal y terrible simplicidad. Recordé su abyecta súplica, sus abyectas amenazas, la escala colosal de sus viles deseos, la mezquindad, el tormento, la tempestuosa agonía de su espíritu. Y más tarde me pareció ver su aire sosegado y displicente cuando me dijo un día: “Esta cantidad de marfil es ahora realmente mía. La compañía no pagó nada por ella. Yo la he reunido a costa de grandes riesgos personales. Temo que intenten reclamarla como suya. ¡Hmm! Es un caso difícil. ¿Qué cree usted que deba hacer? ¿Resistir? ¿Eh? Lo único que pido es justicia...” Lo único que quería era justicia... sólo justicia. Llamé al timbre ante una puerta de caoba en el primer piso, y, mientras esperaba, él parecía mirarme desde los cristales, mirarme con esa amplia y extensa mirada con que había abrazado, condenado, aborrecido todo el universo. Me pareció oír nuevamente aquel grito: “¡Ah! el horror! ¡El horror!”

» Caía el crepúsculo. Tuve que esperar en un amplio salón con tres grandes ventanas, que iban del suelo al techo, semejantes a tres columnas luminosas y acortinadas. Las patas curvas y doradas y los respaldos de los muebles brillaban bajo el reflejo de la luz. La alta chimenea de mármol ostentaba una blancura fría y monumental. Un gran piano hacía su aparición masiva en una esquina; con oscuros destellos en las superficies planas como un sombrío y pulimentado sarcófago. Se abrió una puerta, se cerró. Yo me puse de pie.

» Vino hacia mí, toda de negro, con una cabeza pálida. Parecía flotar en la oscuridad. Llevaba luto. Hacía más de un año que él había muerto, más de un año desde que las noticias habían llegado, pero parecía que ella pensaba recordarlo y llorarlo siempre. Tomó mis manos entre las suyas y murmuró: “Había oído decir que venía usted.” “Advertí que no era muy joven.., quiero decir que no era una muchacha. Tenía una capacidad madura para la confianza, para el sufrimiento. La habitación parecía haberse ensombrecido, como si toda la triste luz de la tarde nublada se hubiera concentrado en su frente. Su cabellera clara, su pálido rostro, sus cejas delicadamente trazadas, parecían rodeados por un halo ceniciento desde el que me observaban sus ojos oscuros. Su mirada era sencilla, profunda, confiada y leal. Llevaba la cabeza como si estuviera orgullosa de su tristeza, como si pudiera decir: “Sólo yo sé llorarle como se merece. Pero mientras permanecíamos aún con las manos estrechadas, apareció en su rostro una expresión de desolación tan intensa que percibí que no era una de esas criaturas que se convierten en juguete del tiempo. Para ella él había muerto apenas ayer. Y, ¡por Júpiter!, la impresión fue tan poderosa que a mí también me pareció que hubiera muerto sólo ayer, es más, en ese mismo momento. Los vi juntos en ese mismo instante... la muerte de él, el dolor de ella... ¿me comprendéis? Los vi juntos, los oí juntos. Ella decía en un suspiro profundo: “He sobrevivido”, mientras mis oídos parecían oír con toda claridad, mezclado con el tono de reproche desesperado de ella, el grito en el que él resumía su condenación eterna. Me pregunté, con una sensación de pánico en el corazón, como si me hubiera equivocado al penetrar en un sitio de crueles y absurdos misterios que un ser humano no puede tolerar, qué hacía yo ahí. Me indicó una silla. Nos sentamos. Coloqué el paquete en una pequeña mesa y ella puso una mano sobre él. “Usted lo conoció bien”, murmuró, después de un momento de luctuoso silencio.

» “La intimidad surge rápidamente allá”, dije. “Le conocí tan bien como es posible que un hombre conozca a otro.”

» “Y lo admiraba”, dijo. “Era imposible conocerlo y no admirarlo. ¿No es cierto?”

» “Era un hombre notable”, dije, con inquietud. Luego, ante la exigente fijeza de su mirada que parecía espiar las palabras en mis mismos labios, proseguí: “Era imposible no...”

» “Amarlo, concluyó ansiosamente, imponiéndome silencio, reduciéndome a una estupefacta mudez. “¡Es muy cierto! ¡Muy cierto! ¡Piense que nadie lo conocía mejor que yo! ¡Yo merecí toda su noble confianza! Lo conocí mejor que nadie.”

» “Lo conoció usted mejor que nadie”, repetí. Y tal vez era cierto. Pero ante cada palabra que pronunciaba, la habitación se iba haciendo más oscura, y sólo su frente, tersa y blanca, permanecía iluminada por la inextinguible luz de la fe y el amor.

» “Usted era su amigo”, continuó. “Su amigo”, repitió en voz un poco más alta. “Debe usted haberlo sido, ya que él le entregó esto y lo envió a mí. Siento que puedo hablar con usted... y, ¡oh!... debo hablar. Quiero que usted, usted que oyó sus últimas palabras, sepa que he sido digna de él... No se trata de orgullo... Sí. De lo que me enorgullezco es de saber que he podido entenderlo mejor que cualquier otra persona en el mundo... Él mismo me lo dijo. Y desde que su madre murió no he tenido a nadie... a nadie... para... para...

» Yo escuchaba. La oscuridad se hacía más profunda. Ni siquiera estaba seguro de que él me hubiera dado el paquete correcto. Tengo la firme sospecha de que, según sus deseos, yo debía haber cuidado de otro paquete de papeles, que, después de su muerte, vi examinar al director bajo la lámpara. Y la joven hablaba, aliviando su dolor en la certidumbre de mi simpatía; hablaba de la misma manera en que beben los hombres sedientos. Le oí decir que su compromiso con Kurtz no había sido aprobado por su familia. No era lo suficientemente rico, o algo así. Y, en efecto, no sé si no había sido pobre toda su vida. Me había dado a entender que había sido la impaciencia de una pobreza relativa lo que le había llevado allá.

» “¿Quién, quién que lo hubiera oído hablar una sola vez no se convertía en su amigo?”, decía. “Atraía a los hombres hacia él por lo que había de mejor en ellos.” Me miró con intensidad. “Es el don de los grandes hombres”, continuó, y el sonido de su voz profunda parecía tener el acompañamiento de todos los demás sonidos, llenos de misterios, desolación y tristeza que yo había oído en otro tiempo: el murmullo del río el susurro de la selva sacudida por el viento, el zumbido de las multitudes, el débil timbre de las palabras incomprensibles gritadas a distancia, el aleteo de una voz que hablaba desde el umbral de unas tinieblas eternas. “¡Pero usted lo ha oído! ¡Usted lo sabe!”, exclamó.

» “¡Sí, lo sé”, le dije con una especie de desesperación en el corazón, pero incliné la frente ante la fe que veía en ella, ante la grande y redentora ilusión que brillaba con un resplandor sobrenatural en las tinieblas, en las tinieblas triunfantes de las que no hubiera yo podido defenderla... de las que tampoco me hubiera yo podido defender.

» “¡Qué pérdida ha sido para mí... para nosotros!”, se corrigió con hermosa generosidad. Y añadió en un murmullo: “Para el mundo.” Los últimos destellos del crepúsculo me permitieron ver el brillo de sus ojos, llenos de lágrimas que no caerían.

» He sido muy feliz, muy afortunada. Demasiado feliz. Demasiado afortunada por un breve tiempo. Y ahora soy desgraciada... para toda la vida.”

» Se levantó; su brillante cabello pareció atrapar toda la luz que aún quedaba en un resplandor de oro. Yo también me levanté.

» “Y de todo esto”, continuó tristemente, “de todo lo que prometía, de toda su grandeza, de su espíritu generoso y su noble corazón no queda nada... nada más que un recuerdo. Usted y yo...”

» “Lo recordaremos siempre”, añadí con premura.

» “¡No!”, gritó ella. “Es imposible que todo esto se haya perdido, que una vida como la suya haya sido sacrificada sin dejar nada, sino tristeza. Usted sabe cuán amplios eran sus planes. También yo estaba enterada de ellos, quizás no podía comprenderlos, pero otros los conocían. Algo debe quedar. Por lo menos sus palabras no han muerto.”

» “Sus palabras permanecerán”, dije.

» “Y su ejemplo”, susurró, más bien para sí misma. “Los hombres le buscaban; la bondad brillaba en cada uno de sus actos. Su ejemplo...”

» “Es cierto”, dije, “también su ejemplo. Sí, su ejemplo. Me había olvidado.”

» “Pero yo no. Yo no puedo... no puedo creer... no aún. No puedo creer que nunca más volveré a verlo, que nadie lo va a volver a ver, nunca, nunca, nunca.”

» Extendió los brazos como si tratara de asir una figura que retrocediera, con las pálidas manos enlazadas, a través del marchito y estrecho resplandor de la ventana. ¡No verlo nunca! Yo lo veía con bastante claridad en ese momento. Yo veré aquel elocuente fantasma mientras viva, de la misma manera en que la veré a ella, una sombra trágica y familiar, parecida en ese gesto a otra sombra, trágica también, cubierta de amuletos sin poder, que extendía sus brazos desnudos frente al reflejo de la infernal corriente, de la corriente que procedía de las tinieblas. De pronto dijo en voz muy baja: “Murió como había vivido.”

» “Su fin”, dije yo, con una rabia sorda que comenzaba a apoderarse de mí, “fue en todo sentido digno de su vida.”

» “Y yo no estuve con él”, murmuró. Mi cólera cedió a un sentimiento de infinita piedad.

» “Todo lo que pudo hacerse...”, murmuré.

» “¡Ah, pero yo creía en él más que cualquier otra persona en el mundo, más que su propia madre, más que... que él mismo! ¡Él me necesitaba! ¡A mí! Yo hubiera atesorado cada suspiro, cada palabra, cada gesto, cada mirada.”

» Sentí un escalofrío en el pecho. “No, no”, dije con voz sorda.

» “Perdóneme, he padecido tanto tiempo en silencio... en silencio... ¿Estuvo usted con él... hasta el fin? Pienso en su soledad. Nadie cerca que pudiera entenderlo como yo hubiera podido hacerlo. Tal vez nadie que oyera...”

» “Hasta el fin”, dije temblorosamente. “Oí sus últimas palabras...” Me detuve lleno de espanto.

» “Repítalas”, murmuró con un tono desconsolado. “Quiero... algo... algo... para poder vivir.”

» Estaba a punto de gritarle: “¿No las oye usted?” La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente como el primer silbido de un viento creciente. “¡Ah, el horror! ¡El horror!”

» “Su última palabra... para vivir con ella”, insistía. “¿No comprende usted que yo lo amaba... lo amaba?”

» Reuní todas mis fuerzas y hablé lentamente.

» “La última palabra que pronunció fue el nombre de usted.”

» Oí un ligero suspiro y mi corazón se detuvo bruscamente, como si hubiera muerto por un grito triunfante y terrible, por un grito de inconcebible triunfo, de inexplicable dolor. “¡Lo sabía! ¡Estaba segura!...” Lo sabía. Estaba segura. La oí llorar; ocultó el rostro entre las manos. Me parecía que la casa iba a derrumbarse antes de que yo pudiera escapar, que los cielos caerían sobre mi cabeza. Pero nada ocurrió. Los cielos no se vienen abajo por semejantes tonterías. ¿Se habrían desplomado, me pregunto, si le hubiera rendido a Kurtz la justicia que le debía? ¿No había dicho él que sólo quería justicia? Pero me era imposible. No pude decírselo a ella. Hubiera sido demasiado siniestro...

» Marlow calló, se sentó aparte, concentrado y silencioso, en la postura de un Buda en meditación. Durante un rato nadie se movió. —Hemos perdido el primer reflujo —dijo de pronto el director. Yo levanté la cabeza. El mar estaba cubierto por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto... Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas.

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