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Dante
Alighieri
La
Divina Comedia
INFIERNO
CANTO I
A
mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado.
¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!
Es tan amarga casi cual la muerte;
mas por tratar del bien que allí encontré,
de otras cosas diré que me ocurrieron.
Yo no sé repetir cómo entré en ella
pues tan dormido me hallaba en el punto
que abandoné la senda verdadera.
Mas cuando hube llegado al pie de un monte,
allí donde aquel valle terminaba
que el corazón habíame aterrado,
hacia lo alto miré, y vi que su cima
ya vestían los rayos del planeta
que lleva recto por cualquier camino.
Entonces se calmó aquel miedo un poco,
que en el lago del alma había entrado
la noche que pasé con tanta angustia.
Y como quien con aliento anhelante,
ya salido del piélago a la orilla,
se vuelve y mira al agua peligrosa,
tal mi ánimo, huyendo todavía,
se volvió por mirar de nuevo el sitio
que a los que viven traspasar no deja.
Repuesto un poco el cuerpo fatigado,
seguí el camino por la yerma loma,
siempre afirmando el pie de más abajo.
Y vi, casi al principio de la cuesta,
una onza ligera y muy veloz,
que de una piel con pintas se cubría;
y de delante no se me apartaba,
mas de tal modo me cortaba el paso,
que muchas veces quise dar la vuelta.
Entonces comenzaba un nuevo día,
y el sol se alzaba al par que las estrellas
que junto a él el gran amor divino
sus bellezas movió por vez primera;
así es que no auguraba nada malo
de aquella fiera de la piel manchada
la hora del día y la dulce estación;
mas no tal que terror no produjese
la imagen de un león que luego vi.
Me pareció que contra mí venía,
con la cabeza erguida y hambre fiera,
y hasta temerle parecia el aire.
Y una loba que todo el apetito
parecía cargar en su flaqueza,
que ha hecho vivir a muchos en desgracia.
Tantos pesares ésta me produjo,
con el pavor que verla me causaba
que perdí la esperanza de la cumbre.
Y como aquel que alegre se hace rico
y llega luego un tiempo en que se arruina,
y en todo pensamiento sufre y llora:
tal la bestia me hacía sin dar tregua,
pues, viniendo hacia mí muy lentamente,
me empujaba hacia allí donde el sol calla.
Mientras que yo bajaba por la cuesta,
se me mostró delante de los ojos
alguien que, en su silencio, creí mudo.
Cuando vi a aquel en ese gran desierto
«Apiádate de mi -yo le grité-,
seas quien seas, sombra a hombre vivo.»
Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui,
y a mis padres dio cuna Lombardía
pues Mantua fue la patria de los dos.
Nací sub julio César, aunque tarde,
y viví en Roma bajo el buen Augusto:
tiempos de falsos dioses mentirosos.
Poeta fui, y canté de aquel justo
hijo de Anquises que vino de Troya,
cuando Ilión la soberbia fue abrasada.
¿Por qué retornas a tan grande pena,
y no subes al monte deleitoso
que es principio y razón de toda dicha?»
« ¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente
de quien mana tal río de elocuencia?
-respondí yo con frente avergonzada-.
Oh luz y honor de todos los poetas,
válgame el gran amor y el gran trabajo
que me han hecho estudiar tu gran volumen.
Eres tú mi modelo y mi maestro;
el único eres tú de quien tomé
el bello estilo que me ha dado honra.
Mira la bestia por la cual me he vuelto:
sabio famoso, de ella ponme a salvo,
pues hace que me tiemblen pulso y venas.»
«Es menester que sigas otra ruta
-me repuso después que vio mi llanto-,
si quieres irte del lugar salvaje;
pues esta bestia, que gritar te hace,
no deja a nadie andar por su camino,
mas tanto se lo impide que los mata;
y es su instinto tan cruel y tan malvado,
que nunca sacia su ansia codiciosa
y después de comer más hambre aún tiene.
Con muchos animales se amanceba,
y serán muchos más hasta que venga
el Lebrel que la hará morir con duelo.
éste no comerá tierra ni peltre,
sino virtud, amor, sabiduría,
y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.
Ha de salvar a aquella humilde Italia
por quien murió Camila, la doncella,
Turno, Euríalo y Niso con heridas.
éste la arrojará de pueblo en pueblo,
hasta que dé con ella en el abismo,
del que la hizo salir el Envidioso.
Por lo que, por tu bien, pienso y decido
que vengas tras de mí, y seré tu guía,
y he de llevarte por lugar eterno,
donde oirás el aullar desesperado,
verás, dolientes, las antiguas sombras,
gritando todas la segunda muerte;
y podrás ver a aquellas que contenta
el fuego, pues confían en llegar
a bienaventuras cualquier día;
y si ascender deseas junto a éstas,
más digna que la mía allí hay un alma:
te dejaré con ella cuando marche;
que aquel Emperador que arriba reina,
puesto que yo a sus leyes fui rebelde,
no quiere que por mí a su reino subas.
En toda parte impera y allí rige;
allí está su ciudad y su alto trono.
iCuán feliz es quien él allí destina!»
Yo contesté: «Poeta, te requiero
por aquel Dios que tú no conociste,
para huir de éste o de otro mal más grande,
que me lleves allí donde me has dicho,
y pueda ver la puerta de San Pedro
y aquellos infelices de que me hablas.»
Entonces se echó a andar, y yo tras él.
CANTO II
El día se marchaba, el aire oscuro
a los seres que habitan en la tierra
quitaba sus fatigas; y yo sólo
me disponía a sostener la guerra,
contra el camino y contra el sufrimiento
que sin errar evocará mi mente.
¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, sostenedme!
¡Memoria que escribiste lo que vi,
aquí se advertirá tu gran nobleza!
Yo comencé: «Poeta que me guías,
mira si mi virtud es suficiente
antes de comenzar tan ardua empresa.
Tú nos contaste que el padre de Silvio,
sin estar aún corrupto, al inmortal
reino llegó, y lo hizo en cuerpo y alma.
Pero si el adversario del pecado
le hizo el favor, pensando el gran efecto
que de aquello saldría, el qué y el cuál,
no le parece indigno al hombre sabio;
pues fue de la alma Roma y de su imperio
escogido por padre en el Empíreo.
La cual y el cual, a decir la verdad,
como el lugar sagrado fue elegida,
que habita el sucesor del mayor Pedro.
En el viaje por el cual le alabas
escuchó cosas que fueron motivo
de su triunfo y del manto de los papas.
Alli fue luego el Vaso de Elección,
para llevar conforto a aquella fe
que de la salvación es el principio.
Mas yo, ¿por qué he de ir? ¿quién me
lo otorga?
Yo no soy Pablo ni tampoco Eneas:
y ni yo ni los otros me creen digno.
Pues temo, si me entrego a ese viaje,
que ese camino sea una locura;
eres sabio; ya entiendes lo que callo.»
Y cual quien ya no quiere lo que quiso
cambiando el parecer por otro nuevo,
y deja a un lado aquello que ha empezado,
así hice yo en aquella cuesta oscura:
porque, al pensarlo, abandoné la empresa
que tan aprisa había comenzado.
«Si he comprendido bien lo que me has dicho
-respondió del magnánimo la sombra
la cobardía te ha atacado el alma;
la cual estorba al hombre muchas veces,
y de empresas honradas le desvía,
cual reses que ven cosas en la sombra.
A fin de que te libres de este miedo,
te diré por qué vine y qué entendí
desde el punto en que lástima te tuve.
Me hallaba entre las almas suspendidas
y me llamó una dama santa y bella,
de forma que a sus órdenes me puse.
Brillaban sus pupilas más que estrellas;
y a hablarme comenzó, clara y suave,
angélica voz, en este modo:
"Alma cortés de Mantua, de la cual
aún en el mundo dura la memoria,
y ha de durar a lo largo del tiempo:
mi amigo, pero no de la ventura,
tal obstáculo encuentra en su camino
por la montaña, que asustado vuelve:
y temo que se encuentre tan perdido
que tarde me haya dispuesto al socorro,
según lo que escuché de él en el cielo.
Ve pues, y con palabras elocuentes,
y cuanto en su remedio necesite,
ayúdale, y consuélame con ello.
Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar;
vengo del sitio al que volver deseo;
amor me mueve, amor me lleva a hablarte.
Cuando vuelva a presencia de mi Dueño
le hablaré bien de ti frecuentemente."
Entonces se calló y yo le repuse:
"Oh dama de virtud por quien supera
tan sólo el hombre cuanto se contiene
con bajo el cielo de esfera más pequeña,
de tal modo me agrada lo que mandas,
que obedecer, si fuera ya, es ya tarde;
no tienes más que abrirme tu deseo.
Mas dime la razón que no te impide
descender aquí abajo y a este centro,
desde el lugar al que volver ansías."
" Lo que quieres saber tan por entero,
te diré brevemente --me repuso
por qué razón no temo haber bajado.
Temer se debe sólo a aquellas cosas
que pueden causar algún tipo de daño;
mas a las otras no, pues mal no hacen.
Dios con su gracia me ha hecho de tal modo
que la miseria vuestra no me toca,
ni llama de este incendio me consume.
Una dama gentil hay en el cielo
que compadece a aquel a quien te envío,
mitigando allí arriba el duro juicio.
ésta llamó a Lucía a su presencia;
y dijo: «necesita tu devoto
ahora de ti, y yo a ti te lo encomiendo».
Lucía, que aborrece el sufrimiento,
se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba,
sentada al par de la antigua Raquel.
Dijo: "Beatriz, de Dios vera alabanza,
cómo no ayudas a quien te amó tanto,
y por ti se apartó de los vulgares?
¿Es que no escuchas su llanto doliente?
¿no ves la muerte que ahora le amenaza
en el torrente al que el mar no supera?"
No hubo en el mundo nadie tan ligero,
buscando el bien o huyendo del peligro,
como yo al escuchar esas palabras.
"Acá bajé desde mi dulce escaño,
confiando en tu discurso virtuoso
que te honra a ti y aquellos que lo oyeron."
Después de que dijera estas palabras
volvió llorando los lucientes ojos,
haciéndome venir aún más aprisa;
y vine a ti como ella lo quería;
te aparté de delante de la fiera,
que alcanzar te impedía el monte bello.
¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué
vacilas?
¿por qué tal cobardía hay en tu pecho?
¿por qué no tienes audacia ni arrojo?
Si en la corte del cielo te apadrinan
tres mujeres tan bienaventuradas,
y mis palabras tanto bien prometen.»
Cual florecillas, que el nocturno hielo
abate y cierra, luego se levantan,
y se abren cuando el sol las ilumina,
así hice yo con mi valor cansado;
y tanto se encendió mi corazón,
que comencé como alguien valeroso:
«!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda!
y tú, cortés, que pronto obedeciste
a quien dijo palabras verdaderas.
El corazón me has puesto tan ansioso
de echar a andar con eso que me has dicho
que he vuelto ya al propósito primero.
Vamos, que mi deseo es como el tuyo.
Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro.»
Asi le dije, y luego que echó a andar,
entré por el camino arduo y silvestre.
CANTO III
POR Mí SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE,
POR Mí SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO,
POR Mí SE VA A LA GENTE CONDENADA.
LA JUSTICIA MOVIó A MI ALTO ARQUITECTO.
HíZOME LA DIVINA POTESTAD,
EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.
ANTES DE Mí NO FUE COSA CREADA
SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.
DEJAD, LOS QUE AQUí ENTRáIS, TODA ESPERANZA.
Estas palabras de color oscuro
vi escritas en lo alto de una puerta;
y yo: «Maestro, es grave su sentido.»
Y, cual persona cauta, él me repuso:
«Debes aquí dejar todo recelo;
debes dar muerte aquí a tu cobardía.
Hemos llegado al sitio que te he dicho
en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.»
Luego tomó mi mano con la suya
con gesto alegre, que me confortó,
y en las cosas secretas me introdujo.
Allí suspiros, llantos y altos ayes
resonaban al aiire sin estrellas,
y yo me eché a llorar al escucharlo.
Diversas lenguas, hórridas blasfemias,
palabras de dolor, acentos de ira,
roncos gritos al son de manotazos,
un tumulto formaban, el cual gira
siempre en el aiire eternamente oscuro,
como arena al soplar el torbellino.
Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?»
Y él me repuso: «Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.
Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.
Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza,
pues podrían dar gloria a los caídos.»
Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto
y provoca lamentos tan amargos?»
Respondió: «Brevemente he de decirlo.
No tienen éstos de muerte esperanza,
y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.
Ya no tiene memoria el mundo de ellos,
compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»
Y entonces pude ver un estandarte,
que corría girando tan ligero,
que parecía indigno de reposo.
Y venía detrás tan larga fila
de gente, que creído nunca hubiera
que hubiese a tantos la muerte deshecho.
Y tras haber reconocido a alguno,
vi y conocí la sombra del que hizo
por cobardía aquella gran renuncia.
Al punto comprendí, y estuve cierto,
que ésta era la secta de los reos
a Dios y a sus contrarios displacientes.
Los
desgraciados, que nunca vivieron,
iban
desnudos y azuzados siempre
de
moscones y avispas que allí había.
éstos
de sangre el rostro les bañaban,
que,
mezclada con llanto, repugnantes
gusanos
a sus pies la recogían.
Y
luego que a mirar me puse a otros,
vi
gentes en la orilla de un gran río
y
yo dije: «Maestro, te suplico
que
me digas quién son, y qué designio
les
hace tan ansiosos de cruzar
como
discierno entre la luz escasa.»
Y
él repuso: «La cosa he de contarte
cuando
hayamos parado nuestros pasos
en
la triste ribera de Aqueronte.»
Con
los ojos ya bajos de vergüenza,
temiendo
molestarle con preguntas
dejé
de hablar hasta llegar al río.
Y
he aquí que viene en bote hacia nosotros
un
viejo cano de cabello antiguo,
gritando:
«¡Ay de vosotras, almas pravas!
No
esperéis nunca contemplar el cielo;
vengo
a llevaros hasta la otra orilla,
a
la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.
Y
tú que aquí te encuentras, alma viva,
aparta
de éstos otros ya difuntos.»
Pero
viendo que yo no me marchaba,
dijo:
«Por otra via y otros puertos
a
la playa has de ir, no por aquí;
más
leve leño tendrá que llevarte».
Y
el guía a él: «Caronte, no te irrites:
así
se quiere allí donde se puede
lo
que se quiere, y más no me preguntes.»
Las
peludas mejillas del barquero
del
lívido pantano, cuyos ojos
rodeaban
las llamas, se calmaron.
Mas
las almas desnudas y contritas,
cambiaron
el color y rechinaban,
cuando
escucharon las palabras crudas.
Blasfemaban
de Dios y de sus padres,
del
hombre, el sitio, el tiempo y la simiente
que
los sembrara, y de su nacimiento.
Luego
se recogieron todas juntas,
llorando
fuerte en la orilla malvada
que
aguarda a todos los que a Dios no temen.
Carón,
demonio, con ojos de fuego,
llamándolos
a todos recogía;
da
con el remo si alguno se atrasa.
Como
en otoño se vuelan las hojas
unas
tras otras, hasta que la rama
ve
ya en la tierra todos sus despojos,
de
este modo de Adán las malas siembras
se
arrojan de la orilla de una en una,
a
la señal, cual pájaro al reclamo.
Así
se fueron por el agua oscura,
y
aún antes de que hubieran descendido
ya
un nuevo grupo se había formado.
«Hijo
mío -cortés dijo el maestro
los
que en ira de Dios hallan la muerte
llegan
aquí de todos los países:
y
están ansiosos de cruzar el río,
pues
la justicia santa les empuja,
y
así el temor se transforma en deseo.
Aquí
no cruza nunca un alma justa,
por
lo cual si Carón de ti se enoja,
comprenderás
qué cosa significa.»
Y
dicho esto, la región oscura
tembló
con fuerza tal, que del espanto
la
frente de sudor aún se me baña.
La
tierra lagrimosa lanzó un viento
que
hizo brillar un relámpago rojo
y,
venciéndome todos los sentidos,
me
caí como el hombre que se duerme.
CANTO
IV
Rompió
el profundo sueño de mi mente
un
gran trueno, de modo que cual hombre
que
a la fuerza despierta, me repuse;
la
vista recobrada volví en torno
ya
puesto en pie, mirando fijamente,
pues
quería saber en dónde estaba.
En
verdad que me hallaba justo al borde
del
valle del abismo doloroso,
que
atronaba con ayes infinitos.
Oscuro
y hondo era y nebuloso,
de
modo que, aun mirando fijo al fondo,
no
distinguía allí cosa ninguna.
«Descendamos
ahora al ciego mundo
--dijo
el poeta todo amortecido-:
yo
iré primero y tú vendrás detrás.»
Y
al darme cuenta yo de su color,
dije:
« ¿Cómo he de ir si tú te asustas,
y
tú a mis dudas sueles dar consuelo?»
Y
me dijo: «La angustia de las gentes
que
están aquí en el rostro me ha pintado
la
lástima que tú piensas que es miedo.
Vamos,
que larga ruta nos espera.»
Así
me dijo, y así me hizo entrar
al
primer cerco que el abismo ciñe.
Allí,
según lo que escuchar yo pude,
llanto
no había, mas suspiros sólo,
que
al aire eterno le hacían temblar.
Lo
causaba la pena sin tormento
que
sufría una grande muchedumbre
de
mujeres, de niños y de hombres.
El
buen Maestro a mí: «¿No me preguntas
qué
espíritus son estos que estás viendo?
Quiero
que sepas, antes de seguir,
que
no pecaron: y aunque tengan méritos,
no
basta, pues están sin el bautismo,
donde
la fe en que crees principio tiene.
Al
cristianismo fueron anteriores,
y
a Dios debidamente no adoraron:
a
éstos tales yo mismo pertenezco.
Por
tal defecto, no por otra culpa,
perdidos
somos, y es nuestra condena
vivir
sin esperanza en el deseo.»
Sentí
en el corazón una gran pena,
puesto
que gentes de mucho valor
vi
que en el limbo estaba suspendidos.
«Dime,
maestro, dime, mi señor
-yo
comencé por querer estar cierto
de
aquella fe que vence la ignorancia-:
¿salió
alguno de aquí, que por sus méritos
o
los de otro, se hiciera luego santo?»
Y
éste, que comprendió mi hablar cubierto,
respondió:
«Yo era nuevo en este estado,
cuando
vi aquí bajar a un poderoso,
coronado
con signos de victoria.
Sacó
la sombra del padre primero,
y
las de Abel, su hijo, y de Noé,
del
legista Moisés, el obediente;
del
patriarca Abraham, del rey David,
a
Israel con sus hijos y su padre,
y
con Raquel, por la que tanto hizo,
y
de otros muchos; y les hizo santos;
y
debes de saber que antes de eso,
ni
un esptritu humano se salvaba.»
No
dejamos de andar porque él hablase,
mas
aún por la selva caminábamos,
la
selva, digo, de almas apiñadas
No
estábamos aún muy alejados
del
sitio en que dormí, cuando vi un fuego,
que
al fúnebre hemisferio derrotaba.
Aún
nos encontrábamos distantes,
mas
no tanto que en parte yo no viese
cuán
digna gente estaba en aquel sitio.
«Oh
tú que honoras toda ciencia y arte,
éstos
¿quién son, que tal grandeza tienen,
que
de todos los otros les separa?»
Y
respondió: «Su honrosa nombradía,
que
allí en tu mundo sigue resonando
gracia
adquiere del cielo y recompensa.»
Entre
tanto una voz pude escuchar:
«Honremos
al altísimo poeta;
vuelve
su sombra, que marchado había.»
Cuando
estuvo la voz quieta y callada,
vi
cuatro grandes sombras que venían:
ni
triste, ni feliz era su rostro.
El
buen maestro comenzó a decirme:
«Fíjate
en ése con la espada en mano,
que
como el jefe va delante de ellos:
Es
Homero, el mayor de los poetas;
el
satírico Horacio luego viene;
tercero,
Ovidio; y último, Lucano.
Y
aunque a todos igual que a mí les cuadra
el
nombre que sonó en aquella voz,
me
hacen honor, y con esto hacen bien.»
Así
reunida vi a la escuela bella
de
aquel señor del altísimo canto,
que
sobre el resto cual águila vuela.
Después
de haber hablado un rato entre ellos,
con
gesto favorable me miraron:
y
mi maestro, en tanto, sonreía.
Y
todavía aún más honor me hicieron
porque
me condujeron en su hilera,
siendo
yo el sexto entre tan grandes sabios.
Así
anduvimos hasta aquella luz,
hablando
cosas que callar es bueno,
tal
como era el hablarlas allí mismo.
Al
pie llegamos de un castillo noble,
siete
veces cercado de altos muros,
guardado
entorno por un bello arroyo.
Lo
cruzamos igual que tierra firme;
crucé
por siete puertas con los sabios:
hasta
llegar a un prado fresco y verde.
Gente
había con ojos graves, lentos,
con
gran autoridad en su semblante:
hablaban
poco, con voces suaves.
Nos
apartamos a uno de los lados,
en
un claro lugar alto y abierto,
tal
que ver se podían todos ellos.
Erguido
allí sobre el esmalte verde,
las
magnas sombras fuéronme mostradas,
que
de placer me colma haberlas visto.
A
Electra vi con muchos compañeros,
y
entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,
y
armado a César, con ojos grifaños.
Vi
a Pantasilea y a Camila,
y
al rey Latino vi por la otra parte,
que
se sentaba con su hija Lavinia.
Vi
a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,
a
Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;
y
a Saladino vi, que estaba solo;
y
al levantar un poco más la vista,
vi
al maestro de todos los que saben,
sentado
en filosófica familia.
Todos
le miran, todos le dan honra:
y
a Sócrates, que al lado de Platón,
están
más cerca de él que los restantes;
Demócrito,
que el mundo pone en duda,
Anaxágoras,
Tales y Diógenes,
Empédocles,
Heráclito y Zenón;
y
al que las plantas observó con tino,
Dioscórides,
digo; y via Orfeo,
Tulio,
Livio y al moralista Séneca;
al
geómetra Euclides, Tolomeo,
Hipócrates,
Galeno y Avicena,
y
a Averroes que hizo el «Comentario».
No
puedo detallar de todos ellos,
porque
así me encadena el largo tema,
que
dicho y hecho no se corresponden.
El
grupo de los seis se partió en dos:
por
otra senda me llevó mi guía,
de
la quietud al aire tembloroso
y
llegué a un sitio en donde nada luce.
CANTO
V
Así
bajé del círculo primero
al
segundo que menos lugar ciñe,
y
tanto más dolor, que al llanto mueve.
Allí
el horrible Minos rechinaba.
A
la entrada examina los pecados;
juzga
y ordena según se relíe.
Digo
que cuando un alma mal nacida
llega
delante, todo lo confiesa;
y
aquel conocedor de los pecados
ve
el lugar del infierno que merece:
tantas
veces se ciñe con la cola,
cuantos
grados él quiere que sea echada.
Siempre
delante de él se encuentran muchos;
van
esperando cada uno su juicio,
hablan
y escuchan, después las arrojan.
«Oh
tú que vienes al doloso albergue
-me
dijo Minos en cuanto me vio,
dejando
el acto de tan alto oficio-;
mira
cómo entras y de quién te fías:
no
te engañe la anchura de la entrada.»
Y
mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?
No
le entorpezcas su fatal camino;
así
se quiso allí donde se puede
lo
que se quiere, y más no me preguntes.»
Ahora
comienzan las dolientes notas
a
hacérseme sentir; y llego entonces
allí
donde un gran llanto me golpea.
Llegué
a un lugar de todas luces mudo,
que
mugía cual mar en la tormenta,
si
los vientos contrarios le combaten.
La
borrasca infernal, que nunca cesa,
en
su rapiña lleva a los espíritus;
volviendo
y golpeando les acosa.
Cuando
llegan delante de la ruina,
allí
los gritos, el llanto, el lamento;
allí
blasfeman del poder divino.
Comprendí
que a tal clase de martirio
los
lujuriosos eran condenados,
que
la razón someten al deseo.
Y
cual los estorninos forman de alas
en
invierno bandada larga y prieta,
así
aquel viento a los malos espiritus:
arriba,
abajo, acá y allí les lleva;
y
ninguna esperanza les conforta,
no
de descanso, mas de menor pena.
Y
cual las grullas cantando sus lays
largas
hileras hacen en el aire,
así
las vi venir lanzando ayes,
a
las sombras llevadas por el viento.
Y
yo dije: «Maestro, quién son esas
gentes
que el aire negro así castiga?»
«La
primera de la que las noticias
quieres
saber --me dijo aquel entonces-
fue
emperatriz sobre muchos idiomas.
Se
inclinó tanto al vicio de lujuria,
que
la lascivia licitó en sus leyes,
para
ocultar el asco al que era dada:
Semíramis
es ella, de quien dicen
que
sucediera a Nino y fue su esposa:
mandó
en la tierra que el sultán gobierna.
Se
mató aquella otra, enamorada,
traicionando
el recuerdo de Siqueo;
la
que sigue es Cleopatra lujuriosa.
A
Elena ve, por la que tanta víctima
el
tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles
que
por Amor al cabo combatiera;
ve
a Paris, a Tristán.» Y a más de mil
sombras
me señaló, y me nombró, a dedo,
que
Amor de nuestra vida les privara.
Y
después de escuchar a mi maestro
nombrar
a antiguas damas y caudillos,
les
tuve pena, y casi me desmayo.
Yo
comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría
a esos dos que vienen juntos
y
parecen al viento tan ligeros.»
Y
él a mí: «Los verás cuando ya estén
más
cerca de nosotros; si les ruegas
en
nombre de su amor, ellos vendrán.»
Tan
pronto como el viento allí los trajo
alcé
la voz: «Oh almas afanadas,
hablad,
si no os lo impiden, con nosotros.»
Tal
palomas llamadas del deseo,
al
dulce nido con el ala alzada,
van
por el viento del querer llevadas,
ambos
dejaron el grupo de Dido
y
en el aire malsano se acercaron,
tan
fuerte fue mi grito afectuoso:
«Oh
criatura graciosa y compasiva
que
nos visitas por el aire perso
a
nosotras que el mundo ensangrentamos;
si
el Rey del Mundo fuese nuestro amigo
rogaríamos
de él tu salvación,
ya
que te apiada nuestro mal perverso.
De
lo que oír o lo que hablar os guste,
nosotros
oiremos y hablaremos
mientras
que el viento, como ahora, calle.
La
tierra en que nací está situada
en
la Marina donde el Po desciende
y
con sus afluentes se reúne.
Amor,
que al noble corazón se agarra,
a
éste prendió de la bella persona
que
me quitaron; aún me ofende el modo.
Amor,
que a todo amado a amar le obliga,
prendió
por éste en mí pasión tan fuerte
que,
como ves, aún no me abandona.
El
Amor nos condujo a morir juntos,
y
a aquel que nos mató Caína espera.»
Estas
palabras ellos nos dijeron.
Cuando
escuché a las almas doloridas
bajé
el rostro y tan bajo lo tenía,
que
el poeta me dijo al fin: «tQué piensas?»
Al
responderle comencé: «Qué pena,
cuánto
dulce pensar, cuánto deseo,
a
éstos condujo a paso tan dañoso.»
Después
me volví a ellos y les dije,
y
comencé: «Francesca, tus pesares
llorar
me hacen triste y compasivo;
dime,
en la edad de los dulces suspiros
¿cómo
o por qué el Amor os concedió
que
conocieses tan turbios deseos?»
Y
repuso: «Ningún dolor más grande
que
el de acordarse del tiempo dichoso
en
la desgracia; y tu guía lo sabe.
Mas
si saber la primera raíz
de
nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré
como aquel que llora y habla:
Leíamos
un día por deleite,
cómo
hería el amor a Lanzarote;
solos
los dos y sin recelo alguno.
Muchas
veces los ojos suspendieron
la
lectura, y el rostro emblanquecía,
pero
tan sólo nos venció un pasaje.
Al
leer que la risa deseada
era
besada por tan gran amante,
éste,
que de mí nunca ha de apartarse,
la
boca me besó, todo él temblando.
Galeotto
fue el libro y quien lo hizo;
no
seguimos leyendo ya ese día.»
Y
mientras un espiritu así hablaba,
lloraba
el otro, tal que de piedad
desfallecí
como si me muriese;
y
caí como un cuerpo muerto cae.
CANTO
VI
Cuando
cobré el sentido que perdí
antes
por la piedad de los cuñados,
que
todo en la tristeza me sumieron,
nuevas
condenas, nuevos condenados
veía
en cualquier sitio en que anduviera
y
me volviese y a donde mirase.
Era
el tercer recinto, el de la lluvia
eterna,
maldecida, fría y densa:
de
regla y calidad no cambia nunca.
Grueso
granizo, y agua sucia y nieve
descienden
por el aire tenebroso;
hiede
la tierra cuando esto recibe.
Cerbero,
fiera monstruosa y cruel,
caninamente
ladra con tres fauces
sobre
la gente que aquí es sumergida.
Rojos
los ojos, la barba unta y negra,
y
ancho su vientre, y uñosas sus manos:
clava
a las almas, desgarra y desuella.
Los
hace aullar la lluvia como a perros,
de
un lado hacen al otro su refugio,
los
míseros profanos se revuelven.
Al
advertirnos Cerbero, el gusano,
la
boca abrió y nos mostró los colmillos,
no
había un miembro que tuviese quieto.
Extendiendo
las palmas de las manos,
cogió
tierra mi guía y a puñadas
la
tiró dentro del bramante tubo.
Cual
hace el perro que ladrando rabia,
y
mordiendo comida se apacigua,
que
ya sólo se afana en devorarla,
de
igual manera las bocas impuras
del
demonio Cerbero, que así atruena
las
almas, que quisieran verse sordas.
íbamos
sobre sombras que atería
la
densa lluvia, poniendo las plantas
en
sus fantasmas que parecen cuerpos.
En
el suelo yacían todas ellas,
salvo
una que se alzó a sentarse al punto
que
pudo vernos pasar por delante.
«Oh
tú que a estos infiernos te han traído
-me
dijo- reconóceme si puedes:
tú
fuiste, antes que yo deshecho, hecho.»
«La
angustia que tú sientes -yo le dije-
tal
vez te haya sacado de mi mente,
y
así creo que no te he visto nunca.
Dime
quién eres pues que en tan penoso
lugar
te han puesto, y a tan grandes males,
que
si hay más grandes no serán tan tristes.»
Y
él a mfí «Tu ciudad, que tan repleta
de
envidia está que ya rebosa el saco,
en
sí me tuvo en la vida serena.
Los
ciudadanos Ciacco me llamasteis;
por
la dañosa culpa de la gula,
como
estás viendo, en la lluvia me arrastro.
Mas
yo, alma triste, no me encuentro sola,
que
éstas se hallan en pena semejante
por
semejante culpa», y más no dijo.
Yo
le repuse: «Ciacco, tu tormento
tanto
me pesa que a llorar me invita,
pero
dime, si sabes, qué han de hacerse
de
la ciudad partida los vecinos,
si
alguno es justo; y dime la razón
por
la que tanta guerra la ha asolado.»
Y
él a mí: «Tras de largas disensiones
ha
de haber sangre, y el bando salvaje
echará
al otro con grandes ofensas;
después
será preciso que éste caiga
y
el otro ascienda, luego de tres soles,
con
la fuerza de Aquel que tanto alaban.
Alta
tendrá largo tiempo la frente,
teniendo
al otro bajo grandes pesos,
por
más que de esto se avergüence y llore.
Hay
dos justos, mas nadie les escucha;
son
avaricia, soberbia y envidia
las
tres antorchas que arden en los pechos.»
Puso
aquí fin al lagrimoso dicho.
Y
yo le dije: «Aún quiero que me informes,
y
que me hagas merced de más palabras;
Farinatta
y Tegghiaio, tan honrados,
Jacobo
Rusticucci, Arrigo y Mosca,
y
los otros que en bien obrar pensaron,
dime
en qué sitio están y hazme saber,
pues
me aprieta el deseo, si el infierno
los
amarga, o el cielo los endulza.»
Y
aquél: « Están entre las negras almas;
culpas
varias al fondo los arrojan;
los
podrás ver si sigues más abajo.
Pero
cuando hayas vuelto al dulce mundo,
te
pido que a otras mentes me recuerdes;
más
no te digo y más no te respondo.»
Entonces
desvió los ojos fijos,
me
miró un poco, y agachó la cara;
y
a la par que los otros cayó ciego.
Y
el guía dijo: «Ya no se levanta
hasta
que suene la angélica trompa,
y
venga la enemiga autoridad.
Cada
cual volverá a su triste tumba,
retomarán
su carne y su apariencia,
y
oirán aquello que atruena por siempre.»
Así
pasamos por la sucia mezcla
de
sombras y de lluvia a paso lento,
tratando
sobre la vida futura.
Y
yo dije: «Maestro, estos tormentos
crecerán
luego de la gran sentencia,
serán
menores o tan dolorosos?»
Y
él contestó: «Recurre a lo que sabes:
pues
cuanto más perfecta es una cosa
más
siente el bien, y el dolor de igual modo,
Y
por más que esta gente maldecida
la
verdadera perfección no encuentre,
entonces,
más que ahora, esperan serlo.»
En
redondo seguimos nuestra ruta,
hablando
de otras cosas que no cuento;
y
al llegar a aquel sitio en que se baja
encontramos
a Pluto: el enemigo.
CANTO
VII
«¡Papé
Satán, Papé Satán aleppe!»
dijo
Pluto con voz enronquecida;
y
aquel sabio gentil que todo sabe,
me
quiso confortar: «No te detenga
el
miedo, que por mucho que pudiese
no
impedirá que bajes esta roca.»
Luego
volvióse a aquel hocico hinchado,
y
dijo: «Cállate maldito lobo,
consúmete
tú mismo con tu rabia.
No
sin razón por el infierno vamos:
se
quiso en lo alto allá donde Miguel
tomó
venganza del soberbio estupro.»
Cual
las velas hinchadas por el viento
revueltas
caen cuando se rompe el mástil,
tal
cayó a tierra la fiera cruel.
Así
bajamos por la cuarta fosa,
entrando
más en el doliente valle
que
traga todo el mal del universo.
¡Ah
justicia de Dios!, ¿quién amontona
nuevas
penas y males cuales vi,
y
por qué nuestra culpa así nos triza?
Como
la ola que sobre Caribdis,
se
destroza con la otra que se encuentra,
así
viene a chocarse aquí la gente.
Vi
aquí más gente que en las otras partes,
y
desde un lado al otro, con chillidos,
haciendo
rodar pesos con el pecho.
Entre
ellos se golpean; y después
cada
uno volvíase hacia atrás,
gritando
«¿Por qué agarras?, ¿por qué
tiras?»
Así
giraban por el foso tétrico
de
cada lado a la parte contraria,
siempre
gritando el verso vergonzoso.
Al
llegar luego todos se volvían
para
otra justa, a la mitad del círculo,
y
yo, que estaba casi conmovido,
dije:
«Maestro, quiero que me expliques
quienes
son éstos, y si fueron clérigos
todos
los tonsurados de la izquierda.»
Y
él a mí. «Fueron todos tan escasos
de
la razón en la vida primera,
que
ningún gasto hicieron con mesura.
Bastante
claro ládranlo sus voces,
al
llegar a los dos puntos del círculo
donde
culpa contraria los separa.
Clérigos
fueron los que en la cabeza
no
tienen pelo, papas, cardenales,
que
están bajo el poder de la avaricia.»
Y
yo: «Maestro, entre tales sujetos
debiera
yo conocer bien a algunos,
que
inmundos fueron de tan grandes males.»
Y
él repuso: «Es en vano lo que piensas:
la
vida torpe que los ha ensuciado,
a
cualquier conocer los hace oscuros.
Se
han de chocar los dos eternamente;
éstos
han de surgir de sus sepulcros
con
el puño cerrado, y éstos, mondos;
mal
dar y mal tener, el bello mundo
les
ha quitado y puesto en esta lucha:
no
empleo mas palabras en contarlo.
Hijo,
ya puedes ver el corto aliento,
de
los bienes fiados a Fortuna,
por
los que así se enzarzan los humanos;
que
todo el oro que hay bajo la luna,
y
existió ya, a ninguna de estas almas
fatigadas
podría dar reposo.»
«Maestro
--dije yo-, dime ¿quién es esta
Fortuna
a la que te refieres
que
el bien del mundo tiene entre sus garras?»
Y
él me repuso: «Oh locas criaturas,
qué
grande es la ignorancia que os ofende;
quiero
que tú mis palabras incorpores.
Aquel
cuyo saber trasciendo todo,
los
cielos hizo y les dio quien los mueve
tal
que unas partes a otras se ilulninan,
distribuyendo
igualmente la luz;
de
igual modo en las glorias mundanales
dispuso
una ministra que cambiase
los
bienes vanos cada cierto tiempo
de
gente en gente y de una a la otra sangre,
aunque
el seso del hombre no Lo entienda;
por
Lo que imperan unos y otros caen,
siguiendo
los dictámenes de aquella
que
está oculta en la yerba tal serpiente.
Vuestro
saber no puede conocerla;
y
en su reino provee, juzga y dispone
cual
las otras deidades en el suyo.
No
tienen tregua nunca sus mudanzas,
necesidad
la obliga a ser ligera;
y
aún hay algunos que el triunfo consiguen.
Esta
es aquella a la que ultrajan tanto,
aquellos
que debieran alabarla,
y
sin razón la vejan y maldicen.
Mas
ella en su alegría nada escucha;
feliz
con las primeras criaturas
mueve
su esfera y alegre se goza.
Ahora
bajemos a mayor castigo;
caen
las estrellas que salían cuando
eché
a andar, y han prohibido entretenerse.»
Del
círculo pasamos a otra orilla
sobre
una fuente que hierve y rebosa
por
un canal que en ella da comienzo.
Aquel
agua era negra más que persa;
y,
siguiendo sus ondas tan oscuras,
por
extraño camino descendimos.
Hasta
un pantano va, llamado Estigia,
este
arroyuelo triste, cuando baja
al
pie de la maligna cuesta gris.
Y
yo, que por mirar estaba atento,
gente
enfangada vi en aquel pantano
toda
desnuda, con airado rostro.
No
sólo con las manos se pegaban,
mas
con los pies, el pecho y la cabeza,
trozo
a trozo arrancando con los dientes.
Y
el buen maestro: «Hijo, mira ahora
las
almas de esos que venció la cólera,
y
también quiero que por cierto tengas
que
bajo el agua hay gente que suspira,
y
al agua hacen hervir la superficie,
como
dice tu vista a donde mire.
Desde
el limo exclamaban: «Triste hicimos
el
aire dulce que del sol se alegra,
llevando
dentro acidïoso humo:
tristes
estamos en el negro cieno.»
Se
atraviesa este himno en su gaznate,
y
enteras no les salen las palabras.
Así
dimos la vuelta al sucio pozo,
entre
la escarpa seca y lo de enmedio;
mirando
a quien del fango se atraganta:
y
al fin llegamos al pie de una torre.
CANTO
VIII
Digo,
para seguir, que mucho antes
de
llegar hasta el pie de la alta torre,
se
encaminó a su cima nuestra vista,
porque
vimos allí dos lucecitas,
y
otra que tan de lejos daba señas,
que
apenas nuestros ojos la veían.
Y
yo le dije al mar de todo seso:
«Esto
¿qué significa? y ¿qué responde
el
otro foco, y quién es quien lo hace?»
Y
él respondió: «Por estas ondas sucias
ya
podrás divisar lo que se espera,
si
no lo oculta el humo del pantano.»
Cuerda
no lanzó nunca una saeta
que
tan ligera fuese por el aire,
como
yo vi una nave pequeñita
por
el agua venir hacia nosotros,
al
gobierno de un solo galeote,
gritando:
«Al fin llegaste, alma alevosa.»
«Flegias,
Flegias, en vano estás gritando
díjole
mi señor en este punto-;
tan
sólo nos tendrás cruzando el lodo.»
Cual
es aquel que gran engaño escucha
que
le hayan hecho, y luego se contiene,
así
hizo Flegias consumido en ira.
Subió
mi guía entonces a la barca,
y
luego me hizo entrar detrás de él;
y
sólo entonces pareció cargada.
Cuando
estuvimos ambos en el leño,
hendiendo
se marchó la antigua proa
el
agua más que suele con los otros.
Mientras
que el muerto cauce recorríamos
uno,
lleno de fango vino y dijo:
«¿Quién
eres tú que vienes a destiempo?»
.
Y
le dije: « Si vengo, no me quedo;
pero
¿quién eres tú que estás tan sucio?»
Dijo:
«Ya ves que soy uno que llora.»
Yo
le dije: «Con lutos y con llanto,
puedes
quedarte, espíritu maldito,
pues
aunque estés tan sucio te conozco.»
Entonces
tendió al leño las dos manos;
mas
el maestro lo evitó prudente,
diciendo:
«Vete con los otros perros.»
Al
cuello luego los brazos me echó,
besóme
el rostro y dijo: «!Oh desdeñoso,
bendita
la que estuvo de ti encinta!
Aquel
fue un orgulloso para el mundo;
y
no hay bondad que su memoria honre:
por
ello está su sombra aquí furiosa.
Cuantos
por reyes tiénense allá arriba,
aquí
estarán cual puercos en el cieno,
dejando
de ellos un desprecio horrible.»`
Y
yo: «Maestro, mucho desearía
el
verle zambullirse en este caldo,
antes
que de este lago nos marchemos.»
Y
él me repuso: «Aún antes que la orilla
de
ti se deje ver, serás saciado:
de
tal deseo conviene que goces.»
Al
poco vi la gran carnicería
que
de él hacían las fangosas gentes;
a
Dios por ello alabo y doy las gracias.
«¡A
por Felipe Argenti!», se gritaban,
y
el florentino espiritu altanero
contra
sí mismo volvía los dientes.
Lo
dejamos allí, y de él más no cuento.
Mas
el oído golpeóme un llanto,
y
miré atentamente hacia adelante.
Exclamó
el buen maestro: «Ahora, hijo,
se
acerca la ciudad llamada Dite,
de
graves habitantes y mesnadas.»
Y
yo dije: «Maestro, sus mezquitas
en
el valle distingo claramente,
rojas
cual si salido de una fragua
hubieran.»
Y él me dijo: «El fuego eterno
que
dentro arde, rojas nos las muestra,
como
estás viendo en este bajo infierno.»
Así
llegamos a los hondos fosos
que
ciñen esa tierra sin consuelo;
de
hierro aquellos muros parecían.
No
sin dar antes un rodeo grande,
llegamos
a una parte en que el barquero
«Salid
-gritó con fuerza- aquí es la entrada.»
Yo
vi a más de un millar sobre la puerta
de
llovidos del cielo, que con rabia
decían:
«¿Quién es este que sin muerte
va
por el reino de la gente muerta?»
Y
mi sabio maestro hizo una seña
de
quererles hablar secretamente.
Contuvieron
un poco el gran desprecio
y
dijeron: « Ven solo y que se marche
quien
tan osado entró por este reino;
que
vuelva solo por la loca senda;
pruebe,
si sabe, pues que tú te quedas,
que
le enseñaste tan oscura zona.»
Piensa,
lector, el miedo que me entró
al
escuchar palabras tan malditas,
que
pensé que ya nunca volvería.
«Guía
querido, tú que más de siete
veces
me has confortado y hecho libre
de
los grandes peligros que he encontrado,
no
me dejies -le dije- así perdido;
y
si seguir mas lejos nos impiden,
juntos
volvamos hacia atrás los pasos.»
Y
aquel señor que allí me condujera
«No
temas -dijo- porque nuestro paso
nadie
puede parar: tal nos lo otorga.
Mas
espérame aquí, y tu ánimo flaco
conforta
y alimenta de esperanza,
que
no te dejaré en el bajo mundo.»
Así
se fue, y allí me abandonó
el
dulce padre, y yo me quedé en duda
pues
en mi mente el no y el sí luchaban.
No
pude oír qué fue lo que les dijo:
mas
no habló mucho tiempo con aquéllos,
pues
hacia adentro todos se marcharon.
Cerráronle
las puertas los demonios
en
la cara a mi guía, y quedó afuera,
y
se vino hacia mí con pasos lentos.
Gacha
la vista y privado su rostro
de
osadía ninguna, y suspiraba:
«
¡Quién las dolientes casa me ha cerrado!»
Y
él me dijo: «Tú, porque yo me irrite,
no
te asustes, pues venceré la prueba,
por
mucho que se empeñen en prohibirlo.
No
es nada nueva esta insolencia suya,
que
ante menos secreta puerta usaron,
que
hasta el momento se halla sin cerrojos.
Sobre
ella contemplaste el triste escrito:
y
ya baja el camino desde aquélla,
pasando
por los cercos sin escolta,
quien
la ciudad al fin nos hará franca.
CANTO
IX
El
color que sacó a mi cara el miedo
cuando
vi que mi guía se tornaba,
lo
quitó de la suya con presteza.
Atento
se paró como escuchando,
pues
no podía atravesar la vista
el
aire negro y la neblina densa.
«Deberemos
vencer en esta lucha
-comenzó
él- si no... Es la promesa.
¡Cuánto
tarda en llegar quien esperamos.»
Y
me di cuenta de que me ocultaba
lo
del principio con lo que siguió,
pues
palabras distintas fueron éstas;
pero
no menos miedo me causaron,
porque
pensaba que su frase trunca
tal
vez peor sentido contuviese.
«
¿En este fondo de la triste hoya
bajó
algún otro, desde el purgatorio
donde
es pena la falta de esperanza?»
Esta
pregunta le hice y: «Raramente
-él
respondió- sucede que otro alguno
haga
el camino por el que yo ando.
Verdad
es que otra vez estuve aquí,
por
la cruel Eritone conjurado,
que
a sus cuerpos las almas reclamaba.
De
mí recién desnuda era mi sombrío,
cuando
ella me hizo entrar tras de aquel muro,
a
traer un alma del pozo de Judas.
Aquel
es el más bajo, el más sombrío,
y
el lugar de los cielos más lejano;
bien
sé el camino, puedes ir sin miedo.
Este
pantano que gran peste exhala
en
torno ciñe la ciudad doliente,
donde
entrar no podemos ya sin ira.»
Dijo
algo más, pero no lo recuerdo,
porque
mi vista se había fijado
en
la alta torre de cima ardorosa,
donde
al punto de pronto aparecieron
tres
sanguinosas furias infernales
que
cuerpo y porte de mujer tenían,
se
ceñían con serpientes verdes;
su
pelo eran culebras y cerastas
con
que peinaban sus horribles sienes:
Y
él que bien conocía a las esclavas
de
la reina del llanto sempiterno
Las
Feroces Erinias -dijo- mira:
Meguera
es esa del izquierdo lado,
esa
que llora al derecho es Aleto;
Tesfone
está en medio.» Y más no dijo.
Con
las uñas el pecho se rasgaban,
y
se azotaban, gritando tan alto,
que
me estreché al poeta, temeroso.
«Ah,
que venga Medusa a hacerle piedra
-las
tres decían mientras me miraban-
malo
fue el no vengarnos de Teseo.»
«Date
la vuelta y cierra bien los ojos;
si
viniera Gorgona y la mirases
nunca
podrías regresar arriba.»
Asf
dijo el Maestro, y en persona
me
volvió, sin fiarse de mis manos,
que
con las suyas aún no me tapase.
Vosotros
que tenéis la mente sana,
observad
la doctrina que se esconde
bajo
el velo de versos enigmáticos.
Mas
ya venía por las turbias olas
el
estruendo de un son de espanto lleno,
por
lo que retemblaron ambas márgenes;
hecho
de forma semejante a un viento
que,
impetuoso a causa de contrarios
ardores,
hiere el bosque y, sin descanso,
las
ramas troncha, abate y lejos lleva;
delante
polvoroso va soberbio,
y
hace escapar a fieras y a pastores.
Me
destapó los ojos: «Lleva el nervio
de
la vista por esa espuma antigua,
hacia
allí donde el humo es más acerbo.»
Como
las ranas ante la enemiga
bicha,
en el agua se sumergen todas,
hasta
que todas se juntan en tierra,
más
de un millar de almas destruidas
vi
que huían ante uno, que a su paso
cruzaba
Estigia con los pies enjutos.
Del
rostro se apartaba el aire espeso
de
vez en cuando con la mano izquierda;
y
sólo esa molestia le cansaba.
Bien
noté que del cielo era enviado,
y
me volví al maestro que hizo un signo
de
que estuviera quieto y me inclinase.
¡Cuán
lleno de desdén me parecía!
Llegó
a la puerta, y con una varita
la
abrió sin encontrar impedimento.
«¡Oh,
arrojados del cielo, despreciados!
-gritóles
él desde el umbral horrible-.
¿Cómo
es que aún conserváis esta arrogancia?
¿Y
por que os resistis a aquel deseo
cuyo
fin nunca pueda detenerse,
y
que más veces acreció el castigo?
¿De
qué sirve al destino dar de coces?
Vuestro
Cerbero, si bien recordáis,
aún
hocico y mentón lleva pelados.»
Luego
tomó el camino cenagoso,
sin
decirnos palabra, mas con cara
de
a quien otro cuidado apremia y muerde,
y
no el de aquellos que tiene delante.
A
la ciudad los pasos dirigimos,
seguros
ya tras sus palabras santas.
Dentro,
sin guerra alguna, penetramos;
y
yo, que de mirar estaba ansioso
todas
las cosas que el castillo encierra,
al
estar dentro miro en torno mío;
y
veo en todas partes un gran campo,
lleno
de pena y reo de tormentos.
Como
en Arlés donde se estanca el Ródano,
o
como el Pola cerca del Carnaro,
que
Italia cierra y sus límites baña,
todo
el sitio ondulado hacen las tumbas,
de
igual manera allí por todas partes,
salvo
que de manera aún más amarga,
pues
llamaradas hay entre las fosas;
y
tanto ardían que en ninguna fragua,
el
hierro necesita tanto fuego.
Sus
lápidas estaban removidas,
y
salían de allí tales lamentos,
que
parecían de almas condenadas.
Y
yo: « Maestro, qué gentes son esas
que,
sepultadas dentro de esas tumbas,
se
hacen oír con dolientes suspiros?»
Y
dijo: «Están aquí los heresiarcas,
sus
secuaces, de toda secta, y llenas
están
las tumbas más de lo que piensas.
El
igual con su igual está enterrado,
y
los túmulos arden más o menos.»
Y
luego de volverse a la derecha,
cruzamos
entre fosas y altos muros.
CANTO
X
Siguió
entonces por una oculta senda
entre
aquella muralla y los martirios
mi
Maestro, y yo fui tras de sus pasos.
«Oh
virtud suma, que en los infernales
circulos
me conduces a tu gusto,
háblame
y satisface mis deseos:
a
la gente que yace en los supulcros
¿la
podré ver?, pues ya están levantadas
todas
las losas, y nadie vigila.»
Y
él repuso: «Cerrados serán todos
cuando
aquí vuelvan desde Josafat
con
los cuerpos que allá arriba dejaron.
Su
cementerio en esta parte tienen
con
Epicuro todos sus secuaces
que
el alma, dicen, con el cuerpo muere.
Pero
aquella pregunta que me hiciste
pronto
será aquí mismo satisfecha,
y
también el deseo que me callas.»
Y
yo: «Buen guía, no te oculta nada
mi
corazón, si no es por hablar poco;
y
tú me tienes a ello predispuesto.»
«Oh
toscano que en la ciudad del fuego
caminas
vivo, hablando tan humilde,
te
plazca detenerte en este sitio,
porque
tu acento demuestra que eres
natural
de la noble patria aquella
a
la que fui, tal vez, harto dañoso.»
Este
son escapó súbitamente
desde
una de las arcas; y temiendo,
me
arrimé un poco más a mi maestro.
Pero
él me dijo: « Vuélvete, ¿qué haces?
mira
allí a Farinatta que se ha alzado;
le
verás de cintura para arriba.»
Fijado
en él había ya mi vista;
y
aquél se erguía con el pecho y frente
cual
si al infierno mismo despreciase.
Y
las valientes manos de mi guía
me
empujaron a él entre las tumbas,
diciendo:
«Sé medido en tus palabras.»
Como
al pie de su tumba yo estuviese,
me
miró un poco, y como con desdén,
me
preguntó: «¿Quién fueron tus mayores?»
Yo,
que de obedecer estaba ansioso,
no
lo oculté, sino que se lo dije,
y
él levantó las cejas levemente.
«Con
fiereza me fueron adversarios
a
mí y a mi partido y mis mayores,
y
así dos veces tuve que expulsarles.»
«
Si les echaste -dije- regresaron
de
todas partes, una y otra vez;
mas
los vuestros tal arte no aprendieron.»
Surgió
entonces al borde de su foso
otra
sombra, a su lado, hasta la barba:
creo
que estaba puesta de rodillas.
Miró
a mi alrededor, cual si propósito
tuviese
de encontrar conmigo a otro,
y
cuando fue apagada su sospecha,
llorando
dijo: «Si por esta ciega
cárcel
vas tú por nobleza de ingenio,
¿y
mi hijo?, ¿por qué no está contigo?»
Y
yo dije: «No vengo por mí mismo,
el
que allá aguarda por aquí me lleva
a
quien Guido, tal vez, fue indiferente.»
Sus
palabras y el modo de su pena
su
nombre ya me habian revelado;
por
eso fue tan clara mi respuesta.
Súbitamente
alzado gritó: «¿Cómo
has
dicho?, ¿Fue?, ¿Es que entonces ya no vive?
¿La
dulce luz no hiere ya sus ojos?»
Y
al advertir que una cierta demora
antes
de responderle yo mostraba,
cayó
de espaldas sin volver a alzarse.
Mas
el otro gran hombre, a cuyo ruego
yo
me detuve, no alteró su rostro,
ni
movió el cuello, ni inclinó su cuerpo.
Y
así, continuando lo de antes,
«Que
aquel arte -me dijo- mal supieran,
eso,
más que este lecho, me tortura.
Pero
antes que cincuenta veces arda
la
faz de la señora que aquí reina,
tú
has de saber lo que tal arte pesa.
Y
así regreses a ese dulce mundo,
dime,
¿por qué ese pueblo es tan impío
contra
los míos en todas sus leyes?»
Y
yo dije: «El estrago y la matanza
que
teñirse de rojo al Arbia hizo,
obliga
a tal decreto en nuestros templos.»
Me
respondió moviendo la cabeza:
«No
estuve solo álli, ni ciertamente
sin
razón me movi con esos otros:
mas
estuve yo solo, cuando todos
en
destruir Florencia consentían,
defendiéndola
a rostro descubierto.»
«Ah,
que repose vuestra descendencia
-yo
le rogué-, este nudo desatadme
que
ha enmarañado aquí mi pensamiento.
Parece
que sabéis, por lo que escucho,
lo
que nos trae el tiempo de antemano,
mas
usáis de otro modo en lo de ahora.»
«Vemos,
como quien tiene mala luz,
las
cosas -dijo- que se encuentran lejos,
gracias
a lo que esplende el Sumo Guía.
Cuando
están cerca, o son, vano es del todo
nuestro
intelecto; y si otros no nos cuentan,
nada
sabemos del estado humano.
Y
comprender podrás que muerto quede
nuestro
conocimiento en aquel punto
que
se cierre la puerta del futuro.»
Arrepentido
entonces de mi falta,
dije:
«Diréis ahora a aquel yacente
que
su hijo aún se encuentra con los vivos;
y
si antes mudo estuve en la respuesta,
hazle
saber que fue porque pensaba
ya
en esa duda que me habéis resuelto.»
Y
ya me reclamaba mi maestro;
y
yo rogué al espíritu que rápido
me
refiriese quién con él estaba.
Díjome:
«Aquí con más de mil me encuentro;
dentro
se halla el segundo Federico,
y
el Cardenal, y de los otros callo.»
Entonces
se ocultó; y yo hacia el antiguo
poeta
volví el paso, repensando
esas
palabras que creí enemigas.
él
echó a andar y luego, caminando,
me
dijo: «¿Por qué estás tan abatido?»
Y
yo le satisfice la pregunta.
«
Conserva en la memoria lo que oíste
contrario
a ti -me aconsejó aquel sabio-
y
atiende ahora -y levantó su dedo-:
cuando
delante estés del dulce rayo
de
aquella cuyos ojos lo ven todo
de
ella sabrás de tu vida el viaje.
Luego
volvió los pies a mano izquierda:
dejando
el muro, fuimos hacia el centro
por
un sendero que conduce a un valle,
cuyo
hedor hasta allí desagradaba.
CANTO
XI
Por
el extremo de un acantilado,
que
en circulo formaban peñas rotas,
llegamos
a un gentío aún más doliente;
y
allí, por el exceso tan horrible
de
la peste que sale del abismo,
al
abrigo detrás nos colocamos
de
un gran sepulcro, donde vi un escrito
«Aquí
el papa Anastasio está encerrado
que
Fotino apartó del buen camino.»
«Conviene
que bajemos lentamente,
para
que nuestro olfato se acostumbre
al
triste aliento; y luego no moleste.»
Así
el Maestro, y yo: «Compensación
-díjele-
encuentra, pues que el tiempo en balde
no
pase.» Y él: «Ya ves que en eso pienso.
Dentro,
hijo mío, de estos pedregales
-luego
empezó a decir- tres son los círculos
que
van bajando, como los que has visto.
Todos
llenos están de condenados,
mas
porque luego baste que los mires,
oye
cómo y por qué se les encierra:
Toda
maldad, que el odio causa al cielo,
tiene
por fin la injuria, y ese fin
o
con fuerza o con fraude a otros contrista;
mas
siendo el fraude un vicio sólo humano,
más
lo odia Dios, por ello son al fondo
los
fraudulentos aún más castigados.
De
los violentos es el primer círculo;
mas
como se hace fuerza a tres personas,
en
tres recintos está dividido;
a
Dios, y a sí, y al prójimo se puede
forzar;
digo a ellos mismos y a sus cosas,
como
ya claramente he de explicarte.
Muerte
por fuerza y dolientes heridas
al
prójimo se dan, y a sus haberes
ruinas,
incendios y robos dañosos;
y
así a homicidas y a los que mal hieren,
ladrones
e incendiarios, atormenta
el
recinto primero en varios grupos.
Puede
el hombre tener violenta mano
contra
él mismo y sus cosas; y es preciso
que
en el segundo recinto lo purgue
el
que se priva a sí de vuestro mundo,
juega
y derrocha aquello que posee,
y
llora allí donde debió alegrarse.
Puede
hacer fuerza contra la deidad,
blasfemando,
negándola en su alma,
despreciando
el amor de la natura;
y
el recinto menor lleva la marca
del
signo de Cahors y de Sodoma,
y
del que habla de Dios con menosprecio.
El
fraude, que cualquier conciencia muerde,
se
puede hacer a quien de uno se fía,
o
a aquel que la confianza no ha mostrado.
Se
diría que de esta forma matan
el
vínculo de amor que hace natura;
y
en el segundo círculo se esconden
hipocresía,
adulación, quien hace
falsedad,
latrocinio y simonía,
rufianes,
barateros y otros tales.
De
la otra forma aquel amor se olvida
de
la naturaleza, y lo que crea,
de
donde se genera la confianza;
y
al Círculo menor, donde está el centro
del
universo, donde asienta Dite,
el
que traiciona por siempre es llevado.»
Y
yo: «Maestro, muy clara procede
tu
razón, y bastante bien distingue
este
lugar y el pueblo que lo ocupa:
pero
ahora dime: aquellos de la ciénaga,
que
lleva el viento, y que azota la lluvia,
y
que chocan con voces tan acerbas,
¿por
qué no dentro de la ciudad roja
son
castigados, si a Dios enojaron?
y
si no, ¿por qué están en tal suplicio?»
Y
entonces él: «¿Por qué se aleja tanto
-dijo-
tu ingenio de lo que acostumbra?,
¿o
es que tu mente mira hacia otra parte?
¿Ya
no te acuerdas de aquellas palabras
que
reflejan en tu éTICA las tres.
inclinaciones
que no quiere el cielo,
incontinencia,
malicia y la loca
bestialidad?
¿y cómo incontinencia
menos
ofende y menos se castiga?
Y
si miras atento esta sentencia,
y
a la mente preguntas quién son esos
que
allí fuera reciben su castigo,
comprenderás
por qué de estos felones
están
aparte, y a menos crudeza
la
divina venganza les somete.»
«Oh
sol que curas la vista turbada,
tú
me contentas tanto resolviendo,
que
no sólo el saber, dudar me gusta.
Un
poco más atrás vuélvete ahora
-díjele--,
allí donde que usura ofende
a
Dios dijiste, y quítame el enredo.»
«A
quien la entiende, la Filosofía
hace
notar, no sólo en un pasaje
cómo
natura su carrera toma
del
divino intelecto y de su arte;
y
si tu FíSICA miras despacio,
encontrarás,
sin mucho que lo busques,
que
el arte vuestro a aquélla, cuanto pueda,
sigue
como al maestro su discípulo,
tal
que vuestro arte es como de Dios nieto.
Con
estas dos premisas, si recuerdas
el
principio del Génesis, debemos
ganarnos
el sustento con trabajo.
Y
al seguir el avaro otro camino,
por
éste, a la natura y a sus frutos,
desprecia,
y pone en lo otro su esperanza.
Mas
sígueme, porque avanzar me place;
que
Piscis ya remonta el horizonte
y
todo el Carro yace sobre el Coro,
y
el barranco a otro sitio se despeña.
CANTO
XII
Era
el lugar por el que descendimos
alpestre
y, por aquel que lo habitaba,
cualquier
mirada hubiéralo esquivado.
Como
son esas ruinas que al costado
de
acá de Trento azota el río Adigio,
por
terremoto o sin tener cimientos,
que
de lo alto del monte, del que bajan
al
llano, tan hendida está la roca
que
ningún paso ofrece a quien la sube;
de
aquel barranco igual era el descenso;
y
allí en el borde de la abierta sima,
el
oprobio de Creta estaba echado
que
concebido fue en la falsa vaca;
cuando
nos vio, a sí mismo se mordía,
tal
como aquel que en ira se consume.
Mi
sabio entonces le gritó: «Por suerte
piensas
que viene aquí el duque de Atenas,
que
allí en el mundo la muerte te trajo?
Aparta,
bestia, porque éste no viene
siguiendo
los consejos de tu hermana,
sino
por contemplar vuestros pesares.»
Y
como el toro se deslaza cuando
ha
recibido ya el golpe de muerte,
y
huir no puede, mas de aquí a allí salta,
así
yo vi que hacía el Minotauro;
y
aquel prudente gritó: «Corre al paso;
bueno
es que bajes mientras se enfurece.»
Descendimos
así por el derrumbe
de
las piedras, que a veces se movían
bajo
mis pies con esta nueva carga.
Iba
pensando y díjome: «Tú piensas
tal
vez en esta ruina, que vigila
la
ira bestial que ahora he derrotado.
Has
de saber que en la otra ocasión
que
descendí a lo hondo del infierno,
esta
roca no estaba aún desgarrada;
pero
sí un poco antes, si bien juzgo,
de
que viniese Aquel que la gran presa
quitó
a Dite del círculo primero,
tembló
el infecto valle de tal modo
que
pensé que sintiese el universo
amor,
por el que alguno cree que el mundo
muchas
veces en caos vuelve a trocarse;
y
fue entonces cuando esta vieja roca
se
partió por aquí y por otros lados.
Mas
mira el valle, pues que se aproxima
aquel
río sangriento, en el cual hierve
aquel
que con violencia al otro daña.»
¡Oh
tú, ciega codicia, oh loca furia,
que
así nos mueves en la corta vida,
y
tan mal en la eterna nos sumerges!
Vi
una amplia fosa que torcía en arco,
y
que abrazaba toda la llanura,
según
lo que mi guía había dicho.
Y
por su pie corrían los centauros,
en
hilera y armados de saetas,
como
cazar solían en el mundo.
Viéndonos
descender, se detuvieron,
y
de la fila tres se separaron
con
los arcos y flechas preparadas.
Y
uno gritó de lejos: «¿A qué pena
venís
vosotros bajando la cuesta?
Decidlo
desde allí, o si no disparo.»
«La
respuesta -le dijo mi maestro-
daremos
a Quirón cuando esté cerca:
tu
voluntad fue siempre impetuosa.»
Después
me tocó, y dijo: «Aquel es Neso,
que
murió por la bella Deyanira,
contra
sí mismo tomó la venganza.
Y
aquel del medio que al pecho se mira,
el
gran Quirón, que fue el ayo de Aquiles;
y
el otro es Folo, el que habló tan airado.
Van
a millares rodeando el foso,
flechando
a aquellas almas que abandonan
la
sangre, más que su culpa permite.»
Nos
acercamos a las raudas fieras:
Quirón
cogió una flecha, y con la punta,
de
la mejilla retiró la barba.
Cuando
hubo descubierto la gran boca,
dijo
a sus compañeros; «¿No os dais cuenta
que
el de detrás remueve lo que pisa?
No
lo suelen hacer los pies que han muerto.»
Y
mi buen guía, llegándole al pecho,
donde
sus dos naturas se entremezclan,
respondió:
«Está bien vivo, y a él tan sólo
debo
enseñarle el tenebroso valle:
necesidad
le trae, no complacencia.
Alguien
cesó de cantar Aleluya,
y
ésta nueva tarea me ha encargado:
él
no es ladrón ni yo alma condenada.
Mas
por esta virtud por la cual muevo
los
pasos por camino tan salvaje,
danos
alguno que nos acompañe,
que
nos muestre por dónde se vadea,
y
que a éste lleve encima de su grupa,
pues
no es alma que viaje por el aire.»
Quirón
se volvió atrás a la derecha,
y
dijo a Neso: «Vuelve y dales guía,
y
hazles pasar si otro grupo se encuentran.»
Y
nos marchamos con tan fiel escolta
por
la ribera del bullir rojizo,
donde
mucho gritaban los que hervían.
Gente
vi sumergida hasta las cejas,
y
el gran centauro dijo: « Son tiranos
que
vivieron de sangre y de rapiña:
lloran
aquí sus daños despiadados;
está
Alejandro, y el feroz Dionisio
que
a Sicilia causó tiempos penosos.
Y
aquella frente de tan negro pelo,
es
Azolino; y aquel otro rubio,
es
Opizzo de Este, que de veras
fue
muerto por su hijastro allá en el mundo.»
Me
volví hacia el poeta y él me dijo:
«Ahora
éste es el primero, y yo el segundo.»
Al
poco rato se fijó el Centauro
en
unas gentes, que hasta la garganta
parecían,
salir del hervidero.
Díjonos
de una sombra ya apartada:
«En
la casa de Dios aquél hirió -
el
corazón que al Támesis chorrea.»
Luego
vi gentes que sacaban fuera
del
río la cabeza, y hasta el pecho;
y
yo reconocí a bastantes de ellos.
Asi
iba descendiendo poco a poco
aquella
sangre que los pies cocía,
y
por allí pasamos aquel foso.
«Así
como tú ves que de esta parte
el
hervidero siempre va bajando,
-dijo
el centauro- quiero que conozcas
que
por la otra más y más aumenta
su
fondo, hasta que al fin llega hasta el sitio
en
donde están gimiendo los tiranos.
La
diving justicia aquí castiga
a
aquel Atila azote de la tierra
y
a Pirro y Sexto; y para siempre ordeña
las
lágrimas, que arrancan los hervores,
a
Rinier de Corneto, a Rinier Pazzo
qué
en los caminos tanta guerra hicieron.»
Volvióse
luego y franqueó aquel vado.
CANTO
XIII
Neso
no había aún vuelto al otro lado,
cuando
entramos nosotros por un bosque
al
que ningún sendero señalaba.
No
era verde su fronda, sino oscura;
ni
sus ramas derechas, mas torcidas;
sin
frutas, mas con púas venenosas.
Tan
tupidos, tan ásperos matojos
no
conocen las fieras que aborrecen
entre
Corneto y Cécina los campos.
Hacen
allí su nido las arpías,
que
de Estrófane echaron al Troyano
con
triste anuncio de futuras cuitas.
Alas
muy grandes, cuello y rostro humanos
y
garras tienen, y el vientre con plumas;
en
árboles tan raros se lamentan.
Y
el buen Maestro: «Antes de adentrarte,
sabrás
que este recinto es el segundo
-me
comenzó a decir- y estarás hasta
que
puedas ver el horrible arenal;
mas
mira atentamente; así verás
cosas
que si te digo no creerías.»
Yo
escuchaba por todas partes ayes,
y
no vela a nadie que los diese,
por
lo que me detuve muy asustado.
Yo
creí que él creyó que yo creía
que
tanta voz salía del follaje,
de
gente que a nosotros se ocultaba.
Y
por ello me dijo: «Si tronchases
cualquier
manojo de una de estas plantas,
tus
pensamientos también romperias.»
Entonces
extendí un poco la mano,
y
corté una ramita a un gran endrino;
y
su tronco gritó: «¿Por qué me hieres?
Y
haciéndose después de sangre oscuro
volvió
a decir: «Por qué así me desgarras?
¿es
que no tienes compasión alguna?
Hombres
fuimos, y ahora matorrales;
más
piadosa debiera ser tu mano,
aunque
fuéramos almas de serpientes.»
Como.
una astilla verde que encendida
por
un lado, gotea por el otro,
y
chirría el vapor que sale de ella,
así
del roto esqueje salen juntas
sangre
y palabras: y dejé la rama
caer
y me quedé como quien teme.
«Si
él hubiese creído de antemano
-le
respondió mi sabio-, ánima herida,
aquello
que en mis rimas ha leído,
no
hubiera puesto sobre ti la mano:
mas
me ha llevado la increible cosa
a
inducirle a hacer algo que me pesa:
mas
dile quién has sido, y de este modo
algún
aumento renueve tu fama
alli
en el mundo, al que volver él puede.»
Y
el tronco: «Son tan dulces tus lisonjas
que
no puedo callar; y no os moleste
si
en hablaros un poco me entretengo:
Yo
soy aquel que tuvo las dos llaves
que
el corazón de Federico abrían
y
cerraban, de forma tan suave,
que
a casi todos les negó el secreto;
tanta
fidelidad puse en servirle
que
mis noches y días perdí en ello.
La
meretriz que jamás del palacio
del
César quita la mirada impúdica,
muerte
común y vicio de las cortes,
encendió
a todos en mi contra; y tanto
encendieron
a Augusto esos incendios
que
el gozo y el honor trocóse en lutos;
mi
ánimo, al sentirse despreciado,
creyendo
con morir huir del desprecio,
culpable
me hizo contra mí inocente.
Por
las raras raíces de este leño,
os
juro que jamás rompí la fe
a
mi señor, que fue de honor tan digno.
Y
si uno de los dos regresa al mundo,
rehabilite
el recuerdo que se duele
aún
de ese golpe que asesta la envidia.»
Paró
un poco, y después: «Ya que se calla,
no
pierdas tiempo -dijome el poeta-
habla
y pregúntale si más deseas.»
Yo
respondí: «Pregúntale tú entonces
lo
que tú pienses que pueda gustarme;
pues,
con tanta aflicción, yo no podría.»
Y
así volvió a empezar: «Para que te haga
de
buena gana aquello que pediste,
encarcelado
espíritu, aún te plazca
decirnos
cómo el alma se encadena
en
estos troncos; dinos, si es que puedes,
si
alguna se despega de estos miembros.»
Sopló
entonces el tronco fuememente
trocándose
aquel viento en estas voces:
«Brevemente
yo quiero responderos;
cuando
un alma feroz ha abandonado
el
cuerpo que ella misma ha desunido
Minos
la manda a la séptima fosa.
Cae
a la selva en parte no elegida;
mas
donde la fortuna la dispara,
como
un grano de espelta allí germina;
surge
en retoño y en planta silvestre:
y
al converse sus hojas las Arpías,
dolor
le causan y al dolor ventana.
Como
las otras, por nuestros despojos,
vendremos,
sin que vistan a ninguna;
pues
no es justo tener lo que se tira.
A
rastras los traeremos, y en la triste
selva
serán los cuerpos suspendidos,
del
endrino en que sufre cada sombra.»
Aún
pendientes estábamos del tronco
creyendo
que quisiera más contarnos,
cuando
de un ruido fuimos sorprendidos,
Igual
que aquel que venir desde el puesto
escucha
al jabalí y a la jauría
y
oye a las bestias y un ruido de frondas;
Y
miro a dos que vienen por la izquierda,
desnudos
y arañados, que en la huida,
de
la selva rompían toda mata.
Y
el de delante: «¡Acude, acude, muerte!»
Y
el otro, que más lento parecía,
gritaba:
«Lano, no fueron tan raudas
en
la batalla de Toppo tus piernas.»
Y
cuando ya el aliento le faltaba,
de
él mismo y de un arbusto formó un nudo.
La
selva estaba llena detrás de ellos
de
negros canes, corriendo y ladrando
cual
lebreles soltados de traílla.
El
diente echaron al que estaba oculto
y
lo despedazaron trozo a trozo;
luego
llevaron los miembros dolientes.
Cogióme
entonces de la mano el guía,
y
me llevó al arbusto que lloraba,
por
los sangrantes rotos, vanamente.
Decía:
«Oh Giácomo de Sant' Andrea,
¿qué
te ha valido de mí hacer refugio?
¿qué
culpa tengo de tu mala vida?»
Cuando
el maestro se paró a su lado,
dijo:
«¿Quién fuiste, que por tantas puntas
con
sangre exhalas tu habla dolorosa?»
Y
él a nosotros: «Oh almas que llegadas
sois
a mirar el vergonzoso estrago,
que
mis frondas así me ha desunido,
recogedlas
al pie del triste arbusto.
Yo
fui de la ciudad que en el Bautista
cambió
el primer patrón: el cual, por esto
con
sus artes por siempre la hará triste;
y
de no ser porque en el puente de Arno
aún
permanece de él algún vestigio,
esas
gentes que la reedificaron
sobre
las ruinas que Atila dejó,
habrían
trabajado vanamente.
Yo
de mi casa hice mi cadalso.»
CANTO
XIV
Y
como el gran amor del lugar patrio
me
conmovió, reuní la rota fronda,
y
se la devolví a quien ya callaba.
Al
límite llegamos que divide
el
segundo recinto del tercero,
y
vi de la justicia horrible modo.
Por
bien manifestar las nuevas cosas,
he
de decir que a un páramo llegamos,
que
de su seno cualquier planta ahuyenta.
La
dolorosa selva es su guirnalda,
como
para ésta lo es el triste foso;
justo
al borde los pasos detuvimos.
Era
el sitio una arena espesa y seca,
hecha
de igual manera que esa otra
que
oprimiera Catón con su pisada.
¡Oh
venganza divina, cuánto debes
ser
temida de todo aquel que lea
cuanto
a mis ojos fuera manifiesto!
De
almas desnudas vi muchos rebaños,
todas
llorando llenas de miseria,
y
en diversas posturas colocadas:
unas
gentes yacían boca arriba;
encogidas
algunas se sentaban,
y
otras andaban incesantemente.
Eran
las más las que iban dando vueltas,
menos
las que yacían en tormento,
pero
más se quejaban de sus males.
Por
todo el arenal, muy lentamente,
llueven
copos de fuego dilatados,
como
nieve en los Alpes si no hay viento.
Como
Alejandro en la caliente zona
de
la India vio llamas que caían
hasta
la tierra sobre sus ejércitos;
por
lo cual ordenó pisar el suelo
a
sus soldados, puesto que ese fuego
se
apagaba mejor si estaba aislado,
así
bajaba aquel ardor eterno;
y
encendía la arena, tal la yesca
bajo
eslabón, y el tormento doblaba.
Nunca
reposo hallaba el movimiento
de
las míseras manos, repeliendo
aquí
o allá de sí las nuevas llamas.
br>
Yo
comencé: «Maestro, tú que vences
todas
las cosas, salvo a los demonios
que
al entrar por la puerta nos salieron,
¿Quién
es el grande que no se preocupa
del
fuego y yace despectivo y fiero,
cual
si la lluvia no le madurase?»
Y
él mismo, que se había dado cuenta
que
preguntaba por él a mi guía,
gritó:
« Como fui vivo, tal soy muerto.
Aunque
Jove cansara a su artesano
de
quien, fiero, tomó el fulgor agudo
con
que me golpeó el último día,
o
a los demás cansase uno tras otro,
de
Mongibelo en esa negra fragua,
clamando:
"Buen Vulcano, ayuda, ayuda"
tal
como él hizo en la lucha de Flegra,
y
me asaeteara con sus fuerzas,
no
podría vengarse alegremente.»
Mi
guía entonces contestó con fuerza
tanta,
que nunca le hube así escuchado:
«Oh
Capaneo, mientras no se calme
tu
soberbia, serás más afligido:
ningún
martirio, aparte de tu rabia,
a
tu furor dolor será adecuado.»
Después
se volvió a mí con mejor tono,
«éste
fue de los siete que asediaron
a
Tebas; tuvo a Dios, y me parece
que
aún le tenga, desdén, y no le implora;
mas
como yo le dije, sus despechos
son
en su pecho galardón bastante.
Sígueme
ahora y cuida que tus pies
no
pisen esta arena tan ardiente,
mas
camina pegado siempre al bosque.»
En
silencio llegamos donde corre
fuera
ya de la selva un arroyuelo,
cuyo
rojo color aún me horripila:
como
del Bulicán sale el arroyo
que
reparten después las pecadoras, t
al
corrta a través de aquella arena.
El
fondo de éste y ambas dos paredes
eran
de piedra, igual que las orillas;
y
por ello pensé que ése era el paso.
«Entre
todo lo que yo te he enseñado,
desde
que atravesamos esa puerta
cuyos
umbrales a nadie se niegan,
ninguna
cosa has visto más notable
como
el presente río que las llamas
apaga
antes que lleguen a tocarle.»
Esto
dijo mi guía, por lo cual
yo
le rogué que acrecentase el pasto,
del
que acrecido me había el deseo.
«Hay
en medio del mar un devastado
país
-me dijo- que se llama Creta;
bajo
su rey fue el mundo virtuoso.
Hubo
allí una montaña que alegraban
aguas
y frondas, se llamaba Ida:
cual
cosa vieja se halla ahora desierta.
La
excelsa Rea la escogió por cuna
para
su hijo y, por mejor guardarlo,
cuando
lloraba, mandaba dar gritos.
Se
alza un gran viejo dentro de aquel monte,
que
hacia Damiata vuelve las espaldas
y
al igual que a un espejo a Roma mira.
Está
hecha su cabeza de oro fino,
y
plata pura son brazos y pecho,
se
hace luego de cobre hasta las ingles;
y
del hierro mejor de aquí hasta abajo,
salvo
el pie diestro que es barro cocido:
y
más en éste que en el otro apoya.
Sus
partes, salvo el oro, se hallan rotas
por
una raja que gotea lágrimas,
que
horadan, al juntarse, aquella gruta;
su
curso en este valle se derrama:
forma
Aqueronte, Estigia y Flagetonte;
corre
después por esta estrecha espita
al
fondo donde más no se desciende:
forma
Cocito; y cuál sea ese pantano
ya
lo verás; y no te lo describo.»
Yo
contesté: «Si el presente riachuelo
tiene
así en nuestro mundo su principio,
¿como
puede encontrarse en este margen?»
Respondió:
«Sabes que es redondo el sitio,
y
aunque hayas caminado un largo trecho
hacia
la izquierda descendiendo al fondo,
aún
la vuelta completa no hemos dado;
por
lo que si aparecen cosas nuevas,
no
debes contemplarlas con asombro.»
Y
yo insistí «Maestro, ¿dónde se hallan
Flegetonte
y Leteo?; a uno no nombras,
y
el otro dices que lo hace esta lluvia.»
«Me
agradan ciertamente tus preguntas
-dijo-,
mas el bullir del agua roja
debía
resolverte la primera.
Fuera
de aquí podrás ver el Leteo,
allí
donde a lavarse van las almas,
cuando
la culpa purgada se borra.»
Dijo
después: «Ya es tiempo de apartarse
del
bosque; ven caminando detrás:
dan
paso las orillas, pues no queman,
y
sobre ellas se extingue cualquier fuego.»
CANTO
XV
Caminamos
por uno de los bordes,
y
tan denso es el humo del arroyo,
que
del fuego protege agua y orillas.
Tal
los flamencos entre Gante y Brujas,
temiendo
el viento que en invierno sopla,
a
fin de que huya el mar hacen sus diques;
y
como junto al Brenta los paduanos
por
defender sus villas y castillos,
antes
que Chiarentana el calor sienta;
de
igual manera estaban hechos éstos,
sólo
que ni tan altos ni tan gruesos,
fuese
el que fuese quien los construyera.
Ya
estábamos tan lejos de la selva
que
no podría ver dónde me hallaba,
aunque
hacia atrás yo me diera la vuelta,
cuando
encontramos un tropel de almas
que
andaban junto al dique, y todas ellas
nos
miraban cual suele por la noche
mirarse
el uno al otro en luna nueva;
y
para vernos fruncían las cejas
como
hace el sastre viejo con la aguja.
Examinado
así por tal familia,
de
uno fui conocido, que agarró
mi
túnica y gritó: «¡Qué maravilla!»
y
yo, al verme cogido por su mano
fijé
la vista en su quemado rostro,
para
que, aun abrasado, no impidiera,
su
reconocimiento a mi memoria;
e
inclinando la mía hacia su cara
respondí:
«¿Estáis aquí, señor Brunetto?»
«Hijo,
no te disguste -me repuso-
si
Brunetto Latino deja un rato
a
su grupo y contigo se detiene.»
Y
yo le dije: «Os lo pido gustoso;
y
si queréis que yo, con vos me pare,
lo
haré si place a aquel con el que ando.»
«Hijo
-repuso-, aquel de este rebaño
que
se para, después cien años yace,
sin
defenderse cuando el fuego quema.
Camina
pues: yo marcharé a tu lado;
y
alcanzaré más tarde a mi mesnada,
que
va llorando sus eternos males.»
Yo
no osaba bajarme del camino
y
andar con él; mas gacha la cabeza
tenía
como el hombre reverente.
él
comenzó: «¿Qué fortuna o destino
antes
de postrer día aquí te trae?
¿y
quién es éste que muestra el camino?»
Y
yo: «Allá arriba, en la vida serena
-le
respondí- me perdí por un valle,
antes
de que mi edad fuese perfecta.
Lo
dejé atrás ayer por la mañana;
éste
se apareció cuando a él volvía,
y
me lleva al hogar por esta ruta.»
Y
él me repuso: «Si sigues tu estrella
glorioso
puerto alcanzarás sin falta,
si
de la vida hermosa bien me acuerdo;
y
si no hubiese muerto tan temprano,
viendo
que el cielo te es tan favorable,
dado
te habría ayuda en la tarea.
Mas
aquel pueblo ingrato y malicioso
que
desciende de Fiesole de antiguo,
y
aún tiene en él del monte y del peñasco,
si
obras bien ha de hacerse tu contrario:
y
es con razón, que entre ásperos serbales
no
debe madurar el dulce higo.
Vieja
fama en el mundo llama ciegos,
gente
es avara, envidiosa y soberbia:
líbrate
siempre tú de sus costumbres.
Tanto
honor tu fortuna te reserva,
que
la una parte y la otra tendrán hambre
de
ti; mas lejos pon del chivo el pasto.
Las
bestias fiesolanas se apacienten
de
ellas mismas, y no toquen la planta,
si
alguna surge aún entre su estiércol,
en
que reviva la simiente santa
de
los romanos que quedaron, cuando
hecho
fue el nido de tan gran malicia.»
«Si
pudiera cumplirse mi deseo
aún
no estaríais vos -le repliqué-
de
la humana natura separado;
que
en mi mente está fija y aún me apena,
querida
y buena, la paterna imagen
vuestra,
cuando en el mundo hora tras hora
me
enseñabais que el hombre se hace eterno;
y
cuánto os lo agradezco, mientras viva,
conviene
que en mi lengua se proclame.
Lo
que narráis de mi carrera escribo,
para
hacerlo glosar, junto a otro texto,
si
hasta ella llego, a la mujer que sabe.
Sólo
quiero que os sea manifiesto
que,
con estar tranquila mi conciencia,
me
doy, sea cual sea, a la Fortuna.
No
es nuevo a mis oídos tal augurio:
mas
la Fortuna hace girar su rueda
como
gusta, y el labrador su azada.»
Entonces
mi maestro la mejilla
derecha
volvió atrás, y me miró;
dijo
después: «Bien oye el precavido.»
Pero
yo no dejé de hablar por eso
con
ser Brunetto, y pregunto quién son
sus
compañeros de más alta fama.
Y
él me dijo: «Saber de alguno es bueno;
de
los demás será mejor que calle,
que
a tantos como son el tiempo es corto.
Sabe,
en suma, que todos fueron clérigos
y
literatos grandes y famosos,
al
mundo sucios de un igual pecado.
Prisciano
va con esa turba mísera,
y
Francesco D'Accorso; y ver con éste,
si
de tal tiña tuvieses deseo,
podrás
a quien el Siervo de los Siervos
hizo
mudar del Arno al Bachiglión,
donde
dejó los nervios mal usados.
De
otros diría, mas charla y camino
no
pueden alargarse, pues ya veo
surgir
del arenal un nuevo humo.
Gente
viene con la que estar no debo:
mi
"Tesoro" te dejo encomendado,
en
el que vivo aún, y más no digo.»
Luego
se fue, y parecía de aquellos
que
el verde lienzo corren en Verona
por
el campo; y entre éstos parecía
de
los que ganan, no de los que pierden.
CANTO
XVI
Ya
estaba donde el resonar se oía
del
agua que caía al otro círculo,
como
el que hace la abeja en la colmena;
cuando
tres sombras juntas se salieron,
corriendo,
de una turba que pasaba
bajo
la lluvia de la áspera pena.
Hacia
nosotros gritando venían:
«Detente
quien parece por el traje
ser
uno de la patria depravada.»
¡Ah,
cuántas llagas vi en aquellos miembros,
viejas
y nuevas, de la llama ardidas!
me
siento aún dolorido al recordarlo.
A
sus gritos mi guía se detuvo;
volvió
el rostro hacia mí, y me dijo: « Espera,
pues
hay que ser cortés con esta gente.
Y
si no fuese por el crudo fuego
que
este sitio asaetea, te diría
que
te apresures tú mejor que ellos.»
Ellos,
al detenernos, reemprendieron
su
antiguo verso; y cuando ya llegaron,
hacen
un corro de sí aquellos tres,
cual
desnudos y untados campeones,
acechando
a su presa y su ventaja,
antes
de que se enzarcen entre ellos;
y
con la cara vuelta, cada uno
me
miraba de modo que al contrario
iba
el cuello del pie continuamente.
«Si
el horror de este suelo movedizo
vuelve
nuestras plegarias despreciables
-uno
empezó- y la faz negra y quemada,
nuestra
fama a tu ánimo suplique
que
nos digas quién eres, que los vivos
pies
tan seguro en el infierno arrastras.
éste,
de quien me ves pisar las huellas,
aunque
desnudo y sin pellejo vaya,
fue
de un grado mayor de lo que piensas,
pues
nieto fue de la bella Gualdrada;
se
llamó Guido Guerra, y en su vida
mucho
obró con su espada y con su juicio.
El
otro, que tras mí la arena pisa,
es
Tegghiaio Aldobrandi, cuya voz
en
el mundo debiera agradecerse;
y
yo, que en el suplicio voy con ellos,
Jacopo
Rusticucci; y fiera esposa
más
que otra cosa alguna me condena.»
Si
hubiera estado a cubierto del fuego,
me
hubiera ido detrás de ellos al punto,
y
no creo que al guía le importase;
mas
me hubiera abrasado, y de ese modo
venció
el miedo al deseo que tenía,
pues
de abrazarles yo me hallaba ansioso.
Luego
empecé: «No desprecio, mas pena
en
mi interior me causa vuestro estado,
y
es tanta que no puedo desprenderla,
desde
el momento en que mi guía dijo
palabras,
por las cuales yo pensaba
que,
como sois, se acercaba tal gente.
De
vuestra tierra soy, y desde siempre
vuestras
obras y nombres tan honrados,
con
afecto he escuchado y retenido.
Dejo
la hiel y voy al dulce fruto
que
mi guía veraz me ha prometido,
pero
antes tengo que llegar al centro.»
«Muy
largamente el alma te conduzcan
todavía
-me dijo aquél- tus miembros,
y
resplandezca luego tu memoria,
di
si el valor y cortesía aún se hallan
en
nuestra patria tal como solían,
o
si del todo han sido ya expulsados;
que
Giuglielmo Borsiere, el cual se duele
desde
hace poco en nuestro mismo grupo,
con
sus palabras mucho nos aflige.»
«Las
nuevas gentes, las ganancias súbitas,
orgullo
y desmesura han generado,
en
ti, Florencia, y de ello te lamentas.»
Así
grité levantando la cara;
y
los tres, que esto oyeron por respuesta,
se
miraron como ante las verdades.
«Si
en otras ocasiones no te cuesta
satisfacer
a otros -me dijeron-,
dichoso
tú que dices lo que quieres.
Pero
si sales de este mundo ciego
y
vuelves a mirar los bellos astros,
cuando
decir "estuve allí" te plazca,
háblale
de nosotros a la gente.»
Rompieron
luego el círculo y, huyendo,
alas
sus raudas piernas parecían.
Un
amén no podría haberse dicho
antes
de que ellos se hubiesen perdido;
por
lo que el guía quiso que partiésemos.
Yo
iba detrás, y no avanzamos mucho
cuando
el agua sonaba tan de cerca,
que
apenas se escuchaban las palabras.
Como
aquel río sigue su carrera
primero
desde el Veso hacia el levante,
a
la vertiente izquierda de Apenino,
que
Acquaqueta se llama abajo, antes
de
que en un hondo lecho se desplome,
y
en Forlí ya ese nombre no conserva,
resuena
allí sobre San Benedetto,
de
la roca cayendo en la cascada
en
donde mil debieran recibirle;
así
en lo hondo de un despeñadero,
oímos
resonar el agua roja,
que
el oído ofendía al poco tiempo.
Yo
llevaba una cuerda a la cintura
con
la que alguna vez hube pensado
cazar
la onza de la piel pintada.
Luego
de haberme toda desceñido,
como
mi guía lo había mandado,
se
la entregué recogida en un rollo.
Entonces
se volvió hacia la derecha
y,
alejándose un trecho de la orilla,
la
arrojó al fondo de la escarpadura.
«Alguna
novedad ha de venirnos
-pensaba
para mí- del nuevo signo,
que
el maestro así busca con los ojos.»
iCuán
cautos deberían ser los hombres
junto
a aquellos que no sólo las obras,
mas
por dentro el pensar también conocen!
«Pronto
-dijo- verás sobradamente
lo
que espero, y en lo que estás pensando:
pronto
conviene que tú lo descubras.»
La
verdad que parece una mentira
debe
el hombre callarse mientras pueda,
porque
sin tener culpa se avergüence:
pero
callar no puedo; y por las notas,
lector,
de esta Comedia, yo te juro,
así
no estén de larga gracia llenas,
que
vi por aquel oire oscuro y denso
venir
nadando arriba una figura,
que
asustaría el alma más valiente,
tal
como vuelve aquel que va al fondo
a
desprender el ancla que se agarra
a
escollos y otras cosas que el mar cela,
que
el cuerpo extiende y los pies se recoge.
CANTO
XVII
«Mira
la bestia con la cola aguda,
que
pasa montes, rompe muros y armas;
mira
aquella que apesta todo el mundo.»
Así
mi guía comenzó a decirme;
y
le ordenó que se acercase al borde
donde
acababa el camino de piedra.
Y
aquella sucia imagen del engaño
se
acercó, y sacó el busto y la cabeza,
mas
a la orilla no trajo la cola.
Su
cara era la cara de un buen hombre,
tan
benigno tenía lo de afuera,
y
de serpiente todo lo restante.
Garras
peludas tiene en las axilas;
y
en la espalda y el pecho y ambos flancos
pintados
tiene ruedas y lazadas.
Con
más color debajo y superpuesto
no
hacen tapices tártaros ni turcos,
ni
fue tal tela hilada por Aracne.
Como
a veces hay lanchas en la orilla,
que
parte están en agua y parte en seco;
o
allá entre los glotones alemanes
el
castor se dispone a hacer su caza,
se
hallaba así la fiera detestable
al
horde pétreo, que la arena ciñe.
Al
aire toda su cola movía,
cerrando
arriba la horca venenosa,
que
a guisa de escorpión la punta armaba.
El
guía dijo: «Es preciso torcer
nuestro
camino un poco, junto a aquella
malvada
bestia que está allí tendida.»
Y
descendimos al lado derecho,
caminando
diez pasos por su borde,
para
evitar las llamas y la arena.
Y
cuando ya estuvimos a su lado,
sobre
la arena vi, un poco más lejos,
gente
sentada al borde del abismo.
Aquí
el maestro: «Porque toda entera
de
este recinto la experiencia lleves
-me
dijo-, ve y contempla su castigo.
Allí
sé breve en tus razonamientos:
mientras
que vuelvas hablaré con ésta,
que
sus fuertes espaldas nos otorgue.»
Así
pues por el borde de la cima
de
aquel séptimo circulo yo solo
anduve,
hasta llegar a los penados.
Ojos
afuera estallaba su pena,
de
aquí y de allí con la mano evitaban
tan
pronto el fuego como el suelo ardiente:
como
los perros hacen en verano,
con
el hocico, con el pie, mordidos
de
pulgas o de moscas o de tábanos.
Y
después de mirar el rostro a algunos,
a
los que el fuego doloroso azota,
a
nadie conocí; pero me acuerdo
que
en el cuello tenía una bolsa
con
un cierto color y ciertos signos,
que
parecían complacer su vista.
Y
como yo anduviéralos mirando,
algo
azulado vi en una amarilla,
que
de un león tenía cara y porte.
Luego,
siguiendo de mi vista el curso,
otra
advertí como la roja sangre,
y
una oca blanca más que la manteca.
Y
uno que de una cerda azul preñada
señalado
tenía el blanco saco,
dijo:
«¿Qué andas haciendo en esta fosa?
Vete
de aquí; y puesto que estás vivo,
sabe
que mi vecino Vitaliano
aquí
se sentará a mi lado izquierdo;
de
Padua soy entre estos florentinos:
y
las orejas me atruenan sin tasa
gritando:
"¡Venga el noble caballero
que
llenará la bolsa con tres chivos!"»
Aquí
torció la boca y se sacaba
la
lengua, como el buey que el belfo lame.
Y
yo, temiendo importunar tardando
a
quien de no tardar me había advertido,
atrás
dejé las almas lastimadas.
A
mi guía encontré, que ya subido
sobre
la grupa de la fiera estaba,
y
me dijo: «Sé fuerte y arrojado.
Ahora
bajamos por tal escalera:
sube
delante, quiero estar en medio,
porque
su cola no vaya a dañarte.»
Como
está aquel que tiene los temblores
de
la cuartana, con las uñas pálidas,
y
tiembla entero viendo ya el relente,
me
puse yo escuchando sus palabras;
pero
me avergoncé con su advertencia,
que
ante el buen amo el siervo se hace fuerte.
Encima
me senté de la espaldaza:
quise
decir, mas la voz no me vino
como
creí: «No dejes de abrazarme.»
Mas
aquel que otras veces me ayudara
en
otras dudas, luego que monté,
me
sujetó y sostuvo con sus brazos.
Y
le dijo: «Gerión, muévete ahora:
las
vueltas largas, y el bajar sea lento:
piensa
en qué nueva carga estás llevando.»
Como
la navecilla deja el puerto
detrás,
detrás, así ésta se alejaba;
y
luego que ya a gusto se sentía,
en
donde el pecho, ponía la cola,
y
tiesa, como anguila, la agitaba,
y
con los brazos recogía el aíire.
No
creo que más grande fuese el miedo
cuando
Faetón abandonó las riendas,
por
lo que el cielo ardió, como aún parece;
ni
cuando la cintura el pobre ícaro
sin
alas se notó, ya derretidas,
gritando
el padre: «¡Mal camino llevas!»;
que
el mío fue, cuando noté que estaba
rodeado
de aire, y apagada
cualquier
visión que no fuese la fiera;
ella
nadando va lenta, muy lenta;
gira
y desciende, pero yo no noto
sino
el viento en el rostro y por debajo.
Oía
a mi derecha la cascada
que
hacía por encima un ruido horrible,
y
abajo miro y la cabeza asomo.
Entonces
temí aún más el precipicio,
pues
fuego pude ver y escuchar llantos;
por
lo que me encogí temblando entero.
Y
vi después, que aún no lo había visto,
al
bajar y girar los grandes males,
que
se acercaban de diversos lados.
Como
el halcón que asaz tiempo ha volado,
y
que sin ver ni señuelo ni pájaro
hace
decir al halconero: «¡Ah, baja!»,
lento
desciende tras su grácil vuelo,
en
cien vueltas, y a lo lejos se pone
de
su maestro, airado y desdeñoso,
de
tal modo Gerión se posó al fondo,
al
mismo pie de la cortada roca,
y
descargadas nuestras dos personas,
se
disparó como de cuerda tensa.
CANTO
XVIII
Hay
un lugar llamado Malasbolsas
en
el infierno, pétreo y ferrugiento,
igual
que el muro que le ciñe entorno.
Justo
en el medio del campo maligno
se
abre un pozo bastante largo y hondo,
del
cual a tiempo contaré las partes.
Es
redondo el espacio que se forma
entre
el pozo y el pie del duro abismo,
y
en diez valles su fondo se divide.
Como
donde, por guarda de los muros,
más
y más fosos ciñen los castillos,
el
sitio en donde estoy tiene el aspecto;
tal
imagen los valles aquí tienen.
Y
como del umbral de tales fuertes
a
la orilla contraria hay puentecillos,
así
del borde de la roca, escollos
conducen,
dividiendo foso y márgenes,
hasta
el pozo que les corta y les une.
En
este sitio, ya de las espaldas
de
Gerión nos bajamos; y el poeta
tomó
a la izquierda, y yo me fui tras él.
A
la derecha vi nuevos pesares,
nuevos
castigos y verdugos nuevos,
que
la bolsa primera abarrotaban.
Allí
estaban desnudos los malvados;
una
mitad iba dando la espalda,
otra
de frente, con pasos más grandes;
tal
como en Roma la gran muchedumbre,
del
año jubilar, alli en el puente
precisa
de cruzar en doble vía,
que
por un lado todos van de cara
hacia
el castillo y a San Pedro marchan;
y
de otro lado marchan hacia el monte.
De
aquí, de allí, sobre la oscura roca,
vi
demonios cornudos con flagelos,
que
azotaban cruelmente sus espaldas.
¡Ay,
cómo hacían levantar las piernas
a
los primeros golpes!, pues ninguno
el
segundo esperaba ni el tercero.
Mientras
andaba, en uno mi mirada
vino
a caer; y al punto yo me dije:
«De
haberle visto ya no estoy ayuno.»
Y
así paré mi paso para verlo:
y
mi guía conmigo se detuvo,
y
consintió en que atrás retrocediera.
Y
el condenado creía ocultarse
bajando
el rostro; mas sirvió de poco,
pues
yo le dije: «Oh tú que el rostro agachas,
si
los rasgos que llevas no son falsos,
Venedico
eres tú Caccianemico;
mas
¿qué te trae a salsas tan picantes?»
Y
repuso: «Lo digo de mal grado;
pero
me fuerzan tus claras palabras,
que
me hacen recordar el mundo antiguo.
Fui
yo mismo quien a Ghisolabella
indujo
a hacer el gusto del marqués,
como
relaten la sucia noticia.
Y
boloñés no lloró aquí tan sólo,
mas
tan repleto está este sitio de ellos,
que
ahora tantas lenguas no se escuchan
que
digan "Sipa" entre Savena y Reno;
y
si fe o testimonio de esto quieres,
trae
a tu mente nuestro seno avaro.»
Hablando
así le golpeó un demonio
con
su zurriago, y dijo: « Lárgate
rufián,
que aquí no hay hembras que se vendan.»
Yo
me reuní al momento con mi escolta;
luego,
con pocos pasos, alcanzamos
un
escollo saliente de la escarpa.
Con
mucha ligereza lo subimos
y,
vueltos a derecha por su dorso,
de
aquel círculo eterno nos marchamos.
Cuando
estuvimos ya donde se ahueca
debajo,
por dar paso a los penados,
el
guía dijo: « Espera, y haz que pongan
la
vista en ti esos otros malnacidos,
a
los que aún no les viste el semblante,
porque
en nuestro sentido caminaban.»
Desde
el puente mirábamos el grupo
que
al otro lado hacia nosotros iba,
y
que de igual manera azota el látigo.
Y
sin yo preguntarle el buen Maestro
«Mira
aquel que tan grande se aproxima,
que
no le causa lágrimas el daño.
¡Qué
soberano aspecto aún conserva!
Es
Jasón, que por ánimo y astucia
dejó
privada del carnero a Cólquida.
éste
pasó por la isla de Lemmos,
luego
que osadas hembras despiadadas
muerte
dieran a todos sus varones:
con
tretas y palabras halagüeñas
a
Isifile engañó, la muchachita
que
antes había a todas engañado.
Allí
la dejó encinta, abandonada;
tal
culpa le condena a tal martirio;
también
se hace venganza de Medea.
Con
él están los que en tal modo engañan:
y
del valle primero esto te baste
conocer,
y de los que en él castiga.»
Nos
hallábamos ya donde el sendero
con
el margen segundo se entrecruza,
que
a otro arco le sirve como apoyo.
Aquí
escuchamos gentes que ocupaban
la
otra bolsa y soplaban por el morro,
pegándose
a sí mismas con las manos.
Las
orillas estaban engrumadas
por
el vapor que abajo se hace espeso,
y
ofendía a la vista y al olfato.
Tan
oscuro es el fondo, que no deja
ver
nada si no subes hasta el dorso
del
arco, en que la roca es más saliente.
Allí
subimos; y de allá, en el foso
vi
gente zambullida en el estiércol,
cual
de humanas letrinas recogido.
Y
mientras yo miraba hacia allá abajo,
vi
una cabeza tan de mierda llena,
que
no sabía si era laico o fraile.
él
me gritó: « ¿Por qué te satisface
mirarme
más a mí que a otros tan sucios?»
Le
dije yo: « Porque, si bien recuerdo,
con
los cabellos secos ya te he visto,
y
eres Alesio Interminei de Lucca:
por
eso más que a todos te miraba.»
Y
él dijo, golpeándose la chola:
«Aquí
me han sumergido las lisonjas,
de
las que nunca se cansó mi lengua.»
Luego
de esto, mi guía: «Haz que penetre
-dijo-
tu vista un poco más delante,
tal
que tus ojos vean bien el rostro
de
aquella sucia y desgreñada esclava,
que
allí se rasca con uñas mierdosas,
y
ahora se tumba y ahora en pie se pone:
es
Thais, la prostituta, que repuso
a
su amante, al decirle "¿Tengo prendas
bastantes
para ti?": "aún más, excelsas".
Y
sea aquí saciada nuestra vista.»
CANTO
XIX
¡Oh
Simón Mago! Oh mfseros secuaces
que
las cosas de Dios, que de los buenos
esposas
deben ser, como rapaces
por
el oro y la plata adulteráis!
sonar
debe la trompa por vosotros,
puesto
que estáis en la tercera bolsa.
Ya
estábamos en la siguiente tumba,
subidos
en la parte del escollo
que
cae justo en el medio de aquel foso.
¡Suma
sabiduría! ¡Qué arte muestras
en
el cielo, en la tierra y el mal mundo,
cuán
justamente tu virtud repartes!
Yo
vi, por las orillas y en el fondo,
llena
la piedra livida de hoyos,
todos
redondos y de igual tamaño.
No
los vi menos amplios ni mayores
que
esos que hay en mi bello San Juan,
y
son el sitio para los bautismos;
uno
de los que no hace aún mucho tiempo
yo
rompí porque en él uno se ahogaba:
sea
esto seña que a todos convenza.
A
todos les salían por la boca
de
un pecador los pies, y de las piernas
hasta
el muslo, y el resto estaba dentro.
Ambas
plantas a todos les ardían;
y
tan fuerte agitaban las coyundas,
que
habrían destrozado soga y cuerdas.
Cual
suele el llamear en cosas grasas
moverse
por la extrema superficie,
así
era allí del talón a la punta.
«Quién
es, maestro, aquel que se enfurece
pataleando
más que sus consortes
-dije-
y a quien más roja llama quema?»
Y
él me dijo: «Si quieres que te lleve
allí
por la pendiente que desciende,
él
te hablará de sí y de sus pecados.»
Y
yo: «Lo que tú quieras será bueno,
eres
tú mi señor y no me aparto
de
tu querer: y lo que callo sabes.»
Caminábamos
pues el cuarto margen:
volvimos
y bajamos a la izquierda
al
fondo estrecho y agujereado.
Entonces
el maestro de su lado
no
me apartó, hasta vernos junto al hoyo
de
aquel que se dolía con las zancas.
«Oh
tú que tienes lo de arriba abajo,
alma
triste clavada cual madero,
-le
dije yo-, contéstame si puedes.»
Yo
estaba como el fraile que confiesa
al
pérfido asesino, que, ya hincado,
por
retrasar su muerte le reclama.
Y
él me gritó: «¿Ya estás aquí
plantado?,
¿ya
estás aquí plantado, Bonifacio?
En
pocos años me mintió lo escrito.
¿Ya
te cansaste de aquellas riquezas
por
las que hacer engaño no temiste,
y
atormentar después a tu Señora?»
Me
quedé como aquellos que se encuentran,
por
no entender lo que alguien les responde,
confundidos,
y contestar no saben.
Dijo
entonces Virgilio: «Dile pronto:
"No
soy aquel, no soy aquel que piensas."»
Yo
respondí como me fue indicado.
Torció
los pies entonces el espíritu,
luego
gimiendo y con voces llorosas,
me
dijo: «¿Entonces, para qué me buscas?
si
te interesa tanto el conocerme,
que
has recorrido así toda la roca,
sabe
que fui investido del gran manto,
y
en verdad fui retoño de la Osa,
y
tan ansioso de engordar oseznos,
que
allí el caudal, aquí yo, me he embolsado.
Y
bajo mi cabeza están los otros
que
a mí, por simonía, precedieron,
y
que lo estrecho de la piedra aplasta.
Allí
habré yo de hundirme también cuando
venga
aquel que creía que tú fueses,
al
hacerte la súbita pregunta.
Pero
mis pies se abrasan ya más tiempo
y
más estoy yo puesto boca abajo,
del
que estarán plantados sus pies rojos,
pues
vendrá luego de él, aún más manchado,
desde
el poniente, un pastor sin entrañas,
tal
que conviene que a los dos recubra.
Nuevo
Jasón será, como nos muestra
MACABEOS,
y como a aquel fue blando
su
rey, así ha de hacer quien Francia rige.»
No
sé si fui yo loco en demasía,
pues
que le respondí con tales versos:
«Ah,
dime ahora, qué tesoros quiso
Nuestro
Señor antes de que a San Pedro
le
pusiese las llaves a su cargo?
únicamente
dijo: "Ven conmigo";
ni
Pedro ni los otros de Matías
oro
ni plata, cuando sortearon
el
puesto que perdió el alma traidora.
Quédate
ahí, que estás bien castigado,
y
guarda las riquezas mal cogidas,
que
atrevido te hicieron contra Carlos.
Y
si no fuera porque me lo veda
el
respeto a las llaves soberanas
que
fueron tuyas en la alegre vida,
usaría
palabras aún más duras;
porque
vuestra avaricia daña al mundo,
hundiendo
al bueno y ensalzando al malo.
Pastores,
os citó el evangelista,
cuando
aquella que asienta sobre el agua
él
vio prostituida con los reyes:
aquella
que nació con siete testas,
y
tuvo autoridad con sus diez cuernos,
mientras
que su virtud plació al marido.
Os
habéis hecho un Dios de oro y de plata:
y
qué os separa ya de los idólatras,
sino
que a ciento honráis y ellos a uno?
Constantino,
¡de cuánto mal fue madre,
no
que te convirtieses, mas la dote
que
por ti enriqueció al primer patriarca!»
Y
mientras yo cantaba tales notas,
mordido
por la ira o la conciencia,
con
fuerza las dos piernas sacudía.
Yo
creo que a mi guía le gustaba,
pues
con rostro contento había escuchado
mis
palabras sinceramente dichas.
Entonces
me cogió con los dos brazos;
y
luego de subirme hasta su pecho,
volvió
a ascender la senda que bajamos.
No
se cansó llevándome agarrado,
hasta
ponerme en la cima del puente
que
del cuarto hasta el quinto margen cruza.
Con
suavidad aquí dejó la carga,
suave,
en el escollo áspero y pino
que
a las cabras sería mala trocha.
Desde
ese sitio descubrí otro valle.
CANTO
XX
De
nueva pena he de escribir los versos
y
dar materia al vigésimo canto
de
la primer canción, que es de los reos.
Estaba
yo dispuesto totalmente
a
mirar en el fondo descubierto,
que
me bañaba de angustioso llanto;
por
el redondo valle vi a unas gentes
venir,
calladas y llorando, al paso
con
que en el mundo van las procesiones.
Cuando
bajé mi vista aún más a ellas,
vi
que estaban torcidas por completo
desde
el mentón al principio del pecho;
porque
vuelto a la espalda estaba el rostro,
y
tenían que andar hacia detrás,
pues
no podían ver hacia delante.
Por
la fuerza tal vez de perlesía
alguno
habrá en tal forma retorcido,
mas
no lo vi, ni creo esto que pase.
Si
Dios te deja, lector, coger fruto
de
tu lectura, piensa por ti mismo
si
podría tener el rostro seco,
cuando
vi ya de cerca nuestra imagen
tan
torcida, que el llanto de los ojos
les
bañaba las nalgas por la raja.
Lloraba
yo, apoyado en una roca
del
duro escollo, tal que dijo el guía:
«¿Es
que eres tú de aquellos insensatos?,
vive
aquí la piedad cuando está muerta:
¿Quién
es más criminal de lo que es ése
que
al designio divino se adelanta?
Alza
tu rostro y mira a quien la tierra
a
la vista de Tebas se tragó;
y
de allí le gritaban: "Dónde caes
Anfiareo?,
¿por qué la guerra dejas?"
Y
no dejó de rodar por el valle
hasta
Minos, que a todos los agarra.
Mira
cómo hizo pecho de su espalda:
pues
mucho quiso ver hacia adelante,
mira
hacia atrás y marcha reculando.
Mira
a Tiresias, que mudó de aspecto
al
hacerse mujer siendo varón
cambiándose
los miembros uno a uno;
y
después, golpear debía antes
las
unidas serpientes, con la vara,
que
sus viriles plumas recobrase.
Aronte
es quien al vientre se le acerca,
que
en los montes de Luni, que cultiva
el
carrarés que vive allí debajo,
tuvo
entre blancos mármoles la cueva
como
mansión; donde al mirar los astros
y
el mar, nada la vista le impedía.
Y
aquella que las tetas se recubre,
que
tú no ves, con trenzas desatadas,
y
todo el cuerpo cubre con su pelo,
fue
Manto, que corrió por muchas tierras;
y
luego se afincó donde naci,
por
lo que un poco quiero que me escuches:
Después
de que su padre hubiera muerto,
y
la ciudad de Baco esclavizada,
ella
gran tiempo anduvo por el mundo.
En
el norte de Italia se halla un lago,
al
pie del Alpe que ciñe Alemania
sobre
el Tirol, que Benago se llama.
Por
mil fuentes, y aún más, el Apenino
ente
Garda y Camónica se baña,
por
el agua estancada en dicho lago.
En
su medio hay un sitio, en que el trentino
pastor
y el de Verona, y el de Brescia,
si
ese camino hiciese, bendijera.
Se
halla Pesquiera, arnés hermoso y fuerte,
frontera
a bergamescos y brescianos,
en
la ribera que en el sur le cerca.
En
ese sitio se desborda todo
lo
que el Benago contener no puede,
y
entre verdes praderas se hace un río.
Tan
pronto como el agua aprisa corre,
no
ya Benago, mas Mencio se llama
hasta
Governo, donde cae al Po.
Tras
no mucho correr, encuentra un valle,
en
el cual se dilata y empantana;
y
en el estio se vuelve insalubre.
Pasando
por allí la virgen fiera,
vio
tierra en la mitad de aquel pantano,
sin
cultivo y desnuda de habitantes.
Allí,
para escapar de los humanos,
con
sus siervas quedóse a hacer sus artes,
y
vivió, y dejó allí su vano cuerpo.
Los
hombres luego que vivían cerca,
se
acogieron al sitio, que era fuerte,
pues
el pantano aquel lo rodeaba.
Fundaron
la ciudad sobre sus huesos;
y
por quien escogió primero el sitio,
Mantua,
sin otro augurio, la llamaron.
Sus
moradores fueron abundantes,
antes
que la torpeza de Casoldi,
de
Pinamonte engaño recibiese.
Esto
te advierto por si acaso oyeras
que
se fundó de otro modo mi patria,
que
a la verdad mentira alguna oculte.»
Y
yo: «Maestro, tus razonamientos
me
son tan ciertos y tan bien los creo,
que
apagados carbones son los otros.
Mas
dime, de la gente que camina,
si
ves alguna digna de noticia,
pues
sólo en eso mi mente se ocupa.»
Entonces
dijo: «Aquel que desde el rostro
la
barba ofrece por la espalda oscura,
fue,
cuando Grecia falta de varones
tanto,
que había apenas en las cunas
augur,
y con Calcante dio la orden
de
cortar en Aulide las amarras.
Se
llamaba Euripilo, y así canta
algún
pasaje de mi gran tragedia:
tú
bien lo sabes pues la sabes toda.
Aquel
otro en los flancos tan escaso,
Miguel
Escoto fue, quien en verdad
de
los mágicos fraudes supo el juego.
Mira
a Guido Bonatti, mira a Asdente,
que
haber tomado el cuero y el bramante
ahora
querría, mas tarde se acuerda;
Y
a las tristes que el huso abandonaron,
las
agujas y ruecas, por ser magas
y
hechiceras con hierbas y figuras.
Mas
ahora ven, que llega ya al confín
de
los dos hemisferios, y a las ondas
bajo
Sevilla, Caín con las zarzas,
y
la luna ayer noche estaba llena:
bien
lo recordarás, que no fue estorbo
alguna
vez en esa selva oscura.»
Así
me hablaba, y mientras caminábamos.
CANTO
XXI
Así
de puente en puente, conversando
de
lo que mi Comedia no se ocupa,
subimos,
y al llegar hasta la cima
nos
paramos a ver la otra hondonada
de
Malasbolsas y otros llantos vanos;
y
la vi tenebrosamente oscura.
Como
en los arsenales de Venecia
bulle
pez pegajosa en el invierno
al
reparar sus leños averiados,
que
navegar no pueden; y a la vez
quién
hace un nuevo leño, y quién embrea
los
costados a aquel que hizo más rutas;
quién
remacha la popa y quién la proa;
hacen
otros los remos y otros cuerdas;
quién
repara mesanas y trinquetas;
asi,
sin fuego, por divinas artes,
bullía
abajo una espesa resina,
que
la orilla impregnaba en todos lados.
La
veía, mas no veía en ella
más
que burbujas que el hervor alzaba,
todas
hincharse y explotarse luego.
Mientras
allá miraba fijamente,
el
poeta, diciendo: «¡Atento, atento!»
a
él me atrajo del sitio en que yo estaba.
Me
volvi entonces como aquel que tarda
en
ver aquello de que huir conviene,
y
a quien de pronto le acobarda el miedo,
y,
por mirar, no demora la marcha;
y
un diablo negro vi tras de nosotros,
que
por la roca corriendo venía.
¡Ah,
qué fiera tenía su apariencia,
y
parecían cuán amenazantes
sus
pies ligeros, sus abiertas alas!
En
su hombro, que era anguloso y soberbio,
cargaba
un pecador por ambas ancas,
agarrando
los pies por los tendones.
«¡Oh
Malasgarras --dijo desde el puente-,
os
mando a un regidor de Santa Zita!
Ponedlo
abajo, que voy a por otro
a
esa tierra que tiene un buen surtido:
salvo
Bonturo todos son venales;
del
"ita" allí hacen "no" por el dinero.»
Abajo
lo tiró, y por el escollo
se
volvió, y nunca fue un mastín soltado
persiguiendo
a un ladrón con tanta prisa.
Aquél
se hundió, y se salía de nuevo;
mas
los demonios que albergaba el puente
gritaron:
«¡No está aquí la Santa Faz,
y
no se nada aquí como en el Serquio!
así
que, si no quieres nuestros garfios,
no
te aparezcas sobre la resina.»
Con
más de cien arpones le pinchaban,
dicen:
«Cubierto bailar aquí debes,
tal
que, si puedes, a escondidas hurtes.»
No
de otro modo al pinche el cocinero
hace
meter la carne en la caldera,
con
los tridentes, para que no flote.
Y
el buen Maestro: «Para que no sepan
que
estás agua -me dijo- ve a esconderte
tras
una roca que sirva de abrigo;
y
por ninguna ofensa que me hagan,
debes
temer, que bien conozco esto,
y
otras veces me he visto en tales líos.»
Después
pasó del puente a la otra parte;
y
cuando ya alcanzó la sexta fosa;
le
fue preciso un ánimo templado.
Con
la ferocidad y con la saña
que
los perros atacan al mendigo,
que
de pronto se para y limosnea,
del
puentecillo aquéllos se arrojaron,
y
en contra de él volvieron los arpones;
mas
él gritó: «¡Que ninguno se atreva!
Antes
de que me pinchen los tridentes,
que
se adelante alguno para oírme,
pensad
bien si debéis arponearme.»
«¡Que
vaya Malacola!» -se gritaron;
y
uno salió de entre los otros quietos,
y
vino hasta él diciendo: «¿De qué sirve?»
«Es
que crees, Malacola, que me habrías
visto
venir -le dijo mi maestro-
seguro
ya de todas vuestras armas,
sin
el querer divino y diestro hado?
Déjame
andar, que en el cielo se quiere
que
el camino salvaje enseñe a otros.»
Su
orgullo entonces fue tan abatido
que
el tridente dejó caer al suelo,
y
a los otros les dijo: «No tocarlo.»
Y
el guía a mí: «Oh tú que allí te
encuentras
tras
las rocas del puente agazapado,
puedes
venir conmigo ya seguro.»
Por
lo que yo avancé hasta él deprisa;
y
los diablos se echaron adelante,
tal
que temí que el pacto no guardaran;
así
yo vi temer a los infantes
yéndose,
tras rendirse, de Caprona,
al
verse ya entre tantos enemigos.
Yo
me arrimé con toda mi persona
a
mi guía, y los ojos no apartaba
de
sus caras que no eran nada buenas.
Inclinaban
los garfios: «¿Que le pinche
-decíanse-
queréis, en el trasero?»
Y
respondían: «Sí, pínchale fuerte.»
Pero
el demonio aquel que había hablado
con
mi guía, volvióse raudamente,
y
dijo: «Para, para, Arrancapelos.»
Luego
nos dijo: « Más andar por este
escollo
no se puede, pues que yace
todo
despedazado el arco sexto;
y
si queréis seguir más adelante
podéis
andar aquí, por esta escarpa:
hay
otro escollo cerca, que es la ruta.
Ayer,
cinco horas más que en esta hora,
mil
y doscientos y sesenta y seis
años
hizo, que aquí se hundió el camino.
Hacia
allá mando a alguno de los míos
para
ver si se escapa alguno de esos;
id
con ellos, que no han de molestaros.
¡Adelante
Aligacho, Patasfrías,
-él
comenzó a decir- y tú, Malchucho;
y
Barbatiesa guíe la decena.
Vayan
detrás Salido y Ponzoñoso,
jabalí
Colmilludo, Arañaperros,
el
Tartaja y el loco del Berrugas.
Mirad
en torno de la pez hirviente;
éstos
a salvo lleguen al escollo
que
todo entero va sobre la fosa.»
«¡Ay
maestro, qué es esto que estoy viendo!
-dije-
vayamos solos sin escolta,
si
sabes ir, pues no la necesito.
Si
eres tan avisado como sueles,
¿no
ves cómo sus dientes les rechinan,
y
su entrecejo males amenaza?»
Y
él me dijo: «No quiero que te asustes;
déjalos
que rechinen a su gusto,
pues
hacen eso por los condenados.»
Dieron
la vuelta por la orilla izquierda,
mas
primero la lengua se mordieron
hacia
su jefe, a manera de seña,
y
él hizo una trompeta de su culo.
CANTO
XXII
Caballeros
he visto alzar el campo,
comenzar
el combate, o la revista,
y
alguna vez huir para salvarse;
en
vuestra tierra he visto exploradores,
¡Oh
aretinos! y he visto las mesnadas,
hacer
torneos y correr las justas,
ora
con trompas, y ora con campanas,
con
tambores, y hogueras en castillos,
con
cosas propias y también ajenas;
mas
nunca con tan rara cornamusa,
moverse
caballeros ni pendones,
ni
nave al ver una estrella o la tierra.
Caminábamos
con los diez demonios,
¡fiera
compaña!, mas en la taberna
con
borrachos, con santos en la iglesia.
Mas
a la pez volvía la mirada,
por
ver lo que la bolsa contenía
y
a la gente que adentro estaba ardiendo.
Cual
los delfines hacen sus señales
con
el arco del lomo al marinero,
que
le preparan a que el leño salve,
por
aliviar su pena, de este modo
enseñaban
la espalda algunos de ellos,
escondiéndose
en menos que hace el rayo.
Y
como al borde del agua de un charco
hay
renacuajos con el morro fuera,
con
el tronco y las ancas escondidas,
se
encontraban así los pecadores;
mas,
como se acercaba Barbatiesa,
bajo
el hervor volvieron a meterse.
Yo
vi, y el corazón se me acongoja,
que
uno esperaba, así como sucede
que
una rana se queda y otra salta;
Y
Arañaperros, que a su lado estaba,
le
agarró por el pelo empegotado
y
le sacó cual si fuese una nutria.
Ya
de todos el nombre conocía,
pues
lo aprendí cuando fueron nombrados,
y
atento estuve cuando se llamaban.
«Ahora,
Berrugas, puedes ya clavarle
los
garfios en la espalda y desollarlo»
gritaban
todos juntos los malditos.
Y
yo: «Maestro, intenta, si es que puedes,
saber
quién es aquel desventurado,
llegado
a manos de sus enemigos.»
Y
junto a él se aproximó mi guía;
preguntó
de dónde era, y él repuso:
«Fui
nacido en el reino de Navarra.
Criado
de un señor me hizo mi madre,
que
me había engendrado de un bellaco,
destructor
de si mismo y de sus cosas.
Después
fui de la corte de Teobaldo:
allí
me puse a hacer baratertas;
y
en este caldo estoy rindiendo cuentas.»
Y
Colmilludo a cuya boca asoman,
tal
jabalí, un colmillo a cada lado,
le
hizo sentir cómo uno descosía.
Cayó
el ratón entre malvados gatos;
mas
le agarró en sus brazos Barbatiesa,
y
dijo: « Estaros quietos un momento.»
Y
volviendo la cara a mi maestro
«Pregunta
-dijo- aún, si más deseas
de
él saber, antes que esos lo destrocen».
El
guía entonces: «De los otros reos,
di
ahora si de algún latino sabes
que
esté bajo la pez.» Y él: «Hace poco
a
uno dejé que fue de allí vecino.
¡Si
estuviese con él aún recubierto
no
temería tridentes ni garras!»
Y
el Salido: «Esperamos ya bastante»,
dijo,
y cogióle el brazo con el gancho,
tal
que se llevó un trozo desgarrado.
También
quiso agarrarle Ponzoñoso
piernas
abajo; mas el decurión
miró
a su alrededor con mala cara.
Cuando
estuvieron algo más calmados,
a
aquel que aún contemplaba sus heridas
le
preguntó mi guía sin tardanza:
«¿Y
quién es ése a quien enhoramala
dejaste,
has dicho, por salir a flote?»
Y
aquél repuso: «Fue el fraile Gomita,
el
de Gallura, vaso de mil fraudes;
que
apresó a los rivales de su amo,
consiguiendo
que todos lo alabasen.
Cogió
el dinero, y soltóles de plano,
como
dice; y fue en otros menesteres,
no
chico, mas eximio baratero.
Trata
con él maese Miguel Zanque
de
Logodoro; y hablan Cerdeña
sin
que sus lenguas nunca se fatiguen.
¡Ay
de mí! ved que aquél rechina el diente:
más
te diría pero tengo miedo
que
a rascarme la tiña se aparezcan.»
Y
vuelto hacia el Tartaja el gran preboste,
cuyos
ojos herirle amenazaban,
dijo:
« Hazte a un lado, pájaro malvado.»
«Si
queréis conocerles o escucharles
-volvió
a empezar el preso temeroso-
haré
venir toscanos o lombardos;
pero
quietos estén los Malasgarras
para
que éstos no teman su venganza,
y
yo, siguiendo en este mismo sitio,
por
uno que soy yo, haré venir siete
cuando
les silbe, como acostumbramos
hacer
cuando del fondo sale alguno.»
Malchucho
en ese instante alzó el hocico,
moviendo
la cabeza, y dijo: «Ved
qué
malicia pensó para escaparse.»
Mas
él, que muchos trucos conocía
respondió:
«¿Malicioso soy acaso,
cuando
busco a los míos más tristeza?»
No
se aguantó Aligacho, y, al contrario
de
los otros, le dijo: «Si te tiras,
yo
no iré tras de ti con buen galope,
mas
batiré sobre la pez las alas;
deja
la orilla y corre tras la roca;
ya
veremos si tú nos aventajas.»
Oh
tú que lees, oirás un nuevo juego:
todos
al otro lado se volvieron,
y
el primero aquel que era más contrario.
Aprovechó
su tiempo el de Navarra;
fijó
la planta en tierra, y en un punto
dio
un salto y se escapó de su preboste.
Y
por esto, culpables se sintieron,
más
aquel que fue causa del desastre,
que
se marchó gritando: «Ya te tengo.»
Mas
de poco valió, pues que al miedoso
no
alcanzaron las alas: se hundió éste,
y
aquél alzó volando arriba el pecho.
No
de otro modo el ánade de golpe,
cuando
el halcón se acerca, se sumerge,
y
éste, roto y cansado, se remonta.
Airado
Patasfrías por la broma,
volando
atrás, lo cogió, deseando
que
aquél huyese para armar camorra;
y
al desaparecer el baratero,
volvió
las garras a su camarada,
tal
que con él se enzarzó sobre el foso.
Fue
el otro gavilán bien amaestrado,
sujetándole
bien, y ambos cayeron
en
la mitad de aquel pantano hirviente.
Los
separó el calor a toda prisa,
pero
era muy difícil remontarse,
pues
tenían las alas pegajosas.
Barbatiesa,
enfadado cual los otros,
a
cuatro hizo volar a la otra parte,
todos
con grafios y muy prestamente.
Por
un lado y por otro descendieron:
echaron
garfios a los atrapados,
que
cocidos estaban en la costra,
y
asi enredados los abandonamos.
CANTO
XXIII
Callados,
solos y sin compañía
caminábamos
uno tras del otro,
lo
mismo que los frailes franciscanos.
Vuelto
había a la fábula de Esopo
mi
pensamiento la presente riña,
donde
él habló del ratón y la rana,
porque
igual que «enseguida» y «al instante»,
se
parecen las dos si se compara
el
principio y el fin atentamente.
Y,
cual de un pensamiento el otro sale,
así
nació de aquel otro después,
que
mi primer espanto redoblaba.
Yo
así pensaba: «Si estos por nosotros
quedan
burlados con daño y con befa,
supongo
que estarán muy resentidos.
Si
sobre el mal la ira se acrecienta,
ellos
vendrán detrás con más crueldad
que
el can lleva una liebre con los dientes.»
Ya
sentía erizados los cabellos
por
el miedo y atrás atento estaba
cuando
dije: «Maestro, si escondite
no
encuentras enseguida, me amedrentan
los
Malasgarras: vienen tras nosotros:
tanto
los imagino que los siento.»
Y
él: «Si yo fuese de azogado vidrio,
tu
imagen exterior no copiaría
tan
pronto en mí, cual la de dentro veo;
tras
mi pensar el tuyo ahora venía,
con
igual acto y con la misma cara,
que
un único consejo hago de entrambos.
Si
hacia el lado derecho hay una cuesta,
para
poder bajar a la otra bolsa,
huiremos
de la caza imaginada.»
Este
consejo apenas proferido,
los
vi venir con las alas extendidas,
no
muy de lejos, para capturarnos.
De
súbito mi guía me cogió
cual
la madre que al ruido se despierta
y
ve cerca de sí la llama ardiente,
que
coge al hijo y huye y no se para,
teniendo,
más que de ella, de él cuidado,
aunque
tan sólo vista una camisa.
Y
desde lo alto de la dura margen,
de
espaldas resbaló por la pendiente,
que
cierra la otra bolsa por un lado.
No
corre por la aceña agua tan rauda,
para
mover la rueda del molino,
cuando
más a los palos se aproxima,
cual
mi maestro por aquel barranco,
sosteniéndome
encima de su pecho,
como
a su hijo, y no cual compañero.
Y
llegaron sus pies al lecho apenas
del
fondo, cuando aquéllos a la cima
sobre
nosotros; pero no temíamos,
pues
la alta providencia que los quiere
hacer
ministros de la quinta fosa,
poder
salir de allí no les permite.
Allí
encontramos a gente pintada
que
alrededor marchaba a lentos pasos,
llorando
fatigados y abatidos.
Tenían
capas con capuchas bajas
hasta
los ojos, hechas del tamaño
que
se hacen en Cluní para los monjes:
por
fuera son de oro y deslumbrantes,
mas
por dentro de plomo, y tan pesadas
que
Federico de paja las puso.
¡Oh
eternamente fatigoso manto!
Nosotros
aún seguimos por la izquierda
a
su lado, escuchando el triste lloro;
mas
cansados aquéllos por el peso,
venían
tan despacio, que con nuevos
compañeros
a cada paso estábamos.
Por
lo que dije al guía: «Ve si encuentras
a
quien de nombre o de hechos se conozca,
y
los ojos, andando, mueve entorno.»
Uno
entonces que oyó mi hablar toscano,
de
detrás nos gritó: « Parad los pasos,
los
que corréis por entre el aire oscuro.
Tal
vez tendrás de mí lo que buscabas.»
Y
el guía se volvió y me dijo: «Espera,
y
luego anda conforme con sus pasos.»
Me
detuve, y vi a dos que una gran ansia
mostraban,
en el rostro, de ir conmigo,
mas
la carga pesaba y el sendero.
Cuando
estuvieron cerca, torvamente,
me
remiraron sin decir palabra;
luego
a sí se volvieron y decían:
«ése
parece vivo en la garganta;
y,
si están muertos ¿por qué privilegio
van
descubiertos de la gran estola?»
Dijéronme:
«Oh Toscano, que al colegio
de
los tristes hipócritas viniste,
dinos
quién eres sin tener reparo.»
«He
nacido y crecido -les repuse-
en
la gran villa sobre el Arno bello,
y
con el cuerpo estoy que siempre tuve.
¿Quién
sois vosotros, que tanto os destila
el
dolor, que así veo por el rostro,
y
cuál es vuestra pena que reluce?»
«Estas
doradas capas -uno dijo-
son
de plomo, tan gruesas, que los pesos
hacen
así chirriar a sus balanzas.
Frailes
gozosos fuimos, boloñeses;
yo
Catalano y éste Loderingo
llamados,
y elegidos en tu tierra,
como
suele nombrarse a un imparcial
por
conservar la paz; y fuimos tales
que
en torno del Gardingo aún puede verse.»
Yo
comencé: «Oh hermanos, vuestros males »
No
dije más, porque vi por el suelo
a
uno crucificado con tres palos.
Al
verme, por entero se agitaba,
soplándose
en la barba con suspiros;
y
el fraile Catalán que lo advirtió,
me
dijo: «El condenado que tú miras,
dijo
a los fariseos que era justo
ajusticiar
a un hombre por el pueblo.
Desnudo
está y clavado en el camino
como
ves, y que sienta es necesario
el
peso del que pasa por encima;
y
en tal modo se encuentra aquí su suegro
en
este foso, y los de aquel concilio
que
a los judíos fue mala semilla.»
Vi
que Virgilio entonces se asombraba
por
quien se hallaba allí crucificado,
en
el eterno exilio tan vilmente.
Después
dirigió al fraile estas palabras:
«No
os desagrade, si podéis, decirnos
si
existe alguna trocha a la derecha,
por
la cual ambos dos salir podamos,
sin
obligar a los ángeles negros,
a
que nos saquen de este triste foso.»
Repuso
entonces: «Antes que lo esperes,
hay
un peñasco, que de la gran roca
sale,
y que cruza los terribles valles,
salvo
aquí que está roto y no lo salva.
Subir
podréis arriba por la ruina
que
yace al lado y el fondo recubre.»
El
guía inclinó un poco la cabeza:
dijo
después: « Contaba mal el caso
quien
a los pecadores allí ensarta.»
Y
el fraile: « Ya en Bolonia oí contar
muchos
vicios del diablo, y entre otros
que
es mentiroso y padre del embuste.»
Rápidamente
el guía se marchó,
con
el rostro turbado por la ira;
y
yo me separé de los cargados,
detrás
siguiendo las queridas plantas.
CANTO
XXIV
En
ese tiempo en el que el año es joven
y
el sol sus crines bajo Acuario templa,
y
las noches se igualan con los días,
cuando
la escarcha en tierra se asemeja
a
aquella imagen de su blanca hermana,
mas
poco dura el temple de su pluma;
el
campesino falto de forraje,
se
levanta y contempla la campiña
toda
blanca, y el muslo se golpea,
vuelve
a casa, y aquí y allá se duele,
tal
mezquino que no sabe qué hacerse;
sale
de nuevo, y cobra la esperanza,
viendo
que al monte ya le cambió el rostro
en
pocas horas, toma su cayado,
y
a pacer fuera saca las ovejas.
De
igual manera me asustó el maestro
cuando
vi que su frente se turbaba,
mas
pronto al mal siguió la medicina;
pues,
al llegar al derruido puente,
el
guía se volvió a mí con el rostro
dulce
que vi al principio al pie del monte;
abrió
los brazos, tras de haber tomado
una
resolución, mirando antes
la
ruina bien, y se acercó a empinarme.
Y
como el que trabaja y que calcula,
que
parece que todo lo prevea,
igual,
encaramándome a la cima
de
un peñasco, otra roca examinaba,
diciendo:
«Agárrate luego de aquélla;
pero
antes ve si puede sostenerte.»
No
era un camino para alguien con capa,
pues
apenas, él leve, yo sujeto,
podíamos
subir de piedra en piedra.
Y
si no fuese que en aquel recinto
más
corto era el camino que en los otros,
no
sé de él, pero yo vencido fuera.
Mas
como hacia la boca Malasbolsas
del
pozo más profundo toda pende,
la
situación de cada valle hace
que
se eleve un costado y otro baje;
y
así llegamos a la punta extrema,
donde
la última piedra se destaca.
Tan
ordeñado del pulmón estaba
mi
aliento en la subida, que sin fuerzas
busqué
un asiento en cuanto que llegamos.
«Ahora
es preciso que te despereces
-dijo
el maestro-, pues que andando en plumas
no
se consigue fama, ni entre colchas;
el
que la vida sin ella malgasta
tal
vestigio en la tierra de sí deja,
cual
humo en aire o en agua la espuma.
Así
que arriba: vence la pereza
con
ánimo que vence cualquier lucha,
si
con el cuerpo grave no lo impide.
Hay
que subir una escala aún más larga;
haber
huido de éstos no es bastante:
si
me entiendes, procura que te sirva.»
Alcé
entonces, mostrándome provisto
de
un ánimo mayor del que tenía,
«
Vamos -dije-. Estoy fuerte y animoso.»
Por
el derrumbe empezamos a andar,
que
era escarpado y rocoso y estrecho,
y
mucho más pendiente que el de antes.
Hablando
andaba para hacerme el fuerte;
cuando
una voz salió del otro foso,
que
incomprensibles voces profería.
No
le entendí, por más que sobre el lomo
ya
estuviese del arco que cruzaba:
mas
el que hablaba parecía airado.
Miraba
al fondo, mas mis ojos vivos,
por
lo oscuro, hasta el fondo no llegaban,
por
lo que yo: «Maestro alcanza el otro
recinto,
y descendamos por el muro;
pues,
como escucho a alguno que no entiendo,
miro
así al fondo y nada reconozco.
«Otra
respuesta -dijo- no he de darte
más
que hacerlo; pues que demanda justa
se
ha de cumplir con obras, y callando.»
Desde
lo alto del puente descendimos
donde
se cruza con la octava orilla,
luego
me fue la bolsa manifiesta;
y
yo vi dentro terrible maleza
de
serpientes, de especies tan distintas,
que
la sangre aún me hiela el recordarlo.
Más
no se ufane Libia con su arena;
que
si quelidras, yáculos y faras
produce,
y cancros con anfisibenas,
ni
tantas pestilencias, ni tan malas,
mostró
jamás con la Etiopía entera,
ni
con aquel que está sobre el mar Rojo.
Entre
el montón tristísimo corrían
gentes
desnudas y aterrorizadas,
sin
refugio esperar o heliotropía:
esposados
con sierpes a la espalda;
les
hincaban la cola y la cabeza
en
los riñones, encima montadas.
De
pronto a uno que se hallaba cerca,
se
lanzó una serpiente y le mordió
donde
el cuello se anuda con los hombros.
Ni
la O tan pronto, ni la I, se escribe,
cual
se encendió y ardió, y todo en cenizas
se
convirtió cayendo todo entero;
y
luego estando así deshecho en tierra
amontonóse
el polvo por si solo,
y
en aquel mismo se tornó de súbito.
Así
los grandes sabios aseguran
que
muere el Fénix y después renace,
cuando
a los cinco siglos ya se acerca:
no
pace en vida cebada ni hierba,
sólo
de incienso lágrimas y amomo,
y
nardo y mirra son su último nido.
Y
como aquel que cae sin saber cómo,
porque
fuerza diabólica lo tira,
o
de otra opilación que liga el ánimo,
que
levantado mira alrededor,
muy
conturbado por la gran angustia
que
le ha ocurrido, y suspira al mirar:
igual
el pecador al levantarse.
¡Oh
divina potencia, cuán severa,
que
tales golpes das en tu venganza!
El
guía preguntó luego quién era:
y
él respondió: «Lloví de la Toscana,
no
ha mucho tiempo, en este fiero abismo.
Vida
de bestia me plació, no de hombre,
como
al mulo que fui: soy Vanni Fucci
bestia,
y Pistoya me fue buena cuadra.»
Y
yo a mi guía: «Dile que no huya,
y
pregunta qué culpa aquí le arroja;
que
hombre le vi de maldad y de sangre.»
Y
el pecador, que oyó, no se escondía,
mas
volvió contra mí el ánimo y rostro,
y
de triste vergüenza enrojeció;
y
dijo: «Más me duele que me halles
en
la miseria en la que me estás viendo,
que
cuando fui arrancado en la otra vida.
Yo
no puedo ocultar lo que preguntas:
aquí
estoy porque fui en la sacristía
ladrón
de los hermosos ornamentos,
y
acusaron a otro hombre falsamente;
mas
porque no disfrutes al mirarme,
si
del lugar oscuro tal vez sales,
abre
el oído y este anuncio escucha:
Pistoya
de los negros enflaquece:
luego
en Florencia cambian gente y modos.
De
Val de Magra Marte manda un rayo
rodeado
de turbios nubarrones;
y
en agria tempestad impetuosa,
sobre
el campo Piceno habrá un combate;
y
de repente rasgará la niebla,
de
modo que herirá a todos los blancos.
¡Esto
te digo para hacerte daño!»
CANTO
XXV
El
ladrón al final de sus palabras,
alzó
las manos con un par de higas,
gritando:
«Toma, Dios, te las dedico.»
Desde
entonces me agradan las serpientes,
pues
una le envolvió entonces el cuello,
cual
si dijese: «No quiero que sigas»;
y
otra a los brazos, y le sujetó
ciñéndose
a sí misma por delante.
que
no pudo con ella ni moverse.
¡Ah
Pistoya, Pistoya, por qué niegas
incinerarte,
así que más no dures,
pues
superas en mal a tus mayores!
En
todas las regiones del infierno
no
vi a Dios tan soberbio algún espíritu,
ni
el que cayó de la muralla en Tebas.
Aquel
huyó sin decir más palabra;
y
vi venir a un centauro rabioso,
llamando:
«¿Dónde, dónde está el soberbio?»
No
creo que Maremma tantas tenga,
cuantas
bichas tenía por la grupa,
hasta
donde comienzan nuestras formas.
Encima
de los hombros, tras la nuca,
con
las alas abiertas, un dragón
tenía;
y éste quema cuanto toca.
Mi
maestro me dijo: « Aquel es Caco,
que,
bajo el muro del monte Aventino,
hizo
un lago de sangre muchas veces.
No
va con sus hermanos por la senda,
por
el hurto que fraudulento hizo
del
rebaño que fue de su vecino;
hasta
acabar sus obras tan inicuas
bajo
la herculea maza, que tal vez
ciento
le dio, mas no sintió el deceno.»
Mientras
que así me hablaba, se marchó,
y
a nuestros pies llegaron tres espíritus,
sin
que ni yo ni el guía lo advirtiésemos,
hasta
que nos gritaron: «¿Quiénes sois?»:
por
lo cual dimos fin a nuestra charla,
y
entonces nos volvimos hacia ellos.
Yo
no les conocí, pero ocurrió,
como
suele ocurrir en ocasiones,
que
tuvo el uno que llamar al otro,
diciendo:
«Cianfa, ¿dónde te has metido?»
Y
yo, para que el guía se fijase,
del
mentón puse el dedo a la nariz.
Si
ahora fueras, lector, lento en creerte
lo
que diré, no será nada raro,
pues
yo lo vi, y apenas me lo creo.
A
ellos tenía alzada la mirada,
y
una serpiente con seis pies a uno,
se
le tira, y entera se le enrosca.
Los
pies de en medio cogiéronle el vientre,
los
de delante prendieron sus brazos,
y
después le mordió las dos mejillas.
Los
delanteros lanzóle a los muslos
y
le metió la cola entre los dos,
y
la trabó detrás de los riñones.
Hiedra
tan arraigada no fue nunca
a
un árbol, como aquella horrible fiera
por
otros miembros enroscó los suyos.
Se
juntan luego, tal si cera ardiente
fueran,
y mezclan así sus colores,
no
parecían ya lo que antes eran,
como
se extiende a causa del ardor,
por
el papel, ese color oscuro,
que
aún no es negro y ya deja de ser blanco.
Los
otros dos miraban, cada cual
gritando:
«¡Agnel, ay, cómo estás cambiando!
¡mira
que ya no sois ni dos ni uno!
Las
dos cabezas eran ya una sola,
y
mezcladas se vieron dos figuras
en
una cara, donde se perdían.
Cuatro
miembros hiciéronse dos brazos;
los
muslos con las piernas, vientre y tronco
en
miembros nunca vistos se tornaron.
Ya
no existian las antiguas formas:
dos
y ninguna la perversa imagen
parecía;
y se fue con paso lento.
Como
el lagarto bajo el gran azote
de
la canícula, al cambiar de seto,
parece
un rayo si cruza el camino;
tal
parecía, yendo a las barrigas
de
los restantes, una sierpe airada,
tal
grano de pimienta negra y livida;
y
en aquel sitio que primero toma
nuestro
alimento, a uno le golpea;
luego
al suelo cayó a sus pies tendida.
El
herido miró, mas nada dijo;
antes,
con los pies quietos, bostezaba,
como
si fiebre o sueño le asaltase.
él
a la sierpe, y ella a él miraba;
él
por la llaga, la otra por la boca
humeaban,
el humo confundiendo.
Calle
Lucano ahora donde habla
del
mísero Sabello y de Nasidio,
y
espere a oír aquello que describo.
Calle
Ovidio de Cadmo y de Aretusa;
que
si aquél en serpiente, en fuente a ésta
convirtió,
poetizando, no le envidio;
que
frente a frente dos naturalezas
no
trasmutó, de modo que ambas formas
a
cambiar dispusieran sus materias.
Se
respondieron juntos de tal modo,
que
en dos partió su cola la serpiente,
y
el herido juntaba las dos hormas.
Las
piernas con los muslos a sí mismos
tal
se unieron, que a poco la juntura
de
ninguna manera se veía.
Tomó
la cola hendida la figura
que
perdía aquel otro, y su pellejo
se
hacía blando y el de aquélla, duro.
Vi
los brazos entrar por las axilas,
y
los pies de la fiera, que eran cortos,
tanto
alargar como acortarse aquéllos.
Luego
los pies de atrás, torcidos juntos,
el
miembro hicieron que se oculta el hombre,
y
el misero del suyo hizo dos patas.
Mientras
el humo al uno y otro empaña
de
color nuevo, y pelo hace crecer
por
una parte y por la otra depila,
cayó
el uno y el otro levantóse,
sin
desviarse la mirada impía,
bajo
la cual cambiaban sus hocicos.
El
que era en pie lo trajo hacia las sienes,
y
de mucha materia que allí había,
salió
la oreja del carrillo liso;
lo
que no fue detrás y se retuvo
de
aquel sobrante, a la nariz dio forma,
y
engrosó los dos labios, cual conviene.
El
que yacía, el morro adelantaba,
y
escondió en la cabeza las orejas,
como
del caracol hacen los cuernos.
Y
la lengua, que estaba unida y presta
para
hablar antes, se partió; y la otra
partida,
se cerró; y cesó ya el humo.
El
alma que era en fiera convertida,
se
echó a correr silbando por el valle,
y
la otra, en pos de ella, hablando escupe.
Luego
volvióle las espaldas nuevas,
y
dijo al otro: «Quiero que ande Buso
como
hice yo, reptando, su camino.»
Así
yo vi la séptima zahúrda
mutar
y trasmutar; y aquí me excuse
la
novedad, si oscura fue la pluma.
Y
sucedió que, aunque mi vista fuese
algo
confusa, y encogido el ánimo,
no
pudieron huir, tan a escondidas
que
no les viese bien, Puccio Sciancato
-de
los tres compañeros era el único
que
no cambió de aquellos que vinieron-
era
el otro a quien tú, Gaville, lloras,
CANTO
XXVI
¡Goza,
Florencia, ya que eres tan grande,
que
por mar y por tierra bate alas,
y
en el infierno se expande tu nombre!
Cinco
nobles hallé entre los ladrones
de
tus vecinos, de donde me vino
vergüenza,
y para ti no mucha honra.
Mas
si el soñar al alba es verdadero,
conocerás,
de aquí a no mucho tiempo,
lo
que Prato, no ya otras, te aborrece.
No
fuera prematuro, si ya fuese:
¡Ojalá
fuera ya, lo que ser debe!
que
más me pesará, cuanto envejezco.
Nos
marchamos de allí, y por los peldaños
que
en la bajada nos sirvieron antes,
subió
mi guía y tiraba de mí.
Y
siguiendo el camino solitario,
por
los picos y rocas del escollo,
sin
las manos, el pie no se valía.
Entonces
me dolió, y me duele ahora,
cuando,
el recuerdo a lo que vi dirijo,
y
el ingenio refreno más que nunca,
porque
sin guía de virtud no corra;
tal
que, si buena estrella, o mejor cosa,
me
ha dado el bien, yo mismo no lo enturbie.
Cuantas
el campesino que descansa
en
la colina, cuando aquel que alumbra
el
mundo, oculto menos tiene el rostro,
cuando
a las moscas siguen los mosquitos,
luciérnagas
contempla allá en el valle,
en
el lugar tal vez que ara y vendimia;
toda
resplandecía en llamaradas
la
bolsa octava, tal como advirtiera
desde
el sitio en que el fondo se veía.
Y
como aquel que se vengó con osos,
vio
de Elías el carro al remontarse,
y
erguidos los caballos a los cielos,
que
con los ojos seguir no podia,
ni
alguna cosa ver salvo la llama,
como
una nubecilla que subiese;
tal
se mueven aquéllas por la boca
del
foso, mas ninguna enseña el hurto,
y
encierra un pecador cada centella.
Yo
estaba tan absorto sobre el puente,
que
si una roca no hubiese agarrado,
sin
empujarme hubiérame caído.
Y
viéndome mi guía tan atento
dijo:
« Dentro del fuego están las almas,
todas
se ocultan en donde se queman.»
«Maestro
-le repuse-, al escucharte
estoy
más cierto, pero ya he notado
que
así fuese, y decírtelo quería:
¿quién
viene en aquel fuego dividido,
que
parece surgido de la pira
donde
Eteocles fue puesto con su hermano?»
Me
respondió: «Allí dentro se tortura
a
Ulises y a Diomedes, y así juntos
en
la venganza van como en la ira;
y
dentro de su llama se lamenta
del
caballo el ardid, que abrió la puerta
que
fue gentil semilla a los romanos.
Se
llora la traición por la que, muerta,
aún
Daidamia se duele por Aquiles,
y
por el Paladión se halla el castigo.»
«Si
pueden dentro de aquellas antorchas
hablar
-le dije- pídote, maestro,
y
te suplico, y valga mil mi súplica,
que
no me impidas que aguardar yo pueda
a
que la llama cornuda aquí llegue;
mira
cómo a ellos lleva mi deseo.»
Y
él me repuso: «Es digno lo que pides
de
mucha loa, y yo te lo concedo;
pero
procura reprimir tu lengua.
Déjame
hablar a mí, pues que comprendo
lo
que quieres; ya que serán esquivos
por
ser griegos, tal vez, a tus palabras.»
Cuando
la llama hubo llegado a donde
lugar
y tiempo pareció a mi guía,
yo
le escuché decir de esta manera:
«¡Oh
vosotros que sois dos en un fuego,
si
os merecí, mientras que estaba vivo,
si
os merecí, bien fuera poco o mucho,
cuando
altos versos escribí en el mundo,
no
os alejéis; mas que alguno me diga
dónde,
por él perdido, halló la muerte.»
El
mayor cuerno de la antigua llama
empezó
a retorcerse murmurando,
tal
como aquella que el viento fatiga;
luego
la punta aquí y acá moviendo,
cual
si fuese una lengua la que hablara,
fuera
sacó la voz, y dijo: «Cuando
me
separé de Circe, que sustrajó-
me
más de un año allí junto a Gaeta,
antes
de que así Eneas la llamase,
ni
la filial dulzura, ni el cariño
del
viejo padre, ni el amor debido,
que
debiera alegrar a Penélope,
vencer
pudieron el ardor interno
que
tuve yo de conocer el mundo,
y
el vicio y la virtud de los humanos;
mas
me arrojé al profundo mar abierto,
con
un leño tan sólo, y la pequeña
tripulación
que nunca me dejaba.
Un
litoral y el otro vi hasta España,
y
Marruecos, y la isla de los sardos,
y
las otras que aquel mar baña en torno.
Viejos
y tardos ya nos encontrábamos,
al
arribar a aquella boca estrecha
donde
Hércules plantara sus columnas,
para
que el hombre más allá no fuera:
a
mano diestra ya dejé Sevilla,
y
la otra mano se quedaba Ceuta.»
«Oh
hermanos -dije-, que tras de cien mil
peligros
a occidente habéis llegado,
ahora
que ya es tan breve la vigilia
de
los pocos sentidos que aún nos quedan,
negaros
no queráis a la experiencia,
siguiendo
al sol, del mundo inhabitado.
Considerar
cuál es vuestra progenie:
hechos
no estáis a vivir como brutos,
mas
para conseguir virtud y ciencia.»
A
mis hombres les hice tan ansiosos
del
camino con esta breve arenga,
que
no hubiera podido detenerlos;
y
vuelta nuestra proa a la mañana,
alas
locas hicimos de los remos,
inclinándose
siempre hacia la izquierda.
Del
otro polo todas las estrellas
vio
ya la noche, y el nuestro tan bajo
que
del suelo marino no surgía.
Cinco
veces ardiendo y apagada
era
la luz debajo de la luna,
desde
que al alto paso penetramos,
cuando
vimos una montaña, oscura
por
la distancia, y pareció tan alta
cual
nunca hubiera visto monte alguno.
Nos
alegramos, mas se volvió llanto:
pues
de la nueva tierra un torbellino
nació,
y le golpeó la proa al leño.
Le
hizo girar tres veces en las aguas;
a
la cuarta la popa alzó a lo alto,
bajó
la proa -como Aquél lo quiso-
hasta
que el mar cerró sobre nosotros.
CANTO
XXVII
Quieta
estaba la llama ya y derecha
para
no decir más, y se alejaba
con
la licencia del dulce poeta,
cuando
otra, que detrás de ella venía,
hizo
volver los ojos a su punta,
porque
salía de ella un son confuso.
Como
mugía el toro siciliano
que
primero mugió, y eso fue justo,
con
el llanto de aquel que con su lima
lo
templó, con la voz del afligido,
que,
aunque estuviese forjado de bronce,
de
dolor parecía traspasado;
así,
por no existir hueco ni vía
para
salir del fuego, en su lenguaje
las
palabras amargas se tornaban.
Mas
luego al encontrar ya su camino
por
el extremo, con el movimiento
que
la lengua le diera con su paso,
escuchamos:
«Oh tú, a quien yo dirijo
la
voz y que has hablado cual lombardo,
diciendo:
"Vete ya; más no te incito",
aunque
he llegado acaso un poco tarde,
no
te pese el quedarte a hablar conmigo:
¡Mira
que no me pesa a mí, que ardo!
Si
tú también en este mundo ciego
has
oído de aquella dulce tierra
latina,
en que yo fui culpable, dime
si
tiene la Romaña paz o guerra;
pues
yo naci en los montes entre Urbino
y
el yugo del que el Tiber se desata.»
Inclinado
y atento aún me encontraba,
cuando
al costado me tocó mi guía,
diciéndome:
«Habla tú, que éste es latino.»
Yo,
que tenía la respuesta pronta,
comencé
a hablarle sin demora alguna:
«Oh
alma que te escondes allá abajo,
tu
Romaña no está, no estuvo nunca,
sin
guerra en el afán de sus tiranos;
mas
palpable ninguna dejé ahora.
Rávena
está como está ha muchos años:
le
los Polenta el águila allí anida,
al
que a Cervia recubre con sus alas.
La
tierra que sufrió la larga prueba
hizo
de francos un montón sangriento,
bajo
las garras verdes permanece.
El
mastín viejo y joven de Verruchio,
que
mala guardia dieron a Montaña,
clavan,
donde solían, sus colmillos.
Las
villas del Santerno y del Camone
manda
el leoncito que campea en blanco,
que
de verano a invierno el bando muda;
y
aquella cuyo flanco el Savio baña,
como
entre llano y monte se sitúa,
vive
entre estado libre y tiranía.
Ahora
quién eres, pido que me cuentes:
no
seas más duro que lo fueron otros;
tu
nombre así en el mundo tenga fama.»
Después
que el fuego crepitó un momento
a
su modo, movió la aguda punta
de
aquí, de allí, y después lanzó este
soplo:
«Si
creyera que diese mi respuesta
a
persona que al mundo regresara,
dejaría
esta llama de agitarse;
pero,
como jamás desde este fondo
nadie
vivo volvió, si bien escucho,
sin
temer a la infamia, te contestó:
Guerrero
fui, y después fui cordelero,
creyendo,
así ceñido, hacer enmienda,
y
hubiera mi deseo realizado,
si
a las primeras culpas, el gran Preste,
que
mal haya, tornado no me hubiese;
y
el cómo y el porqué, quiero que escuches:
Mientras
que forma fui de carne y huesos
que
mi madre me dio, fueron mis obras
no
leoninas sino de vulpeja;
las
acechanzas, las ocultas sendas
todas
las supe, y tal llevé su arte,
que
iba su fama hasta el confín del mundo.
Cuando
vi que llegaba a aquella parte
de
mi vida, en la que cualquiera debe
arriar
las velas y lanzar amarras,
lo
que antes me plació, me pesó entonces,
y
arrepentido me volví y confeso,
¡ah
miserable!, y me hubiera salvado.
El
príncipe de nuevos fariseos,
haciendo
guerra cerca de Letrán,
y
no con sarracenos ni judíos,
que
su enemigo todo era cristiano,
y
en la toma de Acre nadie estuvo
ni
comerciando en tierras del Sultán;
ni
el sumo oficio ni las sacras órdenes
en
sí guardó, ni en mí el cordón aquel
que
suele hacer delgado a quien lo ciñe.
Pero,
como a Silvestre Constantino,
allí
en Sirati a curarle de lepra,
así
como doctor me llamó éste
para
curarle la soberbia fiebre:
pidióme
mi consejo, y yo callaba,
pues
sus palabras ebrias parecían.
Luego
volvió a decir: «Tu alma no tema;
de
antemano te absuelvo; enséñame
la
forma de abatir a Penestrino.
El
cielo puedo abrir y cerrar puedo,
porque
son dos las llaves, como sabes,
que
mi predecesor no tuvo aprecio.»
Los
graves argumentos me punzaron
y,
pues callar peor me parecia,
le
dije: "Padre, ya que tú me lavas
de
aquel pecado en el que caigo ahora,
larga
promesa de cumplir escaso
hará
que triunfes en el alto solio."
Luego
cuando morí, vino Francisco,
mas
uno de los negros querubines
le
dijo: "No lo lleves: no me enfades.
Ha
de venirse con mis condenados,
puesto
que dio un consejo fraudulento,
y
le agarro del pelo desde entonces;
que
a quien no se arrepiente no se absuelve,
ni
se puede querer y arrepentirse,
pues
la contradicción no lo consiente."
¡Oh
miserable, cómo me aterraba
al
agarrarme diciéndome: "¿Acaso
no
pensabas que lógico yo fuese?"
A
Minos me condujo, y ocho veces
al
duro lomo se ciñó la cola,
y
después de morderse enfurecido,
dijo:
"Este es reo de rabiosa llama",
por
lo cual donde ves estoy perdido
y,
así vestido, andando me lamento.»
Cuando
hubo terminado su relato,
se
retiró la llama dolorida,
torciendo
y debatiendo el cuerno agudo.
A
otro lado pasamos, yo y mi guía,
por
cima del escollo al otro arco
que
cubre el foso, donde se castiga
a
los que, discordiando, adquieren pena.
CANTO
XXVIII
Aun
si en prosa lo hiciese, ¿quién podría
de
tanta sangre y plagas como vi
hablar,
aunque contase mochas veces?
En
verdad toda lengua fuera escasa
porque
nuestro lenguaje y nuestra mente
no
tienen juicio para abarcar tanto.
Aunque
reuniesen a todo aquel gentío
que
allí sobre la tierra infortunada
de
Apulia, foe de su sangre doliente
por
los troyanos y la larga guerra
que
tan grande despojo hizo de anillos,
cual
Livio escribe, y nunca se equivoca;
y
quien sufrió los daños de los golpes
por
oponerse a Roberto Guiscardo;
y
la otra cuyos huesos aún se encuentran
en
Caperano, donde fue traidor
todo
el pullés; y la de Tegliacozzo,
que
venció desarmado el viejo Alardo,
y
cuál cortado y cuál roto su miembro
mostrase,
vanamente imitaría
de
la novena bolsa el modo inmundo.
Una
cuba, que duela o fondo pierde,
como
a uno yo vi, no se vacía,
de
la barbilla abierto al bajo vientre;
por
las piernas las tripas le colgaban,
vela
la asadura, el triste saco
que
hace mierda de todo lo que engulle.
Mientras
que en verlo todo me ocupaba,
me
miró y con la mano se abrió el pecho
diciendo:
«¡Mira cómo me desgarro!
imira
qué tan maltrecho está Mahoma!
Delante
de mí Alí llorando marcha,
rota
la cara del cuello al copete.
Todos
los otros que tú ves aquí,
sembradores
de escándalo y de cisma
vivos
fueron, y así son desgarrados.
Hay
detrás un demonio que nos abre,
tan
crudamente, al tajo de la espada,
cada
cual de esta fila sometiendo,
cuando
la vuelta damos al camino;
porque
nuestras heridas se nos cierran
antes
que otros delante de él se pongan.
Mas
¿quién eres, que husmeas en la roca,
tal
vez por retrasar ir a la pena,
con
que son castigadas tus acciones?»
«Ni
le alcanza aún la muerte, ni el castigo
-respondió
mi maestro- le atormenta;
mas,
por darle conocimiento pleno,
yo,
que estoy muerto, debo conducirlo
por
el infierno abajo vuelta a vuelta:
y
esto es tan cierto como que te hablo.»
Mas
de cien hubo que, cuando lo oyeron,
en
el foso a mirarme se pararon
llenos
de asombro, olvidando el martirio.
«
Pues bien, di a Fray Dolcín que se abastezca,
tú
que tal vez verás el sol en breve,
si
es que no quiere aquí seguirme pronto,
tanto,
que, rodeado por la nieve,
no
deje la victoria al de Novara,
que
no sería fácil de otro modo.»
Después
de alzar un pie para girarse,
estas
palabras díjome Mahoma;
luego
al marcharse lo fijó en la tierra.
Otro,
con la garganta perforada,
cortada
la nariz hasta las cejas,
que
una oreja tenía solamente,
con
los otros quedó, maravillado,
y
antes que los demás, abrió el gaznate,
que
era por fuera rojo por completo;
y
dijo: «Oh tú a quien culpa no condena
y
a quien yo he visto en la tierra latina,
si
mucha semejanza no me engaña,
acuérdate
de Pier de Medicina,
si
es que vuelves a ver el dulce llano,
que
de Vercelli a Marcabó desciende.
Y
haz saber a los dos grandes de Fano,
a
maese Guido y a maese Angiolello,
que,
si no es vana aquí la profecía,
arrojados
serán de su bajel,
y
agarrotados cerca de Cattolica,
por
traición de tirano fementido.
Entre
la isla de Chipre y de Mallorca
no
vio nunca Neptuno tal engaño,
no
de piratas, no de gente argólica.
Aquel
traidor que ve con sólo uno,
y
manda en el país que uno a mi lado
quisiera
estar ayuno de haber visto,
ha
de hacerles venir a una entrevista;
luego
hará tal, que al viento de Focara
no
necesitarán preces ni votos.»
Y
yo le dije: «Muéstrame y declara,
si
quieres que yo lleve tus noticias,
quién
es el de visita tan amarga.»
Puso
entonces la mano en la mejilla
de
un compañero, y abrióle la boca,
gritando:
«Es éste, pero ya no habla;
éste,
exiliado, sembraba la duda,
diciendo
a César que el que está ya listo
siempre
con daño el esperar soporta.»
¡Oh
cuán acobardado parecía,
con
la lengua cortada en la garganta,
Curión
que en el hablar fue tan osado!
Y
uno, con una y otra mano mochas,
que
alzaba al aire oscuro los muñones,
tal
que la sangre le ensuciaba el rostro,
gritó:
«Te acordarás también del Mosca,
que
dijo: "Lo empezado fin requiere",
que
fue mala simiente a los toscanos.»
Y
yo le dije: «Y muerte de tu raza.»
Y
él, dolor a dolor acumulado,
se
fue como persona triste y loca.
Mas
yo quedé para mirar el grupo,
y
vi una cosa que me diera miedo,
sin
más pruebas, contarla solamente,
si
no me asegurase la conciencia,
esa
amiga que al hombre fortifica
en
la confianza de sentirse pura.
Yo
vi de cierto, y parece que aún vea,
un
busto sin cabeza andar lo mismo
que
iban los otros del rebaño triste;
la
testa trunca agarraba del pelo,
cual
un farol llevándola en la mano;
y
nos miraba, y «¡Ay de mí!» decía.
De
sí se hacía a sí mismo lucerna,
y
había dos en uno y uno en dos:
cómo
es posible sabe Quien tal manda.
Cuando
llegado hubo al pie del puente,
alzó
el brazo con toda la cabeza,
para
decir de cerca sus palabras,
que
fueron: «Mira mi pena tan cruda
tú
que, inspirando vas viendo a los muertos;
mira
si alguna hay grande como es ésta.
Y
para que de mí noticia lleves
sabrás
que soy Bertrand de Born, aquel
que
diera al joven rey malos consejos.
Yo
hice al padre y al hijo enemistarse:
Aquitael
no hizo más de Absalón
y
de David con perversas punzadas:
Y
como gente unida así he partido,
partido
llevo mi cerebro, ¡ay triste!,
de
su principio que está en este tronco.
Y
en mí se cumple la contrapartida.»
CANTO
XXIX
La
mucha gente y las diversas plagas,
tanto
habian mis ojos embriagado,
que
quedarse llorando deseaban;
mas
Virgilio me dijo: «¿En qué te fijas?
¿Por
qué tu vista se detiene ahora
tras
de las tristes sombras mutiladas?
Tú
no lo hiciste así en las otras bolsas;
piensa,
si enumerarlas crees posible,
que
millas veintidós el valle abarca.
Y
bajo nuestros pies ya está la luna:
Del
tiempo concedido queda poco,
y
aún nos falta por ver lo que no has visto.»
«Si
tú hubieras sabido -le repuse-
la
razón por la cual miraba, acaso
me
hubieses permitido detenerme.»
Ya
se marchaba, y yo detrás de él,
mi
guía, respondiendo a su pregunta
y
añadiéndole: «Dentro de la cueva,
donde
los ojos tan atento puse,
creo
que un alma de mi sangre llora
la
culpa que tan caro allí se paga.»
Dijo
el maestro entonces: «No entretengas
de
aquí adelante en ello el pensamiento:
piensa
otra cosa, y él allá se quede;
que
yo le he visto al pie del puentecillo
señalarte,
con dedo amenazante,
y
llamarlo escuché Geri del Bello.
Tan
distraído tú estabas entonces
con
el que tuvo Altaforte a su mando,
que
se fue porque tú no le atendías.»
«Oh
guía mío, la violenta muerte
que
aún no le ha vengado -yo repuse-
ninguno
que comparta su vergüenza,
hácele
desdeñoso; y sin hablarme
se
ha marchado, del modo que imagino;
con
él por esto he sido más piadoso.»
Conversamos
así hasta el primer sitio
que
desde el risco el otro valle muestra,
si
hubiese allí más luz, todo hasta el fondo.
Cuando
estuvimos ya en el postrer claustro
de
Malasbolsas, y que sus profesos
a
nuestra vista aparecer podían,
lamentos
saeteáronme diversos,
que
herrados de piedad dardos tenían;
y
me tapé por ello los oídos.
Como
el dolor, si con los hospitales
de
Valdiquiana entre junio y septiembre,
los
males de Maremma y de Cerdeña,
en
una fosa juntos estuvieran,
tal
era aquí; y tal hedor desprendía,
como
suele venir de miembros muertos.
Descendimos
por la última ribera
del
largo escollo, a la siniestra mano;
y
entonces pude ver más claramente
allí
hacia el fondo, donde la ministra
del
alto Sir, infafble justicia,
castiga
al falseador que aquí condena.
Yo
no creo que ver mayor tristeza
en
Egina pudiera el pueblo enfermo,
cuando
se llenó el aire de ponzoña,
pues,
hasta el gusanillo, perecieron
los
animales; y la antigua gente,
según
que los poeta aseguran,
se
engendró de la estirpe de la hormiga;
como
era viendo por el valle oscuro
languidecer
las almas a montones.
Cuál
sobre el vientre y cuál sobre la espalda,
yacía
uno del otro, y como a gatas,
por
el triste sendero caminaban.
Muy
lentamente, sin hablar, marchábamos,
mirando
y escuchando a los enfermos,
que
levantar sus cuerpos no podían.
Vi
sentados a dos que se apoyaban,
como
al cocer se apoyan teja y teja,
de
la cabeza al pie llenos de pústulas.
Y
nunca vi moviendo la almohaza
a
muchacho esperado por su amo,
ni
a aquel que con desgana está aún en vela,
como
éstos se mordían con las uñas
a
ellos mismos a causa de la saña
del
gran picor, que no tiene remedio;
y
arrancaban la sarna con las uñas,
como
escamas de meros el cuchillo,
o
de otro pez que las tenga más grandes.
«Oh
tú que con los dedos te desuellas
-se
dirigió mi guía a uno de aquéllos-
y
que a veces tenazas de ellos haces,
dime
si algún latino hay entre éstos
que
están aquí, así te duren las uñas
eternamente
para esta tarea.»
«Latinos
somos quienes tan gastados
aquí
nos ves -llorando uno repuso-;
¿y
quién tú, que preguntas por nosotros?»
Y
el guía dijo: «Soy uno que baja
con
este vivo aquí, de grada en grada,
y
enseñarle el infierno yo pretendo.»
Entonces
se rompió el común apoyo;
y
temblando los dos a mí vinieron
con
otros que lo oyeron de pasada.
El
buen maestro a mí se volvió entonces,
diciendo:
«Diles todo lo que quieras»;
y
yo empecé, pues que él así quería:
«Así
vuestra memoria no se borre
de
las humanas mentes en el mundo,
mas
que perviva bajo muchos soles,
decidme
quiénes sois y de qué gente:
vuestra
asquerosa y fastidiosa pena
el
confesarlo espanto no os produzca.»
«Yo
fui de Arezzo, y Albero el de Siena
-repuso
uno- púsome en el fuego,
pero
no me condena aquella muerte.
Verdad
es que le dije bromeando:
"Yo
sabré alzarme en vuelo por el aire"
y
aquél, que era curioso a insensato,
quiso
que le enseñase el arte; y sólo
porque
no le hice Dédalo, me hizo
arder
así como lo hizo su hijo.
Mas
en la última bolsa de las diez,
por
la alquimia que yo en el mundo usaba,
me
echó Minos, que nunca se equivoca.»
Y
yo dije al maestro: «tHa habido nunca
gente
tan vana como la sienesa?
cierto,
ni la francesa llega a tanto.»
Como
el otro leproso me escuchara,
repuso
a mis palabras: «Quita a Stricca,
que
supo hacer tan moderados gastos;
y
a Niccolò, que el uso dispendioso
del
clavo descubrió antes que ninguno,
en
el huerto en que tal simiento crece;
y
quita la pandilla en que ha gastado
Caccia
d'Ascian la viña y el gran bosque,
y
el Abbagliato ha perdido su juicio.
Mas
por que sepas quién es quien te sigue
contra
el sienés, en mí la vista fija,
que
mi semblante habrá de responderte:
verás
que soy la sombra de Capoccio,
que
falseé metales con la alquimia;
y
debes recordar, si bien te miro,
que
por naturaleza fui una mona.»
CANTO
XXX
Cuando
Juno por causa de Semele
odio
tenia a la estirpe tebana,
como
lo demostró en tantos momentos,
Atamante
volvióse tan demente,
que,
viendo a su mujer con los dos hijos
que
en cada mano a uno conducía,
gritó:
«¡Tendamos redes, y atrapemos
a
la leona al pasar y a los leoncitos!»;
y
luego con sus garras despiadadas.
agarró
al que Learco se llamaba,
le
volteó y le dio contra una piedra;
y
ella se ahogó cargada con el otro.
Y
cuando la fortuna echó por tierra
la
soberbia de Troya tan altiva,
tal
que el rey junto al reino fue abatido,
Hécuba
triste, mísera y cautiva,
luego
de ver a Polixena muerta,
y
a Polidoro allí, junto a la orilla
del
mar, pudo advertir con tanta pena,
desgarrada
ladró tal como un perro;
tanto
el dolor su mente trastornaba.
Mas
ni de Tebas furias ni troyanas
se
vieron nunca en nadie tan crueles,
ni
a las bestias hiriendo, ni a los hombres,
cuanto
en dos almas pálidas, desnudas,
que
mordiendo corrían, vi, del modo
que
el cerdo cuando deja la pocilga.
Una
cogió a Capocchio, y en el nudo
del
cuello le mordió, y al empujarle,
le
hizo arañar el suelo con el vientre.
Y
el aretino, que quedó temblando,
me
dijo: « El loco aquel es Gianni Schichi,
que
rabioso a los otros así ataca.»
«Oh
-le dije- así el otro no te hinque
los
dientes en la espalda, no te importe
el
decirme quién es antes que escape.»
Y
él me repuso: «El alma antigua es ésa
de
la perversa Mirra, que del padre
lejos
del recto amor, se hizo querida.
El
pecar con aquél consiguió ésta
falsificándose
en forma de otra,
igual
que osó aquel otro que se marcha,
por
ganarse a la reina de las yeguas,
falsificar
en sí a Buoso Donati,
testando
y dando norma al testamente.»
Y
cuando ya se fueron los rabiosos,
sobre
los cuales puse yo la vista,
la
volví por mirar a otros malditos.
Vi
a uno que un laúd parecería
si
le hubieran cortado por las ingles
del
sitio donde el hombre se bifurca.
La
grave hidropesía, que deforma
los
miembros con humores retenidos,
no
casado la cara con el vientre,
le
obliga a que los labios tenga abiertos,
tal
como a causa de la sed el hético,
que
uno al mentón, y el otro lleva arriba.
«Ah
vosotros que andáis sin pena alguna,
y
yo no sé por qué, en el mundo bajo
-él
nos dijo-, mirad y estad atentos
a
la miseria de maese Adamo:
mientras
viví yo tuve cuanto quise,
y
una gota de agua, ¡ay triste!, ansío.
Los
arroyuelos que en las verdes lomas
de
Casentino bajan hasta el Arno,
y
hacen sus cauces fríos y apacibles,
siempre
tengo delante, y no es en vano;
porque
su imagen aún más me reseca
que
el mal con que mi rostro se descarna.
La
rígida justicia que me hiere
se
sirve del lugar en que pequé
para
que ponga en fuga más suspiros.
Está
Romena allí, donde hice falsa
la
aleación sigilada del Bautista,
por
lo que el cuerpo quemado dejé.
Pero
si viese aquí el ánima triste
de
Guido o de Alejandro o de su hermano,
Fuente
Branda, por verlos, no cambiase.
Una
ya dentro está, si las rabiosas
sombras
que van en torno no se engañan,
¿mas
de qué sirve a mis miembros ligados?
Si
acaso fuese al menos tan ligero
que
anduviese en un siglo una pulgada,
en
el camino ya me habría puesto,
buscándole
entre aquella gente infame,
aunque
once millas abarque esta fosa,
y
no menos de media de través.
Por
aquellos me encuentro en tal familia:
pues
me indujeron a acuñar florines
con
tres quilates de oro solamente.»
Y
yo dije: «¿Quién son los dos mezquinos
que
humean, cual las manos en invierno,
apretados
yaciendo a tu derecha?»
«Aquí
los encontré, y no se han movido
-me
repuso- al llover yo en este abismo
ni
eternamente creo que se muevan.
Una
es la falsa que acusó a José;
otro
el falso Sinón, griego de Troya:
por
una fiebre aguda tanto hieden.»
Y
uno de aquéllos, lleno de fastidio
tal
vez de ser nombrados con desprecio,
le
dio en la dura panza con el puño.
ésta
sonó cual si fuese un tambor;
y
maese Adamo le pegó en la cara
con
su brazo que no era menos duro,
diciéndole:
«Aunque no pueda moverme,
porque
pesados son mis miembros, suelto
para
tal menester tengo mi brazo.»
Y
aquél le respondió: « Al encaminarte
al
fuego, tan veloz no lo tuviste:
pero
sí, y más, cuando falsificabas.»
Y
el hidrópico dijo: «Eso es bien cierto;
mas
tan veraz testimonio no diste
al
requerirte la verdad en Troya.»
«Si
yo hablé en falso, el cuño falseaste
-dijo
Sinón- y aquí estoy por un yerro,
y
tú por más que algún otro demonio.»
«Acuérdate,
perjuro, del caballo
-repuso
aquel de la barriga hinchada-;
y
que el mundo lo sepa y lo castigue.»
«Y
te castigue a ti la sed que agrieta
-dijo
el griego- la lengua, el agua inmunda
que
al vientre le hace valla ante tus ojos.»
Y
el monedero dilo: «Así se abra
la
boca por tu mal, como acostumbra;
que
si sed tengo y me hincha el humor,
te
duele la cabeza y tienes fiebre;
y
a lamer el espejo de Narciso,
te
invitarían muy pocas palabras.»
Yo
me estaba muy quieto para oírles
cuando
el maestro dijo: «¡Vamos, mira!
no
comprendo qué te hace tanta gracia.»
Al
oír que me hablaba con enojo,
hacia
él me volví con tal vergüenza,
que
todavía gira en mi memoria.
Como
ocurre a quien sueña su desgracia,
que
soñando aún desea que sea un sueño,
tal
como es, como si no lo fuese,
así
yo estaba, sin poder hablar,
deseando
escusarme, y escusábame
sin
embargo, y no pensaba hacerlo.
«Falta
mayor menor vergüenza lava
-dijo
el maestro-, que ha sido la tuya;
así
es que ya descarga tu tristeza.
Y
piensa que estaré siempre a tu lado,
si
es que otra vez te lleva la fortuna
donde
haya gente en pleitos semejantes:
pues
el querer oír eso es vil deseo.»
CANTO
XXXI
La
misma lengua me mordió primero,
haciéndome
teñir las dos mejillas,
y
después me aplicó la medicina:
así
escuché que solía la lanza
de
Aquiles y su padre ser causante
primero
de dolor, después de alivio,
Dimos
la espalda a aquel mísero valle
por
la ribera que en torno le ciñe,
y
sin ninguna charla lo cruzamos.
No
era allí ni de día ni de noche,
y
poco penetraba con la vista;
pero
escuché sonar un alto cuerno,
tanto
que habría a los truenos callado,
y
que hacia él su camino siguiendo,
me
dirigió la vista sólo a un punto.
Tras
la derrota dolorosa, cuando
Carlomagno
perdió la santa gesta,
Orlando
no tocó con tanta furia.
A
poco de volver allí mi rostro,
muchas
torres muy altas creí ver;
y
yo: «Maestro, di, ¿qué muro es éste?»
Y
él a mí: «Como cruzas las tinieblas
demasiado
a lo lejos, te sucede
que
en el imaginar estás errado.
Bien
lo verás, si llegas a su vera,
cuánto
el seso de lejos se confunde;
así
que marcha un poco más aprisa.»
Y
con cariño cogióme la mano,
y
dijo: «Antes que hayamos avanzado,
para
que menos raro te parezca,
sabe
que no son torres, mas gigantes,
y
en el pozo al que cerca esta ribera
están
metidos, del ombligo abajo.»
Como
al irse la niebla disipando,
la
vista reconoce poco a poco
lo
que esconde el vapor que arrastra el aire,
así
horadando el aura espesa y negra,
más
y más acercándonos al borde,
se
iba el error y el miedo me crecía;
pues
como sobre la redonda cerca
Monterregión
de torres se corona,
así
aquel margen que el pozo circunda
con
la mitad del cuerpo torreaban
los
horribles gigantes, que amenaza
aún
desde el cielo Júpiter tronando.
Y
yo miraba ya de alguno el rostro,
la
espalda, el pecho y gran parte del vientre,
y
los brazos cayendo a los costados.
Cuando
dejó de hacer Naturaleza
aquellos
animales, muy bien hizo,
porque
tales ayudas quitó a Marte;
Y
si ella de elefantes y ballenas
no
se arrepiente, quien atento mira,
más
justa y más discreta ha de tenerla;
pues
donde el argumento de la mente
al
mal querer se junta y a la fuerza,
el
hombre no podría defenderse.
Su
cara parecía larga y gruesa
como
la Piña de San Pedro, en Roma,
y
en esta proporción los otros huesos;
y
así la orilla, que les ocultaba
del
medio abajo, les mostraba tanto
de
arriba, que alcanzar su cabellera
tres
frisones en vano pretendiesen;
pues
treinta grandes palmos les veía
de
abajo al sitio en que se anuda el manto.
laquo;Raphel
may amech zabi almi»,
a
gritar empezó la fiera boca,
a
quien más dulces salmos no convienen.
Y
mi guía hacia él: « ¡Alma insensata,
coge
tu cuerno, y desfoga con él
cuanta
ira o pasión así te agita!
Mirate
al cuello, y hallarás la soga
que
amarrado lo tiene, alma turbada,
mira
cómo tu enorme pecho aprieta.»
Después
me dijo: «A sí mismo se acusa.
Este
es Nembrot, por cuya mala idea
sólo
un lenguaje no existe en el mundo.
Dejémosle,
y no hablemos vanamente,
porque
así es para él cualquier lenguaje,
cual
para otros el suyo: nadie entiende.»
Seguimos
el viaje caminando
a
la izquierda, y a un tiro de ballesta,
otro
encontramos más feroz y grande.
Para
ceñirlo quién fuera el maestro,
decir
no sé, pero tenía atados
delante
el otro, atrás el brazo diestro,
una
cadena que le rodeaba
del
cuello a abajo, y por lo descubierto
le
daba vueltas hasta cinco veces.
«Este
soberbio quiso demostrar
contra
el supremo Jove su potencia
-dijo
mi guía- y esto ha merecido.
Se
llama Efialte; y su intentona hizo
al
dar miedo a los dioses los gigantes:
los
brazos que movió, ya más no mueve.»
Y
le dije: «Quisiera, si es posible,
que
del desmesurado Briareo
puedan
tener mis ojos experiencia.»
Y
él me repuso: «A Anteo ya verás
cerca
de aquí, que habla y está libre,
que
nos pondrá en el fondo del infierno.
Aquel
que quieres ver, está muy lejos,
y
está amarrado y puesto de igual modo,
salvo
que aún más feroz el rostro tiene.»
No
hubo nunca tan fuerte terremoto,
que
moviese una torre con tal fuerza,
como
Efialte fue pronto en revolverse.
Más
que nunca temí la muerte entonces,
y
el miedo solamente bastaría
aunque
no hubiese visto las cadenas.
Seguimos
caminando hacia adelante
y
llegamos a Anteo: cinco alas
salían
de la fosa, sin cabeza.
«Oh
tú que en el afortunado valle
que
heredero a Escipión de gloria hizo,
al
escapar Aníbal con los suyos,
mil
leones cazaste por botín,
y
que si hubieses ido a la alta lucha
de
tus hermanos, hay quien ha pensado
que
vencieran los hijos de la Tierra;
bájanos,
sin por ello despreciarnos,
donde
al Cocito encierra la friura.
A
Ticio y a Tifeo no nos mandes;
éste
te puede dar lo que deseas;
inclínate,
y no tuerzas el semblante.
Aún
puede darte fama allá en el mundo,
pues
que está vivo y larga vida espera,
si
la Gracia a destiempo no le llama.»
Así
dijo el maestro; y él deprisa
tendió
la mano, y agarró a mi guía,
con
la que a Hércules diera el fuerte abrazo.
Virgilio,
cuando se sintió cogido,
me
dijo: «Ven aquí, que yo te coja»;
luego
hizo tal que un haz éramos ambos.
Cual
parece al mirar la Garisenda
donde
se inclina, cuando va una nube
sobre
ella, que se venga toda abajo;
tal
parecióme Anteo al observarle
y
ver que se inclinaba, y fue en tal hora
que
hubiera preferido otro camino.
Mas
levemente al fondo que se traga
a
Lucifer con Judas, nos condujo;
y
así inclinado no hizo más demora,
y
se alzó como el mástil en la nave.
CANTO
XXXII
Si
rimas broncas y ásperas tuviese,
como
merecerfa el agujero
sobre
el que apoyan las restantes rocas
exprimiría
el jugo de mi tema
más
plenamente; mas como no tengo,
no
sin miedo a contarlo me dispongo;
que
no es empresa de tomar a juego
de
todo el orbe describir el fondo,
ni
de lengua que diga «mama» o «papa».
Mas
a mi verso ayuden las mujeres
que
a Anfión a cerrar Tebas ayudaron,
y
del hecho el decir no sea diverso.
¡Oh
sobre todas mal creada plebe,
que
el sitio ocupas del que hablar es duro,
mejor
serla ser cabras u ovejas!
Cuando
estuvimos ya en el negro pozo,
de
los pies del gigante aún más abajo,
y
yo miraba aún la alta muralla,
oí
decirme: «Mira dónde pisas:
anda
sin dar patadas a la triste
cabeza
de mi hermano desdichado.»
Por
lo cual me volví, y vi por delante
y
a mis plantas un lago que, del hielo,
de
vidrio, y no de agua, tiene el rostro.
A
su corriente no hace tan espeso
velo,
en Austria, el Danubio en el invierno,
ni
bajo el frío cielo allá el Tanais,
como
era allí; porque si el Pietrapana
o
el Tambernic, encima le cayese,
ni
«crac» hubiese hecho por el golpe.
Y
tal como croando está la rana,
fuera
del agua el morro, cuando sueña
con
frecuencia espigar la campesina,
lívidas,
hasta el sitio en que aparece
la
vergüenza, en el hielo había sombras,
castañeteando
el diente cual cigüeñas.
Hacia
abajo sus rostros se volvían:
el
frío con la boca, y con los ojos
el
triste corazón testimoniaban.
Después
de haber ya visto un poco en torno,
miré,
a mis pies, a dos tan estrechados,
que
mezclados tenían sus cabellos.
«Decidme,
los que así apretáis los pechos
-les
dije- ¿Quiénes sois?» Y el cuello irguieron;
y
al alzar la cabeza, chorrearon
sus
ojos, que antes eran sólo blandos
por
dentro, hasta los labios, y ató el hielo
las
lágrimas entre ellos, encerrándolos.
Leño
con leño grapa nunca une
tan
fuerte; por lo que, como dos chivos,
los
dos se golpearon iracundos.
Y
uno, que sin orejas se encontraba
por
la friura, con el rostro gacho,
dijo:
«¿Por qué nos miras de ese modo?
Si
saber quieres quién son estos dos,
el
valle en que el Bisenzo se derrama
fue
de Alberto, su padre, y de estos hijos.
De
igual cuerpo salieron; y en Caína
podrás
buscar, y no encontrarás sombra
más
digna de estar puesta en este hielo;
no
aquel a quien rompiera pecho y sombra,
por
la mano de Arturo, un solo golpe;
no
Focaccia; y no éste, que me tapa
con
la cabeza y no me deja ver,
y
fue llamado Sassol Mascheroni:
si
eres toscano bien sabrás quién fue.
Y
porque en más sermones no me metas,
sabe
que fui Camincion dei Pazzi;
y
espero que Carlino me haga bueno.»
Luego
yo vi mil rostros por el frío
amoratados,
y terror me viene,
y
siempre me vendrá de aquellos hielos.
Y
mientras que hacia el centro caminábamos,
en
el que toda gravedad se aúna,
y
yo en la eterna lobreguez temblaba,
si
el azar o el destino o Dios lo quiso,
no
sé; mas paseando entre cabezas,
golpeé
con el pie el rostro de una.
Llorando
me gritó: «¿Por qué me pisas?
Si
a aumentar tú no vienes la venganza
de
Monteaperti, ¿por qué me molestas?»
Y
yo: «Maestro mío, espera un poco
pues
quiero que me saque éste de dudas;
y
luego me darás, si quieres, prisa.»
El
guía se detuvo y dije a aquel
que
blasfemaba aún muy duramente:
«
¿Quién eres tú que así reprendes a
otros?»
«Y
tú ¿quién eres que por la Antenora
vas
golpeando -respondió- los rostros,
de
tal forma que, aun vivo, mucho fuera?»
«Yo
estoy vivo, y acaso te convenga
-fue
mi respuesta-, si es que quieres fama,
que
yo ponga tu nombre entre los otros.»
Y
él a mí: «Lo contrario desearía;
márchate
ya de aquí y no me molestes,
que
halagar sabes mal en esta gruta.»
Entonces
le cogí por el cogote,
y
dije: «Deberás decir tu nombre,
o
quedarte sin pelo aquí debajo.»
Por
lo que dijo: «Aunque me descabelles,
no
te diré quién soy, ni he de decirlo,
aunque
mil veces golpees mi cabeza.»
Ya
enroscados tenía sus cabellos,
y
ya más de un mechón le había arrancado,
mientras
ladraba con la vista gacha,
cuando
otro le gritó: «¿Qué tienes, Bocca?
¿No
te basta sonar con las quijadas,
sino
que ladras? ¿quién te da tormento?»
«Ahora
-le dije yo- no quiero oírte,
oh
malvado traidor: que en tu deshonra,
he
de llevar de ti veraces nuevas.»
«Vete
-repuso- y di lo que te plazca,
pero
no calles, si de aquí salieras,
de
quien tuvo la lengua tan ligera.
él
llora aquí el dinero del francés:
"Yo
vi -podrás decir- a aquel de Duera,
donde
frescos están los pecadores."
Si
fuera preguntado "¿y esos otros?",
tienes
al lado a aquel de Beccaría,
del
cual segó Florencia la garganta.
Gianni
de Soldanier creo que está
allá
con Ganelón y Teobaldelo,
que
abrió Faenza mientras que dormía.»
Nos
habíamos de éstos alejado,
cuando
vi a dos helados en un hoyo,
y
una cabeza de otra era sombrero;
y
como el pan con hambre se devora,
así
el de arriba le mordía al otro
donde
se juntan nuca con cerebro.
No
de otra forma Tideo roía
la
sien a Menalipo por despecho,
que
aquél el cráneo y las restantes cosas.
«Oh
tú, que muestras por tan brutal signo
un
odio tal por quien así devoras,
dime
el porqué -le dije- de ese trato,
que
si tú con razón te quejas de él,
sabiendo
quiénes sois, y su pecado,
aún
en el mundo pueda yo vengarte,
si
no se seca aquella con la que hablo.»
CANTO
XXXIII
De
la feroz comida alzó la boca
el
pecador, limpiándola en los pelos
de
la cabeza que detrás roía.
Luego
empezó: «Tú quieres que renueve
el
amargo dolor que me atenaza
sólo
al pensarlo, antes que de ello hable.
Mas
si han de ser simiente mis palabras
que
dé frutos de infamia a este traidor
que
muerdo, al par verás que lloro y hablo.
Ignoro
yo quién seas y en qué forma
has
llegado hasta aquí, mas de Florencia
de
verdad me pareces al oírte.
Debes
saber que fui el conde Ugolino
y
este ha sido Ruggieri, el arzobispo;
por
qué soy tal vecino he de contarte.
Que
a causa de sus malos pensamientos,
y
fiándome de él fui puesto preso
y
luego muerto, no hay que relatarlo;
mas
lo que haber oído no pudiste,
quiero
decir, lo cruel que fue mi muerte,
escucharás:
sabrás si me ha ofendido.
Un
pequeño agujero de «la Muda»
que
por mí ya se llama «La del Hambre»,
y
que conviene que a otros aún encierre,
enseñado
me había por su hueco
muchas
lunas, cuando un mal sueño tuve
que
me rasgó los velos del futuro.
éste
me apareció señor y dueño,
a
la caza del lobo y los lobeznos
en
el monte que a Pisa oculta Lucca.
Con
perros flacos, sabios y amaestrados,
los
Gualandis, Lanfrancos y Sismondis
al
frente se encontraban bien dispuestos.
Tras
de corta carrera vi rendidos
a
los hijos y al padre, y con colmillos
agudos
vi morderles los costados.
Cuando
me desperté antes de la aurora,
llorar
sentí en el sueño a mis hijitos
que
estaban junto a mí, pidiendo pan.
Muy
cruel serás si no te dueles de esto,
pensando
lo que en mi alma se anunciaba:
y
si no lloras, ¿de qué llorar sueles?
Se
despertaron, y llegó la hora
en
que solían darnos la comida,
y
por su sueño cada cual dudaba.
Y
oí clavar la entrada desde abajo
de
la espantosa torre; y yo miraba
la
cara a mis hijitos sin moverme.
Yo
no lloraba, tan de piedra era;
lloraban
ellos; y Anselmuccio dijo:
«Cómo
nos miras, padre, ¿qué te pasa?»
Pero
yo no lloré ni le repuse
en
todo el día ni al llegar la noche,
hasta
que un nuevo sol salía a mundo.
Como
un pequeño rayo penetrase
en
la penosa cárcel, y mirara
en
cuatro rostros mi apariencia misma,
ambas
manos de pena me mordía;
y
al pensar que lo hacía yo por ganas
de
comer, bruscamente levantaron,
diciendo:
« Padre, menos nos doliera
si
comes de nosotros; pues vestiste
estas
míseras carnes, las despoja.»
Por
más no entristecerlos me calmaba;
ese
día y al otro nada hablamos:
Ay,
dura tierra, ¿por qué no te abriste?
Cuando
hubieron pasado cuatro días,
Gaddo
se me arrojó a los pies tendido,
diciendo:
«Padre, ¿por qué no me ayudas?»
Allí
murió: y como me estás viendo,
vi
morir a los tres uno por uno
al
quinto y sexto día; y yo me daba
ya
ciego, a andar a tientas sobre ellos.
Dos
días les llamé aunque estaban muertos:
después
más que el dolor pudo el ayuno.»
Cuando
esto dijo, con torcidos ojos
volvió
a morder la mísera cabeza,
y
los huesos tan fuerte como un perro.
¡Ah
Pisa, vituperio de las gentes
del
hermoso país donde el «sí» suena!,
pues
tardos al castigo tus vecinos,
muévanse
la Gorgona y la Capraia,
y
hagan presas allí en la hoz del Arno,
para
anegar en ti a toda persona;
pues
si al conde Ugolino se acusaba
por
la traición que hizo a tus castillos,
no
debiste a los hijos dar tormento.
Inocentes
hacía la edad nueva,
nueva
Tebas, a Uguiccion y al Brigada
y
a los otros que el canto ya ha nombrado.»
A
otro lado pasamos, y a otra gente
envolvía
la helada con crudeza,
y
no cabeza abajo sino arriba.
El
llanto mismo el lloro no permite,
y
la pena que encuentra el ojo lleno,
vuelve
hacia atras, la angustia acrecentando;
pues
hacen muro las primeras lágrimas,
y
así como viseras cristalinas,
llenan
bajo las cejas todo el vaso.
Y
sucedió que, aun como encallecido
por
el gran frío cualquier sentimiento
hubiera
abandonado ya mi rostro,
me
parecía ya sentir un viento,
por
lo que yo: «Maestro, ¿quién lo hace?,
¿No
están extintos todos los vapores?»
Y
él me repuso: «En breve será cuando
a
esto darán tus ojos la respuesta,
viendo
la causa que este soplo envía.»
Y
un triste de esos de la fría costra
gritó:
«Ah vosotras, almas tan crueles,
que
el último lugar os ha tocado,
del
rostro levantar mis duros velos,
que
el dolor que me oprime expulsar pueda,
un
poco antes que el llanto se congele.»
Y
le dije: «Si quieres que te ayude,
dime
quién eres, y si no te libro,
merezca
yo ir al fondo de este hielo.»
Me
respondió: «Yo soy fray Alberigo;
soy
aquel de la fruta del mal huerto,
que
por el higo el dátil he cambiado.»
«Oh,
¿ya estás muerto --díjele yo- entonces?
Y
él repuso: «De cómo esté mi cuerpo
en
el mundo, no tengo ciencia alguna.
Tal
ventaja tiene esta Tolomea,
que
muchas veces caen aquí las almas
antes
de que sus dedos mueva Atropos;
y
para que de grado tú me quites
las
lágrimas vidriadosas de mi rostro,
sabe
que luego que el alma traiciona,
como
yo hiciera, el cuerpo le es quitado
por
un demonio que después la rige,
hasta
que el tiempo suyo todo acabe.
Ella
cae en cisterna semejante;
y
es posible que arriba esté aún el cuerpo
de
la sombra que aquí detrás inverna.
Tú
lo debes saber, si ahora has venido:
que
es Branca Doria, y ya han pasado muchos
años
desde que fuera aquí encerrado.»
«Creo
-le dije yo- que tú me engañas;
Branca
Doria no ha muerto todavía,
y
come y bebe y duerme y paños viste.»
«Al
pozo -él respondió- de Malasgarras,
donde
la pez rebulle pegajosa,
aún
no había caído Miguel Zanque,
cuando
éste le dejó al diablo un sitio
en
su cuerpo, y el de un pariente suyo
que
la traición junto con él hiciera.
Mas
extiende por fin aquí la mano;
abre
mis ojos.» Y no los abrí;
y
cortesia fue el villano serle.
¡Ah
genoveses, hombres tan distantes
de
todo bien, de toda lacra llenos!,
¿por
qué no sois del mundo desterrados?
Porque
con la peor alma de Romaña
hallé
a uno de vosotros, por sus obras
su
espiritu bañando en el Cocito,
y
aún en la tierra vivo con el cuerpo.
CANTO
XXXIV
«Vexilla
regis prodeunt inferni
contra
nosotros, mira, pues, delante
-dijo
el maestro- a ver si los distingues.»
Como
cuando una espesa niebla baja,
o
se oscurece ya nuestro hemisferio,
girando
lejos vemos un molino,
una
máquina tal creí ver entonces;
luego,
por aquel viento, busqué abrigo
tras
de mi guía, pues no hallé otra gruta.
Ya
estaba, y con terror lo pongo en verso,
donde
todas las sombras se cubrían,
traspareciendo
como paja en vidrio:
Unas
yacen; y están erguidas otras,
con
la cabeza aquella o con las plantas;
otra,
tal arco, el rostro a los pies vuelve.
Cuando
avanzamos ya lo suficiente,
que
a mi maestro le plació mostrarme
la
criatura que tuvo hermosa cara,
se
me puso delante y me detuvo,
«Mira
a Dite -diciendo-, y mira el sitio
donde
tendrás que armarte de valor.»
De
cómo me quedé helado y atónito,
no
lo inquieras, lector, que no lo escribo,
porque
cualquier hablar poco sería.
Yo
no morí, mas vivo no quedé:
piensa
por ti, si algún ingenio tienes,
cual
me puse, privado de ambas cosas.
El
monarca del doloroso reino,
del
hielo aquel sacaba el pecho afuera;
y
más con un gigante me comparo,
que
los gigantes con sus brazos hacen:
mira
pues cuánto debe ser el todo
que
a semejante parte corresponde.
Si
igual de bello fue como ahora es feo,
y
contra su hacedor alzó los ojos,
con
razón de él nos viene cualquier luto.
¡Qué
asombro tan enorme me produjo
cuando
vi su cabeza con tres caras!
Una
delante, que era toda roja:
las
otras eran dos, a aquella unidas
por
encima del uno y otro hombro,
y
uníanse en el sitio de la cresta;
entre
amarilla y blanca la derecha
parecia;
y la izquierda era tal los que
vienen
de allí donde el Nilo discurre.
Bajo
las tres salía un gran par de alas,
tal
como convenía a tanto pájaro:
velas
de barco no vi nunca iguales.
No
eran plumosas, sino de murciélago
su
aspecto; y de tal forma aleteaban,
que
tres vientos de aquello se movían:
por
éstos congelábase el Cocito;
con
seis ojos lloraba, y por tres barbas
corría
el llanto y baba sanguinosa.
En
cada boca hería con los dientes
a
un pecador, como una agramadera,
tal
que a los tres atormentaba a un tiempo.
Al
de delante, el morder no era nada
comparado
a la espalda, que a zarpazos
toda
la piel habíale arrancado.
«Aquella
alma que allí más pena sufre
-dijo
el maestro- es Judas Iscariote,
con
la cabeza dentro y piernas fuera.
De
los que la cabeza afuera tienen,
quien
de las negras fauces cuelga es Bruto:
-¡mirale
retorcerse! ¡y nada dice!-
Casio
es el otro, de aspecto membrudo.
Mas
retorna la noche, y ya es la hora
de
partir, porque todo ya hemos visto.»
Como
él lo quiso, al cuello le abracé;
y
escogió el tiempo y el lugar preciso,
y,
al estar ya las alas bien abiertas,
se
sujetó de los peludos flancos:
y
descendió después de pelo en pelo,
entre
pelambre hirsuta y costra helada.
Cuando
nos encontramos donde el muslo
se
ensancha y hace gruesas las caderas,
el
guía, con fatiga y con angustia,
la
cabeza volvió hacia los zancajos,
y
al pelo se agarró como quien sube,
tal
que al infierno yo creí volver.
«Cógete
bien, ya que por esta escala
-dijo
el maestro exhausto y jadeante
es
preciso escapar de tantos males.»
Luego
salió por el hueco de un risco,
y
junto a éste me dejó sentado;
y
puso junto a mí su pie prudente.
Yo
alcé los ojos, y pensé mirar
a
Lucifer igual que lo dejamos,
y
le vi con las piernas para arriba;
y
si desconcertado me vi entonces,
el
vulgo es quien lo piensa, pues no entiende
cuál
es el trago que pasado había.
«Ponte
de pie -me dijo mi maestro-:
la
ruta es larga y el camino es malo,
y
el sol ya cae al medio de la tercia.»
No
era el lugar donde nos encontrábamos
pasillo
de palacio, mas caverna
que
poca luz y mal suelo tenía.
«Antes
que del abismo yo me aparte,
maestro
-dije cuando estuve en pie-,
por
sacarme de error háblame un poco:
¿Dónde
está el hielo?, ¿y cómo éste se encuentra
tan
boca abajo, y en tan poco tiempo,
de
noche a día el sol ha caminado?»
Y
él me repuso: « Piensas todavía
que
estás allí en el centro, en que agarré
el
pelo del gusano que perfora
el
mundo: allí estuviste en la bajada;
cuando
yo me volví, cruzaste el punto
en
que converge el peso de ambas partes:
y
has alcanzado ya el otro hemisferio
que
es contrario de aquel que la gran seca
recubre,
en cuya cima consumido
fue
el hombre que nació y vivió sin culpa;
tienes
los pies sobre la breve esfera
que
a la Judea forma la otra cara.
Aquí
es mañana, cuando allí es de noche:
y
aquél, que fue escalera con su pelo,
aún
se encuentra plantado igual que antes.
Del
cielo se arrojó por esta parte;
y
la tierra que aquí antes se extendía,
por
miedo a él, del mar hizo su velo,
y
al hemisferio nuestro vino; y puede
que
por huir dejara este vacío
eso
que allí se ve, y arriba se alza.»
Un
lugar hay de Belcebú alejado
tanto
cuanto la cárcava se alarga,
que
el sonido denota, y no la vista,
de
un arroyuelo que hasta allí desciende
por
el hueco de un risco, al que perfora
su
curso retorcido y sin pendiente.
Mi
guía y yo por esa oculta senda
fuimos
para volver al claro mundo;
y
sin preocupación de descansar,
subimos,
él primero y yo después,
hasta
que nos dejó mirar el cielo
un
agujero, por el cual salimos
a
contemplar de nuevo las estrellas.
PURGATORIO
CANTO
I
Por
surcar mejor agua alza las velas
ahora
la navecilla de mi ingenio,
que
un mar tan cruel detrás de sí abandona;
y
cantaré de aquel segundo reino
donde
el humano espíritu se purga
y
de subir al cielo se hace digno.
Mas
renazca la muerta poesía,
oh,
santas musas, pues que vuestro soy; .
y
Calíope un poco se levante,
mi
canto acompañando con las voces
que
a las urracas míseras tal golpe
dieron,
que del perdón desesperaron.
Dulce
color de un oriental zafiro,
que
se expandía en el sereno aspecto
del
aire, puro hasta la prima esfera,
reapareció
a mi vista deleitoso,
en
cuanto que salí del aire muerto,
que
vista y pecho contristado había.
El
astro bello que al amor invita
hacía
sonreir todo el oriente,
y
los Peces velados lo escoltaban.
Me
volví a la derecha atentamente,
y
vi en el otro polo cuatro estrellas
que
sólo vieron las primeras gentes.
Parecía
que el cielo se gozara
con
sus luces: ¡Oh viudo septentrión,
ya
que de su visión estás privado!
Cuando
por fin dejé de contemplarlos
dirigiéndome
un poco al otro polo,
por
donde el Carro desapareciera,
vi
junto a mí a un anciano solitario,
digno
al verle de tanta reverencia,
que
más no debe a un padre su criatura.
Larga
la barba y blancos mechones
llevaba,
semejante a sus cabellos,
que
al pecho en dos mechones le caían.
Los
rayos de las cuatro luces santas
llenaban
tanto su rostro de luz,
que
le veía como al Sol de frente.
¿Quién
sois vosotros que del ciego río
habéis
huido la prisión eterna?
-dijo
moviendo sus honradas plumas.
¿Quién
os condujo, o quién os alumbraba,
al
salir de esa noche tan profunda,
que
ennegrece los valles del infierno?
¿Se
han quebrado las leyes del abismo?
¿o
el designio del cielo se ha mudado
y
venís, condenados, a mis grutas?»
Entonces
mi maestro me empujó,
y
con palabras, señales y manos
piernas
y rostro me hizo reverentes.
Después
le respondió: «Por mí no vengo.
Bajó
del cielo una mujer rogando
que,
acompañando a éste, le ayudara.
Mas
como tu deseo es que te explique
más
ampliamente nuestra condición,
no
puede ser el mío el ocultarlo.
éste
no ha visto aún la última noche;
mas
estuvo tan cerca en su locura,
que
le quedaba ya muy poco tiempo.
Y
a él, como te he dicho, fui enviado
para
salvarle; y no había otra ruta
más
que esta por la cual le estoy llevando.
Le
he mostrado la gente condenada;
y
ahora pretendo las almas mostrarle
que
están purgando bajo tu mandato.
Es
largo de contar cómo lo traje;
bajó
del Alto virtud que me ayuda
a
conducirlo a que te escuche y vea.
Dignate
agradecer que haya venido:
busca
la libertad, que es tan preciada,
cual
sabe quien a cambio da la vida.
Lo
sabes, pues por ella no fue amarga
en
Utica tu muerte; allí dejaste
la
veste que radiante será un día.
No
hemos quebrado las eternas leyes,
pues
éste vive y Minos no me ata;
soy
de la zona de los castos ojos
de
tu Marcia, que sigue suplicando
que
la tengas por tuya, oh santo pecho:
en
nombre de su amor, senos benigno.
Deja
que andemos por tus siete reinos;
le
mostraré nuestro agradecimiento,
si
quieres que te nombre allí debajo.»
«Tan
placentera Marcia fue a mis ojos
mientras
que estuve allí -dijo él entonces-
que
cuanto me pidió le concedía.
Ahora
que vive tras el río amargo,
no
puede ya moverme, por la ley
que
cuando me sacaron fue dispuesta.
Mas
si te manda una mujer del cielo,
como
has dicho, lisonjas no precisas:
basta
en su nombre pedir lo que quieras.
Puedes
marchar, mas haz que éste se ciña
con
un delgado junco y lave el rostro,
y
que se limpie toda la inmundicia;
porque
no es conveniente que cubierto
de
niebla alguna, vaya hasta el primero
de
los ministros ya del Paraíso.
En
todo el derredor de aquella islita,
allí
donde las olas la combaten,
crecen
los juncos sobre el blanco limo:
ninguna
planta que tuviera fronda
o
que dura se hiciera, viviría,
pues
no soportaría sus embates.
Luego
no regreséis por este sitio;
el
sol os mostrará, que surge ahora,
del
monte la subida más sencilla.»
él
desapareció; y me levanté
sin
hablar, acercándome a mi guía,
dirigiéndole
entonces la mirada.
él
comenzó: «Sigue mis pasos, hijo:
volvamos
hacia atrás, que esta llanura
va
declinando hasta su último margen.»
Vencía
el alba ya a la madrugada
que
escapaba delante, y a lo lejos
divisé
el tremolar de la marina.
Por
la llanura sola caminábamos
como
quien vuelve a la perdida senda,
y
hasta encontrarla piensa que anda en vano.
Cuando
llegamos ya donde el rocío
resiste
al sol, por estar en un sitio
donde,
a la sombra, poco se evapora,
ambas
manos abiertas en la hierba
suavemente
puso mi maestro:
y
yo, que de su intento me di cuenta,
volví
hacia él mi rostro enlagrimado;
y
aquí me descubrió completamente
aquel
color que me escondió el infierno.
Llegamos
luego a la desierta playa,
que
nadie ha visto navegar sus aguas,
que
conserve experiencias del regreso.
Me
ciñó como el otro había dicho:
¡oh
maravilla! pues cuando él cortó
la
humilde planta, volvió a nacer otra
de
donde la arrancó, súbitamente.
CANTO
II
Ya
había el sol llegado al horizonte
que
cubre con su cerco meridiano
Jerusalén
en su más alto punto;
y
la noche, que a él opuesta gira,
del
Ganges se salía con aquellas
balanzas,
que le caen cuando ha triunfado;
tal
que la blanca y sonrosada cara,
donde
yo estaba, de la bella Aurora
mientras
crecía se tornaba de oro.
A
la orilla del mar nos encontrábamos,
como
aquel que pensara su camino,
que
va en corazón y en cuerpo se queda.
Y
entonces, cual del alba sorprendido,
por
el denso vapor Marte enrojece
sobre
el lecho del mar por el poniente,
tal
se me apareció, y así aún la viera,
una
luz que en el mar tan rauda iba,
que
al suyo ningún vuelo se parece.
Y
separando de ella unos instantes
los
ojos, a mi guía preguntando,
la
vi de nuevo más luciente y grande.
Apareció
después a cada lado
un
no sabía qué blanco, y debajo
poco
a poco otra cosa también blanca.
Nada
el maestro aún había dicho,
cuando
vi que eran alas lo primero;
y
cuando supo quién era el piloto,
me
gritó: « Dobla, dobla las rodillas.
Mira
el ángel de Dios: junta las manos,
verás
a muchos de estos oficiales.
Ve
que desdeña los humanos medios,
y
no quiere más remo ni más velas
entre
orillas remotas, que sus alas.
Mira
cómo las alza hacia los cielos
moviendo
el aire con eternas plumas,
que
cual mortal cabello no se mudan.»
Después
al acercarse más y más
el
pájaro divino, era más claro:
y
pues de cerca no lo soportaban
los
ojos, me incliné, y llegó a la orilla
con
una barca tan ligera y ágil,
que
parecía no cortar el.agua.
A
popa estaba el celestial barquero,
cual
si la beatitud llevara escrita;
y
dentro había más de cien espíritus.
«In
exitu Israel de Aegipto»
cantaban
todos juntos a una voz,
y
todo lo que sigue de aquel salmo.
Después
les hizo el signo de la cruz;
y
todos se lanzaron a la playa:
y
él se marchó tan veloz como vino.
La
turba que quedó, muy sorprendida
pareció
del lugar, mirando en torno
como
aquel que contempla cosas nuevas.
De
todas partes asaeteaba al día
el
sol, que había echado con sus flechas
de
la mitad del cielo a Capricornio,
cuando
la nueva gente alzó la cara
a
nosotros, diciendo: «Si sabéis,
mostradnos
el camino que va al monte.»
Y
respondió Virgilio: « Estáis pensando
que
este sitio nosotros conocemos;
mas
peregrinos somos de igual forma.
Llegamos
poco antes que vosotros,
por
camino tan áspero y tan fuerte,
que
ahora el subir parece un simple juego.»
Las
almas que se dieron cuenta entonces
por
mi respiración, de que vivía,
maravilladas,
empalidecieron.
Y
como al mensajero que el olivo
trae,
va la gente para oír noticias,
y
de apretarse esquivos no se muestran,
así
a mi vista se agolparon todas
aquellas
almas apesadumbradas,
casi
olvidando el ir a hacerse bellas.
Y
yo vi que una de ellas se acercaba
para
abrazarme, con tan grande afecto,
que
me movió a que hiciese yo lo mismo.
¡Ah
vanas sombras, salvo la apariencia!
tres
veces por detrás pasé mis brazos,
y
tantas otras los volví a mi pecho.
Creo
que enrojecí, maravillado,
y
sonrió la sombra y se alejaba,
y
yo me fui detrás para seguirla.
Suavemente
me dijo que parase;
supe
entonces quién era, y le rogué
que,
para hablarme, allí se detuviera.
«Así
-me respondió- como te amaba
en
el cuerpo mortal, libre te amo:
por
eso me detengo; y tú ¿qué haces?»
«Por
volver otra vez, Cassella mío,
adonde
estoy, viajo; mas ¿por qué
-le
dije- tantas horas te han quitado?»
Y
él a mí: «No me hicieron injusticia,
si
aquel que lleva cuándo y a quien quiere,
me
ha negado el pasaje muchas veces;
de
justa voluntad sale la suya:
mas
desde hace tres meses ha traído
a
quien quisiera entrar, sin oponerse.
Por
lo que yo, que estaba en la marina
donde
el agua del Tíber sal se hace,
benignamente
fui por él llevado.
El
vuelo a aquella desembocadura
dirigió,
pues que siempre se congregan
allí
los que a Aqueronte no descienden.»
Y
yo: «Si no te quitan nuevas leyes
la
memoria o el uso de los cantos
de
amor, que mis deseos aquietaban,
con
ellos té suplico que consueles
mi
alma que, viniendo con mi cuerpo
a
este lugar, se encuentra muy angustiada.»
El
amor que en la mente me razona
entonces
comenzó tan dulcemente,
que
en mis adentros oigo aún la dulzura.
Mi
maestro y yo y aquellas gentes
que
estaban junto a él, tan complacidas
parecían,
que en nada más pensaban.
Todos
pendientes y fijos estábamos
de
sus notas; y el viejo venerable
nos
gritó: «¿Qué sucede, lentas almas?
¿qué
negligencia, qué esperar es éste?
corred
al monte a echar las impurezas
que
no os permiten contemplar a Dios.»
Como
cuando al coger avena o mijo,
las
palomas rodean el sustento,
quietas
y sin mostrar su usado orgullo,
si
algo sucede que las amedrenta,
súbitamente
dejan la comida,
pues
un mayor cuidado las asalta;
yo
vi a aquella mesnada recién hecha
dejar
el canto y escapar al monte,
como
quien va y no sabe dónde acabe:
no
fue nuestra partida menos presta.
CANTO
III
Por
más que aquella huida repentina
por
la llanura a todos dispersara,
hacia
el monte en que aguija la justicia,
a
mi fiel compañero me arrimé:
¿pues
cómo habría yo sin él corrido?
¿Quién
por el monte hubiérame llevado?
Le
creí descontento de sí mismo:
¡Oh
qué digna y qué pura concïencia
con
qué amargor te muerde un leve fallo!
Cuando
sus pies dejaron de ir aprisa,
que
a cualquier acto quítale el decoro,
mi
pensamiento, empecinado antes,
reanudó
su discurso, deseoso,
y
dirigí mis ojos hacia el monte
que
al cielo más se eleva de las aguas.
El
sol, que atrás en rojo flameaba,
se
rompia delante de mi cuerpo,
pues
sus rayos en mí se detenían.
Me
volví hacia los lados temeroso
de
estar abandonado, cuando vi
sólo
ante mí la tierra oscurecida;
y:
«¿Por qué desconfías? -mi consuelo
volviéndose
hacia mí empezó a decirme-
¿no
crees que te acompaño y que te guío?
Es
ya la tarde donde sepultado
está
aquel cuerpo en el que sombra hacía;
no
en Brindis, sino en Nápoles se encuentra.
Por
lo cual si ante mí nada se ensombra,
no
debes extrañarte, igual que el cielo
no
detiene el camino de los rayos.
Por
sufrir penas, frías y calientes,
Dios
ha dispuesto cuerpos semejantes,
de
modo que no quiere revelarnos.
Loco
es quien piense que nuestra razón
pueda
seguir por la infinita senda
que
sigue una sustancia en tres personas.
Os
baste con el quía, humana prole;
pues,
si hubierais podido verlo todo,
ocioso
fuese el parto de María;
y
tú has visto sin frutos desearlo
a
tales que aquietaran su deseo,
que
eternamente ahora les enluta:
de
Aristóteles hablo y de Platón
y
aun de otros más»; y aquí inclinó la
frente,
y
más no dijo y quedóse turbado.
Llegamos
entretanto al pie del monte;
tan
escarpadas estaban las rocas,
que
en vano habrfa piernas bien dispuestas.
Entre
Rurbia y Lerice el más desierto,
el
más roto barranco, es escalera,
comparado
con éste, abierta y fácil.
«¿Ahora
quién sabe en donde la pendiente
-deteniéndose,
dijo mi maestro-
pueda
subir aquel que va sin alas?»
Y
mientras meditaba con la vista
baja,
sobre la suerte del camino,
y
yo miraba arriba del peñasco,
a
mano izquierda apareció una turba
de
almas que venía hacia nosotros,
mas
tan lentos que no lo parecía.
«Alza
-dije- maestro, la mirada:
hay
aquí quien podrá darnos consejo,
si
no puedes tenerlo por ti mismo.»
Entonces
miró, y con el rostro sereno
me
dijo: «Vamos pues, que vienen lentos;
y
afirma la esperanza, dulce hijo.»
Tan
lejos aún estaba aquella gente,
luego
de haber mil pasos caminado,
como
un buen lanzador alcanzaria,
cuando
a las duras peñas se arrimaron
de
la alta sima, quietos y apretados,
cual
caminante que dudoso mira.
«Felices
muertos, almas elegidas
-Virgilio
dijo- por la paz aquella
que
todos esperáis, según bien creo,
decidnos
dónde baja la montaña,
para
poder subir; pues más disgusta
perder
el tiempo a quien su precio sabe.»
Cual
salen del redil las ovejillas
de
una, de dos, de tres y temerosas
están
las otras, vista y morro en tierra;
y
lo que la primera hacen las otras,
acercándose
a ella si se para,
simples
y calmas, y el porqué no saben;
así
vi que venía la cabeza
de
aquella grey afortunada entonces,
con
recatado andar y rostro honesto.
Al
ver los de delante interrumpida
la
luz en tierra a mi derecho flanco
desde
mí hasta la roca haciendo sombra,
se
detuvieron, y hacia atrás se echaron,
y
todos esos que detrás venían,
no
sabiendo por qué, lo mismo hicieron.
«Sin
que lo preguntéis yo os comunico
que
este cuerpo que veis es cuerpo humano;
por
lo que el sol ha interceptado en tierra.
No
os debéis asombrar, pero creedme
que
no sin que lo quieran en el cielo
estas
paredes escalar pretende.»
Así
el maestro; y esas dignas gentes:
«Volved
-dijeron- y seguid un poco»,
haciéndonos
señales con la mano.
Y
uno de aquéllos empezó: «Quien quiera
que
seas, vuelve el rostro mientras andas:
recuerda
si me viste en la otra vida.»
Volví
la vista a él muy fijamente
rubio
era y bello y de gentil aspecto,
mas
un tajo una ceja le partía.
Cuando
con humildad hube negado
haberle
visto nunca, él dijo: «Mira»
y
mostróme una llaga sobre el pecho.
Luego
sonriendo dijo: «Soy Manfredo:
la
emperatriz Constanza fue mi abuela;
y
te suplico que, cuando regreses,
le
digas a mi hermosa hija, madre
del
honor de Aragón y de Sicilia,
la
verdad, si es que cuentan de otro modo.
Después
de ser mi cuerpo atravesado
por
dos golpes mortales, me volví
llorando
a quien perdona de buen grado.
Abominables
mis pecados fueron
mas
tan gran brazo tiene la bondad
infinita,
que acoge a quien la implora.
Si
el pastor de Cosenza, que a mi caza
entonces
fue enviado por Clemente,
la
página divina comprendiera,
los
huesos de mi cuerpo aún estarían
al
pie del puente junto a Benevento,
y
por pesadas piedras custodiados.
Mas
los baña la lluvia y mueve el viento,
fuera
del reino, casi junto al Verde,
donde
él los trasladó sin luz alguna.
Mas
por su maldición, nunca se pierde,
sin
que pueda volver, el infinito
amor,
mientras florezca la esperanza.
Verdad
es que quien muere contumaz,
con
la Iglesia, aunque al fin arrepentido,
fuera
debe de estar de esta montaña,
treinta
veces el tiempo que viviera
en
esa presunción, si tal decreto
no
se acorta con buenas oraciones.
Piensa
pues lo dichoso que me harías,
a
mi buena Constanza revelando
cómo
me has visto, y esta prohibición:
que
aquí, por los de allá, mucho se avanza.
CANTO
IV
Cuando
algún sufrimiento o alegría
de
alguna facultad nuestra se adueña,
toda
en ella se centra nuestra alma,
y
no atiende a ninguna otra potencia
y
es esto contra aquel error que opina
que
un alma sobre otra alma arda en nosotros.
Por
eso, cuando se oye o se ve algo
que
atraiga al alma fuertemente a ello,
el
tiempo pasa y nada el hombre advierte;
porque
es una potencia la que escucha,
y
otra la que retiene al alma entera:
una
está casi presa, y la otra libre.
Puede
experimentar de veras esto,
escuchando
a aquel alma y admirando;
pues
bien cincuenta grados ya subido
había
el sol, sin darme cuenta, cuando
llegamos
donde, a una, aquellas almas
gritaron:
«Aquí está lo que buscáis.»
Mayor
portillo muchas veces cierra
con
un manojo apenas de zarzales
el
campesino al madurar la uva,
de
lo que era la senda que subimos,
yo
detrás de mi guía, los dos solos
al
partir de nosotros aquel grupo.
Se
va a Sanleo, a Noli se desciende,
se
sube a Bismantova hasta la cumbre
a
pie, pero volar aquí es preciso;
digo
con leves alas y con plumas
del
deseo, detrás de aquel llevado,
que
me daba esperanza y me alumbraba.
Por
un girón subimos de la roca,
cuyas
paredes casi se juntaban,
y
el suelo nos pedía pies y manos.
Cuando
ya al borde superior llegamos
de
la alta base, a un sitio descubierto
«Maestro
--dije- ¿qué camino haremos?»
Y
él me dijo: «No tuerzas ningún paso;
únicamente
sígueme hacia el monte,
hasta
que llegue alguna escolta sabia.»
La
cima, de tan alta, era invisible
y
aún más pina la cuesta que la raya
que
une el medio cuadrante con el centro.
Estaba
muy cansado y exclamé:
«Oh
dulce padre, vuélvete y advierte
que
solo quedaré, si no te paras.»
«Hijo
--me contestó-- sube hasta allí»,
un
repliegue más alto señalando
que
por allí giraba todo el monte.
Tanto
me espolearon sus palabras,
que
me esforcé trepando tras de él
hasta
que puse pies en la cornisa.
Nos
sentamos los dos vueltos a oriente,
donde
estaba el camino que subimos,
que
siempre de mirar es agradable.
La
vista dirigí primero abajo;
luego
arriba, hacia el sol, y me admiraba
que
nos hería por el lado izquierdo.
Bien
comprendió el poeta que yo estaba
por
el carro solar estupefacto,
que
entre nosotros y Aquilón nacía.
Por
lo cual me explicó: «Si los Gemelos
fuesen
en compañía de ese espejo
que
lleva la luz arriba y abajo,
verías
al Zodiaco enrojecido
girar
aún más cercano de las Osas,
si
no saliera del camino usado.
Cómo
pueda ocurrir, pensarlo puedes
si
atentamente observas que Sión
en
la tierra se opone a esta montaña;
un
horizonte mismo tienen ambas
y
hemisferios diversos; y el camino
que
mal supiera recorrer Faetonte,
podrás
ver cómo en ésta va por uno,
y
por aquella por el otro lado,
si
lo ves claro con la inteligencia.»
«Cierto
maestro -dije- que hasta ahora
no
i claro, como lo discierno,
allí
donde mi ingenio me faltaba,
que
la mitad del cielo que alto gira,
que
se llama Ecuador en algún arte,
y
entre sol y entre invierno se halla siempre,
por
la causa que dices, dista tanto
respecto
al Septentrión, cuanto en Judea
lo
contemplaban en la parte cálida.
Mas
sabría gustoso, si quisieras,
cuánto
habremos de andar; pues sube el monte
más
de lo que subir pueden mis ojos.»
Y
él me dijo: «Este monte es de tal modo,
que
siempre pesa al comenzar abajo;
y
cuando más se sube, menos daña.
Y
así cuando le sientas tan suave,
que
te haga caminar ya tan ligero
como
nave que empuja la corriente,
habrás
llegado al fin de este sendero:
reposar
allí espera tu fatiga.
Más
no respondo, y esto lo sé cierto.»
Y
después de decir estas palabras,
oímos
una voz cercana: «¡Acaso
necesites
sentarte mucho antes!»
Los
dos al escucharle nos volvimos,
y
vimos a la izquierda un gran peñasco,
que
antes ninguno habíamos notado.
Allí
fuimos; y había allí personas
que
estaban a la sombra de la piedra
como
se pone el hombre por vagancia.
Y
uno, que fatigado parecía,
se
sentaba abrazando sus rodillas,
con
el rostro inclinado puesto entre ellas.
«Oh
mi dulce señor -dije- contempla
al
que más negligente no verías
si
la pereza fuese hermana suya.»
Entonces
se volvió, mirando atento,
levantando
su rostro de los muslos:
«¡Sube
tú, puesto que eres tan valiente!»
Supe
quién era entonces, y el cansancio
que
aún el aliento un poco me cortaba,
no
me impidió acercarme a él; y cuando
estuve
al lado, alzó la vista apenas
diciendo:
« ¿Has entendido cómo el sol
lleva
su carro por el hombro izquierdo?»
Sus
gestos perezosos y sus breves
palabras
me causaron leve risa;
Después:
«Belacqua -dije- no me duelo
ya
de ti; pero di, ¿por qué te sientas
aquf
precisamente? ¿escolta esperas,
o
la antigua costumbre te domina?»
Y
él: «De qué sirve, hermano, el ir a arriba,
pues
no me dejaría ir al castigo
el
ángel del Señor que está en la puerta.
Es
necesario que antes gire el cielo
sobre
mí tantas veces, cuanto en vida,
pues
que dejé para el final el llanto;
si
es que antes no me ayuda la oración
de
un corazón surgida que esté en gracia:
porque
la otra en el cielo no se escucha.»
Y
ya delante de mí iba el poeta,
diciendo:
«Vamos ven, mira que toca
el
sol el meridiano, y en la orilla
cubre
el pie de la noche ya Marruecos.»
CANTO
V
De
esa sombra me había separado,
y
seguía los pasos de mi guía,
cuando
detrás de mí, su dedo alzando,
una
gritó: «iMirad, que no iluminan
los
rayos a la izquierda del de abajo,
y
cual vivo parece comportarse!»
Volví
los ojos al oír aquello,
y
los vi que miraban asombrados,
sólo
a mí, y a la luz que interceptaba.
«¿Tú
ánimo por qué se enreda tanto
-dijo
el maestro- que el andar retardas?
¿qué
te importa lo que esos cuchichean?
Deja
hablar a la gente y ven conmigo:
sé
como aquella torre que no tiembla
nunca
su cima aunque los vientos soplen;
pues
aquel en quien bulle un pensamiento
sobre
otro pensamiento, se extravía,
porque
el fuego del uno ablanda al otro.»
¿Qué
podía decir si no: « Ya voy»?
Díjelo,
más cubriéndome el color
que
digno de perdón al hombre vuelve.
Mientras
tanto a través de la ladera
una
gente venía hacia nosotros,
cantando
el «Miserere», verso a verso.
Cuando
notaron que ocasión no daba
de
atravesar los rayos con mi cuerpo,
por
un gran «Oh» cambiaron su cantiga;
y
dos de ellos, en forma de emisarios,
corrieron
hacia mí y me preguntaron:
«Haznos
saber de vuestra condición»
Y
mi maestro: «Bien podéis marcharos
y
a aquellos que os mandaron referirles
que
el cuerpo de éste es carne verdadera.
Si
al contemplar su sombra se pararon,
como
yo creo, baste la respuesta:
hacedle
honor, que acaso os aproveche.»
Tan
rápidos vapores encendidos
no
vi rasgar el cielo en plena noche,
ni
las nubes de agosto en el ocaso,
como
aquellos a lo alto se volvieron,
y
junto a los demás dieron la vuelta,
como
un tropel sin freno hacia nosotros.
«Mucha
es la gente que a nosotros viene,
y
te quieren rogar --dijo el poeta-:
mas
sigue andando, y caminando escucha.»
«Oh
alma que caminas con aquellos
miembros
con que naciste, a ser dichoso,
-se
acercaban gritando- aquieta el paso.
Mira
si a alguno de nosotros viste,
para
que de él allí noticias lleves:
¡Ah!,
¿por qué sigues? ¡Ah!, ¿por qué no
paras?
Todos
muertos violentamente fuimos,
y
hasta el último instante pecadores;
la
luz del cielo entonces nos dio juicio
y,
arrepentidos, perdonando, fuera
salimos
de la vida en paz con Dios,
y
el deseo de verle nos aflige.»
Y
yo: «Por más que mire vuestros rostros
no
os reconozco: mas si deseáis
algo
que pueda hacer, buenos espíritus,
decidmelo
y lo haré, por esa paz
que,
detrás de los pasos de mi guía,
de
mundo en mundo buscar se me hace.»
Y
uno repuso: «Todos nos fiamos
de
tus bondades sin que nos lo jures,
si
es que tu voluntad no es impedida.
Por
lo que yo que hablé antes que los otros,
te
ruego, que si ves esa comarca
que
está entre la Romaña y la de Carlos,
que
de tus ruegos me hagas cortesía
en
Fano, y que por mi bien se suplique,
y
las graves ofensas purgar pueda.
Allí
nací, mas los profundos huecos
por
los que huyó la sangre en que vivía,
en
tierras de Antenor me fueron hechos,
donde
estar confiaba más seguro:
que
lo mandó el de Este, pues me odiaba
más
de lo que el derecho lo permite.
Pero
si hacia la Mira hubiese huido,
cuando
fui sorprendido en Oriaco,
aun
estaría donde se respira.
Corrí
al pantano, donde cieno y cañas
estorbaron
mi paso y me caí;
y
vi mi sangre en tierra hacer un lago.»
Luego
otro dijo: «¡Ay, así el deseo
se
cumpla que te trae a esta montaña,
con
piedad bondadosa ayuda al mío!
Yo
nací en Montefeltro, soy Bonconte;
Giovanna
y los demás no me recuerdan,
y
sigo a estos con la frente gacha.»
Y
le dije: «¿qué fuerza o qué aventura
de
Campaldino te llevó tan lejos
que
tu sepulcro nunca se ha encontrado?»
«Oh
-me repuso-, al pie del Casentino
un
agua corre que se llama Arquiano,
nace
en los Apeninos, sobre el Ermo.
Donde
su nombre ya no necesita,
llegué
con una herida en la garganta,
huyendo
a pie y ensangrentando el llano.
Allí
perdí la vista, y mi palabra
terminó
con el nombre de María,
y
allí al caer mi carne quedó sola.
Te
diré la verdad y tú a los vivos:
un
ángel me cogió, y el del Infierno
gritaba:
«Oh tú, el del Cielo, ¿por qué quieres
privarme
de él, llevándote lo eterno,
porque
una lagrimilla me lo quita?
mas
yo tendré el gobierno de lo otro.»
«Bien
sabes que en el aire se recoge
el
húmedo vapor que se hace agua,
en
cuanto sube donde encuentra el frío.
Llegó
aquel mal querer, que males busca
con
su sabiduría, y humo y viento
movió
con el poder de que es dotado.
El
valle entonces, cuando cayó el día,
se
cubrió desde el monte a Protomagno
de
niebla; y todo el cielo se nubló,
y
el aire denso convirtióse en agua;
cayó
la lluvia, y vino a los barrancos
toda
la que la tierra no absorbía;
y
como se juntara en torrenteras,
tan
veloz en el rfo principal
cayó,
que nada pudo retenerla.
Mi
cuerpo helado, en donde desemboca
halló
al soberbio Arquiano: y éste al Arno
lo
arrastró, deshaciendo de mi pecho
la
cruz que hiciera del dolor vencido;
me
volteó en la orilla y en el fondo,
y
me cubrió y ciñó con sus botines.»
«Ay,
cuando al mundo regresado hayas,
y
descansado de la larga ruta
-siguió
un tercer espíritu al segundo-
recuerdame,
soy Pía, me hizo Siena,
Maremma
me deshizo: bien lo sabe
aquel
que, luego de poner su anillo,
con
su gema me había desposado.»
CANTO
VI
Cuando
se acaba el juego de la zara,
el
perdedor se queda algo mohino
y
triste aprende, repitiendo lances;
con
el otro se va toda la gente;
cuál
va delante, cuál detrás le agarra,
cuál
a su lado quiere darle coba;
él
no se para y los escucha a todos;
a
quien tiende la mano, al fin le suelta;
y
así de aquel gentío se ve libre.
Tal
entre aquella turba me encontraba,
de
aquí y de allá volviéndoles el rostro,
y
prometiendo me soltaba de ellos.
Estaba
el Aretino, quien del brazo
fiero
de Ghin de Tacco halló la muerte,
y
el otro que se ahogó yendo de caza.
Suplicaba,
tendiéndome las manos,
Federico
Novello, y el de Pisa
que
hiciera parecer fuerte a Marzucco.
Vi
al conde Orso y su alma separada
de
su cuerpo por odio y por envidia,
como
decia, y no por culpa alguna.
Pier
de la Broccia digo; y que provea,
mientras
que aún está aquí, la de Brabante
si
con peor rebaño andar no quiere.
Cuando
ya me libré de todas esas
sombras
que suplicaban otras súplicas,
porque
su salvación les llegue antes,
yo
comencé: « Parece que me niegas
expresamente,
oh luz, en algún texto
que
aplaque la oración leyes del cielo;
y
esta gente por ello sólo ruega:
¿es
que vanas son pues sus esperanzas,
o
es que no he comprendido bien tu texto?»
Y
él me dijo: «Es sencilla mi escritura;
y
en esperar ninguno se equivoca,
si
con la mente clara bien se mira;
pues
la cima del juicio no se allana
porque
el fuego de amor cumpla en un punto
lo
que satisfacer aquí se espera;
y
allí donde hice tal afirmación,
no
se enmendaba, por rezar, la culpa,
pues
la oración de Dios estaba lejos.
No
te fijes en dudas tan profundas
sino
tan sólo en lo que diga aquella
que
entre mente y la verdad alumbre.
No
sé si entiendes: de Beatriz te hablo;
arriba
la verás, sobre la cima
de
este monte, dichosa y sonriendo.»
Y
yo: «Señor, vayamos más aprisa,
que
ya no estoy cansado como antes,
y
ya veo que el monte arroja sombra.»
«
Caminaremos mientras dure el día
-él
me repuso- el tiempo que podamos;
mas
no es la cosa como la imaginas.
Antes
de estar arriba, volverás
a
ver aquel que oculta la ladera,
de
modo que sus rayos ya no rompes.
Pero
mira aquel alma que allá inmóvil,
completamente
sola, nos contempla:
el
camino más corto ha de mostrarnos.
Nos
acercamos: ¡oh ánima lombarda
qué
altiva y desdeñosa aparecías,
qué
noble y lenta en el mover los ojos!
Ella
no nos decía una palabra,
mas
nos dejaba andar, sólo mirando
a
guisa de león cuando reposa.
Mas
Virgilio acercóse a él, pidiendo
que
nos mostrase la mejor subida;
pero
a su ruego nada respondió,
mas
de nuestro país y nuestra vida
nos
preguntó; y mi guía comenzaba
«Mantua...»
y la sombra, toda en ella absorta,
vino
hacia él del sitio en que se hallaba
diciendo:
«¡Oh mantuano, soy Sordello,
soy
de tu misma tierra!», y se abrazaron.
¡Ah
esclava Italia, albergue de dolores,
nave
sin timonel en la borrasca,
burdel,
no soberana de provincias!
Aquel
alma gentil tan prestamente,
sólo
al oír el nombre de su tierra,
comenzó
a festejar a su paisano,
y
en ti ahora sin guerras no se hallan
tus
vivos, y se muerden unos a otros,
los
que un foso y un muro mismo encierran.
Busca,
mísera, en torno de tus costas
tus
playas, y después mira en el centro,
si
alguna parte en ti de paz disfruta.
¿De
qué vale que el freno te pusiera,
Justiniano,
si nadie hay en la silla?
Menor
fuera sin ése la vergüenza.
Ah
gentes que debíais ser devotas,
y
consentir al César en su trono,
si
aquello que Dios manda comprendieseis,
esa
fiera mirad cuán indomable,
por
no ser corregida por la espuela,
al
poner en las riendas vuestras manos.
¡Oh
tú, tedesco Alberto, que la dejas
al
verla tan salvaje y tan indómita,
y
debiste apretarle los ijares,
caiga
de las estrellas justo juicio
sobre
tu sangre, y sea nuevo y claro,
tal
que tu sucesor le tenga miedo!
Pues
habéis consentido tú y tu padre,
por
la codicia de eso distraídos,
que
el jardín del imperio esté desierto.
Ven
y vé a Capuletos y Montescos,
Filipeschos,
Monaldos, ah, indolente,
esos
ya tristes, y estos con recelos!
¡Ven,
cruel, ven y vé la tirania
de
tus nobles, y cura sus desmanes;
verás
a Santaflora tan oscura!
Ven
y contempla tu Roma llorando
viuda
y sola, llamando noche y día:
«
Oh mi César, por qué no me acompañas?»
¡Verás
lo mucho que se quieren todos!
y
si a piedad ninguna te movemos,
ven
y tendrás vergüenza de tu fama.
Y
si me es permitido, oh sumo Jove
que
por nosotros en cruz te pusieron,
¿es
que has vuelto los ojos a otra parte?
¿o
te estás preparando, en el abismo
de
tus designios, para hacer un bien
que
se escapa del todo a nuestra mente?
Pues
llenas de tiranos las ciudades
están
de Italia toda, y un Marcelo
se
vuelve cualquier ruin que entra en un bando.
Puedes
estar contenta, ah, mi Florencia,
por
esta digresión que no te alcanza,
pues
se las sabe solventar tu pueblo.
La
justicia en su pecho muchos guardan,
y,
prudentes, disparan tarde el arco;
mas
tu pueblo la tiene en plena boca.
Muchos
rechazan cargos oficiales,
mas
tu pueblo solícito responde
sin
ser llamado, y grita: «iYo lo acepto!»
¡Alégrate,
porque motivos tienes:
tú
rica, tú con paz, y tú prudente!
De
si digo verdad, están las muestras.
Las
Atenas y Espartas, que inventaron
las
viejas leyes tan civilizadas
del
bien vivir, hicieron débil prueba
comparadas
contigo, pues que haces
tan
sutiles decretos, que a noviembre
los
que hiciste en octubre nunca llegan.
Hasta
donde recuerdo, ¿cuántas veces
leyes,
monedas, hábitos y oficios,
has
mudado, y cambiado de habitantes?
Y
si te acuerdas bien y lo ves claro,
te
verás semejante a aquella enferma
que
no encuentra reposo sobre plumas,
mas
dando vueltas calma sus dolores.
CANTO
VII
Los
saludos corteses y dichosos
por
tres y cuatro veces reiterados,
Sordello
se apartó y dijo: «¿Quién sois?»
«Antes
de que llegaran a este monte
las
almas dignas de subir a Dios,
Octavio
dio a mis huesos sepultura.
Yo
soy Virgilio; y por culpa ninguna,
salvo
el no tener fe, perdí los cielos.»
Así
repuso entonces mi maestro.
Como
queda quien ve súbitamente
algo
maravilloso frente a él,
que
cree y que no, diciendo «Es..., o no es...»,
aquel
así; después bajó los ojos,
y
se volvió hacia él humildemente,
y
le abrazó donde el menor se agarra.
«Gloria
de los latinos, por el cual
mostró
cuánto podia nuestra lengua,
oh
prez eterna, del pueblo natal,
qué
mérito o qué gracia a mí te muestra?
Si
de escuchar soy digno tus palabras,
dime
si acaso vienes del infierno.»
«Por
los recintos todos de aquel reino
doliente,
aquí he llegado -respondió-
y,
enviado del cielo, con él vengo.
Perdí,
no por hacer, mas por no hacer,
el
ver el alto sol que tú deseas,
pues
que fue tarde por mí conocido.
No
entristecen martirios aquel sitio
sino
tinieblas sólo; y los lamentos
no
suenan como ayes, son suspiros.
Allí
estoy con los niños inocentes
del
diente de la muerte antes mordidos
que
de la humana culpa fueran libres.
Con
aquellos estoy que las tres santas
virtudes
no vistieron, mas sin vicio
supieron
y siguieron las restantes.
Mas
si sabes y puedes, un indicio
danos,
con que poder llegar más pronto
a
donde el purgatorio da comienzo.»
Respondió:
«Un lugar fijo no me han puesto;
y
me es licito andar por todos lados;
te
acompaño cual gu(a mientras pueda.
Pero
contempla cómo cae el día,
y
subir por la noche no se puede;
será
bueno pensar en un refugio.
A
la derecha hay almas retiradas;
si
lo permites, a ellas te conduzco,
y
te dará placer el conocerlas.
«¿Cómo
es eso? -repuso- ¿quien quisiese
subir
de noche, se lo impediría
alguno,
o es que él mismo no pudiera?
Y
el buen Sordello en tierra pasó el dedo
diciendo:
«¿Ves?, ni siquiera esta raya
pasarías
después de que anochezca:
no
porque haya otra cosa que te impida
subir,
sino las sombras de la noche;
que,
de impotencia, quitan los deseos.
Con
ellas bien podrías descender
y
caminar en torno de la cuestra,
mientras
que al día encierra el horizonte.»
Entonces
mi señor, casi admirado,
«llévanos
-dijo- donde nos contaste,
pues
podrá ser gozosa la demora».
De
allí poco alejados estuvimos,
cuando
noté que el monte estaba hendido,
del
modo como un valle aquí los hiende.
«Allí
-dijo la sombra-, marcharemos
donde
la cuesta hace de sí un regazo;
y
esperaremos allí el nuevo día.»
Entre
llano y pendiente, un tortuoso
camino
nos condujo hasta la parte
del
valle de laderas menos altas.
Oro,
albayalde, grana y plata fina,
indigo,
leño lúcido y sereno,
fresca
esmeralda al punto en que se quiebra,
por
las hierbas y flores de aquel valle,
sus
colores serían derrotados,
como
el mayor derrota al más pequeño.
No
pintó solamente alll natura,
mas
con la suavidad de mil olores,
incógnito,
indistinto, uno creaba.
Salve
Regina, sobre hierba y flores
sentadas,
vi a unas almas que cantaban,
que
no vimos por fuera de aquel valle.
«Antes
que el poco sol vuelva a su nido
-comenzó
nuestro guta el Mantuano-
no
pretendáis que entre esos os conduzca.
Mejor
desde esta loma las acciones
y
los rostros veréis de cada uno,
que
mezclados con ellos allá abajo.
Quien
más alto se sienta y que parece
desatender
aquello que debiera,
y
no mueve la boca con los otros,
Rodolfo
fue, que pudo, con su imperio,
sanar
las plagas que han matado a Italia,
y
así tarde el remedio de otros llega.
Aquel
que le consuela con la vista,
rigió
la tierra donde el agua nace
que
al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva.
Otocar
se llamó, y desde la infancia
fue
mejor que el barbudo Wenceslao,
su
hijo que lujuria y ocio pace.
Y
aquel chatito que charla muy junto
con
aquel de un aspecto tan benigno,
murió
escapando y desflorando el lirio:
¡Ved
allí cómo el pecho se golpea!
Mirad
al otro que ha hecho a su mano
de
su mejilla, suspirando, lecho.
Del
mal de Francia son el padre y suegro:
saben
su villa sucia y enviciada;
de
esto viene el dolor que les lancea.
Aquel
tan corpulento que acompasa
su
canto con aquel tan narigudo,
de
toda las virtudes ciñó cuerda;
y
si rey después de él hubiera sido
el
jovencito sentado detrás,
iría
la virtud de vaso en vaso.
No
es lo mismo los otros herederos;
tienen
el trono Jaime y Federico;
mas
el lote mejor ninguno tiene.
Raras
veces renace por las ramas
la
probidad humana; y esto quiere
quien
la otorga, para que la pidamos.
También
esto concierne al narigudo
y
no menos que a Pedro, con quien canta,
de
quien Pulla y Provenza se lamentan.
Tan
inferior la planta es a su grano,
cuanto,
más que Beatriz y Margarita,
Constanza
del marido se envanece.
Mirad
al rey de la vida sencilla
sentado
aparte, Enrique de Inglaterra:
el
vástago mejor tiene en sus ramas.
Aquel
que está más bajo echado en tierra,
mirando
arriba, es Guillermo el marqués,
por
quien a Alejandría y sus batallas
lloran
el Canavés y Monferrato.
CANTO
VIII
Era
la hora en que quiere el deseo
enternecer
el pecho al navegante,
cuando
de sus amigos se despide;
y
que de amor el nuevo peregrino
sufre,
si escucha lejos una esquila,
que
parece llorar el día muerto;
cuando
yo comencé a dejar de oír,
y
a mirar hacia un alma que se alzaba
pidiendo
con la mano que la oyeran.
Juntó
y alzó las palmas, dirigiendo
los
ojos hacia oriente, de igual modo
que
si dijese a Dios: «Sólo en ti pienso.»
Con
tanta devoción Te lucis ante
le
salió de la boca en dulces notas,
que
le hizo a mi mente enajenarse;
y
las otras después dulces y pías
seguir
tras ella, completando el himno,
puestos
los ojos en la extrema esfera.
A
la verdad aguza bien los ojos,
lector,
que el velo ahora es tan sutil,
que
es fácil traspasarlo ciertamente.
Yo
aquel gentil ejército veía
callado
luego contemplar el suelo,
como
esperando pálido y humilde;
y
vi salir de lo alto y descender
dos
ángeles con dos ardientes gladios
truncos
y de la punta desprovistos.
Verdes
como las hojas más tempranas
sus
ropas eran, y las verdes plumas
por
detrás las batfan y aventaban.
Uno
se puso encima de nosotros,
y
bajó el otro por el lado opuesto,
tal
que en medio las gentes se quedaron.
Bien
distinguía su cabeza rubia;
mas
su rostro la vista me turbaba,
cual
facultad que a demasiado aspira.
«Vinieron
del regazo de María
-dijo
Sordello- a vigilar el valle,
por
la serpiente que vendrá muy pronto.»
Y
yo, que no sabía por qué sitio,
me
volví alrededor y me estreché
a
las fieles espaldas, todo helado.
«Ahora
bajemos -añadió Sordello-
entre
las grandes sombras para hablarles;
pues
el veros muy grato habrá de serles.»
Sólo
tres pasos creo que había dado
y
abajo estuve; y vi a uno que miraba
hacia
mí, pareciendo conocerme.
Tiempo
era ya que el aire oscureciera,
mas
no tal que sus ojos y los míos
lo
que antes se ocultaba no advirtiesen.
Hacia
mí vino, y yo me fui hacia él:
cuánto
me complació, gentil juez Nino,
cuando
vi que no estabas con los reos.
Ningún
bello saludo nos callamos
luego
me preguntó: « ¿Cuándo llegaste
al
pie del monte por lejanas aguas?»
«Oh
-dije- vine por los tristes reinos
esta
mañana, en mi primera vida,
aunque
la otra, andando así, pretendo.»
Y
cuando fue escuchada mi respuesta,
Sordello
y él se echaron hacia atrás
como
gente de súbito turbada.
Volvióse
uno a Virgilio, el otro a alguien
sentado
allí y gritó: «¡Mira, Conrado!
ven
a ver lo que Dios por gracia quiere.»
Y
vuelto a mí: « Por esa rara gracia
que
debes al que de ese modo esconde
sus
primeros porqués, que no se entienden,
cuando
hayas vuelto a atravesar las ondas
di
a mi Giovanna que en mi nombre implore,
en
donde se responde a la inocencia.
No
creo que su madre ya me ame
luego
que se cambió las blancas tocas,
que
conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera.
Por
ella fácilmente se comprende
cuánto
en mujer el fuego de amor dura,
si
la vista o el tacto no lo encienden.
Tan
bella sepultura no alzaría
la
sierpe del emblema de Milán,
como
lo haría el gallo de Gallura.»
Así
dijo, y mostraba señalado
su
aspecto por aquel amor honesto
que
en el pecho se enciende con mesura.
Yo
alzaba ansioso al cielo la mirada,
adonde
son más tardas las estrellas,
como
la rueda más cercana al eje.
Y
mi guía: « ¿Qué miras, hijo, en lo alto?»
Y
yo le dije: «Aquellas tres antorchas
por
las que el polo todo hasta aquí arde.»
Y
él respondió: « Las cuatro estrellas claras
que
esta mañana vimos, han bajado
y
éstas en su lugar han ascendido»
Mientras
hablaba cogióle Sordello
diciendo:
«Ved allá a nuestro adversario»;
y
para que mirase alzó su dedo.
De
aquella parte donde se abre el valle
había
una serpiente, acaso aquella
que
le dio a Eva el alimento amargo.
Entre
flores y hierba iba el reptil,
volviendo
la cabeza, y sus espaldas
lamiendo
como bestia que se limpia.
Yo
no lo vi, y por eso no lo cuento,
qué
hicieron los azores celestiales;
pero
bien vi moverse a uno y a otro.
Al
escuchar hendir las verdes alas,
escapó
la serpiente, y regresaron
a
su lugar los ángeles a un tiempo.
La
sombra que acercado al juez se había
cuando
este la llamó, mientras la lucha
no
dejó ni un momento de mirarme.
«
Así la luz que a lo alto te conduce
encuentre
en tu servicio tanta cera,
cuanta
hasta el sumo esmalte necesites,
-comenzó-
si noticia verdadera
de
Val de Magra o de parte vecina
conoces,
dímela, que allí fui grande.
Me
llamaba Corrado Malaspina;
no
el antiguo, sino su descendiente;
a
mis deudos amé, y he de purgarlo.
«Oh
-yo le dije- por vuestras comarcas
no
estuve nunca; pero no hay un sitio
en
toda Europa que las desconozca.
La
fama con que se honra vuestra casa,
celebra
a los señores y a sus tierras,
tal
que sin verlas todos las conocen.
Y
yo os juro que, así vuelva yo arriba,
vuestra
estirpe honorable no desdora
el
precio de la bolsa y de la espada.
Uso
y natura así la privilegian,
que
aunque el malvado jefe tuerza el mundo,
derecha
va y desprecia el mal camino.»
y
él: «Marcha pues, que el sol no ha de ocupar
siete
veces el lecho que el Carnero
cubre
y abarca con sus cuatro patas,
sin
que esta opinión tuya tan cortés
claven
en tu cabeza con mayores
clavos
que las palabras de los otros,
si
el transcurrir dispuesto no se para.»
CANTO
IX
Del
anciano Titón la concubina
emblanquecía
en el balcón de oriente,
fuera
ya de los brazos de su amigo;
en
su frente las gemas relucían
puestas
en forma del frío animal
que
con la cola a la gente golpea;
la
noche, de los pasos con que asciende,
dos
llevaba en el sitio en donde estábamos,
y
el tercero inclinaba ya las alas;
cuando
yo, que de Adán algo conservo,
adormecido
me tumbé en la hierba
donde
los cinco estábamos sentados.
Cuando
a sus tristes layes da comienzo
la
golondrina al tiempo de alborada,
acaso
recordando el primer llanto,
y
nuestra mente, menos del pensar
presa,
y más de la carne separada,
casi
divina se hace a sus visiones,
creí
ver, en un sueño, suspendida
un
águila en el cielo, de áureas plumas,
con
las alas abiertas y dispuesta
a
descender, allí donde a los suyos
dejara
abandonados Ganimedes,
arrebatado
al sumo consistorio.
¡Acaso
caza ésta por costumbre
aquí
-pensé-, y acaso de otro sitio
desdeña
arrebatar ninguna presa!
Luego
me pareció que, tras dar vueltas,
terrible
como el rayo descendía,
y
que arriba hasta el fuego me llevaba.
Allí
me pareció que ambos ardíamos;
y
el incendio soñado me quemaba
tanto,
que el sueño tuvo que romperse.
No
de otro modo se inquietara Aquiles,
volviendo
en torno los despiertos ojos
y
no sabiendo dónde se encontraba,
cuando
su madre de Quirón a Squira
en
sus brazos dormido le condujo,
donde
después los griegos lo sacaron;
cual
yo me sorprendí, cuando del rostro
el
sueño se me fue, y me puse pálido,
como
hace el hombre al que el espanto hiela.
Sólo
estaba a mi lado mi consuelo,
y
el sol estaba ya dos horas alto,
y
yo la cara al mar tenía vuelta.
«No
tengas miedo -mi señor me dijo-;
cálmate,
que a buen puerto hemos llegado;
no
mengües, mas alarga tu entereza.
Acabas
de llegar al Purgatorio:
ve
la pendiente que en redor le cierra;
y
ve la entrada en donde se interrumpe.
Antes,
al alba que precede al día,
cuando
tu alma durmiendo se encontraba,
sobre
las flores que aquel sitio adornan,
vino
una dama, y dijo: «Soy Lucía;
deja
que tome a éste que ahora duerme;
así
le haré más fácil el camino.»
Sordello
se quedó, y las otras formas;
Te
cogió y cuando el día clareaba,
vino
hacia arriba y yo tras de tus pasos.
Te
dejó aquí, mas me mostraron antes
sus
bellos ojos esa entrada; y luego
ella
y tu sueño a una se marcharon.»
Como
un hombre que sale de sus dudas
y
que cambia en sosiego sus temores,
después
que la verdad ha descubierto,
cambié
yo; y como sin preocupaciones
me
vio mi guía, por la escarpadura
anduvo,
y yo tras él hacia lo alto.
Lector,
observarás cómo realzo
mis
argumentos, y aún con más arte
si
los refuerzo, no te maravilles.
Nos
acercamos hasta el mismo sitio
que
antes me había parecido roto,
como
una brecha que un muro partiera,
vi
una puerta, y tres gradas por debajo
para
alcanzarla, de colores varios,
y
un portero que aún nada había dicho.
Y
como yo aún los ojos más abriera,
le
vi sentado en la grada más alta,
con
tal rostro que no pude mirarlo;
y
una espada tenía entre las manos,
que
los rayos así nos reflejaba,
que
en vano a ella dirigí mi vista.
«Decidme
desde allí: ¿Qué deseáis
-él
comenzó a decir- ¿y vuestra escolta?
No
os vaya a ser dañosa la venida.»
«Una
mujer del cielo, que esto sabe,
-le
respondió el maestro- nos ha dicho
antes,
id por allí, que está la puerta.»
«Y
ella bien ha guiado vuestros pasos
-cortésmente
el portero nos repuso-:
venid
pues y subid los escalones.
Allí
subimos; y el primer peldaño
era
de mármol blanco y tan pulido,
que
en él me espejeé tal como era.
Era
el segundo oscuro más que el perso
hecho
de piedra áspera y reseca,
agrietado
a lo largo y a lo ancho.
El
tercero que encima descansaba,
me
pareció tan llameante pórfido,
cual
la sangre que escapa de las venas.
Encima
de éste colocaba el ángel
de
Dios, sus plantas, al umbral sentado,
que
piedra de diamante parecía.
Por
los tres escalones, de buen grado,
el
guía me llevó, diciendo: «Pide
humildemente
que abran el cerrojo.»
A
los pies santos me arrojé devoto;
y
pedí que me abrieran compasivos,
mas
antes di tres golpes en mi pecho.
Siete
P, con la punta de la espada,
en
mi frente escribió: «Lavar procura
estas
manchas -me dijo- cuando entres.»
La
ceniza o la tierra seca eran
del
color mismo de sus vestiduras;
y
de debajo se sacó dos llaves.
Era
de plata una y la otra de oro;
con
la blanca y después con la amarilla
algo
que me alegró le hizo a la puerta.
«Cuando
cualquiera de estas llaves falla,
y
no da vueltas en la cerradura
-dijo
él- esta entrada no se abre.
Más
rica es una; pero la otra, antes
de
abrir, requiera más ingenio y arte,
porque
es aquella que el nudo desata.
Me
las dio Pedro; y díjome que errase
antes
en el abrirla que en cerrarla,
mientras
la gente en tierra se prosterne.»
Después
empujó la puerta sagrada,
diciéndonos:
«Entrad, pero os advierto
que
vuelve afuera aquel que atrás mirase.»
Y
al girar en sus goznes las esquinas
de
aquellas sacras puertas, que de fuertes
y
sonoros metales están hechas,
no
rechinó ni se mostró tan dura
Tarpeya,
cuando al bueno de Metelo
la
arrebataron, y quedó arruinada.
Yo
me volví con el sonar primero,
y
Te Deum Laudamus parecía
escucharse
en la voz y en dulces sones.
Tal
imagen al punto me venía
de
lo que oía, como la que suele
cuando
cantar con órgano se escucha;
que
ahora no, que ahora sí, se entiende el texto.
CANTO
X
Y
al cruzar el umbral de aquella puerta
que
el mal amor del alma hace tan rara,
pues
que finge derecho el mal camino,
resonando
sentí que la cerraban;
y
si la vista hubiese vuelto a ella,
¿con
qué excusara falta semejante?
Ascendimos
por una piedra hendida,
que
se movía de uno y de otro lado
como
la ola que huye y se aleja.
«Aquí
es preciso usar de la destreza
-dijo
mi guía- y que nos acerquemos
aquí
y allá del lado que se aparta.»
Y
esto nos hizo retardar el paso,
tanto
que antes el resto de la luna
volvió
a su lecho para cobijarse,
que
aquel desfiladero abandonásemos;
mas
al estar ya libres y a lo abierto,
donde
el monte hacia atrás se replegaba,
cansado
yo, y los dos sobre la ruta
inciertos,
nos paramos en un sitio
más
solo que un camino en el desierto.
Desde
el borde que cae sobre el vacío,
al
pie del alto farallón que asciende,
tres
veces mediría el cuerpo humano;
y
hasta donde alcanzaba con los ojos,
por
el derecho y el izquierdo lado,
esa
cornisa igual me parecía.
Nuestros
pies no se habían aún movido
cuando
noté que la pared aquella,
que
no daba derecho de subida,
era
de mármol blanco y adornado
con
relieves, que no ya a Policleto,
a
la naturaleza vencerían.
El
ángel que a la tierra trajo anuncio
de
aquella paz llorada tantos años,
que
abrió los cielos tras veto tan largo,
tan
verdadero se nos presentaba
aquí
esculpido en gesto tan suave,
que
imagen muda no nos parecía.
Jurado
habria que él decía: «¡Ave!»
porque
representada estaba aquella
que
tiene llave del amor supremo;
e
impresas en su gesto estas palabras
"Ecce
ancilla Dei", del modo
con
que en cera se imprime una figura.
«En
un lugar tan sólo no te fijes
-dijo
el dulce maestro, que en el lado
donde
se tiene el corazón me puso.
Por
lo que yo volví la vista, y vi
tras
de María, por aquella parte
donde
se hallaba quien me dirigía,
otra
historia en la roca figurada;
y
me acerqué, cruzando ante Virgilio,
para
verla mejor ante mis ojos.
Allí
en el mismo mármol esculpido
estaban
carro y bueyes con el arca
que
hace temible el no mandado oficio.
Delante
había gente; y toda ella
en
siete coros, que mis dos sentidos
uno
decía: «No», y otro: «Sí canta.»
Y
al igual con el humo del incienso
representado,
la nariz y el ojo
entre
el no y entre el sí tuvieron pugna.
Ante
el bendito vaso daba brincos
el
humilde salmista arremangado,
más
y menos que rey en ese instante.
Frente
a él, figurada en la azotea,
de
un gran palacio, Micol se asombraba
como
mujer despreciativa y triste.
Moví
los pies del sitio en donde estaba,
para
ver otra historia más de cerca,
que
detrás de Micol resplandecía.
Aquí
estaba historiada la alta gloria
del
principe romano, a quien Gregorio
hizo
por sus virtudes victorioso;
hablo
de aquel emperador Trajano;
y
de una viuda que cogióle el freno,
de
dolor traspasada y de sollozos.
Había
en torno a él gran muchedumbre
de
caballeros, y las águilas áureas
sobre
ellos se movían con el viento.
La
pobrecilla entre todos aquellos
parecía
decir: «Dame venganza,
señor,
de mi hijo muerto, que me aflige.»
Y
él que le contestaba: «Aguarda ahora
a
mi regreso»; y ella: « Señor mío
-como
alguien del dolor impacientado-,
¿y
si no vuelves?» y él: «Quien en mi puesto
esté,
lo hará»; y ella: « El bien que otro haga
¿qué
te importa si el tuyo has olvidado?»
Por
lo cual él: «Consuélate; es preciso
que
cumpla mi deber antes de irme:
la
piedad y justicia me retienen.»
Aquel
que nunca ha visto cosas nuevas
fue
quien produjo aquel hablar visible,
nuevo
a nosotros pues que aquí no se halla.
Mientras
yo me gozaba contemplando
los
simulacros de humildad tan grande,
más
gratos aún de ver por su artesano,
«Por
acá vienen, mas con lentos pasos
-murmuraba
el poeta- muchas gentes:
éstas
podrán llevamos más arriba.»
Mis
ojos, que en mirar se complacían
por
ver lá novedad que deseaban,
en
volverse hacia él no fueron lentos.
Mas
no quiero lector desanimarte
de
tus buenos propósitos si escuchas
cómo
desea Dios cobrar las deudas.
No
atiendas a la forma del martirio:
piensa
en lo que vendrá; y que en el peor caso,
no
irá más lejos de la gran sentencia.
Yo
comencé: «Maestro, lo que veo
venir
aquí, personas no parecen,
y
no sé qué es: turbada está mi vista.»
Y
aquel: «La condición abrumadora
de
su martirio a tierra les inclina,
y
aun mis ojos dudaron al principio.
Mas
mira fijamente, y desentraña
quiénes
vienen debajo de esas peñas:
podrás
verlos a todos doblegados.»
Oh
soberbios cristianos, infelices,
que
enfermos de la vista de la mente,
la
fe ponéis en pasos que atrás vuelven,
¿no
comprendéis que somos los gusanos
de
quien saldrá la mariposa angélica
que
a la justicia sin reparos vuela?
¿de
qué se ensorberbecen vuestras almas,
si
cual insectos sois defectuosos,
gusanos
que no llegan a formarse?
Como
por sustentar suelo o tejado,
por
ménsulas a veces hay figuras
cuyas
rodillas llegan hasta el pecho,
que
sin ser de verdad causan angustia
verdadera
en aquellos que las miran;
así
los vi al mirarles más atento.
Cierto
que más o menos contraídas,
según
el peso que portando estaban;
y
aún aquel más paciente parecía
decir
llorando: «Ya no lo resisto.»
CANTO XI
«Oh
padre nuestro, que estás en los cielos,
no
circunscrito, sino por más grande
amor
que a tus primeras obras tienes,
alabados
tu nombre y tu potencia
sean
de cualquier hombre, como es justo
darle
gracias a tu dulce vapor.
De
tu reino la paz venga a nosotros,
que
nosotros a ella no alcanzarnos,
si
no viene, con todo nuestro esfuerzo.
Como
por gusto suyo hacen los ángeles,
cantando
osanna, a ti los sacrificios,
hagan
así gustosos los humanos.
El
maná cotidiano danos hoy,
sin
el cual por este áspero desierto
quien
más quiere avanzar más retrocede.
Y
al igual que nosotros las ofensas
perdonamos
a todos, sin que mires
el
mérito, perdónanos, benigno.
Nuestra
virtud que cae tan prontamente
no
ponga a prueba el antiguo enemigo,
mas
líbranos de aquel que así la hostiga.
Esta
última plegaria, amado Dueño.
no
se hace por nosotros, ni hace falta,
mas
por aquellos que detrás quedaron.»
Para
ellas y nosotros buen camino
pidiendo
andaban esas sombras, bajo
un
peso igual al que a veces se sueña,
angustiadas
en formas desiguales
y
en la primera cornisa cansadas,
purgando
las calígines del mundo.
Si
allí bien piden siempre por nosotros,
¿aquí
qué hacer y qué pedir podrían
los
que en Dios han echado sus raíces?
Debemos
ayudarles a lavarse
las
manchas, tal que puros y ligeros
puedan
ganar las estrelladas ruedas.
«Ah,
la justicia y la Piedad os libren
pronto,
tal que podáis mover las alas,
que
os conduzcan según vuestros deseos:
mostradnos
por qué parte a la escalera
más
rápido se va; y, si hay más caminos,
enseñadnos
aquel menos pendiente;
pues
a quien me acompaña, por la carga
de
la carne de Adán con que se viste,
contra
su voluntad, subir le cuesta.»
Las
palabras que respondieron a éstas
que
había dicho aquel que yo seguía,
de
quién vinieran no lo supe; pero
dijeron:
«Por la orilla a la derecha
veniros,
y hallaremos algún paso
que
lo pueda subir un hombre vivo.
Y
si no fuese un estorbo la piedra
que
mi cerviz soberbia doma, y tengo
por
esto que llevar el rostro gacho,
a
aquel que vive aún y no se nombra,
miraría
por ver si lo conozco,
para
hacer que este peso compadezca.
Latino
fui, de un gran toscano hijo:
Giuglielrno
Aldobrandeschi fue mi padre;
no
sé si conocéis el nombre suyo.
La
sangre antigua y las gloriosas obras
de
mis mayores, arrogancia tanta
me
dieron, que ignorando a nuestra madre
común,
todos los hombres despreciaba
y
por ello morí; sábenlo en Siena,
y
en Campagnático todos los niños.
Soy
Omberto; y no sólo la soberbia
me
dañó a mí-, que a todos mis parientes
ha
arrastrado consigo a la desgracia.
Y
aquí es preciso que este peso lleve
por
ella, hasta que Dios se satisfaga:
Pues
no lo hice de vivo, lo hago muerto.»
Incliné
al escucharle la cabeza;
y
uno de ellos, no aquel que había hablado,
se
volvió bajo el peso que llevaba,
y
me llamó al mirarme y conocerme,
con
los ojos fijados con gran pena,
pues
andaba inclinado junto a ellos.
«Oh
-yo le dije-- ¿No eres Oderisi,
honra
de Gubbio, y honra de aquel arte
que
se llama en París iluminar?»
«Hermano
--dijo--- ríen más las cartas
que
ahora ilumina Franco, el de Bolonia;
suyo
es todo el honor, y en parte, mío.
No
hubiera sido yo tan generoso
mientras
vivía, por el gran deseo
de
superar a todos que albergaba.
De
tal soberbia pago aquí la pena;
y
aun no estaría aquí de no haber sido
que,
pudiendo pecar, volvíme a Dios.
¡Oh,
vana gloria del poder humano!
¡qué
poco dura el verde de la cumbre,
si
no le sigue un tiempo decadente!
Creisteis
que en pintura Cimabue
tuviese
el campo, y es de Giotto ahora,
y
la fama de aquel ha oscurecido.
Igual
un Guido al otro le arrebata
la
gloria de la lengua; y nació acaso
el
que arroje del nido a uno y a otro.
No
es el ruido mundano más que un soplo
de
viento, ahora de un lado, ahora del otro,
y
muda el nombre como cambia el rumbo.
¿Qué
fama has de tener, si viejo apartas
de
ti la carne, como si murieras
antes
de abandonar el sonajero,
cuando
pasen mil años? Pues es corto
ese
espacio en lo eterno, más que un guiño
en
el más tardo giro de los cielos.
Aquel
que va delante tan despacio
de
mí, en Toscana entera era famoso;
y
de él en Siena apenas cuchichean,
en
donde era señor cuando abatieron
la
rabia florentina, que soberbia
fue
en aquel tiempo tal como ahora es puta.
Color
de hierba es vuestra nombradía,
que
viene y va, y el mismo la marchita
que
la hace brotar verde de la tierra.»
Y
yo le dije: «Tu verdad me empuja
a
la humildad, y abate mi soberbia;
pero
quién es aquel de quien hablabas?»
«Es
-respondió-- Provenzano Salviati:
y
está aquí porque tuvo pretensiones
de
llevar Siena entera entre sus manos.
Anduvo
así y aún anda, sin descanso,
desde
su muerte: tal moneda paga
aquel
que en vida a demasiado aspira.»
Y
yo: «Si aquel espíritu que deja
arrepentirse
al fin de su existencia,
queda
abajo y no sube sin la ayuda
de
una buena oración, antes que pase
un
tiempo semejante al que ha vivido,
¿Cómo
le consintieron que viniese?»
«Cuando
vivía más glorioso -dijo-,
en
la plaza de Siena libremente
vencida
su vergüenza, se plantó
y
allí para salvar a cierto amigo,
en
la prisión de Carlos condenado,
de
tal modo actuó que tembló entero.
Más
no diré y oscuro sé que hablo;
pero
dentro de poco, tus vecinos
harán
de modo que glosarlo puedas.
Esta
acción le sacó de esos confines.»
CANTO
XII
A
la par, como bueyes en la yunta,
con
el alma cargada caminaba,
mientras
lo consintió mi pedagogo.
Mas
cuando dijo: «Déjale y avanza;
que
es menester que con alas y remos
empuje
su navío cada uno»,
enderecé,
cual para andar conviene
el
cuerpo todo, mas los pensamientos
se
me quedaron sencillos y humildes.
Me
puse a andar, y seguía con gusto
los
pasos del maestro, y ambos dos
de
ligereza hacíamos alarde;
y
él dijo: «vuelve al suelo la mirada,
pues
para caminar seguro es bueno
ver
el lugar donde las plantas pones».
Como,
para dejar memoria de ellos,
sobre
las tumbas en tierra excavadas
está
escrito quién era cuando vivo,
y
de nuevo se llora muchas veces
por
el aguijoneo del recuerdo,
que
tan sólo espolea a los piadosos;
con
mayor semejanza, pues tal era
el
artificio, lleno de figuras
vi
aquel camino que en el monte avanza.
Veía
a aquél que noble fue creado
más
que criatura alguna, de los cielos
como
un rayo caer, por una parte.
Veía
a Briareo, que yacía
en
otra, de celeste flecha herido,
por
su hielo mortal grave a la tierra.
Veía
a Marte, a Palas y a Timbreo,
aún
armados en tomo de su padre,
mirando
a los Gigantes desmembrados.
Veía
al pie, a Nemrot, de la gran obra
ya
casi enloquecido, contemplando
los
que en Senar con él fueron soberbios.
¡Oh
Niobe, con qué dolientes ojos
te
veía grabada en el sendero,
entre
tus muertos siete y siete hijos!
¡Oh
Saúl, cómo con la propia espada
en
Gelboé ya muerto aparecías,
que
no sentiste lluvia ni rocío!
Oh
loca Aracne, así pude mirarte
ya
medio araña, triste entre los restos
de
la obra que por tu mal hiciste.
Oh
Roboán, no parece que asuste
aquí
tu efigie; mas lleno de espanto
le
lleva un carro, sin que le eche nadie.
Mostraba
aún el duro pavimento
como
Alcmeón a su madre hizo caro
aquel
adorno tan desventurado.
Mostraba
cómo se lanzaron sobre
Senaquerib
sus hijos en el templo,
y
cómo, muerto, allí lo abandonaron.
Mostraba
el crudo ejemplo y la ruina
que
hizo Tamiris cuando dijo a Ciro:
«tuviste
sed de sangre y te doy sangre».
Mostraba
cómo huyeron derrotados,
tras
morir Holofernes, los asirios,
y
también de su muerte los despojos.
Veía
a Troya en ruinas y en cenizas;
¡oh
Ilión, cuán abatida y despreciable
mostrábate
el relieve que veíal
¿Qué
pincel o buril allí trazara
las
sombras y los rasgos, que admirarse
harían
a cualquier sutil ingenio?
Muertos
tal muertos, vivos como vivos:
no
vio mejor que yo quien vio de veras,
cuanto
pisaba, al ir mirando el suelo.
¡Ah,
caminad soberbios y altaneros,
hijos
de Eva, y no inclinéis el rostro
para
poder mirar el mal camino!
Mas
al monte la vuelta habíamos dado,
y
su camino el sol más recorrido
de
lo que mi alma absorta calculaba,
cuando
el que atento siempre caminaba
delante,
dijo: «Alza la cabeza,
ya
no hay más tiempo para ir tan absorto.
Mira
un ángel allí que se apresura
por
venir a nosotros; ve que vuelve
la
esclava sexta del diario oficio.
De
reverencia adorna rostro y porte,
para
que guste arriba conducirnos;
piensa
que ya este día nunca vuelve.»
Acostumbrado
estaba a sus mandatos
de
no perder el tiempo, así que en esa
materia
no me hablaba oscuramente.
El
bello ser, de blanco, se acercaba,
con
el rostro cual suele aparecer
tremolando
la estrella matutina.
Abrió
los brazos, y después las alas;
dijo:
«Venid, cercanos los peldaños
están
y ya se sube fácilmente.
Muy
pocos a esta invitación alcanzan:
oh
humanos que nacisteis a altos vuelos,
¿cómo
un poco de viento os echa a tierra?»
A
la roca cortada nos condujo;
allí
batió las alas por mi frente,
y
prometió ya la marcha segura.
Como
al subir al monte, a la derecha,
en
donde está la iglesia que domina
la
bien guiada sobre el Rubaconte,
del
subir se interrumpe la fatiga
por
escalones que se construyeron
cuando
sumario y pesas eran ciertos;
tal
se suaviza aquella ladera
que
cae a plomo del otro repecho;
mas
rozando la piedra a un lado y otro.
Al
dirigirnos por ese camino
Beati
pauperes spiritu, de un modo
inefable
cantaban unas voces.
Ah
qué distintos eran estos pasos
de
aquellos del infierno: aquí con cantos
se
entra y allí con feroces lamentos.
Por
los santos peldaños ya subíarnos
y
bastante más leve me encontraba,
de
lo que en la llanura parecía.
Por
lo que yo: «Maestro ¿qué pesada
carga
me han levantado, que ninguna
fatiga
casi tengo caminando?»
él
respondió: «Cuando las P que quedan
aún
en tu rostro a punto de borrarse,
estén,
como una de ellas, apagadas,
tan
vencidos los pies de tus deseos
estarán,
que no sólo sin fatiga,
sino
con gozo arriba han de llevarte.»
Entonces
hice como los que llevan
en
la cabeza un algo que no saben,
y
sospechan por gestos de los otros;
y
por lo cual se ayudan con la mano,
que
busca y halla y cumple así el oficio
que
no pudiera hacerlo con la vista;
extendiendo
los dedos de la diestra,
sólo
encontré seis letras, que en mi frente
el
de la llave habíame grabado:
y
viendo esto sonrió mi guía.
CANTO
XIII
Llegarnos
al final de la escalera,
donde
por vez segunda se recoge
el
monte, que subiendo purifica.
Allí
del núsmo modo una cornisa,
igual
que la primera, lo rodea;
sólo
que el giro se completa antes.
No
había sombras ni señales de ellas:
liso
el camino y lisa la muralla,
del
lívido color de los roquedos.
«Si,
para preguntar, gente esperarnos
--me
decía el poeta-- mucho temo
que
se retrase nuestra decisión.»
Luego
en el sol clavó los ojos fijos;
de
su diestra hizo centro al movimiento,
y
se volvió después hacia la izquierda.
«Oh
dulce luz en quien confiado entro
por
el nuevo camino, llévanos
-decía-
cual requiere este paraje.
Tú
calientas el mundo, y sobre él luces:
si
otra razón lo contrario no manda,
serán
siempre tus rayos nuestro guía.»
Cuanto
por una milla aquí se cuenta,
tanto
en aquella parte caminamos
al
poco, pues las ganas acuciaban;
y
sentimos volar hacia nosotros
espíritus
sin verlos, que invitaban
cortésmente
a la mesa del amor.
La
voz primera que pasó volando
"Vinum
non habent" dijo claramente,
y
tras nosotros lo iba repitiendo.
Y
aún antes de perderse por completo
al
alejarse, otra: «Soy Orestes»
pasó
gritando igual sin detenerse.
Yo
dije: «Oh padre ¿qué voces son éstas?»
Y
escuché al preguntarlo una tercera
diciendo:
«Amad a quien el mal os hizo.»
Y
el buen maestro «Azota esta cornisa
la
culpa de la envidia, mas dirige
la
caridad las cuerdas del flagelo.
Su
freno quiere ser la voz contraria:
y
podrás escucharla, según creo,
antes
que el paso del perdón alcances.
Mas
con fijeza mira, y verás gente
que
está sentada enfrente de nosotros,
apoyada
a lo largo de la roca.»
Abrí
entonces los ojos más que antes;
miré
delante y sombras vi con mantos
del
color de la piedra no distintos.
Y
al haber avanzado un poco más,
oí
gritar: «María, por nosotros
ruega»
y «Miguel» y «Pedro» y «Santos todos».
No
creo que ahora existe por la tierra
hombre
tan duro, a quien no le moviese
a
compasión lo que después yo vi;
pues
cuando estuve tan cercano de ellos
que
sus gestos veía claramente,
grave
dolor me vino por los ojos.
De
cilicio cubiertos parecían
y
uno aguantaba con la espalda al otro,
y
el muro a todas ellas aguantaba.
Así
los ciegos faltos de sustento,
piden
limosna en días de indulgencia,
y
la cabeza inclina uno sobre otro,
por
despertar piedad más prontamente,
no
sólo por el son de las palabras,
mas
por la vista que no menos pide.
Y
como el sol no llega hasta los ciegos,
lo
mismo aquí a las sombras de las que hablo
no
quería llegar la luz del cielo;
pues
un alambre a todos les cosía
y
horadaba los párpados, del modo
que
al gavilán que nunca se está quieto.
Al
andar, parecía que ultrajaba
a
aquellos que sin venne yo veía;
por
lo cual me volví al sabio maestro.
él
sabía que, aun mudo, deseaba
hablarle;
y no esperando mi pregunta,
él
me dijo: «Habla breve y claramente.»
Virgilio
caminaba por la parte
de
la cornisa en que caer se puede,
pues
ninguna baranda la rodea;
por
la otra parte estaban las devotas
sombras,
que por su horrible cosedura
lloraban
y mojaban sus mejillas.
Me
volví a ellas y: «Oh, gentes confiadas
-yo
comencé-- de ver la luz suprema
que
vuestro desear sólo procura,
así
pronto la gracia os vuelva limpia
vuestra
conciencia, tal que claramente
por
ella baje de la mente el río,
decidme,
pues será grato y amable,
si
hay un alma latina entre vosotros,
que
acaso útil le sea el conocerla.»
«Oh
hermano todos somos ciudadanos
de
una Ciudad auténtica; tú dices
que
viviese en Italia peregrina.»
Esto
creí escuchar como respuesta
un
poco más allá de donde estaba,
por
lo que procuré seguir oyendo.
Entre
otras vi a una sombra que en su aspecto
esperaba;
y si alguno dice "¿Cómo?",
alzaba
la barbilla como un ciego.
«Alma
que por subir te estás domando,
si
eres -le dije ~ me respondiste,
haz
que conozca tu nombre o tu patria.»
«Yo
fui Sienesa -repuso-- y con estos
otros
enmiendo aquí la mala vida,
pidiendo
a Aquél que nos conceda el verle.
No
fui sabia, aunque Sapia me llamaron,
y
fui con las desgracias de los otros
aún
más feliz que con las dichas mías.
Y
para que no creas que te miento,
oye
si fui, como te digo, loca,
ya
descendiendo el arco de mis años.
Mis
paisanos estaban junto a Colle
cerca
del campo de sus enemigos,
y
yo pedía a Dios lo que El quería.
Vencidos
y obligados a los pasos
amargos
de la fuga, al yo saberlo,
gocé
de una alegría incomparable,
tanto
que arriba alcé atrevido el rostro
gritando
a Dios: «De ahora no te temo»
como
hace el mirlo con poca bonanza.
La
paz quise con Dios ya en el extremo
de
mi vivir; y por la penitencia
no
estaría cumplida ya mi deuda,
si
no me hubiese Piero Pettinaio
recordado
en sus santas oraciones,
quien
se apiadó de mí caritativo.
¿Tú
quién eres, que nuestra condición
vas
preguntando, con los ojos libres,
como
yo creo, y respirando hablas?»
«Los
ojos ---dije acaso aquí me cierren,
mas
poco tiempo, pues escasamente
he
pecado de haber tenido envidia.
Mucho
es mayor el miedo que suspende
mi
alma del tormento de allí abajo,
que
ya parece pesarme esa carga.»
Y
ella me dijo: «¿Quién te ha conducido
entre
nosotros, que volver esperas?»
Y
yo: «Este que está aquí sin decir nada.
Vivo
estoy; por lo cual puedes pedirrne,
espíritu
elegido, si es preciso
que
allí mueva por ti mis pies mortales.»
«Tan
rara cosa de escuchar es ésta,
que
es signo --dije,- de que Dios te ama;
con
tus plegarias puedes ayudarme.
Y
te suplico, por lo que más quieras,
que
si pisas la tierra de Toscana,
que
a mis parientes mi fama devuelvas.
Están
entre los necios que ahora esperan
en
Talamón, y allí más esperanzas
perderán
que en la busca de la Diana.
Pero
más perderán los almirantes.
CANTO XIV
«¿Quién
es éste que sube nuestro monte
antes
de que la muerte alas le diera,
y
abre los ojos y los cierra a gusto?»
«No
sé quién es, mas sé que no está sólo;
interrógale
tú que estás más cerca,
y
recíbelo bien, para que hable.»
Así
dos, apoyado uno en el otro,
conversaban
de mí a mano derecha;
luego
los rostros, para hablar alzaron.
Y
dijo uno: «Oh alma que ligada
al
cuerpo todavía, al cielo marchas,
por
caridad consuélanos y dinos
quién
eres y de dónde, pues nos causas
con
tu gracia tan grande maravilla,
cuanto
pide una cosa inusitada.»
Y
yo: «Se extiende en medio de Toscana
un
riachuelo que nace en Falterona,
y
no le sacian cien millas de curso.
junto
a él este cuerpo me fue dado;
decir
quién soy sería hablar en balde,
pues
mi nombre es aún poco conocido.»
«Si
he penetrado bien lo que me has dicho
con
mi intelecto -me repuso entonces
el
que dijo primero- hablas del Arno.»
Y
el otro le repuso: «¿Por qué esconde
éste
cuál es el nombre de aquel río,
cual
hace el hombre con cosas horribles?»
y
la sombra de aquello preguntada
así
le replicó: «No sé, mas justo
es
que perezca de tal valle el nombre;
porque
desde su cuna, en que el macizo
del
que es trunco el Peloro, tan preñado
está,
que en pocos sitios le superan,
hasta
el lugar aquel donde devuelve
lo
que el sol ha secado en la marina,
de
donde toman su caudal los ríos,
es
la virtud enemiga de todos
y
la huyen cual la bicha, o por desgracia
del
sitio, o por mal uso que los mueve:
tanto
han cambiado su naturaleza
los
habitantes del mísero valle,
cual
si hechizados por Circe estuvieran.
Entre
cerdos, más dignos de bellotas
que
de ningún otro alimento humano,
su
pobre curso primero endereza.
Chuchos
encuentra luego, en la bajada,
pero
tienen más rabia que fiereza,
y
desdeñosa de ellos tuerce el morro.
Va
descendiendo; y cuanto más se acrece,
halla
que lobos se hicieron los perros,
esa
maldita y desgraciada fosa.
Bajando
luego en más profundos cauces,
halla
vulpejas llenas de artimañas,
que
no temen las trampas que las cacen.
No
callaré por más que éste me oiga;
y
será al otro útil, si recuerda
lo
que un veraz espíritu me ha dicho.
Yo
veo a tu sobrino que se vuelve
cazador
de los lobos en la orilla
del
fiero río, y los espanta a todos.
Vende
su carne todavía viva;
luego
los mata como antigua fiera;
la
vida a muchos, y él la honra se quita.
Sangriento
sale de la triste selva;
y
en tal modo la deja, que en mil años
no
tomará a su estado floreciente.»
Como
al anuncio de penosos males
se
turba el rostro del que está escuchando
de
cualquier parte que venga el peligro,
así
yo vi turbar y entristecerse
a
la otra alma, que vuelta estaba oyendo,
cuando
hubo comprendido las palabras.
A
una al oírla y a la otra al mirarla,
me
dieron ganas de saber sus nombres,
e
híceles suplicante mi pregunta;
por
lo que el alma que me habló primero
volvió
a decir: «Que condescienda quieres
y
haga por ti lo que por mí tú no haces.
Mas
porque quiere Dios que en ti se muestre
tanto
su gracia, no seré tacaño;
y
así sabrás que fui Guido del Duca.
Tan
quemada de envidia fue mi sangre.
que
si dichoso hubiese visto a alguno,
cubierto
de livor me hubieras visto.
De
mi simiente recojo tal grano;
¡Oh
humano corazón, ¿por qué te vuelcas
en
bienes que no admiten compañía?
Este
es Rinieri, prez y mayor honra
de
la casa de Cálboli, y ninguno
de
sus virtudes es el heredero.
Y
no sólo su sangre se ha privado,
entre
el monte y el Po y el mar y el Reno,
del
bien pedido a la verdad y al gozo;
pues
están estos límites tan llenos
de
plantas venenosas, que muy tarde,
aun
labrando, serían arrancadas.
¿Dónde
están Lizio, y Arrigo Mainardi,
Pier
Traversaro y Guido de Carpigna?
¡Bastardos
os hicisteis, romañoles!
¿Cuando
renacerá un Fabbro en Bolonia?
¿cuando
en Faenza un Bernardín de Fosco,
rama
gentil aun de simiente humilde?
No
te asombres, toscano, si es que lloro
cuando
recuerdo, con Guido da Prata,
a
Ugolin d'Azzo que vivió en Romagna,
Federico
Tignoso y sus amigos,
a
los de Traversara y Anartagi
(sin
descendientes unos y los otros),
a
damas y a galanes, las hazañas,
los
afanes de amor y cortesía,
donde
ya tan malvadas son las gentes.
¿Por
qué no te esfumaste, oh Brettinoro,
cuando
se hubo marchado tu familia,
y
mucha gente por no ser perversa?
Bien
hizo Bagnacaval, ya sin hijos;
e
hizo mal Castrocaro, y peor Conio,
que
tales condes en prohijar se empeña.
Bien
harán los Pagan, cuando al fin pierdan
su
demonio; si bien ya nunca puro
ha
de quedar de aquellos el recuerdo.
Oh
Ugolino dei Fantolín, seguro
está
tu nombre y no se espera a nadie
que,
corrompido, oscurecerlo pueda.
Y
ahora vete, toscano, que deseo
más
que hablarte, llorar; así la mente
nuestra
conversación me ha obnubilado.»
Sabíamos
que aquellas caras almas
nos
oían andar, y así, callando,
hacían
confiarnos del camino.
Nada
más avanzar, ya los dos solos,
igual
que un rayo que en el aire hiende,
se
oyó una voz venir en contra nuestra:
«Que
me mate el primero que me encuentre»;
y
huyó como hace un trueno que se escapa,
si
la nube de súbito se parte.
Apenas
tregua tuvo nuestro oído,
y
otra escuchamos con tan grande estrépito,
que
pareció un tronar que al rayo sigue.
«Yo
soy Aglauro, que tornóse en piedra»,
y
por juntarme entonces al poeta,
un
paso di hacia atrás, y no adelante.
Quieto
ya el aire estaba en todas partes;
y
me dijo: «Aquel debe ser el freno
que
contenga en sus límites al hombre.
Pero
mordéis el cebo, y el anzuelo
del
antiguo adversario, y os atrapa;
y
poco vale el freno y el reclamo.
El
cielo os llama y gira en torno vuestro,
mostrando
sus bellezas inmortales,
y
poneis en la tierra la mirada;
y
así os castiga quien todo conoce.»
CANTO
XV
Cuanto
hay entre el final de la hora tercia
y
el principio de día en esa esfera,
que
al igual que un chiquillo juega siempre
tanto
ya parecía que hacia el véspero
aún
le faltaba al sol de su camino:
allí
la tarde, aquí era medianoche.
En
plena cara heríannos los rayos,
pues
giramos el monte de tal forma,
que
al ocaso derechos caminábamos,
cuando
sentí en mi frente pesadumbre
de
un resplandor mucho mayor que el de antes,
y
me asombró tan extraño suceso;
por
lo que alcé las manos por encima
de
las cejas, haciéndome visera
que
del exceso de luz nos protege.
Como
cuando del agua o del espejo
el
rayo salta a la parte contraria,
ascendiendo
de un modo parecido
al
que ha bajado, y es tan diferente
del
caer de la piedra en igual caso,
como
experiencia y arte lo demuestran;
así
creí que la luz reflejada
por
delante de mí me golpease;
y
en apartarse fue rauda mi vista.
«¿Quién
es, de quien no puedo, dulce padre,
la
vista resguardar, por más que hago,
y
parece venir hacia nosotros?»
«Si
celestial familia aún te deslumbra
-respondió--
no te asombres: mensajero
es
que viene a invitar a que subamos.
Dentro
de poco el mirar estas cosas
no
será grave, mas será gozoso
cuanto
natura dispuso que sientas.»
Cuando
cerca del ángel estuvimos
«Entrad
aquí -nos dijo dulcemente-
donde
hay una escalera menos dura.»
Subíamos,
dejando el sitio aquel
y
cantar "Beati misericordes"
escuchamos,
y "Goza tú que vences"
Mi
maestro y yo solos caminábamos
hacia
la altura; y yo al andar pensaba
sacar
de su palabra algún provecho;
y
a él me dirigí y le pregunté:
«¿Qué
ha querido decir el de Romaña.
con
bienes que no admiten compañía?»
Y
él contestó: «De su mayor defecto
conoce
el daño, así que no te admires
si
es reprendido por que más no llore.
Porque
si vuestro anhelo se dirige
a
lo que compartido disminuye,
hace
la envidia que suspire el fuelle.
Mas
si el amor de la esfera suprema
los
deseos volviera hacia lo alto,
tal
temor no tendría vuestro pecho;
pues,
cuanto más allí se dice "nuestro",
tanto
del bien disfruta cada uno,
y
más amor aún arde en ese claustro.»
«Estoy
de estar contento más ayuno
-dije-
que si no hubiera preguntado,
y
aún más dudas me asaltan en la mente.
¿Cómo
puede algún bien, distribuido
en
muchos poseedores, aún más ricos
hacer
de él, que si pocos lo tuvieran?»
Y
aquel me contestó: «Como no pones
la
mente más que en cosas terrenales,
sacas
tinieblas de luz verdadera.
Ese
bien inefable e infinito
que
arriba está, al amor tal se apresura
corno
a un lúcido cuerpo viene el rayo.
Tanto
se da cuanto encuentra de ardor;
y
al aumentarse así la caridad,
sobre
ella crece la eterna virtud.
Y
así cuanta más gente ama allá arriba,
hay
allí más amor, y más se ama,
y
unos y otros son como los espejos.
Y
si lo que te digo no te sacia,
verás
a Beatriz que plenamente
este
o cualquier deseo ha de quitarte.
Procura
pues que pronto se te extingan,
como
han sido ya dos, las cinco heridas
que
cicatrizan al estar contrito.»
Cuando
decir quería: «Me aplacaste»,
me
vi llegado al círculo de arriba,
y
me hizo callar la vista ansiosa.
Allí
me pareció en una visión
estática
de súbito estar puesto,
y
ver muchas personas en un templo;
y
una mujer decía en los umbrales,
con
dulce gesto maternal: «Oh hijo,
¿por
qué has obrado esto con nosotros?
Tu
padre y yo angustiados estuvimos
buscándote.»
Y como ella se callara,
se
me borró lo que veía antes.
Después
me vino otra, con el agua
que
en sus mejillas el dolor destila,
que
un gran despecho hacia otros nos provoca
diciendo:
«Si eres sir de la ciudad,
por
cuyo nombre dioses contendieron,
y
donde toda ciencia resplandece,
véngate
de esos brazos atrevidos
que
a mi hija abrazaron, Pisistrato.»
Y
el Señor, que benigno parecía,
le
respondía con templado rostro:
«¿Qué
haremos a quien males nos desea,
si
a aquellos que nos aman condenarnos?»
Luego
vi gente ardiendo en fuego de ira,
a
pedradas matando a un jovencito,
gritando:
«Martiriza, martiriza»,
y
al joven inclinarse, por la muerte
que
le apesadumbraba, hacia la tierra,
mas
sus ojos alzaba siempre al cielo,
pidiendo
al alto Sir, en guerra tanta,
que
perdonase a sus perseguidores,
con
ese aspecto que a piedad nos mueve.
Cuando
volvió mi alma hacia las cosas
que
son, fuera de ella, verdaderas,
supe
que mis errores no eran falsos.
Mi
guía entonces, que me contemplaba
como
a aquel que del sueño se despierta,
dijo:
«¿Qué tienes que te tambaleas,
y
has caminado más de media legua
con
los ojos cerrados, dando tumbos,
a
guisa de quien turban sueño o vino?»
«Oh
dulce padre mío, si me escuchas
te
contaré -le dije lo que he visto,
cuando
las piernas me fueron tan flojas.»
Y
él dijo: «Si cien máscaras tuvieses
sobre
el rostro, cerrados no tendría
tus
pensamientos, aun los más pequeños.
Es
lo que viste para que no excuses
al
agua de la paz abrir el pecho,
que
de la eterna fuente se derrama.
No
pregunté "qué tienes", como hiciera
quien
mira, sin ver nada, con los ojos,
cuando
desanimado el cuerpo yace;
mas
pregunté para animar tus pasos
tal
conviene avivar al perezoso,
que
tardo emplea al despertar su tiempo.»
Por
el ocaso andábamos, mirando
hasta
donde alcanzaba nuestra vista
contra
la luz radiante y vespertina.
Y
vimos poco a poco una humareda
venir
hacia nosotros, cual la noche;
ni
un sitio había para resguardarnos:
el
aire puro nos quitó y la vista.
CANTO
XVI
Negror
de infierno y de noche privada
de
estrella alguna, bajo un pobre cielo,
hasta
el sumo de nubes tenebroso,
tan
denso velo no tendió en mi rostro
como
aquel humo que nos envolvió,
y
nunca sentí tan áspero pelo.
No
podía siquiera abrir los ojos
por
lo que, sabia y fiel, la escolta mía
vino
hacia mí ofreciéndome su hombro.
Como
el ciego que va tras de su guía
para
que no se pierda ni tropiece
en
obstáculo alguno, o tal vez muera,
andaba
por el aire amargo y sucio,
escuchando
a Virgilio aconsejarme:
«Ten
cuidado y de mí no te separes».
Oía
voces como que implorasen
la
paz y la clemencia del Cordero
de
Dios que borra todos los pecados.
Agnus
Deí, era, pues, como empezaban
todos
a un tiempo y en el mismo modo,
y
en completa concordia parecían.
«Maestro,
lo que oigo ¿son espíritus?»
le
dije. Y él a mí: «Bien lo pensaste;
de
la iracundia van soltando el nudo.»
«¿Quién
eres tú que cortas nuestro humo,
y
de nosotros hablas como si
aún
midieses el tiempo por calendas?»
Esto
por una voz fue preguntado;
«Contéstale
--me dijo mi maestro-
y
si hay subida por aquí pregunta.»
«Oh,
criatura -le dije que te limpias
para
volver hermosa a quien te hizo,
maravillas
oirás si me acompañas.»
«Cuanto
me es permitido he de seguirte;
y
si vernos el humo no nos deja,
nos
mantendrá cercanos el oírnos.»
Entonces
comencé: «Con este rostro
que
destruye la muerte, voy arriba,
y
he llegado hasta aquí desde el infierno.
Y
si Dios en su gracia me ha tomado,
tanto
que quiere que su corte vea
de
modo inusitado en estos tiempos,
no
me ocultes quién fuiste antes de muerto;
dímelo,
y dime si el camino es éste;
y
tus palabras sean nuestra escolta.»
«Yo
fui lombardo y Marco me llamaban;
del
mundo supe, y amé esa virtud
a
la que nadie tiende ya su arco.
Para
subir camina siempre recto»
Me
respondió y dijo luego: «Te pido
que
por mí implores cuando estés arriba.»
«Por
mi fe -yo le dije- te prometo
que
haré lo que me pides; mas me estalla
dentro
una duda, y tengo que aclararla.
Era
antes simple y ahora se ha hecho doble
con
tus palabras, que me dan certeza
de
lo otro, con la cual las relaciono.
El
mundo por completo está desierto
de
cualquiera virtud, como tú dices,
y
de maldad cubierto y agravado;
mas
la razón te pido que me digas,
tal
que la vea y que la enserle a otros;
que
a la tierra o al cielo lo atribuyen.»
Un
gran suspiro que acabó en un ¡ay!
lanzó
primero; y luego dijo: «Herrnano,
el
mundo es ciego, y tú de él has venido.
Cualquier
causa achacáis los que estáis vivos
al
cielo, igual que si moviese todas
las
cosas él obligatoriamente.
Destruido
sería así en vosotros
el
libre arbitrio, y no sería justo
dar
la alegría al bien, y al mal dar luto.
El
cielo inicia vuestros movimientos;
no
digo todos, mas aunque lo diga,
una
luz para el bien o el mal os dieron,
Y
libre voluntad; que si se cansa
en
el primer combate contra el cielo,
luego
lo vence si bien se sustenta.
A
mayor fuerza y a mejor natura
libres
estáis sujetos; y ella cría
vuestra
mente, en que el cielo nada puede.
Y
por esto, si el mundo os descamina,
la
causa que buscáis está en vosotros:
y
verdaderamente he de explicártelo:
De
la mano de Aquél que la acaricia,
aun
antes de existir, cual la muchacha
que
llorando y riendo juguetea,
sale
sencilla el alma y nada sabe,
salvo
que, obra de un gozoso artista,
gustosa
vuelve a aquello que la alegra.
Primero
saborea el bien pequeño;
aquí
se engaña y corre detrás de él,
si
no tuerce su amor freno ni guía.
Y
es necesario el freno de las leyes;
y
es necesario un rey, que al menos vea
de
la ciudad auténtica la torre.
Hay
leyes, pero ¿quién las administra?
Nadie,
pues su pastor acaso rumie,
mas
no tiene partida la pezuña;
y
la gente, que sabe que su guía
sólo
tiende a aquel bien del que ella come,
pace
de aquel, y no busca otra cosa.
Bien
puedes ver que la mala conducta
es
la razón que al mundo ha condenado,
y
no vuestra natura corrompida.
Solía
Roma, que hizo bueno el mundo,
tener
dos soles que una y otra senda,
la
humana y la divina, les mostraban.
Uno
a otro apagó; y está la espada
junto
al báculo; y una y otro unidos
forzosamente,
marchan mal las cosas;
porque
juntos no temen uno al otro:
Si
no me crees, recuerda las espigas,
pues
distingue las hierbas la simiente.
En
la tierra que riegan Po y Adige,
valor
y cortesía se encontraban,
antes
de entrar en liza Federico.
Ahora
puede cruzar sin miedo alguno
cualquiera
que dejase, por vergüenza,
de
acercarse a los buenos o de hablarlos.
Tres
viejos hay aún con quien reprende
a
la nueva la antigua edad, y tardo
Dios
les parece en que con él les llame:
Corrado
de Palazzo, el buen Gherardo,
y
Guido de Castel, mejor llamado
el
sencillo lombardo, a la francesa.
Puedes
decir que la Iglesia de Roma,
por
confundir en ella dos poderes
ella
y su carga en el fango se ensucian.»
«Oh
Marco mío -dije- bien hablaste;
y
ahora discierno por qué de la herencia
los
hijos de Leví privados fueron.
Más
qué Gherardo es ése que, por sabio,
dices,
quedó de aquella raza extinta
corno
reproche del siglo salvaje?»
«Me
engañan tus palabras o me tientan,
-me
respondió- pues, hablando toscano,
del
buen Gherardo nunca hayas oído.
Por
ningún otro nombre le conozco,
si
de Gaya, su hija, no lo saco.
Quedad
con Dios, pues más no os acompaño
Ved
el albor, que irradia por el humo
ya
clareando; debo retirarme
(allí
está el ángel) antes que me vea.»
De
este modo se fue y no quiso oírme.
CANTO
XVII
Acuérdate,
lector, si es que en los Alpes
te
sorprendió la niebla, y no veías
sino
como los topos por la piel,
cómo,
cuando los húmedos y espesos
vapores
se dispersan ya, la esfera
del
sol por ellos entra débilmente;
y
tu imaginación será ligera
en
alcanzar a ver cómo de nuevo
contemplé
el sol, que estaba ya en su ocaso.
Mis
pasos a los fieles del maestro
emparejando,
fuera de tal nube
salí
a los rayos muertos ya en lo bajo.
Oh
fantasía que le sacas tantas
veces
de sí, que el hombre nada advierte,
aunque
suenen en torno mil trompetas,
¿si
no son los sentidos, quién te mueve?
Una
luz que en cielo se conforma,
por
sí o por el Querer que aquí la empuja.
De
la impiedad de aquella que se hizo
el
ave que en cantar más nos deleita,
a
mi imaginación vino la huella;
y
entonces tanto se encerró mi mente
en
si misma, que nada le llegaba
del
exterior que recibir pudiese.
Luego
llovió en mi fantasía uno
crucificado,
fiero y desdeñoso
en
su apariencia, y así se moría;
alrededor
estaba el gran Asuero,
Ester
su esposa, Mardoqueo el justo,
tan
íntegro en sus obras y palabras.
Y
como se rompiera aquella imagen
por
ella misma, igual que una burbuja
a
la que falta el agua que la hizo,
surgió
de mi visión una muchacha
llorando,
y dijo: «Oh reina, ¿por qué airada
te
quisiste matar? Ahora estás muerta
por
no querer perder a tu Lavinia;
¡Y
me has perdido! soy la que lamento
antes,
madre, los tuyos, que otros males.»
Como
se rompe el sueño de repente
cuando
hiere en los ojos la luz nueva,
que
aún antes de morir roto se agita;
así
mi imaginar cayó por tierra
en
cuanto que una luz hirió en mis ojos,
mucho
mayor de la que se acostumbra.
Yo
me volví para mirar qué fuese,
cuando
una voz me dijo: «Aquí se sube»,
que
me apartó de otro cualquier intento;
y
tan prestas las ganas se me hicieron
para
mirar quién era el que me hablaba,
que
no cejara hasta no contemplarlo.
Mas
como al sol que ciega nuestra vista
y
por sobrado vela su figura,
me
faltaban así mis facultades.
«Es
un divino espíritu que muestra
el
camino de arriba sin pedirlo,
y
él a sí mismo con su luz esconde.
Nos
hace igual que un hombre hace consigo;
que
quien se hace rogar, viendo un deseo,
su
negativa con maldad prepara.
A
tal invitación el paso unamos;
procuremos
subir antes que venga
la
noche y hasta el alba no se pueda.»
Así
dijo mi guía, y yo con él
nos
dirigimos hacia la escalera;
y
cuando estuve en el primer peldaño,
sentí
cerca de mí que un ala el rostro
me
abanicaba y escuché: «Beati
pacifici,
que están sin mala ira.»
Estaban
ya tan altos los postreros
rayos
de los que va detrás la noche,
que
en torno aparecían las estrellas.
«¡Oh,
por qué me abandonas, valor mío!»
-decía
para mí, porque sentía
la
fuerza de las piernas flaqueartne.
Ya
donde más no subía llegamos
la
escalera, y allí nos detuvimos,
como
la nave que ha llegado al puerto.
Puse
atención un poco, por si oía
alguna
cosa en este nuevo círculo;
luego
al maestro me volví y le dije:
«Mi
dulce padre, dime, ¿qué pecado
se
purga en este círculo? Si quedos
están
los pies, no lo estén las palabras.»
Y
él me dijo: «El amor del bien, escaso
de
sus deberes, aquí se repara;
aquí
se arregla el remo perezoso.
Y
para que lo entiendas aún más claro,
vuelve
hacia mí la mente, y sacarás
algún
buen fruto de nuestra dernora.»
Ni
el Creador ni la criatura, nunca
sin
amor estuvieron -él me dijo-
o
natural o de ánimo; ya sabes.
El
natural no se equivoca nunca,
mas
puede el otro equivocar su objeto,
porque
el vigor o poco o mucho sea.
Mientras
que se dirige al bien primero,
y
en el segundo él mismo se controla,
no
puede ser razón de mal deleite;
mas
cuando al mal se tuerce, o con cuidado
más
o menos al bien de lo que debe,
contra
el Autor se vuelven sus acciones.
Entenderás
por ello que el amor
es
semilla de todas las virtudes
y
de todos los actos condenables.
Ahora
bien, como nunca de la dicha
de
su sujeto amor la vista aparta,
del
propio odio las cosas están libres;
y
como dividido no se entiende,
ni
por sí mismo, a nadie del Principio,
odiar
a aquel ninguno puede hacerlo.
Resta,
si bien divido, que se ama
el
mal del prójimo; y que dicho amor
de
vuestro fango nace en tres maneras:
Quién,
suprimido su vecino, aguarda
elevarse,
y por esto sólo quiere
que
derriben a aquel de su grandeza;
quién
que el poder, la gracia, honor y fama
teme
perder porque otro le supere,
y
se entristece y quiere lo contrario;
y
hay quien por las injurias se enfurece,
de
la venganza se hace deseoso,
y
necesita urdir el mal ajeno.
Este
triforme amor aquí debajo
se
llora; y ahora quiero que conozcas,
el
que corre hacia el bien corruptamente.
Todos
confusamente un bien seguimos
donde
se aquiete el ánimo, y lo ansiamos;
y
por lograrlo combatimos todos.
Si
lento es ese amor en dirigirse
o
en conquistar a Aquel, esta cornisa,
tras
justo arrepentirse, le atormenta.
Hay
otro bien que hace infeliz al hombre;
no
es la felicidad, la buena esencia,
que
es el fruto y raíz de todo bien.
El
amor que a este bien se ha abandonado,
sobre
nosotros se purga en tres círculos;
mas
cómo tripartito se organiza,
para
que tú lo encuentres, me lo callo.
CANTO
XVIII
Había
terminado sus razones
mi
alto doctor, mirando atentamente
si
en mis ojos mostraba mi contento;
y
yo, a quien nueva sed atormentaba,
callaba,
mas por dentro me decía:
«mi
preguntar acaso le molesta».
Mas
el padre veraz, que se dio cuenta
del
medroso deseo que ocultaba
sin
hablar, me alentó a que preguntase.
Y
yo: «Maestro, mi visión se aviva
tanto
en tu luz, que ya distingo claro
lo
que tu ciencia abarca o me describe:
Y
así te pido, caro y dulce padre,
me
expliques ese Amor al que reduces
cualquiera
bien obrar o su contrario.»
«Dirige
-dijo- a mí las claras luces
del
intelecto, y el error verás
de
los ciegos que en guía se convierten.
El
alma, que a amar presta fue creada,
se
mueve a cualquier cosa que le place,
tan
pronto del placer es puesta en acto.
La
percepción, de seres verdaderos
saca
la imagen que despliega dentro,
e
impulsa al alma a que se vuelva a ésta;
y
si, vuelta hacia ella, se doblega,
Amor
se llama ese doblegarniento,
que
por gozar de nuevo entra en vosotros.
Y,
como el fuego a lo alto se dirige,
porque
su forma a subir fue creada
donde
más se conserva en su materia,
presa
el alma se entrega así al deseo,
impulso
espiritual, y no reposa
hasta
que goza de la cosa amada.
Ahora
comprenderás cuánto está oculta
esta
verdad a la gente que dice
que
todo amor sea loable cosa;
porque
acaso parece su materia
que
es siempre buena, mas no todo sello
es
bueno aunque la cera sea buena.»
«Con
tus palabras y mi ingenio atento
-le
respondí- ya sé qué es el amor,
pero
esto de otras dudas me ha llenado;
pues
si el amor se ofrece desde fuera,
y
el alma no procede de otro modo,
no
es mérito si va torcida o recta. »
«Cuanto
ve la razón puedo decirte
-dijo-;
si quieres más, aguarda entonces
a
Beatriz, pues que de fe es materia.
Cualquiera
fortna sustancial, que aparte
de
la materia está, y está a ella unida,
una
específica virtud contiene,
la
cual no es perceptible sino obrando,
ni
se demuestra más que por efectos,
cual
la vida en las plantas por sus frondas
Mas
de dónde nos vengan las primeras
nociones
a la mente, lo ignorarnos,
y
del primer apetecer las causas,
que
en vosotros están, como en la abeja
el
arte de hacer miel; y este deseo
no
merece desprecio ni alabanza.
Mas
porque a éste aún otros se añaden,
innata
os es la virtud que aconseja,
y
el umbral guarda del consentimiento.
Este
es pues el principio del que parte
en
vosotros el mérito, según
que
buen o mal amor tome o desdeñe.
Los
que al fondo llegaron razonando,
se
dieron cuenta de esta libertad;
y
al mundo le dejaron sus morales.
Aun
suponiendo que obligadamente
surja
el amor que dentro se os encienda,
la
potestad tenéis de refrenarlo.
A
esta noble virtud Beatriz la llama
libre
albedrío, y procurar debieras
recordarlo
por si ella te habla de esto.»
La
luna, casi a media noche tarda,
más
raras las estrellas nos hacía,
como
un caldero ardiendo por completo;
corriendo
por el cielo los caminos
que
el sol inflama cuando los de Roma
lo
ven caer entre Corsos y Sardos.
Y
la sombra gentil, por quien a Piétola
más
que a la propia Mantua se celebra
me
había liberado de mi peso;
y
yo, que la razón abierta y llana
tenía
ya después de mis preguntas,
divagaba
cual hombre adormilado;
mas
fue esta soñolencia interrumpida
súbitamente
por gentes que a espaldas
nuestras,
hacia nosotros caminaban.
Como
el Ismeno y el Asopo vieron
furia
y turbas de noche en sus orillas,
cuando
a Baco imploraban los tebanos,
así
por aquel círculo avanzaban,
por
lo que pude ver, quienes venían
del
buen querer y justo amor llevados.
Enseguida
llegaron, pues corriendo
aquella
magna turba se movía,
y
dos gritaban llorando delante:
«Corrió
María apresurada al monte;
y
para sojuzgar Lérida César,
tocó
en Marsella y luego corrió a España.»
«Raudo,
raudo, que el tiempo no se pierda
por
poco amor -gritaban los demás-;
que
el arte de obrar bien torne la gracia.»
«Oh
gente a quien fervor agudo ahora
compensa
neglilgencia o dilaciones
que
por tibieza en bien obrar pusisteis,
éste
que vive, y cierto no os engaño,
en
cuanto luzca el sol quiere ir arriba;
decidnos
pues dónde hay una abertura.»
Estas
palabras díjolas mi guía;
y
uno de estos espíritus: «Seguidnos
detrás
--nos dijo-- y hallaréis el paso.
De
movernos estamos tan ansiosos
que
parar no podemos; tú perdona
si
la justicia te es descortesía.
Yo
fui abad de San Zeno de Verona
bajo
el imperio del buen Barbarroja,
del
cual doliente aún Milán se acuerda.
Y
hay alguno con un pie ya en la fosa,
que
pronto llorará aquel monasterio,
y
triste se hallará de haber mandado;
porque
a su hijo, mal del cuerpo entero,
y
peor de la mente, y malnacido,
ha
puesto en vez de su pastor legal.»
Ignoro
si calló o si más nos dijo,
tan
lejos se encontraba de nosotros;
esto
escuché y me agrada el recordarlo.
Y
aquel que en todo trance me ayudaba
dijo:
«Vuélvete aquí y mira esos dos
que
vienen dando muerdos a la acidia.»
Detrás
todos decían: «Antes muerto
estuvo
el pueblo a quien el mar se abriera,
de
que el Jordán su descendencia viese.
Y
aquellos que la suerte no sufrieron
del
vástago de Anquises hasta el fin,
a
una vida sin gloria se ofrecieron.»
Luego
cuando esas sombras tan lejanas
estaban,
que ya verse no podían,
se
me introdujo un nuevo pensanmiento,
del
que nacieron otros y diversos;
y
tanto de uno en otro divagaba,
que
por divagación cerré los ojos,
y
en sueño convertí mi pensamiento.
CANTO
XIX
Cuando
el calor diurno no consigue
hacer
ya tibio el frío de la luna,
por
la tierra vencido y por Saturno,
-que
es cuando los geomantes la Fortuna
Mayor
ven en oriente antes del alba,
surgir
por vía oscura poco tiempo-
me
llegó en sueños una tartamuda,
bizca
en los ojos, y en los pies torcida,
descolorida
y con las manos mancas.
Yo
la miraba; y como el sol conforta
los
fríos miembros que la noche oprime,
así
mi vista le volvía suelta
la
lengua, y bien derecha la ponía
al
poco, y su semblante desmayado,
como
quiere el amor, coloreaba.
Después
de haberse en el hablar soltado,
a
cantar comenzó, tal que con pena
habría
de ella apartado mi mente.
«Yo
soy -cantaba- la dulce sirena,
que
en la mar enloquece a los marinos;
tan
grande es el placer que da el oírme.
Yo
aparté a Ulises de su incierta ruta
con
mi cantar; y quien se me habitúa,
raramente
me deja: ¡Así lo atraigo!»
Aún
no se había cerrado su boca,
cuando
yo vi una dama santa y presta
al
lado de mí para confundirla.
«Oh,
Virgilio, Virgilio, ¿quién es ésta?»
-fieramente
decía,---; y él llegaba
en
la honesta fijándose tan sólo.
Cogió
a la otra, y le abrió por delante,
rasgándole
el traje, y mostrándole el vientre;
me
despertó el hedor que desprendía.
Miré,
y el buen maestro: «¡Al menos tres
voces
te he dado! ---dijo-, ven, levanta;
hallaremos
la entrada para que entres.»
Me
levanté, y estaban ya colmados
de
pleno día el monte y sus recintos;
con
sol nuevo a la espalda caminábamos.
Siguiéndole,
llevaba la cabeza
tal
quien de pensanúentos va cargado,
que
hace de sí un medio arco de puente;
Cuando
escuché «Venid, aquí se cruza»
dicho
de un modo suave y benigno,
que
no se escucha en esta mortal marca.
Con
alas, que de cisne parecían,
arriba
nos condujo quien hablaba
entre
dos caras del duro macizo.
Movió
luego las plumas dando aire,
Qui
lugent afirmando ser dichosos,
pues
tendrán dueña el alma del consuelo.
«¿Qué
tienes que a la tierra sólo miras?»
mi
guía comenzó a decirme, apenas
sobrepasados
fuimos por el ángel.
Y
yo: «Me hace marchar con tantas dudas
esa
nueva visión, que a ella me inclina,
y
no puedo apartar del pensamiento.»
«Has
visto --dijo- aquella antigua bruja
por
quien se llora encima de nosotros;
y
cómo de ella el hombre se libera.
Bástete
así, y camina más aprisa;
vuelve
la vista al reclamo que mueve
el
rey eterno con las grandes ruedas.»
Cual
primero el halcón sus patas mira,
y
luego vuelve al grito, y se apresura
por
afán de la presa que le llama,
así
hice yo; y así, cuanto se parte
la
roca por dar paso a aquel que sube,
anduve
hasta llegar donde se cruza.
Cuando
en el quinto círculo hube entrado,
vi
por aquel a gentes que lloraban,
tumbados
en la tierra boca abajo.
Adhaesit
pavimento anima mea'
oí
decir con tan altos suspiros,
que
apenas se entendían las palabras.
«Oh
elegidos de Dios, cuyos sufrires
justicia
y esperanza hacen más blandos,
hacia
la alta subida dirigirnos.»
«Si
venís de yacer aquí librados,
y
queréis pronto hallar vuestro camino,
llevad
siempre por fuera la derecha.»
Así
rogó el poeta, y contestado
fue
así poco delante de nosotros; y yo
descubrí
en el hablar a un escondido;
y
a los de mi sefíor volví los ojos:
él
asintió con ceño placentero,
a
aquello que mi vista le pedía.
Luego
que pude hacer lo que gustaba,
me
puse sobre aquella criatura,
cuyas
palabras mi atención movieron,
«Alma
---diciendo-- en cuyo llanto eso
que
no puede volver a Dios madura,
deja
un poco por mí el mayor cuidado.
¿Quién
fuisteis, y por qué vuelta la espalda
tenéis
arriba.P ¿Quieres que te pida
algo
de allí de donde vengo vivo?»
Y
él me dijo: «El porqué nuestras espaldas
vuelve
el cielo hacia sí, sabrás; mas antes
scías
quod ego fui succesor Petri
Entre
Siestri y Chiavani va corriendo
un
río hermoso, y en su nombre tiene
el
título mi estirpe más preciado.
Cómo
pesa el gran manto a quien lo guarda
del
fango, provee un mes y poco más;
plumas
parecen todas otras cargas.
Mi
conversión tardía fue, ¡Ay de mí!;
pero
cuando elegido fui romano
pastor,
vi que la vida era mentira.
Vi
que allí el corazón no se aquietaba,
ni
subir más podía en esa vida;
por
lo cual me encendí de amor por ésta.
Hasta
aquel punto, mísera, apartada
de
Dios estuvo mi alma avariciosa;
y,
como ves, aquí estoy castigado.
Lo
que hace la avaricia, se declara
en
la purga del alma convertida;
no
hay en el monte más amarga pena.
Y
como nuestros ojos no pusimos
en
alto, fijos sólo en lo terreno,
la
justicia en la tierra aquí los clava.
Y
como la avaricia a cualquier bien
apagó
nuestro amor, y nuestras obras
se
perdieron, nos tiene la Justicia
de
pies y manos presos y amarrados:
y
cuanto le complazca al justo Sir
inmóviles,
tumbados estaremos».
Me
había arrodillado y quise hablarle;
mas
cuanto comencé, y él se dio cuenta,
de
mi respeto, sólo al escucharle,
«¿Por
qué te inclinas ---dijo- de ese modo?»
y
le dije: «Por vuestra dignidad
estar
de pie me impide mi conciencia.»
«¡Endereza
las piernas y levanta,
hermano!
-respondió--, no te equivoques:
de
un poder mismo todos somos siervos.
Y
si aquel santo evangélico texto
que
dice necque nubent, entendiste,
comprenderás
por qué hablo de este modo
Ahora
vete, no quiero que te pares
más,
pues turbas mi llanto con tu estancia,
con
el cual se madura lo que has dicho.
Tan
sólo una sobrina, Alagia, tengo,
buena
de suyo, si es que nuestra casa
no
la haya hecho a su ejemplo malvada;
y
ésta tan sólo de allí me ha quedado.»
CANTO
XX
Contra
un mejor querer otro no lucha;
y
contra mi placer, por complacerle,
saqué
del agua la esponja aún sedienta.
Eché
a andar y mi guía echó a andar por los
lugares
libres, siguiendo la roca,
cual
pegados de un muro a las almenas;
pues
la gente que vierte gota a gota
por
los ojos el mal que el mundo llena,
al
borde se acercaba demasiado.
¡Maldita
seas tú, oh antigua loba,
que
más que el resto de las bestias matas,
a
causa de tus hambres desmedidas!
¡Oh,
cielo, que se cree que cuando gira
puede
cambiar las leyes de aquí abajo!,
¿cuándo
vendrá quien a ésta le haga huir?
A
paso lento y corto caminábamos,
atento
yo a las sombras, que sentía
llorar
piadosamente y lamentarse
y
por ventura oí. «¡Dulce María!»
clamar
así en el llanto ante nosotros,
como
hace una mujer que esté pariendo;
y
que seguía- «Fuiste tú tan pobre
cuanto
se puede ver por el cobijo
donte
tu santa carga depusiste.»
Oí
seguidamente: «Oh buen Fabricio,
antes
virtud quisiste en la pobreza,
que
gran riqueza poseer vicioso.»
Estas
palabras tanto me placían,
que
avancé un poco más por conocer
a
aquel que parecía proferirlas.
Aquel
hablaba aún del generoso
trato
de Nicolás con las doncellas
para
guardar su juventud honesta.
«Oh
espíritu que tanto bien proclamas,
dime
quién fuiste --dije y por qué sólo
repites
estas dignas alabanzas.
No
quedarán tus palabras sin premio,
si
vuelvo a completar la corta senda,
de
aquella vida que al término vuela.»
Y
aquél: «Te lo diré, no porque espere
consuelo
en ello, sino porque tanta
gracia
en ti luce aun antes de estar muerto.
Yo
fui raíz de aquella mala planta
que
la tierra cristiana ha ensombrecido,
tal
que buen fruto rara vez se coge.
Mas
si Duay y Gante, Lila y Brujas
pudieran,
su venganza encontrarían;
yo
la suplico a aquel que todo juzga.
Hugo
Capeto fui llamado abajo;
de
mí nacieron Felipes y Luises
por
quien Francia regida fue de nuevo.
De
un carnicero de París fui hijo:
al
extinguirse ya los viejos reyes,
salvo
el que en paños grises envolvieron,
me
encontré entre las manos con las riendas
del
gobierno, y con tanto poderío
adquirido,
y con tantos partidarios,
que
a la corona viuda promovida
fue
la cabeza de mi hijo, el cual
hizo
nacer los consagrados huesos.
Mientras
que la gran dote de Provenza
no
quitó la vergüenza de mi estirpe,
valía
poco, pero mal no hacía.
Allí
empezó con fuerza y con mentira
su
rapiña; mas luego, por enmienda,
Ponthieu
tomó, Gascuña y Normandía.
Carlos
a Italia vino y, por enmienda,
víctima
hizo a Corradino; y luego
a
Tomás, por enmienda, empujó al cielo.
Un
tiempo veo, no muy lejos de ese,
en
que saldrá de Francia aún otro Carlos,
para
que sepan más de él y los suyos.
Sale
sin armas, con la lanza sólo
con
la que judas contendió, y la clava
en
Florencia, y el vientre le desgarra.
Tierras
no, mas pecados y deshonra,
para
él adquirirá, tanto más graves,
cuanto
más leve el daño le parezca.
A
otro, que sale preso de una nave,
a
su hija vender regateando
veo
cual los corsarios las esclavas.
¡Oh
avaricia! ¿qué más hacer puedes,
si
de mi sangre así te has adueñado,
que
no se cuida de su propia carne?
Por
remediar lo hecho y lo futuro,
veo
en Anagi entrar la flor de lis,
y
en su vicario hacer cautivo a Cristo.
Le
veo nuevamente escarnecido;
hiel
y vinagre renovar le veo,
y
entre vivos ladrones darle muerte.
Veo
al nuevo Pilatos tan cruel,
que
no le sacia esto, y sin decreto
lleva
las velas avaras al Templo.
¿Cuándo
podré alegrarme, Señor mío,
mirando
la venganza que, escondida,
hace
dulce el secreto de tu ira?
Lo
que decía de la única esposa
del
Espíritu Santo, y que te hizo
volverte
a mí para que te explicara,
la
letanía es de nuestras preces
mientras
el día dura; y cuando marcha
es
un contrario son el que entonarnos.
A
Pigmalión recordarnos entonces,
a
quien traidor, ladrón y parricida
hizo
su desmedido afán de oro;
y
del avaro Midas la miseria,
que
siguió a su pedir desmesurado,
que
será bueno reírla por siempre;
al
loco Acán después nos referimos,
cómo
robó el botín, tal que la ira
de
Josué parece que aún le muerda.
A
Safira acusamos y al marido;
de
Eliodoro las coces alabamos;
y
gira en todo el monte por su infamia.
Polinestor
que mató a Polidoro;
y
para terminar se grita: "Craso
di,
¿cómo sabe el oro, pues lo sabes?"
Así
habla en alto el uno, en bajo el otro;
según
la fuerza que nos espolea
a
andar a paso lento o más ligero:
Mas
proclamando la virtud diurna
no
era el único; sólo que aquí cerca
la
voz no levantaba ningún otro.»
Nos
habíamos ya ido de su lado,
procurando
avanzar en el camino
lo
que nuestros recursos permitían,
cuando
escuché, como si algo se hundiera,
temblar
el monte, y me asaltó tal frío
como
le asalta a aquel que va a la muerte.
De
cierto no tembló tan fuerte Delos,
antes
de que Latona hiciera el nido,
para
alumbrar del cielo los dos ojos.
Luego
un clamor se oyó por todas partes
tal,
que el maestro se volvió hacia mí
«Mientras
te guíe --dijo- no te asustes.»
Gloria
in excelsis todos deo
decían,
por lo que escuché, de cerca,
y
pude comprender lo que gritaban.
Suspendidos
e inmóviles estábamos,
igual
que los pastores al oírlo,
hasta
que terminó el temblor y el canto.
Luego
seguimos nuestra santa ruta,
viendo
yacer las sombras por la tierra,
vueltas
de nuevo al llanto acostumbrado.
Con
tanta guerra nunca la ignorancia
de
conocer me hizo deseoso,
si
es que no se equivoca mi memoria,
cuanta
creí tener, pensando, entonces;
ni
a preguntar osaba por la prisa,
ni
comprendía nada por mí mismo:
y
marchaba asustado y pensativo.
CANTO
XXI
Esa
sed natural que no se aplaca
sino
con aquel agua que la joven
samaritana
pidió como gracia,
me
apenaba, y punzábarne la prisa
por
la difícil senda tras mi guía
doliéndome
con la justa venganza.
Y
he aquí que, como escribe Lucas
que
a dos en el camino vino Cristo,
salido
de la boca del sepulcro,
apareció
una sombra detrás de nosotros,
al
pie mirando la turba yacente;
y
antes de percatamos de él, nos dijo:
«Oh
hermanos míos, Dios os de la paz».
Nos
volvimos de súbito, y Virgilio
le
devolvió el saludo que se debe.
Dijo
después: «En la corte beata,
en
paz te ponga aquel veraz concilio,
que
en el exilio eterno me relega.»
«¡Cómo!
-nos dijo, caminando aprisa-:
¿si
sombras sois que aquí Dios no destina,
quién
os ha hecho subir por su escalera?»
Y
mi doctor: «Si miras las señales
que
éste lleva, y que un ángel ha marcado
verás
que puede irse con los buenos.
Mas
como la que hila día y noche
no
le había acabado aún la husada
que
Cloto impone y a todos apresta,
su
alma, que es hermana de las nuestras,
subiendo
no podía venir sola,
porque
no puede ver como nosotros.
Y
me sacaron de la gran garganta
infernal,
para guiarle, y guiarele
hasta
donde mi escuela pueda hacerlo.
Mas,
si lo sabes, dime, ¿por qué tales
sacudidas
dio el monte, y por qué a una
parecieron
gritar hasta su base.?»
Así
dio, preguntando, en todo el blanco
de
mi deseo, y con las esperanzas
aquella
sed sentí más satisfecha.
Y
aquel dijo: «No hay cosa que sin orden
pase
en la santidad de la montaña,
o
que suceda fuera de costumbre.
De
toda alteración esto está libre:
uno
que el cielo dio y que en él recibe
puede
ser la razón, y no otra causa.
Porque
la lluvia, el granizo, la nieve,
el
rocío y la escarcha más arriba
no
caen de la escalera de tres gradas;
nubes
espesas no hay ni enrarecidas,
ni
rayos, ni la hija de Taumente,
que
abajo cambia a menudo de sitio;
no
sigue el viento seco más arriba
que
la más alta de las escaleras,
donde
se sienta el vicario de Pedro.
Acaso
tiemble abajo, poco o mucho,
mas
por mucho que el viento allá se esconda,
no
sé cómo, aquí arriba nunca tiembla.
Tiembla
cuando algún alma ya limpiada
se
siente, y se levanta o se encamina
para
subir; y tal grito la sigue.
Da
prueba ese deseo de estar limpia,
que,
libre ya para mudar de sitio,
toma
al alma y la empuja con deseo.
Antes
lo quiso, y lo impidió el talento
pues
contra ese deseo, la Justicia,
como
fue en el pecar, pone al castigo.
Y
yo que en estas penas he yacido
más
de quinientos años, sólo ahora
anhelo
libremente un mejor solio:
por
eso el terremoto y los piadosos
espíritus
oisteis, alabando
a
aquel Señor, que pronto los reclame.»
Así
nos dijo; y tal como disfruta
más
del beber quien tiene sed más grande,
no
podría explicar mi gran contento.
Y
el sabio guía: «Ya comprendo ahora
la
red que os prende y cómo deslazarla,
y
por qué hay regocijos y temblores.
Ahora
quién fuiste plázcate contarme,
y
por qué tantos siglos has yacido
aquí,
muéstramelo con tus palabras.»
«En
la edad que el buen Tito, con la ayuda
del
sumo rey, vengó los agujeros
de
aquella sangre por Judas vendida,
con
el nombre que más dura y más honra
vivía
yo» -repuso aquel espíritu-
ya
bastante famoso, mas sin fe.
Tan
grande fue lo dulce de mi canto,
que,
tolosano, a Roma me trajeron,
y
merecí con mirto honrar mis sienes.
Por
Estacio aún la gente me conoce:
canté
de Tebas y del gran Aquiles;
mas
quedó en el camino la segunda.
Semilla
de mi ardor fueron las ascuas,
que
me quemaron, de la llama santa
en
que han sido encendidos más de miles;
de
la Eneida te hablo, la cual madre
me
fue, y me fue nodriza en la poesía:
sin
ella no valdría ni un adarme.
Y
por haber vivido cuando allí
vivió
Virgilio, un sol consentiría
más
del debido aún antes de marcharme.»
Se
volvió a mí Virgilio a estas palabras
con
rostro que, callando, dijo: «Calla»;
mas
la virtud no puede cuanto quiere,
que
risa y llanto siguen tan de cerca
la
pasión que genera a cada uno,
que
al querer menos sigue en los sinceros.
Así
que sonreí como al secreto;
y
se calló la sombra, y me miró
los
ojos que revelan más el alma;
y:
«así tanto trabajo en bien acabe
-dijo-
¿por qué hace un rato tu semblante
me
ha mostrado un relámpago de risa?»
Ahora
estaba cogido por dos partes
una
me hace callar, la otra me pide
que
hable; y yo suspiro y me comprende
mi
maestro, y «No tengas ningún miedo
de
hablar --me dice-; háblale y revela
lo
que con tanto afán ha preguntado»
Por
lo que yo: «Quizás te maravilles
de
por qué me reí, oh antiguo espíritu,
pero
aún quedarás más admirado.
Este
que arriba guía mi mirada,
es
el mismo Virgilio, en quien las fuerzas
tomaste
de cantar dioses y héroes.
Si
de otra causa pareció mi risa,
olvídala
por falsa, y sólo vino
de
las palabras que le prodigaste.»
Para
abrazar los pies ya se inclinaba
a
mi doctor, más él le dijo: «Hermano,
no
lo hagas, porque somos los dos sombras.»
Y
él alzando: «Ahora puedes comprender
la
cantidad de amor en que me enciendes,
cuando
olvido que somos cosas vanas,
y
trato como sólidas las sombras.»
CANTO
XXII
Ya
el ángel se quedó tras de nosotros,
aquel
que al sexto círculo nos trajo,
una
señal quitando de mi frente;
y
a los que tienen ansias de justicia
llamó
beatos, pero sus palabras
hasta
el sitiunt, no más, lo proclamaron.
Y
yo más leve que en los otros pasos
caminaba,
tal que sin pena alguna
seguía
a los espíritus veloces;
cuando
Virgilio comenzó: «El Amor
prendido
en la virtud, siempre a otro prende
con
tal de que su llama manifieste;
desde
el punto en que vino con nosotros
Juvenal
hasta el limbo del infierno,
y
cuánto te admiraba me dijera,
yo
fui contigo tan benevolente
como
nunca con alguien que no has visto,
y
esta escalera me parece corta.
Pero
dime, y perdona como amigo
si
excesiva confianza alarga el freno,
y
como amigo explícame la causa:
cómo
pudo encontrar dentro de ti
un
sitio la avaricia, junto a tanto
saber
que por estudios poseías?»
A
Estacio estas palabras le causaron
primero
una sonrisa, luego dijo:
«Me
prueba tu cariño lo que dices.
En
verdad muchas veces pasan cosas
que
dan materia falsa a nuestras dudas,
porque
la causa cierta está escondida.
Tu
pregunta me muestra que pensabas
que
en la otra vida hubiera sido avaro,
acaso
pues me viste en aquel círculo.
Sabe
pues que alejado de avaricia
fui
demasiado; y esta desmesura
miles
de lunas castigada ha sido.
Y
si el rumbo no hubiese enderezado,
al
comprender allí donde escribías,
casi
irritado con el ser del hombre,
«¿Por
dónde no conduces tú, maldita
hambre
de oro, el afán de los mortales?»
en
los tristes torneos diera vueltas.
Supe
entonces que mucho abrir las alas
puede
gastar las manos, y de esa
falta
me arrepentí cual de las otras.
¿Cuántos
renacerán todos pelados
por
ignorancia, pues quien peca en esto,
ni
en vida, ni al extremo se arrepiente?
Y
sabrás que la culpa que replica,
y
diametral se opone a algún pecado,
juntamente
con él su verdor seca;
por
lo cual si con esa gente estuve
que
llora la avaricia, por purgarme
justo
de lo contrario me encontraba.»
«Cuando
contaste las peleas crueles
de
la doble tristeza de Yocasta
-dijo
el cantor de bucólicos versos-
por
aquello que te inspirara Clío,
no
parece que fueses todavía
fiel
a la fe sin la que el bien no basta.
Si
esto es así, ¿qué sol, qué luminarias,
disipando
la sombra, enderezaron
detrás
del pescador luego tus velas?»
Y
aquél a éste: «Tú me dirigiste
a
beber en las grutas del Parnaso;
y
luego junto a Dios me iluminaste.
Hiciste
como aquél que va de noche
con
una luz detrás, que a él no le sirve,
mas
hace tras de sí a la gente sabia,
cuando
dijiste: «El siglo se renueva,
y
el primer tiempo y la justicia vuelven,
nueva
progenie de los cielos baja.»
Por
ti poeta fui, por ti cristiano:
mas
para ver mejor lo que dibujo,
para
darle color la mano extiendo.
Preñado
estaba el mundo todo entero
de
la fe verdadera, que sembraron
los
mensajeros del eterno reino,
y
tus palabras que antes he citado
con
las prédicas nuevas concordaban;
y
tomé por costumbre el visitarles.
Tan
santos luego fueron pareciendo,
que
en la persecución de Domiciano,
sin
mis lágrimas ellos no lloraban;
y
mientras que en mi mano hacerlo estuvo
les
ayudaba, y con sus rectas vidas
me
hicieron despreciar toda otra secta.
Y
antes de poetizar sobre los griegos
y
sobre Tebas, tuve mi bautismo;
pero
por miedo fui un cristiano oculto,
mostrándome
pagano mucho tiempo;
y
esa tibieza en el recinto cuarto
me
recluyó por más de cuatro siglos.
Tú
pues, que ya este velo has levantado
que
me escondía cuanto bien he dicho,
mientras
que de subir nos ocupamos,
dónde
está, dime, aquel Terencia antiguo,
Varrón,
Plauto, Cecilio, si lo sabes:
y
si están condenados y en qué círculo.»
Esos
y Persio, y yo, y bastantes otros
-le
respondió- se encuentran con el Griego
a
quien las musas más amamantaron,
en
el primer recinto de la cárcel;
y
hablarnos muchas veces de aquel monte
donde
nuestras nodrizas se hallan siempre.
También
están Simónides y Eurípides,
Antifonte,
Agatón y muchos otros
griegos
que de laureles se coronan.
Allí
se ven aquellas gentes tuyas,
Antígona,
Deífile y Argía
y
así como lo fue de triste, a Ismene.
Vemos
a aquella que mostró Langía,
a
Tetis y la hija de Tiresias,
y
a Deidamia con todos sus hermanos.»
Ya
se callaban ambos dos poetas,
de
nuevo atentos a mirar en torno,
ya
libres de subir y de paredes;
y
habían cuatro siervas ya del día
atrás
quedado, y al timón la quinta
enderezaba
a lo alto el carro ardiente,
cuando
mi guía: «Creo que hacia el borde
volver
el hombro diestro nos conviene,
dando
la vuelta al monte cual solemos. »
Así
fue nuestro guía la costumbre,
y
emprendimos la ruta más tranquilos
pues
lo aprobaba aquel alma tan digna.
Ellos
iban delante, y solitario
yo
detrás, escuchando sus palabras,
que
en poetizar me daban su intelecto.
Mas
pronto rompió las dulces razones
un
árbol puesto en medio del camino,
con
manzanas de olor bueno y suave;
y
así corno el abeto se adelgaza
de
rama en rama, aquel abajo hacía,
para
que nadie, pienso, lo subiera.
Del
lado en que el camino se cortaba,
caía
de la roca un licor claro,
que
se extendía por las hojas altas.
Al
árbol se acercaron los poetas;
y
una voz desde dentro de la fronda
gritó:
«Muy caro cuesta este alimento.»
«Más
pensaba María en que las bodas
-siguió-
fueran honradas, que en su boca,
esa
que ahora intercede por vosotros.
Las
antiguas romanas sólo agua
bebían;
y Daniel, que despreciaba
el
alimento, conquistó la ciencia.
La
edad primera, bella como el oro,
hizo
con hambre gustar las bellotas,
y
néctar con la sed cualquier arroyo.
Miel
y langostas fueron las viandas
que
en el yermo nutrieron al Bautista;
por
lo cual es tan grande y tan glorioso
como
en el Evangelio se demuestra.»
CANTO
XXIII
Mientras
los ojos por la verde fronda
fijaba
de igual modo que quien suele
del
pajarillo en pos perder la vida,
el
más que padre me decía: «Hijo,
ven
pronto, pues el tiempo que nos dieron
más
útilmente aprovechar se debe.»
Volví
el rostro y el paso sin tardarme,
junto
a los sabios, que en tal forma hablaban,
que
me hicieron andar sin pena alguna.
Y
en esto se escuchó llorar y un canto
labia
mea domine, en tal modo,
cual
si pariera gozo y pesadumbre.
«Oh
dulce padre, ¿qué es lo que ahora escucho?»,
yo
comencé; y él: «Sombras que caminan
de
sus deudas el nudo desatando.»
Como
los pensativos peregrinos,
al
encontrar extraños en su ruta,
que
se vuelven a ellos sin pararse,
así
tras de nosotros, más aprisa,
al
llegar y pasamos, se asombraba
de
ánimas turba tácita y devota.
Todos
de ojos hundidos y apagados,
de
pálidos semblantes, y tan flacos
que
del hueso la piel tomaba forma.
No
creo que a pellejo tan extremo
seco,
hubiese llegado Erisitone,
ni
cuando fue su ayuno más severo.
Y
pensando decíame: «¡Aquí viene
la
gente que perdió Jerusalén,
cuando
María devoró a su hijo!
Parecían
sus órbitas anillos
sin
gemas: y quien lee en la cara "omo"
bien
podría encontrar aquí la eme.
¿Quién
pensaría que el olor de un fruto
tal
hiciese, el anhelo produciendo,
o
el de una fuente, no sabiendo cómo?
Maravillado
estaba de tal hambre,
pues
la razón aún no conocía
de
su piel escarnada y su flaqueza,
cuando
de lo más hondo de su rostro
fija
su vista me volvió una sombra;
luego
fuerte exclamó: "¿Qué gracia es ésta?"
Nunca
el rostro le hubiese conocido;
pero
en la voz se me hizo manifiesto
lo
que el aspecto había deformado.
Esta
chispa encendió de aquel tan otro rostro
del
todo mi conocimiento,
y
conocí la cara de Forese.»
«Ah,
no te fijes en la seca roña
que
me destiñe -rogaba- la piel,
ni
por la falta de carne que tenga;
dime
en verdad de ti, y de quién son esas
dos
ánimas que allí te dan escolta;
¡no
te quedes aquí sin que me hables!»
«Tu
cara, que lloré cuando moriste,
con
no menos dolor ahora la lloro
-le
respondí- al mirarla tan cambiada.
Pero
dime, por Dios que así os deshoja;
no
pidas que hable, pues estoy atónito;
mal
podrá hablar quien otra cosa quiere.»
Y
él a mí- «Del querer eterno baja
un
efecto en el agua y en el árbol
que
dejasteis atrás, que así enflaquece.
Toda
esta gente que llorando canta,
por
seguir a la gula sin medida,
santa
se vuelve aquí con sed y hambre
De
comer y beber nos da el deseo
el
olor de la fruta y del rocío
que
se extiende por sobre la verdura.
Y
ni un solo momento en este espacio
dando
vueltas, mitiga nuestra pena:
pena
digo y debiera decir gozo,
que
aquel deseo al árbol nos conduce
donde
Cristo gozoso dijo 'Eli',
cuando
nos redimió la sangre suya.»
Yo
contesté: «Forese, desde el día
que
el mundo por mejor vida trocaste,
cinco
años aún no han transcurrido.
Si
antes se terminó el que tú pudieras
pecar
aún más, de que llegase la hora
del
buen dolor que a Dios volver nos hace,
¿cómo
es que estás arriba ya tan pronto?
Yo
pensaba encontrarte allí debajo,
donde
el tiempo con tiempo se repara.»
Y
él respondió: «Tan pronto me ha logrado
que
beba el dulce ajenjo del martirio
mi
Nela con su llanto sin fatiga.
Con
devotas plegarias y suspiros
me
trajo de la playa en que se espera,
y
me ha librado de los otros círculos.
Tanto
más cara a Dios y más dilecta
es
mi viudita, a la que tanto amaba,
cuanto
en su bien obrar está más sola;
puesto
que la Barbagia de Sicilia
es
más púdica ya con sus mujeres
que
la Barbagia en donde la he dejado.
Dulce
hermano ¿qué quieres que te diga?
Ya
presiento unos tiempos venideros
de
que esta hora ya no está lejana,
en
que será en el púlpito vedado
el
que las descaradas florentinas
vayan
mostrando en público las tetas.
¿Qué
bárbara hubo nunca o musulmanas
que
precisaran para andar cubiertas
disciplina
en el alma o de las otras?
Mas
si supieran esas sinvergüenzas
lo
que veloz el cielo les depara,
ya
para aullar sus bocas abrirían;
pues
si el vaticinar aquí no engaña,
sufrirán
antes de que crezca el bozo
a
los que ahora con nanas consuelan.
Ahora
ya no te escondas más, oh hermano,
que
no sólo yo, más toda esta gente,
mira
el lugar donde la luz no pasa.»
Por
lo que yo le dije: «Si recuerdas
lo
que fui para ti, y para mi fuiste,
aún
será triste el recordar presente.
De
aquella vida me sustrajo aquel
que
va delante, el otro día, cuando
redonda
se mostró la hermana de ese
--señalé
el sol. Y aquél por la profunda
noche
llevóme de los muertos ciertos
con
esta carne cierta que le sigue.
De
allí con sus auxilios me ha traído,
subiendo
y rodeando la montaña,
que
os endereza a los que el mundo tuerce.
Dice
que habrá de hacerme compañía
hasta
que esté donde Beatriz se encuentra;
allí
es preciso que sin él me quede.
Virgilio
es quien tal cosa me ha contado
-y
se lo señalé-; y aquél la sombra
por
quien se ha conmovido cada cuesta
de
vuestro reino del que ya se marcha.»
CANTO
XXIV
Ni
hablar a andar, ni andar a aquel más lento
hacía,
mas hablando a prisa íbamos
cual
nao que empuja un viento favorable;
y
las sombras, más muertas pareciendo,
admiración
ponían en las cuencas
de
los ojos, sabiendo que vivía.
Y
yo, continuando mis palabras
dije:
«Y asciende acaso más despacio
de
lo que en otro momento lo haría.
Mas
dime de Piccarda, si es que sabes;
y
dime si estoy viendo a alguien notable
entre
esta gente que así me contempla.»
«Mi
hermana, que entre hermosa y entre buena
no
sé qué fuera más, alegre triunfa
en
el Olimpo ya de su corona.»
Dijo
primero; y luego: «Aquí podemos
a
cualquiera nombrar pues tan mudado
nuestro
semblante está por la abstinencia.
Ese
-y le señaló- es Bonagiunta,
Bonagiunta
de Lucca; y esa cara
a
su lado, cosida más que otras.
tuvo
la santa iglesia entre sus brazos:
nació
en Tours, y aquí purga con ayunos
el
vino y las anguilas de Bolsena.»
Uno
por uno a muchos me nombró;
y
al nombrarles contentos parecían,
y
no vi ningún gesto de tristeza.
Vi
por el hambre en vano usar los dientes
a
Ubaldín de la Pila y Bonifacio,
que
apacentara a muchos con su torre.
Vi
a Maese Marqués, que ocasión tuvo
de
beber en Forlí sin sequedades,
y
que nunca veíase saciado.
Mas
como hace el que mira y luego aprecia
más
a uno que otro, hice al luqués,
que
de mí más curioso parecía.
él
murmuraba, y no sé que «Gentucca»
sentía
yo, donde él sentía la plaga
de
la justicia que así le roía.
«Alma
-dije- que tal deseo muestras
de
hablar conmigo, hazlo claramente,
y
a los dos satisfaz con tus palabras.»
«Hay
nacida, aún sin velo, una mujer
--él
comenzó- que hará que mi ciudad
te
plazca aunque otros muchos la desprecien.
Tú
marcharás con esta profecía:
si
en mi murmullo alguna duda tienes,
la
realidad en claro ha de ponerlo.
Pero
dime si veo a quien compuso
aquellas
nuevas rimas que empezaban:
«Mujeres
que el Amor bien conocéis.»
Y
yo le dije: «Soy uno que cuando
Amor
me inspira, anoto, y de esa forma
voy
expresando aquello que me dicta.»
«¡Ah
hermano, ya comprendo ---dijo- el nudo
que
al Notario, a Guiton y a mí separa
del
dulce estilo nuevo que te escucho!
Bien
veo ahora cómo vuestras plumas
detrás
de quien os dicta van pegadas,
lo
que no sucedía con las nuestras;
y
quien se ponga a verlo de otro modo
no
encontrará ninguna diferencia.»
Y
se calló bastante satisfecho.
Cual
las aves que invernan junto al Nilo,
a
veces en el aire hacen bandadas,
y
luego aprisa vuelan en hilera,
así
toda la gente que allí estaba,
volviendo
el rostro apresuró su paso,
por
su flaqueza y su deseo raudas.
Y
como el hombre de correr cansado
deja
andar a los otros, y pasea
hasta
que calma el resollar del pecho,
dejó
que le pasara la grey santa
y
conmigo detrás vino Forese,
diciendo:
«¿Cuándo te veré de nuevo?»
«No
sé -repuse-, cuánto viviré;
mas
no será mi vuelta tan temprano,
que
antes no esté a la orilla mi deseo;
porque
el lugar donde a vivir fui puesto,
del
bien, de día en día, se despoja,
y
parece dispuesto a triste ruina.»
Y
él: «ánimo, pues veo al más culpable,
arrastrado
a la cola de un caballo
hacia
aquel valle donde no se purga.
La
bestia a cada paso va más rauda,
siempre
más, hasta que ella le golpea,
y
deja el cuerpo vilmente deshecho.
No
mucho han de rodar aquellas ruedas
-y
miró al cielo- y claro habrá de serte
esto
que más no puedo declararte.
Ahora
quédate aquí, que es caro el tiempo
en
este reino, y ya perdí bastante
caminando
contigo paso a paso.»
Como
al galope sale algunas veces
un
jinete del grupo que cabalga,
por
ganar honra en los primeros golpes,
con
pasos aún mayores nos dejó;
y
me quedé con esos dos que fueron
en
el mundo tan grandes mariscales.
Y
cuando estuvo ya tan adelante,
que
mis ojos seguían tras de él,
como
mi mente tras de sus palabras.
vi
las ramas cargadas y frondosas
de
otro manzano, no mucho más lejos
por
haber sólo entonces hecho el giro
Vi
gentes bajo aquel alzar las manos
y
gritar no sé qué hacia la espesura,
como
en vano anhelantes chiquitines
que
piden, y a quien piden no responde,
mas
por hacer sus ganas más agudas,
les
muestra su deseo puesto en alto.
Luego
se fueron ya desengañadas;
y
nos aproximamos al gran árbol,
que
tanto llanto y súplicas desdeña.
«Seguid
andando y no os aproximéis:
un
leño hay más arriba que mordido
fue
por Eva y es éste su retoño.»
Entre
las frondas no sé quién hablaba;
y
así Virgilio, Estacio y yo, apretados
seguimos
caminando por la cuesta.
Decía:
«Recordad a los malditos
nacidos
de las nubes, que, borrachos,
con
dos pechos lucharon con Teseo;
y
a los hebreos, por beber tan flojos,
que
Gedeón no quiso de su ayuda,
cuando
a Madián bajó de las colinas.»
Así
arrimados a uno de los bordes,
oyendo
fuimos culpas de la gula
seguidas
del castigo miserable.
Ya
en la senda desierta, distanciados,
más
de mil pasos nos llevaron lejos,
los
tres mirando sin decir palabra.
«Solos
así los tres ¿qué vais pensando?»,
dijo
una voz de pronto; y me agité
como
un caballo joven y espantado.
Alcé
mi rostro para ver quién era;
y
jamás pude ver en ningún horno
vidrio
o metal tan rojo y tan luciente,
como
a quien vi diciendo: «Si os complace
subir,
aquí debéis de dar la vuelta;
quien
marcha hacia la paz, por aquí pasa.»
Me
deslumbró la vista con su aspecto;
por
lo que me volví hacia mis doctores,
como
el hombre a quien guía lo que escucha.
Y
como, del albor anunciadora,
sopla
y aroma la brisa de mayo,
de
hierba y flores toda perfumada;
yo
así sentía un viento por en medio
de
la frente, y sentí un mover de plumas,
que
hizo oler a ambrosía el aura toda.
Sentí
decir: «Dichosos los que alumbra
tanto
la gracia, que el amor del gusto
en
su pecho no alienta demasiado,
apeteciendo
siempre cuanto es justo.»
CANTO
XXV
Dilación
no admitía la subida;
puesto
que el sol había ya dejado
la
noche al Escorpión, el día al Toro:
y
así como hace aquél que no se para,
mas,
como sea, sigue su camino,
por
la necesidad aguijonado,
así
fuimos por el desfiladero,
subiendo
la escalera uno tras otro,
pues
su estrechez separa a los que suben.
Y
como el cigoñino el ala extiende
por
ganas de volar, y no se atreve
a
abandonar el nido, y las repliega;
tal
mis ganas ardientes y apagadas
de
preguntar; haciendo al fin el gesto
que
hacen aquellos que al hablar se aprestan.
Por
ello no dejó de andar aprisa,
sino
dijo mi padre: «Suelta el arco
del
decir, que hasta el hierro tienes tenso.»
Ya
entonces confiado abrí la boca,
y
dije: «Cómo puede adelgazarse
allí
donde comer no es necesario.»
«Si
recordaras cómo Meleagro
se
extinguió al extinguirse el ascua aquella
-me
dijo- de esto no te extrañarías;
y
si pensaras cómo, si te mueves,
también
tu imagen dentro del espejo,
claro
verás lo que parece oscuro.
Mas
para que el deseo se te aquiete,
aquí
está Estacio; y yo le llamo y pido
que
sea el curador de tus heridas.»
«Si
la visión eterna le descubro
-repuso
Estacio-, estando tú delante,
el
no poder negarme me disculpe.»
Y
después comenzó: «Si mis palabras,
hijo,
en la mente guardas y recibes,
darán
luz a aquel "cómo" que dijiste.
La
sangre pura que no es absorbida
por
las venas sedientas, y se queda
cual
alimento que en la mesa sobra,
toma
en el corazón a cualquier miembro
la
virtud de dar forma, como aquella
que
a hacerse aquellos vase por las venas.
Digerida,
desciende, donde es bello
más
callar que decir, y allí destila
en
vaso natural sobre otra sangre.
Allí
se mezclan una y otra juntas,
una
a sufrir dispuesta, a hacer la otra,
pues
que procede de un lugar perfecto;
y
una vez que ha llegado, a obrar comienza
coagulando
primero, y avivando
lo
que hizo consistente su materia.
Alma
ya hecha la virtud activa
cual
de una planta, sólo diferente
que
una en camino está y otra ha llegado,
sigue
obrando después, se mueve y siente,
como
un hongo marino; y organiza
esas
potencias de las que es semilla.
Aquí
se extiende, hijo, y se despliega
la
virtud que salió del corazón
del
generante, y forma da a los miembros.
Mas
cómo el animal se vuelve hablante
no
puedes ver aún, y uno más sabio
que
tú, se equivocaba en este punto,
y
así con su doctrina separaba
del
alma la posible inteligencia,
por
no encontrarle un órgano adecuado.
A
la verdad que viene abre tu pecho;
y
sabrás que, tan pronto se termina
de
articularle al feto su cerebro,
complacido
el Primer Motor se vuelve
a
esa obra de arte, en la que inspira
nuevo
espíritu, lleno de virtudes,
que
lo que encuentra activo aquí reúne
en
su sustancia, y hace un alma sola,
que
vive y siente y a sí misma mira.
Y
por que no te extrañen mis palabras
mira
el calor del sol que se hace vino,
junto
al humor que nace de las vidas.
Cuando
más lino Laquesis no tiene,
se
suelta de la carne, y virtualmente
lo
divino y lo humano se lo lleva.
Ya
enmudecidas sus otras potencias,
inteligencia,
voluntad, memoria
en
acto quedan mucho más agudas.
Sin
detenerse, por sí misma cae
maravillosamente
en una u otra orilla;
y
de antemano sabe su camino.
En
cuanto ese lugar la circunscribe,
la
virtud formativa irradia en torno
del
mismo modo que en los miembros vivos:
y
como el aire, cuanto está muy húmedo,
por
otro rayo que en él se refleja,
con
diversos colores se engalana;
así
el aire cercano se dispone,
y
en esa misma forma que le imprime
virtualmente
el alma allí parada;
Y
después, a la llama semejante
que
sigue al fuego al sitio donde vaya,
la
nueva forma al espíritu sigue.
Y
como aquí recibe su aparencia,
sombra
se llama; y luego aquí organiza
cualquier
sentido, incluso el de la vista.
Por
esta causa hablamos y reímos;
y
suspiros y lágrimas hacemos
que
has podido sentir por la montaña.
Según
que nos afligen los deseos
y
los otros afectos, toma forma
la
sombra, y es la causa que te admira.»
Y
ya llegado al último tormento
habíamos,
y vuelto a la derecha,
y
estábamos atentos a otras cosas.
Aquí
dispara el muro llamaradas,
y
por el borde sopla un viento a lo alto
que
las rechaza y las aleja de él;
y
por esto debíainos andar
por
el lado de afuera de uno en uno;
y
yo temía el fuego o la caída.
«Por
este sitio -guía iba diciendo-
a
los ojos un freno hay que ponerles,
pues
errar se podría por muy poco.
Summae
Deus Clamentiae en el seno
del
gran ardor oí cantar entonces,
que
no menos ardor dio de volverme;
y
vi almas caminando por las llamas;
así
que a ellas miraba y a mis pasos,
repartiendo
la vista por momentos.
Una
vez que aquel himno terminaron
gritaron
alto: «Virum no cognosco»;
y
el himno repetían en voz baja.
Y
al terminar gritaban: «En el bosque
Diana
se quedó y arrojó a Elice
porque
probó de Venus el veneno.»
Luego
a cantar volvían; y de esposas
y
de maridos castos proclamaban,
cual
la virtud y el matrimonio imponen.
Y
de esta forma creo que les baste
en
todo el tiempo que el fuego les quema:
Con
tal afán conviene y en tal forma
que
la postrera herida cicatrice.
CANTO
XXVI
Mientras
que por la orilla uno tras otro
marchábamos
y el buen maestro a veces
«Mira
--decía- como te he advertido»;
sobre
el hombro derecho el sol me hería,
que
ya, radiando, todo el occidente
el
celeste cambiaba en blanco aspecto;
y
hacía con mi sombra más rojiza
la
llama parecer; y al darse cuenta
vi
que, andando, miraban muchas sombras.
Esta
fue la ocasión que les dio pie
a
que hablaran de mí-, y así empezaron
«Este
cuerpo ficticio no parece»;
luego
vueltos a mí cuanto podían,
se
cercioraron de ello, con cuidado
siempre
de no salir de donde ardiesen.
«Oh
tú que vas, no porque tardo seas,
mas
tal vez reverente, tras los otros,
respóndeme,
que en este fuego ardo.
No
sólo a mí aproveche tu respuesta;
pues
mayor sed tenemos todos de ella
que
de agua fría la India o la Etiopía.
Dinos
cómo es que formas de ti un muro
al
sol, de tal manera que no hubieses
aún
entrado en las redes de la muerte.»
Así
me hablaba uno; y yo me hubiera
ya
explicado, si no estuviese atento
a
otra novedad que entonces vino;
que
por medio de aquel sendero ardiente
vino
gente mirando hacia los otros,
lo
cual, suspenso, me llevó a observarlo.
Apresurarse
vi por todas partes
y
besarse a las almas unas a otras
sin
pararse, felices de tal fiesta;
así
por medio de su hilera oscura
una
a la otra se hocican las hormigas,
por
saber de su suerte o su camino.
En
cuanto dejan la acogida amiga,
antes
de dar siquiera el primer paso,
en
vocear se cansan todas ellas:
la
nueva gente: «Sodoma y Gomorra»;
los
otros: «En la vaca entra Pasifae,
para
que el toro corra a su lujuria.»
Después
como las grullas que hacia el Rif
vuelan
en parte, y parte a las arenas,
o
del hielo o del sol haciendo ascos,
una
gente se va y otra se viene;
vuelven
llorando a sus primeros cantos
y
a gritar eso que más les atañe;
y
acercáronse a mí, como hace poco
esos
otros habíanme rogado,
deseosos
de oír en sus semblantes.
Yo
que dos veces viera su deseo;
«Oh
almas ya seguras --comencé-
de
conseguir la paz tras de algún tiempo,
no
han quedado ni verdes ni maduros
allí
mis miembros, mas aquí los traigo
con
su sangre y sus articulaciones.
Subo
para no estar ya nunca ciego;
una
mujer me obtuvo la merced,
de
venir con el cuerpo a vuestro mundo.
Mas
vuestro anhelo mayor satisfecho
sea
pronto, y así os albergue el cielo
que
lleno está de amor y más se espacia,
decidme,
a fin de que escribirlo pueda,
quiénes
seáis, y quién es esa turba
que
se marchó detrás a vuestra espalda.»
No
de otro modo estúpido se turba
el
montañés, y mira y enmudece,
cuando
va a la ciudad , rudo y salvaje,
que
en su apariencia todas esas sombras;
más
ya de su estupor recuperadas,
que
de las altas almas pronto sale,
«¡Dichoso
tú que de nuestras regiones
-volvió
a decir aquel que habló primero-,
para
mejor morir sapiencia adquieres!
La
gente que no viene con nosotros,
pecó
de aquello por lo que en el triunfo
César
oyó que "reina" lo llamaban:
por
eso vanse gritando "Sodoma",
reprobándose
a sí, como has oído,
con
su vergüenza el fuego acrecentando.
Hermafrodita
fue nuestro pecado;
y
pues que no observamos ley humana,
siguiendo
el apetito como bestias,
en
nuestro oprobio, por nosotros se oye
cuando
partimos el nombre de aquella
que
en el leño bestial bestia se hizo.
Ya
sabes nuestros actos, nuestras culpas:
y
si de nombre quieres conocemos,
decirlo
no sabría, pues no hay tiempo.
Apagaré
de mí, al menos, tus ganas:
Soy
Guido Guinizzelli, y aquí peno
por
bien antes del fin arrepentirme.»
Igual
que en la tristeza de Licurgo
hicieron
los dos hijos a su madre,
así
hice yo, pero sin tanto ímpetu,
cuando
escuché nombrarse él mismo al padre
mío
y de todos, el mejor que rimas
de
amor usaron dulces y donosas;
y
pensativo, sin oír ni hablar,
contemplándole
anduve un largo rato,
mas,
por el fuego, sin aproximarme.
Luego
ya de mirarle satisfecho,
me
ofrecí enteramente a su servicio
con
juramentos que a otros aseguran.
y
él me dijo: «Tú dejas tales huellas
en
mí, por lo que escucho, y tan palpables,
que
no puede borrarlas el Leteo.
Mas
si en verdad juraron tus palabras,
dirne
por qué razones me demuestras
al
mira.rme y hablarme tanto aprecio.»
Y
yo le dije: «Vuestros dulces versos,
que,
mientras duren los modernos usos,
harán
preciada aun su misma tinta.»
«Oh
hermano --dijo,-, ése que te indico
-y
señaló un espíritu delante-
fue
el mejor artesano de su lengua.
En
los versos de amor o en narraciones
a
todos superó; y deja a los tontos
que
creen que el Lemosín le aventajaba.
A
las voces se vuelven, no a lo cierto,
y
su opinión conforman de este modo
antes
de oír a la razón o al arte.
Así
hicieron antaño con Guittone,
de
voz en voz corriendo su alabanza,
hasta
que la verdad se ha impuesto a todos.
Ahora
si tienes tanto privilegio,
que
lícito te sea ir hasta el claustro
del
colegio del cual abad es Cristo,
de
un padre nuestro dile aquella parte,
que
nos es necesaria en este mundo,
donde
poder pecar ya no es lo nuestro.»
Luego
tal vez por dar cabida a otro
que
cerca estaba, se perdió en el fuego,
como
en el agua el pez que se va al fondo.
Yo
me acerqué a quien antes me indicara,
y
dije que a su nombre mi deseo
un
sitio placentero disponía.
Y
comenzó a decirrne cortésmente:
«Tan
m'abelfis vostre cortes deman,
qu'ieu
non me puesc ni voil a vos cobrire.
Ieu
sui Arnaut, que plor e vau cantan;
consiros
vei la passada folor,
a
vei jausen lo joi que'esper, denan.
Ara
voz prec, per aquella valor
que
vos guida al som de l'escalina,
sovenha
vos a temps de ma dolor.»
Luego
se hundió en el fuego que le salva.
CANTO
XXVII
Igual
que vibran los primeros rayos
donde
esparció la sangre su Creador,
cayendo
el Ebro bajo la alta Libra,
y
a nona se caldea el agua al Ganges,
el
sol estaba; y se marchaba el día,
cuando
el ángel de Dios alegre vino.
Fuera
del fuego sobre el borde estaba
y
cantaba: «¡Beati mundi cordi!»
con
voz mucho más viva que la nuestra.
Luego:
«Más no se avanza, si no muerde
almas
santas, el fuego: entrad en él
y
escuchad bien el canto de ese lado.»
Nos
dijo así cuanto estuvimos cerca;
por
lo que yo me puse, al escucharle,
igual
que aquel que meten en la fosa.
Por
protegerme alcé las manos juntas
en
vivo imaginando, al ver el fuego,
humanos
cuerpos que quemar he visto.
Hacia
mí se volvió mi buena escolta;
y
Virgilio me dijo entonces: «Hijo,
puede
aquí haber tormento, mas no muerte.
¡Acuérdate,
acuérdate! Y si yo
sobre
Gerión a salvo te conduje,
¿ahora
qué haría ya de Dios más cerca?
Cree
ciertamente que si en lo profundo
de
esta llama aun mil años estuvieras,
no
te podría ni quitar un pelo.
Y
si tal vez creyeras que te engaño
vete
hacia ella, vete a hacer la prueba,
con
tus manos al borde del vestido.
Dejón,
depón ahora cualquier miedo;
vuélvete
y ven aquí. seguro entra.»
Y
en contra yo de mi conciencia, inmóvil.
Al
ver que estaba inmóvil y reacio,
dijo
un poco turbado: «Mira, hijo:
entre
Beatriz y tú se alza este muro.»
Corno
al nombre de Tisbe abrió los ojos
Píramo,
y antes de morir la vio,
cuando
el moral se convirtió en bermejo;
así,
mi obstinación más ablandada,
me
volví al sabio guía oyendo el nombre
que
en nú memoria siempre se renueva.
Y
él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo!
¿quieres
quedarte aquí?»; y me sonreía,
como
a un niño a quien vence una manzana.
Luego
delante de mí entró en el fuego,
pidiendo
a Estacio que tras mi viniese,
que
en el largo camino estuvo en medio.
En
el vidrio fundido, al estar dentro,
me
hubiera echado para refrescarme,
pues
tanto era el ardor desmesurado.
Y
por reconfortarme el dulce padre,
me
hablaba de Beatriz mientras andaba:
«Ya
me parece que sus ojos veo.»
Nos
guiaba una voz que al otro lado
cantaba
y, atendiendo sólo a ella,
llegamos
fuera, adonde se subía.
'¡
Venite, benedictis patris mei!'
se
escuchó dentro de una luz que había,
que
me venció y que no pude mirarla.
«El
sol se va --siguió- y la tarde viene;
no
os detengáis, acelerad el paso,
mientras
que el occidente no se adumbre.»
Iba
recto el camino entre la roca
hacia
donde los rayos yo cortaba
delante,
pues el Sol ya estaba bajo.
Y
poco trecho habíamos subido
cuando
ponerse el sol, al extinguirse
mi
sombra, por detrás los tres sentimos.
Y
antes que en todas sus inmensas partes
tomara
el horizonte un mismo aspecto,
y
adquiriese la noche su dominio,
de
un escalón cada uno hizo su lecho;
que
la natura del monte impedía
el
poder subir más y nuestro anhelo.
Como
quedan rumiando mansamente
esas
cabras, indómitas y hambrientas
antes
de haber pastado, en sus picachos,
tácitas
en la sombra, el sol hirviendo,
guardadas
del pastor que en el cayado
se
apoya y es de aquellas el vigía;
y
como el rabadán se alberga al raso,
y
pemocta junto al rebaño quieto,
guardando
que las fieras no lo ataquen;
así
los tres estábamos entonces,
yo
como cabra y ellos cual pastores,
aquí
y allí guardados de alta gruta.
Poco
podía ver de lo de afuera;
mas,
de lo poco, las estrellas vi
mayores
y más claras que acostumbran.
De
este modo rumiando y contemplándolas,
me
tomó el sueño; el sueño que a menudo,
antes
que el hecho, sabe su noticia.
A
la hora, creo, que desde el oriente
irradiaba
en el monte Citerea,
en
el fuego de amor siempre encendida,
joven
y hermosa aparecióme en sueños
una
mujer que andaba por el campo
que
recogía flores; y cantaba:
«Sepan
los que preguntan por mi nombre
que
soy Lía, y que voy moviendo en torno
las
manos para hacerme una guirnalda.
Por
gustarme al espejo me engalano;
Mas
mi hermana Raquel nunca se aleja
del
suyo, y todo el día está sentada.
Ella
de ver sus bellos ojos goza
como
yo de adornarme con las manos;
a
ella el mirar, a mí el hacer complace.»
Y
ya en el esplendor de la alborada,
que
es tanto más preciado al peregrino,
cuando
al regreso duerme menos lejos,
huían
las tinieblas, y con ellas
mi
sueño; por lo cual me levanté,
viendo
ya a los maestros levantados.
«El
dulce fruto que por tantas ramas
buscando
va el afán de los mortales,
hoy
logrará saciar toda tu hambre.»
Volviéndose
hacia mí Virgilio, estas
palabras
dijo; y nunca hubo regalo
que
me diera un placer igual a éste.
Tantas
ansias vinieron sobre el ansia
de
estar arriba ya, que a cada paso
plumas
para volar crecer sentía.
Cuando
debajo toda la escalera
quedó,
y llegarnos al peldaño sumo,
en
mi clavó Virgilio su mirada,
«El
fuego temporal, el fuego eterno
has
visto hijo; y has llegado a un sitio
en
que yo, por mí m. ismo, ya no entiendo.
Te
he conducido con arte y destreza;
tu
voluntad ahora es ya tu guía:
fuera
estás de camino estrecho o pino.
Mira
el sol que en tu frente resplandece;
las
hierbas, los arbustos y las flores
que
la tierra produce por sí sola.
Hasta
que alegres lleguen esos ojos
que
llorando me hicieron ir a ti,
puedes
sentarte, o puedes ir tras ellas.
No
esperes mis palabras, ni consejos
ya;
libre, sano y recto es tu albedrío,
y
fuera error no obrar lo que él te diga:
y
por esto te mitro y te corono.»
CANTO
XXVIII
Deseoso
de ver por dentro y fuera
la
divina floresta espesa y viva,
que
a los ojos ternplaba el día nuevo,
sin
esperar ya más, dejé su margen,
andando,
por el campo a paso lento
por
el suelo aromado en todas partes.
Un
aura dulce que jamás mudanza
tenía
en sí, me hería por la frente
con
no más golpe que un suave viento;
con
el cual tremolando los frondajes
todos
se doblegaban hacia el lado
en
que el monte la sombra proyectaba;
mas
no de su estar firme tan lejanos,
que
por sus copas unas avecillas
dejaran
todas de ejercer su arte;
mas
con toda alegría en la hora prima,
la
esperaban cantando entre las hojas,
que
bordón a sus rimas ofrecían,
como
de rama en rama se acrecienta
en
la pineda junto al mar de Classe,
cuando
Eolo al Siroco desencierra.
Lentos
pasos habíanme llevado
ya
tan adentro de la antigua selva,
que
no podía ver por dónde entrara;
y
vi que un río el avanzar vedaba,
que
hacia la izquierda con menudas ondas
doblegaba
la hierba a sus orillas.
Toda
el agua que fuera aquí más límpida,
arrastrar
impurezas pareciera,
a
ésta que nada oculta comparada,
por
más que ésta discurra oscurecida
bajo
perpetuas sombras, que no dejan
nunca
paso a la luz del sol ni luna.
Me
detuve y crucé con la mirada,
por
ver al otro lado del arroyo
aquella
variedad de frescos mayos;
y
allí me apareció, como aparece
algo
súbitamente que nos quita
cualquier
otro pensar, maravillados,
una
mujer que sola caminaba,
cantando
y escogiendo entre las flores
de
que pintado estaba su camino.
«Oh,
hermosa dama, que amorosos rayos
te
encienden, si creer debo al semblante
que
dar suele del pecho testimonio,
tengas
a bien adelantarte ahora
-díjele-
lo bastante hacia la orilla,
para
que pueda escuchar lo que cantas.
Tú
me recuerdas dónde y cómo estaba
Proserpina,
perdida por su madre,
cuando
perdió la dulce primavera.»
Como
se vuelve con las plantas firmes
en
tierra y juntas, la mujer que baila,
y
un pie pone delante de otro apenas,
volvió
sobre las rojas y amarillas
florecillas
a mí, no de otro modo
que
una virgen su honesto rostro inclina;
y
así mis ruegos fueron complacidos,
pues
tanto se acercó, que el dulce canto
llegaba
a mí, entendiendo sus palabras.
Cuando
llegó donde la hierba estaba
bañada
de las ondas del riachuelo,
de
alzar sus ojos hízome regalo.
Tanta
luz yo no creo que esplendiera
Venus
bajo sus cejas, traspasada,
fuera
de su costumbre, por su hijo.
Ella
reía en pie en la orilla opuesta,
más
color disponiendo con sus manos,
que
esa elevada tierra sin semillas.
Me
apartaban tres pasos del arroyo;
y
el Helesponto que Jerjes cruzó
aún
freno a toda la soberbia humana,
no
soportó más odio de Leandro
cuando
nadaba entre Sesto y Abido,
que
aquel de mí, pues no me daba paso.
«Sois
nuevos y tal vez porque sonrío
en
el sitio elegido --dijo ella-
como
nido de la natura humana,
asombrados
os tiene alguna duda;
mas
luz el salmo Delestasti otorga,
que
puede disipar vuestro intelecto.
Y
tú que estás delante y me rogaste,
dime
si quieres más oír; pues presta
a
resolver tus dudas he venido.
«El
son de la floresta -dije , el agua,
me
hacen pensar en una cosa nueva,
de
otra cosa distinta que he escuchado.»
Y
ella: «Te explicaré cómo deriva
de
su causa este hecho que te asombra,
despejando
la niebla que te ofende.
El
sumo bien que sólo en él se goza,
hizo
bueno y al bien al hombre en este
lugar
que le otorgó de paz eterna.
Pero
aquí poco estuvo por su falta;
por
su falta en gemidos y en afanes
cambió
la honesta risa, el dulce juego.
Y
para que el turbar que abajo forman
los
vapores del agua y de la tierra,
que
cuanto pueden van tras del calor,
al
hombre no le hiciese guerra alguna,
subió
tanto hacia el cielo esta montaña,
y
libre está de él, donde se cierra.
Mas
como dando vueltas por entero
con
la primera esfera el aire gira,
si
el círculo no es roto en algún punto,
en
esta altura libre, el aire vivo
tal
movimiento repercute y hace,
que
resuene la selva en su espesura;
tanto
puede la planta golpeada,
que
su virtud impregna el aura toda,
y
ella luego la esparce dando vueltas;
y
según la otra tierra sea digna,
por
su cielo y por sí, concibe y cría
de
diversa virtud diversas plantas.
Luego
no te parezca maravilla,
oído
esto, cuando alguna planta
crezca
allí sin semilla manifiesta.
Y
sabrás que este campo en que te hallas,
repleto
está de todas las simientes,
y
tiene frutos que allí no se encuentran.
El
agua que aquí ves no es de venero
que
restaure el vapor que el hielo funde,
como
un río que adquiere o pierde cauce;
mas
surge de fontana estable y cierta,
que
tanto del querer de Dios recibe,
cuando
vierte en dos partes separada.
Por
este lado con el don desciende
de
quitar la memoria del pecado;
por
el otro de todo el bien la otorga;
Aquí
Leteo; igual del otro lado
Eünoé
se llama, y no hace efecto
si
en un sitio y en otro no es bebida:
este
supera a todos los sabores.
Y
aunque bastante pueda estar saciada
tu
sed para que más no te descubra,
un
corolario te daré por gracia;
no
creo que te sea menos caro
mi
decir, si te da más que prometo.
Tal
vez los que de antiguo poetizaron
sobre
la Edad de oro y sus delicias,
en
el Parnaso este lugar soñaban.
Fue
aquí inocente la humana raíz;
aquí
la primavera y fruto eterno;
este
es el néctar del que todos hablan.»
Me
dirigí yo entonces hacia atrás
y
a mis poetas vi que sonrientes
escucharon
las últimas razones;
luego
a la bella dama torné el rostro.
CANTO
XXIX
Cantando
cual mujer enamorada,
al
terminar de hablar continuó:
'Beati
quorum tacta sunt peccata.'
Y
cual las ninfas que marchaban solas
por
las sombras selváticas, buscando
cuál
evitar el sol, cuál recibirlo,
se
dirigió hacia el río, caminando
por
la ribera; y yo al compás de ella,
siguiendo
lentamente el lento paso.
Y
ciento ya no había entre nosotros,
cuando
las dos orillas dieron vuelta,
y
me quedé mirando hacia levante.
Tampoco
fue muy largo así el camino,
cuando
a mí la mujer se dirigió,
diciendo:
«Hermano mío, escucha y mira.»
Y
se vio un resplandor súbitamente
por
todas partes de la gran floresta,
que
acaso yo pensé fuera un relámpago.
Pero
como éste igual que viene, pasa,
y
aquel, durando, más y más lucía,
decía
para mí. «¿Qué cosa es ésta;?»
Resonaba
una dulce melodía
por
el aire esplendente; y con gran celo
yo
a Eva reprochaba de su audacia,
pues
donde obedecían cielo y tierra,
tan
sólo una mujer, recién creada,
no
consintió vivir con velo alguno;
bajo
el cual si sumisa hubiera estado,
habría
yo gozado esas delicias
inefables,
aún antes y más tiempo.
Mientras
yo caminaba tan absorto
entre
tantas primicias del eterno
placer,
y deseando aún más deleite,
cual
un fuego encendido, ante nosotros
el
aire se volvió bajo el ramaje;
y
el dulce son cual canto se entendía.
Oh
sacrosantas vírgenes, si fríos
por
vosotras sufrí, vigilias y hambres,
razón
me urge que a favor os mueva.
El
manar de Helicona necesito,
y
que Urania me inspire con su coro
poner
en verso cosas tan abstrusas.
Más
adelante, siete árboles áureos
falseaba
en la mente el largo trecho
del
espacio que había entre nosotros;
pero
cuando ya estaba tan cercano
que
el objeto que engaña los sentidos
ya
no perdía forma en la distancia,
la
virtud que prepara el intelecto,
me
hizo ver que eran siete candelabros,
y
Hosanna era el cantar de aquellas voces.
Por
encima el conjunto flameaba
más
claro que la luna en la serena
medianoche
en el medio de su mes.
Yo
me volví de admiración colmado
al
bueno de Virgilio, que repuso
con
ojos llenos de estupor no menos.
Volví
la vista a aquellas maravillas
que
tan lentas venían a nosotros,
que
una recién casada las venciera.
La
mujer me gritó: «¿Por qué contemplas
con
tanto ardor las vivas luminarias,
y
lo que viene por detrás no miras?»
Y
tras los candelabros vi unas gentes
venir
despacio, de blanco vestidas;
y
tanta albura aquí nunca la vimos.
Brillaba
el agua a nuestro lado izquierdo,
el
izquierdo costado devolviéndome,
si
se miraba en ella cual espejo.
Cuando
estuve en un sitio de mi orilla,
que
sólo el río de ellos me apartaba,
para
verles mejor detuve el paso,
y
vi las llamas que iban por delante
dejando
tras de sí el aire pintado,
como
si fueran trazos de pinceles;
de
modo que en lo alto se veían
siete
franjas, de todos los colores
con
que hace el arco el Sol y Delia el cinto.
Los
pendones de atrás eran más grandes
que
mi vista; y diez pasos separaban,
en
mi opinión, a los de los extremos
Bajo
tan bello cielo como cuento,
coronados
de lirios, veinticuatro
ancianos
avanzaban por parejas.
Cantaban:
«Entre todas Benedicta
las
nacidas de Adán, y eternamente
benditas
sean las bellezas tuyas.»
Después
de que las flores y la hierba,
que
desde el otro lado contemplaba,
se
vieron libres de esos elegidos,
como
luz a otra luz sigue en el cielo,
cuatro
animales por detrás venían,
de
verde fronda todos coronados.
Seis
alas cada uno poseía;
con
ojos en las plumas; los de Argos
tales
serían, si vivo estuviese.
A
describir su forma no dedico
lector,
más rimas, pues que me urge otra
tarea,
y no podría aquí alargarme;
pero
léete a Ezequiel, que te lo pinta
como
él los vio venir desde la fría
zona,
con viento, con nubes, con fuego;
y
como lo verás en sus escritos,
tales
eran aquí, salvo en las plumas;
Juan
se aparta de aquel y está conmigo.
En
el espacio entre los cuatro había,
sobre
dos ruedas, un carro triunfal,
que
de un grifo venía conducido.
Hacia
arriba tendía las dos alas
entre
la franja que había en el centro
y
las tres y otras tres, mas sin tocarlas.
Subían
tanto que no se veían;
de
oro tenía todo lo de pájaro,
y
blanco lo demás con manchas rojas.
No
sólo Roma en carro tan hermoso
no
honrase al Africano, ni aun a Augusto,
mas
el del sol mezquino le sería;
aquel
del sol que ardiera, extraviado,
por
petición de la tierra devota,
cuando
fue Jove arcanarnente justo.
Tres
mujeres en círculo danzaban
en
el lado derecho; una de rojo,
que
en el fuego sería confundida;
otra
cual si los huesos y la carne
hubieran
sido de esmeraldas hechos;
cual
purísima nieve la tercera;
y
tan pronto guiaba la de blanco,
tan
pronto la de rojo; y a su acento
caminaban
las otras, raudas, lentas.
Otras
cuatro a la izquierda solazaban,
de
púrpura vestidas, con el ritmo
de
una de ellas que tenía tres ojos.
Detrás
de todo el nudo que he descrito
vi
dos viejos de trajes desiguales,
mas
igual su ademán grave y honesto.
Uno
se parecía a los discípulos
de
Hipócrates, a quien natura hiciera
para
sus animales más queridos;
contrario
afán el otro demostraba
con
una espada aguda y reluciente,
tal
que me amedrentó desde mi orilla.
Luego
vi cuatro de apariencia humilde;
y
de todos detrás un viejo solo,
que
venía durmiendo, iluminado.
Y
estaban estos siete como el grupo
primero
ataviados, mas con lirios
no
adornaban en torno sus cabezas,
sino
con rosas y bermejas flores;
se
juraría, aun vistas no muy lejos,
que
ardían por encima de los ojos.
Y
cuando el carro tuve ya delante,
un
trueno se escuchó, y las dignas gentes
parecieron
tener su andar vedado,
y
se pararon junto a las enseñas.
CANTO
XXX
Y
cuando el septentrión del primer cielo,
que
no sabe de ocaso ni de orto;
ni
otra niebla que el velo de la culpa,
y
que a todos hacía sabedores
de
su deber, como hace aquí el de abajo
al
que gira el timón llegando a puerto,
inmóvil
se quedó: la gente santa
que
entre el grito y aquel primero
vino,
como a su paz se dirigió hacia el carro;
y
uno de ellos, del cielo mensajero,
'Veni
sponsa de Libano', cantando
gritó
tres veces, y después los otros.
Cual
los salvados al último bando
prestamente
alzarán de su caverna,
aleluyando
en voces revestidas,
sobre
el divino carro de tal forma
cien
se alzaron, ad vocem tanti senis,
ministros
y enviados del Eterno.
'¡Benedictus
qui venis!' entonaban,
tirando
flores por todos los lados
'¡Manibus,
oh, date ilia plenis'
Yo
he visto cuando comenzaba el día
rosada
toda la región de oriente,
bellamente
sereno el demás cielo;
y
aún la cara del sol nacer en sombras,
tal
que, en la tibiedad de los vapores,
el
ojo le miraba un largo rato:
lo
mismo dentro de un turbión de flores
que
de manos angélicas salía,
cayendo
dentro y fuera: coronada,
sobre
un velo blanquísimo, de olivo,
contemplé
una mujer de manto verde
vestida
del color de ardiente llama.
Y
el espíritu mío, que ya tanto
tiempo
había pasado que sin verla
no
estaba de estupor, temblando, herido,
antes
de conocerla con los ojos,
por
oculta virtud de ella emanada,
sentió
del viejo amor el poderío.
Nada
más que en mi vista golpeó
la
alta virtud que ya me traspasara
antes
de haber dejado de ser niño,
me
volví hacia la izquierda como corre
confiado
el chiquillo hacia su madre
cuando
está triste o cuando tiene miedo,
por
decir a Virgilio: «Ni un adarme
de
sangre me ha quedado que no tiemble:
conozco
el signo de la antigua llama.»
Mas
Virgilio privado nos había
de
sí, Virgilio, dulcísimo padre,
Virgilio,
a quien me dieran por salvarme;
todo
lo que perdió la madre antigua,
no
sirvió a mis mejillas que, ya limpias,
no
se volvieran negras por el llanto.
«Dante,
porque Virgilio se haya ido
tú
no llores, no llores todavía;
pues
deberás llorar por otra espada.»
Cual
almirante que en popa y en proa
pasa
revista a sus subordinados
en
otras naves y al deber les llama;
por
encima del carro, hacia la izquierda,
al
volverme escuchando el nombre mío,
que
por necesidad aquí se escribe,
vi
a la mujer que antes contemplara
oculta
bajo el angélico halago,
volver
la vista a mí de allá del río.
Aunque
el velo cayendo por el rostro,
ceñido
por la fronda de Minerva,
no
me dejase verla claramente,
con
regio gesto todavía altivo
continuó
lo mismo que quien habla
y
al final lo más cálido reserva:
«¡Mírame
bien!, soy yo, sí, soy Beatriz,
¿cómo
pudiste llegar a la cima?
¿no
sabías que el hombre aquí es dichoso?»
Los
ojos incliné a la clara fuente;
mas
me volvía a la yerba al reflejarme,
pues
me abatió la cara tal vergüenza.
Tan
severa cree el niño que es su madre,
así
me pareció; puesto que amargo
siente
el sabor de la piedad acerba.
Ella
calló; y los ángeles cantaron
de
súbito: 'in te, Domine, speravi';
pero
del 'pedes meos' no siguieron.
Como
la nieve entre los vivos troncos
en
el dorso de Italia se congela,
azotada
por vientos boreales,
luego,
licuada, en sí misma rezuma,
cuando
la tierra sin sombra respira,
y
es como el fuego que funde una vela;
mis
suspiros y lágrimas cesaron
antes
de aquel cantar de los que cantan
tras
de las notas del girar eterno;
mas
luego que entendí que el dulce canto
se
apiadaba de mí, más que si dicho
hubiese:
«Mujer, por qué lo avergüenzas»,
el
hielo que en mi pecho se apretaba,
se
hizo vapor y agua, y con angustia
se
salió por la boca y por los ojos.
Ella,
parada encima del costado
dicho
del carro, a las sustancias pías
dirigió
sus palabras de este modo:
«Veláis
vosotros el eterno día,
sin
que os roben ni el sueño ni la noche
ningún
paso del siglo en su camino;
así
pues más cuidado en mi respuesta
pondré
para que entienda aquel que llora,
e
igual medida culpa y duelo tengan.
No
sólo por efecto de las ruedas
que
a cada ser a algún final dirigen
según
les acompañen sus estrellas,
mas
por largueza de gracia divina,
que
en tan altos vapores hace lluvia,
que
no pueden mirarlos nuestros ojos,
ese
fue tal en su vida temprana
potencialmente,
que cualquier virtud
maravilloso
efecto en él hiciera.
Mas
tanto más maligno y más silvestre,
inculto
y mal sembrado se hace el campo,
cuanto
más vigorosa tierra sea.
Le
sostuve algún tiempo con mi rostro:
mostrándole
mis ojos juveniles,
junto
a mí le llevaba al buen camino.
Tan
pronto como estuve en los umbrales
de
mi segunda edad y cambié de vida,
de
mí se separó y se entregó a otra.
Cuando
de carne a espíritu subí,
y
virtud y belleza me crecieron,
fui
para él menos querida y grata;
y
por errada senda volvió el paso,
imágenes
de un bien siguiendo falsas,
que
ninguna promesa entera cumplen.
No
me valió impetrar inspiración,
con
la cual en un sueño o de otros modos
lo
llamase: ¡tan poco le importaron!
Tanto
cayó que todas las razones
para
su salvación no le bastaban,
salvo
enseñarle el pueblo condenado.
Fui
por ello a la entrada de los muertos,
y
a aquel que le ha traído hasta aquí arriba,
le
dirigí mis súplicas llorando.
Una
alta ley de Dios se habría roto,
si
el Leteo pasase y tal banquete
fuese
gustado sin ninguna paga
del
arrepentimiento que se llora.»
CANTO
XXXI
«Oh
tú que estás de allá del sacro río,
-dirigiéndome
en punta sus palabras,
que
aun de filo tan duras parecieron,
volvió
a decir sin pausa prosiguiendo-
di
si es esto verdad, pues de tan seria
acusación
debieras confesarte.»
Estaba
mi valor tan confundido,
que
mi voz se movía, y se apagaba
antes
que de sus órganos saliera.
Esperó
un poco, y me dijo: «¿En qué piensas?
respóndeme,
pues las memorias tristes
en
ti aún no están borradas por el agua.»
La
confusión y el miedo entremezclados
como
un «sí» me arrancaron de la boca,
que
fue preciso ver para entenderlo.
Cual
quebrada ballesta se dispara,
por
demasiado tensos cuerda y arco,
y
sin fuerzas la flecha al blanco llega,
así
estallé abrumado de tal carga,
lágrimas
y suspiros despidiendo,
y
se murió mi voz por el camino.
«Por
entre mis deseos --dijo ella-
que
al amor por el bien te conducían,
que
cosa no hay de aspiración más digna,
¿qué
fosos se cruzaron, qué cadenas
hallaste
tales que del avanzar
perdiste
de tal forma la esperanza?
¿Y
cuál ventaja o qué facilidades
en
el semblante de los otros viste,
para
que de ese modo los rondaras?»
Luego
de suspirar amargamente,
apenas
tuve voz que respondiera,
formada
a duras penas por los labios.
Llorando
dije: «Lo que yo veía
con
su falso placer me extraviaba
tan
pronto se escondió vuestro semblante.»
Y
dijo: «Si callaras o negases
lo
que confiesas, igual se sabría
tu
culpa: ¡es tal el juez que la conoce!
Mas
cuando sale de la propia boca
confesar
el pecado, en nuestra corte
hace
volver contra el filo la piedra.
Sin
embargo, para que te avergüences
ahora
de tu error, y ya otras veces
seas
fuerte, escuchando a las sirenas,
deja
ya la raíz del llanto y oye:
y
escucharás cómo a un lugar contrario
debió
llevarte mi enterrada carne.
Arte
o natura nunca te mostraron
mayor
placer, cuanto en los miembros donde
me
encerraron, en tierra ahora esparcidos;
y
si el placer supremo te faltaba
al
estar muerta, ¿qué cosa mortal
te
podría arrastrar en su deseo?
A
las primeras flechas de las cosas
falaces,
bien debiste alzar la vista
tras
de mí, pues yo no era de tal modo.
No
te debían abatir las alas,
esperando
más golpes, ni mocitas,
ni
cualquier novedad de breve uso.
El
avecilla dos o tres aguarda;
que
ante los ojos de los bien plumados
la
red se extiende en vano o la saeta.»
Cual
los chiquillos por vergüenza, mudos
están
con ojos gachos, escuchando,
conociendo
su falta arrepentidos,
así
yo estaba; y ella dijo: «Cuando
te
duela el escuchar, alza la barba
y
aún más dolor tendrás si me contemplas.»
Con
menos resistencia se desgaja
robusta
encina, con el viento norte
o
con aquel de la tierra de Jarba,
como
el mentón alcé con su mandato;
pues
cuando dijo «barba» en vez de «rostro»
de
sus palabras conocí el veneno;
y
pude ver al levantar la cara
que
las criaturas que llegaron antes
en
su aspersión habían ya cesado;
y
mis ojos, aún poco seguros,
a
Beatriz vieron vuelta hacia la fiera
que
era una sola en dos naturalezas.
Bajo
su velo y desde el otro margen
a
sí misma vencerse parecía,
vencer
a la que fue cuando aquí estaba.
Me
picó tanto el arrepentimiento
con
sus ortigas, que enemigas me hizo
esas
cosas que más había amado.
Y
tal reconocer mordióme el pecho,
y
vencido caí; y lo que pasara
lo
sabe aquella que la culpa tuvo,
Y
vi a aquella mujer, al recobrarme,
que
había visto sola, puesta encima
«¡cógete
a mí, cógete a mí!» diciendo.
Hasta
el cuello en el río me había puesto,
y
tirando de mí detrás venía,
como
esquife ligera sobre el agua.
Al
acercarme a la dichosa orilla,
«Asperges
me» escuché tan dulcemente,
que
recordar no puedo, ni escribirlo.
Abrió
sus brazos la mujer hermosa;
y
hundióme la cabeza con su abrazo
para
que yo gustase de aquel agua.
Me
sacó luego, y mojado me puso
en
medio de la danza de las cuatro
hermosas;
cuyos brazos me cubrieron.
«Somos
ninfas aquí, en el cielo estrellas;
antes
de que Beatriz bajara al mundo,
como
sus siervas fuimos destinadas.
Te
hemos de conducir ante sus ojos;
mas
a su luz gozosa han de aguzarte
las
tres de allí, que miran más profundo.»
Así
empezaron a cantar; y luego
hasta
el pecho del grifo me llevaron,
donde
estaba Beatriz vuelta a nosotros.
Me
dijeron: «No ahorres tus miradas;
ante
las esmeraldas te hemos puesto
desde
donde el Amor lanzó sus flechas.»
Mil
deseos ardientes más que llamas
mis
ojos empujaron a sus ojos
relucientes,
aún puestos en el grifo.
Lo
mismo que hace el sol en el espejo,
la
doble fiera dentro se copiaba,
con
una o con la otra de sus formas.
Imagina,
lector, mi maravilla
al
ver estarse quieta aquella cosa,
y
en el ídolo suyo transmutarse.
Mientras
que llena de estupor y alegre
mi
alma ese alimento degustaba
que,
saciando de sí, aún de sí da ganas,
demostrando
que de otro rango eran
en
su actitud, las tres se adelantaron,
danzando
con su angélica cantiga.
«¡Torna,
torna, Beatriz, tus santos ojos
-decía
su canción- a tu devoto
que
para verte ha dado tantos pasos!
Por
gracia haznos la gracia que desvele
a
él tu boca, y que vea de este modo
la
segunda belleza que le ocultas.»
Oh
resplandor de viva luz eterna,
¿quién
que bajo las sombras del Parnaso
palideciera
o bebiera en su fuente,
no
estuviera ofuscado, si tratara
de
describirte cual te apareciste
donde
el cielo te copia armonizando,
cuando
en el aire abierto te mostraste?
CANTO
XXXII
Mi
vista estaba tan atenta y fija
por
quitarme la sed de aquel decenio,
que
mis demás sentidos se apagaron.
Y
topaban en todas partes muros
para
no distraerse -¡así la santa
sonrisa
con la antigua red prendía!-;
cuando
a la fuerza me hicieron girar
aquellas
diosas hacia el lado izquierdo,
pues
las oí decir: «¡Miras muy fijo!»;
y
la disposición que hay en los ojos
que
el sol ha deslumbrado con sus rayos,
sin
vista me dejó por algún tiempo.
Cuando
pude volver a ver lo poco
(digo
«lo poco» con respecto al mucho
de
la luz cuya fuerza me cegara),
vi
que se retiraba a la derecha
el
glorioso ejército, llevando
el
sol y las antorchas en el rostro.
Cual
bajo los escudos por salvarse
con
su estandarte el escuadrón se gira,
hasta
poder del todo dar la vuelta;
esa
milicia del celeste reino
que
iba delante, desfiló del todo
antes
que el carro torciera su lanza.
A
las ruedas volvieron las mujeres,
y
la bendita carga llevó el grifo
sin
que moviese una pluma siquiera.
La
hermosa dama que cruzar me hizo,
Estacio
y yo, seguíamos la rueda
que
al dar la vuelta hizo un menor arco.
Así
cruzando la desierta selva,
culpa
de quien creyera a la serpiente,
ritmaba
el paso un angélico canto.
Anduvimos
acaso lo que vuela
una
flecha tres veces disparada,
cuando
del carro descendió Beatriz.
Yo
escuché murmurar: «Adán» a todos;
y
un árbol rodearon, despojado
de
flores y follajes en sus ramas.
Su
copa, que en tal forma se extendía
cuanto
más sube, fuera por los indios
aun
con sus grandes bosques, admirada.
«Bendito
seas, grifo, porque nada
picoteas
del árbol dulce al gusto,
porque
mal se separa de aquí el vientre.»
Así
en tomo al robusto árbol gritaron
todos
ellos; y el animal biforme:
«Así
de la virtud se guarda el germen.»
Y
volviendo al timón del que tiraba,
junto
a la planta viuda lo condujo,
y
arrimado dejó el leño a su leño.
Y
como nuestras plantas, cuando baja
la
hermosa luz, mezclada con aquella
que
irradia tras de los celestes Peces,
túrgidas
se hacen, y después renuevan
su
color una a una, antes que el sol
sus
corceles dirija hacia otra estrella;
menos
que rosa y más que violeta
color
tomando, se hizo nuevo el árbol,
que
antes tan sólo tuvo la enramada.
Yo
no entendí, porque aquí no usa
el
himno que cantaron esas gentes,
ni
pude oír la melodía entera.
Si
pudiera contar cómo durmieron,
oyendo
de Siringa, los cien ojos
a
quien tanto costó su vigilancia;
como
un pintor que pinte con modelo,
cómo
me adormecí dibujaría;
mas
otro sea quien el sueño finja.
Por
eso paso a cuando desperté,
y
digo que una luz me rasgó el velo
del
dormir, y una voz: «¿Qué haces?, levanta.»
Como
por ver las flores del manzano
que
hace ansiar a los ángeles su fruto,
y
esponsales perpetuos en el cielo,
Pedro,
Juan y jacob fueron llevados
y
vencidos, tornóles la palabra
que
sueños aún más grandes ha quebrado,
y
se encontraron sin la compañía
tanto
de Elías como de Moisés,
y
al maestro la túnica cambiada;
así
me recobré, y vi sobre mí
aquella
que, piadosa conductora
fue
de mis pasos antes junto al río.
Y
«¿dónde está Beatriz.?», dije con
miedo.
Respondió:
«Véla allí, bajo la fronda
nueva,
sentada sobre las raíces.
Mira
la compañía que la cerca;
detrás
del grifo los demás se marchan
con
más dulce canción y más profunda.»
Y
si fueron más largas sus palabras,
no
lo sé, porque estaba ante mis ojos
la
que otra cualquier cosa me impedía.
Sola
sobre la tierra se sentaba,
como
dejada en guardia de aquel carro
que
vi ligado a la biforme fiera.
En
torno suyo un círculo formaban
las
siete ninfas, con las siete antorchas
que
de Austro y de Aquilón están seguras
«Silvano
aquí tú serás poco tiempo;
habitarás
conmigo para siempre
esa
Roma donde Cristo es romano.
Por
eso, en pro del mundo que mal vive,
pon
la vista en el carro, y lo que veas
escríbelo
cuando hayas retornado.»
Así
Beatríz; y yo que a pie juntillas
me
encontraba sumiso a sus mandatos,
mente
y ojos donde ella quiso puse.
De
un modo tan veloz no bajó nunca
de
espesa nube el rayo, cuando llueve
de
aquel confín del cielo más remoto,
cual
vi calar al pájaro de Júpiter,
rompiendo,
árbol abajo, la corteza,
las
florecillas y las nuevas hojas;
e
hirió en el carro con toda su saña;
y
él se escoró como nave en tormenta,
a
babor o a estribor de olas vencida.
Y
luego vi que dentro se arrojaba
de
aquel carro triunfal una vulpeja,
que
parecía ayuna de buen pasto;
mas,
sus feos pecados reprobando,
mi
dama la hizo huir de tal manera,
cuanto
huesos sin carne permitían.
Y
luego por el sitio que viniera,
vi
descender al águila en el arca
del
carro y la cubría con sus plumas;
y
cual sale de un pecho que se queja,
tal
voz salió del cielo que decía
«¡Oh
navecilla mía, qué mal cargas!»
Luego
creí que la tierra se abriera
entre
ambas ruedas, y salió un dragón
que
por cima del carro hincó la cola;
y
cual retira el aguijón la avispa,
así
volviendo la cola maligna,
arrancó
el fondo, y se marchó contento.
Aquello
que quedó, como de grama
la
tierra, de las plumas, ofrecidas
tal
vez con intención benigna y santa,
se
recubrió, y también se recubrieron
las
ruedas y el timón, en menos tiempo
que
un suspiro la boca tiene abierta.
Al
edificio santo, así mudado
le
salieron cabezas; tres salieron
en
el timón, y en cada esquina una.
Las
primeras cornudas como bueyes,
las
otras en la frente un cuerno sólo:
nunca
fue visto un monstruo semejante.
Segura,
cual castillo sobre un monte,
sentada
una ramera desceñida,
sobre
él apareció, mirando en torno;
y
como si estuviera protegiéndola,
vi
un gigante de pie, puesto a su lado;
con
el cual a menudo se besaba.
Mas
al volver los ojos licenciosos
y
errantes hacia mí, el feroz amante
la
azotó de los pies a la cabeza.
Crudo
de ira y de recelos lleno,
desató
al monstruo, y lo llevó a la selva,
hasta
que de mis ojos se perdieron
la
ramera y la fiera inusitada.
CANTO
XXXIII
'Deus
venerunt Gentes', alternando
ya
las tres, ya las cuatro, su salmodia,
llorando
comenzaron las mujeres;
y
Beatriz, piadosa y suspirando,
lo
escuchaba de forma que no mucho
más
se mudara ante la cruz María.
Mas
cuando las doncellas la dejaron
lugar
para que hablase, puesta en pie,
respondió,
colorada como el fuego:
«Modicum,
et non videbitis me mis
queridas
hermanas, et iterum ,
modicum,
et vos videbitis me.»
Luego
se puso al frente de las siete,
y
me hizo andar tras de ella con un gesto,
y
a la mujer y al sabio que quedaba.
Así
marchaba; y no creo que hubiera
dado
apenas diez pasos en el suelo,
cuando
me hirió los ojos con sus ojos;
y
con tranquilo gesto: «Ven deprisa
para
que, si quisiera hablar, conigo,
estés
para escucharme bien dispuesto.»
Y
al ir, como debía, junto a ella,
díjome:
«Hermano, ¿por qué no te atreves,
ya
que vienes conmigo, a preguntarme?»
Como
aquellos que tanta reverencia
muestran
si están hablando a sus mayores,
que
la voz no les sale de los dientes,
a
mí me sucedió y, balbuceando,
dije:
«Señora lo que necesito
vos
sabéis, y qué es bueno para ello.»
Y
dijo: «De temor y de vergüenza
quiero
que en adelante te despojes,
y
que no me hables como aquel que sueña.
Sabe
que el vaso que rompió la sierpe
fue
y ya no es; mas crean los culpables
que
el castigo de Dios no teme sopas.
No
estará sin alguno que la herede
mucho
tiempo aquel águila que plumas
dejó
en el carro, monstruo y presa hecho.
Que
ciertamente veo, y lo relato,
las
estrellas cercanas a ese tiempo,
de
impedimento y trabas ya seguro,
en
que un diez, en que un cinco, en que un quinientos
enviado
de Dios, a la ramera
matará
y al gigante con quien peca.
Tal
vez estas palabras tan oscuras,
cual
de Esfinge o de Temis, no comprendas,
pues
a su modo el intelecto ofuscan;
Mas
Náyades serán pronto los hechos,
que
han de explicar enigma tan oscuro
sin
daño de rebaños ni cosechas.
Toma
nota; y lo mismo que las digo,
lleva
así mis palabras a quien vive
el
vivir que es carrera hacia la muerte.
Y
ten cuidado, cuando lo relates,
y
no olvides que has visto cómo el árbol
ha
sido despojado por dos veces.
Cualquiera
que le robe o que le expolie,
con
blasfemias ofende a Dios, pues santo
sólo
para su uso lo ha creado.
Por
morder de él, en penas y en deseos
el
primer ser más de cinco mil años
anheló
a quien en sí purgó el mordisco.
Tu
ingenio está dormido, si no aprecia
por
qué extraña razón se eleva tanto,
y
tanto se dilata por su cima.
Y
si no hubieran sido agua del Elsa
los
vanos pensamientos por tu mente,
y
el placer como a Píramo la mora,
solamente
por estas circunstancias
la
justicia de Dios conocerías,
moralmerite,
al hacer prohibido el árbol.
Mas
como veo que tu inteligencia
se
ha hecho de piedra, y empedrada, oscura,
y
te ciega la luz de mis palabras,
quiero
que, si no escritas, sí pintadas,
dentro
de ti las lleves por lo mismo
que
las palmas se traen en los bordones.»
Y
yo: «Como la cera de los sellos,
donde
no cambia la figura impresa,
por
vos ya mi cerebro está sellado.
¿Pero
por qué tan fuera de mi alcance
vuestra
palabra deseada vuela,
que
más la pierde cuanto más se obstinad»
«Por
que conozcas -dijo- aquella escuela
que
has seguido, y que veas cómo puede
seguir
a mis palabras su doctrina;
y
veas cuánto dista vuestra senda
de
la divina, cuanto se separa
el
cielo más lejano de la tierra.»
Por
lo que yo le dije: «No recuerdo
que
alguna vez de vos yo me alejase,
ni
me remuerde nada la conciencia.»
«Si
acordarte no puedes de esas cosas
acuérdate
-repuso sonriente-
que
hoy bebiste las aguas del Leteo;
Y
si del humo el fuego se deduce,
concluye
esta olvidanza claramente
que
era culpable tu querer errado.
Estarán
desde ahora ya desnudas
mis
palabras, cuanto lo necesite
tu
ruda mente para comprenderlas.»
Fulgiendo
más y con más lentos pasos
el
sol atravesaba el mediodía,
que
allá y aquí, como lo miran, cambia,
cuando
se detuvieron, como aquellos
que
van a la vanguardia de una tropa,
si
encuentran novedades o vestigios,
las
mujeres, junto a un lugar sombrío,
cual
bajo fronda verde y negras ramas
se
ve en los Alpes sobre sus riachuelos.
Delante
de él al éufrates y al Tigris
creí
ver brotando de una misma fuente,
y,
casi amigos, lentos separarse.
«Oh
luz, oh gloria de la estirpe humana,
¿qué
agua es ésta que mana en este sitio
de
un principio, y que a sí de sí se aleja?»
A
tal pregunta me dijeron: «Pide
que
te explique Matelda»; y respondió,
como
hace quien de culpa se libera,
la
hermosa dama: «Esta y otras cosas
le
dije, y de seguro que las aguas
del
Leteo escondidas no le tienen.»
Y
Beatriz: «Acaso otros cuidados,
que
muchas veces privan de memoria,
los
ojos de su mente oscurecieron.
Pero
allí va fluyendo el Eunoé:
condúcele
hasta él, y como sueles,
reaviva
su virtud amortecida.»
Como
un alma gentil, que no se excusa,
sino
su gusto al gusto de otro pliega,
tan
pronto una señal se lo sugiere;
de
igual forma, al llegarme junto a ella,
echó
a andar la mujer, y dijo a Estacio
con
femenina gracia: «Ve con él.»
Si
tuviese lector, más largo espacio
para
escribir, en parte cantaría
de
aquel dulce beber que nunca sacia;
mas
como están completos ya los pliegos
que
al cántico segundo destinaba,
no
me deja seguir del arte el freno.
De
aquel agua santísima volví
transformado
como una planta nueva
con
un nuevo follaje renovada,
puro
y dispuesto a alzarme a las estrellas.
PARAíSO
CANTO
I
La
gloria de quien mueve todo el mundo
el
universo llena, y resplandece
en
unas partes más y en otras menos.
En
el cielo que más su luz recibe
estuve,
y vi unas cosas que no puede
ni
sabe repetir quien de allí baja;
porque
mientras se acerca a su deseo,
nuestro
intelecto tanto profundiza,
que
no puede seguirle la memoria.
En
verdad cuanto yo del santo reino
atesorar
he podido en mi mente
será
materia ahora de mi canto.
¡Oh
buen Apolo, en la última tarea
hazme
de tu poder vaso tan lleno,
como
exiges al dar tu amado lauro!
Una
cima hasta ahora del Parnaso
me
fue bastante; pero ya de ambas
ha
menester la carrera que falta.
Entra
en mi pecho, y habla por mi boca
igual
que cuando a Marsias de la vaina
de
sus núembros aún vivos arrancaste.
¡Oh
divina virtud!, si me ayudaras
tanto
que las imágenes del cielo
en
mi mente grabadas manifieste,
me
verás junto al árbol que prefieres
llegar,
y coronarme con las hojas
que
merecer me harán tú y mi argumento.
Tan
raras veces, padre, eso se logra,
triunfando
como césar o poeta,
culpa
y vergüenza del querer humano,
que
debiera ser causa de alegría
en
el délfico dios feliz la fronda
penea,
cuando alguno a aquélla aspira.
Gran
llama enciende una chispa pequeña:
quizá
después de mí con voz más digna
se
ruegue a fin que Cirra le responda.
La
lámpara del mundo a los mortales
por
muchos huecos viene; pero de ése
que
con tres cruces une cuatro círculos,
con
mejor curso y con mejor estrella
sale
a la par, y la mundana cera
sella
y calienta más al modo suyo.
Allí
mañana y noche aquí había hecho
tal
hueco, y casi todo allí era blanco
el
hemisferio aquel, y el otro negro,
cuando
Beatriz hacia el costado izquierdo
vi
que volvía y que hacia el sol miraba:
nunca
con tal fijeza lo hizo un águila.
Y
así como un segundo rayo suele
del
primero salir volviendo arriba,
cual
peregrino que tomar desea,
este
acto suyo, infuso por los ojos
en
mi imaginación, produjo el mío,
y
miré fijo al sol cual nunca hacemos.
Allí
están permitidas muchas cosas
que
no lo son aquí, pues ese sitio
para
la especie humana fue creado.
Mucho
no lo aguanté, mas no tan poco
que
alrededor no viera sus destellos,
cual
un hierro candente el fuego deja;
y
de súbito fue como si un día
se
juntara a otro día, y Quien lo puede
con
otro sol el cielo engalanara.
En
las eternas ruedas por completo
fija
estaba Beatriz: y yo mis ojos
fijaba
en ella, lejos de la altura.
Por
dentro me volví, al mirarla, como
Glauco
al probar la hierba que consorte
en
el mar de los otros dioses le hizo.
Trashumanarse
referir per verba
no
se puede; así pues baste este ejemplo
a
quien tal experiencia dé la gracia.
Si
estaba sólo con lo que primero
de
mí creaste, amor que el cielo riges,
lo
sabes tú, pues con tu luz me alzaste.
Cuando
la rueda que tú haces eterna
al
desearte, mi atención llamó
con
el canto que afinas y repartes,
tanta
parte del cielo vi encenderse
por
la llama del sol, que lluvia o río
nunca
hicieron un lago tan extenso.
La
novedad del son y el gran destello
de
su causa, un anhelo me inflamaron
nunca
sentido tan agudamente.
Y
entonces ella, al verme cual yo mismo,
para
aquietarme el ánimo turbado,
sin
que yo preguntase, abrió la boca,
y
comenzó: «Tú mismo te entorpeces
con
una falsa idea, y no comprendes
lo
que podrías ver si la desechas.
Ya
no estás en la tierra, como piensas;
mas
un rayo que cae desde su altura
no
corre como tú volviendo a ella.»
Si
fui de aquella duda desvestido,
con
sus breves palabras sonrientes,
envuelto
me encontré por una nueva,
y
dije: «Ya contento requïevi
de
un asombro tan grande; mas me asombro
cómo
estos leves cuerpos atravieso.»
Y
ella, tras suspirar piadosamente,
me
dirigió la vista con el gesto
que
a un hijo enfermo dirige su madre,
y
dijo: «Existe un orden entre todas
las
cosas, y esto es causa de que sea
a
Dios el universo semejante.
Aquí
las nobles almas ven la huella
del
eterno saber, y éste es la meta
a
la cual esa norma se dispone.
Al
orden que te he dicho tiende toda
naturaleza,
de diversos modos,
de
su principio más o menos cerca;
y
a puertos diferentes se dirigen
por
el gran mar del ser, y a cada una
les
fue dado un instinto que las guía.
éste
conduce al fuego hacia la luna;
y
mueve los mortales corazones;
y
ata en una las partes de la tierra;
y
no sólo a los seres que carecen
de
razón lanza flechas este arco,
también
a aquellas que quieren y piensan.
La
Providencia, que ha dispuesto todo,
con
su luz pone en calma siempre al cielo,
en
el cual gira aquel que va más raudo;
ahora
hacia allí, como a un sitio ordenado,
nos
lleva la virtud de aquella cuerda
que
en feliz blanco su disparo clava.
Cierto
es que, cual la forma no se pliega
a
menudo a la idea del artista,
pues
la materia es sorda a responderle,
así
de este camino se separa
a
veces la criatura, porque puede
torcer,
así impulsada, hacia otra parte;
y
cual fuego que cae desde una nube,
así
el primer impulso, que desvían
falsos
placeres, la abate por tierra.
Más
no debe admirarte, si bien juzgo,
tu
subida, que un río que bajara
de
la cumbre del monte a la llanura.
Asombroso
sería en ti si, a salvo
de
impedimento, abajo te sentaras,
como
en el fuego el aquietarse en tierra.»
Volvió
su rostro entonces hacia el cielo.
CANTO
II
Oh
vosotros que en una barquichuela
deseosos
de oír, seguís mi leño
que
cantando navega hacia otras playas,
volved
a contemplar vuestras riberas:
no
os echéis al océano que acaso
si
me perdéis, estaríais perdidos.
No
fue surcada el agua que atravieso;
Minerva
sopla, y condúceme Apolo
y
nueve musas la Osa me señalan.
Vosotros,
los que, pocos, os alzasteis
al
angélico pan tempranamente
del
cual aquí se vive sin saciarse,
podéis
hacer entrar vuestro navío
en
alto mar, si seguís tras mi estela
antes
de que otra vez se calme el agua.
Los
gloriosos que a Colcos arribaron
no
se asombraron como haréis vosotros,
viendo
a Jasón convertido en boyero.
La
innata sed perpetua que tenía
de
aquel reino deiforme, nos llevaba
tan
veloces cual puede verse el cielo.
Beatriz
arriba, y yo hacia ella miraba;
y
acaso en tanto en cuanto un dardo es puesto
y
vuela disparándose del arco,
me
vi llegado a donde una admirable
cosa
atrajo mi vista; entonces ella
que
conocía todos mis cuidados,
vuelta
hacia mí tan dulce como hermosa,
«Dirige
a Dios la mente agradecida
-dijo-
que al primer astro nos condujo.»
Pareció
que una nube nos cubriera,
brillante,
espesa, sólida y pulida,
como
un diamante al cual el sol hiriese.
Dentro
de sí la perla sempiterna
nos
recibió, como el agua recibe
los
rayos de la luz quedando unida.
Si
yo era cuerpo, y es inconcebible
cómo
una dimensión abarque a otra,
cual
si penetra un cuerpo en otro ocurre,
más
debiera encendernos el deseo
de
ver aquella esencia en que se observa
cómo
nuestra natura y Dios se unieron.
Podremos
ver allí lo que creemos,
no
demostrado, mas por sí evidente,
cual
la verdad primera en que cree el hombre.
Yo
respondí. «Señora, tan devoto
cual
me sea posible, os agradezco
que
del mundo mortal me hayáis sacado.
Mas
decidme: ¿qué son las manchas negras
de
este cuerpo, que a algunos en la tierra
hacen
contar patrañas de Caín?»
Rió
ligeramente, y «Si no acierta
-me
dijo- la opinión de los mortales
donde
no abre la llave del sentido,
punzarte
no debieran ya las flechas
del
asombro, pues sabes la torpeza
con
que va la razón tras los sentidos.
Mas
dime lo que opinas por ti mismo.»
Y
yo: «Lo que aparece diferente,
cuerpos
densos y raros lo producen.»
Y
ella: «En verdad verás que lo que piensas
se
apoya en el error, si bien escuchas
el
argumento que diré en su contra.
La
esfera octava os muestra muchas luces,
las
cuales en el cómo y en el cuánto
pueden
verse de aspectos diferentes.
Si
lo raro y lo denso hicieran esto,
un
poder semejante habría en todas,
en
desiguales formas repartido.
Deben
ser fruto las distintas fuerzas
de
principios formales diferentes,
que,
salvo uno, en tu opinión destruyes.
Aún
más, si fuera causa de la sombra
la
menor densidad, o tan ayuno
fuera
de su materia en la otra parte
este
planeta, o, tal como comparte
grueso
y delgado un cuerpo, igual tendría
de
éste el volumen hojas diferentes.
Si
fuera lo primero, se vería
al
eclipsarse el sol y atravesarla
la
luz como a los cuerpos poco densos.
Y
no sucede así. por ello lo otro
examinemos;
y si lo otro rompo,
verás
tu parecer equivocado.
Si
no traspasa el trozo poco denso,
debe
tener un límite del cual
no
le deje pasar más su contrario;
y
de allí el otro rayo se refleja
como
el color regresa del cristal
que
por el lado opuesto esconde plomo.
Dirás
que se aparece más oscuro
el
rayo más aquí que en otras partes,
porque
de más atrás viene el reflejo.
De
esta objeción pudiera liberarte
la
experiencia, si alguna vez lo pruebas,
que
es la fuente en que manan vuestras artes.
Coloca
tres espejos; dos que disten
de
ti lo mismo, y otro, más lejano,
que
entre los dos encuentre tu mirada.
Vuelto
hacia ellos, haz que tras tu espalda
te
pongan una luz que los alumbre
y
vuelva a ti de todos reflejada.
Aunque
el tamaño de las más distantes
pueda
ser más pequeño, notarás
que
de la misma forma resplandece.
Ahora,
como a los golpes de los rayos
se
desnuda la tierra de la nieve
y
del color y del frío de antes,
al
quedar de igual forma tu intelecto,
de
una luz tan vivaz quiero llenarle,
que
en ti relumbrará cuando la veas.
Dentro
del cielo de la paz divina
un
cuerpo gira en cuyo poderío
se
halla el ser de las cosas que contiene.
El
siguiente, que tiene tantas luces,
parte
el ser en esencias diferentes,
contenidas
en él, mas de él distintas.
Los
círculos restantes de otras formas
la
distinción que tienen dentro de ellos
disponen
a sus fines y simientes.
Así
van estos órganos del mundo
como
ya puedes ver, de grado en grado,
que
dan abajo lo que arriba toman.
Observa
atento ahora cómo paso
de
aquí hacia la verdad que deseabas,
para
que sepas luego seguir solo.
Los
giros e influencias de los cielos,
cual
del herrero el arte del martillo,
deben
venir de los motores santos;
y
el cielo al que embellecen tantas luces,
de
la mente profunda que lo mueve
toma
la imagen y la imprime en ellas.
Y
como el alma llena vuestro polvo
por
diferentes miembros, conformados
al
ejercicio de potencias varias,
así
la inteligencia en las estrellas
despliega
su bondad multiplicada,
y
sobre su unidad va dando vueltas.
Cada
virtud se liga a su manera
con
el precioso cuerpo al que da el ser,
y
en él se anuda, igual que vuestra vida.
Por
la feliz natura de que brota,
mezclada
con los cuerpos la virtud
brilla
cual la alegría en las pupilas.
Esto
produce aquellas diferencias
de
la luz, no lo raro ni lo denso:
y
es el formal principio que produce,
conforme
a su bondad, lo turbio o claro.»
CANTO
III
El
sol primero que me ardió en el pecho,
de
la verdad habíame mostrado,
probando
y refutando, el dulce rostro;
y
yo por confesarme corregido
y
convencido, cuanto convenía,
para
hablar claramente alcé la vista;
mas
vino una visión que, al contemplarla,
tan
fuertemente a ella fui ligado,
que
aquella confesión puse en olvido.
Como
en vidrios diáfanos y tersos,
o
en las límpidas aguas remansadas,
no
tan profundas que el fondo se oculte,
se
vuelven de los rostros los reflejos
tan
débiles, que perla en blanca frente
no
más clara los ojos la verían;
vi
así rostros dispuestos para hablarme;
por
lo que yo sufrí el contrario engaño
de
quien ardió en amor de fuente y hombre.
En
cuanto me hube dado cuenta de ellos,
creyendo
que eran rostros reflejados,
para
ver de quién eran me volví;
y
nada vi, y miré otra vez delante,
fijo
en la luz de aquella dulce guía
que,
sonriendo, ardía en su mirada.
«No
te asombre -me dijo-- que sonría
de
tu infantil creencia, pues tus plantas
en
la verdad aún no has asentado,
mas
vuelves a lo vano, como sueles:
lo
que ves son sustancias verdaderas,
puestas
aquí pues rompieron sus votos.
Mas
háblales y créete lo que escuches;
porque
la cierta luz que las aplaca
no
deja que sus pies se aparten de ella.»
Y
a la que parecía más dispuesta
para
hablar, me volví, y comencé casi
como
aquel a quien turba un gran deseo:
«Oh
bien creado espíritu, que sientes
de
los eternos rayos la dulzura
que,
no gustada, nunca se comprende,
feliz
me harías si me revelaras
cuál
es tu nombre y cuál es vuestra suerte.»
Y
ella, al momento y con ojos risueños:
«Puerta
ninguna cierra nuestro amor
a
un justo anhelo, como el de quien quiere
que
se parezca a sí toda su corte.
Fui
virgen religiosa en vuestro mundo;
y
si hace algún esfuerzo tu memoria,
no
ha de ocultarme a ti el ser aún más bella,
mas
reconocerás que soy Piccarda,
que,
puesta aquí con estos otros santos
santa
soy en la esfera que es más lenta.
Nuestros
afectos, que sólo se inflaman
con
el placer del Espíritu Santo,
gozan
del orden que él nos ha dispuesto.
Y
nos ha sido dado este destino
que
tan bajo parece, pues quebramos
nuestros
votos, que en parte fueron vanos.»
Y
dije: «En vuestros rostros admirables
un
no sé qué divino resplandece
que
vuestra imagen primera transmuta:
por
ello en recordar no estuve pronto;
pero
ahora me ayuda lo que has dicho,
y
ya te reconozco fácilmente.
Mas
dime: los que estáis aquí gozosos
¿deseáis
un lugar que esté más alto
y
ver más y ser más de Dios amigos?»
Sonrió
un poco con las otras sombras;
y
luego me repuso tan alegre,
cual
si de amor ardiera al primer fuego:
«Aquieta,
hermano, nuestra voluntad
la
caridad, haciendo que queramos
sin
más ansiar, aquello que tenemos.
Si
estar más elevadas deseásemos,
este
deseo sería contrario
a
lo que quiere quien aquí nos puso;
lo
cual, como verás, es imposible,
si
estar en caridad aquí es necesse
y
consideras su naturaleza.
Esencial
es al bienaventurado
con
el querer divino conformarse,
para
que se hagan unos los quereres;
y
así el estar en uno u otro grado
en
este reino, a todo el reino place
como
al Rey que nos forma en sus deseos.
Y
en su querer se encuentra nuestra paz:
y
es el mar al que todo se dirige
lo
que él crea o lo que hace la natura.»
Vi
claramente entonces cómo el cielo
es
todo paraíso, etsi la gracia
del
sumo bien no llueva de igual modo.
Mas
como cuando sacia un alimento
y
aún tenemos más ganas de algún otro,
que
uno pedimos y otro agradecemos,
hice
yo así con gestos y palabras,
para
saber cuál fuese aquel tejido
que
hasta el fin no labró su lanzadera.
«Perfecta
vida y méritos encumbran
-me
dijo-- a una mujer por cuya regla
se
visten velo y hábito en el mundo,
para
que hasta el morir se vele y duerma
con
esposo que acepta cualquier voto
que
a su placer la caridad conforma.
Del
mundo, por seguirla, jovencita
me
escapé, refugiándome en sus hábitos,
y
prometí seguir por su camino.
Hombres
no al bien, al mal, acostumbrados,
luego
del dulce claustro me raptaron.
Dios
sabe cómo fue mi vida luego.
Y
aquel otro esplendor que se te muestra
a
mi derecha y a quien ilumina
toda
la luz que brilla en nuestra esfera,
lo
que dije de mí, también lo digo;
fue
monja, y de igual forma le quitaron
de
la frente la sombra de las tocas.
Mas
cuando fue devuelta luego al mundo
contra
su voluntad y buena usanza,
nunca
el velo del alma le quitaron.
Esta
es la luz de aquella gran Constanza
que
engendró del segundo al ya tercero
y
último de los vientos de Suabia.»
Así
me dijo, y luego: «Ave María»
cantó
y cantando se desvaneció
como
en el agua honda algo pesado.
Mi
vista que siguió detrás de ella
cuanto
le fue posible, ya perdida,
se
dirigió al objeto más querido,
y
por entero se volvió a Beatriz;
pero
ella fulgió tanto ante mis ojos,
que
al principio no pude soportarlo,
y
por esto fui tardo en preguntarle.
CANTO
IV
Entre
dos platos, igualmente ricos
y
distantes, por hambre moriría
un
hombre libre sin probar bocado;
así
un cordero en medio de la gula
de
fieros lobos, por igual temiendo;
y
así estaría un perro entre dos gamos:
No
me reprocho, pues, si me callaba,
de
igual modo suspenso entre dos dudas,
porque
era necesario, ni me alabo.
Callé,
pero pintado mi deseo
en
la cara tenía, y mi pregunta,
era
así más intensa que si hablase.
Hizo
Beatriz lo mismo que Daniel
cuando
aplacó a Nabucodonosor
la
ira que le hizo cruel injustamente;
Y
dijo: «Bien conozco que te atraen
uno
y otro deseo, y preocupado
tú
mismo no los dejas que se muestren.
Te
dices: "Si perdura el buen deseo,
la
violencia de otros, ¿por qué causa
del
mérito recorta la medida?"
También
te causa dudas el que el alma
parece
que se vuelva a las estrellas,
siguiendo
la doctrina de Platón.
Estas
son las cuestiones que en tu velle
igualmente
te pesan; pero antes
la
que tiene mas hiel he de explicarte.
El
serafín que a Dios más se aproxima,
Moisés,
Samuel, y aquel de los dos Juanes
que
tú prefieras, y también María,
no
tienen su acomodo en otro cielo
que
estas almas que ahora se mostraron,
ni
más o menos años lo disfrutan;
mas
todos hacen bello el primer círculo,
y
gozan de manera diferente
sintiendo
el Soplo Eterno más o menos.
Si
aquí los viste no es porque esta esfera
les
corresponda, mas como indicando
que
en la celeste ocupan lo más bajo.
Así
se debe hablar a vuestro ingenio,
pues
sólo aprende lo que luego es digno
de
intelecto, a través de los sentidos.
Por
esto condesciende la Escritura
a
vuestra facultad, y pies y manos
le
otorga a Dios, mas piensa de otro modo;
y
nuestra Iglesia con figura humana
a
Gabriel y a Miguel os representa,
y
de igual modo al que sanó a Tobías.
Lo
que el Timeo dice de las almas
no
es similar a lo que aquí se muestra,
mas
parece que diga lo que siente.
él
dice que a su estrella vuelve el alma,
pues
desde allí supone que ha bajado
cuando
natura su forma le diera;
y
acaso lo que piensa es diferente
del
modo que lo dice, y ser pudiera
que
su intención no sea desdeñable.
Si
él entiende que vuelve a estas esferas
de
su influjo el desprecio o la alabanza,
quizá
a alguna verdad el arco acierte.
Torció,
mal comprendido, este principio
a
casi todo el mundo, y así Jove,
Mercurio
y Marte fueron invocados.
Menos
veneno encierra la otra duda
que
te conmueve, porque su malicia
no
podría apartarte de mi lado.
El
que nuestra justicia injusta sea
a
los ojos mortales, argumento
es
de fe, no de herética perfidia.
Mas
como puede vuestra inteligencia
penetrar
fácilmente esta verdad,
como
deseas, he de darte gusto.
Aun
cuando aquel que la violencia sufre
a
quien la fuerza nada le concede,
no
están por ello estas almas sin culpa:
pues,
sin querer, la voluntad no cede,
mas
hace como el fuego, si le tuerce,
aunque
sea mil veces, la violencia.
Si
se doblega, pues, o mucho o poco,
sigue
la fuerza; y así hicieron éstos,
que
al lugar santo regresar pudieron.
Si
su deseo firme hubiera sido,
como
fue el de Lorenzo en su parrilla,
o
con su mano a Mucio hizo severo,
a
su camino habrían regresado
del
que sacados fueron, al ser libres;
mas
voluntad tan sólida es extraña.
Y
por esta razón, si como debes
la
comprendes, se rompe el argumento
que
te habría estorbado aún muchas veces.
Mas
ahora se atraviesa ante tus ojos
otro
obstáculo, tal que por ti mismo
no
salvarías, sin cansarte antes.
Yo
te he enseñado como cosa cierta
que
no puede mentir un alma santa,
pues
cerca está de la verdad primera;
y
después escuchaste de Piccarda
que
Constanza guardó el amor del velo;
y
así parece que me contradice.
Muchas
veces, hermano, ha acontecido
que,
huyendo de un peligro, de mal grado
se
hacen cosas que hacerse no debieran;
como
Almeón, que, al suplicar su padre
que
lo hiciera, mató a su propia madre,
y
por piedad se hizo despiadado.
En
este punto quiero que conozcas
que
la fuerza al querer se mezcla, haciendo
que
no tengan disculpa las ofensas.
La
Voluntad absoluta no consiente
el
daño; mas consiente cuando teme
que
en más penas caerá si lo rehúsa.
Así,
cuando Piccarda dijo aquello
de
la primera hablaba, y yo de la otra;
y
las dos te dijimos la verdad.»
Fluyó
así el santo río que salía
de
la fuente en que toda verdad mana;
así
mis dos deseos se aplacaron.
«Oh
amada del primer Amante, oh diosa,
cuyas
palabras --dije así me inundan,
y
enardecen, que más y más me avivan,
no
son mis facultades tan profundas
que
a devolverte don por don bastasen;
mas
responda por mí Quien ve y Quien puede.
Bien
veo que jamás se satisface
sino
con la verdad nuestro intelecto,
sin
la cual no hay ninguna certidumbre.
Cual
fiera en su cubil, reposa en ella
en
cuanto que la alcanza; y puede hacerlo;
si
no, frustra sería los deseos.
Por
ello nacen dudas, cual retoños,
al
pie de la verdad; y a lo más alto,
cima
a cima, nos lleva de este modo.
Esto
me invita y esto me da fuerzas
a
preguntar, señora, reverente,
aún
por otra verdad que me es oscura.
Quiero
saber si pueden repararse
los
votos truncos con acciones buenas,
que
no pesaran poco en la balanza.»
Y
Beatriz me miró, llenos sus ojos
de
amorosas centellas tan divinas,
que,
vencida, mi fuerza dio la espalda,
casi
perdido con la vista en tierra.
CANTO
V
«Si
te deslumbro en el fuego de amor
más
que del modo que veis en la tierra,
tal
que venzo la fuerza de tus ojos,
no
debes asombrarte; pues procede
de
un ver perfecto, que, como comprende,
así
en pos de aquel bien mueve los pasos.
Bien
veo de qué forma resplandece
la
sempiterna luz en tu intelecto,
que,
una vez vista, amor por siempre enciende;
y
si otra cosa vuestro amor seduce,
de
aquella luz tan sólo es un vestigio,
mal
conocido, que allí se refleja.
Quieres
saber si con otras ofrendas,
halla
reparo quien rompe su voto,
tal
que en el juicio su alma esté segura.»
Así
Beatriz principio dio a este canto;
y
como el que el discurso no interrumpe,
prosiguió
así sus santas enseñanzas:
«El
don mayor que Dios en su largueza
hizo
al crearnos, y el que más conforme
está
con su bondad, y él más lo estima,
tal
fue la libertad del albedrío;
del
cual, a los que dio la inteligencia,
fueron
y son dotados solamente.
Ahora
verás, si tú deduces de esto,
el
gran valor del voto, si se hace
cuando
consiente Dios lo que consientes:
porque
al cerrar el pacto Dios y el hombre
se
hace holocausto de aquel gran tesoro,
que
antes te dije; y lo hace un acto suyo.
¿Así
pues qué reparo se hallaría?
Si
piensas que usas bien lo que ofreciste,
con
latrocinios quieres dar limosna.
Ya
lo más importante te he explicado;
mas
puesto que la Iglesia los dispensa
y
esto a lo que te digo contradice,
en
la mesa es preciso que aún te sientes,
pues
el seco alimento que comiste,
para
su digestión requiere ayuda.
Abre
tu mente a lo que te revelo
y
guárdalo bien dentro; pues no hay ciencia
si
lo que has aprendido no retienes.
Dos
cosas intervienen en la esencia
de
este gran sacrificio: una es la cosa
que
se ofrece; y la otra el pacto mismo.
Esta
segunda nunca se cancela
si
no es cumplida; y con respecto a ella
antes
te hablé con toda precisión:
por
ello los hebreos precisaron
el
seguir ofreciendo, aunque la ofrenda
se
pudiera cambiar, como ya sabes.
La
otra, que te mostré como materia,
bien
puede ser de un modo que no hay yerro
si
por otra materia se permuta.
Mas
la carga no debe transmutarse
libremente,
y precisa de la vuelta
de
la llave amarilla y de la blanca;
y
sabrás que los cambios nada valen,
si
la cosa dejada en la cogida
como
el cuatro en el seis no se contiene.
Y
por ello a las cosas tan pesadas
que
la balanza inclinan por sí mismas,
satisfacer
no puede otra ninguna
No
bromeen con el voto los mortales;
sed
fieles; mas no hacerlos ciegamente,
como
Jefté ofreciendo lo primero;
quien
hubiera mejor dicho "Mal hice",
que
hacer peor cumpliéndolo; y tan necio
podrás
llamar al jefe de los griegos,
por
quien lloró Ifigenia su belleza,
y
con ella las necios y los sabios
que
han escuchado de tal sacrificio.
Sed,
cristianos, más firmes al moveros:
no
seáis como pluma a cualquier soplo,
y
no penséis que os lave cualquier agua.
Tenéis
el viejo y nuevo Testamento,
y
el pastor de la Iglesia que os conduce;
y
esto es bastante ya para salvaros.
Si
otras cosas os grita la codicia,
¡sed
hombres, y no ovejas insensatas,
para
que no se burlen los judíos!
¡No
hagáis como el cordero que abandona
la
leche de su madre, y por simpleza,
consigo
mismo a su placer combate!»
Así
me habló Beatriz tal como escribo;
luego
se dirigió toda anhelante
a
aquella parte en que el mundo más brilla.
Su
callar y el mudar de su semblante
a
mi espíritu ansioso silenciaron,
que
ya nuevas preguntas preparaba;
y
así como la flecha da en el blanco
antes
de que la cuerda quede inmóvil,
así
corrimos al segundo reino.
Allí
vi tan alegre a mi señora,
al
encontrarse en la luz de aquel cielo,
que
se volvió el planeta aún más luciente.
Y
si la estrella se mudó riendo,
¡yo
qué no haría que de mil maneras
soy
por naturaleza transmutable!
Igual
que en la tranquila y pura balsa
a
lo que se les echa van los peces
y
piensan que es aquello su alimento,
así
yo vi que mil y aún más fulgores
venían
a nosotros, y escuchamos:
«ved
quién acrecerá nuestros amores».
Y
así como venían a nosotros
se
veía el placer que las colmaba
en
el claro fulgor que desprendían.
Piensa,
lector, si lo que aquí comienza
no
siguiese, en qué forma sentirías
de
saber más un anhelo angustioso;
y
verás por ti mismo qué deseo
tenía
de saber quién eran éstas,
cuando
las vi delante de mis ojos.
«Oh
bien nacido a quien el ver los tronos
del
triunfo eternal fue concedido,
antes
de que dejase la milicia.
de
la luz que se extiende en todo el cielo
nos
encendemos; por lo cual, si quieres
de
nosotros saber, sáciate a gusto.»
De
este modo una de esas almas pías
me
dijo; y Beatriz: «Habla sin miedo,
y
cree todas las cosas que te diga.»
«Bien
puedo ver que anidas en tu propia
luz,
y que la desprendes por los ojos,
porque
cuando te ríes resplandecen;
mas
no quien eres, ni por qué te encuentras
alma
digna, en el grado de la esfera
que
a los hombres ocultan otros rayos.»
Esto
dije mirando a aquella lumbre
que
primero me habló; y entonces ella
se
hizo más luminosa que al principio.
Y
como el sol que se oculta a sí mismo
por
la excesiva luz, cuando disipa
el
calor los vapores más templados,
al
aumentar su gozo, se ocultó
en
su propio fulgor la santa imagen;
y
así me respondió, toda encerrada
del
modo en que el siguiente canto canta.
CANTO VI
«Después
que Constantino volvió el águila
contra
el curso del cielo, que ella antes
siguió
tras el esposo de Lavinia,
más
de cien y cien años se detuvo
en
el confín de Europa aquel divino
pájaro,
junto al monte en que naciera;
a
la sombra de las sagradas plumas
gobernó
el mundo allí de mano en mano,
y
así cambiando vino hasta las mías.
César
fui, soy el mismo Justiniano
que
quitó, inspirado del Espíritu,
lo
excesivo y superfluo de las leyes.
Y
antes de que a esta obra me entregara,
una
naturaleza en Cristo sólo
creía,
y esta fe me era bastante;
mas
aquel santo Agapito, que fue
sumo
pastor, a la fe verdadera
me
encaminó con sus palabras santas.
Yo
le creí; y claramente veo
lo
que había en su fe, como tu ves
en
la contradicción lo falso y cierto.
Y
en cuanto que eché andar ya con la Iglesia,
por
gracia a Dios le plugo el inspirarme
la
gran tarea y me entregué de lleno;
y
a Belisario encomendé las tropas,
quien
gozó tanto del favor del cielo,
que
fue señal de que en él reposara.
Ahora
ya he contestado a tu primera
pregunta:
mas me obliga a que te añada
su
condición algunas otras cosas,
para
que veas con cuánta injusticia se
mueve
contra el signo sacrosanto
quien
de él se apropia o quien a él se opone.
Mira
cuánta virtud digno le hizo
de
reverencia; ya desde la hora
en
que murió Palante por su reino.
Sabes
que en Alba tuvo su morada
más
de trescientos años, hasta el día
que
por él combatieron tres y tres
Y
sabes lo que obró en siete reinados,
del
mal de las Sabinas a Lucrecia,
venciendo
en torno a los pueblos vecinos.
Y
lo que obró llevado contra Breno
por
los magnos romanos, contra Pirro,
y
las otras repúblicas y príncipes;
donde
Torcuato y Quincio, a quien dio nombre
su
pelo descuidado, Fabios, Decios
ganaron
fama que con gusto incienso.
Luego
humilló el orgullo de los árabes
que
tras Aníbal las alpestres rocas
de
las que bajas tú, Po, atravesaron.
Bajo
aquél, siendo aún jóvenes, triunfaron
Escipión
y Pompeyo; y a ese monte
a
cuyo pie naciste, le fue amargo.
Luego,
cercano el tiempo en el que el cielo
quiso
ordenar el mundo a su manera,
César
por gusto de Roma lo obtuvo.
Y
lo que obró desde el Varo hasta el Rin,
lo
vio el Isara, el Era y lo vio el Sena
y
los ríos que al Ródano engrandecen.
Lo
que obró luego al marcharse de Rávena
y
cruzó el Rubicón, fue tan aprisa
que
ni pluma ni lengua alcanzarían.
Luego
marchó con sus tropas a España,
luego
a Durazzo, y tal golpe en Farsalia
dio,
que hasta el Nilo se dolió del daño.
A
Antandro y al Simoes, patria suya,
vio
otra vez, y el lugar que a Héctor sepulta;
y
partió para mal de Tolomeo.
De
allí fue como un rayo contra Juba;
y
desde allí se volvió al occidente
donde
escuchó la trompa pompeyana.
Por
lo que obró en las manos del siguiente,
en
el infierno ladran Bruto y Casio,
y
se dolieron Módena y Perugia.
Aún
lo llora la triste de Cleopatra,
que,
escapando de aquél, con la culebra
se
dio la muerte atroz e inesperada.
Con
él llegó a la orilla del mar Rojo,
con
él en tanta paz al mundo puso,
que
las puertas de Jano se cerraron.
Mas
lo que el signo del que estoy hablando,
hizo
primeramente y luego haría,
por
el reino mortal al que subyuga,
se
vuelve en apariencia oscuro y poco,
si
en manos del tercer César la vemos
con
vista clara y con afecto puro;
pues
la viva justicia que me inspira,
le
concedió, en las manos del que digo,
la
gloria de vengar su santa cólera.
Y
asómbrate de lo que digo ahora:
corrió
después con Tito a hacer venganza
de
la venganza del pecado antiguo.
Y
al morder los lombardos a la Santa
Iglesia
con sus dientes, Carlomagno
la
socorrió, venciendo, con sus alas.
Ahora
puedes juzgar a esos que antes
me
escuchaste acusar, y sus pecados,
que
son causa de todas vuestras penas.
Uno
al signo común los amarillos
lirios
opone, y otro se lo apropia,
y
es difícil saber quién más se engaña.
Urdan
los gibelinos, urdan tretas
bajo
otro signo, que mal sigue a éste
aquel
que de él aparta la justicia;
y
que este nuevo Carlos no lo abata
con
sus güelfos, mas tema de sus garras
que
a leones más fuertes han vencido.
¡Muchas
veces los hijos han llorado
por
las culpas del padre, y no se crea
que
Dios cambie su emblema por las lises!
Esta
pequeña estrella se engalana
de
los buenos espíritus activos
para
que fama y honra les alcance;
y
cuando a esto dirigen sus deseos,
desviándose
así, más apagados
del
verdadero amor los rayos sienten.
Mas
comparar los méritos y el premio
de
nuestra dicha también forma parte,
no
viéndolos mayores ni menores.
Tal
nos endulza la viva justicia
el
afecto, y por ello no se puede
ya
a la malicia nunca desviarlo.
Diversas
voces cantan dulces notas;
tal
los diversos grados de esta vida
dulce
armonía en estas ruedas forman.
Y
dentro de esta perla en la que estamos
luce
la luz de Romeo, de quien
fue
su gran obra mal agradecida.
Pero
sus enemigos provenzales
no
ríen; pues camina erradamente
el
que se duele del bien de los otros.
Cuatro
hijas tuvo, y las cuatro reinaron,
Raimundo
Berenguer, y esto lo hizo
Romeo,
un hombre humilde y peregrino
Y
luego las calumnias le movieron a
pedirle
las cuentas a este justo,
quien
devolvió siete y cinco por diez,
tras
de lo cual partió, viejo y mendigo;
y
si el mundo supiera su coraje
mendigando
su vida hogaza a hogaza
mucho
lo alaba, y más lo alabaría.
CANTO
VII
«Ossanna,
sanctus Deus sabaoth,
superilunstrans
claritate tua
felices
ignes borum malacth!»
De
este modo, volviéndose a sus notas,
escuché
que cantaba esa sustancia,
sobre
la cual doble luz se enduaba;
y
reemprendió su danza con las otras,
y
como velocísimas centellas
las
ocultó la súbita distancia.
Dudoso
estaba y me decía: «¡Dile!
Dile,
dile -decía- a mi señora
que
mi sed sacie con su dulce estilo.»
Mas
el respeto que de mí se adueña
tan
sólo con la B o con el IZ,
como
el sueño la frente me inclinaba.
Poco
tiempo Beatriz consintió esto,
y
empezó, iluminándome su risa,
que
aun en el fuego me haría dichoso:
«Según
mi parecer siempre infalible,
cómo
justa venganza justamente
ha
sido castigada, estás pensando;
mas
yo desataré pronto tu mente;
y
escúchame, porque lo que te diga
te
hará el regalo de una gran certeza.
Por
no poner a la virtud que quiere
un
freno por su bien, el no nacido,
se
condenó a sí mismo y su progenie;
por
lo cual los humanos muchos siglos
en
el error yacieron como enfermos,
hasta
que al Verbo descender le plugo,
y
la naturaleza extraviada
de
su creador, añadió a su persona,
sólo
por obra de su amor eterno
Ahora
atiende a lo que ahora se razona:
a
su hacedor unida esta natura,
cual
fue creada fue sincera y buena;
mas
desterrada fue del Paraíso
estando
sola, pues torció el camino
de
la verdad y de su propia vida.
Y
así la pena de la cruz, medida
con
la naturaleza que asumiera,
aplicóse
más justa que ninguna;
y
así ninguna fue tan injuriosa,
si
a la persona que sufrió atendemos,
a
la que se juntara esa natura.
Mas
tuvo un acto efectos diferentes:
plació
una muerte a Dios y a los judíos;
hizo
temblar la tierra y abrió el cielo.
Ya
no te debe parecer extraño,
al
escuchar que una justa venganza
castigó
luego un justo tribunal.
Mas
ahora veo oprimida tu mente
de
un pensamiento en otro por un nudo,
que
ardientemente desatar esperas.
Te
dices: "Bien comprendo lo que escucho;
mas
porque Dios quisiera, se me esconde,
de
redimirnos esta forma sólo."
Sepultado
está, hermano, este decreto
a
los ojos de aquellos cuyo ingenio
en
la llama de amor no ha madurado.
Y
en verdad, como en este punto mucho
se
considera y poco se comprende,
diré
por qué este modo fue el más digno.
La
divina bondad, que de sí aparta
cualquier
rencor, ardiendo en sí, destella
las
eternas bellezas desplegando.
Lo
que sin mediación de ella destila
luego
no tiene fin, porque su impronta
nunca
se borra en donde pone el sello.
Lo
que sin mediación llueve de ella
del
todo es libre porque no depende
de
la influencia de las nuevas cosas.
Más
le placen, pues más se le asemejan;
que
el santo amor que toda cosa irradia,
es
más brillante en la más parecida.
Tiene
ventaja en todos estos dones
la
humana criatura, y si uno falta,
privada
debe ser de su nobleza.
Sólo
el pecado es el que la encadena
del
sumo bien haciéndola distinta,
por
lo que con su luz poco se adorna;
y
a aquella dignidad ya nunca vuelve
si
no llena el vacío de la culpa
con
justas penas contra el mal deleite.
Vuestra
naturaleza, al pecar tota
en
su simiente, de estas dignidades,
como
del paraíso, fue apartada;
sin
poder recobrarla, si lo piensas
bien
sutilmente, por ningún camino
que
por estos dos vados no atraviese:
o
que Dios solo generosamente
perdonara,
o el hombre por sí mismo
diese
satisfacción de su locura.
Ahora
clava la vista en el abismo
del
eterno saber, a mis palabras
cuanto
puedas atentamente fijo.
No
podría en sus límites el hombre
satisfacer,
pues no puede ir abajo
luego
con humildad obedeciendo,
cuanto
desobediente quiso alzarse;
y
es esta la razón que incapacita
a
reparar al hombre por sí mismo.
A
Dios, pues, convenía con sus medios
al
hombre devolver la vida entera,
con
uno digo, o con los dos acaso.
Mas
pues la obra es tanto más querida
por
quien la hace, cuanto más nos muestra
el
pecho bondadoso del que sale,
la
divina bondad que el mundo sella,
de
proceder por todos sus caminos
gustó
para volvernos a lo alto.
Y
entre la última noche y el primero
de
los días, un hecho tan sublime
por
uno y otro, ni hubo ni lo habrá:
pues
fue más generoso al darse él mismo,
para
hacer digno al hombre de elevarse,
Dios,
que si hubiera sólo perdonado;
y
ningún otro modo le bastaba
a
la justicia, si el Divino Hijo
no
se hubiese humillado al encarnarse.
Ahora
para calmar cualquier deseo,
vuelvo
para aclararte sólo un punto
para
que puedas, como yo, entenderlo.
Tú
dices: "Veo el fuego, y veo el agua,
la
tierra, el aire y sus combinaciones
que
se corrompen y que duran poco;
y
creadas han sido sin embargo;
por
lo que, si es verdad lo que me has dicho
de
corrupción debieran verse libres."
Los
ángeles, hermano, y este puro
país
en el que estamos, fueron hechos
tal
como son, en su entera existencia;
pero
los elementos que has nombrado
y
aquellas cosas que proceden de ellos
de
creada potencia toman forma.
Creada
fue la materia que tienen;
creada
fue la potencia formante
en
los astros que en torno suyo giran.
Las
luces santas sacan con su rayo
de
su virtualidad y con sus giros
el
alma de las plantas y los brutos;
pero
sin mediación la vuestra exhala
la
suprema bondad, y la enamora
de
sí, tal que por siempre la desea.
Y
deducir aún puedes de este punto
vuestra
resurrección, si otra vez piensas
cómo
la humana carne fue creada
al
ser creados los primeros padres.»
CANTO
VIII
Solía
creer el mundo erradamente
que
la bella Cipriña el amor loco
desde
el tercer epiciclo irradiaba;
y
por esto no honraban sólo a ella
con
sacrificios y votivos ruegos
en
su antiguo extravío los antiguos;
mas
a Dione honraban y a Cupido,
por
madre a una, al otro como hijo,
y
en el seno de Dido lo creían;
y
por la que he citado en el comienzo,
le
pusieron el nombre a aquella estrella
que
al sol recrea de nuca o de frente.
Hasta
ella ascendí sin darme cuenta;
pero
me confirmó que en ella estaba
el
ver aún más hermosa a mi señora.
Y
cual la chispa se observa en la llama,
y
una voz se distingue entre las voces,
si
una se para y otra el canto sigue,
en
esa luz vi yo otras luminarias
dar
vuelta más o menos velozmente,
acordes,
pienso, a su visión interna.
De
fría nube vientos no descienden,
tan
raudos, ya visibles, ya invisibles,
que
ni lentos ni torpes pareciesen
a
quien hubiese esas luces divinas
visto
venir, dejando aquella danza
que
empezaba en los altos serafines;
y
en los primeros que se aparecieron
tal
hosanna se oía, que las ansias
de
escucharlo otra vez nunca he perdido.
Entonces
uno se acercó a nosotros
y
dijo: «Estamos todos preparados
para
darte placer y recrearte.
Girarnos
con los príncipes celestes
con
un mismo girar y una sed misma,
de
la cual tú en el mundo ya cantaste:
«Los
que moveis pensando el tercer áeio»;
y
tal amor nos colma, que no menos
dulce,
por complacerte, es el pararnos.»
Luego
de haber mis ojos reverentes
puesto
en mi dama, y que ella les hubiera
satisfecho
mostrando su aquiescencia,
volviéronse
a la luz que una tan grande
promesa
había hecho, y: «Quiénes sois»
dijo
mi voz de gran afecto llena.
¡Y
cuánto y cómo vi que se crecía
con
esta dicha nueva que aumentaba
su
dicha, al dirigirle mi pregunta!
Dijo,
así transformada: «Poco tiempo
del
mundo fui; y si más hubiera sido,
muchos
males que habrá, no los habría.
Mi
contento no deja que me veas
porque
brillando alrededor me oculta
como
animal en su seda encerrado.
Mucho
me amaste, y tuviste motivos;
pues
si hubiese vivido, hubieras visto
de
mi cariño más que sólo hojas.
Aquella
orilla izquierda que al mezclarse
bañan
el río Ródano y el Sorga,
por
señor a su hora me esperaba,
Y
aquel cuerno de Ausonia limitado
por
Catona, por Baria, por Gaeta,
donde
el Verde y el Tronto desembocan.
Ya
lucía en mi frente la corona
de
aquella tierra que el Danubio riega
cuando
abandona la margen tedesca.
Y
la hermosa Trinacria, que se anubla
entre
Peloro y Pachino, en el golfo
que
el ímpetu del Euro más recibe,
no
por Tifeo sino del azufre,
aún
hubiera esperado sus monarcas,
de
Carlos y Rodolfo en mí nacidos,
si
el mal gobierno, que atormenta siempre
a
los pueblos sujetos no forzase
a
gritar a Palermo: "Muerte, muerte."
Y
si mi hermano hubiese esto previsto,
de
Cataluña la pobreza avara
evitaría
que daño le hiciese;
pues
proveer debieran ciertamente,
él
u otros, a fin de que a su barca
cargada,
aún otra carga no se agregue.
Y
su carácter que de largo a parco
bajó,
precisaría capitanes
no
preocupados de amasar dinero.»
«Puesto
que creo que la alta alegría
que
tu hablar, señor mío, me ha causado,
donde
se inicia y cesa todo bien
la
ves del mismo modo que la veo,
me
es más grata; y también me causa gozo
pues
contemplando a Dios la has advertido.
Gusto
me diste, ponme en claro ahora,
pues
me han causado dudas tus palabras,
cómo
dulce semilla da amargura.»
Esto
le dije; y él a mi «Si puedo
mostrarte
una verdad, a tu pregunta
el
rostro le darás y no la espalda.
El
bien que todo el reino que tú asciendes
alegra
y mueve, con su providencia
hace
que influyan estos grandes cuerpos.
Y
no sólo provistas las naturas
son
en la mente que por sí es perfecta,
mas
su conservación a un tiempo mismo:
por
lo que todo aquello que dispara
este
arco a su fin previsto llega,
cual
se clava la flecha en su diana.
Si
así no fuese, el cielo que recorres
tendría
de este modo efectos tales
que
no serían arte, sino ruinas;
y
esto no puede ser, si los ingenios
que
las estrellas mueven no son torpes,
y
torpe aquel que las creó imperfectas.
¿Quieres
que esta verdad te aclare un poco?»
Y
yo: «No; pues ya sé que es imposible
que
a lo que es necesario Dios faltase.»
Y
él: «Dime, ¿no sería para el hombre
peor
si no viviese en sociedad?»
«Sí
-respondí- y la causa no preguntó.»
«¿Y
puede ser así, si no se tienen
diversamente
oficios diferentes?
No,
si bien lo escribió vuestro maestro.»
Fue
hasta aquí de este modo deduciendo;
y
luego concluyó: «Luego diversas
serán
de vuestros hechos las raíces:
por
lo que uno es Solón y el otro es Jerjes,
y
otro Melchisedec, y el otro aquel
que,
volando en el aire, perdió al hijo.
La
circular natura, que es el sello
de
la cera mortal, obra con tino,
mas
no distingue de uno al otro albergue.
Por
eso ya en el vientre se apartaron
Esaú
de Jacob; y de un vil padre
nació
Quirino, a Marte atribuido.
La
natura engendrada haría siempre
su
camino al igual que la engendrante,
si
el divino poder no la venciese.
Ahora
tienes delante lo de atrás:
mas
por que sepas que de ti me gozo,
quiero
añadirte aún un corolario.
Si
la naturaleza encuentra un hado
adverso,
como todas las simientes
fuera
de su región, da malos frutos.
Y
si el mundo de abajo se atuviera
al
fundamento que natura pone,
siguiendo
a éste habría gente buena.
Mas
vosotros hacéis un religioso
de
quien nació para ceñir espada,
y
hacéis rey del que gusta de sermones;
y
así pues vuestra ruta se extravía.»
CANTO
IX
Después,
Bella Clemencia, que tu Carlos
las
dudas me aclaró, contó los fraudes
que
debiera sufrir su descendencia;
mas
dijo: «Calla y deja andar los años»;
nada
pues os diré, sólo que un justo
duelo
vendrá detrás de vuestros males.
Y
ya el alma de aquel santo lucero
se
había vuelto al sol que le llenaba
como
aquel bien que colma cualquier cosa.
¡Ah
criaturas impías, necias almas,
que
el corazón torcéis de un bien tan grande,
hacia
la vanidad volviendo el rostro!
Y
entonces otro de los esplendores
vino
a mí, y que quería complacerme
el
brillo que esparcía me mostraba
Los
ojos de Beatriz, que estaban fijos
sobre
mí, igual que antes, asintieron
dando
consentimiento a mi deseo.
«Dale
compensación pronto a mis ansias,
santo
espíritu y muéstrame -le dije-
que
lo que pienso pueda en ti copiarse.»
Y
aquella luz a quien no conocía,
desde
el profundo seno en que cantaba,
dijo
como quien goza el bien haciendo:
«En
esa parte de la depravada
Italia
que se encuentra entre Rialto
y
las fuentes del Brenta y del Piave,
un
monte se levanta, no muy alto,
desde
el cual descendió una mala antorcha
que
infligió un gran estrago a la comarca.
De
una misma raíz nacimos ambos:
Cunizza
fui llamada, y aquí brillo
pues
me venció la lumbre de esta estrella.
Mas
alegre a mí misma me perdono
la
causa de mi suerte, y no me duelo;
y
esto tal vez el vulgo no lo entienda.
De
la resplandeciente y cara joya
de
este cielo que tengo más cercana
quedó
gran fama; y antes de extinguirse,
se
quintuplicará este mismo año:
mira
si excelso debe hacerse el hombre,
tal
que otra vida a la vida suceda.
Y
esto no piensa la turba presente
que
el Tagliamento y Adigio rodean:
ni
aun siendo golpeada se arrepiente;
mas
pronto ocurrirá que Padua cambie
el
agua del pantano de Vincenza,
porque
son al deber gentes rebeldes;
y
donde el Silo y el Cagnano se unen,
alguien
aún señorea con orgullo,
y
ya se hace la red para atraparle.
Llorará
también Feltre la traición
de
su impío pastor, y tan enorme
será,
que en Malta no hubo semejante.
Muy
grande debería ser la cuba
que
llenase la sangre ferraresa,
cansando
a quien pesara onza por onza,
la
que dará tan cortés sacerdote
por
mostrar su partido; y dones tales
al
vivir del país se corresponden.
Hay
espejos arriba que vosotros
llamáis
Tronos, y Dios por medio de ellos
nos
alumbra, y mis dichos certifican.»
Aquí
dejó de hablar; y me hizo un gesto
de
volverse a otra cosa, pues se puso
una
vez más en la rueda en la que estaba.
El
otro gozo a quien ya conocía
como
preciada cosa, ante mis ojos
era
cual un rubí que el sol hiriese.
Arriba
aumenta el resplandor gozando,
como
la risa aquí; y la sombra crece
abajo,
al par que aumenta la tristeza.
«Dios
lo ve todo, y tu mirar se enela
-le
dije santo espíritu, y no puede
para
ti estar oculto algún deseo.
Por
lo tanto tu voz, que alegra el cielo
con
el cantar de aquellos fuegos píos
que
con seis alas hacen su casulla,
¿por
qué no satisface mis deseos?
No
esperaría yo a que preguntaras
si
me intuara yo cual tú te enmías.»
«El
mayor valle en que el agua se vierte
-sus
palabras entonces me dijeron-
fuera
del mar que a la tierra enguirnalda,
entre
enemigas playas contra el curso
del
sol tanto se extiende, que ya hace
meridiano
donde antes horizonte.
Ribereño
fui yo de aquellas costas
entre
el Ebro y el Magra, que divide
en
corto trecho Génova y Toscana.
Casi
en un orto mismo y un ocaso
están
Bugía y mi ciudad natal,
que
enrojeció su puerto con su sangre.
Era
llamado Folco por la gente
que
sabía mi nombre; y a este cielo,
como
él me iluminó, yo ahora ilumino;
que
más no ardiera la hija de Belo,
a
Siqueo y a Creusa dando enojos,
que
yo, hasta que mi edad lo permitía;
ni
aquella Rodopea que engañada
fue
por Demofoonte, ni Alcides
cuando
encerró en su corazón a Iole.
Pero
aquí no se llora, mas se ríe,
no
la culpa, que aquí no se recuerda,
sino
el poder que ordenó y que provino.
Aquí
se admira el arte que se adorna
de
tanto afecto, y se comprende el bien
que
hace que influya abajo lo de arriba.
Y
a fin de que colmados tus deseos
lleves
que en esta esfera te han surgido,
debiera
referirte aún otras cosas.
Quieres
saber quién hay en esa hoguera
que
aquí cerca de mí lanza destellos
como
el rayo de sol en aguas limpias.
Sabrás
que en su interior se regocija
Raab;
y en compañía de este coro,
en
su más sumo grado resplandece.
A
nuestro cielo, en que la sombra acaba
de
vuestro mundo, aún antes que alma alguna
por
el triunfo de Cristo, fue subida.
Convenía
ponerla por trofeo
en
algún cielo, de la alta victoria
obtenida
con una y otra palma,
pues
ella el primer triunfo de Josué
favoreció
en la Tierra Prometida,
que
poco tiene el Papa en la memoria.
Tu
ciudad, que es retoño del primero
que
a su creador volviera las espaldas,
cuya
envidia ha causado tantos males,
crea
y propaga las malditas flores
que
han descarriado a ovejas y a corderos,
pues
al pastor en lobo han convertido.
Por
esto el Evangelio y los Doctores
se
olvida, y nada más las Decretales
se
estudian, cual sus márgenes indican.
De
esto el Papa y la curia se preocupa;
y
a Nazaret no van sus pensamientos,
allí
donde Gabriel abrió las alas.
Mas
pronto el Vaticano y otros sitios
elegidos
de Roma, cementerios
de
la milicia que a Pedro siguiera,
del
adulterio habrán de verse libres.»
CANTO
X
Con
el Amor que eternamente mana
del
uno al otro, contemplando al Hijo
la
Potencia primera e inefable
cuanto
en espacio o mente se concibe
con
tanto orden creó, que estar no puede
sin
gustar de ello aquel que vuelve a verlo.
Alza,
lector, hacia las altas ruedas
con
la mía tu vista, hacia aquel sitio
donde
dos movimientos se entrecruzan;
y
allí comienza a disfrutar del Arte
de
aquel maestro que tanto lo ama
en
sí, que nunca de él quita la vista.
Mira
cómo de allí se aparta el círculo
oblicuo
que conduce los planetas,
satisfaciendo
al mundo que los llama.
Pues
no siendo inclinado su camino,
vano
sería el influir del cielo
y
casi muerta aquí cualquier potencia;
y
si más o si menos se alejara
girando,
de la perpendicular,
se
rompería el orden de los mundos.
Quédate
ahora, lector, sobre tu banco,
meditando
en aquello que sugiero,
si
quieres disfrutar y no cansarte.
Te
lo he mostrado: come tú ahora de ello;
que
a ella reclama todos mis cuidados
esa
materia de que soy escriba.
De
la naturaleza el gran ministro,
que
la virtud del cielo imprime al mundo
y
es la medida, con su luz, del tiempo,
a
aquella parte arriba mencionada
junto,
giraba por las espirales
que
le traen cada día más temprano;
y
yo estaba con él; mas del subir
no
me di cuenta, como aquel que nota,
tras
la idea, de dónde le ha venido.
Era
Beatriz aquella que guiaba
de
un bien a otro mejor, tan raudamente
que
el tiempo no medía sus acciones.
¡Cuán
luminosa debería ser
por
sí, la que en el sol donde yo entraba
no
por color, por luz era visible!
Aunque
costumbre, ingenio y arte invoque
no
diría lo nunca imaginado;
mas
puede ser creído y desear verlo.
Y
si son bajas nuestras fantasías
a
tanta altura, no hay por qué extrañarse;
que
más que el Sol no hay ojos que hayan visto.
Tal
se mostraba la cuarta familia
del
Alto Padre, que siempre la sacia,
mostrando
cómo espira y cómo engendra.
Y
comenzó Beatriz: «Dale las gracias
al
angélico sol, puesto que a éste
sensible
te ha traído a gusto suyo.»
Nunca
hubo un corazón tan entregado
a
devoción y a someterse a Dios
prestamente
con toda gratitud,
como
yo al escuchar esas palabras;
y
tanto todo en él mi amor se puso,
que
a Beatriz, eclipsó en el olvido.
No
se enfadó; mas se rió en tal forma,
que
el esplendor de sus risueños ojos
mi
mente unida dividió en más cosas.
Muchos
fulgores vivos y triunfantes
vi
en torno nuestro como una corona,
en
voz más dulce que en rostro lucientes:
ceñida
así la hija de Latona
vemos
a veces, cuando el aire es denso,
y
retiene los restos de su halo.
En
la corte celeste que he dejado,
bellas
y ricas se hallan muchas joyas
que
no pueden sacarse de aquel reino;
y
de éstas era el canto de las luces;
quien
no tiende sus plumas a lo alto,
como
de un mudo espera las noticias.
Luego,
cantando así, los rojos soles
a
nuestro alrededor tres vueltas dieron,
cual
astros cerca de los polos fijos,
pareciendo
mujeres que no rompen
su
danza, más calladas se detienen
para
escuchar la nueva melodía;
y
escuché dentro de una de ellas: «Cuando
el
rayo de la gracia, en que se enciende
un
verdadero amor que amando aumenta,
tanto
ilumina en ti multiplicado,
que
por esa escalera te conduce
que
nadie baja sin subir de nuevo;
quien
te negase el vino de su bota
para
tu sed, más libre no sería
que
el agua de correr hacia los mares.
Quieres
saber qué flores engalanan
esta
guirnalda con que se embellece
la
hermosa dama que al cielo te empuja.
Yo
fui cordero del rebaño santo
que
conduce Domingo por la senda
que
hace avanzar a quien no se extravía.
Este
que a mi derecha está más cerca
fue
mi hermano y maestro, él es Alberto
de
Colonia, y yo soy Tomás de Aquino.
Y
si quieres saber de los demás
sigue
con tu mirada mis palabras
dando
la vuelta en este santo círculo.
Sale
aquel resplandor de la sonrisa
de
Graziano, que al uno y otro fuero
dio
su ayuda, ganando el paraíso.
Quien
cerca de él adorna nuestro coro
fue
el Pedro que al igual que aquella viuda,
su
tesoro ofreció a la Santa Iglesia.
La
quinta luz, de todas la más bella,
respira
tanto amor, que todo el mundo
saber
aquí desea sus noticias;
dentro
está la alta mente, en la que tanto
saber
latió, que si lo cierto es cierto,
a
tanto ver no surgió aún un segundo.
Ve
la luz de aquel cirio, junto a ella
que
aun en carne mortal por dentro supo
la
angélica natura y sus oficios.
En
la luz pequeñita está riendo
el
abogado de tiempos cristianos
cuyos
latines a Agustín sirvieron.
Ahora
si el ojo de la mente llevas
de
luz en luz tras de mis alabanzas,
ya
de la octava te encuentras sediento.
Viendo
todos los bienes dentro goza
el
alma santa que el mundo falaz
de
manifiesto pone a quien le escucha:
el
cuerpo del que fue arrojada yace
allá
abajo en Cieldauro; y a esta calma
vino
desde el martirio y el destierro
ve
más allá las llamas del espíritu
de
Isidoro, de Beda y de Ricardo,
que
en su contemplación fue más que un hombre.
Esa
de la cual pasa a mí tu vista,
es
la luz de un espíritu que tarde
meditando,
pensaba que moría:
esa
es la luz eterna de Sigiero
que,
enseñando en el barrio de la Paja,
silogismo
verdades envidiadas.»
En
fin, lo mismo que un reloj que llama
cuando
la esposa del Señor despierta
a
que cante maitines a su amado,
que
una pieza a la otra empuja y urge,
tintineando
con tan dulces notas,
que
el alma bien dispuesta de amor llenan;
así
vi yo la rueda gloriosa
moverse,
voz a voz dando respuesta
tan
suave y templada, que tan sólo
se
escucha donde el gozo se eterniza.
CANTO
XI
¡Oh
cuán vano el afán de los mortales,
qué
mezquinos son esos silogismos
que
las alas te arrastran por el suelo!
Tras
de los aforismos o los Iura
iban
unos, o tras del sacerdocio
o
del mandar por fuerza o por sofismas.
tras
negocios civiles o robando,
o
envueltos en el gozo de la carne
se
fatigaban, o en la vida ociosa,
cuando,
de todas estas cosas libre,
con
Beatriz por el cielo caminaba
de
forma tan gloriosa recibido.
Después
que cada uno volvió al punto
del
círculo en el que antes se encontraba,
se
detuvo, cual vela en candelero.
Y
yo escuché dentro de esa lumbrera
que
antes me había hablado, sonriendo,
palabras
que le daban aún más lustre:
«Igual
que yo con sus rayos me enciendo,
así,
mirando en esa luz eterna,
adivino
el porqué de lo que piensas.
Tú
dudas y deseas que te aclare
con
un lenguaje claro y manifiesto,
para
entender aquello que te digo,
donde
antes dije: «Por donde se avanza»,
o
donde dije: «No nació un segundo»;
y
es necesario distinguir en esto.
La
Providencia que gobierna el mundo
de
modo que derrota a cualquier mente
creada,
antes que llegue a ver el fondo,
para
que caminase a su deleite
la
esposa de quien quiso desposarla
con
su bendita sangre a grandes voces,
sintiéndose
más fiel y más segura,
dos
príncipes mandó para ayudarla,
y
en una cosa y otra la guiasen.
Todo
en fuego seráfico uno ardía;
por
su saber el otro fue en la tierra
de
querúbica luz un resplandor.
De
uno hablaré, si bien de ambos se habla
alabando
a cualquiera de los dos,
puesto
que a un mismo fin se encaminaron.
Entre
Tupino y el agua que baja
de
la cima escogida por Ubaldo,
fértil
ladera pende de alto monte,
que
el frío y el calor manda a Perugia
por
la Puerta del Sol; y detrás lloran
Nocera
y Gualdo su pesado yugo.
Por
donde esta ladera disminuye
su
pendiente, nacióle un sol al mundo,
como
hace a veces éste sobre el Ganges.
Y
así pues quien a aquel lugar nombrara
que
no le llama Asís, pues esto es poco,
sino
Oriente, si quiere ser exacto.
No
se hallaba del orto muy distante,
cuando
a la tierra por su gran virtud
logró
hacer que sintiese algún consuelo;
que
por tal dama, aún jovencito, en guerra
con
su padre incurrió, a la cual las puertas
del
gozo, cual a muerte, no abre nadie;
y
ante toda su corte espiritual
et
coram patrem a ella quiso unirse;
luego
la amó más fuerte cada día.
ésta,
privada del primer marido,
mil
cien años y más vivió olvidada
sin
que nadie, hasta aquél, la convidase;
no
valió oír que al lado de Amiclates
segura
la encontró, al oír sus voces,
aquel
que fue el terror del mundo entero;
ni
le valió haber sido tan constante
y
firme, que al quedar María abajo,
ella
sobre la cruz lloró con Cristo.
Pero
para no hablarte tan oscuro,
Francisco
y la Pobreza estos amantes
has
de saber que son de los que te hablo.
Su
concordia y sus rostros tan felices,
amor
y maravilla y gestos dulces,
inspiraban
muy santos pensamientos;
tanto
que aquel Bernardo venerable
se
descalzó, y detrás de tanta paz
corrió,
y corriendo tardo se creía.
¡Oh
secreta riqueza! ¡Oh bien fecundo!
Egidio
se descalza, el buen Silvestre,
tras
del esposo, así a la esposa place
De
allí se fue aquel padre, aquel maestro
con
su mujer y su demás familia
que
el humilde cordón ya se ceñía.
No
le inclinó la frente la vergüenza
de
ser hijo de Pietro Bernardone,
ni
porque pareciera despreciable;
mas
dignamente su dura intención
a
Inocencio le abrió, y de aquél obtuvo
el
permiso primero de su orden.
Después
creciendo ya los pobrecillos
detrás
de aquél, cuya admirable vida
mejor
gloriando al cielo se cantara,
de
segunda corona el Santo Espíritu
ciñó,
por mediación de Honorio, aquel Honorio II aprobó
definitivamente
la Orden en .
santo
deseo de este archimandrita.
Y
después que, sediento de martirio,
en
la presencia del Sultán soberbia
predicó
a Cristo y quienes le siguieron,
y
encontrando a esas gentes demasiado
reacias,
para no estar inactivo,
volvióse
al fruto del huerto de Italia,
en
el áspero monte entre Arno y Tiber
de
Cristo recibió el último sello,
que
sus miembros llevaron por dos años.
Cuando
el que a tanto bien le destinara
quiso
hacerle subir al galardón
que
él mereció por hacerse pequeño,
a
sus hermanos, como justa herencia,
recomendó
su dama más querida,
y
les mandó que fielmente la amasen;
y
de su seno el ánima preclara
quiso
salir y volver a su reino,
y
para el cuerpo otra caja no quiso.
Ahora
piensa en quien fuese aquel colega
digno
con él de mantener la barca
de
Pedro en alta mar derechamente;
y
este segundo fue nuestro patriarca;
por
lo cual, quien le sigue, como él manda,
sabe
que carga buenas mercancías.
Mas
su rebaño, de nuevas viandas
se
encuentra tan ansioso, que es difícil
que
por pastos errados no se pierda;
y
cuanto sus ovejas más se apartan
y
más lejos de aquél vagabundean,
más
tornan al redil faltas de leche.
Aún
hay algunos que temen el daño
y
a su pastor se estrechan; mas tan pocas
que
a sus capas les basta poca tela.
Ahora,
si te han bastado mis palabras
y
si me has escuchado atentamente,
si
recuerdas aquello que te he dicho,
en
parte habrás tus ganas satisfecho
al
ver por qué la planta se marchita,
y
verás por qué causa yo te dije
"Que
hace avanzar a quien no se extravía".
CANTO
XII
Tan
pronto como la última palabra
la
bienaventurada llama dijo,
a
girar comenzó la santa rueda;
y
aún su vuelta no había completado,
cuando
otra rueda giró en su redor,
uniendo
canto a canto y giro a giro;
canto
que tanto vence a nuestras musas
y
sirenas en esas dulces trompas,
como
la luz primera a sus reflejos.
Como
se ven tras la nube ligera
dos
arcos paralelos y de un mismo
color,
cuando a su sierva envía Juno,
que
aquel de fuera nace del de dentro,
al
modo del hablar de aquella hermosa
que
agostó Amor cual sol a los vapores,
haciendo
que la gente esté segura,
por
el pacto que Dios hizo a Noé,
que
al mundo nunca más anegaría:
así
de aquellas rosas sempiternas
las
dos guirnaldas cerca de nosotros
giraba,
respondiendo una a la otra.
Cuando
la danza y otro gran festejo
del
cántico y del mutuo centelleo,
luz
con luz jubilosa y reposada,
a
un mismo tiempo y voluntad cesaron,
como
los ojos se abren y se cierran
juntamente
al placer que les conmueve;
del
corazón de una de aquellas luces
se
alzó una voz, que como aguja al polo
me
hizo volverme al sitio en que se hallaba;
y
comenzó: «El amor que me hace bella
me
obliga a que del otro jefe trate
por
quien del mío aquí tan bien se ha hablado.
Justo
es que, donde esté el uno, esté el otro:
y
así pues como a una combatieron,
así
luzca su gloria juntamente.
La
milicia de Cristo, que tan caro
costó
rearmar, detrás de sus banderas
marchaba
escasa, lenta y recelosa,
cuando
el Emperador que siempre reina
ayudó
a su legión en el peligro,
por
gracia sólo, no por merecerlo.
Y,
ya se ha dicho, socorrió a su esposa
con
dos caudillos, a cuyas palabras
y
obras reunióse el pueblo descarriado.
Allí
donde se alza y donde abre
Céfiro
dulce los follajes nuevos,
de
los que luego Europa se reviste,
no
lejos del batir del oleaje
tras
el cual, por su larga caminata,
el
sol se oculta a todos ciertos días,
está
la afortunada Caleruega
bajo
la protección del gran escudo
del
león subyugado que subyuga:
allí
nació el amante infatigable
de
la cristiana fe, el atleta santo
fiero
al contrario y bueno con los suyos;
y
en cuanto fue creada, fue repleta
tanto
su mente de activa virtud
que,
aún en la madre, la hizo profetisa.
Al
celebrarse ya en la santa fuente
los
esponsales entre él y la Fe,
la
mutua salvación dándose en dote,
la
mujer que por él dio asentimiento,
vio
en un sueño ese fruto prodigioso
que
saldría de aquél y su progenie;
y
porque fuese cual era, aun de nombre,
un
espíritu vino a señalarlo
del
posesivo de quien era entero.
Fue
llamado Domingo; y hablo de él
como
del labrador que eligió Cristo
para
que le ayudase con su huerto.
Bien
se mostró de Cristo mensajero;
pues
el primer amor del que dio prueba
fue
al consejo primero que dio Cristo.
Muchas
veces despierto y en silencio
lo
encontró su nodriza echado en tierra
cual
diciendo: «He venido para esto.»
¡Oh
en verdad padre suyo venturoso!
¡Oh
madre suya Juana verdadera,
si
se interpreta tal como se dice!
No
por el mundo, por el cual se afanan
hoy
detrás del Ostiense y de Tadeo,
mas
por amor del maná sin mentira,
en
poco tiempo gran doctor se hizo;
por
vigilar la viña, que marchita
pronto,
si el viñador es perezoso.
Y
a la sede que fue más bienhechora
antes
de los humildes, no por ella,
por
aquel que la ocupa y la mancilla,
no
dispensas de dos o tres por seis,
no
el primer cargo que libre quedara,
no
decimas, quae sunt pauperum Dei,
sino
pidió contra la gente errada
licencia
de luchar por la semilla
donde
estas veinticuatro plantas brotan.
Después,
con voluntad y con doctrina,
emprendió
su apostólica tarea
cual
torrente que baja de alta cumbre;
y
en el retoño herético su fuerza
golpeó,
con más saña en aquel sitio
donde
la resistencia era más dura.
De
él se hicieron después diversos ríos
donde
el huerto católico se riega,
y
más vivos se encuentran sus arbustos.
Si
fue tal una rueda de la biga
con
que se defendió la Santa Iglesia
y
su guerra civil venció en el campo.
bien
debería serte manifiesta
la
excelencia de la otra, que Tomás
antes
de venir yo te alabó tanto.
Mas
la órbita trazada por la parte
superior
de su rueda, está olvidada;
y
ahora es vinagre lo que era antes vino.
Su
familia que recta caminaba
tras
de sus huellas, ha cambiado tanto,
que
el de delante al de detrás empuja;
y
pronto podrá verse la cosecha
de
tan mal fruto, cuando la cizaña
lamente
que le cierren el granero
Bien
sé que quien leyese hoja por hoja
nuestro
Ebro, un pasaje aún hallaría
donde
leyese: "Soy el que fui siempre."
Pero
no de Casal ni de Acquasparta,
de
donde tales vienen a la regla,
que
uno la huye y otro la endurece.
Yo
soy el alma de Buenaventura
de
Bagnoregio, que en los altos cargos
los
errados afanes puse aparte.
Aquí
están Agustín e Iluminado,
los
primeros descalzos pobrecillos
con
el cordón amigos del Señor.
Está
con ellos Hugo de San Víctor,
y
Pedro Mangiadore y Pedro Hispano,
que
con sus doce libros resplandece;
el
profeta Natán, y el arzobispo
Crisóstomo
y Anselmo, y el Donato
que
puso mano en el arte primera.
Está
Rabano aquí, y luce a mi lado
el
abad de Calabria Joaquín
dotado
del espíritu profético.
A
celebrar a paladín tan grande
me
movió la inflamada cortesía
de
fray Tomás y su agudo discurso;
y
conmigo movió a quien me acompaña.»
CANTO
XIII
Imagine
quien quiera comprender
lo
que yo vi -y que la imagen retenga
mientras
lo digo, como firme roca-
quince
estrellas que en zonas diferentes
el
cielo encienden con tanta viveza
que
cualquier densidad del aire vencen;
imagine
aquel carro a quien el seno
basta
de nuestro cielo noche y día
y
al dar vuelta el timón no se nos marcha;
imagine
la boca de aquel cuerno
que
al extremo del eje se origina,
al
que da vueltas la primera esfera,
haciéndose
dos signos en el cielo,
como
hiciera la hija del rey Minos
sintiendo
el frío hielo de la muerte;
y
uno poner sus rayos en el otro,
y
dar vueltas los dos de tal manera
que
uno fuera detrás y otro delante;
y
tendrá casi sombra de la cierta
constelación
y de la doble danza
que
giraba en el punto en que me hallaba:
pues
tan distante está de nuestros usos,
cuanto
está del fluir del río Chiana
del
cielo más veloz el movimiento.
Allí
cantaron no a Pean ni a Baco,
a
tres personas de naturaleza
divina,
y una de ellas con la Humana.
Las
vueltas y el cantar se terminaron;
y
atentas nos miraron esas luces,
alegres
de pasar a otro cuidado.
Rompió
el silencio de concordes númenes
luego
la luz que la admirable vida
del
pobrecillo del Señor narrara,
dijo:
«Cuando trillada está una paja,
cuando
su grano ha sido ya guardado,
a
trillar otra un dulce amor me invita.
Crees
que en el pecho del que la costilla
se
sacó para hacer la hermosa boca
y
un paladar al mundo tan costoso,
y
en aquel que, pasado por la lanza
antes
y luego tanto satisfizo,
que
venció la balanza de la culpa,
cuanto
al género humano se permite
tener
de luz, del todo fue infundido
por
el Poder que hiciera a uno y a otro;
por
eso miras a lo que antes dije,
cuando
conté que no tuvo segundo
quien
en la quinta luz está escondido.
Abre
los ojos a lo que respondo,
y
verás lo que crees y lo que digo
como
el centro y el círculo en lo cierto.
Lo
que no muere y lo que morirá
no
es más que un resplandor de aquella idea
que
hace nacer, amando, nuestro Sir;
que
aquella viva luz que se desprende
del
astro del que no se desaúna,
ni
del amor que tres hace con ellos,
por
su bondad su iluminar transmite,
como
un espejo, a nueve subcriaturas,
conservándose
en uno eternamente.
De
aquí desciende a la última potencia
bajando
de acto en acto, hasta tal punto,
que
no hace más que contingencias breves;
y
entiendo que son estas contingencias
las
cosas engendradas, que produce
con
simiente o sin ella el cielo móvil.
No
es siempre igual la cera y quien la imprime;
y
por ello allá abajo más o menos
se
traslucen los signos ideales.
Por
lo que ocurre que de un mismo árbol,
salgan
frutos mejores o peores;
y
nacéis con distinta inteligencia.
si
perfecta la cera se encontrase,
e
igual el cielo en su virtud suprema,
la
luz del sello toda brillaría;
mas
la natura siempre es imperfecta,
obrando
de igual modo que el artista
que
sabe el arte mas su mano tiembla.
Y
si el ardiente amor la clara vista
del
supremo poder dispone y sella,
toda
la perfección aquí se adquiere.
Tal
fue creada ya la tierra digna
de
toda perfección animalesca;
y
la Virgen preñada de este modo;
de
tal forma yo apruebo lo que opinas,
pues
la humana natura nunca fue
ni
será como en esas dos personas.
Ahora
si no siguiese mis razones,
"¿pues
cómo aquél no tuvo par alguno?"
me
dirían entonces tus palabras.
Mas
porque veas claro lo confuso,
piensa
quién era y la razón que tuvo,
al
pedir cuando "pide" le dijeron.
No
te he hablado de forma que aún ignores
que
rey fue, y que pidió sabiduría
a
fin de ser un rey capacitado;
no
por saber el número en que fuesen
arriba
los motores, si necesse
con
contingentes hacen un necesse;
no
si est dare primum motum esse,
o
si de un semicírculo se hacen
triángulos
que un recto no tuviesen.
Y
así, si lo que dije y esto adviertes,
es
real prudencia aquel saber sin par
donde
la flecha de mi hablar clavaba;
y
si al "surgió" la vista clara tiendes,
la
verás sólo a reyes referida,
que
muchos hay, y pocos son los buenos.
Con
esta distinción oye mis dichos;
y
así casan con eso que supones
de
nuestro Gozo y del padre primero.
Plomo
a tus pies te sea este consejo,
para
que andes despacio, como el hombre
cansado,
al sí y al no de lo que ignoras:
pues
es de los idiotas el más torpe,
el
que sin distinguir niega o afirma
en
el uno o el otro de los casos;
puesto
que encuentra que ocurre a menudo
que
sea falsa la opinión ligera,
y
la pasión ofusca el intelecto.
Más
que en vano se aparta de la orilla,
porque
no vuelve como se ha marchado,
el
que sin redes la verdad buscase.
Y
de esto son al mundo claras muestras
Parménides,
Meliso, Briso, y muchos,
que
caminaban sin saber adónde;
Y
Arrio y Sabelio y todos esos necios,
que
deforman, igual que las espadas,
la
recta imagen de las Escrituras.
No
se aventure el hombre demasiado
en
juzgar, como aquel que aprecia el trigo
sembrado
antes de que haya madurado;
que
las zarzas he visto en el invierno
cuán
ásperas, cuán rígidas mostrarse;
y
engalanarse luego con las rosas;
y
vi derecha ya y veloz la nave
correr
el mar en todo su camino,
y
perecer cuando llegaba a puerto.
No
crean seor Martino y Doña Berta,
viendo
robar a uno y dar a otro,
verlos
igual en el juicio divino;
que
uno puede caer y otro subir.»
CANTO
XIV
Del
centro al borde, y desde el borde al centro
se
mueve el agua en un redondo vaso,
según
se le golpea dentro o fuera:
de
igual manera sucedió en mi mente
esto
que digo, al callarse de pronto
el
alma gloriosa de Tomás,
por
la gran semejanza que nacía
de
sus palabras con las de Beatriz,
a
quien hablar, después de aquél, le plugo:
«Le
es necesario a éste, y no lo dice,
ni
con la voz ni aun con el pensamiento,
indagar
la raíz de otra certeza.
Decidle
si la luz con que se adorna
vuestra
sustancia, durará en vosotros
igual
que ahora se halla, eternamente;
y
si es así, decidle cómo, luego
de
que seáis de nuevo hechos visibles,
podréis
estar sin que la vista os dañe.»
Cual,
por más grande júbilo empujados,
a
veces los que danzan en la rueda
alzan
la voz con gestos de alegría,
de
igual manera, a aquel devoto ruego
las
santas ruedas mostraron más gozo
en
sus giros y notas admirables.
Quien
se lamenta de que aquí se muera
para
vivir arriba, es que no ha visto
el
refrigerio de la eterna lluvia.
Que
al uno y dos y tres que siempre vive
y
reina siempre en tres y en dos y en uno,
nunca
abarcado y abarcando todo,
tres
veces le cantaba cada una
de
esas almas con una melodía,
justo
precio de mérito cualquiera.
Y
escuché dentro de la luz más santa
del
menor círculo una voz modesta,
quizá
cual la del ángel a María,
responder:
«Cuanto más dure la dicha
del
paraíso, tanto nuestro amor
ha
de esplender en tomo a estos vestidos.
De
nuestro ardor la claridad procede;
por
la visión ardemos, y esa es tanta,
cuanta
gracia a su mérito se otorga.
Cuando
la carne gloriosa y santa
vuelva
a vestirnos, estando completas
nuestras
personas, aún serán más gratas;
pues
se acrecentará lo que nos dona
de
luz gratuitamente el bien supremo,
y
es una luz que verlo nos permite;
por
lo que la visión más se acrecienta,
crece
el ardor que en ella se ha encendido,
y
crece el rayo que procede de éste.
Pero
como el carbón que da una llama,
y
sobrepasa a aquella por su brillo,
de
forma que es visible su apariencia;
así
este resplandor que nos circunda
vencerá
la apariencia de la carne
que
aún está recubierta por la tierra;
y
no podrá cegarnos luz tan grande:
porque
ha de resistir nuestro organismo
a
todo aquello que cause deleite.»
Tan
acordes y prontos parecieron
diciendo
«Amén» el uno y otro coro,
cual
si sus cuerpos muertos añoraran:
y
no sólo por ellos, por sus madres,
por
sus padres y seres más queridos,
y
que fuesen también eternas llamas.
De
claridad pareja entorno entonces,
nació
un fulgor encima del que estaba,
igual
que un horizonte se ilumina.
Y
como a la caída de la noche
nuevos
fulgores surgen en el cielo,
ciertos
e inciertos ante nuestra vista,
me
pareció que en círculo dispuestas
unas
nuevas sustancias contemplaba
por
fuera de las dos circunferencias.
¡Oh
resplandor veraz del Santo Espíritu!
¡qué
incandescente apareció de pronto
a
mis ojos que no lo soportaron!
Mas
Beatriz tan sonriente y bella
se
me mostró, que entre aquellas visiones
que
no recuerdo tengo que dejarla.
Recobraron
mis ojos la potencia
de
levantarse; y nos vi trasladados
solos
mi dama y yo a gloria más alta.
Bien
advertí que estaba más arriba,
por
el ígneo esplendor de aquella estrella,
mucho
más rojo de lo acostumbrado.
De
todo corazón, con la palabra
común,
hícele a Dios un holocausto,
como
a la nueva gracia convenía.
Y
apagado en mi pecho aún no se hallaba
del
sacrificio el fuego, cuando supe
que
era mi ofrenda fausta y recibida;
que
con tan grande brillo y tanto fuego
un
resplandor salía de sus rayos
que
dije: «¡Oh Helios, cómo los adornas!»
Cual
con mayores y menores luces
blanquea
la Galaxia entre los polos
del
mundo, y a los sabios pone en duda;
así
formados hacían los rayos
en
el profundo Marte el santo signo
que
del círculo forman los cuadrantes.
Aquí
vence al ingenio la memoria;
que
aquella Cruz resplandecía a Cristo,
y
no encuentro un ejemplo digno de ello;
mas
quien toma su cruz y a Cristo sigue,
podrá
excusarme de eso que no cuento
viendo
en aquel albor radiar a Cristo.
De
un lado al otro y desde arriba a abajo
se
movían las luces y brillaban
aún
más al encontrarse y separarse:
así
aquí vemos, rectos o torcidos,
lentos
o raudos renovar su aspecto
los
corpusculos, cortos y más largos,
moviéndose
en el rayo que atraviesa
la
sombra a veces que, por protegerse,
dispone
el hombre con ingenio y arte.
Y
cual arpa y laúd, con tantas cuerdas
afinadas,
resuenan dulcemente
aun
para quien las notas no distingue,
tal
de las luzes que allí aparecieron
a
aquella cruz un canto se adhería,
que
arrebatóme, aun no entendiendo el himno.
Bien
me di cuenta que era de altas loas,
pues
llegaba hasta mi «Resurgi» y «Vinci»
como
a aquel que no entiende, pero escucha.
Y
me sentía tan enamorado,
que
hasta ese entonces no hubo cosa alguna
que
me atrapase en tan dulces cadenas.
Tal
vez son muy atrevidas mis palabras,
al
posponer el gozo de los ojos,
que
si los miro, cesan mis deseos;
mas
el que sepa que los cielos vivos
más
altos más acrecen la belleza,
y
que yo aún no me había vuelto a aquéllos,
podrá
excusarme de lo que me acuso
por
excusarme, y saber que no miento:
que
aquí el santo placer no está excluido,
pues
más sincero se hace mientra sube.
CANTO
XV
La
buena voluntad donde se licúa
siempre
el amor que inspira lo que es recto,
como
en la inicua la pasión insana,
silencio
impuso a aquella dulce lira,
aquietando
las cuerdas que la diestra
del
cielo pulsa y luego las acalla.
¿Cómo
estarán a justas preces sordas
esas
sustancias que, por darme aliento
para
que hablase, a una se callaron?
Bien
está que sin término se duela
quien,
por amor de cosas que no duran,
de
ese amor se despoja eternamente.
Cual
por los cielos puros y tranquilos
de
cuando en cuando cruza un raudo fuego,
y
atrae la vista que está distraída,
y
es como un astro que de sitio mude,
sino
que en el lugar donde se enciende
no
se pierde ninguno, y dura poco:
tal
desde el brazo que a diestra se extiende
hasta
el pie de la cruz, corrió una estrella
de
la constelación que allí relumbra;
no
se apartó la gema de su cinta,
mas
pasó por la línea radial
cual
fuego por detrás del alabastro.
Fue
tan piadosa la sombra de Anquises,
si
a la más alta musa damos fe,
reconociendo
a su hijo en el Elíseo.
«O
sanguis meus, o superinfusa
gratia
Dei, sicut tibi cui
bis
unquam celi ianüa reclusa?»
Dijo
esa luz llamando mi atención;
luego
volví la vista a mi señora,
y
una y otra dejáronme asombrado;
pues
ardía en sus ojos tal sonrisa,
que
pensé que los míos tocarían
el
fondo de n-ú gloria y paraíso.
Luego
gozoso en vista y en palabras,
el
espíritu dijo aún otras cosas
que
no las entendí, de tan profundas;
Y
no es que por su gusto lo escondiera,
mas
por necesidad, pues su concepto
al
ingenio mortal se superpone.
Y
cuando el arco del afecto ardiente
se
calmó, y se abajaron sus palabras
a
la diana de nuestro intelecto,
la
cosa que escuché primeramente
«¡Bendito
seas -fue tú, el uno y trino,
que
tan cortés has sido con mi estirpe!»
Y
siguió: «Un grato y lejano deseo,
tomado
de leer el gran volumen
del
cual el blanco y negro no se mudan,
has
satisfecho, hijo, en esa luz
desde
la cual te hablo, gracias a ésa
que
alas te dio para tan alto vuelo.
Tú
crees que a mí llegó tu pensamiento
de
aquel que es el primero, como sale
del
uno, al conocerlo, el seis y el cinco;
y
por ello quién soy, y por qué causa
más
alegre me ves, no me preguntas,
que
algunos otros de este alegre grupo.
Crees
bien; pues los menores y mayores
de
esta vida se miran al espejo
que
muestra el pensamiento antes que pienses;
mas
por que el sacro amor en que yo veo
con
perpetua vista, y que me llena
de
un dulce desear, mejor se calme,
¡segura
ya tu voz, alegre y firme
suene
tu voluntad, suene tu anhelo,
al
que ya decretada es mi respuesta!»
Me
volví hacia Beatriz, que antes que hablara
me
escuchó, y sonrió con un semblante
que
hizo crecer las alas del deseo.
Dije
después: «El juicio y el afecto,
pues
que gozáis de la unidad primera,
en
vosotros operan de igual modo,
porque
el sol que os prendió y en el que ardisteis,
en
su calor y luz es tan igual,
que
otro símil sería inoportuno.
Mas
querer y razón, en los mortales,
por
causas de vosotros conocidas,
tienen
las alas de diversas plumas;
y
yo, que soy mortal, me siento en esta
desigualdad,
y por ello agradezco
sólo
de corazón esta acogida.
Te
imploro con fervor, vivo topacio,
precioso
engaste de esta joya pura,
que
me quede saciado de tu nombre.»
«¡Oh
fronda mía, que eras mi delicia
aguardándote,
yo fui tu raíz!»:
comenzó
de este modo a responderme.
Luego
me dijo: «Aquel de quien se toma
tu
apellido, y cien años ha girado
y
más el monte en la primera cornisa,
fue
mi hijo, y fue tu bisabuelo:
y
es conveniente que tú con tus obras
a
su larga fatiga des alivio.
Florencia
dentro de su antiguo muro,
donde
ella toca aún a tercia y nona,
en
paz estaba, sobria y pudorosa.
No
tenía coronas ni pulseras,
ni
faldas recamadas, ni cintillos
que
gustara ver más que a las personas.
Aún
no le daba miedo si nacía
la
hija al padre, pues la edad y dote
ni
una ni otra excedían la medida.
No
había casas faltas de familia;
aún
no había enseñado Sardanápalo
lo
que se puede hacer en una alcoba.
Aún
no estaba vencido Montemalo
por
vuestro Uccelatoio, que cayendo
lo
vencerá al igual que en la subida.
Vi
andar ceñido a Belincione Berti
con
piel de oso, y volver del espejo
a
su mujer sin la cara pintada;
y
vi a los Nerli alegres y a los Vechio
de
vestir simples pieles, y a la rueca
atendiendo
y al huso sus esposas.
¡Oh
afortunadas! estaban seguras
del
sepulcro, y ninguna aún se encontraba
abandonada
por Francia en el lecho.
Una
cuidaba atenta de la cuna,
y,
por consuelo, usaba el idioma
que
divierte a los padres y a las madres;
otra,
tirando a la rueca del pelo,
charloteaba
con sus familiares
de
Fiésole, de Roma, o los troyanos.
Entonces
por milagro se tendrían
una
Cianghella, un Lapo Saltarello,
como
ahora Cornelia o Cincinato.
A
un tan hermoso, a un tan apacible
vivir
de ciudadano, a una tan fiel
ciudadanía,
y a un tan dulce albergue,
me
dio María, a gritos invocada;
y
en el antiguo bautisterio vuestro
fui
cristiano a la par que Cacciaguida.
Moronto
fue mi hermano y Eliseo;
desde
el valle del Po vino mi esposa,
de
la cual se origina tu apellido.
Luego
seguí al emperador Conrado;
y
él me armó caballero en su milicia,
tan
de su agrado fueron mis hazañas.
Marché
tras él contra la iniquidad
de
aquella secta cuyo pueblo usurpa,
por
culpa del pastor, vuestra justicia.
Allí
fui yo por esas torpes gentes,
ya
desligado del mundo falaz,
cuyo
amor muchas almas envilece;
y
vine hasta esta paz desde el martirio.
CANTO
XVI
Oh
pequeña nobleza de la sangre,
que
de ti se gloríen aquí abajo
las
gentes donde es débil nuestro afecto,
nunca
habrá de admirarme: porque donde
el
apetito nuestro no se tuerce,
digo
en el cielo, yo me glorié.
Eres
un manto que pronto se acorta:
tal
que, si no se agranda día a día,
el
tiempo va en redor con las tijeras.
Con
el «vos» que primero sufrió Roma,
y
que sus descendientes no conservan,
comenzaron
de nuevo mis palabras;
por
lo cual Beatriz, que estaba aparte
la
que tosió, al reírse parecía,
al
primer fallo escrito de Ginebra.
Yo
le dije: «Vos sois el padre mío;
vos
infundís aliento a mis palabras;
vos
me eleváis, y soy más que yo mismo.
Por
tantos cauces llena la alegría
mi
mente, y de sí misma se recrea
pues
soportarlo puede sin fatiga.
Habladme
pues, mi caro antecesor,
de
los mayores vuestros y los años
que
dejaron su huella en vuestra infancia;
decidme
cómo era en aquel tiempo
el
redil de san Juan, y quiénes eran
los
dignos de los puestos elevados.»
Como
se aviva cuando el viento sopla
el
carbón encendido, así vi a aquella
luz
brillar con mi hablar respetuoso;
y
haciéndose más bella ante mis ojos,
así
con voz más dulce y más suave,
mas
no con este lenguaje moderno,
me
dijo: «Desde el día en que fue dicho
"Ave",
hasta el parto en que mi santa madre,
se
vio libre de mí, que la gravaba,
a
su León quinientas y cincuenta
y
treinta veces este fuego vino
a
inflamarse otra vez bajo sus plantas.
Mis
mayores y yo nacimos donde
primero
encuentra el último distrito
quien
corre en vuestros juegcos anuales.
De
mis mayores basta escucha-- esto:
quiénes
fueran y cuál su procedencia,
más
conviene callar que declararlo.
Todos
los que podían aquel tiempo
entre
el Bautista y Marte llevar armas,
eran
el quinto de los que hay ahora.
Mas
la ciudadanía, ahora mezclada
de
Campi, de Certaldo y de Fegghine,
pura
se hallaba hasta en los artesanos.
¡Oh
cuánto mejor fuera ser vecino
de
esas gentes que digo, y a Galluzzo
y
a Trespiano tener como confines,
que
tener dentro y aguantar la peste
de
ese ruin de Aguglión, y del de Signa,
de
tan aguda vista para el fraude!
Si
la gente que al mundo más corrompe
no
hubiera sido madrastra del César,
mas
cual benigna madre para el hijo,
quien
es ya florentino y cambia y merca,
a
Simifonte habría regresado,
donde
pidiendo su abuelo vivía;
de
los Conti sería aún Montemurlo;
los
Cerchi habitarían en Acona,
los
Buondelmonti acaso en Valdigrieve.
Siempre
la confusión de las personas
principio
fue del mal de las ciudades,
cual
del vuestro el comer más de la cuenta;
y
más deprisa cae si ciega el toro
que
el cordero; y mejor que cinco espadas
y
más corta una sola muchas veces.
Si
piensas cómo Luni y Orbisaglia
han
desaparecido, y cómo van
Sinagaglia
y Chiusi tras de aquéllas,
oír
cómo se pierden las estirpes
no
te parecerá nuevo ni fuerte,
ya
que también se acaban las ciudades.
Tienen
su muerte todas vuestras cosas,
como
vosotros; mas se oculta alguna
que
dura mucho, y son cortas las vidas.
Y
cual girando el ciclo de la luna
las
playas sin cesar cubre y descubre,
así
hace la Fortuna con Florencia:
por
lo cual lo que diga de los grandes
florentinos
no debe sorprenderte,
que
ya su fama en el tiempo se esconde.
Yo
vi a los Ughi y a los Catellini,
Filippi,
Creci, Orrnanni y Alberichi,
ya
en decadencia, ilustres ciudadanos;
y
vi tan grandes como los antiguos,
con
el de la Sanella, a aquel del Arca,
y
a Soldanieri y Ardinghi y Bostichi.
junto
a la puerta, que se carga ahora
de
nueva felonía tan pesada
que
hará que vuestra barca se hunda pronto,
los
Ravignani estban, de los cuales
descendió
el conde Guido, y los que el nombre
del
alto Bellinción después tomaron.
Los
de la Pressa sabía ya cómo
gobernar,
y tenía Galigaio
ya
en su casa dorados pomo y funda.
Era
ya grande la columna oscura,
Sachetti,
Giuochi, Fifanti y Barucci,
Galli
y a quien las pesas avergüenzan.
La
cepa que dio vida a los Calfucci
era
ya grande, y ya fueron llamados
los
Sizzi y Arrigucci a las curules.
¡Cuán
altos vi a los que ahora están deshechos
por
su soberbia! y las bolas de oro
con
sus gestas Florencia florecían.
Así
hacían los padres de esos que,
cuando
queda vacante vuestra iglesia,
engordan
acudiendo al consistorio.
Esa
insolente estirpe que se endraga
tras
los que huyen, y a quien muestra el diente
o
la bolsa, se amansa cual cordero,
iba
ascendiendo, mas de humilde origen;
y
a Ubertino Donati no placía
que
luego el suegro con ella le uniese.
Ya
hasta el mercado había el Caponsacco
de
Fiésole venido, y ciudadanos
eran
ya buenos Guida e Infangato.
Diré
una cosa cierta e increíble:
daba
la entrada al recinto una puerta
que
de los Pera su nombre tomaba.
Los
que hoy ostentan esa bella insignia
del
gran barón con cuya prez y nombre
la
fiesta de Tomás se reconforta,
de
él recibieron mando y privilegio;
aunque
se ponga hoy junto a la plebe
quien
la rodea con franja de oro.
Ya
estaban Gualterotti e Importuni;
y
aún estaría el Burgo más tranquilo,
ayuno
de estas nuevas vecindades.
La
casa en que naciera vuestro llanto,
por
el justo rencor que os ha matado,
y
puso fin a vuestra alegre vida,
era
honrada, con todos sus secuaces:
¡Oh
Buondelmonti, mal de aquellas bodas
huiste,
y el consuelo nos quitaste!
Alegres
muchos tristes estarían,
si
al Ema Dios te hubiese concedido,
cuando
llegaste allí por vez primera.
Mas
convenía que en la piedra rota
que
el puente guarda, hiciera un sacrificio
Florencia
al terminarse ya su paz.
Con
estas gentes, y otras con aquéllas,
vi
yo a Florencia con tan gran sosiego,
que
no había motivos para el llanto.
Con
esas gentes yo vi glorioso
y
justo al pueblo, tanto que su lirio
nunca
al revés pusieron en el asta,
ni
fue hecho rojo por las disensiones.»
CANTO
XVII
Como
acudió a Climene, a consultarle
de
aquello que escuchara en contra suya,
quien
remiso hace al padre aún con el hijo;
tal
me encontraba, y tal lo comprendían
Beatriz
y aquella luz santa que antes
por
causa mía se cambió de sitio.
Por
lo cual mi señora «Expulsa el fuego
de
tu deseo -dijo- y que éste salga
por
tu imagen interna bien sellado:
no
para acrecentar lo que sabemos
al
decirlo: mas para acostumbrarte
a
que hables de tu sed, y otros te ayuden».
«Cara
planta que te alzas de tal modo
que,
cual saben los hombres que no caben
dos
ángulos obtusos en un triángulo,
igual
sabes las cosas contingentes
antes
de que sucedan, viendo el punto
en
quien todos los tiempos son presentes;
mientras
que junto a Virgilio subía
por
la montaña que cura las almas,
o
por el reino difunto bajando,
dichas
me fueron respecto al futuro
palabras
graves, y aunque yo me sienta
a
los golpes de azar como el tetrágono;
mi
deseo estaría satisfecho
sabiendo
la fortuna que me aguarda:
pues
la flecha prevista daña menos.»
Así
le dije a aquella misma luz
que
antes me había hablado; y como quiso
Beatriz,
fue mi deseo confesado.
No
con enigmas, donde se enviscaba
la
gente loca, antes de que muriera
el
Cordero que quita los pecados,
mas
con palabras claras y preciso
latín,
me respondió el amor paterno,
manifiesto
y oculto en su sonrisa:
«Los
hechos contingentes, que no salen
de
los cuadernos de vuestra materia,
en
la mirada eterna se dibujan;
Mas
esto no los hace necesarios,
igual
que la mirada que refleja
el
barco al que se lleva la corriente.
De
allí, lo mismo que viene al oído
el
dulce son del órgano, me viene
hasta
mi vista el tiempo que te aguarda.
Como
se marchó Hipólito de Atenas
por
la malvada y pérfida madrastra,
así
tendrás que salir de Florencia.
Esto
se quiere y esto ya se busca,
y
pronto lo han de ver los que esto piensan
donde
se vende a Cristo cada día.
Se
atribuirá la culpa a los vencidos,
como
se suele hacer; mas el castigo
testimonio
será de la verdad.
Tú
dejarás cualquier cosa que quieras
más
fuertemente; y. esto es esa flecha
que
antes dispara el arco del exilio.
Probarás
cuán amargamente sabe
el
pan ajeno y cuán duro es subir
y
bajar las ajenas escaleras.
Y
lo que más te pesará en los hombros,
será
la ruin y necia compañía
con
la que has de caer en ese valle;
que
ingrata, impía y loca contra ti
ha
de volverse; mas al poco tiempo
ella,
no tú, tendrá las sienes rojas.
De
su bestialidad dará la prueba
su
proceder; y grato habrá de serte
haber
hecho un partido de ti mismo.
El
refugio primero que te albergue
será
la cortesía del Lombardo
que
en la escalera tiene el ave santa;
que
te dará tan benigna acogida,
que
de hacer y pedir, entre vosotros,
antes
irá el que entre otros el postrero.
Con
él verás a aquel que fue signado,
tanto,
al nacer, por esta fuerte estrella,
que
hará notables todas sus acciones.
En
él nadie repara todavía
por
su temprana edad, pues nueve años
sólo
esta rueda gira en torno suya;
mas
antes que el Gascón engañe a Enrique,
de
su virtud veremos los fulgores,
despreciando
la playa y las fatigas.
Y
sus magnificencias tan famosas
serán
entonces, que sus enemigos
no
podrán evitar el referirlas.
Pon
la esperanza en él y en sus mercedes;
por
él será cambiada mucha gente,
mudando
condición rico y mendigo;
y
llevarás escrito sin decirlo
en
tu memoria de él»; y dijo cosas
que
no creyese aun quien las escuchara.
Dijo
después: «La explicación es esto
de
lo que te fue dicho; ve las trampas
que
se esconden detrás de pocos años.
Mas
no quiero que envidies a tu gente,
pues
sabrás que tu vida se enfutura
más
allá que el castigo de su infamia.»
Cuando
al callar mostró que concluido
ya
había el alma santa el entramado
de
la tela en que yo puse la urdimbre,
yo
comencé lo mismo que el que anhela,
en
la duda, el consejo de personas
que
ven y quieren rectamente y aman:
«Bien
veo padre mío, cómo aguija
contra
mí el el tiempo, para darme un golpe
tal,
que es más grave a quien más se descuida;
de
previsión por ello debo armarme,
y
si el lugar más amado me quitan,
yo
no pierda los otros por mis versos.
Por
el amargo mundo sempiterno,
y
por el monte desde cuya altura
me
elevaron los ojos de mi dama,
y
en el cielo después, de fuego en fuego,
aprendí
muchas cosas, que un agriado
sabor
daría a muchos si las cuento;
mas
si amo la verdad tímidamente,
temo
perder mi fama entre esos hombres
que
a nuestro tiempo han de llamar antiguo.»
La
luz donde reía mi tesoro,
que
allí encontré, centelleó primero,
como
al rayo de sol un áureo espejo;
después
me replicó: «Sólo a una mente,
por
la propia vergüenza o por la ajena
turbada,
será brusco lo que digas.
No
obstante, aparta toda la mentira
y
pon de manifiesto lo que has visto;
y
deja que se rasquen los sarnosos.
Porque
si con tu voz causas molestia
al
probarte, alimento nutritivo
dejará
luego cuando lo digieran.
Este
clamor tuyo hará como el viento,
que
las más altas cumbres más golpea;
y
esto no poco honor ha de traerte.
Por
ello se han mostrado a ti en los cielos,
en
el monte y el valle doloroso
sólo
las almas de notoria fama,
pues
fe no guarda el ánimo que escucha
ni
observa los ejemplos que escondidas
o
incógnitas tuvieran las raíces,
ni
razones que no son evidentes.»
CANTO
XVIII
Se
recreaba ya en sus reflexiones
aquel
beato espejo, y yo en las mías,
temperando
lo amargo con lo dulce;
y
la mujer que a Dios me conducía
dijo:
«Cambia de idea; porque estoy
cerca
de aquel que lo injusto repara.»
Yo
entonces me volví al son amoroso
de
mi consuelo; y no he de referiros
el
mucho amor que vi en sus santos ojos:
no
sólo es que no fíe en mis palabras,
sino
que la memoria no repite,
sin
una gracia, lo que la supera.
Sólo
puedo decir de aquel instante,
que,
volviendo a mirarla, estuvo libre
mi
afecto de cualquier otro deseo,
mientras
el gozo eterno, que directo
irradiaba
en Beatriz, desde sus ojos
con
su segundo aspecto me alegraba.
Vencido
con la luz de su sonrisa,
ella
me dijo: «Vuélvete y escucha;
no
está en mis ojos sólo el Paraíso.»
Como
se ve en la tierra algunas veces
el
afecto en la vista, si es tan grande,
que
por él todo el alma es poseída,
así
en el flamear del fulgor santo
al
que yo me volví, supe el deseo
que
tenía aún de hablarme un poco más,
y
él comenzó: «En este quinto grado
del
árbol de la cima, que da fruta
siempre
y que nunca pierde su follaje,
hay
almas santas, que en la tierra, antes
que
vinieran al cielo, tan famosas
fueron
que harían rica a cualquier musa.
Contempla
pues los brazos de la cruz:
los
que te nombraré aparecerán
como
el rayo veloz hace en la nube.»
Por
la cruz vi un fulgor que se movía
al
nombre de Josué, nada más dicho;
no
sé si fue primero el ver que el nombre.
Y
al nombre de aquel grande Macabeo
vi
que otro se movía dando vueltas,
y
era cuerda del trompo la alegría.
Así
con Carlo Magno y con Oriando
siguió
dos luces mi mirar atento
como
a su halcón volando sigue el ojo.
Después
vi a Rinoardo y a Guillermo
y
al duque Godofredo con la vista
por
esa cruz, y a Roberto Guiscardo.
Yendo
a mezclarse luego con los otros,
me
mostró el alma que me había hablado
qué
clase de cantor era en el cielo.
Me
volví entonces hacia la derecha
para
ver si Beatriz, o por su gesto
o
sus palabras, mi deber mostraba.
Y
contemplé sus luces tan serenas,
tan
gozosas, que a los demás vencía
su
semblante y al último que tuvo.
Y
como por sentir mayor deleite
obrando
bien, el hombre día a día
se
da cuenta que aumenta su virtud,
así
yo me di cuenta que girando
junto
al cielo mi círculo crecía,
viendo
aún más luminoso aquel milagro.
Y
como se transmuta en poco rato
en
blanca la mujer, cuando su rostro
de
la vergüenza el peso se descarga,
tal
fue en mis ojos, cuando me volví,
por
su blancura la templada estrella
sexta,
que en ella habíame acogido.
Yo
vi en aquella jovial antorcha
el
destellar del amor que allí estaba
signando
el alfabeto ante nosotros.
Y
cual aves que se alzan de la orilla,
casi
alabando ya el haber comido,
hacen
bandadas largas o redondas,
así
en las luces las santas criaturas
al
revolotear iban cantando,
haciéndose
una D, una I, una L.
Al
compás de su canto se movían;
y
al formar luego uno de aquellos signos,
callaban
deteniéndose un momento.
¡Oh
pegasea diosa, que a los sabios
los
haces gloriosos y longevos,
y
ellos contigo a reinos y a ciudades,
ilústreme
tu ayuda, y haz que muestre
tal
como aparecieron sus figuras:
y
en breves versos tu poder demuestra!
Se
me mostraron cinco veces siete
unas
vocales y otras consonantes;
y
en cuanto se formaban las leía.
«DILIGITE
IUSTITIAM», verbo y nombre
fueron
los que primero se formaron;
«QUI
IUDICATIS TERRAM», las postreras.
Luego
en la eme del vocablo quinto
ordenadas
quedaron; y tal plata
bañada
en oro Júpiter lucía.
Y
vi otras luces que a la parte alta
bajaban
de la eme, y se quedaban
cantando,
creo, el bien que las traía.
Luego,
como al chocar de los tizones
ardientes,
surgen chispas a millares,
donde
los necios suelen ver augurios,
pareció
que de allí surgían miles
de
luces que subían, mucho o poco,
tal
como el sol que las prendió dispuso;
y
en su lugar ya quietas cada una,
vi
de un águila el cuello y la cabeza
representada
en el fulgor distinto.
Quien
pinta allí no tiene quien le guíe,
sino
que guía, y de aquél se origina
la
virtud que a los nidos da su forma.
Las
otras beatitudes, que dichosas
de
enliliarse en la ema parecieron,
moviéndose
siguieron la figura.
¡Oh
dulce estrella, cuáles, cuántas gemas
me
demostraron que nuestra justicia
es
efecto del cielo que tú enjoyas!
Y
yo pido a la mente en que comienza
tu
virtud y tu obrar, que vuelva a ver
de
dónde sale el humo que te nubla;
tal
que se encolerice nuevamente
del
comprar y el vender dentro del templo
murado
con milagros y martirios.
¡O
milicia de cielo que ahora miro,
ruega
por los que se hallan en la tierra
detrás
del mal ejemplo desviados!
Antes
se hacía con armas la guerra;
y
ahora se hace quitando a unos y a otros
el
pan que a nadie niega el santo Padre.
Pero
tú que borrando sólo escribes,
piensa
que aún viven Pedro y Pablo, muertos
por
la viña que ahora tú devastas.
Puedes
decir: «Tan fijo está mi amor
en
quien quiso vivir en el desierto
y
fue martirizado por un baile,
que
al Pescador y a Pablo desconozco.»
CANTO
XIX
Apareció
ante mí la bella imagen
con
las alas abiertas, que formaban
las
almas agrupadas en su dicha;
un
rubí parecía cada una
donde
un rayo de sol ardiera tanto,
que
en mis ojos pudiera reflejarse.
Y
lo que debo de tratar ahora
ni
referido nunca fue, ni escrito,
ni
concebido por la fantasía;
pues
vi y también oí que hablaba el pico,
y
que la voz decía «mío» y «yo»
y
debía decir «nuestro» y «nosotros».
Y
comenzó: «Por ser justo y piadoso
estoy
aquí exaltado a aquella gloria
que
vencer no se deja del deseo;
y
dejé tan completa mi memoria
en
la tierra, que abajo los malvados
aun
sin seguir su ejemplo, la veneran.»
Como
un solo calor de muchas brasas,
de
entre muchos amores, de igual modo,
salía
un solo son de aquella imagen.
Y
entonces respondí. «Oh perpetuas flores
de
la alegría eterna, que uno sólo
me
hacéis aparecer vuestros aromas,
aclaradme,
espirando, el gran ayuno
que
largamente en hambre me ha tenido,
pues
ningún alimento hallé en la tierra.
Bien
sé que si en el cielo de otro reino
la
justicia divina hace su espejo
veladamente
el vuestro no la mira.
Sabéis
que atentamente me: dispongo
a
escucharos; sabéis cuál es la duda
que
en ayunas me tuvo tanto tiempo.»
Como
halcón al que quitan la capucha,
que
mueve la cabeza y bate alas
ganas
mostrando y haciéndose hermoso,
contemplé
a aquella imagen, que con loas
a
la divina gracia era formada,
con
cantos que conoce el que lo goza.
Dijo
después: «El que volvió el compás
hasta
el confín del mundo, y dentro de éste
guardó
lo manifiesto y lo secreto,
no
podía imprimir su poderío
en
todo el universo, de tal modo
que
su verbo no fuese aún infinito.
Y
esto confirma que el primer soberbio,
que
de toda criatura fue la suma,
por
no esperar la luz cayó inmaduro;
mostrando
que cualquier naturaleza
menor,
es sólo un corto receptáculo
del
bien que no se acaba y no se mide.
Por
lo cual nuestra vista, que tan sólo
ha
salido de un rayo de la mente
de
que todas las cosas están llenas,
no
puede valer tanto por sí misma,
que
no sepa que está mucho más lejos
su
principio de lo que se le muestra.
Por
eso en la justicia sempiterna
la
vista que recibe vuestro mundo,
igual
que el ojo por el mar, se adentra;
que,
aunque en la orilla puede ver el fondo,
no
lo ve en alta mar; y no está menos
allí,
pero lo esconde el ser profundo.
No
hay luz, si no procede de la calma
imperturbable;
y fuera es la tiniebla,
o
sombra de la carne, o su veneno.
Bastante
ya te he abierto el escondrijo
que
te escondía la justicia viva,
que
con tanta frecuencia cuestionaste;
diciendo:
"Un hombre nace en la ribera
del
Indo, y no hay allí nadie que hable
de
Cristo ni leyendo ni escribiendo;
y
todos sus deseos y actos buenos,
por
lo que entiende la razón del hombre,
están
sin culpa en vida y en palabras.
Y
muere sin la fe y sin el bautismo:
¿Dónde
está la justicia al condenarle?
¿y
dónde está su culpa si él no cree?"
¿Quién
eres tú para querer sentarte
a
juzgar a mil millas de distancia
con
tu vista que sólo alcanza un palmo?
Cierto
que quien conmigo sutiliza,
si
sobre él no estuviera la Escritura,
su
dudar llegaría hasta el asombro.
¡Oh
animales terrenos! ¡Mentes zafias!
La
voluntad primera, por sí buena,
de
sí, que es sumo bien, nunca se mueve.
Sólo
es justo lo que a ella se conforma:
ningún
creado bien puede atraerla,
pero
aquella, espiendiendo, los produce.»
Igual
que sobre el nido vuela en círculos
tras
cebar a sus hijos la cigüeña,
y
como la contempla el ya cebado;
hizo
así, y yo los ojos levanté,
esa
bendita imagen, que las alas
movió
impulsada por tantos espíritus.
Dando
vueltas cantaba, y me decía:
«Lo
mismo que mis notas, que no entiendes,
tal
es el juicio eterno a los mortales.»
Al
aquietarse las lucientes llamas
del
Espíritu Santo, aún en el signo
que
a Roma hizo temible en todo el mundo,
volvió
a decir aquél: «No sube a este
reino,
quien no creyera en Cristo, antes
o
después de clavarle en el madero.
Mas
sabe: muchos gritan "¡Cristo, Cristo!"
y
estarán en el juicio menos prope
de
aquel, que otros que a Cristo no conocen;
serán
por el etíope afrentados
cuando
los dos colegios se separen,
los
para siempre ricos y los pobres.
¿A
vuestros reyes qué dirán los persas
al
contemplar abierto el libro donde
escritos
se hallan todos sus pecados?
La
que muy pronto moverá las plumas
y
que devastará el reino de Praga,
de
Alberto podrá verse entre las obras.
La
pena podrá verse que en el Sena
causará,
la moneda falseando,
quien
por un jabalí hallará la muerte.
La
insaciable soberbia podrá verse,
que
al de Inglaterra y al de Escocia ciega,
sin
poder aguantarse en sus fronteras.
Veráse
la lujuria y vida muelle
de
aquel de España y del de la Bohemia,
que
ni supo ni quiso del valor.
Veráse
al cojo de Jerusalén
su
bondad señalada con la I,
y
con la M el contrario señalado.
Veráse
la avaricia y la vileza
de
quien guardando está la isla del fuego,
donde
Anquises su larga edad dejara;
en
abreviadas letras su escritura
para
dar a entender cuán poco vale,
que
mucho anotarán en poco espacio.
Enseñará
las obras indecentes
de
su tío y su hermano, que una estirpe
tan
egregia y dos tronos ensuciaron.
El
que está en Portugal y el de Noruega
allí
se encontrarán, y aquel de Rascia
que
mal ha visto el cuño de Venecia.
¡Dichosa
Hungría, si es que no se deja
mal
conducir! ¡y dichosa Navarra,
si
se armase del monte que la cerca!
Y
creer se debiera como muestra
de
esto, que Nicosia y Famagusta
se
reprueban y duelen de su bestia,
que
del lado de aquéllas no se aparta.
CANTO
XX
Cuando
aquel que da luz al mundo entero
del
hemisferio nuestro así desciende
que
el día en todas partes se consuma,
el
cielo, que aquél solo iluminaba,
súbitamente
vuelve a hacerse claro,
con
muchas luces, que a una reflejan.
Recordé
este fenómeno celeste,
cuando
calló aquel símbolo del mundo
y
de sus jefes su bendito pico;
pues
que todas aquellas vivas luces
entonaron,
luciendo aún más, cantigas
que
se han borrado ya de mi memoria.
¡Oh
dulce amor que de risa te envuelves,
qué
ardiente en esos sistros te mostrabas,
de
santos pensamientos inspirados!
Cuando
las caras y lucientes piedras
de
las que vi enjoyado el sexto cielo
sus
angélicos sones terminaron,
creí
escuchar el murmurar de un río
que
claro baja de una roca en otra,
mostrando
la abundancia de su fuente.
Y
como el son del cuello de la cítara
toma
forma, y así del orificio
de
la zampoña por donde entra el viento,
de
igual manera, sin tardanza alguna,
por
el cuello del águila el murmullo
subió,
cual si estuviese perforado.
Allí
se tornó voz, y por el pico
salió
en palabras, como lo esperaba
mi
corazón, en donde las retuve.
«La
parte en mí que ve y que al sol resiste
siendo
águila mortal -me dijo entonces-
ahora
debes mirar atentamente,
pues
de los fuegos que hacen mi figura,
esos
por los que brillan mis pupilas,
son
los más excelentes de entre todos.
Ese
que en medio luce como el iris,
fue
el gran cantor del Espíritu Santo,
que
el arca trasladó de pueblo en pueblo:
ahora
sabe ya el mérito del canto,
en
cuanto efecto fue de su deseo,
por
el pago que le ha correspondido.
De
los cinco del arco de mis cejas,
quien
del pico se encuentra más cercano,
consoló
a aquella viuda por su hijo:
ahora
sabe lo caro que resulta
el
no seguir a Cristo, conociendo
esta
vida tan dulce y su contraria.
Y
aquel que sigue en la circunferencia
que
te digo, en lo más alto del arco,
con
penitencias aplazó su muerte:
ahora
sabe que el juicio sempiterno
no
cambia, aun cuando dignas oraciones
de
lo de hoy abajo hace mañana.
El
que sigue, conmigo y con las leyes,
bajo
buena intención que dio mal fruto,
por
ceder al pastor se tornó griego:
ahora
sabe que el mal que ha derivado
de
aquel buen proceder, no le es dañoso
aunque
por ello el mundo se destruya.
Y
aquel que está donde el arco desciende,
fue
Guillermo, a quien llora aquella tierra
que
a Federico y Carlos ahora sufre:
ahora
sabe en qué modo se enamora
de
un justo rey el cielo, y en el brillo
de
su semblante así lo manifiesta.
¿Quién
creería en el mundo en que se yerra
que
el troyano Rifeo en este arco
fuese
la quinta de las santas luces?
Ahora
ya sabe más de eso que el mundo
no
puede ver de la divina gracia,
aunque
su vista el fondo no discierna.»
Como
la alondra que vuela en el aire
cantando,
y luego calla satisfecha
de
la última dulzura que la sacia,
tal
pareció la imagen del emblema
del
eterno poder, a cuyo gusto
todas
las cosas adquieren su ser.
Y
aunque yo con mis dudas casi fuese
cristal
con el color que le recubre,
no
pude estar callado mucho tiempo,
mas
por la boca: «¿Qué cosas son éstas?»
me
impulsó a echar la fuerza de su peso:
por
lo cual vi destellos de alegría.
Y
luego, con la vista más ardiente,
aquel
bendito signo me repuso
para
que yo saliera de mi asombro:
«Ya
veo que estas cosas has creído
pues
yo lo digo, mas no ves las causas;
y
te están, aun creyéndolas, ocultas.
Haces
como ése que sabe de nombre
las
cosas, pero si otros no le explican
su
sustancia, él no puede conocerla.
Regnum
caelorum sufre la violencia
de
ardiente amor y de viva esperanza,
que
vencen la divina voluntad:
no
como el hombre al hombre sobrepuja,
mas
la vencen pues quiere ser vencida,
y
con su amor, así vencida, vence.
La
primer alma y quinta de las cejas
ha
causado tu asombro, pues las ves
pintando
las angélicas regiones.
No
dejaron sus cuerpos, como piensas,
gentiles,
mas cristianos, con fe firme
en
los pies por clavar o ya clavados.
Pues
una del infierno, donde nunca
se
vuelve al buen querer, tornó a los huesos;
y
esto fue en premio de esperanza viva:
de
una viva esperanza que dio fuerzas
a
la súplica a Dios de revivirle,
para
poder corregir su deseo.
El
alma gloriosa de que hablo,
vuelta
a la carne, en la que estuvo un poco,
creyó
en aquel que podía ayudarla;
y
creyendo encendióse en tanto fuego
de
verdadero amor, que en su segunda
muerte,
fue digna de estas alegrías.
La
otra, por gracia que de tan profunda
fuente
destila, que nadie ha podido
ver
su vena primera con los ojos,
puso
todo su amor en la justicia:
y
así, pues, Dios le abrió, de gracia en gracia
la
vista a la futura redención;
y
él en ella creyó, y no toleraba
la
peste de su antiguo paganismo;
y
reprendía a las gentes perversas.
Las
tres mujeres que viste en la rueda
derecha
le sirvieron de bautismo,
antes
del bautizar más de un milenio.
¡Oh
predestinación, cuán alejada
se
encuentra tu raíz de aquellos ojos
que
la causa primera no ven tota!
Y
vosotros mortales, sed prudentes
juzgando:
pues nosotros, que a Dios vemos,
aún
no sabemos todos los que elige;
y
nos es dulce ignorar estas cosas,
y
nuestro bien en este bien se afina,
pues
lo que Dios desea, deseamos.»
Por
la divina imagen de este modo,
para
aclarar mi vista tan escasa,
me
fue dada suave medicina.
Y
como a un buen cantor buen citarista
hace
seguir el pulso de las cuerdas,
por
lo que aún más placer adquiere el canto,
así,
mientras hablaba, yo recuerdo
que
vi a los dos benditos resplandores,
igual
que el parpadeo se concuerda,
llamear
al compás de las palabras.
CANTO
XXI
Volví
a fijar mis ojos en el rostro
de
mi dama, y mi espíritu con ellos,
de
cualquier otro asunto retirado.
No
se reía; mas «Si me riese
-dijo-
te ocurriría como cuando
fue
Semele en cenizas convertida:
pues
mi belleza, que en los escalones
del
eterno palacio más se acrece,
como
has podido ver, cuanto más sube,
si
no la templo, tanto brillaría
que
tu fuerza mortal, a sus fulgores,
rama
sería que el rayo desgaja.
Al
séptimo esplendor hemos subido,
que
bajo el pecho del León ardiente
con
él irradia abajo su potencia.
Fija
tu mente en pos de tu mirada,
y
haz de aquélla un espejo a la figura
que
te ha de aparecer en este espejo.»
Quien
supiese cuál era la delicia
de
mi vista mirando el santo rostro,
al
poner mi atención en otro asunto,
sabría
de qué forma me era grato
obedecer
a rrú celeste escolta,
si
un placer con el otro parangono.
En
el cristal que tiene como nombre,
rodeando
el mundo, el de su rey querido
bajo
el que estuvo muerta la malicia,
de
color de oro que el rayo refleja
contemplé
una escalera que subía
tanto,
que no alcanzaba con la vista.
Vi
también que bajaba los peldaños
tanto
fulgor, que pensé que la luz
toda
del cielo allí se difundiera.
Y
como, por su natural costumbre,
juntos
los grajos, al romper del día,
se
mueven calentando su plumaje;
después
unos se van y ya no vuelven;
otros
toman al sitio que dejaron,
y
los demás se quedan dando vueltas;
me
parecio que igual aconteciese
en
aquel destellar que junto vino,
al
llegar y pararse en cierto tramo.
Y
aquel que más cercano se detuvo,
era
tan luminoso, que me dije:
«Bien
conozco el amor que me demuestras.
Mas
aquella en que espero el cómo y cuándo
callar
o hablar, estáse quieta; y yo
bien
hago y, aunque quiero, no pregunto.»
Por
lo cual ella, viendo en mi silencio,
con
el ver de quien puede verlo todo,
me
dijo: «Aplaca tu ardiente deseo.»
Y
yo comencé así. «Mis propios méritos
de
tu respuesta digno no me hacen;
mas
por aquella que hablar me permite,
alma
santa que te hallas escondida
dentro
de tu alegría, haz que yo sepa
por
qué de mí te has puesto tan cercana;
y
por qué en esta rueda se ha callado
la
dulce sinfonía de los cielos,
que
tan piadosa en las de abajo suena.»
«Mortal
tienes la vista y el oído,
por
eso no se canta aquí -repuso-
al
igual que Beatriz no tiene risa.
Por
la santa escalera he descendido
únicamente
para recrearte
con
la voz y la luz que me rodea;
mayor
amor más presta no me hizo,
que
tanto o más amor hierve allá arriba,
tal
como el flamear te manifiesta.
Mas
la alta caridad, que nos convierte
en
siervas de aquel que el mundo gobierna
aquí
nos destinó, como estás viendo.»
«Bien
veo, sacra lámpara, que un libre
amor
-le dije basta en esta corte
para
seguir la eterna providencia;
mas
no puedo entender tan fácilmente
por
qué predestinada sola fuiste
tú
a este encargo entre todas las restantes.»
Aun
antes de acabar estas palabras,
hizo
la luz un eje de su centro,
dando
vueltas veloz como una rueda;
luego
dijo el amor que estaba dentro:
«Desciende
sobre mí la luz divina,
en
ésta en que me envientro penetrando,
la
cual virtud, unida a mi intelecto,
tanto
me eleva sobre mí, que veo
la
suma esencia de la cual procede.
De
allí viene esta dicha en la que ardo;
puesto
que a mi visión, que es ya tan clara,
la
claridad de la llama se añade.
Pero
el alma en el cielo más radiante,
el
serafín que más a Dios contempla,
no
podrá responder a tu pregunta,
porque
se oculta tanto en el abismo
del
eterno decreto lo que quieres,
que
al creado intelecto se le esconde.
Y
al mundo de los hombres, cuando vuelvas,
contarás
esto, a fin que no pretenda
a
una tan alta meta dirigirse.
La
mente, que aquí luce, en tierra humea;
así
que piensa cómo allí podrá
lo
que no puede aun quien acoge el cielo.»
Tan
terminantes fueron sus palabras
que
dejé aquel asunto, y solamente
humilde
pregunté por su persona.
«álzanse
entre las costas italianas
montes
no muy lejanos de tu tierra,
tanto
que el trueno suena más abajo,
y
un alto forman que se llama Catria,
bajo
el cual hay un yermo consagrado
para
adorar dispuesto únicamente.»
Por
vez tercera dijo de este modo;
y,
siguiendo, después me dijo: «Allí
tan
firme servidor de Dios me hice,
que
sólo con verduras aliñadas
soportaba
los fríos y calores,
alegre
en el pensar contemplativo.
Dar
solía a estos cielos aquel claustro
muchos
frutos; mas ahora está vacío,
y
pronto se pondrá de manifiesto.
Yo
fui Pedro Damián en aquel sitio,
y
Pedro Pecador en la morada
de
nuestra Reina junto al mar Adriático.
Cuando
ya me quedaba poca vida,
a
la fuerza me dieron el capelo,
que
de malo a peor ya se transmite.
Vino
Cefas y vino el Santo Vaso
del
Espíritu, flacos y descalzos,
tomando
en cualquier sitio la comida.
Los
modernos pastores ahora quieren
que
les alcen la cola y que les lleven,
tan
gordos son, sujetos a los lados.
Con
mantos cubren sus cabalgaduras,
tal
que bajo una piel marchan dos bestias:
¡Oh
paciencia que tanto soportas!
Al
decir esto vi de grada en grada
muchas
llamas bajando y dando vueltas,
y
a cada giro estaban más hermosas.
Se
detuvieron al lado de ésta,
y
prorrumpieron en clamor tan alto,
que
aquí nada podría asemejarse;
ni
yo lo oí; tan grande fue aquel trueno.
CANTO
XXII
Presa
del estupor, hacia mi guía
me
volví, como el niño que se acoge
siempre
en aquella en que más se confía;
y
aquélla, como madre que socorre
rápido
al hijo pálido y ansioso
con
esa voz que suele confortarlo,
dijo:
«¿No sabes que estás en el cielo?
y
¿no sabes que el cielo es todo él santo,
y
de buen celo viene lo que hacemos?
Cómo
te habría el canto trastornado,
y
mi sonrisa, puedes ver ahora,
puesto
que tanto el gritar te conmueve;
y
si hubieses su ruego comprendido,
en
él conocerías la venganza
que
podrás ver aún antes de que mueras.
La
espada de aquí arriba ni deprisa
ni
tarde corta, y sólo lo parece
a
quien teme o desea su llegada.
Mas
dirígete ahora hacia otro lado;
que
verás muchas almas excelentes,
si
vuelves la mirada como digo.»
Como
ella me indicó, volví los ojos,
y
vi cien esferitas, que se hacían
aún
más hermosas con sus mutuos rayos.
Yo
estaba como aquel que se reprime
la
punta del deseo, y no se atreve
a
preguntar, porque teme excederse;
y
la mayor y la más encendida
de
aquellas perlas vino hacia adelante,
para
dejar satisfechas mis ganas.
Dentro
de ella escuché luego: «Si vieses
la
caridad que entre nosotras arde,
lo
que piensas habrías expresado.
Mas
para que, esperando, no demores
el
alto fin, habré de responderte
al
pensamiento sólo que así guardas.
El
monte en cuya falda está Cassino
estuvo
ya en su cima frecuentado
por
la gente engañada y mal dispuesta;
y
yo soy quien primero llevó arriba
el
nombre de quien trajo hasta la tierra
esta
verdad que tanto nos ensalza;
y
brilló tanta gracia sobre mí,
que
retraje a los pueblos circundantes
del
culto impío que sedujo al mundo.
Los
otros fuegos fueron todos hombres
contemplativos,
de ese ardor quemados
del
que flores y frutos santos nacen.
Está
Macario aquí, y está Romualdo,
y
aquí están mis hermanos que en los claustros
detuvieron
sus almas sosegadas.
Y
yo a él: «El afecto que al hablarme
demuestras
y el benévolo semblante
que
en todos vuestros fuegos veo y noto,
de
igual modo acrecientan mi confianza,
como
hace al sol la rosa cuando se abre
tanto
como permite su potencia.
Te
ruego pues, y tú, padre, concédeme
si
merezco gracia semejante,
que
pueda ver tu imagen descubierta.»
Y
aquél: «Hermano, tu alto deseo
ha
de cumplirse allí en la última esfera,
donde
se cumplirán todos y el mío.
Allí
perfectos, maduros y enteros
son
los deseos todos; sólo en ella
cada
parte está siempre donde estaba,
pues
no tiene lugar, ni tiene polos,
y
hasta aquella conduce esta escalera,
por
lo cual se te borra de la vista.
Hasta
allá arriba contempló el patriarca
Jacob
que ella alcanzaba con su extremo,
cuando
la vio de ángeles colmada.
Mas,
por subirla, nadie aparta ahora
de
la tierra los pies, y se ha quedado
mi
regla para gasto de papel.
Los
muros que eran antes abadías
espeluncas
se han hecho, y las cogullas
de
mala harina son talegos llenos.
Pero
la usura tanto no se alza
contra
el placer de Dios, cuanto aquel fruto
que
hace tan loco el pecho de los monjes;
que
aquello que la Iglesia guarda, todo
es
de la gente que por Dios lo pierde;
no
de parientes ni otros más indignos.
Es
tan blanda la carne en los mortales,
que
allá abajo no basta un buen principio
para
que den bellotas las encinas.
Sin
el oro y la plata empezó Pedro,
y
con ayunos yo y con oraciones,
y
su orden Francisco humildemente;
y
si el principio ves de cada uno,
y
miras luego el sitio al que han llegado,
podrás
ver que del blanco han hecho negro.
En
verdad el Jordán retrocediendo,
más
fue, y el mar huyendo, al Dios mandarlo,
admirable
de ver, que aquí el remedio.»
Así
me dijo, y luego fue a reunirse
con
su grupo, y el grupo se juntó;
después,
como un turbión, voló hacia arriba.
Mi
dulce dama me impulsó tras ellos
por
la escalera sólo con un gesto,
venciendo
su virtud a mi natura;
y
nunca aquí donde se baja y sube
por
medios naturales, hubo un vuelo
tan
raudo que a mis alas se igualase.
Así
vuelva, lector, a aquel devoto
triunfo
por el cual lloro con frecuencia
mis
pecados y el pecho me golpeo,
puesto
y quitado en tanto tú no habrías
del
fuego el dedo, en cuanto vi aquel signo
que
al Toro sigue y dentro de él estuve.
Oh
gloriosas estrellas, luz preñada
de
gran poder, al cual yo reconozco
todo,
cual sea, que mi ingenio debo,
nacía
y se escondía con vosotras
de
la vida mortal el padre, cuando
sentí
primero el aire de Toscana;
y
luego, al otorgarme la merced
de
entrar en la alta esfera en que girais,
vuestra
misma region me cupo en suerte.
Con
devoción mi alma ahora os suspira,
para
adquirir la fuerza suficiente
en
este fuerte paso que la espera.
«Ya
de la salvación están tan cerca
-me
dijo Beatriz-- que deberías
tener
los ojos claros y aguzados;
por
lo tanto, antes que tú más te enelles,
vuelve
hacia abajo, y mira cuántos mundos
debajo
de tus pies ya he colocado;
tal
que tu corazón, gozoso cuanto
pueda,
ante las legiones se presente
que
alegres van por el redondo éter.»
Recorrí
con la vista aquellas siete
esferas,
y este globo vi en tal forma
que
su vil apariencia me dio risa;
y
por mejor el parecer apruebo
que
lo tiene por menos; y el que piensa
en
el otro, de cierto es virtuoso.
Vi
encendida a la hija de Latona
sin
esa sombra que me dio motivo
de
que rara o que densa la creyera.
El
rostro de tu hijo, Hiperïón,
aquí
afronté, y vi cómo se mueven,
cerca
y en su redor Maya y Dïone.
Y
se me apareció el templar de Júpiter
entre
el padre y el hijo: y vi allí claro
las
variaciones que hacen de lugares;
y
de todos los siete puede ver
cuán
grandes son, y cuánto son veloces,
y
la distancia que existe entre ellos.
La
era que nos hace tan feroces,
mientras
con los Gemelos yo giraba,
vi
con sus montes y sus mares; luego
volví
mis ojos a los ojos bellos.
CANTO
XXIII
Igual
que el ave, entre la amada fronda,
que
reposa en el nido entre sus dulces
hijos,
la noche que las cosas vela,
que,
por ver los objetos deseados
y
encontrar alimento que les nutra
-una
dura labor que no disgusta-,
al
tiempo se adelanta en el follaje,
y
con ardiente afecto al sol espera,
mirando
fijo a donde nace el alba;
así
erguida se hallaba mi señora
y
atenta, dirigiéndose hacia el sitio
bajo
el que el sol camina más despacio:
y
viéndola suspensa, ensimismada,
me
puse como aquel que deseando
algo
que quiere, se calma en la espera.
Mas
poco fue del uno al otro instante
de
que esperara, digo, y de que viera
que
el cielo más y más resplandecía;
Y
Beatriz dijo: «¡Mira las legiones
del
tyiunfo de Cristo y todo el fruto
que
recoge el girar de estas esferas!»
Pareció
que le ardiera todo el rostro,
y
tanta dicha llenaba sus ojos,
que
es mejor que prosiga sin decirlo.
Igual
que en los serenos plenilunios
con
las eternas ninfas Trivia ríe
que
coloran el cielo en todas partes,
vi
sobre innumerables luminarias
un
sol que a todas ellas encendía,
igual
que el nuestro a las altas estrellas;
y
por la viva luz transparecía
la
luciente sustancia, tan radiante
a
mi vista, que no la soportaba.
¡Oh
Beatriz, mi guía dulce y cara!
Ella
me dijo: «Aquello que te vence
es
virtud que ninguno la resiste.
Allí
están el poder y la sapiencia
que
abrieron el camino entre la tierra
y
el cielo, tanto tiempo deseado.»
Cual
fuego de la nube se desprende
por
tanto dilatarse que no cabe,
y
contra su natura cae a tierra,
mi
mente así, después de aquel manjar,
hecha
más grande salió de sí misma,
y
recordar no sabe qué se hizo.
«Los
ojos abre y mira cómo soy;
has
contemplado cosas, que te han hecho
capaz
de sostenerme la sonrisa.»
Yo
estaba como aquel que se resiente
de
una visión que olvida y que se ingenia
en
vano a que le vuelva a la memoria,
cuando
escuché esta invitación, tan digna
de
gratitud, que nunca ha de borrarse
del
libro en que el pasado se consigna.
Si
ahora sonasen todas esas lenguas
que
hicieron Polimnía y sus hermanas
de
su leche dulcísima más llenas,
en
mi ayuda, ni un ápice dirían
de
la verdad, cantando la sonrisa
santa
y cuánto alumbraba al santo rostro.
Y
así al representar el Paraíso,
debe
saltar el sagrado poema,
como
el que halla cortado su camino.
Mas
quien considerase el arduo tema
y
los humanos hombros que lo cargan,
que
no censure si tiembla debajo:
no
es derrotero de barca pequeña
el
que surca la proa temeraria,
ni
para un timonel que no se exponga.
«¿Por
qué mi rostro te enamora tanto,
que
al hermoso jardín no te diriges
que
se enflorece a los rayos de Cristo?
Este
es la rosa en que el verbo divino
carne
se hizo, están aquí los lirios
con
cuyo olor se sigue el buen sendero.»
Así
Beatriz; y yo, que a sus consejos
estaba
pronto, me entregué de nuevo
a
la batalla de mis pobres ojos.
Como
a un rayo de sol, que puro escapa
desgarrando
una nube, ya un florido
prado
mis ojos, en la sombra, vieron;
vi
así una muchedumbre de esplendores,
desde
arriba encendidos por ardientes
rayos,
sin ver de dónde procedían.
¡Oh,
benigna virtud que así los colmas,
para
darme ocasión a que te viesen
mis
impotentes ojos, te elevaste!
El
nombre de la flor que siempre invoco
mañana
y noche, me empujó del todo
a
la contemplación del mayor fuego;
y
cuando reflejaron mis dos ojos
el
cuál y el cuánto de la viva estrella
que
vence arriba como vence abajo,
por
entre el cielo descendió una llama
que
en círculo formaba una corona
y
la ciñó y dio vueltas sobre ella.
Cualquier
canción que tenga más dulzura
aquí
abajo y que más atraiga al alma,
semeja
rota nube que tronase,
si
al son de aquella lira lo comparo
que
al hermoso zafiro coronaba
del
que el más claro cielo se enzafira.
«Soy
el amor angélico, que esparzo
la
alta alegría que nace del vientre
que
fue el albergue de nuestro deseo;
y
así lo haré, reina del cielo, mientras
sigas
tras de tu hijo, y hagas santa
la
esfera soberana en donde habitas.»
Así
la melodía circular
decía,
y las restantes luminarias
repetían
el nombre de María.
El
real manto de todas las esferas
del
mundo, que más hierve y más se aviva
al
aliento de Dios y a sus mandatos,
tan
encima tenía de nosotros
el
interno confín, que su apariencia
desde
el sitio en que estaba aún no veía:
y
por ello mis ojos no pudieron
seguir
tras de esa llama coronada
que
se elevó a la par que su simiente.
Y
como el chiquitín hacia la madre
alarga,
luego de mamar, los brazos
por
el amor que afuera se le inflama,
los
fulgc>res arriba se extendieron
con
sus penachos, tal que el alto afecto
que
a María tenían me mostraron.
Permanecieron
luego ante mis ojos
Regina
caeli, cantando tan dulce
que
el deleite de mí no se partía.
¡Ah,
cuánta es la abundancia que se encierra
en
las arcas riquísimas que fueron
tan
buenas sembradoras aquí abajo!
Allí
se vive y goza del tesoro
conseguido
llorando en el destierro
babilonio,
en que el oro desdeñaron.
Allí
trïunfa, bajo el alto Hijo
de
María y de Dios, de su victoria,
con
el antiguo y el nuevo concilio
el
que las llaves de esa gloria guarda.
CANTO
XXIV
«Oh
compañía electa a la gran cena
del
bendito Cordero, el cual os nutre
de
modo que dais siempre saciadas,
si
por gracia de Dios éste disfruta
de
aquello que se cae de vuestra mesa,
antes
de que la muerte el tiempo agote,
estar
atentos a su gran deseo
y
refrescarle un poco: pues bebéis
de
la fuente en que mana lo que él piensa.»
Así
Beatriz; y las gozosas almas
se
hicieron una esfera en polos fijos,
llameando,
al igual que los cometas.
Y
cual giran las ruedas de un reloj
así
que, a quien lo mira, la primera
parece
quieta, y la última que vuela;
así
aquellas coronas, diferente-
mente
danzando, lentas o veloces,
me
hacían apreciar sus excelencias.
De
aquella que noté más apreciada
vi
que salía un fuego tan dichoso,
que
de más claridad no hubo ninguno;
y
tres veces en torno de Beatriz
dio
vueltas con un canto tan divino,
que
mi imaginación no lo repite.
Y
así salta mi pluma y no lo escribo:
pues
la imaginativa, a tales pliegues,
no
ya el lenguaje, tiene un color burdo.
«¡Oh
Santa hermana mía que nos ruegas
devota,
por tu afecto tan ardiente
me
he separado de esa hermosa esfera.»
Tras
detenerse, aquel bendito fuego,
dirigió
a mi señora sus palabras,
que
hablaron en la forma que ya he dicho.
Y
ella: «Oh luz sempiterna del gran hombre
a
quien Nuestro Señor dejó las llaves,
que
él llevó abajo, de esta ingente dicha,
sobre
cuestiones serias o menudas,
a
éste examina en torno de esa fe,
por
lo cual sobre el mar tú caminaste.
Si
él ama bien, y bien cree y bien espera,
no
se te oculta, pues la vista tienes
donde
se ve cualquier cosa pintada,
pero
como este reino ha hecho vasallos
por
la fe verdadera, es oportuno
que
la gloríe más, hablando de ella.»
Tal
como el bachiller se arma y no habla
hasta
que hace el maestro la pregunta,
argumentando,
mas sin definirla,
yo
me armaba con todas mis razones,
mientras
ella le hablaba, preparado
a
tal cuestionador y a tal examen.
«Di,
buen cristiano, y hazlo sin rodeos:
¿qué
es la fe?» Por lo cual alcé la frente
hacia
la luz que dijo estas palabras;
luego
volví a Beatriz, y aquella un presto
signo
me hizo de que derramase
afuera
el agua de mi fuente interna.
«La
gracia que me otorga el confesarme
-le
dije con el alto primopilo,
haga
que bien exprese mis conceptos.»
Y
luego: «Cual la pluma verdadera
lo
escribió, padre, de tu caro hermano
que
contigo fue guía para Roma,
fe
es la sustancia de lo que esperamos,
y
el argumento de las invisibles;
pienso
que ésta es su esencia verdadera.»
Entonces
escuché: «Bien lo has pensado,
si
comprendes por qué entre las sustancias,
luego
en los argumentos la coloca.»
Y
respondí: «Las cosas tan profundas
que
aquí me han ofrecido su apariencia,
están
a los de abajo tan ocultas,
que
sólo está su ser en la creencia,
sobre
la cual se funda la esperanza;
y
por ello sustancia la llamamos.
Y
de esto que creemos es preciso
silogizar,
sin más pruebas visibles:
por
ello la llamamos argumento.»
Escuché
entonces: «Si cuanto se adquiere
por
la doctrina abajo, así entendierais,
no
cabría el ingenio del sofista.»
Así
me dijo aquel amor ardiente;
luego
añadió: «Muy bien has sopesado
el
peso y la aleación de esta moneda;
mas
dime si la llevas en la bolsa.»
«Sí
-dije , y tan brillante y tan redonda,
que
en su cuño no cabe duda alguna.»
Luego
salió de la luz tan profunda
que
allí brillaba: «Esta preciosa gema
que
de toda virtud es fundamento,
¿de
dónde te ha venido?» Y yo: «Es la lluvia
del
Espíritu Santo, difundida
sobre
viejos y nuevos pergaminos,
el
silogismo que esto me confirma
con
agudeza tal, que frente a ella
cualquier
demostración parece obtusa.»
Y
después escuché: «¿La antigua y nueva
proposición
que así te han convencido
por
qué las tienes por habla divina?»
Y
yo: «Me lo confirman esas obras
que
las siguieron, a las que natura
ni
bate el yunque ni calienta el hierro.»
«Dime
-me respondió- ¿quién te confirma
que
hubiera aquellas obras? Pues el mismo
que
lo quiere probar, sin más, lo jura.»
Si
el mundo al cristianismo se ha inclinado,
-le
dije sin milagros, esto es uno
aún
cien veces más grande que los otros:
pues
tú empezaste pobre y en ayunas
en
el campo a sembrar la planta buena
que
fue antes vid y que ahora se ha hecho zarza.»
Esto
acabado, la alta y santa corte
cantó
por las esferas: «Dio Laudamo»
con
esas notas que arriba se cantan.
Y
aquel varón que así de rama en rama,
examinando,
me había llevado,
cerca
ya de los últimos frondajes,
volvió
a decir: «La Gracia que enamora
tu
mente, ha hecho que abrieras la boca
hasta
aquí como abrirse convenía,
de
tal forma que apruebo lo que has dicho;
mas
explicar qué crees debes ahora,
y
de dónde te vino la creencia.»
«Santo
padre, y espíritu que ves
aquello
en que creíste, de tal modo,
que
al más joven venciste hacia el sepulcro,
tú
quieres --comencé- que manifieste
aquí
la forma de mi fe tan presta,
y
también su motivo preguntaste.
Y
te respondo: creo en un Dios solo
y
eterno, que los cielos todos mueve
inmóvil,
con amor y con deseo;
y
a tal creer no tengo sólo prueba
física
o metafísica, también
me
la da la verdad, que aquí nos llueve
por
Moisés, por profetas y por salmos,
y
por el Evangelio y por vosotros
que
con ardiente espíritu escribisteis;
y
creo en tres personas sempiternas,
y
en una esencia que es tan una y trina,
que
el "son" y el "es" admite a un mismo tiempo.
Con
la profunda condición divina
que
ahora toco, la mente me ha sellado
la
doctrina evangélica a menudo.
Aquí
comienza todo, esta es la chispa
que
en vivaz llama luego se dilata,
y
brilla en mí cual en el cielo estrella.»
Como
el señor que escucha algo agradable,
después
abraza al siervo, complacido
por
la noticia, cuando aquél se calla;
de
este modo, cantando, me bendijo,
ciñéndome
tres veces al callarme,
la
apostólica luz, que me hizo hablar:
¡tanto
le complacieron mis palabras!
CANTO
XXV
Si
sucediera que el sacro poema
en
quien pusieron mano tierra y cielo,
y
me ha hecho enflaquecer por muchos años,
venciera
la crueldad que me ha exiliado
del
bello aprisco en el que fui cordero,
de
los hostiles lobos enemigo;
con
otra voz entonces y cabellos,
poeta
volveré, y sobre la fuente
de
mi bautismo habrán de coronarme;
porque
en la fe, que hace que conozcan
a
Dios las almas, aquí vine, y luego
Pedro
mi frente rodeó por ella.
Después
vino una luz hacia nosotros
de
aquella esfera de la que salió
el
primer sucesor que dejó Cristo;
y
mi Señora llena de alegría
me
dijo: «Mira, mira ahí al barón
por
quien abajo visitan Galicia.»
Tal
como cuando el palomo se pone
junto
al amigo, y uno y otro muestra
su
amistad, al girar y al arrullarse;
así
yo vi que el uno al otro grande
príncipe
glorïoso recibía,
loando
el pasto que allí se apacienta.
Mas
concluyendo ya los parabienes,
callados
coram me se detuvieron,
tan
ígneos que la vista me vencían.
Entonces
dijo Beatriz riendo:
«Oh
ínclita alma por quien se escribiera
la
generosidad de esta basílica,
haz
que resuene en lo alto la esperanza:
puedes,
pues tantas veces la has mostrado,
cuantas
jesús os prefirió a los tres.»
«Alza
el rostro y sosiega, pues quien viene
desde
el mundo mortal hasta aquí arriba,
en
nuestros rayos debe madurarse.»
Este
consuelo del fuego segundo
me
vino; y yo miré a aquellos dos montes
que
me abatieron antes con su peso.
«Pues
nuestro emperador te ha concedido
que
antes de muerto puedas con sus condes
avistarte
en la sala más secreta,
y
viendo la verdad de este palacio,
la
esperanza, que abajo os enamora,
a
ti y a otros pueda consolaros,
dime
qué es, y di cómo florece
en
tu mente: y de dónde te ha venido.»
Así
continuó la luz segunda.
Y
la piadosa que guió las plumas
de
mis alas a vuelo tan cimero,
previno
de este modo mi respuesta:
«La
iglesia militante hijo ninguno
tiene
que más espere, como escrito
está
en el sol que alumbra nuestro ejército:
por
eso le otorgaron que de Egipto
venga
a Jerusalén para que vea,
antes
de concluir en su milicia.
Los
otros puntos, que no por saber
le
preguntaste, mas para que muestre
lo
mucho que te place esta virtud,
a
él se los dejo, pues que son sencillos
y
no se jactará; que él os responda,
y
esto merezca la divina gracia.»
Como
el alumno que al doctor secunda
pronto
y con gusto en eso que es experto,
para
que se demuestre su valía.
«La
esperanza -repuse es cierta espera
de
la gloria futura, que produce
la
gracia con el mérito adquirido.
Muchas
estrellas me han dado esta luz;
mas
quien primero la infundió en mi pecho
fue
el supremo cantor del rey supremo.
"Que
esperen en ti --dice en su divino
cántico-
los que saben de tu nombre":
¿quién
que tenga mi fe no lo conoce?
Y
con su inspiración tú me inspiraste
con
tu carta después; y ahora estoy lleno,
y
en los otros revierto vuestra lluvia.»
Dentro
del vivo seno, cuando hablaba,
de
aquel incendio tremolaba un fuego
raudo
y súbito a modo de relámpago.
Luego
dijo: «El amor en que me inflamo
aún
por la virtud que me ha seguido
hasta
el fin del combate y el martirio,
aún
quiere que te hable, pues te gozas
con
ella, y me complace que me digas
qué
es lo que la esperanza te promete.»
Y
yo: «Los nuevos y los viejos textos
fijan
la meta, y esto me lo indica,
de
quien desea ser de Dios amigo.
Dice
Isaías que todos vestidos
en
su patria estarán con dobles vestes:
¿y
es que esta dulce vida no es su patria?
Y
tu hermano de forma aún más patente,
al
hablar de las blancas vestiduras,
esta
revelación nos manifiesta.
Y
primero, después de estas palabras,
«Sperent
in te» se oyó sobre nosotros;
y
replicaron todos los benditos.
Luego
tras esto se encendió una luz
tal
que, si en Cáncer tal fulgor hubiese,
sólo
un día sería el mes de invierno.
Y
como se alza y va y entra en el baile
una
cándida virgen, para honrar
a
la novicia, y no por vanagloria,
así
vi yo al encendido esplendor
acercarse
a los dos que daban vueltas
al
ritmo que su ardiente amor marcaba.
Se
ajustó allí a su canto y a su rueda;
y
atenta los miraba mi señora,
como
una esposa inmóvil y callada.
«Es
éste quien yaciera sobre el pecho
de
nuestro pelicano, y éste fue
desde
la cruz propuesto al gran oficio.»
Dijo
así mi señora; mas por esto
su
vista no dejó de estar atenta
despues
como antes de que hubiera hablado.
Como
es aquel que mira y que pretende
ver
eclipsarse el sol por un momento,
y
que, por ver, no vidente se vuelve
con
el último fuego hice lo mismo
hasta
que se me dijo: «¿Por qué ciegas
para
ver una cosa que no existe?
Mi
cuerpo es tierra en tierra, y lo será
con
todos los demás, hasta que el número
al
eterno propósito se iguale.
Con
las dos vestes en el santo claustro
sólo
están las dos luces que ascendieron;
y
esto habrás de decir en vuestro mundo.»
Con
esta voz el inflamado giro
se
detuvo y con él la mezcolanza
que
se formaba del sonido triple,
como
para evitar riesgo o fatiga,
los
remos que en el agua golpeaban,
todos
se aquietan al sonar de un silbo.
¡Qué
grande fue mi turbación entonces,
al
volverme a Beatriz para mirarla,
y
no la pude ver, aunque estuviese
en
el mundo feliz, y junto a ella!
CANTO
XXVI
Mientras
yo deslumbrado vacilaba,
de
la fúlgida llama deslumbrante
salió
una voz a la que me hice atento.
«En
tanto que retorna a ti la vista
que
por mirarme -dijo,--- has consumido,
bueno
será que hablando la compenses.
Empieza
pues; y di a dónde diriges
tu
alma, y date cuenta que tu vista
está
en ti desmayada y no difunta:
porque
la dama que por la sagrada
región
te lleva, en la mirada tiene
la
virtud de la mano de Ananías.»
«A
su gusto -repuse pronto o tarde
venga
el remedio, pues que fueron puertas
que
ella cruzó con fuego en que ardo siempre
El
bien que hace la dicha de esta corte,
es
Alfa y es O de cuanta escritura
lee
en mí el Amor o fuerte o levemente.»
Aquella
misma voz que los temores
del
súbito cegar me hubo quitado,
a
que siguiese hablando me animaba;
y
dijo: «Por aún más angosta criba
te
conviene cerner; decirnos debes
quién
a tal blanco dirigió tu arco.»
Y
yo: «Por filosóficas razones
y
por la autoridad que de ellas baja
tal
amor ha debido en mí imprimirse:
que
el bien en cuanto bien, al conocerse,
nos
enciende el amor, tanto más grande
cuanta
mayor bondad en sí retiene.
Y
así a una esencia que es tan ventajosa,
que
todo bien que esté fuera de ella
no
es nada más que un brillo de su rayo,
más
que a otra es preciso que se mueva
la
mente, amando, de los que conocen
la
verdad que esta prueba fundamenta.
Tal
verdad demostró a mi entendimiento
aquel
que me enseñó el amor primero
de
todas las sustancias sempiternas.
Lo
demostró la voz del Creador
que
a Moisés dijo hablando de sí mismo:
«Yo
haré que veas el poder supremo.»
Y
tú lo demostraste, al comenzar
el
alto pregón que grita el arcano
de
aquí allá abajo más que cualquier otro.
Y
escuché: «Por la humana inteligencia
y
por la autoridad con él concorde,
de
tu amor tiende a Dios lo soberano.
Mas
dime aún si sientes otras cuerdas
que
a él te atraigan, de modo que me digas
con
cuántos dientes este amor te muerde.»
No
estaba oculta la santa intención
del
águila de Cristo, y me di cuenta
a
qué tema quería conducirme.
Por
eso repliqué: «Cuantos mordiscos
pueden
volver a Dios un corazón,
juntos
mi caridad han fomentado:
que
el que yo exista y el que exista el mundo,
la
muerte que él sufrió y por la que vivo,
y
lo que esperan como yo los fieles,
con
el conocimiento que antes dije,
me
han sacado del mar del falso amor,
y
del derecho me han puesto en la orilla.
Las
frondas que enfrondecen todo el huerto
del
eterno hortelano, yo amo tanto,
cuanto
es el bien que de él desciende a ellas.»
Cuando
callé, un dulcísimo canto
resonó
por el cielo, y mi señora
«Santo,
santo», decía con los otros.
Y
como ahuyenta el sueño una luz viva,
pues
la vista se acerca al resplandor
que
atraviesa membrana tras membrana,
y
al despertado aturde lo que mira,
pues
tan torpe es la súbita vigilia
mientras
la estimativa no le ayuda;
lo
mismo de mis ojos cualquier mota
me
quitaron los ojos de Beatriz,
con
rayos que mil millas refulgían:
y
vi después mucho mejor que antes;
y
casi estupefacto pregunté
por
una cuarta luz tras de nosotros.
Y
mi señora: «Dentro de ese rayo
goza
de su hacedor la primer alma
que
hubo creado la primer potencia.»
Como
la fronda que inclina su copa
del
viento atravesada, y la levanta
por
la misma virtud que la endereza,
hice
yo mientras ella estaba hablando,
asombrado,
y después me recobré
con
las ganas de hablar en las que ardía.
«Oh
fruto que maduro únicamente
fuiste
creado --dije , antiguo padre
de
quien cualquier esposa es hija y nuera,
con
la más grande devoción te pido
que
me hables: advierte mi deseo,
que
no lo expreso para oírte antes.»
Un
animal a veces en un saco
se
revuelve de modo que sus ansias
se
advierten al mirar lo que le cubre;
y
de igual forma el ánima primera
escondida
en su luz manifestaba
cuán
gustosa quería complacerme.
Y
dijo: «Sin que lo hayas proferido,
mejor
he comprendido tu deseo
que
tú cualquiera cosa verdadera;
porque
la veo en el veraz espejo
que
hace de sí reflejo en otras cosas,
mas
las otras en él no se reflejan.
Quieres
oír cuánto hace que me puso
Dios
en el bello Edén, desde donde ésta
a
tan larga subida te dispuso,
y
cuánto fue el deleite de mis ojos,
y
la cierta razón de la gran ira,
y
el idioma que usé y que inventé.
Ahora,
hijo mío, no el probar del árbol
fue
en sí misma ocasión de tanto exilio,
mas
sólo el que infringiese lo ordenado.
Donde
tu dama sacara a Virgilio,
cuatro
mil y tres cientas y dos vueltas
de
sol tuve deseos de este sitio;
y
le vi que volvía novecientas
treinta
veces a todas las estrellas
de
su camino, cuando en tierra estaba.
La
lengua que yo hablaba se extingió
aun
antes que a la obra inconsumable
la
gente de Nembrot se dedicara:
que
nunca los efectos racionales,
por
el placer humano que los muda
siguiendo
al cielo, duran para siempre.
Es
obra natural que el hombre hable;
pero
en el cómo la naturaleza
os
deja que sigáis el gusto propio.
Antes
que yo bajase a los infiernos,
I
se llamaba en tierra el bien supremo
de
quien viene la dicha que me embarga;
Y
él después se llamó: y así conviene,
que
es el humano uso como fronda
en
la rama, que cae y que otra brota.
En
el monte que más del mar se alza,
con
vida pura y deshonesta estuve,
desde
la hora primera a la que sigue
a
la sexta en que el sol cambia el cuadrante.»
CANTO
XXVII
«.Al
Padre, al Hijo, al Espíritu Santo
-empezó-
Gloria» -todo el Paraíso,
de
tal modo que el canto me embriagaba.
Lo
que vi parecía una sonrisa
del
universo; y mi embriaguez por esto
me
entraba por la vista y el oído.
¡Oh
inefable alegría! ¡Oh dulce gozo!
¡Oh
de amor y de paz vida completa!
¡Oh
sin deseo riqueza segura!
Delante
de mis ojos encendidas
las
cuatro antorchas vi, y la que primero
vino,
empezó a avivarse de repente,
y
su aspecto cambió de tal manera,
cual
cambiaría jove si él y Marte
cambiaran
su plumaje siendo pájaros.
La
providencia, que allí distribuye
cargas
y oficios, al dichoso coro
puesto
había silencio en todas partes,
cuando
escuché: «Si mudo de color
no
debes asombrarte, pues a todos
éstos
verás cambiarlo mientras hablo.
Quien
en la tierra mi lugar usurpa,
mi
lugar, mi lugar que está vacante
en
la presencia del Hijo de Dios,
en
cloaca mi tumba ha convertido
de
sangre y podredumbre; así el perverso
que
cayó desde aquí, se goza abajo.»
Del
color con que el sol contrario pinta
por
la mañana y la tarde las nubes,
entonces
vi cubrirse todo el cielo.
Y
cual mujer honrada que está siempre
segura
de sí misma, y culpas de otras,
sólo
con escucharlas, ruborizan,
así
cambió el semblante de Beatriz;
y
así creo que el cielo se eclipsara
cuando
sufrió la suprema potencia.
Luego
continuaron sus palabras
con
una voz cambiada de tal forma,
que
más no había cambiado el semblante:
«No
fue nutrida la Esposa de Cristo
con
mi sangre, de Lino, o la de Cleto,
para
ser en el logro de oro usada;
mas
por lograr este vivir gozoso
Sixto
y Urbano y Pío y Calixto
tras
muchos sufrimientos la vertieron.
No
fue nuestra intención que a la derecha
de
nuestros sucesores, se sentara
parte
del pueblo, y parte al otro lado;
ni
que las llaves que me confiaron,
se
volvieran escudo en los pendones
que
combatieran contra bautizados;
ni
que yo fuera imagen en los sellos,
de
privilegios vendidos y falsos,
que
tanto me avergüenzan y me irritan.
En
traje de pastor lobos rapaces
desde
aquí pueden verse prado a prado:
Oh
protección divina, ¿por qué duerme?
Cahorsinos
y Gascones se apresuran
a
beber nuestra sangre: ¡oh buen principio,
a
qué vil fin has venido a parar!
Pero
la providencia, que de Roma
con
Escipión guardar la gloria pudo,
pronto
nos salvará, según lo pienso;
y
tú, hijo mío, que a la tierra vuelves
por
tu peso mortal, abre la boca,
y
tú no escondas lo que yo no escondo.»
Cual
vapores helados nos envía
abajo
el aire nuestro, cuando el cuerno
de
la cabra del cielo el sol tropieza,
así
yo vi que el éter adornado
subía
despidiendo los vapores
triunfantes,
que estuvieron con nosotros.
Con
mis ojos seguia sus semblantes,
hasta
que la distancia, al ser ya mucha,
les
impidió seguir detrás de ellos.
Por
ello mi señora, al verme libre
de
mirar hacia arriba, dijo: «Baja
la
vista y mira cuánta vuelta has dado.»
Desde
el momento en que mire primero
vi
que había corrido todo el arco
que
hace del medio al fin el primer clima;
viendo,
pasado Cádiz, la insensata
ruta
de Ulises, y la playa donde
fue
dulce carga Europa al otro lado.
Y
hubiera descubierto aún más lugares
de
aquella terrezuela, pero el sol
bajo
mis pies distaba más de un signo.
La
mente enamorada, que requiebra
siempre
a mi dama, más que nunca ardía
por
dirigir de nuevo a ella mis ojos;
y
si es el cebo el arte o la natura
que
atrae los ojos, y la mente atrapan
ya
con la carne viva o ya pintada,
juntas
nada serían comparadas
al
divino placer que me alumbró,
al
dirigirme a sus ojos rientes.
Y
el vigor que me dio aquella mirada,
me
dio impulso hasta el cielo más veloz
al
separarme del nido de Leda.
Sus
partes mas cercanas o distantes
son
tan iguales, que decir no puedo
la
que escogió Beatriz para mi entrada.
Mas
ella que veía mis deseos,
empezó
con sonrisa tan alegre,
cual
si Dios en su rostro se gozase:
«El
ser del mundo, que detiene el centro
y
hace girar en torno a lo restante,
tiene
aquí su principio como meta;
y
este cielo no tiene más comienzo
que
la mente divina, donde prende
la
influencia y amor que él llueve y gira.
El
amor y la luz, a éste rodean
como
a los otros éste; y solamente
a
este círculo entiende quien lo ciñe.
Su
movimiento no mide con otro,
pero
los otros se miden con éste,
cual
se divide el diez por dos o cinco;
y
cómo el tiempo tenga en este vaso
su
raíz y en los otros la enramada,
ahora
podrás saberlo claramente.
¡Oh
tú, concupiscencia que en tu seno
los
mortales ahogas, sin que puedan
sacar
los ojos fuera de tus ondas!
La
voluntad florece en los humanos;
mas
la lluvia constante hace volverse
endrinas
las ciruelas verdaderas.
La
inocencia y la fe sólo en los niños
se
encuentran repartidas; luego escapan
antes
de que se cubran las mejillas.
Tal,
aún balbuciente, guarda ayuno,
y
luego traga, con la lengua suelta,
cualquier
comida bajo cualquier luna;
y
tal, aún balbuciente, ama y escucha
a
su madre, y teniendo el habla entera,
verla
en la sepultura desearía.
Así
se vuelve negra la piel blanca
en
el rostro de aquella hermosa hija
de
quien lleva la noche y trae el día.
Y
tú, para que de esto no te asombres,
piensa
que no hay quien en la tierra mande;
y
así se pierde la humana familia.
Mas
antes de que enero desinvierne,
por
la centésima parte olvidada,
de
tal manera rugirán los cielos,
que
la tormenta que tanto se espera,
donde
la popa está pondrá la proa,
y
así la flota marchará derecha;
y
tras las flores vendrán buenos frutos.
CANTO
XXVIII
Luego
que contra la vida presente
de
los ruines mortales, me mostró
la
verdad quien mi mente emparaísa,
cual
la llama de un hacha en un espejo
ve
quien con ella por detrás se alumbra,
antes
de que la vea o la imagine,
y
atrás se vuelve para ver si el vidrio
le
dice la verdad, y ve que casa
con
ella cual la música y su texto;
de
igual forma recuerda mi memoria
que
hice mirando a los hermosos ojos
donde
hizo Amor su cuerda para herirme.
Y
al volverme y al golpear los míos
lo
que en aquellos cielos aparece,
cada
vez que en sus giros se repara,
vi
un punto que irradiaba tan aguda
luz,
que la vista que enfocaba en ella
por
tan grande agudeza se cerraba;
y
la estrella que aquí menor parece,
luna
parecería junto a ella,
si
se pusieran una junto a otra.
Acaso
tanto cuanto cerca vemos
de
su halo la luz que lo desprende
cuando
son más espesos sus vapores,
distante
de ese punto un círculo ígneo
giraba
tan veloz, que vencería
el
curso que más raudo el mundo ciñe;
y
aquél era por otro rodeado,
y
de un tercero aquél, y éste de un cuarto,
de
un quinto el cuarto, y por un sexto el quinto.
El
séptimo seguía tan extenso
sobre
ellos, que de Juno el emisario
abarcarlo
del todo no podría.
Y
el octavo, y el nono; y cada uno
más
lento se movía, cuanto estaba
en
número del uno más distante;
y
una más clara llama desprendía
el
más cercano de la lumbre pura,
pues
más, yo creo, de ella participa.
Al
verme preocupado mi señora
y
sorprendido, dijo: «De ese punto
depende
el cielo y toda la natura.
Ve
el círculo que está de él más cercano;
y
sabrás que tan rápido se mueve
por
el amor ardiente que le impulsa.»
«Si
estuviera dispuesto --dije el mundo
con
el orden que veo en estas ruedas,
satisfecho
me habría lo que dices;
mas
el mundo sensible nos enseña
que
las vueltas son tanto más veloces,
cuanto
del centro se hallan más lejanas.
Por
lo cual, si debiera terminarse
mi
desear en este templo angélico
que
sólo amor y luz lo delimitan,
aún
debiera escuchar cómo el ejemplo
y
su copia no marchan de igual modo,
que
en vano por mí mismo pienso en ello.»
«Si
tus dedos no son para tal nudo
suficientes,
no debes extrañarte,
¡tan
difícil lo ha hecho el no intentarlo!»
Dijo
así mi señora; y luego: «Atiende
si
es que quieres saciarte, a lo que digo;
y
sobre estas cuestiones sutiliza.
Las
esferas corpóreas son más amplias
o
estrechas según sea la virtud
que
se difunde por todas sus partes.
Da
una bondad mayor mayores bienes;
y
a un bien mayor contiene un mayor cuerpo,
siendo
sus partes igual de perfectas.
Así
pues este círculo que arrastra
todo
el otro universo, corresponde
con
aquel que más ama y que más sabe:
y
si aplicaras pues a la virtud
tus
medidas, y no a las apariencias
de
los seres que en círculo se muestran,
la
proporción perfecta admirarías
de
más con más, y de menor con menos,
cada
cielo, con cada inteligencia.»
Como
se queda espléndido y sereno
el
aéreo hemisferio cuando sopla
Bóreas
con su mejilla más suave,
y
se disuelven y limpian las brumas
que
le turbaban, y sonríe el cielo
con
las bellezas todas de su corte;
así
hice yo, después que mi señora
tan
claro respondió, y como en el cielo
brilla
una estrella supe la verdad.
Y
cuando terminaron sus palabras,
no
de otro modo el hierro centellea
candente,
cual los círculos hicieron.
Su
incendio cada chispa propagaba;
y
tantas eran, que el número de ellas
más
que el doblar del ajedrez subía.
Yo
escuchaba hosanar de coro en coro
al
punto fijo que los tiene ubi
y
siempre los tendrá, en que siempre fueron.
Y
aquella que las dudas de mi mente
sabía,
dijo: «Los primeros círculos
te
muestran Serafines y Querubes.
Tras
sus vínculos siguen tan aprisa
por
parecerse al punto cuanto puedan;
y
tanto pueden cuanto están más altos.
Esos
amores que en torno se encuentran,
llámanse
Tronos del poder divino,
y
acaba en ellos el primer ternario;
y
deberás saber que todos gozan
cuando
se profundiza su mirada
en
la verdad que aquieta el intelecto.
De
aquí se puede ver cómo se funda
la
beatitud en el acto de ver,
no
en el de amar, que detrás de aquél viene;
y
del ver son los méritos medida,
que
genera la gracia y buen deseo:
así
es como sucede grado a grado.
El
siguiente ternario que florece
en
esta sempiterna primavera
que
nocturno carnero no despoja,
perpetuamente
«Hosanna» jubilea
en
triple melodía, por los tres
órdenes
de alegría en que se enterna.
En
esa jerarquía hay otras diosas:
Dominaciones,
y después Virtudes;
de
Potestades es el tercer orden.
Luego
en los dos penúltimos festejos
Principados
y Arcángeles dan vueltas;
todo
el último de ángeles dichosos.
Estos
órdenes miran a lo alto,
y
abajo tanto influyen, que hacia Dios
son
arrastrados y de todo arrastran.
Y
Dionisio con tanto deseo
a
contemplar se dedicó estos órdenes
que
como yo, los nombra y los distingue.
Pero
de él se apartó luego Gregorio;
y
en cuanto abrió los ojos en el cielo
de
sí mismo por esto se reía.
Y
si mostrado fue tanto secreto
por
un mortal, no quiero que te admires:
porque
se lo enseñó quien vio aquí arriba,
y
otras muchas verdades de este mundo!»
CANTO
XXIX
Cuando
uno y otro hijo de Latona,
por
debajo de Libra y del Carnero,
son
límites los dos de un horizonte,
cuanto
hay desde el momento de equilibrio
hasta
que el uno u otro de aquel cinto,
cambiando
de hemisferio, se desata,
tanto,
la risa pintada en su rostro,
muda
estuvo Beatriz mirando fijo
el
punto que me había derrotado.
Dijo
después: «Diré, sin que preguntes,
lo
que quieres oír, porque lo he visto
donde
convergen todo quando y ubi.
No
por acrecentar sus propios bienes,
que
es imposible, mas porque su luz
pudiese,
en su esplendor decir "Subsisto",
allí
en su eternidad, fuera de toda
comprensión
y de tiempo, libremente,
se
abrió en nuevos amores el eterno.
No
es porque antes ocioso estuviera;
pues
ni después ni antes precedió
el
discurrir de Dios sobre estas aguas.
Forma
y materia, ya puras o juntas,
salieron
a existir sin fallo alguno,
como
de arco tricorde tres saetas.
Y
como en vidrio, en ámbar o en cristales
el
rayo resplandece, de tal modo
que
el llegar y el lucir es todo en uno,
de
igual forma irradió el triforme efecto
de
su Sir a su ser a un tiempo mismo
sin
que hubiese ninguna diferencia.
Concreado
fue el orden y dispuesto
a
las sustancias; y del mundo cima
fueron
aquellas hechas acto puro;
a
la potencia pura puso abajo;
la
potencia y el acto, en medio, atadas
tal
nudo que jamás se desanuda.
Jerónimo
escribió que muchos siglos
antes
fueron los ángeles creados
de
que el resto del mundo fuera hecho;
mas
en muchos parajes que escribieron
los
inspirados, se halla esta verdad;
y
si bien juzgas te avendrás a ello;
y
en parte la razón también lo prueba,
pues
no admite motores que estuviesen
sin
su perfecto estado mucho tiempo.
Ya
sabes dónde y cuándo estos amores
y
cómo fueron hechos: ya apagados
tres
ardores ya están en tu deseo.
Hasta
veinte, contando, no se llega
tan
pronto, como parte de los ángeles
turbó
el más bajo de los elementos.
La
otra quedóse, y dio comienzo el arte
que
puedes ver, y con tanto deleite,
que
de sus giros nunca se ha apartado.
La
ocasión de caer fue la maldita
soberbia
de quien viste que oprimían
las
pesadumbres todas de este mundo.
Esos
que ves aquí fueron humildes,
admitiendo
existir por la bondad
que
a tanto conocer hizo capaces:
por
lo que fue su vista acrecentada
por
méritos y gracia iluminante,
y
tienen voluntad constante y plena;
y
no quiero que dudes, mas que sepas,
que
recibir la gracia es meritorio
según
como el afecto la recibe.
Por
lo que a este colegio se refiere
ya
comprendes bastante, si entendiste
lo
que te dije, ya sin otra ayuda.
Mas
como en las escuelas de la tierra
se
enseña que la angélica natura
es
tal que entiende, que recuerda y quiere,
aún
te diré, para que pura sepas
la
verdad, que allí abajo se confunde,
porque
equivocan los significados.
Estas
sustancias, desde que gozaron
de
la cara de Dios, no apartan de ella
la
mirada, a quien nada está escondido:
Así
pues no interceptan su mirada
nuevos
objetos, y no necesitan
recordar
con conceptos divididos;
y
así allá abajo, sin dormir, se sueña,
creyendo
y no creyendo en lo que dicen;
pero
éstos tienen más vergüenza y culpa.
Vais
por distintas rutas los que abajo
filosofáis:
pues que os empuja tanto
el
afán de que os tengan como sabios.
Y
aún esto es admitido aquí en lo alto
con
un rigor menor que si se olvida
la
sagrada escritura o se confunde.
No
meditáis en cuánta sangre cuesta
sembrarla
allá en el mundo, y cuánto agrada
el
que con ella humilde se conforma.
Por
la apariencia pruebas dan de ingenio
y
de imaginación; y quien predica
dase
a esto y se calla el Evangelio.
Que
se volvió la luna, dice el uno,
en
la pasión de Cristo, y se interpuso
para
ocultar la luz del sol abajo;
y
otro que por sí misma se escondió
la
luz, y que en la India y en España
hubo
eclipse lo mismo que en Judea.
No
hay en Florencia tantos Lapi y Bindi
cuantas
fábulas tales en un año,
aquí
y allá en los púlpitos se gritan:
y
así las ovejuelas, que no saben,
vuelven
del prado pacidas de viento,
y
que el daño no vean no es excusa.
No
dijo a su primer convento Cristo:
"Id
y patrañas predicad al mundo";
sino
les dio cimientos de certeza;
y
ésta sonó en sus bocas solamente,
de
modo que luchando por la fe
del
Evangelio escudo y lanza hicieron.
Y
ahora con bufonadas y con trampas
se
predica, y con tal que cause risa,
la
capucha se hincha y más no pide.
Mas
tal pájaro anida en el capuz,
que
si lo viese el vulgo, allí vería
qué
indulgencias tendrá confiando en ése:
que
en la tierra acrecientan la estulticia,
de
tal manera que, sin prueba alguna
de
su certeza, corren tras de ellas.
Esto
engorda al cebón de San Antonio,
y
a otros muchos más cerdos todavía,
que
pagan con monedas no acuñadas.
Mas
como es larga ya la digresión,
vuelve
los ojos a la recta vía,
y
se abrevien el tiempo y el camino.
Esta
naturaleza tanto aumenta
en
número al subir, que no hay palabras
ni
conceptos mortales que las sigan;
y
si recuerdas lo que se revela
en
Danïel, verás que en sus millares
y
millares su número se esconde.
La
luz primera que toda la alumbra,
de
tantas formas ella en sí recibe,
cual
son las llamas a las que se une.
Y
así, al igual que al acto que concibe
sigue
el afecto, de amor la dulzura
ardiente
o tibio en ella es diferente.
Ve
pues la excelsitud y la grandeza
del
eterno poder, puesto que tantos
espejos
hizo en que multiplicarse,
permaneciendo
en sí uno como antes.
CANTO
XXX
Acaso
a seis mil millas de distancia
hierve
aquí la hora sexta, y este mundo
horizontal
reclina ya la sombra,
cuando
el centro del cielo, tan profundo,
se
pone de tal forma, que en el fondo
van
desapareciendo las estrellas;
y
cuando se adelanta la sirviente
clarísima
del sol, apaga el cielo
una
por una hasta la más hermosa.
No
de otro modo el triunfo que se goza
en
torno al punto que antes me cegara,
creyéndolo
incluido en lo que incluye,
se
apagó poco a poco de mi vista;
por
lo cual el amor y el no ver nada
me
hicieron que a Beatriz volviera el rostro.
Si
cuanto de ella he dicho hasta el presente
fuese
encerrado todo en una loa,
poco
sería a conseguir mi intento.
La
belleza que vi no sobrepasa
solamente
a nosotros, mas yo creo
que
sólo su creador la goce entera.
Vencido
me confieso en este paso
más
que nunca en un punto de su obra
fue
superado el trágico o el cómico:
pues,
como el sol la vista menos firme,
así
el recuerdo de su dulce risa
a
mí mismo me priva de mi mente.
Desde
el día primero que su rostro
en
esta vida vi, hasta esta visión,
he
podido seguirla con mi canto;
mas
es forzoso que desista ahora
de
seguir su belleza, poetizando,
cual
todo artista que a su extremo llega.
Y
ella, cual yo la dejo a voz más digna
que
la de mi trompeta, que se acerca
a
dar fin a materia tan difícil,
con
ademán y voz de guía experto
«Hemos
salido ya -volvió a decirme-
del
mayor cuerpo al cielo que es luz pura:
luz
intelectüal, plena de amor;
amor
del cierto bien, pleno de dicha;
dicha
que es más que todas las dulzuras.
Aquí
verás a una y otra milicia
del
paraíso, y una de igual modo
que
en el juicio final habrás de verla.»
Como
un súbito rayo que nos ciega
los
visivos espíritus, e impide
que
vea el ojo aun cosas muy brillantes,
así
circumbrillóme una luz viva,
y
cubrióme la cara con tal velo
de
su fulgor, que nada pude ver.
«El
amor que este cielo tiene inmóvil
siempre
recibe en él de igual manera,
por
disponer una vela a su llama.»
Apenas
penetraron dentro de mí
estas
breves palabras, comprendí
que
sobre mi virtud estaba alzado;
y
de una vista nueva disfrutaba
tal,
que ninguna luz es tan brillante,
que
con mis ojos no la resistiera;
y
vi una luz que un río semejaba
fulgiendo
fuego, entre sus dos orillas
pintadas
de admirable primavera.
Salían
del torrente chispas vivas,
que
entre las flores se desparramaban,
cual
rubíes que el oro circunscribe;
después,
como embriagadas del aroma,
al
raudal asombroso se arrojaban
de
nuevo, y si una entraba otra salía.
«El
gran deseo que ahora te urge y quema,
de
que te diga qué es esto que ves,
más
me complace cuanto más intento;
mas
de este agua es preciso que bebas
antes
que tanta sed en ti se sacie.»
De
este modo me habló el sol de mis ojos.
Y
después: «Son el río y los topacios
que
entran y salen, y el prado riente,
sólo
de su verdad velados prólogos.
No
que de suyo estén aún inmaduros;
más
el defecto está de parte tuya,
que
aún no tienes visión tan elevada.»
No
hay un chiquillo que corra tan raudo
con
la vista a la leche, si despierta
mucho
más tarde de lo que acostumbra,
como
yo, para hacer mejor espejo
mis
ojos, agachándome a las ondas,
que
para enmejorarnos van fluyendo;
y
en el momento que bebió de aquellas
el
borde de mis párpados, creí
que
redonda se hacía su largura.
Después,
como la gente enmascarada,
que
otra que antes parece, si se quita
el
semblante no suyo que la esconde,
así
en mayores gozos se trocaron
las
chispas, y las flores, y ver pude
las
dos cortes del cielo manifiestas.
¡Oh
divino esplendor por quien yo vi
el
alto triunfo del reino veraz,
ayúdame
a decir cómo lo vi!
Hay
arriba una luz que hace visible
el
Creador a aquellas crïaturas
que
en su visión tan sólo paz encuentran.
Y
en circular figura se derrama,
tanto
que al sol sería demasiado
cinturón
con su gran circunferencia.
De
un rayo reflejado en lo más alto
del
Primer Móvil viene su apariencia,
que
de él recibe su poder y vida.
Y
cual loma en el agua de su base
se
espejea cual viéndose adornada,
cuando
de hierba y flores es más rica,
superando
a la luz en torno suyo,
vi
espejearse en más de mil peldaños
cuanto
arriba volvió de entre nosotros.
Y
si el último grado luz tan grande
abarca,
¡cuál la anchura no sería
de
esta rosa en las hojas más lejanas!
Mi
vista ni en lo ancho ni en lo alto
desfallecía,
comprendiendo todo
el
cuánto y cómo de aquella alegría.
Allí
el cerca ni el lejos quita o pone:
que
donde Dios sin ministros gobierna,
las
leyes naturales nada pueden.
A
lo amarillo de la rosa eterna,
que
se degrada y se extiende y transmina
loas
al sol que siempre es primavera,
como
a aquel que se calla y quiere hablar
me
llevó Beatriz y dijo: «¡Mira
el
gran convento de las vestes blancas!
Ve
cómo abre su círculo este reino,
mira
nuestros escaños tan repletos,
que
poca gente más aquí se espera.
Y
en el gran trono en que pones los ojos,
por
la corona que está sobre él puesta,
antes
de que a estas bodas te conviden,
vendrá
a sentarse el alma, abajo augusta,
del
gran Enrique, que a guiar a Italia
vendrá
sin que a ésta encuentre preparada.
Esa
ciega codicia que os enferma
os
ha vuelto lo mismo que al chiquillo
que
muere de hambre y echa a la nodriza.
Y
habrá un prefecto en el foro divino
entonces
tal, que oculto o manifiesto,
no
seguirá con él la misma ruta.
Mas
Dios lo aguantará por poco tiempo
en
la santa tarea, y será echado
donde
Simón el mago el premio tiene,
y
hará al de Anagni hundirse más abajo.
CANTO
XXXI
En
forma pues de una cándida rosa
se
me mostraba la milicia santa
desposada
por Cristo con su sangre;
mas
la otra que volando ve y celebra
la
gloria del señor que la enamora
y
la bondad que tan alta la hizo,
cual
bandada de abejas que en las flores
tan
pronto liban y tan pronto vuelven
donde
extraen el sabor de su trabajo,
bajaba
a la gran flor que está adornada
de
tantas hojas, y de aquí subía
donde
su amor habita eternamente.
Sus
caras eran todas llama viva,
de
oro las alas, y tan blanco el resto,
que
no es por nieve alguna superado.
Al
bajar a la flor de grada en grada,
hablaban
de la paz y del ardor
que
agitando las alas adquirían.
El
que se interpusiera entre la altura
y
la flor tanta alada muchedumbre
ni
el ver nos impedía ni el fulgor:
pues
la divina luz el universo
penetra,
según éste lo merece,
de
tal modo que nada se lo impide.
Este
seguro y jubiloso reino,
que
pueblan gentes antiguas y nuevas,
vista
y amor a un punto dirigía.
¡Oh
llama trina que en sólo una estrella
brillando
ante sus ojos, las alegras!
¡Mira
esta gran tempestad en que estamos!
Si
viniendo los bárbaros de donde
todos
los días de Hélice se cubre,
girando
con su hijo, en quien se goza,
viendo
Roma y sus arduos edificios,
estupefactos
se quedaban cuando
superaba
Letrán toda obra humana;
yo,
que desde lo humano a lo divino,
desde
el tiempo a lo eterno había llegado,
y
de Florencia a un pueblo sano y justo,
¡lleno
de qué estupor no me hallaría!
En
verdad que entre el gozo y el asombro
prefería
no oír ni decir nada.
Y
como el peregrino que se goza
viendo
ya el templo al cual un voto hiciera,
y
espera referir lo que haya visto,
yo
paseaba por la luz tan viva,
llevando
por las gradas mi mirada
ahora
abajo, ahora arriba, ahora en redor,
veía
rostros que el amor pintaba,
con
su risa y la luz de otro encendidos,
y
de decoro adornados sus gestos.
La
forma general del Paraíso
abarcaba
mi vista enteramente,
sin
haberse fijado en parte alguna;
y
me volví con ganas redobladas
de
poder preguntar a mi señora
las
cosas que a mi mente sorprendían.
Una
cosa quería y otra vino:
creí
ver a Beatriz y vi a un anciano
vestido
cual las gentes glorïosas.
Por
su cara y sus ojos difundía
una
benigna dicha, y su semblante
era
como el de un padre bondadoso.
«¿Dónde
está ella?» Dije yo de pronto.
Y
él: «Para que se acabe tu deseo
me
ha movido Beatriz desde mi Puesto:
y
si miras el círculo tercero
del
sumo grado, volverás a verla
en
el trono que en suerte le ha cabido.»
Sin
responderle levanté los ojos,
y
vi que ella formaba una corona
con
el reflejo de la luz eterna.
De
la región aquella en que más truena
el
ojo del mortal no dista tanto
en
lo más hondo de la mar hundido,
como
allí de Beatriz la vista mía;
mas
nada me importaba, pues su efigie
sin
intermedio alguno me llegaba.
«Oh
mujer que das fuerza a mi esperanza,
y
por mi salvación has soportado
tu
pisada dejar en el infierno,
de
tantas cosas cuantas aquí he visto,
de
tu poder y tu misericordia
la
virtud y la gracia reconozco.
La
libertad me has dado siendo siervo
por
todas esas vías, y esos medios
que
estaba permitido que siguieras.
En
mí conserva tu magnificencia
y
así mi alma, que por ti ha sanado,
te
sea grata cuando deje el cuerpo.»
Así
recé; y aquélla, tan lejana
como
la vi, me sonrió mirándome;
luego
volvió hacia la fuente incesante.
Y
el santo anciano: «A fin de que concluyas
perfectamente
-dijo,- tu camino,
al
que un ruego y un santo amor me envían,
vuelven
tus ojos por estos jardines;
que
al mirarlos tu vista se prepara
más
a subir por el rayo divino.
Y
la reina del cielo, en el cual ardo
por
completo de amor, dará su gracia,
pues
soy Bernardo, de ella tan devoto.»
Igual
que aquel que acaso de Croacia,
viene
por ver el paño de Verónica,
a
quien no sacia un hambre tan antigua,
mas
va pensando mientras se la enseñan:
«Mi
señor Jesucristo, Dios veraz,
¿de
esta manera fue vuestro semblante?»;
estaba
yo mirando la ferviente
caridad
del que aquí en el bajo mundo,
de
aquella paz gustó con sus visiones.
«Oh
hijo de la gracia, el ser gozoso
-empezó-
no es posible que percibas,
si
no te fijas más que en lo de abajo;
pero
mira hasta el último los círculos,
hasta
que veas sentada a la reina
de
quien el reino es súbdito y devoto.»
Alcé
los ojos; y cual de mañana
la
porción oriental del horizonte,
está
más encendida que la otra,
así,
cual quien del monte al valle observa,
vi
al extremo una parte que vencía
en
claridad a todas las restantes.
Y
como allí donde el timón se espera
que
mal guió Faetonte, más se enciende,
y
allá y aquí su luz se debilita,
así
aquella pacífica oriflama
se
encendía en el medio, y lo restante
de
igual manera su llama extinguía;
y
en aquel centro, con abiertas alas,
la
celebraban más de un millar de ángeles,
distintos
arte y luz de cada uno.
Vi
con sus juegos y con sus canciones
reír
a una belleza, que era el gozo
en
las pupilas de los otros santos;
y
aunque si para hablar tan apto fuese
cual
soy imaginando, no osaría
lo
mínimo a expresar de su deleite.
Cuando
Bernardo vio mis ojos fijos
y
atentos en lo ardiente de su fuego,
a
ella con tanto amor volvió los suyos,
que
los míos ansiaron ver de nuevo.
CANTO
XXXII
Absorto
en su delicia, libremente
hizo
de guía aquel contemplativo,
y
comenzaron sus palabras santas:
«La
herida que cerró y sanó María,
quien
tan bella a sus plantas se prosterna
de
abrirla y enconarla es la culpable.
En
el orden tercero de los puestos,
Raquel
está sentada bajo ésa,
como
bien puedes ver, junto a Beatriz.
Judit
y Sara, Rebeca y aquella
del
cantor bisabuela que expiando
su
culpa dijo: "Miserere mei",
de
puesto en puesto pueden contemplarse
ir
degradando, mientras que al nombrarlas
voy
la rosa bajando de hoja en hoja.
Y
del séptimo grado a abajo, como
hasta
aquél, se suceden las hebreas,
separando
las hojas de la rosa;
porque,
según la mirada pusiera
su
fe en Cristo, son esas la muralla
que
divide los santos escalones.
En
esa parte donde está colmada
por
completo de hojas, se acomodan
los
que creyeron que Cristo vendría;
por
la otra parte por donde interrumpen
huecos
los semicírculos, se encuentran
los
que en Cristo venido fe tuvieron.
Y
como allí el escaño glorioso
de
la reina del cielo y los restantes
tan
gran muralla forman por debajo,
de
igual manera enfrente está el de Juan
que,
santo siempre, desierto y martirio
sufrió,
y luego el infierno por dos años;
y
bajo él separando de igual modo
mira
a Benito, a Agustín y a Francisco
y
a otros de grada en grada hasta aquí abajo.
Ahora
conoce el sabio obrar divino:
pues
uno y otro aspecto de la fe
llenarán
de igual modo estos jardines.
Y
desde el grado que divide al medio
las
dos separaciones, hasta abajo,
nadie
por propios méritos se sienta,
sino
por los de otro, en ciertos casos:
porque
son todas almas desatadas
antes
de que eligieran libremente.
Bien
puedes darte cuenta por sus rostros
y
también por sus voces infantiles,
si
los miras atento y los escuchas.
Dudas
ahora y en tu duda callas;
mas
yo desataré tan fuerte nudo
que
te atan los sutiles pensamientos.
Dentro
de la grandeza de este reino
no
puede haber casualidad alguna,
como
no existen sed, hambre o tristeza:
y
por eterna ley se ha establecido
tan
justamente todo cuanto miras,
que
corresponde como anillo al dedo;
y
así esta gente que vino con prisa
a
la vida inmortal no sine causa
está
aquí en excelencias desiguales.
El
rey por quien reposan estos reinos
en
tanto amor y en tan grande deleite,
que
más no puede osar la voluntad,
todas
las almas con su hermoso aspecto
creando,
a su placer de gracia dota
diversamente;
y bástete el efecto.
Y
esto claro y expreso se consigna
en
la Escritura santa, en los gemelos
movidos
por la ira ya en la madre.
Mas
según el color de los cabellos,
de
tanta gracia, la altísima luz
dignamente
conviene que les cubra.
Así
es que sin de suyo merecerlo
puestos
están en grados diferentes,
distintos
sólo en su mirar primero.
Era
bastante en los primeros siglos
ser
inocente para estar salvado,
con
la fe únicamente de los padres;
al
completarse los primeros tiempos,
para
adquirir virtud, circuncidarse
a
más de la inocencia era preciso;
pero
llegado el tiempo de la gracia,
sin
el perfecto bautismo de Cristo,
tal
inocencia allá abajo se guarda.
Ahora
contempla el rostro que al de Cristo
más
se parece, pues su brillo sólo
a
ver a Cristo puede disponerte.»
Yo
vi que tanto gozo le llovía,
llevada
por aquellas santas mentes
creadas
a volar por esa altura,
que
todo lo que había contemplado,
no
me colmó de tanta admiración,
ni
de Dios me mostró tanto semblante;
y
aquel amor que allí bajara antes
cantando:
«Ave María, gratia plena»
ante
ella sus alas desplegaba.
Respondió
a la divina cancioncilla
por
todas partes la beata corte,
y
todos parecieron más radiantes.
«Oh
santo padre que por mí consientes
estar
aquí, dejando el dulce puesto
que
ocupas disfrutando eterna suerte,
¿quién
es el ángel que con tanto gozo
a
nuestra reina le mira los ojos,
y
que fuego parece, enamorado?»
A
la enseñanza recurrí de nuevo
de
aquel a quien María hermoseaba,
como
el sol a la estrella matutina.
Y
aquél: «Cuanta confianza y gallardía
puede
existir en ángeles o en almas,
toda
está en él; y así es nuestro deseo,
porque
es aquel que le llevó la palma
a
María allá abajo, cuando el Hijo
de
Dios quiso cargar con nuestro cuerpo.
Mas
sigue con la vista mientras yo
te
voy hablando, y mira los patricios
de
este imperio justísimo y piadoso.
Los
dos que están arriba, más felices
por
sentarse tan cerca de la Augusta
son
casi dos raíces de esta rosa:
quien
cerca de ella está del lado izquierdo
es
el padre por cuyo osado gusto
tanta
amargura gustan los humanos.
Contempla
al otro lado al viejo padre
de
la Iglesia, a quien Cristo las dos llaves
de
esta venusta flor ha confiado.
Y
aquel que vio los tiempos dolorosos
antes
de muerto, de la bella esposa
con
lanzada y con clavos conquistada,
a
su lado se sienta y junto al otro
el
guía bajo el cual comió el maná
la
gente ingrata, necia y obstinada.
Mira
a Ana sentada frente a Pedro,
contemplando
a su hija tan dichosa,
que
la vista no mueve en sus hosannas;
y
frente al mayor padre de familia,
Lucía,
que moviera a tu Señora
cuando
a la ruina, por no ver, corrías.
Mas
como escapa el tiempo que te aduerme
pararemos
aquí, como el buen sastre
que
hace el traje según que sea el paño;
y
alzaremos los ojos al primer
amor,
tal que, mirándole, penetres
en
su fulgor cuanto posible sea.
Mas
para que al volar no retrocedas,
creyendo
adelantarte, con tus alas
la
gracia orando es preciso que pidas:
gracia
de aquella que puede ayudarte;
y
tú me has de seguir con el afecto,
y
el corazón no apartes de mis ruegos.»
Y
entonces dio comienzo a esta plegaria.
CANTO XXXIII
«¡Oh
Virgen Madre, oh Hija de tu hijo,
alta
y humilde más que otra criatura,
término
fijo de eterno decreto,
Tú
eres quien hizo a la humana natura
tan
noble, que su autor no desdeñara
convertirse
a sí mismo en su creación.
Dentro
del viento tuyo ardió el amor,
cuyo
calor en esta paz eterna
hizo
que germinaran estas flores.
Aquí
nos eres rostro meridiano
de
caridad, y abajo, a los mortales,
de
la esperanza eres fuente vivaz.
Mujer,
eres tan grande y vales tanto,
que
quien desea gracia y no te ruega
quiere
su desear volar sin alas.
Mas
tu benignidad no sólo ayuda
a
quien lo pide, y muchas ocasiones
se
adelanta al pedirlo generosa.
En
ti misericordia, en ti bondad,
en
ti magnificencia, en ti se encuentra
todo
cuanto hay de bueno en las criaturas.
Ahora
éste, que de la ínfima laguna
del
universo, ha visto paso a paso
las
formas de vivir espirituales,
solicita,
por gracia, tal virtud,
que
pueda con los ojos elevarse,
más
alto a la divina salvación.
Y
yo que nunca ver he deseado
más
de lo que a él deseo, mis plegarias
te
dirijo, y te pido que te basten,
para
que tú le quites cualquier nube
de
su mortalidad con tus plegarias,
tal
que el sumo placer se le descubra.
También
reina, te pido, tú que puedes
lo
que deseas, que conserves sanos,
sus
impulsos, después de lo que ha visto.
Venza
al impulso humano tu custodia:
ve
que Beatriz con tantos elegidos
por
mi plegaria te junta las manos!»
Los
ojos que venera y ama Dios,
fijos
en el que hablaba, demostraron
cuánto
el devoto ruego le placía;
luego
a la eterna luz se dirigieron,
en
la que es impensable que penetre
tan
claramente el ojo de ninguno.
Y
yo que al final de todas mis ansias
me
aproximaba, tal como debía,
puse
fin al ardor de mi deseo.
Bernardo
me animaba, sonriendo
a
que mirara abajo, mas yo estaba
ya
por mí mismo como aquél quería:
pues
mi mirada, volviéndose pura,
más
y más penetraba por el rayo
de
la alta luz que es cierta por sí misma.
Fue
mi visión mayor en adelante
de
lo que puede el habla, que a tal vista,
cede
y a tanto exceso la memoria.
Como
aquel que en el sueño ha visto algo,
que
tras el sueño la pasión impresa
permanece,
y el resto no recuerda,
así
estoy yo, que casi se ha extinguido
mi
visión, mas destila todavía
en
mi pecho el dulzor que nace de ella.
Así
la nieve con el sol se funde;
así
al viento en las hojas tan livianas
se
perdía el saber de la Sibila.
¡Oh
suma luz que tanto sobrepasas
los
conceptos mortales, a mi mente
di
otro poco, de cómo apareciste,
y
haz que mi lengua sea tan potente,
que
una chispa tan sólo de tu gloria
legar
pueda a los hombres del futuro;
pues,
si devuelves algo a mi memoria
y
resuenas un poco en estos versos,
tu
victoria mejor será entendida.
Creo,
por la agudeza que sufrí
del
rayo, que si hubiera retirado
la
vista de él, hubiéseme perdido.
Y
esto, recuerdo, me hizo más osado
sosteniéndola,
tanto que junté
con
el valor infinito mi vista.
¡Oh
gracia tan copiosa, que me dio
valor
para mirar la luz eterna,
tanto
como la vista consentía!
En
su profundidad vi que se ahonda,
atado
con amor en un volumen,
lo
que en el mundo se desencuaderna:
sustancias
y accidentes casi atados
junto
a sus cualidades, de tal modo
que
es sólo débil luz esto que digo.
Creo
que vi la forma universal
de
este nudo, pues siento, mientras hablo,
que
más largo se me hace mi deleite.
Me
causa un solo instante más olvido
que
veinticinco siglos a la hazaña
que
hizo a Neptuno de Argos asombrarse.
Así
mi mente, toda suspendida,
miraba
fijamente, atenta, inmóvil,
y
siempre de mirar sentía anhelo.
Quien
ve esa luz de tal modo se vuelve,
que
por ver otra cosa es imposible
que
de ella le dejara separarse;
Pues
el bien, al que va la voluntad,
en
ella todo está, y fuera de ella
lo
que es perfecto allí, es defectuoso.
Han
de ser mis palabras desde ahora,
más
cortas, y esto sólo a mi recuerdo,
que
las de un niño que aún la leche mama.
No
porque más que un solo aspecto hubiera
en
la radiante luz que yo veía,
que
es siempre igual que como era primero;
mas
por mi vista que se enriquecía
cuando
miraba su sola apariencia,
cambiando
yo, ante mí se transformaba.
En
la profunda y clara subsistencia
de
la alta luz tres círculos veía
de
una misma medida y tres colores;
Y
reflejo del uno el otro era,
como
el iris del iris, y otro un fuego
que
de éste y de ése igualmente viniera.
¡Cuán
corto es el hablar, y cuán mezquino
a
mi concepto! y éste a lo que vi,
lo
es tanto que no basta el decir «poco».
¡Oh
luz eterna que sola en ti existes,
sola
te entiendes, y por ti entendida
y
entendiente, te amas y recreas!
El
círculo que había aparecido
en
ti como una luz que se refleja,
examinado
un poco por mis ojos,
en
su interior, de igual color pintada,
me
pareció que estaba nuestra efigie:
y
por ello mi vista en él ponía.
Cual
el geómetra todo entregado
al
cuadrado del círculo, y no encuentra,
pensando,
ese principio que precisa,
estaba
yo con esta visión nueva:
quería
ver el modo en que se unía
al
círculo la imagen y en qué sitio;
pero
mis alas no eran para ello:
si
en mi mente no hubiera golpeado
un
fulgor que sus ansias satisfizo.
Faltan
fuerzas a la alta fantasía;
mas
ya mi voluntad y mi deseo
giraban
como ruedas que impulsaba
Aquel
que mueve el sol y las estrellas.